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Traducción: Ángela Pérez
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INTROITO
Pocas veces se da el caso de que lectores, críticos, académicos y escritores se
entusiasmen por igual por un mismo libro, que en toda clase de listas aparece
siempre como el mejor libro escrito nunca en Canadá. No hay escritor canadiense
que no se declare influido por él, desde Margaret Atwood a Alice Munro, que a la
larga han tenido mucha más suerte, conocimiento y reconocimiento en el
extranjero, que ella a pesar de ser bastante más mediocres. Aquí en España
publicó la novela la efímera Muchnik, con 40 años de retraso, y sin apenas
repercusión. De hecho por estas tierras la única forma de descubrir a la autora es
mediante el cine, y no deja de ser una posibilidad tirando a remota porque
hablamos de la primera película independiente como director de Paul Newman,
“Rachel, Rachel” (1968), que muy conocida que digamos no es. Aún así a rebufo
de la película se publicó el libro en que se basaba, “Una broma de Dios”, con el
título de la película. Del libro que nos ocupa, el primero del ciclo Manakawa,
ciudad inventada por la autora (¿Manitoba + Ottawa?), el resto son “Una broma
de Dios” (1966), “Los habitantes del fuego” (1969), “Un pájaro en la casa”
(1970) y “El parque del desasosiego” (1974), solo diré que es de las pocas obras
maestras de la literatura centradas en la vejez, de hecho solo recuerdo otra, igual
de genial, “La trompetilla acústica” de Leonora Carrington, con la que tiene
muchas afinidades. Sus dos rebeldes ancianas protagonistas en busca de
redención, de acción, son intercambiables.
Julio Tamayo
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Sobre el proceso de creación del libro (gracias a él decidió dejar a su marido):
“La vejez es algo que me interesa cada vez más - las innumerables formas en
que la gente la afronta, algunos pretendiendo que no existe, algunos
aterrorizados por cada deterioro físico porque esa cita final es algo que no
pueden afrontar, algunos tratando de equilibrar las demandas y la rutina de esta
vida con una creciente necesidad de juntar los hilos del espíritu para que cuando
llegue la cosa estén listos, ya sea para la muerte o para otro nacimiento. Creo
que el nacimiento es el la mayor experiencia de la vida, hasta el final, y luego la
muerte es la mayor experiencia. Hay momentos en los que puedo creer que la
revelación de la muerte será algo tan vasto que somos incapaces de
imaginarlo.”
“Me imagino a una mujer muy anciana que sabe que se está muriendo y que
desprecia la simpatía y solicitud de su familia y también les compadece, porque
sabe que ellos piensan que su mente está en parte ida - y nunca se darán cuenta
de que ella se está moviendo con tremenda emoción, en parte miedo y en parte
entusiasmo, hacia un gran e inevitable suceso, al igual que los años
antes de que ella experimentara el nacimiento.”
“Creo que mi experiencia cuando escribí “El ángel de piedra” fue notable,
porque seguía sintiendo que había encontrado el lenguaje exacto. ¡Era el mío!
El discurso de la generación de mis abuelos, de mis padres, etc. Mientras que
cuando escribí sobre África, nunca pude estar segura. Esa no era mi cultura y,
por supuesto, sabemos cosas sobre nuestra propia cultura, y sobre nuestra
propia gente que ni siquiera sabemos que sabemos. Cuando escribí “El ángel de
piedra” fue realmente bastante maravilloso, porque frases, pedazos de
modismos, que había olvidado venían de vuelta a mí, cosas que ni siquiera
recordaba del discurso de mis abuelos... Y también que yo tengo, tanto en mi
propia vida como en mi visión de la vida, un sentido de la rueda completa el
círculo, ese tipo de viaje, en el que terminamos en el lugar donde comenzamos,
pero con una diferente perspectiva.”
“Supongo que tengo un sentido muy inestable de mi propia realidad y solo
puedo estar segura (o razonablemente) cuando he asumido otra capa o me he
convertido temporalmente en otra persona. Le dije a alguien hace mucho tiempo
que “El ángel de piedra” lo escribí de una manera similar al Método
Stanislavsky, naturalmente, no estaba hablando en serio, aunque ahora me
pregunto si, después de todo, tal vez esto no fuera cierto. Tengo este sentimiento
que he tenido durante muchos años de que digo mentiras todo el tiempo excepto
cuando hablo con los pocos miembros de mi tribu en quien confío
absolutamente, y que en general no puedo hablar con sinceridad excepto a
través de la boca de otra persona.”
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Do not go gentle into that good night.
Rage, rage against the dying of the light.
No entres dócilmente en esa noche quieta.
Rabia, rabia contra la agonía de la luz.
Dylan Thomas
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7
Uno
En la cima de la loma, dominando el pueblo, se alzaba el ángel de
piedra. No sé si seguirá allí, en memoria de ella, que entregó su débil
espíritu cuando yo tomé el mío, inquebrantable. Mi padre lo había
comprado con orgullo para que señalara el lugar donde yacían los
restos de mi madre y proclamara la dinastía de él por los siglos de los
siglos, o al menos ésa era su ilusión.
Tanto en invierno como en verano contemplaba el pueblo con ojos
ciegos. En realidad, era doblemente ciego, pues no sólo estaba hecho
de piedra, sino que quienquiera que lo hubiese esculpido había dejado
los globos oculares lisos, de modo que ni siquiera tenía apariencia de
estar mirando algo o a alguien. A mí me parecía extraño que dominara
el pueblo, invitándonos a todos al cielo sin saber nada de nosotros.
Pero entonces yo era demasiado joven para entender su finalidad,
aunque mi padre a menudo me decía que había costado muchísimo
dinero traerlo de Italia y que era de auténtico mármol blanco. Ahora
pienso que debió de ser esculpido bajo aquel lejano sol por algún
descendiente cínico de Bernini, que los hacía a montones, calculando
con admirable precisión las necesidades de aquellos aspirantes a
faraones de una tierra inculta.
8
En invierno tenía las alas picadas por la nieve y, en verano, por la
arena que arrastraba el viento. No era el único ángel del cementerio de
Manawaka, pero sí el primero, el más grande y, desde luego, el más
caro. Los demás, que yo recuerde, eran todos de categoría inferior,
ángeles pequeños, querubines de labios fruncidos: uno alzaba un
corazón de piedra, otro tocaba en perpetuo silencio un arpa de piedra
sin cuerdas, y otro más miraba de reojo, extático, una lápida. Recuerdo
muy bien esa lápida porque cuando la colocaron todos nos echamos a
reír al leer la inscripción:
Que en Paz descanséis,
De las fatigas reposéis.
Regina Weiss
1886
Se acabó la triste Regina, hoy olvidada en Manawaka, seguramente
como yo, Hagar, doblemente olvidada. Aunque siempre creí que la
culpa sólo era suya, por ser una criatura débil, sin carácter, blanda
como las natillas, consagrada a cuidar con devoción de mártir, año tras
año, a una madre ingrata de lengua viperina. Cuando Regina murió, de
alguna oscura dolencia virginal, la infame anciana dejó el lecho
maloliente y, para desesperación de los hijos casados, siguió viviendo
oros diez años. Huelga decir que Dios acoja su alma, pues debe de
estar riéndose malévolamente en el infierno mientras la virginal
Regina suspira en la gloria.
En verano el cementerio estaba impregnado del perfume a
funeraria, fuerte y espeso como almíbar, de las peonías carmesí oscuro
y rosa pálido. De los tallos frágiles colgaban pesados capullos grávidos
de agua de lluvia, infestados de hormigas advenedizas que se paseaban
por sus pétalos afelpados como por su casa.
Cuando niña me gustaba visitar aquel lugar. Por entonces no había
muchos sitios donde una pudiese caminar remilgadamente sin miedo a
que los cardos de los senderos arañaran las botas blancas o estropearan
la falda infantil. Cuánto empeño ponía por ser pulcra y ordenada,
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convencida como estaba de que la vida había sido creada únicamente
para celebrar la pulcritud, como la remilgada Pippa del poema. Pero a
veces, entre la ardiente ráfaga de viento irrespetuoso que agitaba los
matorrales de roble y la gramilla que invadía las moradas
primorosamente cuidadas de los difuntos, se filtraba por un momento
el aroma de las prímulas. Estaban bien enraizadas aquellas llamativas
flores silvestres, y aunque los amorosos deudos, decididos a conservar
despejadas y claramente civilizadas las sepulturas, las arrancaban y
trataban de que no avanzasen más allá de la linde del cementerio,
cualquiera que pasara por allí percibía durante unos segundos el débil
aroma, polvoriento y dulzón, de lo que crecía y siempre había crecido
sin cuidados, antes incluso de que llegaran las corpulentas peonías y
los ángeles de alas rígidas, cuando por la llanura sólo caminaban los
indios cree de rostro enigmático y cabello grasiento.
Los recuerdos se me agolpan ahora, desenfrenados. No suelo
entregarme a ellos, o, al menos, no demasiado a menudo. Hay quien
dice que los ancianos viven en el pasado; absurdo. Últimamente, cada
nuevo día, tan inútil en realidad, posee una peculiaridad especial para
mí. Lo pondría en un jarrón para admirarlo como los primeros dientes
de león, y olvidaríamos su proliferación y nos maravillaríamos
simplemente de que existieran. Pero una disimula, normalmente, por
personas como Marvin, a quien parece confortar la idea de que las
ancianas se alimentan, como dóciles conejos, de las hojas de lechuga
de otros tiempos, otras costumbres. ¡Qué injusta soy! Pero, en fin, ¿por
qué no? Criticar así es mi único placer, eso y los cigarrillos, hábito que
he contraído hace sólo diez años, por aburrimiento. Marvin considera
vergonzoso que fume a mi edad, noventa años. Le produce cierta
angustia la visión de Hagar Shipley, que por desgracia da la casualidad
de que es su madre, aguantando descaradamente con dedos artríticos
un canutillo blanco encendido. Enciendo ahora uno de mis cigarrillos y
recorro la habitación recordando frenéticamente, sin otra razón que
estar atrapada en ello. Pero tengo que procurar no hablar en voz alta,
porque si lo hiciera, Marvin y Doris intercambiarían una mirada
significativa y uno de los dos diría: «Mamá tiene uno de sus días».
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Que hablen cuanto quieran. ¿Qué me importa a mí ya lo que diga la
gente? Demasiado tiempo me preocupé por ello.
Ay, mis hombres perdidos. No, no voy a pensar ahora en eso. ¡Qué
vergüenza que esa gorda de Doris me viera llorando! La puerta de mi
habitación no tiene cerradura. Dicen que es porque si me pusiera mala
de noche no podrían entrar para atenderme (como si yo fuera lisiada o
algo así). De modo que pueden entrar en mi habitación cuando les da
la gana. La intimidad es un privilegio que no se concede a los ancianos
ni a los jóvenes. A veces, los niños muy pequeños miran a los viejos e
intercambian una mirada conspiradora, furtiva y cómplice. Es porque
ni los unos ni los otros son humanos para los de mediana edad, la flor
y nata, los de primera, según dicen, como si hablaran de carne de vaca.
Tendría yo unos seis años cuando me regalaron aquel vestido
escocés a cuadros verde claro y rojo claro (porque no era rosa, sino
más bien un rojo acuoso, como la pulpa de la sandía madura), que me
había hecho una tía de Ontario, con imponentes ribetes de pana negra.
Allí estaba yo, caminando como un pavo real minúsculo por la acera
de tablas, resplandeciente, altiva, presumida, la hija de cabello oscuro
de Jason Currie.
Hasta que empecé a ir al colegio fui pesadísima con tía Doll. La
casona era nueva entonces, la segunda de ladrillo que se construyó en
Manawaka, y tía Doll siempre tenía la impresión de que debía estar a
la altura de la casa, aunque ella fuese una empleada. Era viuda y desde
mi nacimiento vivía con nosotros. Por las mañanas siempre llevaba
una cofia de encaje y se ponía a chillar como una bruja cuando yo se la
quitaba de un tirón, exponiendo su crespa pelambrera a los ojos
risueños de Reuben Pearl, que nos traía la leche. En tales ocasiones,
me enviaba al almacén, donde mi padre me hacía sentar en una caja de
manzanas vuelta, entre toneles de orejones y pasas y el olor a papel de
estraza y al apresto de las piezas de tela de la sección de mercería, y
me hacía aprender de memoria los pesos y medidas.
«Dos vasos, una jarra. Cuatro jarras, una pinta. Dos pintas, un
cuarto de galón. Cuatro cuartos, un galón. Dos galones, un peck.
Cuatro pecks un busbel.»
Mi padre, corpulento y con chaleco, permanecía detrás del
mostrador, y cuando me olvidaba algo me apuntaba con su voz de
acento escocés y me decía que me concentrara o nunca aprendería.
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—¿Acaso quieres ser boba de mayor, una tonta de remate?
—No.
—Pues concéntrate.
Cuando las repetía todas seguidas —pesos, medidas de longitud,
de superficie, medidas de áridos, medidas cúbicas—, él asentía.
Aprender bien lo aprendido,
Ahora lo has conseguido.
Siempre lo decía cuando no me equivocaba. Nunca fue amigo de
desperdiciar una palabra ni un minuto. Era hijo de sus propias obras.
Le encantaba explicarles a Matt y a Dan que había empezado sin un
céntimo y había subido por sus propios medios. Era cierto. Nadie
podía negárselo. Mis hermanos se parecían a mi madre, eran
muchachos agraciados pero carentes de bríos, que procuraban
complacerlo, casi siempre en vano. Sólo yo, que no deseaba parecerme
a mi padre en absoluto, era robusta como él y tenía su misma nariz
aguileña y una mirada que podía aguantar la de cualquiera sin
pestañear.
Cuando el diablo no tiene qué hacer, con el rabo espanta las
moscas. Le gustaban los refranes, creía en ellos. Eran su padrenuestro,
su credo. Los agrupaba como si fuesen cuentas de un rosario o las
monedas de la caja. A Dios rogando y con el mazo dando. Tarea
repartida, pronto concluida.
Para las palizas siempre usaba ramas de abedul. Era con lo que le
había pegado a él su padre, aunque en otro país. No sé qué habría
hecho si el abedul no se hubiera dado en Manawaka. Afortunadamente,
nuestras arboledas daban algunos, aunque delgados y endebles y nunca
demasiado altos; pero servían para su cometido. Matt y Dan se
llevaban la mayor parte, porque eran chicos y mayores, y cuando
recibían también me hacían a mí lo que les habían hecho a ellos, sólo
que utilizaban ramitas verdes de arce, con hojas y todo. Nadie diría
que aquellas hojas suaves pudieran picar como lo hacían en la carne
desnuda y todavía rolliza, y yo vociferaba como las bestias infernales
de tres cabezas, tanto de vergüenza como de dolor, y ellos me
susurraban que si decía algo, cogerían el cuchillo del pan que colgaba
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en la despensa y me degollarían y moriría desangrada y quedaría seca
y blanca como el bebé de Hannah Pearl que había nacido muerto y que
habíamos visto en su féretro blanco forrado de raso, en la funeraria
Simmons. Pero cuando me enteré de que en el colegio a Matt lo
llamaban Cuatro Ojos porque tenía que llevar gafas y oí a tía Doll reñir
a Dan por hacerse pis en la cama, pese a que tenía más de ocho años,
supe que no volverían a atreverse, y se lo dije a mi padre. Eso puso fin
al asunto y tenían bien merecida la paliza que les dieron. Él me dejó
mirar. Luego lamenté haberlo visto e intenté explicárselo a ellos, pero
me ignoraron.
No tenían por qué hablar como si fueran los únicos. También yo
recibía, aunque tengo que admitir que no tan a menudo. Papá se
enorgullecía tanto del almacén que parecía que no hubiese ningún otro
en el mundo. Fue el primero de Manawaka, así que supongo que tenía
motivos para sentirse orgulloso. Se apoyaba en el mostrador con las
manos extendidas y sonreía tan maravillosamente que tenías la
impresión de que daba la bienvenida al mundo entero.
La señora McVitie, esposa del abogado del pueblo, que llevaba un
sombrero de lo más llamativo, le devolvió la sonrisa y le pidió huevos.
Recuerdo muy bien que pidió concretamente huevos, de los morenos,
pues le parecían más nutritivos que los de cáscara blanca. Y yo, con
botas negras de botones y los odiosos calcetines de rayas beige y
malva que llevaba para estar abrigada y el discreto vestido azul marino
de sarga de manga larga que mi padre encargaba cada año para mí al
Este, metí la nariz en el barril de las pasas para coger un puñado
mientras él estaba ocupado.
—¡Oh, mira!, mira qué bichitos más bonitos, como escapan
corriendo...
Me reía de ellas mientras se escondían, las patas tan rápidas y
diminutas que casi no podía vérselas, encantada de que se atrevieran a
aparecer allí y burlarse del enorme bigote de mi padre y de su cólera.
—¡Vigila tus modales, señorita!
El tortazo que me dio entonces no fue nada comparado con lo que
recibí en la trastienda cuando ella se marchó.
—¿Es que no te importa nada mi reputación?
—¡Pero es que las vi!
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—¿Y tenías que proclamarlo a los cuatro vientos?
—No era mi intención...
—De nada vale lamentarlo cuando el mal ya está hecho. ¡Pon las
manos, señorita!
Tan furiosa estaba que no permití que me viese llorar. Usó una regla
de treinta centímetros, y cuando yo retiraba las palmas doloridas, me
obligaba a alzarlas otra vez. Me miraba a los ojos y se ponía furioso,
como si fuera un fracaso no conseguir hacerme llorar. Me golpeó una y
otra vez y luego de pronto tiró la regla y me abrazó. Me estrechó tan
fuerte que a punto estuvo de asfixiarme contra su ropa áspera que olía
a naftalina. Me sentía enjaulada y asustada y quería apartarlo de mí,
pero daba igual. Por último me soltó. Parecía desconcertado, como si
quisiera darme una explicación y no supiera cómo.
—Te pareces a mí —dijo por fin, como si eso lo aclarara todo—.
Tienes carácter, las cosas como son.
Se sentó en un cajón de embalaje y me sentó en sus rodillas.
—Debes de comprender —dijo, hablando en voz baja, deprisa—
que me duele tanto como a ti tener que pegarte.
Ya lo había oído antes, muchas veces. Pero al mirarlo con mis
brillantes ojos oscuros, supe que era una mentira descarada. Sin
embargo, me parecía a él, y sabe Dios que en eso tenía razón.
Me quedé de pie en la entrada, tranquila y dispuesta a echar a
correr.
—¿Vas a tirarlas? —pregunté.
—¿Qué?
—Las pasas. ¿Vas a tirarlas?
—Métete en tus asuntos, señorita —soltó—, o te...
Conteniendo la risa y las lágrimas, di la vuelta y eché a correr.
Muchos empezamos el colegio aquel año. Charlotte Tappen era la
hija del médico; tenía el cabello castaño y le permitían que lo llevase
suelto, con un lazo verde, mientras que a mí tía Doll seguía
haciéndome trenzas. Charlotte y yo éramos muy amigas y solíamos ir
andando a la escuela y hablábamos de cómo sería ser Lottie Drieser y
no saber dónde estaba tu padre ni siquiera quién era. Pero nunca
llamábamos Sin Nombre a Lottie... eso sólo lo hacían los chicos.
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Claro que nosotras nos reíamos, a pesar de que sabíamos que era ruin,
con una mezcla de vergüenza y emoción, como la que había sentido la
vez que vi a Telford Simmons hacerlo detrás de un arbusto, pues ni
siquiera se molestó en ir al retrete de los chicos.
Al padre de Telford no se lo consideraba mucho. Llevaba la
funeraria, pero nunca tenía un centavo. Mi padre decía que «tiraba el
dinero», y al cabo de un tiempo supe que se refería a que bebía. Matt
me contó una vez que Billy Simmons bebía líquido de embalsamar y
durante mucho tiempo me lo creí y lo consideraba un ser macabro,
hasta el punto que cuando me lo cruzaba en la calle apretaba el paso,
aunque era amable y torpe y solía dar a Telford caramelos de arce y
chocolate para que los repartiera entre los amigos. Telford tenía el
cabello rizado, tartamudeaba un poco y sólo podía fanfarronear alguna
que otra vez del ocasional cadáver que su padre guardaba en la
cámara; y cuando en una ocasión le dijimos que no creíamos que
pudiera entrar realmente, nos llevó y nos enseñó a la hermanita muerta
de Henry Pearl. Entramos por la ventana del sótano, toda la pandilla,
Telford el primero. Luego Lottie Drieser, menuda y ligera, con el
cabello amarillo fino como seda de bordar, tan pulcra a pesar del
vestido remendado y gastado de tantos lavados. Luego los demás...
Charlotte Tappen, Hagar Currie, Dan Currie y Henry Pearl, que no
quería ir pero debía de creer que si no lo hacía lo llamaríamos gallina y
le cantaríamos aquello de
Henry Pearl
Parece una niña...
No era verdad. Era un niño grandullón y desgarbado que llegaba
todos los días en su caballo desde la granja y que no podía perder el
tiempo andando por ahí con nosotros porque tenía que ayudar mucho
en casa.
La habitación estaba fresca, como la heladería del pueblo, donde en
verano almacenaban bajo serrín los bloques de hielo que cada invierno
cortaban del río cuando se congelaba. Tiritábamos y cuchicheábamos,
aterrados por el rapapolvo que recibiríamos si nos pillaban. No me
gustó nada el aspecto del bebé. Charlotte y yo nos quedamos atrás pero
Lottie realmente abrió la tapa de cristal y acarició el terciopelo blanco
y los pliegues de raso blanco y la carita blanca arrugada. Luego nos
retó con la mirada a hacer lo mismo, pero nadie quiso.
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—Miedicas —dijo—. Si alguna vez tengo un hijo y se muere, haré
que lo envuelvan todo en raso como éste.
—Primero tendrás que encontrarle un padre.
Esto lo dijo Dan, que jamás desperdiciaba una ocasión.
—Cállate —dijo Lottie—, cállate o te...
Telford andaba de un lado a otro pendiente de todo.
—Vámonos, vámonos... si mi madre nos descubre nos la
cargaremos de verdad...
Los Simmons vivían encima de la funeraria. Billy Simmons no era
ningún problema, pero la mamá de Telford era una arpía avara de gesto
contraído que se quedaba en la puerta y daba una galleta a Telford
después de clase, pero nunca tenía otra para ningún niño y Telford,
mortificado, la rumiaba fríamente bajo su mirada vigilante. Salimos
todos juntos y, cuando nos íbamos, Lottie le susurró a Telford al oído:
—No tengas miedo, Telford. Yo te defenderé. Diré a tu madre que
Dan te obligó a hacerlo.
Charlotte y yo nos partíamos de risa.
—Prefiero que no lo hagas —jadeó Telford mientras sacaba sus
cortas piernas por la ventana—. No serviría absolutamente de nada.
No te haría caso, Lottie.
Cuando estuvimos fuera, en el césped, la ventana del sótano cerrada
ya y todos a salvo, e inocentes de nuevo, jugamos a pillapilla alrededor
de los grandes abetos rojos que daban sombra al patio. Es decir, todos
menos Lottie. Ella se fue a casa.
Yo era lista en el colegio y papá estaba contento conmigo. A veces,
cuando me ponían sobresaliente en los deberes, me daba un cucurucho
de caramelos o un puñado de aquellas pastillitas color pastel que
llevaban mensajes almibarados como Sé mía, Preciosa, Quiéreme, Sé
fiel. Todas las noches nos sentábamos a la mesa del comedor, Dan,
Matt y yo, a hacer los deberes del colegio. Teníamos que estar
haciéndolos una hora y, si acabábamos antes, papá nos ponía cuentas y
nos daba consejos.
—Nunca llegaréis a ningún sitio en este mundo si no trabajáis más
que los demás, os lo aseguro. Nadie os dará nada en bandeja de plata.
Depende de vosotros, de nadie más. Tenéis que ser perseverantes si
queréis progresar. Tendréis que esforzaros y sudar un poco.
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Yo procuraba no oírlo, y, aunque lo conseguía, cuando años después
estaba criando a mis dos hijos, me sorprendí diciéndoles lo mismo.
Yo procuraba demorarme con los deberes del colegio para no tener
que hacer las sumas que papá nos ponía. Abría el libro de lectura,
recorría las palabras con el dedo y miraba fijamente los pequeños
dibujos como si esperase que crecieran y se transformaran en algo
distinto, extraño.
Esto es una semilla. La semilla es de color castaño.
Pero la rígida semilla negra de la hoja permanecía inmutable y
finalmente tía Doll asomaba la cabeza por la puerta de la cocina.
—Señor Carrie... es hora de que Hagar se acueste.
—Muy bien. Ve arriba, hija.
Me llamaba «señorita» cuando estaba enfadado e «hija» cuando se
sentía cariñoso conmigo. Nunca Hagar. Me habían puesto ese nombre,
al parecer, por una tía abuela soltera, de Escocia, que era muy rica y al
morir dejó toda su fortuna a una sociedad benéfica, para gran disgusto
de mi padre.
Una vez, con la mano apoyada en la brillante barandilla al pie de la
escalera, le oí hablar con tía Doll de mí.
—Es lista como ella sola, esa cría. Ojalá hubiera sido...
Y se interrumpió, supongo que porque cayó en la cuenta de que,
siendo como eran, sus hijos estarían escuchando en el comedor.
Entendíamos perfectamente, ya entonces, que cuando papá decía lo
de subir por sus propios medios se refería a que había empezado sin
dinero. Pero él tuvo la ventaja de ser de buena familia. El retrato de su
padre colgaba en nuestro comedor. El viejo caballero vestía un absurdo
chaleco de cachemira color mostaza con sinuosos dibujos azules, y
aparecía rodeado por un fondo negro y verde oliva.
—Murió antes de que nacierais —decía mi padre—, sin saber
siquiera que aquí me estaba yendo bien. Me marché a los diecisiete
años y no volví a verlo. Tú te llamas así por tu abuelo, Dan. Sir Daniel
Currie. El título desapareció con él, porque no era hereditario. Fue
importador de sedas, aunque de joven había servido honrosamente en
la India. No valía gran cosa como comerciante. Lo perdió casi todo,
aunque no por culpa suya, salvo en lo de ser demasiado confiado. Su
socio lo engañó... bueno, todo fue un mal asunto, os lo aseguro, y allí
estaba yo, sin esperanza y sin un centavo. Pero no puedo quejarme. Me
ha ido tan bien como a él. Mejor, porque yo nunca he confiado en
socios, ni lo haré. Los Currie son montañeses. Matt, ¿grupo de qué
clan?
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—Grupo de los Clanranald MacDonald.
—Exacto. ¿Música de gaita, Dan?
—Marcha de Clanranald, señor.
—Bien. —Y entonces, mirándome a mí, con una sonrisa
preguntaba: —¿El grito de guerra, niña?
Y yo, que amaba aquel grito aunque no tenía la menor idea de lo que
significaba, lo lanzaba con tal fiereza que los chicos se reían hasta que
nuestro padre los petrificaba con la mirada.
—¡Que se oponga quien ose!
Por las historias que él contaba, los montañeses de Escocia me
parecían los hombres más afortunados de la tierra, que se pasaban los
días asestando golpes de espada a diestro y siniestro y las noches
bailando reels. Además, todos ellos, sin excepción, eran caballeros y
vivían en castillos. Qué amargamente lamentaba yo que nuestro padre
se hubiera marchado y nos hubiese engendrado aquí, en la llanura
pelada que se extendía hacia el oeste sin nada especial excepto la
grama, las tribus de ardillones o las alamedas grisverdosas y el pueblo
en el que se alzaban no más de una docena de casas de ladrillo
presentables, pues las demás eran chozas y chabolas de estructura
tambaleante y cartón alquitranado, efímeras en los veranos abrasadores
y en los inviernos que congelaban los pozos y la sangre.
Tendría yo unos ocho años cuando se construyó la nueva iglesia
presbiteriana. Asistí a la ceremonia inaugural; era la primera vez que
papá me dejaba ir con él al templo en vez de a la escuela dominical.
Era una iglesia sencilla, estaba vacía, olía a pintura y a madera nueva y
aún no habían puesto los vidrios de color de las ventanas, pero delante
había ciriales de plata, cada uno con una minúscula placa con el
nombre de papá. Él y algunos otros habían adquirido bancos para las
familias y los habían provisto de grandes cojines de terciopelo beige y
marrón para que los pocos traseros privilegiados no tuvieran que
preocuparse por la dureza del roble o la excesiva duración de los
sermones.
—En este gran día —dijo con sentimiento el reverendo Dougall
MacCulloch— tenemos que dar muy especialmente las gracias a los
miembros de nuestra congregación, cuyas aportaciones y generosidad
cristiana han hecho posible nuestra nueva iglesia.
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Leyó la lista de nombres como si se tratara de condecoraciones.
Luke McVitie, abogado. Jason Currie, comerciante. Freeman
McKendrick, director de banco. Burns MacIntosh, agricultor.
Rab Fraser, agricultor.
Mi padre permanecía sentado con la cabeza humildemente
inclinada, pero se volvió a mí y me susurró en voz muy baja:
—Luke McVitie y yo hemos debido de dar más que nadie, porque
ha leído nuestros nombres los primeros.
La gente vacilaba, sin saber si aplaudir o no, pues la ocasión parecía
pedir las ovaciones que, por otro lado, quizá no fueran apropiadas en
una iglesia. Yo aguardé, deseando que lo hicieran, porque había
estrenado guantes de encaje y si aplaudíamos podría lucirlos de
maravilla. Pero el pastor anunció el salmo, de modo que cantamos
vigorosamente:
A las montañas circundantes
alcé los ojos anhelantes.
Ay, ¿dónde hallaré la salvación,
Dónde estará?
El Señor mi Dios es mi salvador,
El Señor mi Dios, que hizo el cielo y la tierra.
Tía Doll siempre nos decía que papá era un hombre temeroso de
Dios. Yo no me lo creía, por supuesto. No podía concebir que mi padre
temiera a alguien, ni siquiera a Dios, y menos cuando él no debía su
existencia al Todopoderoso. Dios podía haber creado el cielo y la tierra
y a la mayoría de las personas, pero papá era un hombre que se había
hecho a sí mismo, como él mismo nos había repetido tantas veces.
Sin embargo, nunca se perdía un oficio dominical ni la acción de
gracias en la mesa. Siempre la decía él, lentamente, mientras nosotros
nos agitábamos nerviosamente y mirábamos a hurtadillas.
Algunos tienen comida y no pueden correr,
Otros que la comerían no la tienen.
Pero nosotros tenemos comida y podemos comer,
Así que demos las gracias al Señor.
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Él no volvió a casarse cuando murió nuestra madre, aunque a veces
hablaba de buscar una esposa. Creo que tía Dolly Stonehouse creía que
acabaría casándose con ella. ¡Pobre infeliz! Yo le tenía cariño, aunque
no se molestaba en disimular que Dan era su preferido, y daba pena
que creyera que papá se contenía porque ella era una mujer feúcha, con
aquella piel cetrina que nunca consiguieron mejorar el agua de
hamamelis y el zumo de limón que se aplicaba, para no mencionar sus
incisivos superiores, saltones como los de una liebre. Tanto le
preocupaban aquellos dientes que solía cubrirse la boca con una mano
cuando hablaba, por lo que casi siempre sus palabras quedaban veladas
por una pantalla de dedos. Pero no era su aspecto lo que hacía que
papá no se decidiera por ella. Matt, Dan y yo sabíamos que,
sencillamente, no sería capaz de casarse con su ama de llaves.
Sólo una vez le vi hablar a solas con una mujer, y eso fue por
casualidad. A veces iba de paseo al cementerio, para leer y librarme de
mis hermanos. Tenía un sitio detrás del cerezo silvestre, al borde de la
colina y al lado mismo de la cerca que delimitaba el recinto del
camposanto. Debía de tener yo unos doce años o así aquella tarde.
Caminaban muy despacio por el sendero colina abajo, cerca de la
orilla del río, donde el Wachakwa corría pardo y estruendoso sobre las
piedras. Al principio no advertí su presencia, y cuando lo hice era
demasiado tarde para salir huyendo. Él parecía malhumorado e
impaciente.
—¿Qué es lo que te pasa? ¿Cuál es la diferencia?
—Le tenía cariño —dijo ella—. Lo amaba.
—¡Seguro que sí!
—¡Es cierto! —gritó ella—. ¡Es cierto!
—¿Por qué accediste a venir aquí, entonces?
—Pensé... —La voz de la mujer sonaba débil y aguda—. Pensé,
como habrás pensado tú, que daría igual. Pero no es lo mismo.
—¿Por qué no?
—Él era joven —dijo ella.
Creí que iba a pegarle, tal vez a decirle «Pon las manos, señorita»,
como a mí. Yo ignoraba la razón. Pero desde mi escondite entre las
hojas vi la desilusión grabada en el rostro de mi padre. No la tocó, sin
embargo, ni dijo una palabra. Se dio la vuelta y se alejó, y sus botas
resonaron sobre las ramitas caídas, hasta que llegó al claro donde había
dejado la calesa. Oí entonces el restallido de su látigo y el relincho
sorprendido del caballo.
20
La mujer permaneció inmóvil, mirándolo, con rostro lánguido e
inexpresivo, como si no esperara nada de la vida. Luego empezó a
subir cansinamente la colina.
No sentí lástima por ninguno de los dos. Los despreciaba a ambos;
a él, por pasear por allí con ella y por hablar con ella; a ella, porque...
bueno, sencillamente porque era la madre de Lottie Sin Nombre
Drieser. Sin embargo, al recordar ahora sus caras, no sabría decir cuál
de los dos había sido más cruel.
Ella murió de tisis poco tiempo después. Pensé que le estaba bien
empleado, aunque no tenía motivos reales para ello, aparte de la cólera
que sienten los niños por los misterios que perciben sin poder
descifrarlos. Procuré ser yo quien se lo contara a él, y a la salida del
colegio volví corriendo a casa para darle la noticia. Pero él no dio la
menor señal de haber cruzado una palabra con ella en su vida. Hizo
tres comentarios.
—Pobre muchacha —dijo—. La vida no fue demasiado generosa
con ella. —Luego, como recapacitando y recordando con quién
hablaba, añadió—: He de admitir que las de su ralea no son una gran
pérdida para el pueblo.
Luego de un breve silencio, asomó a su rostro una expresión de
sobresalto.
—¿Tisis? Eso es contagioso, ¿no? En fin, el Señor elige caminos
prodigiosos para manifestar su voluntad.
No entendí muy bien ninguno de los tres comentarios, pero se me
quedaron grabados. Desde entonces he reflexionado: ¿cuál
correspondía a lo que mi padre era en realidad?
Los chicos trabajaban en el almacén después de la escuela. No les
pagaba por ello, claro. Tampoco les sabía mal. En aquellos tiempos se
contaba con que los jóvenes ayudaran. No se dedicaban a holgazanear
por ahí como ahora. Matt, delgado y con gafas, trabajaba tenazmente,
sin una sonrisa ni una queja. Pero era un patoso: tiraba
accidentalmente un estante de tubos de vidrio o una botella de esencia
de vainilla y se las tenía que ver con papá, que no soportaba la torpeza.
Cuando Matt tenía dieciséis años le pidió un rifle y permiso para ir con
Jules Tonnerre a poner trampas en Galloping Mountain. Papá se negó,
lógicamente, diciendo que Matt se volaría un pie y luego le costaría un
dineral encargarle uno artificial y que, de todos modos, no quería que
ningún hijo suyo anduviera correteando por el campo con un mestizo.
Me pregunto cómo se habrá sentido Matt. Nunca lo supe. Nunca supe
mucho de Matt en realidad.
21
Solíamos pescar bajo las aceras de tablas las monedas que perdían
los borrachos los sábados por la noche al volver del hotel Queen
Victoria. Matt, muy serio, deslizaba una cuerda con un burujo de
resina bien masticada en un extremo. Si sacaba algo, nunca se lo
gastaba ni lo compartía, aunque le hubieras dado la resina de tu boca.
Lo guardaba en su hucha negra de latón, con el billete de veinticinco
centavos que las tías de Toronto habían enviado y el medio dólar que
papá nos daba en Navidad. Llevaba colgada al cuello la llave de la
hucha como si fuera una medalla de san Cristóbal o un crucifijo. Dan y
yo le tomábamos el pelo, bailando lejos de su alcance y cantando:
Bah, bah, el avaro Matt,
Un pavo
A que no me alcanzas...
Nunca le vi sacar dinero de aquella hucha. No ahorraba para
comprarse una navaja de bolsillo o algo así. ¡Me parecía tan
mezquino! No supe la verdad hasta demasiados años más tarde,
después de crecer, casarme e irme a vivir a la casa de Shipley, Me lo
contó tía Dolly.
—¿No sabías lo que quería hacer con su dinero, Hagar? Yo siempre
me reía de él, pero no le importaba… Matt era así. Quería establecerse
por su cuenta, ¿qué te parece?, o estudiar derecho en el Este, o
comprarse un barco y dedicarse al comercio del té. ¡Qué locuras se les
ocurren a los jóvenes! Creo que debía de tener unos diecisiete años
cuando al fin comprendió que con las cuatro monedas de cinco y
veinticinco centavos que tenía no llegaría muy lejos. ¿Y sabes lo que
hizo? Algo bastante impropio de Matt. Compró un gallo de pelea al
viejo Doherty; se lo gastó todo, como un tonto, y estoy segura de que
pagó más de la cuenta. Lo hizo pelear con uno de Jules Tonnerre y
perdió el suyo, claro. ¿Qué sabía él de gallos? Lo trajo a casa. Tú y
Dan debías de estar fuera, porque me parece que estaba yo sola en la
cocina, y se sentó allí y se quedó un buen rato mirándolo. Te aseguro
que te revolvía el estómago, tenía todo el plumaje cubierto de sangre
y casi no podía respirar el pobre. Luego, le retorció el pescuezo y lo
enterró. Te aseguro que no lamenté verlo morir. No habría servido ni
siquiera para el puchero. Demasiado duro para comerlo y no lo
bastante para pelear.
22
Daniel era completamente distinto. No movía un dedo para trabajar,
a menos que lo obligaran. Siempre fue delicado y sabía sacar partido
de ello. Cuando después del desayuno retiraba el plato de gachas
exhalaba un suspiro muy leve, y tía Doll le tocaba la frente y lo
mandaba a la cama («Hoy no irás al colegio, jovencito»). Ella se
desvivía hasta el agotamiento, subiendo y bajando tazones de caldo y
cataplasmas de mostaza y cuando él se cansaba de mimos, descubría
que se encontraba un poco mejor y se pasaba al sofá de la sala y a la
jalea de frambuesa. Papá tenía poca paciencia para estas historias y
decía que lo único que necesitaba Dan era aire puro y ejercicio. A
veces le obligaba a levantarse y vestirse y lo mandaba al almacén a
ordenar las cosas. Pero a buen seguro que si lo hacía, al día siguiente
Dan amanecía con varicela o cualquier otra enfermedad de ésas. Debía
de ser control mental o algo así, porque cultivaba la enfermedad como
algunas personas las plantas exóticas. O al menos eso creía yo
entonces.
Cuando éramos adolescentes, papá a veces nos dejaba dar fiestas.
Repasaba la lista de invitados y tachaba los que no le parecían bien.
Entre los de mi edad, ni que decir tiene que Charlotte Tappen siempre
era invitada. A Telford Simmons también lo invitábamos, pero sólo lo
justo. El caso de Henry Pearl era delicado; sus padres eran buenas
personas, pero papá decidió que como se trataba de campesinos no
tendría ropa adecuada y la invitación les pondría en un apuro. A Lottie
Drieser no la invitamos nunca, pero cuando se convirtió en una
muñeca preciosa y le creció el pecho, Dan la coló una vez y papá armó
la gorda. A Dan le gustaba la ropa. Y cuando dábamos una fiesta
siempre aparecía con algo nuevo, que se compraba con el dinero que le
daba tía Doll. Cuando no estaba enfermo era lo más alegre que se
pueda imaginar, como una pulga de agua surcando afanosamente la
superficie de la vida.
En aquel tiempo, las galerías de las casas de ladrillo como la que
había construido mi padre estaban adornadas con barandillas de
madera blanca, semejantes a filigranas de encaje. Hubo una temporada
de auténtico furor por los farolillos japoneses de papel rojo, bulbosos y
finos, reforzados con bambú y resplandecientes de dragones dorados
23
y crisantemos. En cada farolillo había una candela que no debía de
aguantar nunca mucho rato encendida, porque siempre veías trepando
por los postes de la galería a algún chico larguirucho e impaciente,
cerilla en mano, para iluminar de nuevo el reel o el chotis que
bailábamos. ¡Cuánto me gustaban aquellos bailes, Señor! Todavía oigo
el retumbar de nuestros pies y el rascar de grillo del violinista. Yo
llevaba el cabello recogido con horquillas en la coronilla, y entonces se
me soltaba y me caía sobre los hombros, una melena negra y lustrosa
que los chicos intentaban acariciar. Parece que no hace tanto tiempo.
En invierno, el río Wachakwa era sólido como mármol y patinábamos
en él, girando en los recodos, tropezando en los lugares en que el agua
se había congelado en oleadas, evitando algún que otro tramo en que el
hielo era delgado (lo llamábamos «hielo gomoso»). Doherty, de las
Caballerizas de Alquiler Doherty, también era el dueño de la fábrica de
hielo de Manawaka y mandaba a sus hijos con el carretón y los
caballos a cortar bloques. En ocasiones ibas patinando por el río y al
doblar un recodo veías delante una zona oscura, como una herida
profunda en la blanca piel de hielo; entonces sabías que el carretón y la
sierra de Doherty habían estado allí aquella tarde. Un día, al oscurecer,
cuando las formas y los colores son grises y borrosos, mi hermano
Dan, que patinaba de espaldas para impresionar a las chicas, se cayó
en uno de esos agujeros.
El hielo siempre era muy grueso donde cortaban los bloques, por lo
que no se rompía en los bordes del agujero. Matt oyó nuestros gritos,
llegó patinando y agarró y sacó a Dan. Aquel día debíamos de estar a
treinta grados bajo cero y nuestra casa quedaba en el otro extremo del
pueblo. Qué raro que ni a Matt ni a mí se nos ocurriera llevar a Dan a
la primera casa; pero no, sólo pensábamos en llegar a casa antes de que
papá volver a del almacén para que sólo se enterara tía Doll. A Dan se
le congeló la ropa en el camino, aunque Matt se había quitado el
abrigo y lo había envuelto con él. Por desgracia pan Dan papá estaba
en casa cuando llegamos, de modo que recibió un buen rapapolvo por
no mirar por dónde iba. Tía Doll le dio whisky con limón y lo metió en
la cama; al día siguiente parecía como nuevo. Y no dudo que lo habría
estado si, además, hubiera sido fuerte. Pero no lo era. Cuando cayó
enfermo de neumonía, durante días y días sólo pude pensar en las
muchas veces que había creído que se hacía el enfermo.
24
La noche que le subió la fiebre a Dan, tía Doll había ido a ver a
Floss Drieser, la tía de Lottie, que era modista. Tía Doll estaba
haciéndose un traje de chaqueta nuevo y se pasaba horas en las
pruebas, porque Floss sabía todo cuanto pasaba en Manawaka y no
tenía reparo en contarlo. Aquella noche papá trabajaba hasta tarde, así
que sólo estábamos en casa Matt y yo.
Matt salió del dormitorio de Dan con los hombros inclinados como
si tuviere prisa por ir a algún lado.
—¿Qué pasa? —No deseaba saberlo, pero tenía que preguntar.
—Está delirando —dijo Matt—. Ve a buscar al doctor Tappen,
Hagar.
Lo hice, fui corriendo por las calles blancas, sin fijarme en los
montones de nieve que pisaba ni en lo mucho que me empapaba los
pies. Cuando llegué a casa de los Tappen, el doctor no estaba. Había
ido a Wachakwa Sur, me dijo Charlotte, y tal como estaban los
caminos no volvería hasta el día siguiente, si es que volvía para
entonces. Eso fue mucho antes de que aparecieran las máquinas
quitanieves, claro.
Cuando volví a casa, Dan estaba peor y Matt, que bajó a saber qué
decía yo, parecía aterrado, pero de un modo furtivo, como si estuviese
buscando la forma de que algún otro se ocupara de la situación.
—Voy a la tienda a buscar a papá —dije.
La expresión de Matt cambió.
—No, no vayas —dijo con claridad súbita—. No es a papá a quien
necesita.
—¿Qué quieres decir?
Matt miró hacia otro lado.
—Mamá murió cuando Dan tenía cuatro años. Creo que nunca la ha
olvidado.
De pronto, Matt me pareció casi apenado, como si pensara que
tenía que decirme que no creía que ella hubiera muerto por mi culpa,
aunque en el fondo sí lo creía. Tal vez no fuera así en absoluto, ¿quién
puede saberlo?
—¿Sabes lo que tiene en la cómoda, Hagar? —siguió diciendo Matt—.
Un viejo chal a cuadros; era de ella. Recuerdo que de pequeño se
dormía agarrado a él. Creí que lo habían tirado hacía años. Pero sigue
allí. —Entonces se volvió hacia mí y me cogió ambas manos, la única
vez, que yo recuerde, que mi hermano Matt hizo tal cosa—. Hagar...
póntelo y abrázale un rato.
25
Me puse rígida y retiré las manos.
—No puedo. ¡Oh, Matt, lo siento pero no puedo, no puedo! No me
parezco a ella en absoluto.
—No se dará cuenta —dijo Matt, en tono colérico—. Está delirando.
Pero yo sólo podía pensar en aquella mujer dócil a quien no había
conocido, aquella mujer que, según decían, se parecía tanto Dan y de
quien él había heredado esa fragilidad que yo aborrecía sin poder
evitarlo, pese a que una gran parte de mí deseaba comprender.
Hacerme pasar por ella era algo superior a mis fuerzas.
—No puedo, Matt —le dije, agitada por tormentos que él nunca
sospechó siquiera, deseando con toda el alma hacer lo que me pedía y
sin poder hacerlo, incapaz de concentrarme lo suficiente.
—Muy bien —dijo él—. Pues no lo hagas.
Cuando me tranquilicé, fui a la habitación de Dan. Matt estaba
sentado en la cama, arrullando a nuestro hermano. Se había echado el
chal sobre un hombro y el regazo y tenía el cabello lacio y grasiento y
el rostro pálido, como si fuera un niño y no un hombre de dieciocho
años. No sé si Dan pensaría que estaba donde deseaba estar ni si
pensaría algo en realidad. Pero Matt se quedó allí sentado varias horas,
sin moverse, y cuando fue a la cocina, a donde yo había bajado
finalmente, supe que Dan había muerto.
Antes de permitirse llorar, e incluso antes de decirme que todo
había acabado, Matt se acercó y posó sus manos en mí, muy
suavemente, sólo que alrededor del cuello.
—Si se lo cuentas a papá —me dijo—, te estrangulo.
Qué poco me conocía para suponer que lo haría.
Muchas veces me pregunté después: ¿y si hubiera tratado de
explicárselo? Pero cómo iba a hacerlo si ni siquiera sabía por qué no
había podido hacer lo que él había hecho.
Tantos días. Y ahora me viene a la mente otra cosa que ocurrió
cuando ya era casi adulta. Más allá de Manawaka, y a escasa distancia
de las peonías que se inclinaban lánguidamente sobre las sepulturas,
estaba el vertedero municipal. Allí había cajas de madera y de cartón,
latas de té aplastadas, los efluvios de nuestras vidas, quemados y
ennegrecidos por el fuego que periódicamente cauterizaba aquel lugar
ponzoñoso. Allí acababan los restos de balandras y calesas, los muelles
26
herrumbrosos y los asientos rasgados, Las armazones de vehículos
adquiridos en perfecto estado por los padres de la población y tan
destrozados y ruinosos como los viejos señores, aunque sin una
sepultura decente. Allí estaban las sobras de las mesas, huesos roídos,
cortezas de calabaza reblandecidas por la putrefacción: peladuras y
corazones, huesos de ciruelas, tarros de conservas rotos cuyo
contenido había fermentado y que habían sido tirados de mala gana
para no exponerse a una muerte por envenenamiento. Era un lugar
sulfuroso, en el que hasta las malas hierbas parecían crecer más
gruesas y dañinas que en otras partes, como si no pudieran evitar el
estigma y la hediondez de su alimentación inmunda.
Una vez fue allí con otras chicas, cuando aún era una muchacha,
casi una señorita, en realidad, pero todavía no (qué extrañamente se
despliegan ahora las palabras formales, aunque no sin cierto afecto).
Caminábamos de puntillas, alzando melindrosamente los bajos de los
vestidos, como zarinas de olfato delicado que descubrieran de pronto
la presencia de pordioseros con llagas supurantes.
Entonces descubrimos un enorme montón de huevos que algún
carretero había tirado allí porque seguramente se habrían roto con
alguna sacudida y ya no podía venderlos. Era un día caluroso de julio,
aún puedo sentir la opresión en el cuello y las sudorosas palmas de las
manos. Vimos con cierto espanto, ineludible por mucho que volvieras
la vista o te desviaras, que algunos huevos se habían incubado al sol.
Los polluelos, débiles, ensangrentados, mutilados y hambrientos,
aprisionados por el peso de las cáscaras rotas, intentaban arrastrarse
entre la basura como pequeños gusanos, con los picos inútilmente
abiertos. Yo sólo sentía asombro y náuseas, como todas las demás.
Todas excepto una.
Lottie era tan ligera como aquellas cáscaras de huevo, y me irritaba
su cabello claro y delicado y que fuese tan pequeña, porque yo era alta
y robusta y morena y me habría gustado ser todo lo contrario. Desde la
muerte de su madre, vivía con una hermana de ésta, que era modista,
y casi todos habíamos prácticamente olvidado a los amantes que,
irresponsables como cabras o dioses, habían yacido una vez en una
cuneta o un granero. Ella se quedó mirando fijamente a los polluelos.
Yo ignoraba si se obligaba a hacerlo o si sentía curiosidad.
27
—No podemos dejarlos así.
—Pero Lottie —dijo Charlotte Tappen, quien, a pesar de que su
padre era médico, tenía el estómago excepcionalmente delicado—.
¿Qué podemos hacer? Yo no puedo mirar, porque vomitaría.
—Hagar... —empezó a decir Lottie.
—No los tocaría ni con una vara de cuatro metros —dije.
—Muy bien —dijo Lottie, furiosa—. Pues no lo hagas.
Cogió un palo y aplastó los cráneos de los polluelos e incluso pisó
algunos con los tacones de sus zapatos de charol negros.
Era lo único que se podía hacer, algo que a mí me resultaba
imposible. Y, sin embargo, me preocupaba. Creo que entonces me
torturó más ser incapaz de matar a aquellas criaturas que no haber
podido consolar a Dan. No me gustaba la idea de que Lottie fuera más
fuerte que yo cuando sabía perfectamente que no lo era. ¿Por qué no
pude hacerlo? Remilgos, supongo. Desde luego, no fue por piedad que
se puso fin al sufrimiento de aquellos animalitos. Tal vez por
compasión, o así lo creía yo entonces, y aún lo creo en parte. Pero era
una afrenta para la vista. Ya no estoy tan segura de que Lottie lo
hiciera exclusivamente por el bien de ellos. No lamento ahora no
haberlos sacrificado.
Una tímida llamada a mi puerta. Doris no engaña a nadie, excepto,
quizá, a sí misma. En mi vida he conocido mujer menos tímida, y a
pesar de ello insiste en esa máscara pusilánime, como esos horrendos
dibujos animados que Marvin ve impasible en su televisor. Llama a mi
puerta humildemente, para luego poder decirle a Marvin en un susurro
gimoteante: «Estos días trato de no hacer ruido, o de lo contrario ya
sabes lo que dirá». ¡Ay, los secretos placeres del martirio!
—Pasa.
Simple formalismo por mi parte, porque ya está entrando. Lleva
puesto el vestido de seda artificial marrón oscuro. Actualmente todo es
artificial, o así me lo parece. La seda y las personas han perdido clase,
o quizá ya nadie pueda permitírsela. A Doris le gustan los tonos
pardos, dice que otorgan dignidad, y si tu dignidad depende de la ropa
de tonos oscuros, supongo que es juicioso aferrarse a ellos.
28
Yo llevo el de seda malva porque me parece que es domingo. Sí, es
domingo. Seda auténtica, la mía, hilada por gusanos de China
alimentados con hojas de morera. La dependienta me aseguró que era
auténtica y no veo razón alguna para dudar de ella, pues era una chica
muy educada. Doris jura y perjura que es acetato; cualquiera sabe lo
qué será. Se cree que siempre me engañan cuando voy de compras sin
ella, lo cual ocurre muy pocas veces ahora que tengo los pies y los
tobillos tan mal, aunque tiene peor gusto que una gallina clueca, que es
lo que parece con ese vulgar vestido marrón lleno de caspa en los
hombros y la espalda como si fuese plumón. No distinguiría la seda de
la arpillera más burda, esa mujer. Cómo se enfadó conmigo cuando me
compré este vestido. «Impropio», dijo con desdén, y suspiró. «Pareces
un vejestorio emperifollado.» Que diga lo que quiera. A mí me gusta, y
quizá ahora no espere a los domingos para ponérmelo. Además, si
realmente quisiera podría hacerlo, y no veo cómo iba a impedírmelo.
El color es exactamente igual que las lilas que crecían junto al
porche gris delantero de la casa de Shipley. Allí no había tiempo ni
espacio para flores, con aquella tierra que sólo había dado una cosecha,
la maquinaria rota en el granero, semejante a los huesos de viejas y
grandes criaturas que el mar hubiese arrojado a la costa, y el corral
embarrado y lleno de charcos amarillentos donde se aliviaban los
caballos. Las lilas crecían salvajes y a principios de verano colgaban
como racimos color malva y su aroma era tan intenso y dulzón que te
impedía captar los otros, lo cual constituía una verdadera bendición.
¿Qué diablos querrá ahora Doris, con su falsa sonrisa de gorda?
—Yo y Marv vamos a tomar una taza de té, mamá. ¿Te apetece una?
Aprieto los labios. Yo y Marv. ¿Por qué no podría haber buscado al
menos una mujer que hablara con propiedad? Claro que eso es
absurdo, puesto que tampoco él habla con propiedad. Habla como lo
hacía Bram. ¿Todavía me molesta?
—En este momento no. Tal vez luego, Doris.
—Se enfriará —dice con voz monótona.
—Y supongo que te costaría demasiado preparar otra tetera.
—Por favor... —Ahora habla en tono cansado, y me arrepiento,
maldigo mi malhumor, deseo tomar sus manos en las mías y pedirle
perdón; pero si lo hiciera creería que estoy completamente chiflada y
no sólo un poco.
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—No empecemos otra vez con todo esto —dice.
Olvido mi cobarde arrepentimiento.
—¿Empezar el qué? —pregunto con voz ronca de recelo.
—Ayer preparé otra tetera —dice Doris— y la tiraste por el
fregadero.
—No hice tal cosa. —La verdad es que no recuerdo haberlo hecho.
Es posible, sólo remotamente posible, que me enfadara con ella por
cualquier tontería... Pero, en tal caso, ¿no lo recordaría? Me crispa no
recordar haberlo hecho ni tampoco concretamente no haberlo hecho,
o haber hecho otra cosa (como, por ejemplo, haberme tomado el té
tranquilamente).
—Bueno, bueno, ahora bajo —digo, y me levanto precipitadamente
de la butaca, simulando ordenar los objetos del tocador y la sigo tras
un breve intervalo. Pero el movimiento es demasiado brusco. La
artritis se enreda en el interior de mis piernas como si tuviera tiras de
bramante en vez de músculos y venas. Los tobillos y los pies (ahora
gruesos como tocones, y cuesta casi lo mismo moverlos; había que
arrancarlos) tropiezan en el borde de la alfombra del dormitorio.
Estaría perfectamente... me incorporaría sola si ella no se asustara y
me sobresaltara, la muy estúpida. Chilla de terror y esperanza, como
una sirena de bomberos.
—¡Mamá... cuidado!
—¿Eh? ¿Eh? —sacudo la cabeza como una mula vieja, un
movimiento lento ante el sonido del fuego o el olor a humo.
Entonces me caigo. Lo peor es el dolor bajo las costillas, el mismo
que últimamente aparece más a menudo, aunque no se lo he
mencionado a Marvin ni a Doris. Con la sacudida de la caída las
costillas enterradas tan profundamente en mis capas de grasa parecen
plegarse como las tiras de bambú de un abanico de papel. Es un dolor
ardiente que me atraviesa el corazón y por un segundo no puedo
respirar. Jadeo y boqueo como un pez en las tablas legamosas de un
muelle.
—¡Dios mío. Dios, oh Dios mío...! —farfulla Doris con voz nasal.
Corre a levantarme. Agarra y tira como una ternera. Se le marcan en
la frente las venas oscuras.
—Déjame en paz —digo. ¿Puede ser mía esta voz desgarrada?
Parece el ladrido de un perro herido.
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Luego, para mi horror, noto las lágrimas; deben de ser mías, aunque
han brotado tan espontáneamente que tengo la impresión de que son
como la humedad incontinente de los inválidos. Recorren, burlonas,
los suaves pliegues empolvados de mi piel ajada. No son mis lágrimas,
no delante de ella. Las repudio, las maldigo, que desaparezcan. Pero no
he dicho nada y ahí siguen.
—¡Marv! —grita ella—. ¡Marvin!
Sube las escaleras pesadamente, deprisa para él, pues ahora es
fornido y tan voluminoso como un tonel y no le resulta fácil
apresurarse. Ya debe de tener sesenta y cinco. Es extraño. Claro que
más extraño le parecerá a él tener madre a su edad. Veo preocupación
en su ancho rostro, y si hay algo que a Marvin le fastidia es sentirse
asustado, preocupado. Él necesita tranquilidad. Posee una calma
monolítica. Si en vez de caerme yo se hubiese derrumbado el mundo,
Marvin habría sacudido la cabeza y, después de pestañear, habría
dicho: «Veamos, esto no tiene buen aspecto».
¿Quién habrá tomado la decisión de ponerle Marvin de nombre?
Bram, supongo. Me parece que era un nombre de la familia Shipley.
Es exactamente el tipo de nombre que se pondrían los Shipley. Todos
se llamaban Mabel, o Gladys, o Vernon, o Marvin; nombres sosos y
estúpidos, más corrientes que la cerveza embotellada.
Me sujeta con fuerza, me alza por las axilas y al fin me levanto, no
espontáneamente, sino arrastrada. Mira con furia a Doris, que
permanece a un lado, gorjeando nerviosa.
—Esto tiene que acabar —dice él.
Pero no sé si se refiere a que yo, mediante una decisión voluntaria,
tengo que dejar de caerme, o simplemente a que Doris tiene que dejar
de levantarme cuando me caigo.
—Cayó de repente —se defiende Doris.
—Sin embargo y a pesar de todo —dice Marvin, a su modo
pomposo—, no estoy dispuesto a que te dé un ataque al corazón.
Bien, ya está bastante claro. Se refiere a Doris. Ella suspira, uno de
esos profundos suspiros suyos que parecen surgir del fondo del vientre,
y le lanza una mirada rápida. Enarca una ceja. Él sacude la cabeza.
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¿Qué intentan decirse por señas? Primero hablan como si yo no
estuviera delante, como si fuera un saco que arrastran por el suelo,
y ahora de repente parecen preocupadísimos por mis oídos
alerta. Y, por alguna razón, siento que he de explicar el lamentable
suceso, demostrar de algún modo lo atípico que ha sido, lo improbable
que es que vuelva a suceder.
—Estoy bien —digo—. Sólo un poco conmocionada. Ha sido la
alfombra. Ya te lo dije, Doris, ¡no sé por qué no quitas la maldita
alfombra de mi habitación! No es segura, esa alfombra. Te lo he dicho
un montón de veces.
—Muy bien, la quitaré —dice Doris—. Ven a tomar el té o se
quedará helado. ¿Puedes caminar bien?
—Por supuesto —digo, enfadada—. Claro que puedo.
—Vamos... te ayudaré —dice Marvin, y me coge del brazo.
Le retiro la manaza.
—Puedo arreglármelas perfectamente, gracias. Id vosotros delante.
Yo bajaré en seguida. Vamos, bajad, por amor de Dios.
Al fin se van, pero antes se vuelven y me miran, como si no
estuvieran muy convencidos. ¿Se producirá la maravillosa casualidad
de que me parta el cuello al bajar?
Espero, haciendo acopio de aplomo. Sobre mi tocador hay un frasco
de eau de Cologne, que me regaló Tina, su hija y mi nieta, mayor ya, el
día de mi cumpleaños, o tal vez fue para Navidad, no lo recuerdo. Es
Lirio de los valles. No la culpo por la elección, ni creo que se debiera a
falta de delicadeza por su parte. Supongo que ella ignora que los lirios
de los valles, tan blancos y de olor un tanto dulzón, eran las flores con
las que hacíamos las coronas de los muertos. Este perfume no huele en
absoluto como su homónimo, pero es bastante agradable. Me doy unos
toquecitos en las muñecas y me aventuro escaleras abajo. Agarro con
fuerza la barandilla, y por supuesto estoy bien, perfectamente, como
siempre que no hay público. Consigo llegar al vestíbulo, al salón, a la
cocina; el té está servido.
Doris es bastante buena cocinera, lo reconozco. Ya cuando ella y
Marvin se casaron sabía preparar una comida aceptable. Claro que
había tenido que cocinar siempre, desde muy joven. Pertenecía a una
familia numerosa, normal y corriente. Yo aprendí a cocinar después de
32
casada. De pequeña pasaba horas en nuestra cálida y enorme cocina de
armarios verdes, pero sólo miraba y picoteaba. Viendo a tía Doll
golpear y aplastar la masa o pelar una manzana formando una sola
cinta retorcida con la monda, solía pensar lo triste que debía de ser
dedicar la vida a cuidar la casa de otro. Nunca tuve premoniciones y
me consideraba... bueno, completamente distinta de tía Doll, amigable
pero distinta, de una clase completamente diferente.
Ayer Doris hizo unos pasteles. De limón, con coco dorado encima,
y de chocolate y nueces. Estupendo, lo ha glaseado. Me gusta mucho
más así. Ha hecho bizcocho de queso, también. ¿Celebramos algo hoy?
Creo que le ha puesto mantequilla, en vez de esa margarina repugnante
que compra para ahorrar. Me instalo cómodamente y sorbo y saboreo,
saboreo y sorbo.
Doris sirve más té. Estamos muy a gusto. Marvin está en mangas de
camisa y apoya los codos en la mesa; es muy peludo. Día especial,
festivo o Día del Juicio... a Marvin tanto le da. Si hubiera sido apóstol,
habría plantado los codos en la mesa de la Última Cena.
—¿Un poco más del de limón, mamá?
¿A qué viene tanta amabilidad? Los observo. ¿Han intercambiado
una mirada inquisitiva o me lo he imaginado?
—No, gracias, Marvin.
Reservada. Alerta. No hay que dejarse engañar.
Él pestañea y gesticula, con una expresión de perplejidad en sus
ojos claros, deseando decir algo y sin saber cómo empezar. Nunca ha
tenido facilidad de palabra. Mi recelo aumenta por momentos, y
lamento el té y tomar parte de todo esto. No puedo contener las ganas
de gritarle directamente: «¿De qué se trata, vamos a ver?» Pero en vez
de hacerlo, cruzo las manos, como se espera que haga, sobre mi vientre
de seda color lila, y aguardo.
—La casa parece algo vacía ahora que Tina se ha ido y Steve viene
tan poco —dice él, al fin.
—Hace un mes o más que Tina se fue —le recuerdo, cortante,
complacida de ser yo quien le recuerde algo.
—Es demasiado grande, eso es lo que quiere decir Marvin
—interviene Doris—. Es demasiado grande ahora que los chicos sólo
vienen para las vacaciones y así.
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—¿Grande? —¿Por qué voy a aceptarlo sin más?—. La verdad, a mí
no me lo parece, comparada con otras.
—Bueno, no podría compararse con las nuevas de pisos grandes a
desnivel y así —dice Doris—. Pero es una casa de cuatro dormitorios y
eso es bastante grande para estos tiempos.
—¿Grande con cuatro dormitorios? La casa de los Currie tenía seis.
Incluso la vieja casa de Shipley tenía cinco.
Doris alza los hombros de rayón marrón, mira expectante a Marvin.
«Di algo —le suplica con la mirada—, ahora te toca a ti.»
—Hemos pensado... —Marvin habla igual que piensa, despacio—.
Hemos llegado a la conclusión, Doris y yo, de que tal vez fuera buena
idea vender esta casa, mamá. Comprar un apartamento. Más pequeño,
más cómodo, sin escaleras.
No puedo hablar, porque el dolor de debajo de las costillas vuelve
ahora, como una puñalada. ¿Son los pulmones? ¿El corazón? Es un
dolor caliente, caliente como la lluvia de agosto o las lágrimas de los
niños. Ahora comprendo por qué han puesto la mesa. ¿Soy una ternera
a la que hay que cebar? Ay, de haberlo sabido no habría probado su
repugnante pastel de nueces ni el glaseado.
—Nunca venderás esta casa, Marvin. Es mi casa. Es mía, Doris.
Es mi casa.
—No —dice Marvin, en voz baja—. Me la cediste cuando me hice
cargo de tus asuntos.
—Sí, claro —digo rápidamente, aunque en realidad lo había
olvidado—, pero eso fue sólo por comodidad. ¿O no? Sigue siendo mi
casa. Marvin, ¿me estás escuchando? Es mía. ¿No es así?
—Sí, de acuerdo, es tuya.
—¡Un momento! —Doris, ofendida, lanza un cacareo agudo, como
la gallina reacia a que el gallo la pise—. Sólo un momento...
—Por el modo en que habla —dice Marvin—, cualquiera pensaría
que intento echarla de su maldita casa. Bueno, pues no. ¿Entiendes?
Si a estas alturas todavía no lo sabes, mamá, ¿de qué sirve hablar?
Lo sé y no lo sé. Sólo pienso una cosa: la casa es mía. La compré
con el dinero que gané trabajando en esta ciudad que ha sido una
especie de hogar desde que me fui de la llanura. Quizá no sea un
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hogar, en el sentido en que sólo puede serlo el primero que uno ha
tenido, pero es mía, y la conozco. Mis fragmentos y recuerdos están
visiblemente esparcidos por ella en las lámparas y los jarrones, el
butacón de roble de la casa de Shipley, la vitrina de la vajilla y el
aparador de castaño de la casa de mi padre. En un apartamento
pequeño no cabría todo. Tendríamos que llevarlo a un guardamuebles
o venderlo. Y no quiero. No podría deshacerme de esos objetos. Si no
estoy de alguna forma en ellos y en esta casa, en lo que tienen de
inmutable, y que es bastante eterno para mis fines, entonces no sé
dónde podría encontrarme.
—Quizá olvidáis —dice Doris— que soy yo quien tiene que cuidar
de la casa. Soy yo quien sube y baja corriendo las escaleras cien veces
al día, quien arrastra la aspiradora arriba dos veces por semana.
Creo que puedo opinar.
—Lo sé —dice Marvin cansinamente—. Ya lo sé.
Cuánto detesta todo esto, las discusiones de mujeres, la
recriminación. Debería haber sido ermitaño, o monje, y vivir lejos de
las voces humanas.
Probablemente Doris tenga razón Ya ni siquiera simulo ayudar en la
casa. Lo hice durante mucho tiempo, y al fin comprendí que no hacía
más que estorbarla, con mis pies lentos y estas manos a las que hay
que pedirles por favor que hagan las tareas. He vivido con Marvin y
Doris, o ellos han vivido en mi casa, según quiera expresarse,
diecisiete años. Diecisiete... parecen siglos. ¿Cómo lo he soportado?
¿Cómo lo han soportado ellos?
—Siempre me juré que nunca sería una carga...
Advierto ahora, demasiado tarde, que mi voz rezuma
autoindulgencia y oprobio. Pero los dos saltan como peces hacia el
anzuelo.
—No... no pienses eso. Nosotros nunca lo hemos dicho, ¿verdad?
—Marv sólo quería decir... yo sólo quería decir...
Qué avergonzada me siento de utilizar la vieja y conocida cantinela.
Pero de todos modos... yo no soy como Marvin. No necesito mantener
la paz como él. No acepto este asunto de la casa, mi casa, mía.
—No quiero que vendáis la casa, Marvin. No quiero.
—De acuerdo —dice él—. Olvidémoslo.
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—¡Olvidarlo! —La voz de Doris es como una aguja de zurcir,
gruesa y puntiaguda.
—Por favor —dice Marvin, y Doris y yo, las dos, percibimos su
desesperación—. No puedo soportar todo este alboroto. Ya veremos.
Ahora vamos a dejarlo. En este momento voy a ver qué ponen. Y se va
al estudio, «la madriguera» lo llama a él, y verdaderamente es un
nombre apropiado, pues se trata de una auténtica madriguera de zorro
donde contempla sus temblonas imágenes y olvida lo que le preocupa,
sea lo que sea. Doris y yo aceptamos la tregua.
—Voy a ir al oficio vespertino, mamá. ¿Te apetece acompañarme?
Hace tiempo que no vas.
Doris es muy religiosa. Dice que es un consuelo. Su pastor es
rollizo y colorado y si se encontrara a san Juan Bautista en el desierto
vestido de harapos, metiéndose en la boca cuarteada saltamontes
muertos para comer y anunciando la llegada del Nuevo Reino, se
desmayaría. Claro que, seguramente, yo también.
—Esta noche no, gracias. Tal vez la semana que viene.
—Había pensado pedirle que venga a visitarte. Al pastor, quiero
decir, al señor Troy.
—Tal vez dentro de una semana o así. No me apetece mucho hablar
últimamente.
—No tendrías que hablar mucho. Es muy agradable. No sabes
cuánto me ayuda hablar con él, aunque sólo sea unos minutos.
—Gracias, Doris. Pero esta semana no, si no te importa.
De un tiempo a esta parte me cuesta mucho ser discreta. ¿Cómo
decir que el excelente señor Troy perdería el tiempo ofreciéndome sus
palabras susurradas? Doris cree que la piedad natural aumenta con los
años, algo así como el vencimiento de una póliza de seguros. No sabría
explicarlo. ¿Quién lo entendería, aun en el caso de que me esforzara en
hacerlo? Tengo más de noventa años, y esta cifra parece un tanto
arbitraria e inverosímil, pues cuando me miro al espejo y, más allá del
caparazón cambiante que me alberga, veo los ojos de Hagar Currie, los
mismos ojos oscuros que la primera vez que empecé a recordar y a
observarme. Nunca he necesitado gafas. Mis ojos todavía son bastante
fuertes. Los ojos son lo que menos cambia. John tenía los ojos grises, e
incluso cuando el final ya estaba cerca me parecían iguales que de
pequeño, con aquel anhelo oculto, como si creyera, casi contra toda
lógica y certeza, que de pronto ocurriría algo maravilloso.
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—Pídele al señor Troy que venga, si quieres. Puede que me sienta
capaz de verlo la semana que viene.
Satisfecha, se va a la iglesia, a rezar por mí, quizá, o por sí misma,
o por Marvin, que ahora está contemplando sus imágenes epiléticas,
o simplemente a rezar.
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Dos
Aquí estamos sentados, el pequeño sacerdote, muy en su papel, tímido
y juvenilmente inquieto, y yo, la egipcia, que ya no baila con serbas en
el cabello, sino que ha cambiado de un modo lamentable. El día es
cálido y primaveral, y estamos en el jardín de atrás, amarillo de
forsitia. Me conmueve, como siempre, lo temprano que florecen aquí
los arbustos; las plantas de la costa todavía me maravillan, tal vez
porque me recuerdan la primavera tardía y la nieve pertinaz de la
llanura.
El señor Troy ha elegido mal día para visitarme. El dolor de las
costillas no es tan molesto esta tarde, pero el vientre me refunfuña y
gruñe como un animal solitario. Hoy tengo las entrañas bloqueadas.
Soy Job a la inversa y ni cascarilla ni jarabe de higos ni leche de
magnesio dominarán mi aflicción atroz. Me siento incómoda. Estoy
hinchada, llena, agobiada, y temo que se me escape una ventosidad.
Sin embargo, para recibir al pastor me he puesto mi vestido de
flores gris. Punto de seda, lo llama Doris. Es oscuro y apropiado; las
flores son diminutas y de color melocotón, nada que ofenda al
hombrecillo de Dios. Aun así, el vestido me gusta. Me cae holgado, en
pliegues, y las flores, desparramadas generosamente, casi dominan el
fondo gris. Porque hay otras cosas grises además del cabello de los
ancianos. También lo son las casas despintadas, agrietadas y
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descoloridas a causa del tiempo, la lluvia y el sol abrasador. La casa de
Shipley nunca se pintó, ni una sola vez. Cualquiera diría que en todo
aquel tiempo alguien debió de tener un dólar para comprar unos
bidones de pintura. Pero no. Bram siempre iba a hacerlo: en primavera,
lo haría en agosto; y cuando llegaba el otoño, lo haría sin falta la
primavera siguiente.
El señor Troy procura superarse.
—Una vida larga y plena como la suya... ha de considerarse una
bendición...
Guardo silencio. ¿Qué sabe él de mi vida, de todos modos?
No le facilitaré las cosas. Que se esfuerce.
—Supongo que la vida tenía que ser bastante difícil en aquellos
tiempos, ¿eh? —aventura.
—Sí, sí lo era. —Pero sólo porque no puede ser de otra forma, en
ningún tiempo. Esto no se lo digo al señor Troy, a quien le complace
pensar que medio siglo lo cambia completamente todo en el mundo.
—Creo que se crió usted en el campo, ¿verdad, señora Shipley?
¿Por qué lo pregunta? Qué le importará a él si nací en el campo, en
el asilo, en Sión o en el infierno.
—No. No, no es así, señor Troy. Me crié en Manawaka. Mi padre era
una de las personas más importantes del lugar. La primera tienda que
se abrió en el pueblo fue de él. Se llamaba Jason Currie. Nunca labró
la tierra, aunque era dueño de cuatro granjas, que tenía en arriendo.
—Debía de ser un hombre rico.
—Lo era —digo—. En bienes materiales.
—Sí, sí —dice el señor Troy, cuya voz salta como un salmón
desovando, supongo que para demostrar su espiritualidad—.
Ciertamente la riqueza no puede medirse en dólares.
—Doscientos mil tendría, como mínimo, y yo no recibí ni un
centavo de cobre.
—Vaya —dice el señor Troy, sin saber con certeza cuál debería ser
la respuesta a eso. No le explicaré más. ¿A él qué le importa? Pero
ahora creo que si subiera despacio a mi habitación y me acercara al
espejo, tomándolo por sorpresa, vería de nuevo a aquella Hagar de
cabello lustroso, la potrilla de crin oscura que fue a la pista de
entrenamiento: el colegio de señoritas de Toronto.
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Deseaba decirle a Matt que sabía que era él quien debía ir al Este, pero
no podía hablarle de ello. Y, aunque creía que también debía decírselo
a papá, me aterraba pensar que cambiara de idea y no me enviara a mí.
No dije nada hasta que mi baúl estuvo listo y todo dispuesto. Entonces
hablé.
—¿No crees que Matt debería ir a la universidad, papá?
—¿Qué aprendería allí que le sirviese para trabajar en el almacén?
—contestó mi padre—. De todos modos, ya tiene más de veinte años...
es demasiado tarde para él. Además, lo necesito aquí. Yo nunca tuve la
oportunidad de ir a la universidad y sin embargo me ha ido bien.
Matt puede aprender cuanto necesita aquí mismo, si está dispuesto a
hacerlo. En tu caso es distinto, aquí no hay ninguna mujer que te
enseñe a vestir y a comportarte como una dama.
Semejante andanada de razonamientos acabó por convencerme.
Cuando llegó el momento de despedirme de Matt, primero evité su
mirada, pero luego me dije «¿por que diablos debo hacerlo?» Así que
lo miré de frente y le dije adiós tan tranquila y naturalmente que
parecía que fuera a irme a Wachakwa Sur o a Freehold y regresar por
la noche. Después, en el tren, lloré pensando en él, aunque nunca lo
supo, por supuesto, Y yo habría sido la última en decírselo.
Cuando volví dos años después, sabía bordar, hablar francés,
planificar una comida de cinco platos, poesía, tratar con mano firme a
los sirvientes y la forma más apropiada de arreglarme el cabello.
Conocimientos en absoluto ideales para el tipo de vida que acabaría
llevando, aunque entonces no tenía la menor idea de ello. Yo era la hija
del faraón; la que regresa a regañadientes al hogar paterno, el cuadrado
palacio de ladrillo, tan extrañamente resguardado en el páramo, de
espaldas a la colina en que se alzaba su monumento, al que amaba
más, creo yo, que a la yegua de cría que yacía debajo porque había
demostrado no estar a la altura de su cuadra.
Papá examinó detenidamente mi vestido verde oscuro y el
sombrero de plumas que llevaba. Deseé que encontrara algún defecto,
que me dijera que estaba estrafalaria en vez de asentir una y otra vez
como si yo fuera un objeto de su propiedad.
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—Ha merecido la pena hasta el último céntimo que pagué por los
dos años —dijo—. Estoy orgulloso de ti. Todo el mundo lo comentará
mañana. No trabajarás en el almacén. No funcionaría. Puedes
encargarte de las cuentas y los pedidos, y eso puede hacerse en casa.
Te sorprendería lo mucho que ha crecido el almacén mientras has
estado fuera. Ahora recibo... sólo a unos cuantos amigos a cenar,
nada muy complicado. He descubierto que merece la pena. Me alegra
que hayas vuelto y que seas elegante. Dolly es bastante aceptable
como cocinera, pero hacer de anfitriona... es superior a sus fuerzas.
—Quiero enseñar —dije—. Puedo entrar en la escuela de Wachakwa
Sur.
Los dos éramos contundentes como mazos. No teníamos un ápice
de sutileza entre ambos. Algunas chicas habrían pasado una semana
preparando el terreno. Yo no. Ni se me ocurrió.
—¿Crees que te envié dos años enteros al Este sólo para que
trabajaras en una escuela minúscula? —gritó—. Además, ninguna hija
mía va a ir allí sola. No darás clases, señorita.
—Morag MacCulloch enseña —dije—. Si la hija del pastor puede
hacerlo, ¿por qué yo no?
—Siempre sospeché que Dougall MacCulloch era imbécil
—dijo papá— y ahora ya lo sé.
—¿Por qué? —grité—. ¿Por qué?
Estábamos al pie de la escalera. Mi padre rodeó con las manos el
bolo de la barandilla, agarrándolo como si fuera un cuello. Cuánto
temía yo sus manos, y a él, pero habría muerto con gusto antes que
permitir que lo supiera.
—¿Crees que te dejaría ir a Wachakwa Sur y alojarte con Dios sabe
quién? ¿Crees que te dejaría ir al tipo de bailes que hacen allí y que te
manosearan todos esos campesinos?
Lo miré con furia, erguida en el primer peldaño de la escalera,
parapetada detrás de mi largo vestido verde oscuro.
—¿Crees que lo permitiría? ¿Por quién me tomas?
Sujetaba con fuerza la suave madera dorada del bolo de la escalera.
—No sabes nada —dijo, con voz apenas audible—. Ignoras lo
espantosos que pueden ser los pensamientos de los hombres.
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No me pareció extraño entonces que dijera «pensamientos» y no
«acciones». Sólo me extraña ahora, al recordarlo. Si se hubiera
mantenido firme, dictando la ley sin la menor vacilación, me habría
indignado y nada más. Pero no lo hizo. Se acercó, me cogió una mano
y me la estrechó. Apretó con fuerza y por un brevísimo instante me
dolieron los huesos de los dedos.
—Quédate —dijo.
Quizá fuese el dolor momentáneo lo que me impulsó a hacerlo.
Retiré la mano como si la hubiera puesto accidentalmente en una
plancha al rojo. Él no dijo nada. Se dio la vuelta y se marchó fuera,
donde Matt estaba explicando al cochero dónde tenía que llevar el baúl
negro con la inscripción Srta. H. Currie.
Pensé que debía seguirlo, decirle que era un capricho, nada serio.
Pero no lo hice. Sencillamente me quedé al final de la escalera,
contemplando el gran cuadro de marco marrón, un aguafuerte en el
que aparecían unas vacas y la leyenda: La manada mugiente serpentea
lentamente por la pradera.
No fui a dar clases. Me quedé y llevé las cuentas de papá, hice de
anfitriona para él, conversé cortésmente con los invitados, hice cuanto
él esperaba de mí, pues creía (unas veces con rencor, con
desesperación otras) que tenía que compensarlo por lo que había
gastado, por mucho que me costara. Pero desairé a todos los jóvenes
que llevó a casa para presentármelos.
Hacía ya tres años que había regresado a Manawaka cuando conocí
a Brampton Shipley, por pura casualidad, pues normalmente nunca
habríamos coincidido. Papá me permitió ir, con tía Doll de carabina, al
baile de la escuela, porque la recaudación se dedicaba al fondo para
la construcción de un hospital en el pueblo. Tía Doll estaba
cotorreando con Floss Drieser, así que cuando Bram me sacó a bailar,
acepté. Todos los Shipley bailaban bien, tengo que reconocerlo. A
pesar de su corpulencia, Bram era muy ágil.
Giramos sobre el suelo gredoso y me reí de las medias lunas de
tierra incrustada de sus uñas, que no habían visto una lima en la vida.
Imaginé que en su risa oía la bravura de los batallones. Su rostro era
tan moreno y anguloso que me pareció un indio. Su barba era negra y
áspera como cardos. Pero al instante siguiente lo imaginé ataviado con
un traje gris, suave como plumas de paloma.
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Ay, sí, yo agitaba despectivamente mi melena negra, pero no estaba
segura de que los jóvenes se fijaran en ello. Conocía bien mi mente,
sin duda, pero la mente cambiaba continuamente, complacida con lo
que sabía, quién era y dónde vivía, para al instante siguiente mandar al
diablo la casa de ladrillo viendo las sencillas casas de madera del
pueblo y las chabolas al margen de nuestra sociedad como si fuesen las
llamativas ilustraciones del libro de cuentos de hadas eslavos que me
había regalado una tía; casas encantadas, con ojos, que caminaban
sobre pies planos de gallina, los hijos del zar jugando a campesinos
con toscas blusas bordadas, holgadas y con cinturón, cenicientas que
se ahogaban encantadoramente en los pantanos, siempre coronadas con
lirios, nunca con amarantos ni con légamo.
Brampton Shipley me llevaba catorce años. Había llegado del Este
con su esposa Clara hacía unos años y había comprado una granja en el
valle, en las afueras del pueblo. Era terreno ribereño y en su tiempo
debió de ser fértil, pero no para él.
—Perezoso como un cochinillo —decía de él mi padre—. Ni una
pizca de empuje.
Yo lo había visto algunas veces en el almacén. Siempre sonreía.
Sabe Dios por qué, pues debía criar dos niñas él solo. Su esposa había
muerto de esplenitis, nada relacionado con el hecho de haber tenido
hijos. Yo no había cruzado con ella más que algún saludo en la tienda.
Era una especie de tonel, húmedo y grasiento, y siempre emanaba un
fuerte olor a suero, como si se pasara la vida limpiando lecheras. Era
tan incapaz de expresarse como un animal de cuadra y cuando
conseguía hablar, lo hacía con voz ronca y viril, y con numerosos
hacimos y haigas, lo cual resulta mucho más intolerable en una mujer
que en un hombre, Dios sabrá por qué.
—Hagar —dijo Bram Shipley—. Bailas bien, Hagar.
Mientras seguíamos girando como peonzas al son de un vals vienés,
disimulados y ocultos por la multitud que daba vueltas alrededor
nuestro, me atrajo hacia sí de pronto y apretó contra mi muslo su tensa
entrepierna. No fue casualidad. No había error. Nadie había osado algo
así antes. Ultrajada, lo aparté empujándole los hombros, y él sonrió.
Indeciblemente humillada, sólo podía mirarlo de refilón. Pero cuando
volvió a sacarme a bailar, acepté.
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—Algún día me gustaría enseñarte mi granja —dijo—. He tenido
mala suerte, pero estamos saliendo a flote otra vez. Conseguiré otro
tiro en otoño. Percherones. Me los va a vender Reuben Pearl. No
pasará mucho tiempo antes de que esa granja sea algo digno de verse.
Cuando tía Doll y yo estábamos recogiendo los chales aquella
noche, vi por casualidad a Lottie Drieser, delicada y minúscula
todavía, con el cabello rubio cardado y arreglado con gran esmero.
—Te he visto bailar con Bram Shipley —me dijo, y soltó una risita.
Lottie salía con Telford Simmons, que había empezado a trabajar en
el banco.
Me puse furiosa. Aún hoy me irrita pensarlo y ni si quiera puedo
desear que su alma descanse en paz, aunque Dios sabe que sería lo
último que Lottie desearía, y me la imagino en este mismo instante en
el cielo susurrando maliciosamente ala Madre de Dios que san Miguel,
con la espada llameante, había hablado insidiosamente de Ella.
—¿Se supone acaso que no debería haberlo hecho? —dije.
—Es de lo más ordinario, todo el mundo lo sabe —susurró—.
Y lo han visto con mestizas.
Qué bien recuerdo sus palabras. ¿Habría actuado yo como lo hice si
no las hubiera pronunciado ella? Quién sabe. Qué tontas parecen ahora
sus palabras. Era una muchacha tonta. Muchas chicas eran tontas en
aquel entonces. Yo no. Insensata, tal vez, pero tonta nunca.
La tarde que le dije a papá que iba a casarme con Bram Shipley,
recuerdo que estuvo trabajando hasta tarde en el almacén, se inclinó
sobre el mostrador y sonrió.
—Estoy ocupado, no tengo tiempo para tus bromas.
—No es una broma. Me ha pedido que me case con él y pienso
hacerlo.
Durante un momento se quedó inmóvil, mirándome con la boca
abierta. Luego siguió con lo que estaba haciendo. De pronto se volvió
hacia mí.
—¿Te ha tocado?
La sorpresa me impidió contestarle.
—¿Lo ha hecho? —insistió él—. ¿Lo ha hecho?
Su expresión me resultaba familiar. La había visto antes, pero no
podía recordar cuándo. Era una de esas miradas... como si la perdición
fuera una espada de dos filos, que hiere hacia adentro y hacia afuera
simultáneamente.
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—No —dije acaloradamente, pero temerosa, también, porque Bram
me había besado.
Papá me miró a los ojos, escrutándome. Luego se volvió y siguió
ordenando las latas y las botellas de los estantes.
—No te casarás con nadie —dijo al final, como si no hubiera
pretendido nada llevando a casa a todos esos dóciles muchachos de
buen a familia para que yo los inspeccionara—. En cualquier caso, no
en este momento. Sólo tienes veinticuatro años. Y no te casarás con ese
individuo nunca, eso te lo aseguro. Es de lo más ordinario.
—Eso mismo dijo Lottie Drieser.
—Pues mira quién fue a hablar —soltó—. También ella es lo más
vulgar que he visto.
Casi me eché a reír, pero eso era lo único que él nunca soportaba.
Así que lo miré tan fijamente como me estaba mirando él.
—He trabajado tres años para ti.
—Ninguna chica decente de este pueblo se casarla sin el
consentimiento de su familia. Eso no se hace.
—Pues yo lo haré —dije, embriagada de gozo por mi osadía.
—Yo sólo pienso en ti —respondió él—. En lo que es mejor para ti.
Si no fueras tan testaruda, lo comprenderías.
Entonces, sin previo aviso, tendió su mano como si fuese un lazo,
me agarró el brazo y me lo apretó hasta magullarlo, sin darse cuenta
siquiera de lo que hacía.
—Hagar —dijo—. No te irás, Hagar.
Ésa fue la única vez que me llamó por mi nombre. Aún hoy no
sabría decir si se trataba de una pregunta o una orden. No discutí con
él. Eso era siempre inútil. Pero de todos modos me fui, en cuanto
estuve dispuesta y preparada.
No dobló una campana cuando me casé. Ni siquiera mi hermano
puso el pie en la iglesia aquel día. Matt se había casado con Mavis
McVitie hacía un año, y mi padre y Luke McVitie les habían
construido a medias una casa. A pesar de que siempre que sonreía, y lo
hacía a menudo, Mavis parecía una chica de lo más tonta, era bastante
agradable. Me envió un par de fundas de almohada bordadas. Matt no
me envió nada. Pero tía Doll (que a pesar de todo fue a mi boda,
bendita sea) me dijo que había estado a punto de enviarme un regalo
de boda.
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—Me lo dio para que te lo trajera, Hagar. No era un gran regalo,
porque Matt sigue siendo tan agarrado como siempre con el dinero.
Era aquel chal a cuadros del que Dan no podía separarse cuando era un
renacuajo. Dios sabe de dónde lo sacaría Matt o para qué creería que
podía servirte. Pero menos de una hora después de dármelo volvió, se
lo puso bajo el brazo y se lo llevó. Me dijo que había decidido que en
realidad no quería dártelo. Tal como lo oyes.
Aquella noche era la víspera de mi boda y yo estaba en casa de
Charlotte Tappen. Deseé ir a hablar con Matt, pero no estaba muy
segura. Había intentado enviármelo como un reproche, como una
burla, y luego se había dado cuenta de que me tenía cariño pese a todo;
fue lo primero que creí. Después se me ocurrió que a lo mejor había
pensado que regalármelo sería una muestra de amabilidad por su parte,
pero que había cambiado de idea. Si había sido así, no debía cruzar la
calle para hablar con él. Decidí esperar a ver si aparecía al día
siguiente para entregarme en lugar de papá. Pero, por supuesto, no lo
hizo.
¿Qué me preocupaba? Por el momento estaba sin trabas. La madre
de Charlotte dio una pequeña recepción y yo revoloteaba como un
mosquito recién nacido, libre, pero también convencida de que papá se
ablandaría y cedería cuando viera que Brampton Shipley prosperaba,
se refinaba, aprendía gramática y se convertía en un hombre elegante.
Era un día de primavera, una primavera distinta a ésta. Los álamos
habían echado brotes pegajosos, las ranas habían vuelto a las charcas y
cantaban como un coro de ángeles con dolor de garganta y las
caléndulas de la ribera se abrían como rayos de sol sobre el río pardo
donde bailaban los renacuajos y las viles sanguijuelas aguardaban,
hundidas en el fango, los pies de los chicos. Y yo iba en la calesa de
capota negra junto al hombre que ya era mi compañero.
La casa de Shipley era cuadrada y de madera, de dos plantas; el
mobiliario, barato y de segunda mano; la cocina, sucia y maloliente,
pues nadie había fregado allí como es debido desde la muerte de Clara.
Pero al verla no me preocupé en absoluto, porque todavía me
consideraba la señora del castillo. Me pregunto quién imaginaría yo
que haría el trabajo. Pensaba en las polacas y galitzianas de las
montañas, las mestizas del valle del Wachakwa o las hijas y tías
solteras pobres, olvidando que las propias hijas de Bram habían
trabajado fuera siempre que habían podido, hasta que se casaron muy
jóvenes y consiguieron un empleo fijo.
46
Todos los objetos de la casa, que olía a moho y a suero de leche,
serían míos tal como eran; pero cuando entramos Bram me dio una
garrafa de cristal tallado con un tapón de plata.
—Es para ti, Hagar.
La cogí sin darle mayor importancia, la dejé a un lado y no pensé
más en ella. Él la alzó entonces y le dio la vuelta. Por un momento,
pensé que se proponía romperla y por mi vida que no entendía por qué.
Entonces se echó a reír, la dejó y se acercó a mí.
—Veamos qué pinta tienes debajo de toda esa ropa, Hagar.
Lo miré fijamente, no con miedo, sino más bien con una
incomprensión férrea.
—Aquí mismo, abajo... —dijo—. ¿Es eso lo que te inquieta?
¿O la luz del día? No te preocupes... no hay un alma en ocho
kilómetros a la redonda.
—Me parece que Lottie tenía razón respecto a ti —dije—. Aunque te
aseguro que me fastidia admitirlo.
—¿Y qué es lo que cuentan de mí? —preguntó Bram. Dijo
«cuentan» porque sabía que había hablado más de una persona.
Me encogí de hombros y no contesté, porque tenía modales.
—No te preocupes por eso ahora —dijo él—. Me importa un
pimiento. Hagar... eres mi esposa.
Dolió y dolió, y después, me acarició la frente.
—¿No sabías que es eso lo que se hace?
No abrí la boca, porque no lo sabía, y en el momento en que se
inclinó sobre mí, inmenso y gigantesco, no pude creer que hubiera en
mi interior espacio suficiente para albergar semejante enormidad.
Cuando vi que sí, me sentí como se sentiría alguien que descubriera
que tenía una segunda cabeza en algún lugar oculto del cuerpo. Placer
y dolor fueron uno y lo mismo para mí, y sin sentido. Sólo pensaba...
en fin, gracias a Dios ahora lo sé, y al menos es posible sin la masacre
que parecía que sería. En muchos sentidos, yo era una chica muy
realista.
Al día siguiente me puse manos a la obra y fregué toda la casa.
Planeé contratar a una muchacha en el otoño, cuando dispusiéramos de
dinero. Pero hasta entonces no tenía intención de vivir entre tanta
porquería. No había fregado un suelo en mi vida, pero aquel día trabajé
como a golpe de látigo.
47
De vuelta al presente, señor Troy, con la boca abierta como pez que
espera el anzuelo.
—Todo pasó hace mucho tiempo —digo, para que se calme y
calmarme.
—Así es. —Cabecea y me mira admirado, y comprendo que le
asombra que hable; debo de parecerle un prodigio, pues me contempla
como podrían hacerlo unos padres con su hijo, sorprendidos de que el
lenguaje humano salga de su boca.
Suspira, parpadea, traga como si se le hubiera atascado una flema
en el gaznate.
—¿Tiene muchos amigos aquí, señora Shipley?
—Casi todos han muerto.
Me ha pillado con la guardia baja, de lo contrario nunca habría
dicho eso. Vuelve a asentir en silencio; parece complacido. ¿Qué
tramará? Ni idea. Advierto ahora que estoy jugueteando con un pliegue
del vestido estampado, retorciéndolo y arrugándolo.
—Uno necesita coetáneos —dice— con quienes hablar y recordar.
Lo deja ahí. Habla de oración y bienestar, todo a la vez, como si
Dios fuera una especie de lecho de plumas o colchón de muelles. Yo
asiento una y otra y otra vez. Ahora es más fácil estar de acuerdo,
aunque espero que se vaya pronto. Reza una breve oración, y yo
inclino la cabeza, un tanto a su favor, o a favor de Dios. Luego,
misericordiosamente, se marcha.
Me quedo con una duda intangible, un recelo. ¿Qué intentaba
decirme? ¿Qué le pediría Doris que me dijera? ¿Algo de la casa? Me
parece lo más probable, y sin embargo sus palabras no lo indicaban.
Me siento inquieta, igual que una vaca encerrada que topa siempre con
el alambre de espino, se vuelva hacia donde se vuelva. ¿Qué será?
¿Qué? Pero no lo sé y, desconcertada, sólo puedo volverme y
revolverme.
Vuelvo a la casa. Barandilla pintada, luego un peldaño y otro, la
pequeña galería de atrás, y al fin la cocina. Doris está en la puerta
principal despidiendo con voz cantarina a su pastor. Por los pasillos me
llega vagamente su agradecimiento por su tiempo precioso, sus
palabras diamantinas. «Muy amable por su parte.» Etcétera. Tonta de
remate.
48
Precisamente entonces veo el periódico y las horribles palabras.
Extendido sobre la mesa de la cocina, lo han dejado abierto en la
sección de anuncios por palabras. Alguien ha marcado algo con
bolígrafo. Me inclino y leo:
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servirá para
LA MADRE
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que precisa en sus últimos años? La residencia CABELLOS
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Demasiado Tarde? Recordad los amorosos cuidados que os prodigó y
dad a vuestra Madre la atención que se merece, AHORA.
Y la dirección y el número de teléfono. Dejo rápidamente el
periódico, las manos secas y quietas sobre sus páginas secas. También
tengo la garganta seca. Y la boca. Me froto la muñeca con los dedos y
la piel me parece demasiado blanca después de los años de sol, y
demasiado seca, cuarteada como la tierra cuando hay sequía, escamosa
como un hueso reseco y quebradizo al sol que pulveriza huesos, carne
y tierra como un mortero de fuego con una maza de luz trituradora.
El dolor aparece de nuevo, arde y me atraviesa, la daga se hunde
bajo las costillas, la carne no ofrece resistencia, como si fuese de
mantequilla, pues ha sido atacada arteramente, desde dentro. Me falta
el aire. No puedo respirar. Sujeta, clavada y palpitante como una
lombriz empalada por los niños en el gancho ferozmente romo de un
imperdible. No puedo respirar en absoluto y mi intenso pánico está
separado de mí y casi puede verse, como las máscaras que atisban en
la oscuridad la noche de Halloween, paralizando a los jóvenes y
petrificándolos en un mudo grito de terror. ¿Puede el cuerpo, con los
pulmones vacíos, aferrarse a esta vida más de un instante? Recuerdo
49
de pronto cómo contenía John la respiración a los dos años, cuando
le daba una rabieta, y cómo le suplicaba y le rogaba, como si fuera una
especie de niño Jesús despiadado, hasta que Bram, irritado con los dos,
le daba una bofetada y con un grito le hacía recuperar el aliento. Si su
diminuto organismo podía vivir sin aire durante lo que parecía una
eternidad, también podrá hacerlo el mío, que es corpulento. No me
caeré. Ni hablar. Agarro el borde de la mesa y cuando dejo de
esforzarme por respirar, el aire llega solo. Mi corazón oprimido me
libera y el dolor remite, alejándose y saliendo de mí tan lenta y
suavemente que casi espero que la sangre lo siga, como si la hoja fuera
visible.
He olvidado por qué me pasó. Estiro el periódico con los dedos,
doblando cuidadosamente cada sección, una costumbre de toda la vida,
no debe haber nada desparramado por la casa. Entonces veo la marca
de tinta y la palabra en negrita. MADRE.
Aquí está Doris, elegante con su vestido de rayón marrón y tan
gruesa como siempre, resoplando y suspirando como una cerda a punto
de parir. Retiro el periódico, pero ya me ha visto. Sabe que sé. ¿Qué
dirá? No le faltarán palabras. A ella no. No a Doris. Ella tiene más cara
que espalda. Como empiece con sus trinos dulces y tiernos la cortaré.
Me mira asustada, ruborizada y sudorosa. Tiene una peculiaridad
desagradable. Cuando se pone nerviosa respira de manera ruidosa y
nasal. Ahora chirría igual que una sierra mecánica. Luego intenta
eludir la situación como si se tratara de una página poco interesante
que uno pasa sin más.
—Qué amable, el señor Troy, ha estado más tiempo del que yo
pensaba. Tengo que darme prisa con la cena. Menos mal que por lo
menos el asado ya está puesto. ¿Ha sido agradable la visita?
—Un hombre bastante estúpido, la verdad. Tendría que cambiarse la
dentadura. La tiene fatal. No entendía sus susurros. Claro que supongo
que no me perdí nada.
Doris se ofende, frunce los labios color malva, se pone rápidamente
un delantal, raspa ferozmente las zanahorias.
—Es un hombre ocupadísimo, mamá. No te imaginas la cantidad de
feligreses que tiene... Y es muy amable viniendo a verte y dedicándote
parte de su tiempo. —Me lanza una mirada breve, zalamera, como el
bebé que engaña taimadamente a la madre—. El vestido de flores se
veía precioso.
50
No voy a aplacarme. Pero me contemplo de todos modos, pensando
que quizá tenga razón y veo, sorprendida y extrañada, las enormes
caderas envueltas. Tenía cincuenta centímetros de cintura cuando me
casé.
No fue el trabajo que hice, ni siquiera la alimentación, aunque las
patatas se daban muy bien en la tierra ribereña de la granja de Shipley,
sobre todo en las épocas en que no valían nada en el pueblo. No fueron
los hijos, tampoco, pues sólo tuve dos, y con diez años de diferencia.
No. Mantendré hasta el día de mi muerte que fue por no usar corsé.
¿Qué sabía Bram de eso? Teníamos catálogos, podía haber pedido
fajas. Las ilustraciones, consideradas atrevidas entonces, mostraban a
mujeres de cuello de cisne, sólo de caderas para arriba, por supuesto,
cubiertas de encajes, emballenadas perfectamente, con cinturas finas
como muñecas y expresión reservada pero segura, como si no
supieran que miraban el mundo vestidas en ropa interior. Yo solía
hojear y meditar, pero nunca compré nada. Él se reía o se ponía
ceñudo.
—Las chicas no compran esas cosas, ¿eh, Hagar?
Sus hijas no, desde luego. Jess y Gladys eran como vaquillas,
montones de grasa indisoluble. Teníamos poquísimo dinero, de modo
que, según él, era mejor gastarlo en sus proyectos. Miel, fue uno de
ellos. Seguro que nos haríamos ricos. ¿No abundaban alrededor de la
granja el trébol blanco y el amarillo? Así era. Pero también abundaba
algo más, alguna planta ponzoñosa que nunca vimos, invisible, quizá,
a la luz del día, protegida por las colas de zorra que agitaban su peluda
maleza en los campos, u oculta por los juncos de la ciénaga de espuma
amarillenta, alguna flor de bardana o beleño de aroma irresistible para
las abejas, sin duda, y mortal. Sus dichosas abejas enfermaron y
murieron casi todas; quedaron como puñados de pasas esparcidos en
las colmenas. Bram conservó durante años las pocas que
sobrevivieron, sabiendo perfectamente que me asustaban. Él podía
meter los brazos peludos entre ellas, y nunca lo picaban. No sé por
qué, a menos que fuera porque no tenía miedo.
—Mamá... ¿estás bien? ¿Me has oído lo que te he dicho?
La voz de Doris. ¿Cuánto rato llevo aquí plantada, con la cabeza
baja, jugueteando con el tejido sedoso que me cubre? Me siento
torturada ahora, apologética, y por un instante no consigo recordar de
qué la culpo. La casa, por supuesto. Quieren vender mi casa. ¿Qué será
de mis cosas?
EL ÁNGEL DE PIEDRA (1964) Margaret Laurence
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EL ÁNGEL DE PIEDRA (1964) Margaret Laurence

  • 1.
  • 3. 3 INTROITO Pocas veces se da el caso de que lectores, críticos, académicos y escritores se entusiasmen por igual por un mismo libro, que en toda clase de listas aparece siempre como el mejor libro escrito nunca en Canadá. No hay escritor canadiense que no se declare influido por él, desde Margaret Atwood a Alice Munro, que a la larga han tenido mucha más suerte, conocimiento y reconocimiento en el extranjero, que ella a pesar de ser bastante más mediocres. Aquí en España publicó la novela la efímera Muchnik, con 40 años de retraso, y sin apenas repercusión. De hecho por estas tierras la única forma de descubrir a la autora es mediante el cine, y no deja de ser una posibilidad tirando a remota porque hablamos de la primera película independiente como director de Paul Newman, “Rachel, Rachel” (1968), que muy conocida que digamos no es. Aún así a rebufo de la película se publicó el libro en que se basaba, “Una broma de Dios”, con el título de la película. Del libro que nos ocupa, el primero del ciclo Manakawa, ciudad inventada por la autora (¿Manitoba + Ottawa?), el resto son “Una broma de Dios” (1966), “Los habitantes del fuego” (1969), “Un pájaro en la casa” (1970) y “El parque del desasosiego” (1974), solo diré que es de las pocas obras maestras de la literatura centradas en la vejez, de hecho solo recuerdo otra, igual de genial, “La trompetilla acústica” de Leonora Carrington, con la que tiene muchas afinidades. Sus dos rebeldes ancianas protagonistas en busca de redención, de acción, son intercambiables. Julio Tamayo
  • 4. 4 Sobre el proceso de creación del libro (gracias a él decidió dejar a su marido): “La vejez es algo que me interesa cada vez más - las innumerables formas en que la gente la afronta, algunos pretendiendo que no existe, algunos aterrorizados por cada deterioro físico porque esa cita final es algo que no pueden afrontar, algunos tratando de equilibrar las demandas y la rutina de esta vida con una creciente necesidad de juntar los hilos del espíritu para que cuando llegue la cosa estén listos, ya sea para la muerte o para otro nacimiento. Creo que el nacimiento es el la mayor experiencia de la vida, hasta el final, y luego la muerte es la mayor experiencia. Hay momentos en los que puedo creer que la revelación de la muerte será algo tan vasto que somos incapaces de imaginarlo.” “Me imagino a una mujer muy anciana que sabe que se está muriendo y que desprecia la simpatía y solicitud de su familia y también les compadece, porque sabe que ellos piensan que su mente está en parte ida - y nunca se darán cuenta de que ella se está moviendo con tremenda emoción, en parte miedo y en parte entusiasmo, hacia un gran e inevitable suceso, al igual que los años antes de que ella experimentara el nacimiento.” “Creo que mi experiencia cuando escribí “El ángel de piedra” fue notable, porque seguía sintiendo que había encontrado el lenguaje exacto. ¡Era el mío! El discurso de la generación de mis abuelos, de mis padres, etc. Mientras que cuando escribí sobre África, nunca pude estar segura. Esa no era mi cultura y, por supuesto, sabemos cosas sobre nuestra propia cultura, y sobre nuestra propia gente que ni siquiera sabemos que sabemos. Cuando escribí “El ángel de piedra” fue realmente bastante maravilloso, porque frases, pedazos de modismos, que había olvidado venían de vuelta a mí, cosas que ni siquiera recordaba del discurso de mis abuelos... Y también que yo tengo, tanto en mi propia vida como en mi visión de la vida, un sentido de la rueda completa el círculo, ese tipo de viaje, en el que terminamos en el lugar donde comenzamos, pero con una diferente perspectiva.” “Supongo que tengo un sentido muy inestable de mi propia realidad y solo puedo estar segura (o razonablemente) cuando he asumido otra capa o me he convertido temporalmente en otra persona. Le dije a alguien hace mucho tiempo que “El ángel de piedra” lo escribí de una manera similar al Método Stanislavsky, naturalmente, no estaba hablando en serio, aunque ahora me pregunto si, después de todo, tal vez esto no fuera cierto. Tengo este sentimiento que he tenido durante muchos años de que digo mentiras todo el tiempo excepto cuando hablo con los pocos miembros de mi tribu en quien confío absolutamente, y que en general no puedo hablar con sinceridad excepto a través de la boca de otra persona.”
  • 5. 5 Do not go gentle into that good night. Rage, rage against the dying of the light. No entres dócilmente en esa noche quieta. Rabia, rabia contra la agonía de la luz. Dylan Thomas
  • 6. 6
  • 7. 7 Uno En la cima de la loma, dominando el pueblo, se alzaba el ángel de piedra. No sé si seguirá allí, en memoria de ella, que entregó su débil espíritu cuando yo tomé el mío, inquebrantable. Mi padre lo había comprado con orgullo para que señalara el lugar donde yacían los restos de mi madre y proclamara la dinastía de él por los siglos de los siglos, o al menos ésa era su ilusión. Tanto en invierno como en verano contemplaba el pueblo con ojos ciegos. En realidad, era doblemente ciego, pues no sólo estaba hecho de piedra, sino que quienquiera que lo hubiese esculpido había dejado los globos oculares lisos, de modo que ni siquiera tenía apariencia de estar mirando algo o a alguien. A mí me parecía extraño que dominara el pueblo, invitándonos a todos al cielo sin saber nada de nosotros. Pero entonces yo era demasiado joven para entender su finalidad, aunque mi padre a menudo me decía que había costado muchísimo dinero traerlo de Italia y que era de auténtico mármol blanco. Ahora pienso que debió de ser esculpido bajo aquel lejano sol por algún descendiente cínico de Bernini, que los hacía a montones, calculando con admirable precisión las necesidades de aquellos aspirantes a faraones de una tierra inculta.
  • 8. 8 En invierno tenía las alas picadas por la nieve y, en verano, por la arena que arrastraba el viento. No era el único ángel del cementerio de Manawaka, pero sí el primero, el más grande y, desde luego, el más caro. Los demás, que yo recuerde, eran todos de categoría inferior, ángeles pequeños, querubines de labios fruncidos: uno alzaba un corazón de piedra, otro tocaba en perpetuo silencio un arpa de piedra sin cuerdas, y otro más miraba de reojo, extático, una lápida. Recuerdo muy bien esa lápida porque cuando la colocaron todos nos echamos a reír al leer la inscripción: Que en Paz descanséis, De las fatigas reposéis. Regina Weiss 1886 Se acabó la triste Regina, hoy olvidada en Manawaka, seguramente como yo, Hagar, doblemente olvidada. Aunque siempre creí que la culpa sólo era suya, por ser una criatura débil, sin carácter, blanda como las natillas, consagrada a cuidar con devoción de mártir, año tras año, a una madre ingrata de lengua viperina. Cuando Regina murió, de alguna oscura dolencia virginal, la infame anciana dejó el lecho maloliente y, para desesperación de los hijos casados, siguió viviendo oros diez años. Huelga decir que Dios acoja su alma, pues debe de estar riéndose malévolamente en el infierno mientras la virginal Regina suspira en la gloria. En verano el cementerio estaba impregnado del perfume a funeraria, fuerte y espeso como almíbar, de las peonías carmesí oscuro y rosa pálido. De los tallos frágiles colgaban pesados capullos grávidos de agua de lluvia, infestados de hormigas advenedizas que se paseaban por sus pétalos afelpados como por su casa. Cuando niña me gustaba visitar aquel lugar. Por entonces no había muchos sitios donde una pudiese caminar remilgadamente sin miedo a que los cardos de los senderos arañaran las botas blancas o estropearan la falda infantil. Cuánto empeño ponía por ser pulcra y ordenada,
  • 9. 9 convencida como estaba de que la vida había sido creada únicamente para celebrar la pulcritud, como la remilgada Pippa del poema. Pero a veces, entre la ardiente ráfaga de viento irrespetuoso que agitaba los matorrales de roble y la gramilla que invadía las moradas primorosamente cuidadas de los difuntos, se filtraba por un momento el aroma de las prímulas. Estaban bien enraizadas aquellas llamativas flores silvestres, y aunque los amorosos deudos, decididos a conservar despejadas y claramente civilizadas las sepulturas, las arrancaban y trataban de que no avanzasen más allá de la linde del cementerio, cualquiera que pasara por allí percibía durante unos segundos el débil aroma, polvoriento y dulzón, de lo que crecía y siempre había crecido sin cuidados, antes incluso de que llegaran las corpulentas peonías y los ángeles de alas rígidas, cuando por la llanura sólo caminaban los indios cree de rostro enigmático y cabello grasiento. Los recuerdos se me agolpan ahora, desenfrenados. No suelo entregarme a ellos, o, al menos, no demasiado a menudo. Hay quien dice que los ancianos viven en el pasado; absurdo. Últimamente, cada nuevo día, tan inútil en realidad, posee una peculiaridad especial para mí. Lo pondría en un jarrón para admirarlo como los primeros dientes de león, y olvidaríamos su proliferación y nos maravillaríamos simplemente de que existieran. Pero una disimula, normalmente, por personas como Marvin, a quien parece confortar la idea de que las ancianas se alimentan, como dóciles conejos, de las hojas de lechuga de otros tiempos, otras costumbres. ¡Qué injusta soy! Pero, en fin, ¿por qué no? Criticar así es mi único placer, eso y los cigarrillos, hábito que he contraído hace sólo diez años, por aburrimiento. Marvin considera vergonzoso que fume a mi edad, noventa años. Le produce cierta angustia la visión de Hagar Shipley, que por desgracia da la casualidad de que es su madre, aguantando descaradamente con dedos artríticos un canutillo blanco encendido. Enciendo ahora uno de mis cigarrillos y recorro la habitación recordando frenéticamente, sin otra razón que estar atrapada en ello. Pero tengo que procurar no hablar en voz alta, porque si lo hiciera, Marvin y Doris intercambiarían una mirada significativa y uno de los dos diría: «Mamá tiene uno de sus días».
  • 10. 10 Que hablen cuanto quieran. ¿Qué me importa a mí ya lo que diga la gente? Demasiado tiempo me preocupé por ello. Ay, mis hombres perdidos. No, no voy a pensar ahora en eso. ¡Qué vergüenza que esa gorda de Doris me viera llorando! La puerta de mi habitación no tiene cerradura. Dicen que es porque si me pusiera mala de noche no podrían entrar para atenderme (como si yo fuera lisiada o algo así). De modo que pueden entrar en mi habitación cuando les da la gana. La intimidad es un privilegio que no se concede a los ancianos ni a los jóvenes. A veces, los niños muy pequeños miran a los viejos e intercambian una mirada conspiradora, furtiva y cómplice. Es porque ni los unos ni los otros son humanos para los de mediana edad, la flor y nata, los de primera, según dicen, como si hablaran de carne de vaca. Tendría yo unos seis años cuando me regalaron aquel vestido escocés a cuadros verde claro y rojo claro (porque no era rosa, sino más bien un rojo acuoso, como la pulpa de la sandía madura), que me había hecho una tía de Ontario, con imponentes ribetes de pana negra. Allí estaba yo, caminando como un pavo real minúsculo por la acera de tablas, resplandeciente, altiva, presumida, la hija de cabello oscuro de Jason Currie. Hasta que empecé a ir al colegio fui pesadísima con tía Doll. La casona era nueva entonces, la segunda de ladrillo que se construyó en Manawaka, y tía Doll siempre tenía la impresión de que debía estar a la altura de la casa, aunque ella fuese una empleada. Era viuda y desde mi nacimiento vivía con nosotros. Por las mañanas siempre llevaba una cofia de encaje y se ponía a chillar como una bruja cuando yo se la quitaba de un tirón, exponiendo su crespa pelambrera a los ojos risueños de Reuben Pearl, que nos traía la leche. En tales ocasiones, me enviaba al almacén, donde mi padre me hacía sentar en una caja de manzanas vuelta, entre toneles de orejones y pasas y el olor a papel de estraza y al apresto de las piezas de tela de la sección de mercería, y me hacía aprender de memoria los pesos y medidas. «Dos vasos, una jarra. Cuatro jarras, una pinta. Dos pintas, un cuarto de galón. Cuatro cuartos, un galón. Dos galones, un peck. Cuatro pecks un busbel.» Mi padre, corpulento y con chaleco, permanecía detrás del mostrador, y cuando me olvidaba algo me apuntaba con su voz de acento escocés y me decía que me concentrara o nunca aprendería.
  • 11. 11 —¿Acaso quieres ser boba de mayor, una tonta de remate? —No. —Pues concéntrate. Cuando las repetía todas seguidas —pesos, medidas de longitud, de superficie, medidas de áridos, medidas cúbicas—, él asentía. Aprender bien lo aprendido, Ahora lo has conseguido. Siempre lo decía cuando no me equivocaba. Nunca fue amigo de desperdiciar una palabra ni un minuto. Era hijo de sus propias obras. Le encantaba explicarles a Matt y a Dan que había empezado sin un céntimo y había subido por sus propios medios. Era cierto. Nadie podía negárselo. Mis hermanos se parecían a mi madre, eran muchachos agraciados pero carentes de bríos, que procuraban complacerlo, casi siempre en vano. Sólo yo, que no deseaba parecerme a mi padre en absoluto, era robusta como él y tenía su misma nariz aguileña y una mirada que podía aguantar la de cualquiera sin pestañear. Cuando el diablo no tiene qué hacer, con el rabo espanta las moscas. Le gustaban los refranes, creía en ellos. Eran su padrenuestro, su credo. Los agrupaba como si fuesen cuentas de un rosario o las monedas de la caja. A Dios rogando y con el mazo dando. Tarea repartida, pronto concluida. Para las palizas siempre usaba ramas de abedul. Era con lo que le había pegado a él su padre, aunque en otro país. No sé qué habría hecho si el abedul no se hubiera dado en Manawaka. Afortunadamente, nuestras arboledas daban algunos, aunque delgados y endebles y nunca demasiado altos; pero servían para su cometido. Matt y Dan se llevaban la mayor parte, porque eran chicos y mayores, y cuando recibían también me hacían a mí lo que les habían hecho a ellos, sólo que utilizaban ramitas verdes de arce, con hojas y todo. Nadie diría que aquellas hojas suaves pudieran picar como lo hacían en la carne desnuda y todavía rolliza, y yo vociferaba como las bestias infernales de tres cabezas, tanto de vergüenza como de dolor, y ellos me susurraban que si decía algo, cogerían el cuchillo del pan que colgaba
  • 12. 12 en la despensa y me degollarían y moriría desangrada y quedaría seca y blanca como el bebé de Hannah Pearl que había nacido muerto y que habíamos visto en su féretro blanco forrado de raso, en la funeraria Simmons. Pero cuando me enteré de que en el colegio a Matt lo llamaban Cuatro Ojos porque tenía que llevar gafas y oí a tía Doll reñir a Dan por hacerse pis en la cama, pese a que tenía más de ocho años, supe que no volverían a atreverse, y se lo dije a mi padre. Eso puso fin al asunto y tenían bien merecida la paliza que les dieron. Él me dejó mirar. Luego lamenté haberlo visto e intenté explicárselo a ellos, pero me ignoraron. No tenían por qué hablar como si fueran los únicos. También yo recibía, aunque tengo que admitir que no tan a menudo. Papá se enorgullecía tanto del almacén que parecía que no hubiese ningún otro en el mundo. Fue el primero de Manawaka, así que supongo que tenía motivos para sentirse orgulloso. Se apoyaba en el mostrador con las manos extendidas y sonreía tan maravillosamente que tenías la impresión de que daba la bienvenida al mundo entero. La señora McVitie, esposa del abogado del pueblo, que llevaba un sombrero de lo más llamativo, le devolvió la sonrisa y le pidió huevos. Recuerdo muy bien que pidió concretamente huevos, de los morenos, pues le parecían más nutritivos que los de cáscara blanca. Y yo, con botas negras de botones y los odiosos calcetines de rayas beige y malva que llevaba para estar abrigada y el discreto vestido azul marino de sarga de manga larga que mi padre encargaba cada año para mí al Este, metí la nariz en el barril de las pasas para coger un puñado mientras él estaba ocupado. —¡Oh, mira!, mira qué bichitos más bonitos, como escapan corriendo... Me reía de ellas mientras se escondían, las patas tan rápidas y diminutas que casi no podía vérselas, encantada de que se atrevieran a aparecer allí y burlarse del enorme bigote de mi padre y de su cólera. —¡Vigila tus modales, señorita! El tortazo que me dio entonces no fue nada comparado con lo que recibí en la trastienda cuando ella se marchó. —¿Es que no te importa nada mi reputación? —¡Pero es que las vi!
  • 13. 13 —¿Y tenías que proclamarlo a los cuatro vientos? —No era mi intención... —De nada vale lamentarlo cuando el mal ya está hecho. ¡Pon las manos, señorita! Tan furiosa estaba que no permití que me viese llorar. Usó una regla de treinta centímetros, y cuando yo retiraba las palmas doloridas, me obligaba a alzarlas otra vez. Me miraba a los ojos y se ponía furioso, como si fuera un fracaso no conseguir hacerme llorar. Me golpeó una y otra vez y luego de pronto tiró la regla y me abrazó. Me estrechó tan fuerte que a punto estuvo de asfixiarme contra su ropa áspera que olía a naftalina. Me sentía enjaulada y asustada y quería apartarlo de mí, pero daba igual. Por último me soltó. Parecía desconcertado, como si quisiera darme una explicación y no supiera cómo. —Te pareces a mí —dijo por fin, como si eso lo aclarara todo—. Tienes carácter, las cosas como son. Se sentó en un cajón de embalaje y me sentó en sus rodillas. —Debes de comprender —dijo, hablando en voz baja, deprisa— que me duele tanto como a ti tener que pegarte. Ya lo había oído antes, muchas veces. Pero al mirarlo con mis brillantes ojos oscuros, supe que era una mentira descarada. Sin embargo, me parecía a él, y sabe Dios que en eso tenía razón. Me quedé de pie en la entrada, tranquila y dispuesta a echar a correr. —¿Vas a tirarlas? —pregunté. —¿Qué? —Las pasas. ¿Vas a tirarlas? —Métete en tus asuntos, señorita —soltó—, o te... Conteniendo la risa y las lágrimas, di la vuelta y eché a correr. Muchos empezamos el colegio aquel año. Charlotte Tappen era la hija del médico; tenía el cabello castaño y le permitían que lo llevase suelto, con un lazo verde, mientras que a mí tía Doll seguía haciéndome trenzas. Charlotte y yo éramos muy amigas y solíamos ir andando a la escuela y hablábamos de cómo sería ser Lottie Drieser y no saber dónde estaba tu padre ni siquiera quién era. Pero nunca llamábamos Sin Nombre a Lottie... eso sólo lo hacían los chicos.
  • 14. 14 Claro que nosotras nos reíamos, a pesar de que sabíamos que era ruin, con una mezcla de vergüenza y emoción, como la que había sentido la vez que vi a Telford Simmons hacerlo detrás de un arbusto, pues ni siquiera se molestó en ir al retrete de los chicos. Al padre de Telford no se lo consideraba mucho. Llevaba la funeraria, pero nunca tenía un centavo. Mi padre decía que «tiraba el dinero», y al cabo de un tiempo supe que se refería a que bebía. Matt me contó una vez que Billy Simmons bebía líquido de embalsamar y durante mucho tiempo me lo creí y lo consideraba un ser macabro, hasta el punto que cuando me lo cruzaba en la calle apretaba el paso, aunque era amable y torpe y solía dar a Telford caramelos de arce y chocolate para que los repartiera entre los amigos. Telford tenía el cabello rizado, tartamudeaba un poco y sólo podía fanfarronear alguna que otra vez del ocasional cadáver que su padre guardaba en la cámara; y cuando en una ocasión le dijimos que no creíamos que pudiera entrar realmente, nos llevó y nos enseñó a la hermanita muerta de Henry Pearl. Entramos por la ventana del sótano, toda la pandilla, Telford el primero. Luego Lottie Drieser, menuda y ligera, con el cabello amarillo fino como seda de bordar, tan pulcra a pesar del vestido remendado y gastado de tantos lavados. Luego los demás... Charlotte Tappen, Hagar Currie, Dan Currie y Henry Pearl, que no quería ir pero debía de creer que si no lo hacía lo llamaríamos gallina y le cantaríamos aquello de Henry Pearl Parece una niña... No era verdad. Era un niño grandullón y desgarbado que llegaba todos los días en su caballo desde la granja y que no podía perder el tiempo andando por ahí con nosotros porque tenía que ayudar mucho en casa. La habitación estaba fresca, como la heladería del pueblo, donde en verano almacenaban bajo serrín los bloques de hielo que cada invierno cortaban del río cuando se congelaba. Tiritábamos y cuchicheábamos, aterrados por el rapapolvo que recibiríamos si nos pillaban. No me gustó nada el aspecto del bebé. Charlotte y yo nos quedamos atrás pero Lottie realmente abrió la tapa de cristal y acarició el terciopelo blanco y los pliegues de raso blanco y la carita blanca arrugada. Luego nos retó con la mirada a hacer lo mismo, pero nadie quiso.
  • 15. 15 —Miedicas —dijo—. Si alguna vez tengo un hijo y se muere, haré que lo envuelvan todo en raso como éste. —Primero tendrás que encontrarle un padre. Esto lo dijo Dan, que jamás desperdiciaba una ocasión. —Cállate —dijo Lottie—, cállate o te... Telford andaba de un lado a otro pendiente de todo. —Vámonos, vámonos... si mi madre nos descubre nos la cargaremos de verdad... Los Simmons vivían encima de la funeraria. Billy Simmons no era ningún problema, pero la mamá de Telford era una arpía avara de gesto contraído que se quedaba en la puerta y daba una galleta a Telford después de clase, pero nunca tenía otra para ningún niño y Telford, mortificado, la rumiaba fríamente bajo su mirada vigilante. Salimos todos juntos y, cuando nos íbamos, Lottie le susurró a Telford al oído: —No tengas miedo, Telford. Yo te defenderé. Diré a tu madre que Dan te obligó a hacerlo. Charlotte y yo nos partíamos de risa. —Prefiero que no lo hagas —jadeó Telford mientras sacaba sus cortas piernas por la ventana—. No serviría absolutamente de nada. No te haría caso, Lottie. Cuando estuvimos fuera, en el césped, la ventana del sótano cerrada ya y todos a salvo, e inocentes de nuevo, jugamos a pillapilla alrededor de los grandes abetos rojos que daban sombra al patio. Es decir, todos menos Lottie. Ella se fue a casa. Yo era lista en el colegio y papá estaba contento conmigo. A veces, cuando me ponían sobresaliente en los deberes, me daba un cucurucho de caramelos o un puñado de aquellas pastillitas color pastel que llevaban mensajes almibarados como Sé mía, Preciosa, Quiéreme, Sé fiel. Todas las noches nos sentábamos a la mesa del comedor, Dan, Matt y yo, a hacer los deberes del colegio. Teníamos que estar haciéndolos una hora y, si acabábamos antes, papá nos ponía cuentas y nos daba consejos. —Nunca llegaréis a ningún sitio en este mundo si no trabajáis más que los demás, os lo aseguro. Nadie os dará nada en bandeja de plata. Depende de vosotros, de nadie más. Tenéis que ser perseverantes si queréis progresar. Tendréis que esforzaros y sudar un poco.
  • 16. 16 Yo procuraba no oírlo, y, aunque lo conseguía, cuando años después estaba criando a mis dos hijos, me sorprendí diciéndoles lo mismo. Yo procuraba demorarme con los deberes del colegio para no tener que hacer las sumas que papá nos ponía. Abría el libro de lectura, recorría las palabras con el dedo y miraba fijamente los pequeños dibujos como si esperase que crecieran y se transformaran en algo distinto, extraño. Esto es una semilla. La semilla es de color castaño. Pero la rígida semilla negra de la hoja permanecía inmutable y finalmente tía Doll asomaba la cabeza por la puerta de la cocina. —Señor Carrie... es hora de que Hagar se acueste. —Muy bien. Ve arriba, hija. Me llamaba «señorita» cuando estaba enfadado e «hija» cuando se sentía cariñoso conmigo. Nunca Hagar. Me habían puesto ese nombre, al parecer, por una tía abuela soltera, de Escocia, que era muy rica y al morir dejó toda su fortuna a una sociedad benéfica, para gran disgusto de mi padre. Una vez, con la mano apoyada en la brillante barandilla al pie de la escalera, le oí hablar con tía Doll de mí. —Es lista como ella sola, esa cría. Ojalá hubiera sido... Y se interrumpió, supongo que porque cayó en la cuenta de que, siendo como eran, sus hijos estarían escuchando en el comedor. Entendíamos perfectamente, ya entonces, que cuando papá decía lo de subir por sus propios medios se refería a que había empezado sin dinero. Pero él tuvo la ventaja de ser de buena familia. El retrato de su padre colgaba en nuestro comedor. El viejo caballero vestía un absurdo chaleco de cachemira color mostaza con sinuosos dibujos azules, y aparecía rodeado por un fondo negro y verde oliva. —Murió antes de que nacierais —decía mi padre—, sin saber siquiera que aquí me estaba yendo bien. Me marché a los diecisiete años y no volví a verlo. Tú te llamas así por tu abuelo, Dan. Sir Daniel Currie. El título desapareció con él, porque no era hereditario. Fue importador de sedas, aunque de joven había servido honrosamente en la India. No valía gran cosa como comerciante. Lo perdió casi todo, aunque no por culpa suya, salvo en lo de ser demasiado confiado. Su socio lo engañó... bueno, todo fue un mal asunto, os lo aseguro, y allí estaba yo, sin esperanza y sin un centavo. Pero no puedo quejarme. Me ha ido tan bien como a él. Mejor, porque yo nunca he confiado en socios, ni lo haré. Los Currie son montañeses. Matt, ¿grupo de qué clan?
  • 17. 17 —Grupo de los Clanranald MacDonald. —Exacto. ¿Música de gaita, Dan? —Marcha de Clanranald, señor. —Bien. —Y entonces, mirándome a mí, con una sonrisa preguntaba: —¿El grito de guerra, niña? Y yo, que amaba aquel grito aunque no tenía la menor idea de lo que significaba, lo lanzaba con tal fiereza que los chicos se reían hasta que nuestro padre los petrificaba con la mirada. —¡Que se oponga quien ose! Por las historias que él contaba, los montañeses de Escocia me parecían los hombres más afortunados de la tierra, que se pasaban los días asestando golpes de espada a diestro y siniestro y las noches bailando reels. Además, todos ellos, sin excepción, eran caballeros y vivían en castillos. Qué amargamente lamentaba yo que nuestro padre se hubiera marchado y nos hubiese engendrado aquí, en la llanura pelada que se extendía hacia el oeste sin nada especial excepto la grama, las tribus de ardillones o las alamedas grisverdosas y el pueblo en el que se alzaban no más de una docena de casas de ladrillo presentables, pues las demás eran chozas y chabolas de estructura tambaleante y cartón alquitranado, efímeras en los veranos abrasadores y en los inviernos que congelaban los pozos y la sangre. Tendría yo unos ocho años cuando se construyó la nueva iglesia presbiteriana. Asistí a la ceremonia inaugural; era la primera vez que papá me dejaba ir con él al templo en vez de a la escuela dominical. Era una iglesia sencilla, estaba vacía, olía a pintura y a madera nueva y aún no habían puesto los vidrios de color de las ventanas, pero delante había ciriales de plata, cada uno con una minúscula placa con el nombre de papá. Él y algunos otros habían adquirido bancos para las familias y los habían provisto de grandes cojines de terciopelo beige y marrón para que los pocos traseros privilegiados no tuvieran que preocuparse por la dureza del roble o la excesiva duración de los sermones. —En este gran día —dijo con sentimiento el reverendo Dougall MacCulloch— tenemos que dar muy especialmente las gracias a los miembros de nuestra congregación, cuyas aportaciones y generosidad cristiana han hecho posible nuestra nueva iglesia.
  • 18. 18 Leyó la lista de nombres como si se tratara de condecoraciones. Luke McVitie, abogado. Jason Currie, comerciante. Freeman McKendrick, director de banco. Burns MacIntosh, agricultor. Rab Fraser, agricultor. Mi padre permanecía sentado con la cabeza humildemente inclinada, pero se volvió a mí y me susurró en voz muy baja: —Luke McVitie y yo hemos debido de dar más que nadie, porque ha leído nuestros nombres los primeros. La gente vacilaba, sin saber si aplaudir o no, pues la ocasión parecía pedir las ovaciones que, por otro lado, quizá no fueran apropiadas en una iglesia. Yo aguardé, deseando que lo hicieran, porque había estrenado guantes de encaje y si aplaudíamos podría lucirlos de maravilla. Pero el pastor anunció el salmo, de modo que cantamos vigorosamente: A las montañas circundantes alcé los ojos anhelantes. Ay, ¿dónde hallaré la salvación, Dónde estará? El Señor mi Dios es mi salvador, El Señor mi Dios, que hizo el cielo y la tierra. Tía Doll siempre nos decía que papá era un hombre temeroso de Dios. Yo no me lo creía, por supuesto. No podía concebir que mi padre temiera a alguien, ni siquiera a Dios, y menos cuando él no debía su existencia al Todopoderoso. Dios podía haber creado el cielo y la tierra y a la mayoría de las personas, pero papá era un hombre que se había hecho a sí mismo, como él mismo nos había repetido tantas veces. Sin embargo, nunca se perdía un oficio dominical ni la acción de gracias en la mesa. Siempre la decía él, lentamente, mientras nosotros nos agitábamos nerviosamente y mirábamos a hurtadillas. Algunos tienen comida y no pueden correr, Otros que la comerían no la tienen. Pero nosotros tenemos comida y podemos comer, Así que demos las gracias al Señor.
  • 19. 19 Él no volvió a casarse cuando murió nuestra madre, aunque a veces hablaba de buscar una esposa. Creo que tía Dolly Stonehouse creía que acabaría casándose con ella. ¡Pobre infeliz! Yo le tenía cariño, aunque no se molestaba en disimular que Dan era su preferido, y daba pena que creyera que papá se contenía porque ella era una mujer feúcha, con aquella piel cetrina que nunca consiguieron mejorar el agua de hamamelis y el zumo de limón que se aplicaba, para no mencionar sus incisivos superiores, saltones como los de una liebre. Tanto le preocupaban aquellos dientes que solía cubrirse la boca con una mano cuando hablaba, por lo que casi siempre sus palabras quedaban veladas por una pantalla de dedos. Pero no era su aspecto lo que hacía que papá no se decidiera por ella. Matt, Dan y yo sabíamos que, sencillamente, no sería capaz de casarse con su ama de llaves. Sólo una vez le vi hablar a solas con una mujer, y eso fue por casualidad. A veces iba de paseo al cementerio, para leer y librarme de mis hermanos. Tenía un sitio detrás del cerezo silvestre, al borde de la colina y al lado mismo de la cerca que delimitaba el recinto del camposanto. Debía de tener yo unos doce años o así aquella tarde. Caminaban muy despacio por el sendero colina abajo, cerca de la orilla del río, donde el Wachakwa corría pardo y estruendoso sobre las piedras. Al principio no advertí su presencia, y cuando lo hice era demasiado tarde para salir huyendo. Él parecía malhumorado e impaciente. —¿Qué es lo que te pasa? ¿Cuál es la diferencia? —Le tenía cariño —dijo ella—. Lo amaba. —¡Seguro que sí! —¡Es cierto! —gritó ella—. ¡Es cierto! —¿Por qué accediste a venir aquí, entonces? —Pensé... —La voz de la mujer sonaba débil y aguda—. Pensé, como habrás pensado tú, que daría igual. Pero no es lo mismo. —¿Por qué no? —Él era joven —dijo ella. Creí que iba a pegarle, tal vez a decirle «Pon las manos, señorita», como a mí. Yo ignoraba la razón. Pero desde mi escondite entre las hojas vi la desilusión grabada en el rostro de mi padre. No la tocó, sin embargo, ni dijo una palabra. Se dio la vuelta y se alejó, y sus botas resonaron sobre las ramitas caídas, hasta que llegó al claro donde había dejado la calesa. Oí entonces el restallido de su látigo y el relincho sorprendido del caballo.
  • 20. 20 La mujer permaneció inmóvil, mirándolo, con rostro lánguido e inexpresivo, como si no esperara nada de la vida. Luego empezó a subir cansinamente la colina. No sentí lástima por ninguno de los dos. Los despreciaba a ambos; a él, por pasear por allí con ella y por hablar con ella; a ella, porque... bueno, sencillamente porque era la madre de Lottie Sin Nombre Drieser. Sin embargo, al recordar ahora sus caras, no sabría decir cuál de los dos había sido más cruel. Ella murió de tisis poco tiempo después. Pensé que le estaba bien empleado, aunque no tenía motivos reales para ello, aparte de la cólera que sienten los niños por los misterios que perciben sin poder descifrarlos. Procuré ser yo quien se lo contara a él, y a la salida del colegio volví corriendo a casa para darle la noticia. Pero él no dio la menor señal de haber cruzado una palabra con ella en su vida. Hizo tres comentarios. —Pobre muchacha —dijo—. La vida no fue demasiado generosa con ella. —Luego, como recapacitando y recordando con quién hablaba, añadió—: He de admitir que las de su ralea no son una gran pérdida para el pueblo. Luego de un breve silencio, asomó a su rostro una expresión de sobresalto. —¿Tisis? Eso es contagioso, ¿no? En fin, el Señor elige caminos prodigiosos para manifestar su voluntad. No entendí muy bien ninguno de los tres comentarios, pero se me quedaron grabados. Desde entonces he reflexionado: ¿cuál correspondía a lo que mi padre era en realidad? Los chicos trabajaban en el almacén después de la escuela. No les pagaba por ello, claro. Tampoco les sabía mal. En aquellos tiempos se contaba con que los jóvenes ayudaran. No se dedicaban a holgazanear por ahí como ahora. Matt, delgado y con gafas, trabajaba tenazmente, sin una sonrisa ni una queja. Pero era un patoso: tiraba accidentalmente un estante de tubos de vidrio o una botella de esencia de vainilla y se las tenía que ver con papá, que no soportaba la torpeza. Cuando Matt tenía dieciséis años le pidió un rifle y permiso para ir con Jules Tonnerre a poner trampas en Galloping Mountain. Papá se negó, lógicamente, diciendo que Matt se volaría un pie y luego le costaría un dineral encargarle uno artificial y que, de todos modos, no quería que ningún hijo suyo anduviera correteando por el campo con un mestizo. Me pregunto cómo se habrá sentido Matt. Nunca lo supe. Nunca supe mucho de Matt en realidad.
  • 21. 21 Solíamos pescar bajo las aceras de tablas las monedas que perdían los borrachos los sábados por la noche al volver del hotel Queen Victoria. Matt, muy serio, deslizaba una cuerda con un burujo de resina bien masticada en un extremo. Si sacaba algo, nunca se lo gastaba ni lo compartía, aunque le hubieras dado la resina de tu boca. Lo guardaba en su hucha negra de latón, con el billete de veinticinco centavos que las tías de Toronto habían enviado y el medio dólar que papá nos daba en Navidad. Llevaba colgada al cuello la llave de la hucha como si fuera una medalla de san Cristóbal o un crucifijo. Dan y yo le tomábamos el pelo, bailando lejos de su alcance y cantando: Bah, bah, el avaro Matt, Un pavo A que no me alcanzas... Nunca le vi sacar dinero de aquella hucha. No ahorraba para comprarse una navaja de bolsillo o algo así. ¡Me parecía tan mezquino! No supe la verdad hasta demasiados años más tarde, después de crecer, casarme e irme a vivir a la casa de Shipley, Me lo contó tía Dolly. —¿No sabías lo que quería hacer con su dinero, Hagar? Yo siempre me reía de él, pero no le importaba… Matt era así. Quería establecerse por su cuenta, ¿qué te parece?, o estudiar derecho en el Este, o comprarse un barco y dedicarse al comercio del té. ¡Qué locuras se les ocurren a los jóvenes! Creo que debía de tener unos diecisiete años cuando al fin comprendió que con las cuatro monedas de cinco y veinticinco centavos que tenía no llegaría muy lejos. ¿Y sabes lo que hizo? Algo bastante impropio de Matt. Compró un gallo de pelea al viejo Doherty; se lo gastó todo, como un tonto, y estoy segura de que pagó más de la cuenta. Lo hizo pelear con uno de Jules Tonnerre y perdió el suyo, claro. ¿Qué sabía él de gallos? Lo trajo a casa. Tú y Dan debías de estar fuera, porque me parece que estaba yo sola en la cocina, y se sentó allí y se quedó un buen rato mirándolo. Te aseguro que te revolvía el estómago, tenía todo el plumaje cubierto de sangre y casi no podía respirar el pobre. Luego, le retorció el pescuezo y lo enterró. Te aseguro que no lamenté verlo morir. No habría servido ni siquiera para el puchero. Demasiado duro para comerlo y no lo bastante para pelear.
  • 22. 22 Daniel era completamente distinto. No movía un dedo para trabajar, a menos que lo obligaran. Siempre fue delicado y sabía sacar partido de ello. Cuando después del desayuno retiraba el plato de gachas exhalaba un suspiro muy leve, y tía Doll le tocaba la frente y lo mandaba a la cama («Hoy no irás al colegio, jovencito»). Ella se desvivía hasta el agotamiento, subiendo y bajando tazones de caldo y cataplasmas de mostaza y cuando él se cansaba de mimos, descubría que se encontraba un poco mejor y se pasaba al sofá de la sala y a la jalea de frambuesa. Papá tenía poca paciencia para estas historias y decía que lo único que necesitaba Dan era aire puro y ejercicio. A veces le obligaba a levantarse y vestirse y lo mandaba al almacén a ordenar las cosas. Pero a buen seguro que si lo hacía, al día siguiente Dan amanecía con varicela o cualquier otra enfermedad de ésas. Debía de ser control mental o algo así, porque cultivaba la enfermedad como algunas personas las plantas exóticas. O al menos eso creía yo entonces. Cuando éramos adolescentes, papá a veces nos dejaba dar fiestas. Repasaba la lista de invitados y tachaba los que no le parecían bien. Entre los de mi edad, ni que decir tiene que Charlotte Tappen siempre era invitada. A Telford Simmons también lo invitábamos, pero sólo lo justo. El caso de Henry Pearl era delicado; sus padres eran buenas personas, pero papá decidió que como se trataba de campesinos no tendría ropa adecuada y la invitación les pondría en un apuro. A Lottie Drieser no la invitamos nunca, pero cuando se convirtió en una muñeca preciosa y le creció el pecho, Dan la coló una vez y papá armó la gorda. A Dan le gustaba la ropa. Y cuando dábamos una fiesta siempre aparecía con algo nuevo, que se compraba con el dinero que le daba tía Doll. Cuando no estaba enfermo era lo más alegre que se pueda imaginar, como una pulga de agua surcando afanosamente la superficie de la vida. En aquel tiempo, las galerías de las casas de ladrillo como la que había construido mi padre estaban adornadas con barandillas de madera blanca, semejantes a filigranas de encaje. Hubo una temporada de auténtico furor por los farolillos japoneses de papel rojo, bulbosos y finos, reforzados con bambú y resplandecientes de dragones dorados
  • 23. 23 y crisantemos. En cada farolillo había una candela que no debía de aguantar nunca mucho rato encendida, porque siempre veías trepando por los postes de la galería a algún chico larguirucho e impaciente, cerilla en mano, para iluminar de nuevo el reel o el chotis que bailábamos. ¡Cuánto me gustaban aquellos bailes, Señor! Todavía oigo el retumbar de nuestros pies y el rascar de grillo del violinista. Yo llevaba el cabello recogido con horquillas en la coronilla, y entonces se me soltaba y me caía sobre los hombros, una melena negra y lustrosa que los chicos intentaban acariciar. Parece que no hace tanto tiempo. En invierno, el río Wachakwa era sólido como mármol y patinábamos en él, girando en los recodos, tropezando en los lugares en que el agua se había congelado en oleadas, evitando algún que otro tramo en que el hielo era delgado (lo llamábamos «hielo gomoso»). Doherty, de las Caballerizas de Alquiler Doherty, también era el dueño de la fábrica de hielo de Manawaka y mandaba a sus hijos con el carretón y los caballos a cortar bloques. En ocasiones ibas patinando por el río y al doblar un recodo veías delante una zona oscura, como una herida profunda en la blanca piel de hielo; entonces sabías que el carretón y la sierra de Doherty habían estado allí aquella tarde. Un día, al oscurecer, cuando las formas y los colores son grises y borrosos, mi hermano Dan, que patinaba de espaldas para impresionar a las chicas, se cayó en uno de esos agujeros. El hielo siempre era muy grueso donde cortaban los bloques, por lo que no se rompía en los bordes del agujero. Matt oyó nuestros gritos, llegó patinando y agarró y sacó a Dan. Aquel día debíamos de estar a treinta grados bajo cero y nuestra casa quedaba en el otro extremo del pueblo. Qué raro que ni a Matt ni a mí se nos ocurriera llevar a Dan a la primera casa; pero no, sólo pensábamos en llegar a casa antes de que papá volver a del almacén para que sólo se enterara tía Doll. A Dan se le congeló la ropa en el camino, aunque Matt se había quitado el abrigo y lo había envuelto con él. Por desgracia pan Dan papá estaba en casa cuando llegamos, de modo que recibió un buen rapapolvo por no mirar por dónde iba. Tía Doll le dio whisky con limón y lo metió en la cama; al día siguiente parecía como nuevo. Y no dudo que lo habría estado si, además, hubiera sido fuerte. Pero no lo era. Cuando cayó enfermo de neumonía, durante días y días sólo pude pensar en las muchas veces que había creído que se hacía el enfermo.
  • 24. 24 La noche que le subió la fiebre a Dan, tía Doll había ido a ver a Floss Drieser, la tía de Lottie, que era modista. Tía Doll estaba haciéndose un traje de chaqueta nuevo y se pasaba horas en las pruebas, porque Floss sabía todo cuanto pasaba en Manawaka y no tenía reparo en contarlo. Aquella noche papá trabajaba hasta tarde, así que sólo estábamos en casa Matt y yo. Matt salió del dormitorio de Dan con los hombros inclinados como si tuviere prisa por ir a algún lado. —¿Qué pasa? —No deseaba saberlo, pero tenía que preguntar. —Está delirando —dijo Matt—. Ve a buscar al doctor Tappen, Hagar. Lo hice, fui corriendo por las calles blancas, sin fijarme en los montones de nieve que pisaba ni en lo mucho que me empapaba los pies. Cuando llegué a casa de los Tappen, el doctor no estaba. Había ido a Wachakwa Sur, me dijo Charlotte, y tal como estaban los caminos no volvería hasta el día siguiente, si es que volvía para entonces. Eso fue mucho antes de que aparecieran las máquinas quitanieves, claro. Cuando volví a casa, Dan estaba peor y Matt, que bajó a saber qué decía yo, parecía aterrado, pero de un modo furtivo, como si estuviese buscando la forma de que algún otro se ocupara de la situación. —Voy a la tienda a buscar a papá —dije. La expresión de Matt cambió. —No, no vayas —dijo con claridad súbita—. No es a papá a quien necesita. —¿Qué quieres decir? Matt miró hacia otro lado. —Mamá murió cuando Dan tenía cuatro años. Creo que nunca la ha olvidado. De pronto, Matt me pareció casi apenado, como si pensara que tenía que decirme que no creía que ella hubiera muerto por mi culpa, aunque en el fondo sí lo creía. Tal vez no fuera así en absoluto, ¿quién puede saberlo? —¿Sabes lo que tiene en la cómoda, Hagar? —siguió diciendo Matt—. Un viejo chal a cuadros; era de ella. Recuerdo que de pequeño se dormía agarrado a él. Creí que lo habían tirado hacía años. Pero sigue allí. —Entonces se volvió hacia mí y me cogió ambas manos, la única vez, que yo recuerde, que mi hermano Matt hizo tal cosa—. Hagar... póntelo y abrázale un rato.
  • 25. 25 Me puse rígida y retiré las manos. —No puedo. ¡Oh, Matt, lo siento pero no puedo, no puedo! No me parezco a ella en absoluto. —No se dará cuenta —dijo Matt, en tono colérico—. Está delirando. Pero yo sólo podía pensar en aquella mujer dócil a quien no había conocido, aquella mujer que, según decían, se parecía tanto Dan y de quien él había heredado esa fragilidad que yo aborrecía sin poder evitarlo, pese a que una gran parte de mí deseaba comprender. Hacerme pasar por ella era algo superior a mis fuerzas. —No puedo, Matt —le dije, agitada por tormentos que él nunca sospechó siquiera, deseando con toda el alma hacer lo que me pedía y sin poder hacerlo, incapaz de concentrarme lo suficiente. —Muy bien —dijo él—. Pues no lo hagas. Cuando me tranquilicé, fui a la habitación de Dan. Matt estaba sentado en la cama, arrullando a nuestro hermano. Se había echado el chal sobre un hombro y el regazo y tenía el cabello lacio y grasiento y el rostro pálido, como si fuera un niño y no un hombre de dieciocho años. No sé si Dan pensaría que estaba donde deseaba estar ni si pensaría algo en realidad. Pero Matt se quedó allí sentado varias horas, sin moverse, y cuando fue a la cocina, a donde yo había bajado finalmente, supe que Dan había muerto. Antes de permitirse llorar, e incluso antes de decirme que todo había acabado, Matt se acercó y posó sus manos en mí, muy suavemente, sólo que alrededor del cuello. —Si se lo cuentas a papá —me dijo—, te estrangulo. Qué poco me conocía para suponer que lo haría. Muchas veces me pregunté después: ¿y si hubiera tratado de explicárselo? Pero cómo iba a hacerlo si ni siquiera sabía por qué no había podido hacer lo que él había hecho. Tantos días. Y ahora me viene a la mente otra cosa que ocurrió cuando ya era casi adulta. Más allá de Manawaka, y a escasa distancia de las peonías que se inclinaban lánguidamente sobre las sepulturas, estaba el vertedero municipal. Allí había cajas de madera y de cartón, latas de té aplastadas, los efluvios de nuestras vidas, quemados y ennegrecidos por el fuego que periódicamente cauterizaba aquel lugar ponzoñoso. Allí acababan los restos de balandras y calesas, los muelles
  • 26. 26 herrumbrosos y los asientos rasgados, Las armazones de vehículos adquiridos en perfecto estado por los padres de la población y tan destrozados y ruinosos como los viejos señores, aunque sin una sepultura decente. Allí estaban las sobras de las mesas, huesos roídos, cortezas de calabaza reblandecidas por la putrefacción: peladuras y corazones, huesos de ciruelas, tarros de conservas rotos cuyo contenido había fermentado y que habían sido tirados de mala gana para no exponerse a una muerte por envenenamiento. Era un lugar sulfuroso, en el que hasta las malas hierbas parecían crecer más gruesas y dañinas que en otras partes, como si no pudieran evitar el estigma y la hediondez de su alimentación inmunda. Una vez fue allí con otras chicas, cuando aún era una muchacha, casi una señorita, en realidad, pero todavía no (qué extrañamente se despliegan ahora las palabras formales, aunque no sin cierto afecto). Caminábamos de puntillas, alzando melindrosamente los bajos de los vestidos, como zarinas de olfato delicado que descubrieran de pronto la presencia de pordioseros con llagas supurantes. Entonces descubrimos un enorme montón de huevos que algún carretero había tirado allí porque seguramente se habrían roto con alguna sacudida y ya no podía venderlos. Era un día caluroso de julio, aún puedo sentir la opresión en el cuello y las sudorosas palmas de las manos. Vimos con cierto espanto, ineludible por mucho que volvieras la vista o te desviaras, que algunos huevos se habían incubado al sol. Los polluelos, débiles, ensangrentados, mutilados y hambrientos, aprisionados por el peso de las cáscaras rotas, intentaban arrastrarse entre la basura como pequeños gusanos, con los picos inútilmente abiertos. Yo sólo sentía asombro y náuseas, como todas las demás. Todas excepto una. Lottie era tan ligera como aquellas cáscaras de huevo, y me irritaba su cabello claro y delicado y que fuese tan pequeña, porque yo era alta y robusta y morena y me habría gustado ser todo lo contrario. Desde la muerte de su madre, vivía con una hermana de ésta, que era modista, y casi todos habíamos prácticamente olvidado a los amantes que, irresponsables como cabras o dioses, habían yacido una vez en una cuneta o un granero. Ella se quedó mirando fijamente a los polluelos. Yo ignoraba si se obligaba a hacerlo o si sentía curiosidad.
  • 27. 27 —No podemos dejarlos así. —Pero Lottie —dijo Charlotte Tappen, quien, a pesar de que su padre era médico, tenía el estómago excepcionalmente delicado—. ¿Qué podemos hacer? Yo no puedo mirar, porque vomitaría. —Hagar... —empezó a decir Lottie. —No los tocaría ni con una vara de cuatro metros —dije. —Muy bien —dijo Lottie, furiosa—. Pues no lo hagas. Cogió un palo y aplastó los cráneos de los polluelos e incluso pisó algunos con los tacones de sus zapatos de charol negros. Era lo único que se podía hacer, algo que a mí me resultaba imposible. Y, sin embargo, me preocupaba. Creo que entonces me torturó más ser incapaz de matar a aquellas criaturas que no haber podido consolar a Dan. No me gustaba la idea de que Lottie fuera más fuerte que yo cuando sabía perfectamente que no lo era. ¿Por qué no pude hacerlo? Remilgos, supongo. Desde luego, no fue por piedad que se puso fin al sufrimiento de aquellos animalitos. Tal vez por compasión, o así lo creía yo entonces, y aún lo creo en parte. Pero era una afrenta para la vista. Ya no estoy tan segura de que Lottie lo hiciera exclusivamente por el bien de ellos. No lamento ahora no haberlos sacrificado. Una tímida llamada a mi puerta. Doris no engaña a nadie, excepto, quizá, a sí misma. En mi vida he conocido mujer menos tímida, y a pesar de ello insiste en esa máscara pusilánime, como esos horrendos dibujos animados que Marvin ve impasible en su televisor. Llama a mi puerta humildemente, para luego poder decirle a Marvin en un susurro gimoteante: «Estos días trato de no hacer ruido, o de lo contrario ya sabes lo que dirá». ¡Ay, los secretos placeres del martirio! —Pasa. Simple formalismo por mi parte, porque ya está entrando. Lleva puesto el vestido de seda artificial marrón oscuro. Actualmente todo es artificial, o así me lo parece. La seda y las personas han perdido clase, o quizá ya nadie pueda permitírsela. A Doris le gustan los tonos pardos, dice que otorgan dignidad, y si tu dignidad depende de la ropa de tonos oscuros, supongo que es juicioso aferrarse a ellos.
  • 28. 28 Yo llevo el de seda malva porque me parece que es domingo. Sí, es domingo. Seda auténtica, la mía, hilada por gusanos de China alimentados con hojas de morera. La dependienta me aseguró que era auténtica y no veo razón alguna para dudar de ella, pues era una chica muy educada. Doris jura y perjura que es acetato; cualquiera sabe lo qué será. Se cree que siempre me engañan cuando voy de compras sin ella, lo cual ocurre muy pocas veces ahora que tengo los pies y los tobillos tan mal, aunque tiene peor gusto que una gallina clueca, que es lo que parece con ese vulgar vestido marrón lleno de caspa en los hombros y la espalda como si fuese plumón. No distinguiría la seda de la arpillera más burda, esa mujer. Cómo se enfadó conmigo cuando me compré este vestido. «Impropio», dijo con desdén, y suspiró. «Pareces un vejestorio emperifollado.» Que diga lo que quiera. A mí me gusta, y quizá ahora no espere a los domingos para ponérmelo. Además, si realmente quisiera podría hacerlo, y no veo cómo iba a impedírmelo. El color es exactamente igual que las lilas que crecían junto al porche gris delantero de la casa de Shipley. Allí no había tiempo ni espacio para flores, con aquella tierra que sólo había dado una cosecha, la maquinaria rota en el granero, semejante a los huesos de viejas y grandes criaturas que el mar hubiese arrojado a la costa, y el corral embarrado y lleno de charcos amarillentos donde se aliviaban los caballos. Las lilas crecían salvajes y a principios de verano colgaban como racimos color malva y su aroma era tan intenso y dulzón que te impedía captar los otros, lo cual constituía una verdadera bendición. ¿Qué diablos querrá ahora Doris, con su falsa sonrisa de gorda? —Yo y Marv vamos a tomar una taza de té, mamá. ¿Te apetece una? Aprieto los labios. Yo y Marv. ¿Por qué no podría haber buscado al menos una mujer que hablara con propiedad? Claro que eso es absurdo, puesto que tampoco él habla con propiedad. Habla como lo hacía Bram. ¿Todavía me molesta? —En este momento no. Tal vez luego, Doris. —Se enfriará —dice con voz monótona. —Y supongo que te costaría demasiado preparar otra tetera. —Por favor... —Ahora habla en tono cansado, y me arrepiento, maldigo mi malhumor, deseo tomar sus manos en las mías y pedirle perdón; pero si lo hiciera creería que estoy completamente chiflada y no sólo un poco.
  • 29. 29 —No empecemos otra vez con todo esto —dice. Olvido mi cobarde arrepentimiento. —¿Empezar el qué? —pregunto con voz ronca de recelo. —Ayer preparé otra tetera —dice Doris— y la tiraste por el fregadero. —No hice tal cosa. —La verdad es que no recuerdo haberlo hecho. Es posible, sólo remotamente posible, que me enfadara con ella por cualquier tontería... Pero, en tal caso, ¿no lo recordaría? Me crispa no recordar haberlo hecho ni tampoco concretamente no haberlo hecho, o haber hecho otra cosa (como, por ejemplo, haberme tomado el té tranquilamente). —Bueno, bueno, ahora bajo —digo, y me levanto precipitadamente de la butaca, simulando ordenar los objetos del tocador y la sigo tras un breve intervalo. Pero el movimiento es demasiado brusco. La artritis se enreda en el interior de mis piernas como si tuviera tiras de bramante en vez de músculos y venas. Los tobillos y los pies (ahora gruesos como tocones, y cuesta casi lo mismo moverlos; había que arrancarlos) tropiezan en el borde de la alfombra del dormitorio. Estaría perfectamente... me incorporaría sola si ella no se asustara y me sobresaltara, la muy estúpida. Chilla de terror y esperanza, como una sirena de bomberos. —¡Mamá... cuidado! —¿Eh? ¿Eh? —sacudo la cabeza como una mula vieja, un movimiento lento ante el sonido del fuego o el olor a humo. Entonces me caigo. Lo peor es el dolor bajo las costillas, el mismo que últimamente aparece más a menudo, aunque no se lo he mencionado a Marvin ni a Doris. Con la sacudida de la caída las costillas enterradas tan profundamente en mis capas de grasa parecen plegarse como las tiras de bambú de un abanico de papel. Es un dolor ardiente que me atraviesa el corazón y por un segundo no puedo respirar. Jadeo y boqueo como un pez en las tablas legamosas de un muelle. —¡Dios mío. Dios, oh Dios mío...! —farfulla Doris con voz nasal. Corre a levantarme. Agarra y tira como una ternera. Se le marcan en la frente las venas oscuras. —Déjame en paz —digo. ¿Puede ser mía esta voz desgarrada? Parece el ladrido de un perro herido.
  • 30. 30 Luego, para mi horror, noto las lágrimas; deben de ser mías, aunque han brotado tan espontáneamente que tengo la impresión de que son como la humedad incontinente de los inválidos. Recorren, burlonas, los suaves pliegues empolvados de mi piel ajada. No son mis lágrimas, no delante de ella. Las repudio, las maldigo, que desaparezcan. Pero no he dicho nada y ahí siguen. —¡Marv! —grita ella—. ¡Marvin! Sube las escaleras pesadamente, deprisa para él, pues ahora es fornido y tan voluminoso como un tonel y no le resulta fácil apresurarse. Ya debe de tener sesenta y cinco. Es extraño. Claro que más extraño le parecerá a él tener madre a su edad. Veo preocupación en su ancho rostro, y si hay algo que a Marvin le fastidia es sentirse asustado, preocupado. Él necesita tranquilidad. Posee una calma monolítica. Si en vez de caerme yo se hubiese derrumbado el mundo, Marvin habría sacudido la cabeza y, después de pestañear, habría dicho: «Veamos, esto no tiene buen aspecto». ¿Quién habrá tomado la decisión de ponerle Marvin de nombre? Bram, supongo. Me parece que era un nombre de la familia Shipley. Es exactamente el tipo de nombre que se pondrían los Shipley. Todos se llamaban Mabel, o Gladys, o Vernon, o Marvin; nombres sosos y estúpidos, más corrientes que la cerveza embotellada. Me sujeta con fuerza, me alza por las axilas y al fin me levanto, no espontáneamente, sino arrastrada. Mira con furia a Doris, que permanece a un lado, gorjeando nerviosa. —Esto tiene que acabar —dice él. Pero no sé si se refiere a que yo, mediante una decisión voluntaria, tengo que dejar de caerme, o simplemente a que Doris tiene que dejar de levantarme cuando me caigo. —Cayó de repente —se defiende Doris. —Sin embargo y a pesar de todo —dice Marvin, a su modo pomposo—, no estoy dispuesto a que te dé un ataque al corazón. Bien, ya está bastante claro. Se refiere a Doris. Ella suspira, uno de esos profundos suspiros suyos que parecen surgir del fondo del vientre, y le lanza una mirada rápida. Enarca una ceja. Él sacude la cabeza.
  • 31. 31 ¿Qué intentan decirse por señas? Primero hablan como si yo no estuviera delante, como si fuera un saco que arrastran por el suelo, y ahora de repente parecen preocupadísimos por mis oídos alerta. Y, por alguna razón, siento que he de explicar el lamentable suceso, demostrar de algún modo lo atípico que ha sido, lo improbable que es que vuelva a suceder. —Estoy bien —digo—. Sólo un poco conmocionada. Ha sido la alfombra. Ya te lo dije, Doris, ¡no sé por qué no quitas la maldita alfombra de mi habitación! No es segura, esa alfombra. Te lo he dicho un montón de veces. —Muy bien, la quitaré —dice Doris—. Ven a tomar el té o se quedará helado. ¿Puedes caminar bien? —Por supuesto —digo, enfadada—. Claro que puedo. —Vamos... te ayudaré —dice Marvin, y me coge del brazo. Le retiro la manaza. —Puedo arreglármelas perfectamente, gracias. Id vosotros delante. Yo bajaré en seguida. Vamos, bajad, por amor de Dios. Al fin se van, pero antes se vuelven y me miran, como si no estuvieran muy convencidos. ¿Se producirá la maravillosa casualidad de que me parta el cuello al bajar? Espero, haciendo acopio de aplomo. Sobre mi tocador hay un frasco de eau de Cologne, que me regaló Tina, su hija y mi nieta, mayor ya, el día de mi cumpleaños, o tal vez fue para Navidad, no lo recuerdo. Es Lirio de los valles. No la culpo por la elección, ni creo que se debiera a falta de delicadeza por su parte. Supongo que ella ignora que los lirios de los valles, tan blancos y de olor un tanto dulzón, eran las flores con las que hacíamos las coronas de los muertos. Este perfume no huele en absoluto como su homónimo, pero es bastante agradable. Me doy unos toquecitos en las muñecas y me aventuro escaleras abajo. Agarro con fuerza la barandilla, y por supuesto estoy bien, perfectamente, como siempre que no hay público. Consigo llegar al vestíbulo, al salón, a la cocina; el té está servido. Doris es bastante buena cocinera, lo reconozco. Ya cuando ella y Marvin se casaron sabía preparar una comida aceptable. Claro que había tenido que cocinar siempre, desde muy joven. Pertenecía a una familia numerosa, normal y corriente. Yo aprendí a cocinar después de
  • 32. 32 casada. De pequeña pasaba horas en nuestra cálida y enorme cocina de armarios verdes, pero sólo miraba y picoteaba. Viendo a tía Doll golpear y aplastar la masa o pelar una manzana formando una sola cinta retorcida con la monda, solía pensar lo triste que debía de ser dedicar la vida a cuidar la casa de otro. Nunca tuve premoniciones y me consideraba... bueno, completamente distinta de tía Doll, amigable pero distinta, de una clase completamente diferente. Ayer Doris hizo unos pasteles. De limón, con coco dorado encima, y de chocolate y nueces. Estupendo, lo ha glaseado. Me gusta mucho más así. Ha hecho bizcocho de queso, también. ¿Celebramos algo hoy? Creo que le ha puesto mantequilla, en vez de esa margarina repugnante que compra para ahorrar. Me instalo cómodamente y sorbo y saboreo, saboreo y sorbo. Doris sirve más té. Estamos muy a gusto. Marvin está en mangas de camisa y apoya los codos en la mesa; es muy peludo. Día especial, festivo o Día del Juicio... a Marvin tanto le da. Si hubiera sido apóstol, habría plantado los codos en la mesa de la Última Cena. —¿Un poco más del de limón, mamá? ¿A qué viene tanta amabilidad? Los observo. ¿Han intercambiado una mirada inquisitiva o me lo he imaginado? —No, gracias, Marvin. Reservada. Alerta. No hay que dejarse engañar. Él pestañea y gesticula, con una expresión de perplejidad en sus ojos claros, deseando decir algo y sin saber cómo empezar. Nunca ha tenido facilidad de palabra. Mi recelo aumenta por momentos, y lamento el té y tomar parte de todo esto. No puedo contener las ganas de gritarle directamente: «¿De qué se trata, vamos a ver?» Pero en vez de hacerlo, cruzo las manos, como se espera que haga, sobre mi vientre de seda color lila, y aguardo. —La casa parece algo vacía ahora que Tina se ha ido y Steve viene tan poco —dice él, al fin. —Hace un mes o más que Tina se fue —le recuerdo, cortante, complacida de ser yo quien le recuerde algo. —Es demasiado grande, eso es lo que quiere decir Marvin —interviene Doris—. Es demasiado grande ahora que los chicos sólo vienen para las vacaciones y así.
  • 33. 33 —¿Grande? —¿Por qué voy a aceptarlo sin más?—. La verdad, a mí no me lo parece, comparada con otras. —Bueno, no podría compararse con las nuevas de pisos grandes a desnivel y así —dice Doris—. Pero es una casa de cuatro dormitorios y eso es bastante grande para estos tiempos. —¿Grande con cuatro dormitorios? La casa de los Currie tenía seis. Incluso la vieja casa de Shipley tenía cinco. Doris alza los hombros de rayón marrón, mira expectante a Marvin. «Di algo —le suplica con la mirada—, ahora te toca a ti.» —Hemos pensado... —Marvin habla igual que piensa, despacio—. Hemos llegado a la conclusión, Doris y yo, de que tal vez fuera buena idea vender esta casa, mamá. Comprar un apartamento. Más pequeño, más cómodo, sin escaleras. No puedo hablar, porque el dolor de debajo de las costillas vuelve ahora, como una puñalada. ¿Son los pulmones? ¿El corazón? Es un dolor caliente, caliente como la lluvia de agosto o las lágrimas de los niños. Ahora comprendo por qué han puesto la mesa. ¿Soy una ternera a la que hay que cebar? Ay, de haberlo sabido no habría probado su repugnante pastel de nueces ni el glaseado. —Nunca venderás esta casa, Marvin. Es mi casa. Es mía, Doris. Es mi casa. —No —dice Marvin, en voz baja—. Me la cediste cuando me hice cargo de tus asuntos. —Sí, claro —digo rápidamente, aunque en realidad lo había olvidado—, pero eso fue sólo por comodidad. ¿O no? Sigue siendo mi casa. Marvin, ¿me estás escuchando? Es mía. ¿No es así? —Sí, de acuerdo, es tuya. —¡Un momento! —Doris, ofendida, lanza un cacareo agudo, como la gallina reacia a que el gallo la pise—. Sólo un momento... —Por el modo en que habla —dice Marvin—, cualquiera pensaría que intento echarla de su maldita casa. Bueno, pues no. ¿Entiendes? Si a estas alturas todavía no lo sabes, mamá, ¿de qué sirve hablar? Lo sé y no lo sé. Sólo pienso una cosa: la casa es mía. La compré con el dinero que gané trabajando en esta ciudad que ha sido una especie de hogar desde que me fui de la llanura. Quizá no sea un
  • 34. 34 hogar, en el sentido en que sólo puede serlo el primero que uno ha tenido, pero es mía, y la conozco. Mis fragmentos y recuerdos están visiblemente esparcidos por ella en las lámparas y los jarrones, el butacón de roble de la casa de Shipley, la vitrina de la vajilla y el aparador de castaño de la casa de mi padre. En un apartamento pequeño no cabría todo. Tendríamos que llevarlo a un guardamuebles o venderlo. Y no quiero. No podría deshacerme de esos objetos. Si no estoy de alguna forma en ellos y en esta casa, en lo que tienen de inmutable, y que es bastante eterno para mis fines, entonces no sé dónde podría encontrarme. —Quizá olvidáis —dice Doris— que soy yo quien tiene que cuidar de la casa. Soy yo quien sube y baja corriendo las escaleras cien veces al día, quien arrastra la aspiradora arriba dos veces por semana. Creo que puedo opinar. —Lo sé —dice Marvin cansinamente—. Ya lo sé. Cuánto detesta todo esto, las discusiones de mujeres, la recriminación. Debería haber sido ermitaño, o monje, y vivir lejos de las voces humanas. Probablemente Doris tenga razón Ya ni siquiera simulo ayudar en la casa. Lo hice durante mucho tiempo, y al fin comprendí que no hacía más que estorbarla, con mis pies lentos y estas manos a las que hay que pedirles por favor que hagan las tareas. He vivido con Marvin y Doris, o ellos han vivido en mi casa, según quiera expresarse, diecisiete años. Diecisiete... parecen siglos. ¿Cómo lo he soportado? ¿Cómo lo han soportado ellos? —Siempre me juré que nunca sería una carga... Advierto ahora, demasiado tarde, que mi voz rezuma autoindulgencia y oprobio. Pero los dos saltan como peces hacia el anzuelo. —No... no pienses eso. Nosotros nunca lo hemos dicho, ¿verdad? —Marv sólo quería decir... yo sólo quería decir... Qué avergonzada me siento de utilizar la vieja y conocida cantinela. Pero de todos modos... yo no soy como Marvin. No necesito mantener la paz como él. No acepto este asunto de la casa, mi casa, mía. —No quiero que vendáis la casa, Marvin. No quiero. —De acuerdo —dice él—. Olvidémoslo.
  • 35. 35 —¡Olvidarlo! —La voz de Doris es como una aguja de zurcir, gruesa y puntiaguda. —Por favor —dice Marvin, y Doris y yo, las dos, percibimos su desesperación—. No puedo soportar todo este alboroto. Ya veremos. Ahora vamos a dejarlo. En este momento voy a ver qué ponen. Y se va al estudio, «la madriguera» lo llama a él, y verdaderamente es un nombre apropiado, pues se trata de una auténtica madriguera de zorro donde contempla sus temblonas imágenes y olvida lo que le preocupa, sea lo que sea. Doris y yo aceptamos la tregua. —Voy a ir al oficio vespertino, mamá. ¿Te apetece acompañarme? Hace tiempo que no vas. Doris es muy religiosa. Dice que es un consuelo. Su pastor es rollizo y colorado y si se encontrara a san Juan Bautista en el desierto vestido de harapos, metiéndose en la boca cuarteada saltamontes muertos para comer y anunciando la llegada del Nuevo Reino, se desmayaría. Claro que, seguramente, yo también. —Esta noche no, gracias. Tal vez la semana que viene. —Había pensado pedirle que venga a visitarte. Al pastor, quiero decir, al señor Troy. —Tal vez dentro de una semana o así. No me apetece mucho hablar últimamente. —No tendrías que hablar mucho. Es muy agradable. No sabes cuánto me ayuda hablar con él, aunque sólo sea unos minutos. —Gracias, Doris. Pero esta semana no, si no te importa. De un tiempo a esta parte me cuesta mucho ser discreta. ¿Cómo decir que el excelente señor Troy perdería el tiempo ofreciéndome sus palabras susurradas? Doris cree que la piedad natural aumenta con los años, algo así como el vencimiento de una póliza de seguros. No sabría explicarlo. ¿Quién lo entendería, aun en el caso de que me esforzara en hacerlo? Tengo más de noventa años, y esta cifra parece un tanto arbitraria e inverosímil, pues cuando me miro al espejo y, más allá del caparazón cambiante que me alberga, veo los ojos de Hagar Currie, los mismos ojos oscuros que la primera vez que empecé a recordar y a observarme. Nunca he necesitado gafas. Mis ojos todavía son bastante fuertes. Los ojos son lo que menos cambia. John tenía los ojos grises, e incluso cuando el final ya estaba cerca me parecían iguales que de pequeño, con aquel anhelo oculto, como si creyera, casi contra toda lógica y certeza, que de pronto ocurriría algo maravilloso.
  • 36. 36 —Pídele al señor Troy que venga, si quieres. Puede que me sienta capaz de verlo la semana que viene. Satisfecha, se va a la iglesia, a rezar por mí, quizá, o por sí misma, o por Marvin, que ahora está contemplando sus imágenes epiléticas, o simplemente a rezar.
  • 37. 37 Dos Aquí estamos sentados, el pequeño sacerdote, muy en su papel, tímido y juvenilmente inquieto, y yo, la egipcia, que ya no baila con serbas en el cabello, sino que ha cambiado de un modo lamentable. El día es cálido y primaveral, y estamos en el jardín de atrás, amarillo de forsitia. Me conmueve, como siempre, lo temprano que florecen aquí los arbustos; las plantas de la costa todavía me maravillan, tal vez porque me recuerdan la primavera tardía y la nieve pertinaz de la llanura. El señor Troy ha elegido mal día para visitarme. El dolor de las costillas no es tan molesto esta tarde, pero el vientre me refunfuña y gruñe como un animal solitario. Hoy tengo las entrañas bloqueadas. Soy Job a la inversa y ni cascarilla ni jarabe de higos ni leche de magnesio dominarán mi aflicción atroz. Me siento incómoda. Estoy hinchada, llena, agobiada, y temo que se me escape una ventosidad. Sin embargo, para recibir al pastor me he puesto mi vestido de flores gris. Punto de seda, lo llama Doris. Es oscuro y apropiado; las flores son diminutas y de color melocotón, nada que ofenda al hombrecillo de Dios. Aun así, el vestido me gusta. Me cae holgado, en pliegues, y las flores, desparramadas generosamente, casi dominan el fondo gris. Porque hay otras cosas grises además del cabello de los ancianos. También lo son las casas despintadas, agrietadas y
  • 38. 38 descoloridas a causa del tiempo, la lluvia y el sol abrasador. La casa de Shipley nunca se pintó, ni una sola vez. Cualquiera diría que en todo aquel tiempo alguien debió de tener un dólar para comprar unos bidones de pintura. Pero no. Bram siempre iba a hacerlo: en primavera, lo haría en agosto; y cuando llegaba el otoño, lo haría sin falta la primavera siguiente. El señor Troy procura superarse. —Una vida larga y plena como la suya... ha de considerarse una bendición... Guardo silencio. ¿Qué sabe él de mi vida, de todos modos? No le facilitaré las cosas. Que se esfuerce. —Supongo que la vida tenía que ser bastante difícil en aquellos tiempos, ¿eh? —aventura. —Sí, sí lo era. —Pero sólo porque no puede ser de otra forma, en ningún tiempo. Esto no se lo digo al señor Troy, a quien le complace pensar que medio siglo lo cambia completamente todo en el mundo. —Creo que se crió usted en el campo, ¿verdad, señora Shipley? ¿Por qué lo pregunta? Qué le importará a él si nací en el campo, en el asilo, en Sión o en el infierno. —No. No, no es así, señor Troy. Me crié en Manawaka. Mi padre era una de las personas más importantes del lugar. La primera tienda que se abrió en el pueblo fue de él. Se llamaba Jason Currie. Nunca labró la tierra, aunque era dueño de cuatro granjas, que tenía en arriendo. —Debía de ser un hombre rico. —Lo era —digo—. En bienes materiales. —Sí, sí —dice el señor Troy, cuya voz salta como un salmón desovando, supongo que para demostrar su espiritualidad—. Ciertamente la riqueza no puede medirse en dólares. —Doscientos mil tendría, como mínimo, y yo no recibí ni un centavo de cobre. —Vaya —dice el señor Troy, sin saber con certeza cuál debería ser la respuesta a eso. No le explicaré más. ¿A él qué le importa? Pero ahora creo que si subiera despacio a mi habitación y me acercara al espejo, tomándolo por sorpresa, vería de nuevo a aquella Hagar de cabello lustroso, la potrilla de crin oscura que fue a la pista de entrenamiento: el colegio de señoritas de Toronto.
  • 39. 39 Deseaba decirle a Matt que sabía que era él quien debía ir al Este, pero no podía hablarle de ello. Y, aunque creía que también debía decírselo a papá, me aterraba pensar que cambiara de idea y no me enviara a mí. No dije nada hasta que mi baúl estuvo listo y todo dispuesto. Entonces hablé. —¿No crees que Matt debería ir a la universidad, papá? —¿Qué aprendería allí que le sirviese para trabajar en el almacén? —contestó mi padre—. De todos modos, ya tiene más de veinte años... es demasiado tarde para él. Además, lo necesito aquí. Yo nunca tuve la oportunidad de ir a la universidad y sin embargo me ha ido bien. Matt puede aprender cuanto necesita aquí mismo, si está dispuesto a hacerlo. En tu caso es distinto, aquí no hay ninguna mujer que te enseñe a vestir y a comportarte como una dama. Semejante andanada de razonamientos acabó por convencerme. Cuando llegó el momento de despedirme de Matt, primero evité su mirada, pero luego me dije «¿por que diablos debo hacerlo?» Así que lo miré de frente y le dije adiós tan tranquila y naturalmente que parecía que fuera a irme a Wachakwa Sur o a Freehold y regresar por la noche. Después, en el tren, lloré pensando en él, aunque nunca lo supo, por supuesto, Y yo habría sido la última en decírselo. Cuando volví dos años después, sabía bordar, hablar francés, planificar una comida de cinco platos, poesía, tratar con mano firme a los sirvientes y la forma más apropiada de arreglarme el cabello. Conocimientos en absoluto ideales para el tipo de vida que acabaría llevando, aunque entonces no tenía la menor idea de ello. Yo era la hija del faraón; la que regresa a regañadientes al hogar paterno, el cuadrado palacio de ladrillo, tan extrañamente resguardado en el páramo, de espaldas a la colina en que se alzaba su monumento, al que amaba más, creo yo, que a la yegua de cría que yacía debajo porque había demostrado no estar a la altura de su cuadra. Papá examinó detenidamente mi vestido verde oscuro y el sombrero de plumas que llevaba. Deseé que encontrara algún defecto, que me dijera que estaba estrafalaria en vez de asentir una y otra vez como si yo fuera un objeto de su propiedad.
  • 40. 40 —Ha merecido la pena hasta el último céntimo que pagué por los dos años —dijo—. Estoy orgulloso de ti. Todo el mundo lo comentará mañana. No trabajarás en el almacén. No funcionaría. Puedes encargarte de las cuentas y los pedidos, y eso puede hacerse en casa. Te sorprendería lo mucho que ha crecido el almacén mientras has estado fuera. Ahora recibo... sólo a unos cuantos amigos a cenar, nada muy complicado. He descubierto que merece la pena. Me alegra que hayas vuelto y que seas elegante. Dolly es bastante aceptable como cocinera, pero hacer de anfitriona... es superior a sus fuerzas. —Quiero enseñar —dije—. Puedo entrar en la escuela de Wachakwa Sur. Los dos éramos contundentes como mazos. No teníamos un ápice de sutileza entre ambos. Algunas chicas habrían pasado una semana preparando el terreno. Yo no. Ni se me ocurrió. —¿Crees que te envié dos años enteros al Este sólo para que trabajaras en una escuela minúscula? —gritó—. Además, ninguna hija mía va a ir allí sola. No darás clases, señorita. —Morag MacCulloch enseña —dije—. Si la hija del pastor puede hacerlo, ¿por qué yo no? —Siempre sospeché que Dougall MacCulloch era imbécil —dijo papá— y ahora ya lo sé. —¿Por qué? —grité—. ¿Por qué? Estábamos al pie de la escalera. Mi padre rodeó con las manos el bolo de la barandilla, agarrándolo como si fuera un cuello. Cuánto temía yo sus manos, y a él, pero habría muerto con gusto antes que permitir que lo supiera. —¿Crees que te dejaría ir a Wachakwa Sur y alojarte con Dios sabe quién? ¿Crees que te dejaría ir al tipo de bailes que hacen allí y que te manosearan todos esos campesinos? Lo miré con furia, erguida en el primer peldaño de la escalera, parapetada detrás de mi largo vestido verde oscuro. —¿Crees que lo permitiría? ¿Por quién me tomas? Sujetaba con fuerza la suave madera dorada del bolo de la escalera. —No sabes nada —dijo, con voz apenas audible—. Ignoras lo espantosos que pueden ser los pensamientos de los hombres.
  • 41. 41 No me pareció extraño entonces que dijera «pensamientos» y no «acciones». Sólo me extraña ahora, al recordarlo. Si se hubiera mantenido firme, dictando la ley sin la menor vacilación, me habría indignado y nada más. Pero no lo hizo. Se acercó, me cogió una mano y me la estrechó. Apretó con fuerza y por un brevísimo instante me dolieron los huesos de los dedos. —Quédate —dijo. Quizá fuese el dolor momentáneo lo que me impulsó a hacerlo. Retiré la mano como si la hubiera puesto accidentalmente en una plancha al rojo. Él no dijo nada. Se dio la vuelta y se marchó fuera, donde Matt estaba explicando al cochero dónde tenía que llevar el baúl negro con la inscripción Srta. H. Currie. Pensé que debía seguirlo, decirle que era un capricho, nada serio. Pero no lo hice. Sencillamente me quedé al final de la escalera, contemplando el gran cuadro de marco marrón, un aguafuerte en el que aparecían unas vacas y la leyenda: La manada mugiente serpentea lentamente por la pradera. No fui a dar clases. Me quedé y llevé las cuentas de papá, hice de anfitriona para él, conversé cortésmente con los invitados, hice cuanto él esperaba de mí, pues creía (unas veces con rencor, con desesperación otras) que tenía que compensarlo por lo que había gastado, por mucho que me costara. Pero desairé a todos los jóvenes que llevó a casa para presentármelos. Hacía ya tres años que había regresado a Manawaka cuando conocí a Brampton Shipley, por pura casualidad, pues normalmente nunca habríamos coincidido. Papá me permitió ir, con tía Doll de carabina, al baile de la escuela, porque la recaudación se dedicaba al fondo para la construcción de un hospital en el pueblo. Tía Doll estaba cotorreando con Floss Drieser, así que cuando Bram me sacó a bailar, acepté. Todos los Shipley bailaban bien, tengo que reconocerlo. A pesar de su corpulencia, Bram era muy ágil. Giramos sobre el suelo gredoso y me reí de las medias lunas de tierra incrustada de sus uñas, que no habían visto una lima en la vida. Imaginé que en su risa oía la bravura de los batallones. Su rostro era tan moreno y anguloso que me pareció un indio. Su barba era negra y áspera como cardos. Pero al instante siguiente lo imaginé ataviado con un traje gris, suave como plumas de paloma.
  • 42. 42 Ay, sí, yo agitaba despectivamente mi melena negra, pero no estaba segura de que los jóvenes se fijaran en ello. Conocía bien mi mente, sin duda, pero la mente cambiaba continuamente, complacida con lo que sabía, quién era y dónde vivía, para al instante siguiente mandar al diablo la casa de ladrillo viendo las sencillas casas de madera del pueblo y las chabolas al margen de nuestra sociedad como si fuesen las llamativas ilustraciones del libro de cuentos de hadas eslavos que me había regalado una tía; casas encantadas, con ojos, que caminaban sobre pies planos de gallina, los hijos del zar jugando a campesinos con toscas blusas bordadas, holgadas y con cinturón, cenicientas que se ahogaban encantadoramente en los pantanos, siempre coronadas con lirios, nunca con amarantos ni con légamo. Brampton Shipley me llevaba catorce años. Había llegado del Este con su esposa Clara hacía unos años y había comprado una granja en el valle, en las afueras del pueblo. Era terreno ribereño y en su tiempo debió de ser fértil, pero no para él. —Perezoso como un cochinillo —decía de él mi padre—. Ni una pizca de empuje. Yo lo había visto algunas veces en el almacén. Siempre sonreía. Sabe Dios por qué, pues debía criar dos niñas él solo. Su esposa había muerto de esplenitis, nada relacionado con el hecho de haber tenido hijos. Yo no había cruzado con ella más que algún saludo en la tienda. Era una especie de tonel, húmedo y grasiento, y siempre emanaba un fuerte olor a suero, como si se pasara la vida limpiando lecheras. Era tan incapaz de expresarse como un animal de cuadra y cuando conseguía hablar, lo hacía con voz ronca y viril, y con numerosos hacimos y haigas, lo cual resulta mucho más intolerable en una mujer que en un hombre, Dios sabrá por qué. —Hagar —dijo Bram Shipley—. Bailas bien, Hagar. Mientras seguíamos girando como peonzas al son de un vals vienés, disimulados y ocultos por la multitud que daba vueltas alrededor nuestro, me atrajo hacia sí de pronto y apretó contra mi muslo su tensa entrepierna. No fue casualidad. No había error. Nadie había osado algo así antes. Ultrajada, lo aparté empujándole los hombros, y él sonrió. Indeciblemente humillada, sólo podía mirarlo de refilón. Pero cuando volvió a sacarme a bailar, acepté.
  • 43. 43 —Algún día me gustaría enseñarte mi granja —dijo—. He tenido mala suerte, pero estamos saliendo a flote otra vez. Conseguiré otro tiro en otoño. Percherones. Me los va a vender Reuben Pearl. No pasará mucho tiempo antes de que esa granja sea algo digno de verse. Cuando tía Doll y yo estábamos recogiendo los chales aquella noche, vi por casualidad a Lottie Drieser, delicada y minúscula todavía, con el cabello rubio cardado y arreglado con gran esmero. —Te he visto bailar con Bram Shipley —me dijo, y soltó una risita. Lottie salía con Telford Simmons, que había empezado a trabajar en el banco. Me puse furiosa. Aún hoy me irrita pensarlo y ni si quiera puedo desear que su alma descanse en paz, aunque Dios sabe que sería lo último que Lottie desearía, y me la imagino en este mismo instante en el cielo susurrando maliciosamente ala Madre de Dios que san Miguel, con la espada llameante, había hablado insidiosamente de Ella. —¿Se supone acaso que no debería haberlo hecho? —dije. —Es de lo más ordinario, todo el mundo lo sabe —susurró—. Y lo han visto con mestizas. Qué bien recuerdo sus palabras. ¿Habría actuado yo como lo hice si no las hubiera pronunciado ella? Quién sabe. Qué tontas parecen ahora sus palabras. Era una muchacha tonta. Muchas chicas eran tontas en aquel entonces. Yo no. Insensata, tal vez, pero tonta nunca. La tarde que le dije a papá que iba a casarme con Bram Shipley, recuerdo que estuvo trabajando hasta tarde en el almacén, se inclinó sobre el mostrador y sonrió. —Estoy ocupado, no tengo tiempo para tus bromas. —No es una broma. Me ha pedido que me case con él y pienso hacerlo. Durante un momento se quedó inmóvil, mirándome con la boca abierta. Luego siguió con lo que estaba haciendo. De pronto se volvió hacia mí. —¿Te ha tocado? La sorpresa me impidió contestarle. —¿Lo ha hecho? —insistió él—. ¿Lo ha hecho? Su expresión me resultaba familiar. La había visto antes, pero no podía recordar cuándo. Era una de esas miradas... como si la perdición fuera una espada de dos filos, que hiere hacia adentro y hacia afuera simultáneamente.
  • 44. 44 —No —dije acaloradamente, pero temerosa, también, porque Bram me había besado. Papá me miró a los ojos, escrutándome. Luego se volvió y siguió ordenando las latas y las botellas de los estantes. —No te casarás con nadie —dijo al final, como si no hubiera pretendido nada llevando a casa a todos esos dóciles muchachos de buen a familia para que yo los inspeccionara—. En cualquier caso, no en este momento. Sólo tienes veinticuatro años. Y no te casarás con ese individuo nunca, eso te lo aseguro. Es de lo más ordinario. —Eso mismo dijo Lottie Drieser. —Pues mira quién fue a hablar —soltó—. También ella es lo más vulgar que he visto. Casi me eché a reír, pero eso era lo único que él nunca soportaba. Así que lo miré tan fijamente como me estaba mirando él. —He trabajado tres años para ti. —Ninguna chica decente de este pueblo se casarla sin el consentimiento de su familia. Eso no se hace. —Pues yo lo haré —dije, embriagada de gozo por mi osadía. —Yo sólo pienso en ti —respondió él—. En lo que es mejor para ti. Si no fueras tan testaruda, lo comprenderías. Entonces, sin previo aviso, tendió su mano como si fuese un lazo, me agarró el brazo y me lo apretó hasta magullarlo, sin darse cuenta siquiera de lo que hacía. —Hagar —dijo—. No te irás, Hagar. Ésa fue la única vez que me llamó por mi nombre. Aún hoy no sabría decir si se trataba de una pregunta o una orden. No discutí con él. Eso era siempre inútil. Pero de todos modos me fui, en cuanto estuve dispuesta y preparada. No dobló una campana cuando me casé. Ni siquiera mi hermano puso el pie en la iglesia aquel día. Matt se había casado con Mavis McVitie hacía un año, y mi padre y Luke McVitie les habían construido a medias una casa. A pesar de que siempre que sonreía, y lo hacía a menudo, Mavis parecía una chica de lo más tonta, era bastante agradable. Me envió un par de fundas de almohada bordadas. Matt no me envió nada. Pero tía Doll (que a pesar de todo fue a mi boda, bendita sea) me dijo que había estado a punto de enviarme un regalo de boda.
  • 45. 45 —Me lo dio para que te lo trajera, Hagar. No era un gran regalo, porque Matt sigue siendo tan agarrado como siempre con el dinero. Era aquel chal a cuadros del que Dan no podía separarse cuando era un renacuajo. Dios sabe de dónde lo sacaría Matt o para qué creería que podía servirte. Pero menos de una hora después de dármelo volvió, se lo puso bajo el brazo y se lo llevó. Me dijo que había decidido que en realidad no quería dártelo. Tal como lo oyes. Aquella noche era la víspera de mi boda y yo estaba en casa de Charlotte Tappen. Deseé ir a hablar con Matt, pero no estaba muy segura. Había intentado enviármelo como un reproche, como una burla, y luego se había dado cuenta de que me tenía cariño pese a todo; fue lo primero que creí. Después se me ocurrió que a lo mejor había pensado que regalármelo sería una muestra de amabilidad por su parte, pero que había cambiado de idea. Si había sido así, no debía cruzar la calle para hablar con él. Decidí esperar a ver si aparecía al día siguiente para entregarme en lugar de papá. Pero, por supuesto, no lo hizo. ¿Qué me preocupaba? Por el momento estaba sin trabas. La madre de Charlotte dio una pequeña recepción y yo revoloteaba como un mosquito recién nacido, libre, pero también convencida de que papá se ablandaría y cedería cuando viera que Brampton Shipley prosperaba, se refinaba, aprendía gramática y se convertía en un hombre elegante. Era un día de primavera, una primavera distinta a ésta. Los álamos habían echado brotes pegajosos, las ranas habían vuelto a las charcas y cantaban como un coro de ángeles con dolor de garganta y las caléndulas de la ribera se abrían como rayos de sol sobre el río pardo donde bailaban los renacuajos y las viles sanguijuelas aguardaban, hundidas en el fango, los pies de los chicos. Y yo iba en la calesa de capota negra junto al hombre que ya era mi compañero. La casa de Shipley era cuadrada y de madera, de dos plantas; el mobiliario, barato y de segunda mano; la cocina, sucia y maloliente, pues nadie había fregado allí como es debido desde la muerte de Clara. Pero al verla no me preocupé en absoluto, porque todavía me consideraba la señora del castillo. Me pregunto quién imaginaría yo que haría el trabajo. Pensaba en las polacas y galitzianas de las montañas, las mestizas del valle del Wachakwa o las hijas y tías solteras pobres, olvidando que las propias hijas de Bram habían trabajado fuera siempre que habían podido, hasta que se casaron muy jóvenes y consiguieron un empleo fijo.
  • 46. 46 Todos los objetos de la casa, que olía a moho y a suero de leche, serían míos tal como eran; pero cuando entramos Bram me dio una garrafa de cristal tallado con un tapón de plata. —Es para ti, Hagar. La cogí sin darle mayor importancia, la dejé a un lado y no pensé más en ella. Él la alzó entonces y le dio la vuelta. Por un momento, pensé que se proponía romperla y por mi vida que no entendía por qué. Entonces se echó a reír, la dejó y se acercó a mí. —Veamos qué pinta tienes debajo de toda esa ropa, Hagar. Lo miré fijamente, no con miedo, sino más bien con una incomprensión férrea. —Aquí mismo, abajo... —dijo—. ¿Es eso lo que te inquieta? ¿O la luz del día? No te preocupes... no hay un alma en ocho kilómetros a la redonda. —Me parece que Lottie tenía razón respecto a ti —dije—. Aunque te aseguro que me fastidia admitirlo. —¿Y qué es lo que cuentan de mí? —preguntó Bram. Dijo «cuentan» porque sabía que había hablado más de una persona. Me encogí de hombros y no contesté, porque tenía modales. —No te preocupes por eso ahora —dijo él—. Me importa un pimiento. Hagar... eres mi esposa. Dolió y dolió, y después, me acarició la frente. —¿No sabías que es eso lo que se hace? No abrí la boca, porque no lo sabía, y en el momento en que se inclinó sobre mí, inmenso y gigantesco, no pude creer que hubiera en mi interior espacio suficiente para albergar semejante enormidad. Cuando vi que sí, me sentí como se sentiría alguien que descubriera que tenía una segunda cabeza en algún lugar oculto del cuerpo. Placer y dolor fueron uno y lo mismo para mí, y sin sentido. Sólo pensaba... en fin, gracias a Dios ahora lo sé, y al menos es posible sin la masacre que parecía que sería. En muchos sentidos, yo era una chica muy realista. Al día siguiente me puse manos a la obra y fregué toda la casa. Planeé contratar a una muchacha en el otoño, cuando dispusiéramos de dinero. Pero hasta entonces no tenía intención de vivir entre tanta porquería. No había fregado un suelo en mi vida, pero aquel día trabajé como a golpe de látigo.
  • 47. 47 De vuelta al presente, señor Troy, con la boca abierta como pez que espera el anzuelo. —Todo pasó hace mucho tiempo —digo, para que se calme y calmarme. —Así es. —Cabecea y me mira admirado, y comprendo que le asombra que hable; debo de parecerle un prodigio, pues me contempla como podrían hacerlo unos padres con su hijo, sorprendidos de que el lenguaje humano salga de su boca. Suspira, parpadea, traga como si se le hubiera atascado una flema en el gaznate. —¿Tiene muchos amigos aquí, señora Shipley? —Casi todos han muerto. Me ha pillado con la guardia baja, de lo contrario nunca habría dicho eso. Vuelve a asentir en silencio; parece complacido. ¿Qué tramará? Ni idea. Advierto ahora que estoy jugueteando con un pliegue del vestido estampado, retorciéndolo y arrugándolo. —Uno necesita coetáneos —dice— con quienes hablar y recordar. Lo deja ahí. Habla de oración y bienestar, todo a la vez, como si Dios fuera una especie de lecho de plumas o colchón de muelles. Yo asiento una y otra y otra vez. Ahora es más fácil estar de acuerdo, aunque espero que se vaya pronto. Reza una breve oración, y yo inclino la cabeza, un tanto a su favor, o a favor de Dios. Luego, misericordiosamente, se marcha. Me quedo con una duda intangible, un recelo. ¿Qué intentaba decirme? ¿Qué le pediría Doris que me dijera? ¿Algo de la casa? Me parece lo más probable, y sin embargo sus palabras no lo indicaban. Me siento inquieta, igual que una vaca encerrada que topa siempre con el alambre de espino, se vuelva hacia donde se vuelva. ¿Qué será? ¿Qué? Pero no lo sé y, desconcertada, sólo puedo volverme y revolverme. Vuelvo a la casa. Barandilla pintada, luego un peldaño y otro, la pequeña galería de atrás, y al fin la cocina. Doris está en la puerta principal despidiendo con voz cantarina a su pastor. Por los pasillos me llega vagamente su agradecimiento por su tiempo precioso, sus palabras diamantinas. «Muy amable por su parte.» Etcétera. Tonta de remate.
  • 48. 48 Precisamente entonces veo el periódico y las horribles palabras. Extendido sobre la mesa de la cocina, lo han dejado abierto en la sección de anuncios por palabras. Alguien ha marcado algo con bolígrafo. Me inclino y leo: Únicamente lo mejor servirá para LA MADRE ¿Creéis que es imposible dar a la madre la atención especializada que precisa en sus últimos años? La residencia CABELLOS PLATEADOS ofrece atención especializada a los Ciudadanos de la Tercera Edad. Aquí, en el ambiente agradable y acogedor de nuestro Hogar, vuestra Madre encontrará la compañía de personas de su misma edad, además de todos los servicios y cuidados. Personal médico especializado. Precios razonables. ¿Por qué esperar a que sea Demasiado Tarde? Recordad los amorosos cuidados que os prodigó y dad a vuestra Madre la atención que se merece, AHORA. Y la dirección y el número de teléfono. Dejo rápidamente el periódico, las manos secas y quietas sobre sus páginas secas. También tengo la garganta seca. Y la boca. Me froto la muñeca con los dedos y la piel me parece demasiado blanca después de los años de sol, y demasiado seca, cuarteada como la tierra cuando hay sequía, escamosa como un hueso reseco y quebradizo al sol que pulveriza huesos, carne y tierra como un mortero de fuego con una maza de luz trituradora. El dolor aparece de nuevo, arde y me atraviesa, la daga se hunde bajo las costillas, la carne no ofrece resistencia, como si fuese de mantequilla, pues ha sido atacada arteramente, desde dentro. Me falta el aire. No puedo respirar. Sujeta, clavada y palpitante como una lombriz empalada por los niños en el gancho ferozmente romo de un imperdible. No puedo respirar en absoluto y mi intenso pánico está separado de mí y casi puede verse, como las máscaras que atisban en la oscuridad la noche de Halloween, paralizando a los jóvenes y petrificándolos en un mudo grito de terror. ¿Puede el cuerpo, con los pulmones vacíos, aferrarse a esta vida más de un instante? Recuerdo
  • 49. 49 de pronto cómo contenía John la respiración a los dos años, cuando le daba una rabieta, y cómo le suplicaba y le rogaba, como si fuera una especie de niño Jesús despiadado, hasta que Bram, irritado con los dos, le daba una bofetada y con un grito le hacía recuperar el aliento. Si su diminuto organismo podía vivir sin aire durante lo que parecía una eternidad, también podrá hacerlo el mío, que es corpulento. No me caeré. Ni hablar. Agarro el borde de la mesa y cuando dejo de esforzarme por respirar, el aire llega solo. Mi corazón oprimido me libera y el dolor remite, alejándose y saliendo de mí tan lenta y suavemente que casi espero que la sangre lo siga, como si la hoja fuera visible. He olvidado por qué me pasó. Estiro el periódico con los dedos, doblando cuidadosamente cada sección, una costumbre de toda la vida, no debe haber nada desparramado por la casa. Entonces veo la marca de tinta y la palabra en negrita. MADRE. Aquí está Doris, elegante con su vestido de rayón marrón y tan gruesa como siempre, resoplando y suspirando como una cerda a punto de parir. Retiro el periódico, pero ya me ha visto. Sabe que sé. ¿Qué dirá? No le faltarán palabras. A ella no. No a Doris. Ella tiene más cara que espalda. Como empiece con sus trinos dulces y tiernos la cortaré. Me mira asustada, ruborizada y sudorosa. Tiene una peculiaridad desagradable. Cuando se pone nerviosa respira de manera ruidosa y nasal. Ahora chirría igual que una sierra mecánica. Luego intenta eludir la situación como si se tratara de una página poco interesante que uno pasa sin más. —Qué amable, el señor Troy, ha estado más tiempo del que yo pensaba. Tengo que darme prisa con la cena. Menos mal que por lo menos el asado ya está puesto. ¿Ha sido agradable la visita? —Un hombre bastante estúpido, la verdad. Tendría que cambiarse la dentadura. La tiene fatal. No entendía sus susurros. Claro que supongo que no me perdí nada. Doris se ofende, frunce los labios color malva, se pone rápidamente un delantal, raspa ferozmente las zanahorias. —Es un hombre ocupadísimo, mamá. No te imaginas la cantidad de feligreses que tiene... Y es muy amable viniendo a verte y dedicándote parte de su tiempo. —Me lanza una mirada breve, zalamera, como el bebé que engaña taimadamente a la madre—. El vestido de flores se veía precioso.
  • 50. 50 No voy a aplacarme. Pero me contemplo de todos modos, pensando que quizá tenga razón y veo, sorprendida y extrañada, las enormes caderas envueltas. Tenía cincuenta centímetros de cintura cuando me casé. No fue el trabajo que hice, ni siquiera la alimentación, aunque las patatas se daban muy bien en la tierra ribereña de la granja de Shipley, sobre todo en las épocas en que no valían nada en el pueblo. No fueron los hijos, tampoco, pues sólo tuve dos, y con diez años de diferencia. No. Mantendré hasta el día de mi muerte que fue por no usar corsé. ¿Qué sabía Bram de eso? Teníamos catálogos, podía haber pedido fajas. Las ilustraciones, consideradas atrevidas entonces, mostraban a mujeres de cuello de cisne, sólo de caderas para arriba, por supuesto, cubiertas de encajes, emballenadas perfectamente, con cinturas finas como muñecas y expresión reservada pero segura, como si no supieran que miraban el mundo vestidas en ropa interior. Yo solía hojear y meditar, pero nunca compré nada. Él se reía o se ponía ceñudo. —Las chicas no compran esas cosas, ¿eh, Hagar? Sus hijas no, desde luego. Jess y Gladys eran como vaquillas, montones de grasa indisoluble. Teníamos poquísimo dinero, de modo que, según él, era mejor gastarlo en sus proyectos. Miel, fue uno de ellos. Seguro que nos haríamos ricos. ¿No abundaban alrededor de la granja el trébol blanco y el amarillo? Así era. Pero también abundaba algo más, alguna planta ponzoñosa que nunca vimos, invisible, quizá, a la luz del día, protegida por las colas de zorra que agitaban su peluda maleza en los campos, u oculta por los juncos de la ciénaga de espuma amarillenta, alguna flor de bardana o beleño de aroma irresistible para las abejas, sin duda, y mortal. Sus dichosas abejas enfermaron y murieron casi todas; quedaron como puñados de pasas esparcidos en las colmenas. Bram conservó durante años las pocas que sobrevivieron, sabiendo perfectamente que me asustaban. Él podía meter los brazos peludos entre ellas, y nunca lo picaban. No sé por qué, a menos que fuera porque no tenía miedo. —Mamá... ¿estás bien? ¿Me has oído lo que te he dicho? La voz de Doris. ¿Cuánto rato llevo aquí plantada, con la cabeza baja, jugueteando con el tejido sedoso que me cubre? Me siento torturada ahora, apologética, y por un instante no consigo recordar de qué la culpo. La casa, por supuesto. Quieren vender mi casa. ¿Qué será de mis cosas?