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LAS RANAS PIDIENDO REY
Esopo
Cansadas las ranas del propio desorden y anarquía en que vivían, mandaron una
delegación a Zeus para que les enviara un rey.
Zeus, atendiendo su petición, les envió un grueso leño a su charca.
Espantadas las ranas por el ruido que hizo el leño al caer, se escondieron donde mejor
pudieron. Por fin, viendo que el leño no se movía más, fueron saliendo a la superficie y
dada la quietud que predominaba, empezaron a sentir tan grande desprecio por el nuevo
rey, que brincaban sobre él y se le sentaban encima, burlándose sin descanso.
Y así, sintiéndose humilladas por tener de monarca a un simple madero, volvieron
donde Zeus, pidiéndole que les cambiara al rey, pues éste era demasiado tranquilo.
Indignado Zeus, les mandó una activa serpiente de agua que, una a una, las atrapó y
devoró a todas sin compasión.
LA ROSA Y EL SAPO
Reflexiones para el alma
Había una vez una rosa muy bella, que se sentía una maravilla al saber que era la rosa
más bella del jardín.
Sin embargo un día se dio cuenta que la gente la miraba de lejos y observó que al lado
de ella había un sapo negro, grande y gordo.
Al percatarse que por eso nadie se acercaba a ella le dijo muy molesta:
- sapo por qué no te alejas de mí, ¿no ves que por tu culpa nadie se acerca a mi?, ¡es
que eres muy feo!
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El sapo le contestó:
- Está bien… si eso es lo que quieres me iré.
Muy obediente el sapo se alejó brincando de la rosa.
Poco tiempo después, el sapo se paseaba por el jardín cuando se dio cuenta que la
rosa estaba toda marchita y con muy pocos pétalos en ella y le dijo:
- ¿qué te pasó que te encuentras tan marchita?
La rosa le contestó:
- Es que desde que te fuiste las hormigas me han comido día y noche, no volveré a ser
la más bella del jardín.
El sapo le dijo:
- Pues claro, cuando yo estaba aquí me comía a esas hormigas y por eso siempre eras
la más bella del jardín…
EL PATITO FEO
Hans Christian Andersen
Como cada verano, a la Señora Pata le dio por empollar y todas sus amigas del corral
estaban deseosas de ver a sus patitos, que siempre eran los más guapos de todos.
Llegó el día en que los patitos comenzaron a abrir los huevos poco a poco y todos se
congregaron ante el nido para verles por primera vez.
Uno a uno fue saliendo hasta seis preciosos patitos, cada uno acompañado por los
gritos de alborozo de la Señora Pata y de sus amigas. Tan contentas estaban que tardaron
un poco en darse cuenta de que un huevo, el más grande de los siete, aún no se había
abierto.
Todos concentraron su atención en el huevo que permanecía intacto, incluso los patitos
recién nacidos, esperando ver algún signo de movimiento.
Al poco, el huevo comenzó a romperse y de él salió un sonriente pato, más grande que
sus hermanos, pero ¡oh, sorpresa!, muchísimo más feo y desgarbado que los otros seis...
La Señora Pata se moría de vergüenza por haber tenido un patito tan feísimo y le
apartó con el ala mientras prestaba atención a los otros seis.
El patito se quedó tristísimo porque se empezó a dar cuenta de que allí no le querían...
Pasaron los días y su aspecto no mejoraba, al contrario, empeoraba, pues crecía muy
rápido y era flacucho y desgarbado, además de bastante torpe el pobrecito.
Sus hermanos le jugaban pesadas bromas y se reían constantemente de él llamándole
feo y torpe.
El patito decidió que debía buscar un lugar donde pudiese encontrar amigos que de
verdad le quisieran a pesar de su desastroso aspecto y una mañana muy temprano, antes
de que se levantase el granjero, huyó por un agujero del cercado.
Así llegó a otra granja, donde una vieja le recogió y el patito feo creyó que había
encontrado un sitio donde por fin le querrían y cuidarían, pero se equivocó también, porque
la vieja era mala y sólo quería que el pobre patito le sirviera de primer plato. También se
fue de aquí corriendo.
Llegó el invierno y el patito feo casi se muere de hambre pues tuvo que buscar comida
entre el hielo y la nieve y tuvo que huir de cazadores que pretendían dispararle.
Al fin llegó la primavera y el patito pasó por un estanque donde encontró las aves más
bellas que jamás había visto hasta entonces. Eran elegantes, gráciles y se movían con
tanta distinción que se sintió totalmente acomplejado porque él era muy torpe. De todas
formas, como no tenía nada que perder se acercó a ellas y les preguntó si podía bañarse
también.
Los cisnes, pues eran cisnes las aves que el patito vio en el estanque, le respondieron:
- ¡Claro que sí, eres uno de los nuestros!
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A lo que el patito respondió:
-¡No os burléis de mí! Ya sé que soy feo y desgarbado, pero no deberíais reír por eso...
- Mira tú reflejo en el estanque -le dijeron ellos- y verás cómo no te mentimos.
El patito se introdujo incrédulo en el agua transparente y lo que vio le dejó maravillado.
¡Durante el largo invierno se había transformado en un precioso cisne! Aquel patito feo y
desgarbado era ahora el cisne más blanco y elegante de todos cuantos había en el
estanque.
Así fue como el patito feo se unió a los suyos y vivió feliz para siempre.
EL HILO PRIMORDIAL
Mamerto Menapace
Agosto había terminado tibio. Había llovido en la última semana y, con el llanto de las
nubes, el cielo se había despejado. Cuando se acerca setiembre, suele suceder que el
viento de tierra adentro sopla suavemente y a la vez que va entibiando su aliento, logra
devolver al cielo todo su azul y su luminosidad.
Y aquella tarde, pasaje entre agosto y setiembre, el cielo azul se vio poblado por las
finas telitas voladores que los niños llaman Babas del Diablo. ¿De dónde venían? ¿Para
dónde iban? Pienso que venían del territorio de los cuentos y avanzaban hacia la tierra de
los hombres.
En una de esas telitas, finas y misteriosas como todo nacimiento, venía navegando una
arañita. Pequeña: puro futuro e instinto.
Volando tan alto, la arañita veía allá muy abajo los campos verdes recién sembrados y
dispuestos en praderas. Todo parecía casi ilusión o ensueño para imaginar. Nada era
preciso. Todo permitía adivinar más que conocer.
Poco a poco la nave del animalito fue descendiendo hacia la tierra de los hombres. Se
fueron haciendo más claras las cosas y más chico el horizonte. Las casas eran ya casi
casa, y los árboles frutales podían distinguirse por los floridos, de los otros que eran
frondosos.
Cuando la tela flotante llegó en su descenso a rozar la altura de los árboles grandes,
nuestro animalito se sobresaltó. Porque la enorme mole de los eucaliptos comenzó a pesar
misteriosa y amenazadoramente a su lado como grises témpanos de un mar desconocido.
Y de repente: ¡Tras! Un sacudón conmovió el vuelo y lo detuvo. ¿Qué había pasado?
Simplemente que la nave había encallado en la rama de un árbol y el oleaje del viento la
hacía flamear fija en el mismo sitio.
Pasado el primer susto, la arañita, no sé si por instinto o por una orden misteriosa y
ancestral, comenzó a correr por la tela hasta pararse finalmente en el tronco en el que
había encallado su nave. Y desde allí se largó en vertical buscando la tierra. Su aterrizaje
no fue una caída, sino un descenso. Porque un hilo fino, pero muy resistente, la acompañó
en el trayecto y la mantuvo unida a su punto de partida. Y por ese hilo volvió luego a subir
hasta su punto de desembarco.
Ya era de noche. Y como era pequeña y la tierra le daba miedo, se quedó a dormir en la
altura. Recién por la mañana volvió a repetir su descenso, que esta ve fue para ponerse a
construir una pequeña tela que le sirviera en su deseo de atrapar bichitos. Porque la
arañita sintió hambre. Hambre y sed.
Su primera emoción fue grande al sentir que un insecto más pequeño que ella había
quedado prendido en su tela-trampa. Lo envolvió y lo succionó. Luego, como ya era tarde,
volvió a trepar por el hilito primordial, a fin de pasar la noche reencontrándose consigo
misma allá en su punto de desembarco.
Y esto se repitió cada mañana y cada noche. Aunque cada día la tela era más grande,
más sólida y más capaz de atrapar bichos mayores. Y siempre que añadía un nuevo
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círculo a su tela, se veía obligada a usar aquel fino hilo primordial a fin de mantenerla
tensa, agarrando de él los hilos cuyas otras puntas eran fijados en ramas, troncos o yuyos
que tironeaban para abajo. El hilo ese era el único que tironeaba para arriba. Y por ello
lograba mantener tensa la estructura de la tela.
Por supuesto, la arañita no filosofaba demasiado sobre estructuras, tironeos o
tensiones. Simplemente obraba con inteligencia y obedecía a la lógica de la vida de su
estirpe tejedora. Y cada noche trepaba por el hilo inicial a fin de reecontrarse con su punto
de partida.
Pero un día atrapó un bicho de marca mayor. Fue un banquetazo. Luego de succionarlo
(que es algo así como: vaciar para apropiarse) se sintió contenta y agotada. Esa noche se
dijo que no subiría por el hilo. O no se lo dijo. Simplemente no subió. Y a la mañana
siguiente vio con sorpresa que por no haber subido, tampoco se veía obligada a
descender. Y esto le hizo decidir no tomarse el trabajo del crepúsculo y del amanecer, a fin
de dedicar sus fuerzas a la caza y succión de presas que cada día preveía mayores.
Y así, poco a poco fue olvidándose de su origen, y dejando de recorrer aquel hilito fino y
primordial que la unía a su infancia viajera y soñadora. Sólo se preocupaba por los hilos
útiles que había que reparar o tejer cada día debido a que la caza mayor tenía exigencias
agotadoras.
Así amaneció el día fatal. Era una mañana de verano pleno. Se despertó con el sol
naciente. La luz rasante trizaba las perlas del rocío cristalizado en gotas en su tela. Y en el
centro de su tela radiante, la araña adulta se sintió el centro del mundo. Y comenzó a
filosofar. Satisfecha de sí misma, quiso darse a sí misma la razón de todo lo que existía a
su alrededor. Ella no sabía que de tanto mirar lo cercano, se había vuelto miope. De tanto
preocuparse sólo por lo inmediato y urgente, terminó por olvidar que más allá de ella y del
radio de su tela, aún quedaba mucho mundo con existencia y realidad. Podría al menos
haberlo intuido del hecho de que todas sus presas venían del más allá. Pero también había
perdido la capacidad de intuición. Diría que a ella no le interesaba el mundo del más allá;
sólo le interesaba lo que del más allá llegaba hasta ella. En el fondo sólo se interesaba por
ella y nada más, salvo quizá por su tela cazadora.
Y mirando su tela, comenzó a encontrarle la finalidad a cada hilo. Sabía de dónde
partían y hacia dónde se dirigían. Dónde se enganchaban y para qué servían.
Hasta que se topó con ese bendito hilo primordial. Intrigada trató de recordar cuándo lo
había tejido. Y ya no logró recordarlo. Porque a esa altura de la vida los recuerdos, para
poder durarle, tenían que estar ligados a alguna presa conquistada. Su memoria era
eminentemente utilitarista. Y ese hilo no había no había apresado nada en todos aquellos
meses. Se preguntó entonces a dónde conduciría. Y tampoco logró darse una respuesta
apropiada. Esto le dio rabia. ¡Caramba! Ella era una araña práctica, científica y técnica.
Que no le vinieran ya con poemas infantiles de vuelos en atardeceres tibios de primavera.
O ese hilo servía para algo, o había que eliminarlo. ¡Faltaba más, que hubiera que
ocuparse de cosas inútiles a una altura de la vida en que eran tan exigentes las tareas de
crecimiento y subsistencia!
Y le dio tanta rabia el no verle sentido al hilo primordial, que tomándolo entre las pinzas
de sus mandíbulas, lo seccionó de un solo golpe.
¡Nunca lo hubiera hecho! Al perder su punto de tensión hacia arriba, la tela se cerró
como una trampa fatal sobre la araña. Cada cosa recuperó su fuerza disgregadora, y el
golpe que azotó a la araña contra el duro suelo, fue terrible. Tan tremendo que la pobre
perdió el conocimiento y quedó desmayada sobre la tierra, que esta vez la recibió
mortíferamente.
Cuando empezó a recuperar su conciencia, el sol ya se acercaba a su cenit. La tela
pringosa, al resecarse sobre su cuerpo magullado, lo iba estrangulando sin compasión y
las osamentas de sus presas le trituraban el pecho en un abrazo angustioso y asesino.
Pronto entró en las tinieblas, sin comprender siquiera que se había suicidado al cortar
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aquel hilo primordial por el que había tenido su primer contacto con la tierra madre, que
ahora sería su tumba.
HISTORIA DE ABDULA, EL MENDIGO CIEGO
Las mil y una noches - Anónimo
El mendigo ciego que había jurado no recibir ninguna limosna que no estuviera
acompañada de una bofetada, refirió al Califa su historia:
-Comendador de los Creyentes, he nacido en Bagdad. Con la herencia de mis padres y
con mi trabajo, compré ochenta camellos que alquilaba a los mercaderes de las caravanas
que se dirigían a las ciudades y a los confines de tu dilatado imperio.
Una tarde que volvía de Bassorah con mi recua vacía, me detuve para que pastaran los
camellos; los vigilaba, sentado a la sombra de un árbol, ante una fuente, cuando llegó un
derviche que iba a pie a Bassorah. Nos saludamos, sacamos nuestras provisiones y nos
pusimos a comer fraternalmente. El derviche, mirando mis numerosos camellos, me dijo
que no lejos de ahí, una montaña recelaba un tesoro tan infinito que aun después de cargar
de joyas y de oro los ochenta camellos, no se notaría mengua en él. Arrebatado de gozo
me arrojé al cuello del derviche y le rogué que me indicara el sitio, ofreciendo darle en
agradecimiento un camello cargado. El derviche entendió que la codicia me hacía perder el
buen sentido y me contestó:
-Hermano, debes comprender que tu oferta no guarda proporción con la fineza que
esperas de mí. Puedo no hablarte más del tesoro y guardar mi secreto. Pero te quiero bien
y te haré una proposición más cabal. Iremos a la montaña del tesoro y cargaremos los
ochenta camellos; me darás cuarenta y te quedarás con otros cuarenta, y luego nos
separaremos, tomando cada cual su camino.
Esta proposición razonable me pareció durísima, veía como un quebranto la pérdida de
los cuarenta camellos y me escandalizaba que el derviche, un hombre harapiento, fuera no
menos rico que yo. Accedí, sin embargo, para no arrepentirme hasta la muerte de haber
perdido esa ocasión.
Reuní los camellos y nos encaminamos a un valle rodeado de montañas altísimas, en el
que entramos por un desfiladero tan estrecho que sólo un camello podía pasar de frente.
El derviche hizo un haz de leña con las ramas secas que recogió en el valle, lo
encendió por medio de unos polvos aromáticos, pronunció palabras incomprensibles, y
vimos, a través de la humareda, que se abría la montaña y que había un palacio en el
centro. Entramos, y lo primero que se ofreció a mi vista deslumbrada fueron unos
montones de oro sobre los que se arrojó mi codicia como el águila sobre la presa, y
empecé a llenar las bolsas que llevaba.
El derviche hizo otro tanto, noté que prefería las piedras preciosas al oro y resolví copiar
su ejemplo. Ya cargados mis ochenta camellos, el derviche, antes de cerrar la montaña,
sacó de una jarra de plata una cajita de madera de sándalo que según me hizo ver,
contenía una pomada, y la guardó en el seno.
Salimos, la montaña se cerró, nos repartimos los ochenta camellos y valiéndome de las
palabras más expresivas le agradecí la fineza que me había hecho, nos abrazamos con
sumo alborozo y cada cual tomó su camino.
No había dado cien pasos cuando el numen de la codicia me acometió. Me arrepentí de
haber cedido mis cuarenta camellos y su carga preciosa, y resolví quitárselos al derviche,
por buenas o por malas. El derviche no necesita esas riquezas -pensé-, conoce el lugar del
tesoro; además, está hecho a la indigencia.
Hice parar mis camellos y retrocedí corriendo y gritando para que se detuviera el
derviche. Lo alcancé.
-Hermano -le dije-, he reflexionado que eres un hombre acostumbrado a vivir
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pacíficamente, sólo experto en la oración y en la devoción, y que no podrás nunca dirigir
cuarenta camellos. Si quieres creerme, quédate solamente con treinta, aun así te verás en
apuros para gobernarlos.
-Tienes razón -me respondió el derviche-. No había pensado en ello. Escoge los diez
que más te acomoden, llévatelos y que Dios te guarde.
Aparté diez camellos que incorporé a los míos, pero la misma prontitud con que había
cedido el derviche, encendió mi codicia. Volví de nuevo atrás y le repetí el mismo
razonamiento, encareciéndole la dificultad que tendría para gobernar los camellos, y me
llevé otros diez. Semejante al hidrópico que más sediento se halla cuanto más bebe, mi
codicia aumentaba en proporción a la condescendencia del derviche. Logré, a fuerza de
besos y de bendiciones, que me devolviera todos los camellos con su carga de oro y de
pedrería. Al entregarme el último de todos, me dijo:
-Haz buen uso de estas riquezas y recuerda que Dios, que te las ha dado, puede
quitártelas si no socorres a los menesterosos, a quienes la misericordia divina deja en el
desamparo para que los ricos ejerciten su caridad y merezcan, así, una recompensa mayor
en el Paraíso.
La codicia me había ofuscado de tal modo el entendimiento que, al darle gracias por la
cesión de mis camellos, sólo pensaba en la cajita de sándalo que el derviche había
guardado con tanto esmero.
Presumiendo que la pomada debía encerrar alguna maravillosa virtud, le rogué que me
la diera, diciéndole que un hombre como él, que había renunciado a todas las vanidades
del mundo, no necesitaba pomadas.
En mi interior estaba resuelto a quitársela por la fuerza, pero, lejos de rehusármela, el
derviche sacó la cajita del seno, y me la entregó.
Cuando la tuve en las manos, la abrí. Mirando la pomada que contenía, le dije:
-Puesto que tu bondad es tan grande, te ruego que me digas cuáles son las virtudes de
esta pomada.
-Son prodigiosas -me contestó-. Frotando con ella el ojo izquierdo y cerrando el
derecho, se ven distintamente todos los tesoros ocultos en las entrañas de la tierra.
Frotando el ojo derecho, se pierde la vista de los dos.
Maravillado, le rogué que me frotase con la pomada el ojo izquierdo.
El derviche accedió. Apenas me hubo frotado el ojo, aparecieron a mi vista tantos y tan
diversos tesoros, que volvió a encenderse mi codicia. No me cansaba de contemplar tan
infinitas riquezas, pero como me era preciso tener cerrado y cubierto con la mano el ojo
derecho, y esto me fatigaba, rogué al derviche que me frotase con la pomada el ojo
derecho, para ver más tesoros.
-Ya te dije -me contestó- que si aplicas la pomada al ojo derecho, perderás la vista.
-Hermano -le repliqué sonriendo- es imposible que esta pomada tenga dos cualidades
tan contrarias y dos virtudes tan diversas.
Largo rato porfiamos; finalmente, el derviche, tomando a Dios por testigo de que me
decía la verdad, cedió a mis instancias. Yo cerré el ojo izquierdo, el derviche me frotó con
la pomada el ojo derecho. Cuando los abrí, estaba ciego.
Aunque tarde, conocí que el miserable deseo de riquezas me había perdido y maldije
mí desmesurada codicia. Me arrojé a los pies del derviche.
-Hermano -le dije-, tú que siempre me has complacido y que eres tan sabio,
devuélveme la vista.
-Desventurado -me respondió-, ¿no te previne de antemano y no hice todos los
esfuerzos para preservarte de esta desdicha? Conozco, sí, muchos secretos, como has
podido comprobar en el tiempo que hemos estado juntos, pero no conozco el secreto
capaz de devolverte la luz. Dios te había colmado de riquezas que eras indigno de poseer,
te las ha quitado para castigar tu codicia.
Reunió mis ochenta camellos y prosiguió con ellos su camino, dejándome solo y
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desamparado, sin atender a mis lágrimas y a mis súplicas. Desesperado, no sé cuántos
días erré por esas montañas; unos peregrinos me recogieron.
EL CUENTO DEL NIÑO MALO
Mark Twain
Había una vez un niño malo cuyo nombre era Jim. Si uno es observador advertirá que
en los libros de cuentos ejemplares que se leen en clase de religión los niños malos casi
siempre se llaman James. Era extraño que este se llamara Jim, pero qué le vamos a hacer
si así era.
Otra cosa peculiar era que su madre no estuviese enferma, que no tuviese una madre
piadosa y tísica que habría preferido yacer en su tumba y descansar por fin, de no ser por
el gran amor que le profesaba a su hijo, y por el temor de que, una vez se hubiese
marchado, el mundo sería duro y frío con él.
La mayor parte de los niños malos de los libros de religión se llaman James, y tienen la
mamá enferma, y les enseñan a rezar antes de acostarse, y los arrullan con su voz dulce y
lastimera para que se duerman; luego les dan el beso de las buenas noches y se arrodillan
al pie de la cabecera a sollozar. Pero en el caso de este muchacho las cosas eran
diferentes: se llamaba Jim y su mamá no estaba enferma ni tenía tuberculosis ni nada por
el estilo.
Al contrario, la mujer era fuerte y muy poco religiosa; es más, no se preocupaba por
Jim. Decía que si se partía la nuca no se perdería gran cosa. Solo conseguía acostarlo a
punta de cachetadas y jamás le daba el beso de las buenas noches; antes bien, al salir de
su alcoba le jalaba las orejas.
Este niño malo se robó una vez las llaves de la despensa, se metió a hurtadillas en ella,
se comió la mermelada y llenó el frasco de brea para que su madre no se diera cuenta de
lo que había hecho; pero acto seguido... no se sintió mal ni oyó una vocecilla susurrarle al
oído: “¿Te parece bien hacerle eso a tu madre? ¿No es acaso pecado? ¿Adónde van los
niños malos que se engullen la mermelada de su santa madre?”, ni tampoco, ahí solito, se
hincó de rodillas y prometió no volver a hacer fechorías, ni se levantó, con el corazón
liviano, pletórico de dicha, ni fue a contarle a su madre cuanto había hecho y a pedirle
perdón, ni recibió su bendición acompañada de lágrimas de orgullo y de gratitud en los
ojos. No; este tipo de cosas les sucede a los niños malos de los libros; pero a Jim le pasó
algo muy diferente: se devoró la mermelada, y dijo, con su modo de expresarse, tan pérfido
y vulgar, que estaba “deliciosa”; metió la brea, y dijo que esta también estaría deliciosa, y
muerto de la risa pensó que cuando la vieja se levantara y descubriera su artimaña, iba a
llorar de la rabia. Y cuando, en efecto, la descubrió, aunque se hizo el que nada sabía, ella
le pegó tremendos correazos, y fue él quien lloró.
Una vez se encaramó a un árbol de manzana del granjero Acorn para robar manzanas,
y la rama no se quebró, ni se cayó él, ni se quebró el brazo, ni el enorme perro del granjero
le destrozó la ropa, ni languideció en su lecho de enfermo durante varias semanas, ni se
arrepintió, ni se volvió bueno. Oh, no; robó todas las manzanas que quiso y descendió sano
y salvo; se quedó esperando al cachorro, y cuando este lo atacó, le pegó un ladrillazo. Qué
raro... nada así acontece en esos libros sentimentales, de lomos jaspeados e ilustraciones
de hombres en levitas, sombrero de copa y pantalones muy cortos, y de mujeres con
vestidos que tienen la cintura debajo de los brazos y que no se ponen aros en el miriñaque.
Nada parecido a lo que sucede en los libros de las clases de religión.
Una vez le robó el cortaplumas al profesor, y temiendo ser descubierto y castigado, se
lo metió en la gorra a George Wilson... el pobre hijo de la viuda Wilson, el niño sanote, el
niñito bueno del pueblo, el que siempre obedecía a su madre, el que jamás decía una
mentira, al que le encantaba estudiar y le fascinaban las clases de religión de los
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domingos. Y cuando se le cayó la navaja de la gorra, y el pobre George agachó la cabeza y
se sonrojó, como sintiéndose culpable, y el maestro ofendido lo acusó del robo, y ya iba a
dejar caer la vara de castigo sobre sus hombros temblorosos, no apareció de pronto un
juez de paz de peluca blanca, para pasmo de todos, que dijera indignado:
-No castigue usted a este noble muchacho... ¡Aquel es el solapado culpable!: pasaba yo
junto a la puerta del colegio en el recreo, y aunque nadie me vio, yo sí fui testigo del robo.
Y, así, a Jim no lo reprendieron, ni el venerable juez les leyó un sermón a los
compungidos colegiales, ni se llevó a George de la mano y dijo que tal muchacho merecía
un premio, ni le pidió después que se fuera a vivir con él para que le barriera el despacho,
le encendiera el fuego, hiciera sus recados, picara leña, estudiara leyes, le ayudara a su
esposa con las labores hogareñas, empleara el resto del tiempo jugando, se ganara
cuarenta centavos mensuales y fuera feliz. No; en los libros habría sucedido así, pero eso
no le pasó a Jim. Ningún entrometido vejete de juez pasó ni armó un lío, de manera que
George, el niño modelo, recibió su buena zurra y Jim se regocijó porque, como bien lo
saben ustedes, detestaba a los muchachos sanos, y decía que este era un imbécil. Tal era
el grosero lenguaje de este muchacho malo y negligente.
Pero lo más extraño que le sucediera jamás a Jim fue que un domingo salió en un bote
y no se ahogó; y otra vez, atrapado en una tormenta cuando pescaba, también en
domingo, no le cayó un rayo. Vaya, vaya; podría uno ponerse a buscar en todos los libros
de moral, desde este momento hasta las próximas Navidades, y jamás hallaría algo así.
Oh, no; descubriría que indefectiblemente cuanto muchacho malo sale a pasear en bote un
domingo se ahoga: y a cuantos los atrapa una tempestad cuando pescan los domingos
infaliblemente les cae un rayo. Los botes que llevan muchachos malos siempre se vuelcan
en domingo, y siempre hay tormentas cuando los muchachos malos salen a pescar en
sábado. No logro comprender cómo diablos se escapó este Jim. ¿Será que estaba
hechizado? Sí... esa debe ser la razón.
La vida de Jim era encantadora, así de sencillo. Nada le hacía daño. Llegó al extremo
de darle un taco de tabaco al elefante del zoológico y este no le tumbó la cabeza con la
trompa. En la despensa buscó esencia de hierbabuena, y no se equivocó ni se tomó el
ácido muriático. Robó el arma de su padre y salió a cazar el sábado, y no se voló tres o
cuatro dedos. Se enojó y le pegó un puñetazo a su hermanita en la sien, y ella no quedó
enferma, ni sufriendo durante muchos y muy largos días de verano, ni murió con tiernas
palabras de perdón en los labios, que redoblaran la angustia del corazón roto del niño. Oh,
no; la niña recuperó su salud.
Al cabo del tiempo, Jim escapó y se hizo a la mar, y al volver no se encontró solo y triste
en este mundo porque todos sus seres amados reposaran ya en el cementerio, y el hogar
de su juventud estuviera en decadencia, cubierto de hiedra y todo destartalado. Oh, no;
volvió a casa borracho como una cuba y lo primero que le tocó hacer fue presentarse a la
comisaría.
Con el paso del tiempo se hizo mayor y se casó, tuvo una familia numerosa; una noche
los mató a todos con un hacha, y se volvió rico a punta de estafas y fraudes. Hoy en día es
el canalla más pérfido de su pueblo natal, es universalmente respetado y es miembro del
Concejo Municipal. Fácil es ver que en los libros de religión jamás hubo un James malo con
tan buena estrella como la de este pecador de Jim con su vida encantadora.
EL RUISEÑOR Y LA ROSA
Oscar Wilde
-Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja -se lamentaba el joven estudiante-,
pero no hay una solo rosa roja en todo mi jardín.
Desde su nido de la encina, óyele el ruiseñor. Miró por entre las hojas asombrado.
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-¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! -gritaba el estudiante.
Y sus bellos ojos se llenaron de llanto.
-¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído cuanto han escrito
los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y encuentro mi vida destrozada por
carecer de una rosa roja.
-He aquí, por fin, el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Le he cantado todas las
noches, aún sin conocerlo; todas las noches les cuento su historia a las estrellas, y ahora lo
veo. Su cabellera es oscura como la flor del Jacinto y sus labios rojos como la rosa que
desea; pero la pasión lo ha puesto pálido como el marfil y el dolor ha sellado su frente.
-El príncipe da un baile mañana por la noche -murmuraba el joven estudiante-, y mi
amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le
llevo una rosa roja, la tendré en mis brazos, reclinará su cabeza sobre mi hombro y su
mano estrechará la mía. Pero no hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar
solo y no me hará ningún caso. No se fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón.
-He aquí el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Sufre todo lo que yo canto: todo lo
que es alegría para mí es pena para él. Realmente el amor es algo maravilloso: es más
bello que las esmeraldas y más raro que los finos ópalos. Perlas y rubíes no pueden
pagarlo porque no se halla expuesto en el mercado. No puede uno comprarlo al vendedor
ni ponerlo en una balanza para adquirirlo a peso de oro.
-Los músicos estarán en su estrado -decía el joven estudiante-. Tocarán sus
instrumentos de cuerda y mi adorada bailará a los sones del arpa y del violín. Bailará tan
vaporosamente que su pie no tocará el suelo, y los cortesanos con sus alegres atavíos la
rodearán solícitos; pero conmigo no bailará, porque no tengo rosas rojas que darle.
Y dejándose caer en el césped, se cubría la cara con las manos y lloraba.
-¿Por qué llora? -preguntó la lagartija verde, correteando cerca de él, con la cola
levantada.
-Sí, ¿por qué? -decía una mariposa que revoloteaba persiguiendo un rayo de sol.
-Eso digo yo, ¿por qué? -murmuró una margarita a su vecina, con una vocecilla tenue.
-Llora por una rosa roja.
-¿Por una rosa roja? ¡Qué tontería!
Y la lagartija, que era algo cínica, se echó a reír con todas sus ganas.
Pero el ruiseñor, que comprendía el secreto de la pena del estudiante, permaneció
silencioso en la encina, reflexionando sobre el misterio del amor.
De pronto desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo.
Pasó por el bosque como una sombra, y como una sombra atravesó el jardín.
En el centro del prado se levantaba un hermoso rosal, y al verle, voló hacia él y se posó
sobre una ramita.
-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el rosal meneó la cabeza.
-Mis rosas son blancas -contestó-, blancas como la espuma del mar, más blancas que
la nieve de la montaña. Ve en busca del hermano mío que crece alrededor del viejo reloj de
sol y quizá él te dé lo que quieres.
Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía entorno del viejo reloj de sol.
-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.
Pero el rosal meneó la cabeza.
-Mis rosas son amarillas -respondió-, tan amarillas como los cabellos de las sirenas que
se sientan sobre un tronco de árbol, más amarillas que el narciso que florece en los prados
antes de que llegue el segador con la hoz. Ve en busca de mi hermano, el que crece
debajo de la ventana del estudiante, y quizá el te dé lo que quieres.
Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía debajo de la ventana del estudiante.
-Dame una rosa roja -le gritó-, y te cantaré mis canciones más dulces.
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Pero el arbusto meneó la cabeza.
-Mis rosas son rojas -respondió-, tan rojas como las patas de las palomas, más rojas
que los grandes abanicos de coral que el océano mece en sus abismos; pero el invierno ha
helado mis venas, la escarcha ha marchitado mis botones, el huracán ha partido mis
ramas, y no tendré más rosas este año.
-No necesito más que una rosa roja -gritó el ruiseñor-, una sola rosa roja. ¿No hay
ningún medio para que yo la consiga?
-Hay un medio -respondió el rosal-, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtelo.
-Dímelo -contestó el ruiseñor-. No soy miedoso.
-Si necesitas una rosa roja -dijo el rosal -, tienes que hacerla con notas de música al
claro de luna y teñirla con sangre de tu propio corazón. Cantarás para mí con el pecho
apoyado en mis espinas. Cantarás para mí durante toda la noche y las espinas te
atravesarán el corazón: la sangre de tu vida correrá por mis venas y se convertirá en
sangre mía.
-La muerte es un buen precio por una rosa roja -replicó el ruiseñor-, y todo el mundo
ama la vida. Es grato posarse en el bosque verdeante y mirar al sol en su carro de oro y a
la luna en su carro de perlas. Suave es el aroma de los nobles espinos. Dulces son las
campanillas que se esconden en el valle y los brezos que cubren la colina. Sin embargo, el
amor es mejor que la vida. ¿Y qué es el corazón de un pájaro comparado con el de un
hombre?
Entonces desplegó sus alas obscuras y emprendió el vuelo. Pasó por el jardín como
una sombra y como una sombra cruzó el bosque.
El joven estudiante permanecía tendido sobre el césped allí donde el ruiseñor lo dejó y
las lágrimas no se habían secado aún en sus bellos ojos.
-Sé feliz -le gritó el ruiseñor-, sé feliz; tendrás tu rosa roja. La crearé con notas de
música al claro de luna y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Lo único que te pido,
en cambio, es que seas un verdadero enamorado, porque el amor es más sabio que la
filosofía, aunque ésta sea sabia; más fuerte que el poder, por fuerte que éste lo sea. Sus
alas son color de fuego y su cuerpo color de llama; sus labios son dulces como la miel y su
hálito es como el incienso.
El estudiante levantó los ojos del césped y prestó atención; pero no pudo comprender lo
que le decía el ruiseñor, pues sólo sabía las cosas que están escritas en los libros.
Pero la encina lo comprendió y se puso triste, porque amaba mucho al ruiseñor que
había construido su nido en sus ramas.
-Cántame la última canción -murmuró-. ¡Me quedaré tan triste cuando te vayas!
Entonces el ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el agua que ríe en una
fuente argentina.
Al terminar la canción, el estudiante se levantó, sacando al mismo tiempo su cuaderno
de notas y su lápiz.
"El ruiseñor -se decía paseándose por la alameda-, el ruiseñor posee una belleza
innegable, ¿pero siente? Me temo que no. Después de todo, es como muchos artistas:
puro estilo, exento de sinceridad. No se sacrifica por los demás. No piensa más que en la
música y en el arte; como todo el mundo sabe, es egoísta. Ciertamente, no puede negarse
que su garganta tiene notas bellísimas. ¿Qué lástima que todo eso no tenga sentido
alguno, que no persiga ningún fin práctico?"
Y volviendo a su habitación, se acostó sobre su jergoncillo y se puso a pensar en su
adorada.
Al poco rato se quedó dormido.
Y cuando la luna brillaba en los cielos, el ruiseñor voló al rosal y colocó su pecho contra
las espinas.
Y toda la noche cantó con el pecho apoyado sobre las espinas, y la fría luna de cristal
se detuvo y estuvo escuchando toda la noche.
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Cantó durante toda la noche, y las espinas penetraron cada vez más en su pecho, y la
sangre de su vida fluía de su pecho.
Al principio cantó el nacimiento del amor en el corazón de un joven y de una muchacha,
y sobre la rama más alta del rosal floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo, canción
tras canción.
Primero era pálida como la bruma que flota sobre el río, pálida como los pies de la
mañana y argentada como las alas de la aurora.
La rosa que florecía sobre la rama más alta del rosal parecía la sombra de una rosa en
un espejo de plata, la sombra de la rosa en un lago.
Pero el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.
-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté
terminada.
Entonces el ruiseñor se apretó más contra las espinas y su canto fluyó más sonoro,
porque cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de una virgen.
Y un delicado rubor apareció sobre los pétalos de la rosa, lo mismo que enrojece la cara
de un enamorado que besa los labios de su prometida.
Pero las espinas no habían llegado aún al corazón del ruiseñor; por eso el corazón de la
rosa seguía blanco: porque sólo la sangre de un ruiseñor puede colorear el corazón de una
rosa.
Y el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.
-Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté
terminada.
Entonces el ruiseñor se apretó aún más contra las espinas, y las espinas tocaron su
corazón y él sintió en su interior un cruel tormento de dolor.
Cuanto más acerbo era su dolor, más impetuoso salía su canto, porque cantaba el amor
sublimado por la muerte, el amor que no termina en la tumba.
Y la rosa maravillosa enrojeció como las rosas de Bengala. Purpúreo era el color de los
pétalos y purpúreo como un rubí era su corazón.
Pero la voz del ruiseñor desfalleció. Sus breves alas empezaron a batir y una nube se
extendió sobre sus ojos.
Su canto se fue debilitando cada vez más. Sintió que algo se le ahogaba en la garganta.
Entonces su canto tuvo un último destello. La blanca luna le oyó y olvidándose de la
aurora se detuvo en el cielo.
La rosa roja le oyó; tembló toda ella de arrobamiento y abrió sus pétalos al aire frío del
alba.
El eco le condujo hacia su caverna purpúrea de las colinas, despertando de sus sueños
a los rebaños dormidos.
El canto flotó entre los cañaverales del río, que llevaron su mensaje al mar.
-Mira, mira -gritó el rosal-, ya está terminada la rosa.
Pero el ruiseñor no respondió; yacía muerto sobre las altas hierbas, con el corazón
traspasado de espinas.
A medio día el estudiante abrió su ventana y miró hacia afuera.
-¡Qué extraña buena suerte! -exclamó-. ¡He aquí una rosa roja! No he visto rosa
semejante en toda vida. Es tan bella que estoy seguro de que debe tener en latín un
nombre muy enrevesado.
E inclinándose, la tomó.
Inmediatamente se puso el sombrero y corrió a casa del profesor, llevando en su mano
la rosa.
La hija del profesor estaba sentada a la puerta. Devanaba seda azul sobre un carrete,
con un perrito echado a sus pies.
-Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja -le dijo el estudiante-. He aquí la
rosa más roja del mundo. Esta noche la prenderás cerca de tu corazón, y cuando bailemos
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juntos, ella te dirá cuanto te quiero.
Pero la joven frunció las cejas.
-Temo que esta rosa no armonice bien con mi vestido -respondió-. Además, el sobrino
del chambelán me ha enviado varias joyas de verdad, y ya se sabe que las joyas cuestan
más que las flores.
-¡Oh, qué ingrata eres! -dijo el estudiante lleno de cólera.
Y tiró la rosa al arroyo.
Un pesado carro la aplastó.
-¡Ingrato! -dijo la joven-. Te diré que te portas como un grosero; y después de todo,
¿qué eres? Un simple estudiante. ¡Bah! No creo que puedas tener nunca hebillas de plata
en los zapatos como las del sobrino del chambelán.
Y levantándose de su silla, se metió en su casa.
"¡Qué tontería es el amor! -se decía el estudiante a su regreso-. No es ni la mitad de útil
que la lógica, porque no puede probar nada; habla siempre de cosas que no sucederán y
hace creer a la gente cosas que no son ciertas. Realmente, no es nada práctico, y como en
nuestra época todo estriba en ser práctico, voy a volver a la filosofía y al estudio de la
metafísica."
Y dicho esto, el estudiante, una vez en su habitación, abrió un gran libro polvoriento y
se puso a leer.
ALIBABA Y LOS 40 LADRONES
Cuento de Las mil y una noche
Alí Babá era un pobre leñador que vivía con su esposa en un pequeño pueblecito
dentro de las montañas, allí trabajaba muy duro cortando gigantescos árboles para vender
la leña en el mercado del pueblo.
Un día que Alí Babá se disponía a adentrarse en el bosque escuchó a lo lejos el
relinchar de unos caballos, y temiendo que fueran leñadores de otro poblado que se
introducían en el bosque para cortar la leña, cruzó la arboleda hasta llegar a la parte más
alta de la colina.
Una vez allí Alí Babá dejó de escuchar a los caballos y cuando vio como el sol se
estaba ocultando ya bajo las montañas, se acordó de que tenía que cortar suficientes
árboles para llevarlos al centro del poblado. Así que afiló su enorme hacha y se dispuso a
cortar el árbol más grande que había, cuando este empezó a tambalearse por el viento, el
leñador se apartó para que no le cayera encima, descuidando que estaba al borde de un
precipicio dio un traspiés y resbaló ochenta metros colina abajo hasta que fue a golpearse
con unas rocas y perdió el conocimiento.
Cuando se despertó estaba amaneciendo, Alí Babá estaba tan mareado que no sabía ni
donde estaba, se levantó como pudo y vio el enorme tronco del árbol hecho pedazos entre
unas rocas, justo donde terminaba el sendero que atravesaba toda la colina, así que buscó
su cesto y se fue a recoger los trozos de leña.
Cuando tenía el fardo casi lleno, escuchó como una multitud de caballos galopaban
justo hacia donde él se encontraba ¡Los leñadores! – pensó y se escondió entre las rocas.
Al cabo de unos minutos, cuarenta hombres a caballo pasaron a galope frente a Alí
Babá, pero no le vieron, pues este se había asegurado de esconderse muy bien, para
poder observarlos. Oculto entre las piedras y los restos del tronco del árbol, pudo ver como
a unos solos pies de distancia, uno de los hombres se bajaba del caballo y gritaba: ¡Ábrete,
Sésamo!- acto seguido, la colina empezaba a temblar y entre los grandes bloques de
piedra que se encontraban bordeando el acantilado, uno de ellos era absorbido por la
colina, dejando un hueco oscuro y de grandes dimensiones por el que se introducían los
demás hombres, con el primero a la cabeza.
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Al cabo de un rato, Alí Babá se acercó al hueco en la montaña pero cuando se disponía
a entrar escuchó voces en el interior y tuvo que esconderse de nuevo entre las ramas de
unos arbustos. Los cuarenta hombres salieron del interior de la colina y empezaron a
descargar los sacos que llevaban a los lomos de sus caballos, uno a uno fueron entrando
de nuevo en la colina, mientras Alí Babá observaba extrañado.
El hombre que entraba el último, era el más alto de todos y llevaba un saco gigante
atado con cuerdas a los hombros, al pasar junto a las piedras que se encontraban en la
entrada, una de ellas hizo tropezar al misterioso hombre que resbaló y su fardo se abrió en
el suelo, pudiendo Alí Babá descubrir su contenido: Miles de monedas de oro que relucían
como estrellas, joyas de todos los colores, estatuas de plata y algún que otro collar… ¡Era
un botín de ladrón! Ni más ni menos que ¡Cuarenta ladrones!
El hombre recogió todo lo que se había desperdigado por el suelo y entró apresurado a
la cueva, pasado el tiempo, todos habían salido, y uno de ellos dijo ¡Ciérrate Sésamo!
Alí Babá no lo pensó dos veces, aún se respiraba el polvo que habían levantado los
caballos de los ladrones al galopar cuando este se encontraba frente a la entrada oculta de
la guarida de los ladrones. ¡Ábrete Sésamo! Dijo impaciente, una y otra vez hasta que la
grieta se vio ante los ojos del leñador, que tenía el cesto de la leña en la mano y se
imaginaba ya tocando el oro del interior con sus manos
Una vez dentro, Alí Babá tanteó como pudo el interior de la cueva, pues a medida que
se adentraba en el orificio, la luz del exterior disminuía y avanzar suponía un gran esfuerzo.
Tras un buen rato caminando a oscuras, con mucha calma pues al andar sus piernas se
enterraban hasta las rodillas entre la grava del suelo, de pronto Alí Babá llegó al final de la
cueva, tocando las paredes, se dio cuenta que había perdido la orientación y no sabía
escapar de allí.
Se sentó en una de las piedras decidido a esperar a los ladrones, para poder conocer el
camino de regreso, decepcionado porque no había encontrado nada de oro, se acomodó
tras las rocas y se quedó adormilado.
Mientras tanto, uno de los ladrones entraba a la cueva refunfuñando y malhumorado,
pues cuando había partido a robar un nuevo botín se dio cuenta de que había olvidado su
saco y tuvo que galopar de vuelta para recuperarlo, en poco tiempo se encontró al final de
la sala, pues además de conocer al dedillo el terreno, el ladón llevaba una antorcha que
iluminaba toda la cueva.
Cuando llegó al lugar en el que Alí Babá dormía, el ladrón se puso a rebuscar entre las
montañas de oro algún saco para llevarse, y con el ruido Alí Babá se despertó.
Tuvo que restregarse varias veces los ojos ya que no cabía en el asombro al ver las
grandes montañas de oro que allí se encontraban, no era gravilla lo que había estado
pisando sino piezas de oro, rubíes, diamantes y otros tipos de piedras de gran valor. Se
mantuvo escondido un rato mientras el ladrón rebuscaba su saco y cuando lo encontró, con
mucho cuidado de no hacer ruido se pegó a este para salir detrás de él sin que se
enterase, dejando una buena distancia para que no fuera descubierto, pudiendo así
aprovechar la luz de la antorcha del bandido.
Cuando se aproximaban a la salida, el ladrón se detuvo, escuchó nervioso el jaleo que
venía de la parte exterior de la cueva y apagó la antorcha. Entonces Alí Babá se quedó
inmóvil sin saber qué hacer, quería ir a su casa a por cestos para llenarlos de oro antes de
que los ladrones volvieran, pero no se atrevía a salir de la cueva ya que fuera se
escuchaba una enorme discusión, así que se escondió y esperó a que se hiciera de noche.
No habían pasado ni unas horas cuando escuchó unas voces que venían desde fuera
“¡Aquí la guardia!” – ¡Era la guardia del reino! Estaban fuera arrestando a los ladrones, y al
parecer lo habían conseguido, porque se escucharon los galopes de los caballos que se
alejaban en dirección a la ciudad.
Pero Alí babá se preguntaba si el ladrón que estaba con él había sido también
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arrestado ya que aunque la entrada de la cueva había permanecido cerrada, no había
escuchado moverse al bandido en ningún momento. Con mucha calma, fue caminando
hacia la salida y susurró ¡Ábrete Sésamo! Y escapó de allí.
Cuando se encontró en su casa, su mujer estaba muy preocupada, Alí Babá llevaba dos
días sin aparecer por casa y en todo el poblado corría el rumor de una banda de ladrones
muy peligrosos que asaltaban los pueblos de la zona, temiendo por Alí Babá, su mujer
había ido a buscar al hermano de Alí Babá, un hombre poderoso, muy rico y malvado que
vivía en las afueras del poblado en una granja que ocupaba el doble que el poblado de Alí
Babá. El hermano, que se llamaba Semes, estaba enamorado de la mujer de Alí Babá y
había visto la oportunidad de llevarla a su granja ya que este aunque rico, era muy
antipático y no había encontrado en el reino mujer que le quisiera.
Cuando Alí Babá apareció, el hermano, viendo en peligro su oportunidad de casarse
con la mujer de este, agarró a su hermano del chaleco y lo encerró en el almacén que
tenían en la entrada de la vivienda, donde guardaban la leña. Allí Alí Babá le contó lo que
había sucedido, y el hermano, aunque ya era rico, no podía perder la oportunidad de
aumentar su fortuna, así que partió en su calesa a la montaña que Alí Babá le había
indicado, sin saber, que la guardia real estaba al acecho en esa colina, pues les faltaba un
ladrón aún por arrestar y esperaban que saliese de la cueva para capturarlo.
Sin detenerse un instante, Semes se colocó frente a la cueva y dijo las palabras que Alí
Babá le había contado, al instante, mientras la puerta se abría, la guardia se abalanzó
sobre Semes gritando “¡Al ladrón!” y lo capturó sin contemplaciones, aunque Semes intentó
explicarles porque estaba allí, estos no le creyeron porque estaban convencidos de que el
último ladrón sabiendo que sus compañeros estaban presos, inventaría cualquier cosa para
poder disfrutar él solo del botín, así que se lo llevaron al reino para meterle en la celda con
el resto de ladrones.
Al día siguiente Alí Babá consiguió salir de su encierro, y fue en busca de su mujer, le
contó toda la historia y está entusiasmada por el oro pero a la vez asustada acompañó a
Alí Babá a la cueva, cogieron un buen puñado de oro, con el que compraron un centenar
de caballos, y los llevaron a la casa de su hermano, allí durante varios días se dedicaron a
trasladar el oro de la cueva al interior de la casa, y una vez habían vaciado casi por
completo el contenido de la cueva, teniendo en cuenta que su hermano estaba preso y que
uno de los ladrones estaba aún libre se pusieron a buscarlo. Tardaron varios días en dar
con él, ya que se había escondido en el bosque para que no le encontraran los guardias,
pero Alí Babá conocía muy bien el bosque, y le tendió una trampa para cogerle. Así que lo
ató al caballo y lo llevo al reino, donde lo entregó a cambio de que soltaran a su hermano,
este, enfadado con Alí Babá por haberle vencido cogió un caballo y se marchó del reino.
Alí Babá ahora estaba en una casa con cien caballos, que le servirán para vivir
felizmente con su mujer, y decidió asegurarse de que los ladrones jamás intentasen robarle
su tesoro, así que repartió su fortuna en muchos sacos pequeños y le dio un saquito a cada
uno de los habitantes del pueblo, que se lo agradecieron enormemente porque así iban a
poder mejorar sus casas, comprar animales y comer en abundancia.
Así fue como Alí Babá le robó el oro a un grupo de ladrones que atemorizaban su
poblado, repartió sus riquezas con el resto de habitantes y echó a su malvado hermano del
pueblo, pudiendo dedicarse por entero a sus caballos y no teniendo que trabajar más
vendiendo leña.
Se dice hoy que cuando Alí Babá sacó todo el oro de la cueva, esta se cerró y no se
pudo volver a abrir.
ALADINO Y LA LÁMPARA MARAVILLOSA
Adaptación del cuento de Las Mil y Una Noches
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Érase una vez un muchacho llamado Aladino que vivía en el lejano Oriente con su
madre, en una casa sencilla y humilde. Tenían lo justo para vivir, así que cada día, Aladino
recorría el centro de la ciudad en busca de algún alimento que llevarse a la boca.
En una ocasión paseaba entre los puestos de fruta del mercado, cuando se cruzó con
un hombre muy extraño con pinta de extranjero. Aladino se quedó sorprendido al escuchar
que le llamaba por su nombre.
– ¿Tú eres Aladino, el hijo del sastre, verdad?
– Sí, y es cierto que mi padre era sastre, pero… ¿Quién es usted?
– ¡Soy tu tío! No me reconoces porque hace muchos años que no vengo por aquí. Veo
que llevas ropas muy viejas y me apena verte tan flaco. Imagino que en tu casa no sobra el
dinero…
Aladino bajó la cabeza un poco avergonzado. Parecía un mendigo y su cara morena
estaba tan huesuda que le hacía parecer mucho mayor.
– Yo te ayudaré, pero a cambio necesito que me hagas un favor. Ven conmigo y si
haces lo que te indique, te daré una moneda de plata.
A Aladino le sorprendió la oferta de ese desconocido, pero como no tenía nada que
perder, le acompañó hasta una zona apartada del bosque. Una vez allí, se pararon frente a
una cueva escondida en la montaña. La entrada era muy estrecha.
– Aladino, yo soy demasiado grande y no quepo por el agujero. Entra tú y tráeme una
lámpara de aceite muy antigua que verás al fondo del pasadizo. No quiero que toques nada
más, sólo la lámpara ¿Entendido?
Aladino dijo sí con la cabeza y penetró en un largo corredor bajo tierra que terminaba en
una gran sala con paredes de piedra. Cuando accedió a ella, se quedó asombrado.
Efectivamente, vio la vieja lámpara encendida, pero eso no era todo: la tenue luz le permitió
distinguir cientos de joyas, monedas y piedras preciosas, amontonadas en el suelo ¡Jamás
había visto tanta riqueza!
Se dio prisa en coger la lámpara, pero no pudo evitar llenarse los bolsillos todo lo que
pudo de algunos de esos tesoros que encontró. Lo que más le gustó, fue un ostentoso y
brillante anillo que se puso en el dedo índice.
– ¡Qué anillo tan bonito! ¡Y encaja perfectamente en mi dedo!
Volvió hacia la entrada y al asomar la cabeza por el orificio, el hombre le dijo:
– Dame la lámpara, Aladino.
– Te la daré, pero antes déjame salir de aquí.
– ¡Te he dicho que primero quiero que me des la lámpara!
– ¡No, no pienso hacerlo!
El extranjero se enfureció tanto que tapó la entrada con una gran losa de piedra,
dejando al chico encerrado en el húmedo y oscuro pasadizo subterráneo.
¿Qué podía hacer ahora? ¿Cómo salir de ahí con vida?…
Recorrió el lugar con la miraba tratando de encontrar una solución. Estaba absorto en
sus pensamientos cuando, sin querer, acarició el anillo y de él salió un genio ¡Aladino casi
se muere del susto!
– ¿Qué deseas, mi amo? Pídeme lo que quieras que te lo concederé.
El chico, con los ojos llenos de lágrimas, le dijo:
– Oh, bueno… Yo sólo quiero regresar a mi casa.
En cuanto pronunció estas palabras, como por arte de magia apareció en su hogar. Su
madre le recibió con un gran abrazo. Con unos nervios que le temblaba todo el cuerpo,
intentó contarle a la buena mujer todo lo sucedido. Después, más tranquilo, cogió un paño
de algodón para limpiar la sucia y vieja lámpara de aceite. En cuanto la frotó, otro genio
salió de ella.
– Estoy aquí para concederle un deseo, señor.
Aladino y su madre se miraron estupefactos ¡Dos genios en un día era mucho más de lo
que uno podía esperar! El muchacho se lanzó a pedir lo que más le apetecía en ese
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momento.
– ¡Estamos deseando comer! ¿Qué tal alguna cosa rica para saciar toda el hambre
acumulada durante años?
Acto seguido, la vieja mesa de madera del comedor se llenó de deliciosos manjares que
en su vida habían probado. Sin duda, disfrutaron de la mejor comida que podían imaginar.
Pero eso no acabó ahí porque, a partir de entonces y gracias a la lámpara que ahora
estaba en su poder, Aladino y su madre vivieron cómodamente; todo lo que necesitaban
podían pedírselo al genio. Procuraban no abusar de él y se limitaban a solicitar lo justo
para vivir sin estrecheces, pero no volvió a faltarles de nada.
Un día, en uno de sus paseos matutinos, Aladino vio pasar, subida en una litera, a una
mujer bellísima de la que se enamoró instantáneamente. Era la hija del sultán. Regresó a
casa y como no podía dejar de pensar en ella, le dijo a su madre que tenía que hacer todo
lo posible para que fuera su esposa.
¡Esta vez sí tendría que abusar un poco de la generosidad del genio para llevar a cabo
su plan! Frotó la lámpara maravillosa y le pidió tener una vivienda lujosa con hermosos
jardines, y cómo no, ropas adecuadas para presentarse ante el sultán, a quien quería pedir
la mano de su hija. Solicitó también un séquito de lacayos montados sobre esbeltos
corceles, que tiraran de carruajes repletos de riquezas para ofrecer al poderoso emperador.
Con todo esto se presentó ante él y tan impresionado quedó, que aceptó que su bella y
bondadosa hija fuera su esposa.
Aladino y la princesa Halima, que así se llamaba, se casaron unas semanas después y
desde el principio, fueron muy felices. Tenían amor y vivían el uno para el otro.
Pero una tarde, Halima vio por la casa la vieja lámpara de aceite y como no sabía nada,
se la vendió a un trapero que iba por las calles comprando cachivaches. Por desgracia,
resultó ser el hombre malvado que había encerrado a Aladino en la cueva. Deseando
vengarse, el viejo recurrió al genio de la lámpara y le ordenó, como nuevo dueño, que todo
lo que tenía Aladino, incluida su mujer, fuera trasladado a un lugar muy lejano.
Y así fue… Cuando el pobre Aladino regresó a su hogar, no estaba su casa, ni sus
criados, ni su esposa… Ya no tenía nada de nada.
Comenzó a llorar con desesperación y recordó que el anillo que llevaba en su dedo
índice también podía ayudarle. Lo acarició y pidió al genio que le devolviera todo lo que era
suyo pero, desgraciadamente, el genio del anillo no era tan poderoso como el de la
lámpara.
– Mi amo, es imposible para mí concederte esa petición, pero sí puedo llevarte hasta
donde está tu mujer.
Aladino aceptó y automáticamente se encontró en un lejano lugar junto a su bella
Halima, que por fortuna, estaba sana y salva. Sabían que sólo había una opción: recuperar
la lámpara maravillosa como fuera para poder regresar a la ciudad con todas sus
posesiones.
Juntos, idearon un nuevo plan. Pidieron al genio del anillo una dosis de veneno y
Aladino fue a esconderse. A la hora de la cena, Halima entró sigilosamente en la cocina del
malvado extranjero y lo echó en el vino sin que éste se diera cuenta. En cuanto se sirvió
una copa y mojó sus labios, cayó dormido en un sueño que, tal como les había prometido
el genio, duraría cientos de años.
Aladino y Halima se abrazaron y corrieron a recuperar su lámpara. Fue entonces
cuando le contó a su mujer toda la historia y el poder que la lámpara de aceite tenía.
– Y ahora que ya lo sabes todo, querida, volvamos a nuestro hogar.
Frotó la lámpara y como siempre, salió el gran genio que siempre concedía todos los
deseos de su señor.
– ¿Qué deseas esta vez, mi amo?
– ¡Hoy me alegro más que nunca de verte! ¡Llévanos a casa, viejo amigo! – dijo Aladino
riendo de felicidad.
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¡Y así fue! Halima y Aladino regresaron, y con ellos, todo lo que el viejo les había
robado. A partir de entonces, guardaron la lámpara maravillosa a buen recaudo y
continuaron siendo tan felices como lo habían sido hasta entonces.
PLATO DE BARRO
Mamerto Menapace
En esto de buscar el humor en cosas de la familia tengo un cuento que me contó una
vez una chica de 4º grado. Me lo trajo en un libro de lectura. Es conocido, pero se los voy a
contar porque es un lindo cuento de familia.
Hombre de campo él, se le murió la señora. Lo único que le quedó fue un gurisito: el
hijito. Tal vez por cariño a quien se fue, dedicó toda su vida de hombre de campo al
chiquito. Lo mandó a la escuela y cuando terminó la primaria se trasladaron al pueblo para
que pudiera hacer la secundaria. Visto que le muchachito respondía y era inteligente,
decidió mandarlo a la facultad a estudiar medicina. El chiquito rindió realmente.
El padre se desgastó en trabajos de campo, con los animales, con la chacrita, con todo
para pagarle al hijo la cuota de la pensión, y el hijo se recibió de médico.
Cuando el muchacho se recibió, el padre dejó el campito. Vendió todo y le compró, en
el pueblo, un lugar para el consultorio. El padre gastó todo, pensando:
- Y bueno, total, mi vida es la de mi hijo.
El muchacho se casó con una chica de la ciudad. Hija única, acostumbrada a otro ritmo
de vida. Andando el tiempo les nació un hijito. Pero el abuelo, desgastado, no estaba
acostumbrado a la vida de la ciudad. Imagínense, traigan un abuelo campiriño, así, del
campo. Resultó que le temblaban las manos y al servirse la sopa la desparramaba sobre el
mantel.
La muchachita ésta fue juntando- diríamos -, bronca. Porque le resultaba molesta la
figura de este viejo en casa. Vamos a decirlo finito, para que nadie se ofenda.
La cosa estalló. El día que al pobre viejo se le cayó un plato. Uno de los doce platos de
porcelana que la abuela de la muchacha había traído de las Europas. Y ahí sí fue un
desastre. Se puso furiosa y gritó:
- ¡Pero, esto es el colmo! Ya no puedo soportarlo más. Me voy a la casa de mi mamá.
Todo un desastre. Al final el pobre viejo tuvo que ir a comer a la cocina. Le compraron
una cantidad de platos, de esos platos de barro cocido para que el abuelo, si tuviera que
hacer un estropicio, lo hiciera con algo que se pudiera romper fácilmente. Y se creyó que el
asunto estaba arreglado.
Pero el pequeño había hecho buenas migas con el abuelo. Un día, el chiquito no estaba
en casa para la hora de la comida. Lo buscaron por todas partes.
- ¿Dónde se habrá metido este mocoso?
Imagínenlo al guricito. Al final: ¿Saben dónde lo encontraron? En el fondo del patio, al
lado de la canilla y embarrado hasta la coronilla. Y la mamá le preguntó.
- ¿Qué estás haciendo acá?
El chiquito le dijo:
- Estaba haciendo platos de barro, para que ustedes, cuando sean viejitos, puedan
comer también en la cocina con sus platos de barro.
El cuento afortunadamente terminó lindo, porque a partir de ese día el abuelo volvió a
comer en la mesa con la familia. Porque dicen que lo que Juancito ve hacer es lo que va a
hacer un día Juan.
El chiquito va a tomar con ustedes, cuando sea grande él y ustedes sean abuelos, las
actitudes que él vio que ustedes tomaron con su abuelo.
Digo ¿no? Para el Día del Padre es una linda reflexión. Lo digo con un gran cariño para
los abuelos, para los padres y para los chicos. Un día en familia.
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Menapace Mamerto, Cuento con ustedes, "Plato de barro", Editorial Patria Grande,
Buenos Aires, Segunda Edición, agosto 1998.
NUESTRO LORO
En casa teníamos un loro.
Pero un loro auténtico. No una cotorra. Ni siquiera se lo hubiera podido confundir con
uno de esos loros chicos, que comen girasol y que en norte llaman calancates. El nuestro
era un loro grande, nacido en el norte.
Lo habían traído de pichón y se había criado con nosotros, compartiendo nuestra vida
de cada día, nuestros entusiasmos y nuestras discusiones. Y fue así como aprendió a gritar
muchas cosas.
Se llamaba Pastor. Es cierto que ese nombre se lo habíamos impuesto. Pero él lo había
aceptado. Cuando tenía hambre, por ejemplo, y quería suscitar nuestra compasión, repetía
en tono triste:
-¡Pobrecito Pastor! ¡La papa para Pastor, pobrecito Pastor! - Y agarraba con una de sus
patitas el pedazo de pan familiar.
Aferrándose con la otra de donde estaba apoyado, lo comía con gesto humano. Con
gesto de familia.
Cuando sentía torear los perros, gritaba: “¡Fuera, fuera!”, y compartía nuestras euforias
gritando: “¡Viva Boca!” cuando escuchaba los partidos por radio. Además repetía las
órdenes que se daban a los chicos, y así nos mandaba encerrar los terneros, traer agua; o
simplemente nos llamaba por nuestro nombre.
En casa lo teníamos por uno más de la familia. Habiendo compartido casi la totalidad de
su vida consiente con nosotros, pensábamos que todos sus ideales se identificaban con los
nuestros. Lo creíamos un loro domesticado. Le teníamos tanta confianza que le habíamos
otorgado plena libertad.
Porque tienen que saber que teníamos otros pájaros: tres cardenales copete rojo y una
urraca de monte. Tuvimos tordos y boyeros de esos que hacen su nido como una larga
media colgada de las ramas de un algarrobo. En fin, una variedad de otros pájaros
salvajes. Pero a todos los teníamos en cerrados en sus jaulas. De ellos nos interesaban
sus trinos y sus colores; pero sabíamos que no deseaban compartir nuestra vida. No
estaban integrados.
En cambio nuestro loro, no. Se subía a nuestros mismos árboles y gateaba las mismas
ramas que nosotros, los chicos. Nuestro parral era también suyo. Y los días de lluvia o frío
compartían la tibieza de nuestra cocina.
Para saber dónde estaba, bastaba con gritar fuerte:
-¡Pastor!…- y él, desde su rama o su rincón contestaba:
-¡Eu!
Con pico y patas descendía hasta uno para tomar su pedazo de pan familiar.
Eso sí. Tenía sus agresividades. ¡Cómo no! Y también sus antipatías. Eso era lógico. A
todos en casa nos pasaba más o menos lo mismo.
Pero no. Seguramente no fue ése el motivo de su insólita actitud aquella tarde de otoño.
Sí. Era otoño. Lo recuerdo bien. Como una cicatriz de mi infancia. Era otoño porque
aquella tarde casi todos los mayores estaban juntando algodón en el campo. Papá estaba
en el pueblo. Algunos estábamos en la escuela, y sólo quedaba en casa mamá y uno o dos
de los más chicos. Habrán sido las tres o cuatro de la tarde. Cada uno estaba en lo suyo, y
todo parecía estar en paz.
Viniendo desde el sur, una bandada de loros salvajes emigraba hacia el norte; hacia las
selvas, las Cataratas, el Paraguay. Su vuelo nervioso era apuntado por esos gritos
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Seminario Socrático
característicos del loro en vuelo:
-¡Creo, creo, creo!…- y la bandada pasó sobre mi casa.
¿Qué le pasó a nuestro loro? ¿Habrá estado triste, disconforme? ¿Se habrá sentido
oprimido o alienado? Puedo asegurarles que en casa no le faltaba nada y papá era
exigente en que no se maltratara a ningún animal; menos al loro familiar por el cual sentía
afecto especial.
No. Estoy seguro de que no. No fue por ninguno de esos motivos. No fue para liberarse
de algo. Fue simplemente porque sintió que algo se liberaba en él. Sacudido por ese grito
ancestral de su raza en vuelo, también en él surgió la necesidad imperiosa de afirmar su fe
en aquellas realidades primordiales que constituyen la esencia de todos los loros. Y
agitando sus alas torpes, no adiestradas para el vuelo, lanzó también él ese grito que le
dormía dentro:
-¡Creo, creo, creo!… - y se largó a volar.
Fue sólo un gesto. Una manera de concretizar su profunda fe en las selvas, en las
cataratas, en yerbales y naranjales que él nunca viera, y que nunca serían plenamente
suyos.
La bandada se perdió pronto sobre los chañares, arreando hacia el norte su profesión
de fe.
Nuestro loro no pudo seguirla. A las pocas cuadras perdió altura y aterrizó. No estaba
adiestrado para el vuelo largo. En nuestra familia nadie tenía esas oportunidades, y a él
mismo nunca se había presentado la necesidad de ensayarlas.
Esa noche, al reencontrarnos todos nuevamente reunidos en familia, notamos la
ausencia de Pastor. En su media lengua, mi hermanito menor dio a entender que el loro se
había volado hacia el norte. Alguien creyó recordar que, efectivamente, a media tarde una
bandada de loros había sobrevolado el algodonal.
Todos lamentados sinceramente que nuestro loro se hubiera podido ir con ellos. Y a
todos nos sobrecogió el temor por los peligros que acecharían a Pastor, ya que sabíamos
que era imposible que hubiera podido seguir el ritmo de la bandada. Caído a mitad de
vuelo, quizás no habría un árbol cerca; así estaría en pleno campo bajo el peligro de los
zorros o de los gatos. Una de mis hermanas - la más sensible - se largó a llorar.
Con todo, creo que se exageraron un poco los peligros. Probablemente lo que nos
preocupaba no era tanto las dificultades que encontraría nuestro loro en su nueva
situación, cuando el haberlo perdido. Sobre todo nos mortificaba que ya no fuera nuestro
loro.
De hecho, Pastor había caído a unas pocas cuadras entre el algodonal. Dos o tres días
después lo encontramos. ¡Pobre!, daba lástima. Estaba muerto de hambre. Y lo
descubrimos justamente porque al pasar cerca de él, se puso a gritar esa serie de frases
familiares que había aprendido entre nosotros. Sus ¡vivas! y sus ¡fuera! Fue así como
descubrimos su paradero.
Todos nos alegramos de haberlo reencontrado. Y todos estuvimos de acuerdo en que
había que cortarle las plumas de sus alas para que no volviera a repetir la experiencia.
Hasta mi hermana - ¡la más sensible! - estuvo de acuerdo también. Porque Pastor nunca
podría seguir a las bandadas. Por tanto había que impedirle nuevas experiencias.
Hoy, al pensar en aquella decisión de mi familia, me pregunto: “¿Fue un auténtico y
sincero cariño por Pastor lo que nos llevó a cortarle las alas para evitarle problemas?”.
Tal vez hubiera sido mejor darle mayores oportunidades de vuelos controlados, para
que realmente estuviera capacitado. No sé. Por ejemplo, se lo podría haber llevado lejos,
dejándolo luego un poco solo, para obligarlo a volar por su cuenta hasta nosotros. Así, a la
vez que ensayaba el vuelo largo, aprendería a tomar nuestra casa como punto de
referencia y lograría realizar el vuelo de retorno.
Pero tengo que reconocer que fuimos egoístas. Preferimos la solución fácil. Pastor fue
humillado y perdió las hermosas plumas de colores de la punta de sus alas.
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Pienso que también dramatizamos algo que no era para tanto. ¿Qué es lo que en el
fondo había hecho Pastor? Seguramente, su gesto no fue un signo de protesta contra
nuestro estilo de vida familiar. No fue un querer irse porque estuviera en desacuerdo, o
como un decirnos que todos sus gestos anteriores habían sido un simple formulismo hecho
sin convicción; como si nunca hubiera compartido auténticamente lo nuestro.
Simplemente había sentido de repente ese grito que despertaba en Pastor una fidelidad
que nunca había sentido antes entre nosotros. Era la profesión de fe de su raza en vuelo. Y
Pastor, sacudido por ese grito de su raza, había realizado un gesto sin pensar siquiera en
las consecuencias, y menos que con ello pudiera ofender nuestra incapacidad de volar.
Se había equivocado. De acuerdo. Pero ¿a quién en casa no le había pasado alguna
vez algo parecido, no se había equivocado al escuchar un grito nuevo?
-Habría podido consultar - se me dirá. Pero ¿a quién? Cada uno estaba enteramente
ocupado en lo suyo y ni siquiera hubiera podido comprender su intimidad intransferible de
loro.
Nosotros sacamos demasiadas conclusiones. La verdad: le tuvimos miedo al futuro. Y
olvidamos sus diez mil gestos buenos, profundos, con sentido auténtico, por uno que le
fracasó y que había hecho sin consultar.
¡Qué ridículo fuiste, Pastor, durante un tiempo, caminando pasito a paso por los patios,
intentando vuelos que irremediablemente terminaban en tumbos, con tus alas amputadas!
Para alcanzar las ramas que antes eran las metas de sus bólidos, ahora tenías que gatear
el tronco con pico y patas como una comadreja. Realmente, Pastor, te hicimos sufrir una
gran humillación.
Pero, créemelo: lo pensábamos justificado. Porque con ello asegurábamos tu
permanencia definitiva entre nosotros. Nosotros, ¡te hubiéramos extrañado tanto! Con esa
decisión de cortarte las plumas y no permitirte el vuelo largo, nosotros nos
comprometíamos con vos, con tu futuro, con tu seguridad.
Pero nuestra familia no era dueña del futuro. Ni del tuyo, ni del de ella misma. El futuro
es sólo de Dios. ¡Es tan delicado comprender a los demás definitivamente mediante
nuestras decisiones arbitrarias y poco generosas!
Unos cuantos años después nuestra familia tuvo que emigrar. Tuvo que dejar ese
campo familiar, ese rancho con tantos recuerdos y esos árboles que vos y yo gateábamos
rama a rama. Y nos fuimos a vivir al pueblo.
No. No fue fácil acostumbrarse. Tampoco para nosotros. Créemelo. El terreno era
pequeño. La casa de material, con pisos de cemento. No había árboles. Al principio ni
siquiera teníamos un parral.
Pero si a mi familia se la hacía difícil amoldarse, a vos se te hizo imposible.
No hubo santo. No tenías espacio vital. Comenzaste a ponerte triste. Ya no hablabas.
Perdías el color de tus plumas. Andabas todo el día huraño. Y lo que es peor: molestabas
en todas partes porque no lograbas ubicarte vos mismo.
Las visitas, que allá en el campo dejabas admiradas, ahora preguntaban para qué te
teníamos. Y entre esas visitas, no faltó quien te codiciara. En su casa tenía un lindo
bananal.
Y fue así nomás: te vendimos. Siento una profunda vergüenza al tener que confesarlo.
Pero… te vendimos. Quinientos pesos viejos. Casi como para decir que carecías de valor.
Como quien se saca de encima un estorbo.
La última vez que te vi estabas encaramado entre las hojas del bananal. No diste
señales de reconocerme.
Y sin embargo yo quiero creer que no nos guardas rencor.
Necesito creerlo. Para que en mí no muera lo mejor de vos.
Mamerto Menapace, publicado en el libro La sal de la tierra, Editorial Patria Grande.
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Seminario Socrático
Guía para el trabajo con el cuento Nuestro Loro.
Lectura
Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan
una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz
alta.
Rumiando el relato
Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo
vuelve a contar).
¿Qué sucede en el relato?
¿Podemos reconocer partes en el relato? Describir lo sucedido en cada una.
¿Qué proceso fue viviendo el loro?
¿Cómo reaccionó la familia?
¿Qué reflexiona el autor, tiempo después de transcurrido todo esto, al mirar para atrás?
Elegir una frase del texto (releerlo rápido para ubicarla) que más le haya
llegado/impactado a cada uno y compartirla en voz alta.
Compromiso para la vida
Sintetizar en una frase el mensaje del cuento para nuestra vida.
LOS DOS BURRITOS
Érase una vez una madre - así comienza esta historia encontrada en un viejo libro de
vida de monjes, y escrita en los primeros siglos de la Iglesia -. Érase una vez una madre -
digo - que estaba muy apesadumbrada, porque sus dos hijos se habían desviado del
camino en que ella los había educado. Mal aconsejados por sus maestros de retórica,
habían abandonado la fe católica adhiriéndose a la herejía, y además se estaban
entregando a una vida licenciosa desbarrancándose cada día más por la pendiente del
vicio.
Y bien. Esta madre fue un día a desahogar su congoja con un santo eremita que vivía
en el desierto de la Tebaida. Era este un santo monje, de los de antes, que se había ido al
desierto a fin de estar en la presencia de Dios purificando su corazón con el ayuno y la
oración. A él acudían cuantos se sentían atormentados por la vida o los demonios difíciles
de expulsar.
Fue así que esta madre de nuestra historia se encontró con el santo monje en su
ermita, y le abrió el corazón contándole toda su congoja. Su esposo había muerto cuando
sus hijos eran aún pequeños, y ella había tenido que dedicar toda la vida a su cuidado.
Había puesto todo su empeño en recordarles permanentemente la figura del padre
ausente, a fin de que los pequeños tuvieran una imagen que imitar y una motivación para
seguir su ejemplo. Pero, hete aquí, que ahora, ya adolescentes, se habían dejado influir por
las doctrinas de maestros que no seguían el buen camino y enseñaban a no seguirlo. Y ella
sentía que todo el esfuerzo de su vida se estaba inutilizando. ¿Qué hacer? Retirar a sus
hijos de la escuela, era exponerlos a que suspendidos sus estudios, terminaran por
sumergirse aún más en los vicios por dedicarse al ocio y vagancia del teatro al circo.
Lo peor de la situación era que ella misma ya no sabía qué actitud tomar respecto a sus
convicciones religiosas y personales. Porque si éstas no habían servido para mantener a
sus propios hijos en la buena senda, quizá fueran indicio de que estaba equivocada
también ella. En fin, al dolor se sumaba la dura y el desconcierto no sabiendo qué sentido
podría tener ya el continuar siendo fiel al recuerdo de su esposo difunto.
Todo esto y muchas otras cosas contó la mujer al santo eremita, que la escuchó en
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Seminario Socrático
silencio y con cariño. Cuando terminó su exposición, el monje continuó en silencio
mirándola. Finalmente se levantó de su asiento y la invitó a que juntos se acercaran a la
ventana. Daba esta hacia la falda de la colina donde solamente se veía un arbusto, y atada
a su tronco una burra con sus dos burritos mellizos.
-¿Qué ves? - le preguntó a la mujer quien respondió:
-Veo una burra atada al tronco del arbusto y a sus dos burritos que retozan a su
alrededor sueltos. A veces vienen y maman un poquito, y luego se alejan corriendo por
detrás de la colina donde parece perderse, para aparecer enseguida cerca de su burra
madre. Y esto lo han venido haciendo desde que llegué aquí. Los miraba sin ver mientras
te hablaba.
-Has visto bien - le respondió el ermitaño-. Aprende de la burra. Ella permanece atada y
tranquila. Deja que sus burritos retocen y se vayan. Pero su presencia allí es un continuo
punto de referencia para ellos, que permanentemente retornan a su lado. Si ella se
desatara para querer seguirlos, probablemente se perderían los tres en el desierto. Tu
fidelidad es el mejor método para que tus hijos puedan reencontrar el buen camino cuando
se den cuenta de que están extraviados.
Sé fiel y conservarás tu paz, aun en la soledad y el dolor. Diciendo esto la bendijo, y la
mujer retornó a su casa con la paz en su corazón adolorido.
Mamerto Menapace, publicado en el libro Cuentos Rodados, Editorial Patria Grande.
Guía para el trabajo con el cuento Los dos burritos.
Lectura
Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan
una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz
alta.
Rumiando el relato
Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo
vuelve a contar).
¿Qué sucede en el relato?
¿Cuál era la preocupación de esta madre, protagonista del relato?
¿A quién acude a pedir consejo? ¿Cómo son las actitudes del monje hacia ella?
¿Qué le hace ver el monje para ayudarla en su problema?
¿Cuál es su consejo?
Compromiso para la vida
Sintetizar en una frase el mensaje del cuento para nuestra vida.
LOS DOS PARAÍSOS
En el patio de tierra de mi casa había dos grandes paraísos.
De chico nunca me pregunté si ellos también habrían nacido, crecido, o sido
trasplantados.
Simplemente estaban allí, en el patio, como estaban el cielo las estrellas, la cañada en
el campo, y el arroyo allá dentro del monte. Formaban parte de ese mundo preexistente, de
ese mundo viejo con capacidad de acogida que uno empezaba a descubrir con asombro.
Eran lo más cercano de ese mundo porque estaban allí nomás, en el medio del patio,
con su ancho ramerío cubriéndolo todo y llenando de sombra toda la geografía de nuestros
primeros gateos sobre la tierra.
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Ellos nos ayudaron a ponernos de pie, ofreciéndonos el rugoso apoyo de su fuerte
tronco sin espinas. Encaramados a sus ramas miramos por primera vez con miedo y con
asombro la tierra allá abajo, y un horizonte más amplio alrededor.
Los pájaros más familiares, fue allí donde los descubrimos. En cambio los otros, los que
anidaban en la leyenda y en el misterio de los montes, los fuimos descubriendo mucho
después, cuando aprendimos a cambiar de geografía y a alejarnos de la sombra del
rancho.
Fue en ellos donde aprendimos que la primavera florece. Para setiembre el perfume de
los paraísos llenaba los patios y el viento del este metía su aroma hasta dentro del rancho.
No perfumaban tan fuerte como los naranjos, pero su perfume era más parejo. Parecía
como que abarcara más ancho. A veces, un golpe de aire nos traía su aroma hasta más
allá de los corrales.
También nos enseñaron cómo el otoño despoja las realidades y las prepara para
cuartear el invierno. Concentrando su savia por dentro en espera de nuevas primaveras,
amarilleaban su follaje y el viento amontonaba y desamontonaba las hojas que ellos iban
entregando.
En otoño no se esperaba la tarde del sábado para barrer los patios. Se los limpiaba en
cada amanecer.
¡Cuántas cosas nos enseñaron los dos viejos paraísos, nada más que con callarse!
Fue apoyado en sus troncos, con la cara escondida con el brazo, donde puchereamos
nuestros primeros lloros después de las palizas. Allí, en silencio, escuchaban el apagarse
de nuestros suspiros entrecortados por palabras incoherentes que puntuaban nuestras
primeras reflexiones internas de niños castigados. Y en el silencio de sus arrugas,
guardaron junto con nuestros lagrimones esas primeras experiencias nuestras sobre la
justicia, la culpa, el castigo y la autoridad.
Y luego, cansados de una reflexión que nos quedaba grande y agotada nuestra gana de
llorar, nos alejábamos de sus troncos y reingresábamos a la euforia de nuestros juegos y
de nuestras peleas.
Cuando jugábamos a la mancha, transformaban su quietud en la piedra del “pido” que
nos convertía en invulnerables. Y en el juego de la escondida escuchaban recitar contra su
tronco la cuenta que iba disminuyendo el tiempo para ubicar un escondite. Y luego eran la
meta que era preciso alcanzar antes que el otro, para no quedar descalificado. Ellos
participaron de todos nuestros juegos y fueron los confidentes de todos nuestros momentos
importantes.
Escondidos detrás de sus troncos, nuestra timidez y viveza de chicos de campo espiaba
a las visitas de forasteros, mientras escuchábamos nuevas palabras, otra manera de
pronunciarlas y nuevos tonos de voz, que luego se convertían en material de imitación y de
mímica para las comedias infantiles en que remedábamos a las visitas. Así fue como
aprendí la palabra “etcétera”, que me causó una profunda hilaridad, y que al repetirla luego
a cada momento y para cualquier cosa, nos hacía reír a todos en la familia. En mi familia
siempre producían hilaridad las palabras esdrújulas.
Al llegar la noche, todo nuestro mundo amigo se atrincheraba alrededor de los paraísos.
El farol que se colgaba de una de sus ramas creaba una pequeña geografía de luz que era
todo lo que nos pertenecía en este mundo. Más allá estaba el reino de la noche desde
donde nos venían los gemidos de las ranas sorprendidas por las culebras; y hacia donde
los perros hacían rápidas salidas para defender nuestro reino sitiado. Desde la noche sabía
llegar hasta nuestro puerto de luz algún forastero o algún amigo náufrago de las sombras
que había logrado ubicar el faro de nuestra lámpara suspendidas de las ramas de los
paraísos. Desde lo más hondo de la noche remaban hacia la lámpara miles de insectos: las
luciérnagas describían amplios círculos de luz alrededor de los paraísos, y a veces volvían
a hundirse en la inmensidad sideral de la noche como pequeños cometas de nuestro
pequeño sistema solar. Otras veces, encandiladas por la luz del farol, terminaban en
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nuestras manos llenándolas de todo eso misterioso que brilla en las noches.
Cuando me vine hacia el sur, la imagen de los paraísos vino conmigo, y conmigo fue
creciendo al ritmo de mi propio crecimiento. Los veía simplemente como parte de mi propia
historia.
Al volver luego de unos años, me impresionó ver nuevamente a mis dos viejos paraísos
familiares. Sí. Eran los mismos: ocupaban el mismo sitio; los aseguraban las mismas raíces
y los identificaba por las mismas arrugas de sus troncos amigos.
Y sin embargo me parecieron más pequeños. Cierto: la cabellera de sus copas había
raleado, y tal vez sus ramas ya no fueran tan flexibles. Pero fundamentalmente habían
quedado iguales; idénticos. No fue por haber cambiado por lo que me resultaron más
pequeños. Yo diría que fue mi relación con ellos lo que había crecido, lo que me daba de
ellos una visión distinta.
Quizá no es que los viera más pequeños; sino que ya no me parecían tan altos, ni tan
ancha su sombra, ni tan difíciles de subir, ni tan imprescindibles dentro de la geografía del
mundo que me tocaba habitar. Mientras tanto, yo ya había conocido otros árboles grandes,
importantes, útiles o amigos, y a lo mejor había adornado inconscientemente con esas
dimensiones prestadas a mis dos viejos paraísos familiares.
Ahora, al verlos en su realidad concreta, desmitizados de mis adornos fantasiosos,
comencé a darme cuenta de sus auténticos límites, de la dimensión concreta de sus
ramas. Podría decir que casi afloró a mi conciencia un descubrimiento:
“Mis dos viejos paraísos también tenían su historia.”
Historia personal, intransferible. Su existencia no era sólo relación conmigo. También
ellos habían nacido en alguna parte, habían tenido su historia de crecimiento, para luego
ser trasplantados juntos y compartir la historia de un mismo patio. El estar allí, el compartir
su vida con nosotros, su sombra y el ciclo de sus otoños y primaveras, era el resultado de
decisiones que bien hubieran podido ser distintas, y con ello totalmente otra mi propia
historia y mi geografía personal.
Me di cuenta de la tremenda responsabilidad de sus decisiones; cosa que ningún otro
árbol había tenido, ni jamás podría tener en mi vida.
Y pienso que, si hoy todo árbol es mi amigo, esto se debe a la calidez de amigo que
supe encontrar allá en mi emplumar, en aquellos dos paraísos familiares. Ellos dieron a mis
ojos, a mi corazón y a mis manos, esa imagen primordial que trataría de buscar en cada
árbol luego en mi vida.
Insisto. Esto lo empecé a ver y a comprender cuando desmiticé a mis dos viejos
paraísos de todo lo que no era auténticamente suyo. Cuando comprendí que también ellos
tenían unas dimensiones concretas y relativamente pequeñas; cuando les descubrí sus
carencias y cuando supe que su existencia almacenaba, como la mía una cadena de
decisiones personales, y no un mero sucederse de preexistencias sin historia. Cuando me
di cuenta de que tenían menos dimensiones de las que yo me imaginaba, y más méritos de
los que yo suponía.
Hoy aquel patio familiar existe sólo en mi recuerdo. Los dos paraísos han dejado en pie
dos grandes huecos de luz. Buscando sus copas mis ojos miran para arriba y se
encuentran con el cielo.
No han muerto. Y pienso que no morirán nunca, porque rama a rama se van quemando
en el fogón familiar, y de cada astilla que se ha vuelto ceniza se ha liberado la tibieza que
calienta nuestros inviernos. Y sus troncos rugosos se han vuelto tablas de la mesa familiar
que nos seguirá reuniendo a los hermanos distantes para compartir el pan.
Mamerto Menapace, publicado en el libro La sal de la tierra, Editorial Patria Grande.
Guía para el trabajo con el cuento Los dos paraísos.
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Lectura
Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan
una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz
alta.
Rumiando el relato
Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo
vuelve a contar).
¿Qué se describe en el relato?
¿Qué recuerdos se entrelazan en el relato?
¿Qué cambio experimentó el autor, en relación a estos dos árboles?
¿Qué descubrió?
¿Qué reflexiona el autor, contemplando esta historia, parte de su vida?
Elegir una frase del texto (releerlo rápido para ubicarla) que más le haya
llegado/impactado a cada uno y compartirla en voz alta.
Compromiso para la vida
Sintetizar en una frase el mensaje que has descubierto en el cuento para tu vida.
Compartirlo con los demás.
OJOS EMBRUJADOS
El Abad Arsenio hacía muchos años que vivía en el desierto. Se había retirado a la
soledad a fin de luchar contra todos los engaños del diablo, y así poder mirar las cosas con
ojos simples y ver sólo lo que Dios veía. Muchos años le había costado esa lucha, hasta
que finalmente Dios en su misericordia le había concedido la gracia de ver la realidad de
las cosas. Es decir, ver las cosas con los ojos de Dios, simple y puramente. Vivía desierto
adentro, tres días de camino.
Al borde del desierto había una ciudad. Y en ella vivía un matrimonio de personas ya
mayores, que tenían sólo una hija adolescente, por la que estaban más que preocupados.
Permanentemente se sentían angustiados por la jovencita, a la que tenían acobardada a
consejos, tratando de evitarle los peligros propios de su edad. La verdad era que su hija
daba bastantes motivos para que sus padres se preocuparan, ya que estaba en esa etapa
de la vida en que se vive sin ver los peligros reales e imaginándose todas las
oportunidades como posibles.
Un día la angustia se les hizo espesa. Había llegado el rumor de que se acercaba a la
ciudad una compañía de brujos, con su circo de animales, sus camellos llenos de
campanillas, y toda su hechicería a cuestas. Sobre todo se hablaba mucho del Brujo
Mayor, hombre de poder maléfico, que con su sola mirada era capaz de seducir a una
joven y convertirla en una animal que luego utilizaba para sus pruebas en el circo. En
aquella época se creía que los animales amaestrados, eran en realidad personas
convertidas en tales por arte de encantamiento, y que por ello junto a su nueva forma
animal les quedaban restos de comprensión humana.
Imagínense el terror que se apoderó de los padres de la muchacha al saber que la
compañía de brujos se acercaba al poblado, y que su hija no se hallaba en casa.
Comenzaron a temer lo peor. Sabía de la imprudencia de ella, y no podían sacarse de la
imaginación lo que ocurriría si llegaba a encontrarla en su camino la caravana se
aproximaba. Angustiados y con el corazón oprimido cerraron la casa trancando puertas y
ventanas. Y cuando sintieron el tropel de las pisadas y el tintinear de las campanillas, no
pudieron resistir el acercarse a la puerta espiando por el agujerito del visor lo que pasaba
justo frente a su casa. Lentamente fueron desfilando las jaulas con los animales y luego las
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carretas con los equipajes apilados. Detrás del cortejo, venía el Brujo Mayor, en su camello
negro, erguido y escrutando con ojos de fuego a su alrededor. No pudieron sacarle la vista
de encima. Cuando pasaba frente a su puerta detrás de la que ellos estaban como
encandilados mirándolo, vieron que lentamente fue girando la cabeza, hasta que su mirada
se clavó en la de ellos a través del pequeñísimo espacio de la mirilla. Un terror frío les
corrió por el cuerpo e instintivamente retrocedieron como quemados por aquella mirada.
Ya no les cabía duda. Algo terrible le habría pasado ciertamente a su hija. Esta
obsesión se les fue metiendo en el alma a medida que crecía la noche. Sintieron ruidos
raros que golpeaban sus puertas y ventanas. Voces misteriosas e incomprensibles que
pedían se les abriera. Todo inútil: arrimaron aún más muebles a las trancas y se
mantuvieron quietos y templando en el rincón más oscuro de la habitación. Así pasaron
aquella horrible noche de vigilia, pensando en la joven que en algún lugar estaría
convertida en bestia por encantamiento del Brujo.
Cuando supusieron que sería de día, fueron lentamente retirando muebles y camas, y
por último destrancaron las puertas para mirar el mundo exterior. Y allí se confirmaron sus
temores y ansiedades. Dormida en el atrio de su casa, estaba tirada su hija convertida en
una asna. No hay para qué describir la reacción de gritos, reproches y barbaridades con la
que sus padres rubricaron lo que veían sus ojos. Inmediatamente pusieron a la bestia un
bozal, y a empujones y latigazos la fueron empujados hasta el corral donde la dejaron
amarrada al palenque sin agua y sin comida. Así la tuvieron todo el día, mientras
desahogaban su angustia con reproches y reconvenciones.
-¡Viste - gritaban - tenía que sucederte al fin! Nosotros te habíamos dicho. Pero es inútil.
Ustedes los jóvenes no quieren escucharnos. Y ahora ¿qué vamos a hacer?
Finalmente, desesperados, decidieron ir a consultar al abad Arsenio; quizá él con su
poderosa intercesión pudiera desembrujar a su hija para que recobrara su ser original. Y
diciendo y haciendo, emprendieron el viaje.
Atada con su cabestro por el bozal, y a gritos y empujones, fueron haciendo los tres
días de camino desierto adentro hasta llegar al lugar en que Arsenio habitaba. Al ver de la
colina su celda, dejaron allí atada a la asna y fueron corriendo y llorosos a postrarse a los
pies del anciano suplicándole que desembrujara a su hija que había quedado convertida en
una asna por encantamiento maléfico. Le contaron todo lo sucedido, detallándole el
momento en que se sintieron flechados por la mirada terrible del Brujo Mayor que pasara
frente a su casa, y que no les viera más que los ojos ansiosos detrás de la mirilla.
Con calma Arsenio los consoló y les pidió que lo acompañaran hasta el lugar donde
habían dejado atada a la joven. Al acercase les preguntó:
-¿Dónde está la asna, de la que hablan? Yo no la veo.
-¿Cómo no la ves? Está delante tuyo - le respondieron.
Pero el anciano insistió en que él no veía asna alguna. Lo que sus ojos veían era una
muchacha aterrorizada, castigada y humillada a la que tenían atada con un bozal y
cabestro, y que lo miraba con miedo, sin entender nada. Entonces el anciano levantó sus
ojos al cielo y oró. Y Dios lo iluminó para que de pronto comprendiera todo. Miró
profundamente a los ojos atemorizados de los padres y les ordenó que se arrodillaran. Y
entonces suplicó:
-Padre Santo. Señor de la luz y la verdad. Dígnate librar a estos tus hijos de la mentira
que hay en sus ojos, para que vean la verdad de su hija.
Y diciendo esto trazó sobre su vista la señal de la cruz. Como si un velo se les hubiera
quitado, ellos vieron desaparecer la imagen de la asna, y reencontraron la de su hija
maltrecha y asustada.
La que estaba embrujada no era la muchacha, sino los ojos de sus padres,
obsesionados por el miedo y la angustia.
En mi vida de monje, he visto muchas veces el reverso de este cuento. He conocido
muchos jóvenes que tenían los ojos embrujados y eran incapaces de ver la verdad de sus
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Seminario Socrático
padres. Donde ellos no descubrían más que seres celosos y chapados a la antigua, que
nada comprendían, la verdad demostraba una pareja de padres cariñosos y sinceramente
responsables del bien de su hijo.
Mamerto Menapace, publicado en el libro Cuentos Rodados, Editorial Patria Grande.
Guía para el trabajo con el cuento Ojos embrujados.
Lectura
Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan
una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz
alta.
Rumiando el relato
Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo
vuelve a contar).
¿Qué sucede en el relato?
¿Quién era el abad Arsenio? ¿Qué don importante había recibido?
¿Qué sucede con los padres del relato y su hija? ¿Cómo era su relación, qué
dificultades tenía?
¿Qué les pasa cuando llega el circo a su pueblo?
¿Qué consejo y ayuda reciben del abad?
Compromiso para la vida
Sintetizar en una frase el mensaje del cuento para nuestra vida.
EL CANDIL DE LA NONA
Ha quedado en mi recuerdo como uno de esos objetos sin edad.
Como si a fuerza de estar y de alumbrar, hubiera logrado vencer el tiempo y
permanecer.
Era una lámpara antigua de bronce. Tampoco podría afirmar, al revivirla hoy en mi
recuerdo, si lo que la adornaba eran dibujos o simplemente arrugas con las que la vida y
los acontecimientos habían ido ganándole un rostro.
Tenía ese noble color del bronce, y la capacidad de alumbrar en silencio.
Era una lámpara con pie. Cuando se la encendía, se la colocaba siempre en el centro
de la mesa familiar. De ahí que su recuerdo lo tengo acollarado a las noches de invierno.
Porque en verano vivíamos a la intemperie, y entonces no se usaba la lámpara, sino un
farol que se colgaba de las ramas del árbol del patio.
Pero la lámpara de bronce tenía esa rara cualidad de crear la intimidad. Objeto
quedado, de entre miles de objetos idos, la vieja lámpara de bronce parecía haber asumido
en lo más íntimo de sí su propia soledad, y quizá fuera de allí de donde sacara esa
misteriosa fuerza para crear la comunión.
Cuando entrada la noche se encendía la lámpara, parecía que su luz quieta hiciera
crecer a su alrededor el silencio, y no sé qué misterio viejo. Mirando su llamita, los niños
dilatábamos las pupilas, y quietos de cuerpo y alma, remábamos tiempo adentro. Hacia esa
época legendaria en que grandes vapores llenos de inmigrantes avanzaban por el mar
hacia nosotros. En uno de ellos había venido a desembarcar en nuestra mesa aquella
lámpara.
Entre nosotros su luz creaba esa misteriosa realidad de hacernos sentir con raíces,
viniendo de un tiempo viejo. Sabíamos que en otros tiempos su luz había alumbrado fiestas
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  • 2. Seminario Socrático LAS RANAS PIDIENDO REY Esopo Cansadas las ranas del propio desorden y anarquía en que vivían, mandaron una delegación a Zeus para que les enviara un rey. Zeus, atendiendo su petición, les envió un grueso leño a su charca. Espantadas las ranas por el ruido que hizo el leño al caer, se escondieron donde mejor pudieron. Por fin, viendo que el leño no se movía más, fueron saliendo a la superficie y dada la quietud que predominaba, empezaron a sentir tan grande desprecio por el nuevo rey, que brincaban sobre él y se le sentaban encima, burlándose sin descanso. Y así, sintiéndose humilladas por tener de monarca a un simple madero, volvieron donde Zeus, pidiéndole que les cambiara al rey, pues éste era demasiado tranquilo. Indignado Zeus, les mandó una activa serpiente de agua que, una a una, las atrapó y devoró a todas sin compasión. LA ROSA Y EL SAPO Reflexiones para el alma Había una vez una rosa muy bella, que se sentía una maravilla al saber que era la rosa más bella del jardín. Sin embargo un día se dio cuenta que la gente la miraba de lejos y observó que al lado de ella había un sapo negro, grande y gordo. Al percatarse que por eso nadie se acercaba a ella le dijo muy molesta: - sapo por qué no te alejas de mí, ¿no ves que por tu culpa nadie se acerca a mi?, ¡es que eres muy feo! Lic. AUS Jorge Luis Prioretti - https://inclusioncalidadeducativa.wordpress.com/ 2
  • 3. Seminario Socrático El sapo le contestó: - Está bien… si eso es lo que quieres me iré. Muy obediente el sapo se alejó brincando de la rosa. Poco tiempo después, el sapo se paseaba por el jardín cuando se dio cuenta que la rosa estaba toda marchita y con muy pocos pétalos en ella y le dijo: - ¿qué te pasó que te encuentras tan marchita? La rosa le contestó: - Es que desde que te fuiste las hormigas me han comido día y noche, no volveré a ser la más bella del jardín. El sapo le dijo: - Pues claro, cuando yo estaba aquí me comía a esas hormigas y por eso siempre eras la más bella del jardín… EL PATITO FEO Hans Christian Andersen Como cada verano, a la Señora Pata le dio por empollar y todas sus amigas del corral estaban deseosas de ver a sus patitos, que siempre eran los más guapos de todos. Llegó el día en que los patitos comenzaron a abrir los huevos poco a poco y todos se congregaron ante el nido para verles por primera vez. Uno a uno fue saliendo hasta seis preciosos patitos, cada uno acompañado por los gritos de alborozo de la Señora Pata y de sus amigas. Tan contentas estaban que tardaron un poco en darse cuenta de que un huevo, el más grande de los siete, aún no se había abierto. Todos concentraron su atención en el huevo que permanecía intacto, incluso los patitos recién nacidos, esperando ver algún signo de movimiento. Al poco, el huevo comenzó a romperse y de él salió un sonriente pato, más grande que sus hermanos, pero ¡oh, sorpresa!, muchísimo más feo y desgarbado que los otros seis... La Señora Pata se moría de vergüenza por haber tenido un patito tan feísimo y le apartó con el ala mientras prestaba atención a los otros seis. El patito se quedó tristísimo porque se empezó a dar cuenta de que allí no le querían... Pasaron los días y su aspecto no mejoraba, al contrario, empeoraba, pues crecía muy rápido y era flacucho y desgarbado, además de bastante torpe el pobrecito. Sus hermanos le jugaban pesadas bromas y se reían constantemente de él llamándole feo y torpe. El patito decidió que debía buscar un lugar donde pudiese encontrar amigos que de verdad le quisieran a pesar de su desastroso aspecto y una mañana muy temprano, antes de que se levantase el granjero, huyó por un agujero del cercado. Así llegó a otra granja, donde una vieja le recogió y el patito feo creyó que había encontrado un sitio donde por fin le querrían y cuidarían, pero se equivocó también, porque la vieja era mala y sólo quería que el pobre patito le sirviera de primer plato. También se fue de aquí corriendo. Llegó el invierno y el patito feo casi se muere de hambre pues tuvo que buscar comida entre el hielo y la nieve y tuvo que huir de cazadores que pretendían dispararle. Al fin llegó la primavera y el patito pasó por un estanque donde encontró las aves más bellas que jamás había visto hasta entonces. Eran elegantes, gráciles y se movían con tanta distinción que se sintió totalmente acomplejado porque él era muy torpe. De todas formas, como no tenía nada que perder se acercó a ellas y les preguntó si podía bañarse también. Los cisnes, pues eran cisnes las aves que el patito vio en el estanque, le respondieron: - ¡Claro que sí, eres uno de los nuestros! Lic. AUS Jorge Luis Prioretti - https://inclusioncalidadeducativa.wordpress.com/ 3
  • 4. Seminario Socrático A lo que el patito respondió: -¡No os burléis de mí! Ya sé que soy feo y desgarbado, pero no deberíais reír por eso... - Mira tú reflejo en el estanque -le dijeron ellos- y verás cómo no te mentimos. El patito se introdujo incrédulo en el agua transparente y lo que vio le dejó maravillado. ¡Durante el largo invierno se había transformado en un precioso cisne! Aquel patito feo y desgarbado era ahora el cisne más blanco y elegante de todos cuantos había en el estanque. Así fue como el patito feo se unió a los suyos y vivió feliz para siempre. EL HILO PRIMORDIAL Mamerto Menapace Agosto había terminado tibio. Había llovido en la última semana y, con el llanto de las nubes, el cielo se había despejado. Cuando se acerca setiembre, suele suceder que el viento de tierra adentro sopla suavemente y a la vez que va entibiando su aliento, logra devolver al cielo todo su azul y su luminosidad. Y aquella tarde, pasaje entre agosto y setiembre, el cielo azul se vio poblado por las finas telitas voladores que los niños llaman Babas del Diablo. ¿De dónde venían? ¿Para dónde iban? Pienso que venían del territorio de los cuentos y avanzaban hacia la tierra de los hombres. En una de esas telitas, finas y misteriosas como todo nacimiento, venía navegando una arañita. Pequeña: puro futuro e instinto. Volando tan alto, la arañita veía allá muy abajo los campos verdes recién sembrados y dispuestos en praderas. Todo parecía casi ilusión o ensueño para imaginar. Nada era preciso. Todo permitía adivinar más que conocer. Poco a poco la nave del animalito fue descendiendo hacia la tierra de los hombres. Se fueron haciendo más claras las cosas y más chico el horizonte. Las casas eran ya casi casa, y los árboles frutales podían distinguirse por los floridos, de los otros que eran frondosos. Cuando la tela flotante llegó en su descenso a rozar la altura de los árboles grandes, nuestro animalito se sobresaltó. Porque la enorme mole de los eucaliptos comenzó a pesar misteriosa y amenazadoramente a su lado como grises témpanos de un mar desconocido. Y de repente: ¡Tras! Un sacudón conmovió el vuelo y lo detuvo. ¿Qué había pasado? Simplemente que la nave había encallado en la rama de un árbol y el oleaje del viento la hacía flamear fija en el mismo sitio. Pasado el primer susto, la arañita, no sé si por instinto o por una orden misteriosa y ancestral, comenzó a correr por la tela hasta pararse finalmente en el tronco en el que había encallado su nave. Y desde allí se largó en vertical buscando la tierra. Su aterrizaje no fue una caída, sino un descenso. Porque un hilo fino, pero muy resistente, la acompañó en el trayecto y la mantuvo unida a su punto de partida. Y por ese hilo volvió luego a subir hasta su punto de desembarco. Ya era de noche. Y como era pequeña y la tierra le daba miedo, se quedó a dormir en la altura. Recién por la mañana volvió a repetir su descenso, que esta ve fue para ponerse a construir una pequeña tela que le sirviera en su deseo de atrapar bichitos. Porque la arañita sintió hambre. Hambre y sed. Su primera emoción fue grande al sentir que un insecto más pequeño que ella había quedado prendido en su tela-trampa. Lo envolvió y lo succionó. Luego, como ya era tarde, volvió a trepar por el hilito primordial, a fin de pasar la noche reencontrándose consigo misma allá en su punto de desembarco. Y esto se repitió cada mañana y cada noche. Aunque cada día la tela era más grande, más sólida y más capaz de atrapar bichos mayores. Y siempre que añadía un nuevo Lic. AUS Jorge Luis Prioretti - https://inclusioncalidadeducativa.wordpress.com/ 4
  • 5. Seminario Socrático círculo a su tela, se veía obligada a usar aquel fino hilo primordial a fin de mantenerla tensa, agarrando de él los hilos cuyas otras puntas eran fijados en ramas, troncos o yuyos que tironeaban para abajo. El hilo ese era el único que tironeaba para arriba. Y por ello lograba mantener tensa la estructura de la tela. Por supuesto, la arañita no filosofaba demasiado sobre estructuras, tironeos o tensiones. Simplemente obraba con inteligencia y obedecía a la lógica de la vida de su estirpe tejedora. Y cada noche trepaba por el hilo inicial a fin de reecontrarse con su punto de partida. Pero un día atrapó un bicho de marca mayor. Fue un banquetazo. Luego de succionarlo (que es algo así como: vaciar para apropiarse) se sintió contenta y agotada. Esa noche se dijo que no subiría por el hilo. O no se lo dijo. Simplemente no subió. Y a la mañana siguiente vio con sorpresa que por no haber subido, tampoco se veía obligada a descender. Y esto le hizo decidir no tomarse el trabajo del crepúsculo y del amanecer, a fin de dedicar sus fuerzas a la caza y succión de presas que cada día preveía mayores. Y así, poco a poco fue olvidándose de su origen, y dejando de recorrer aquel hilito fino y primordial que la unía a su infancia viajera y soñadora. Sólo se preocupaba por los hilos útiles que había que reparar o tejer cada día debido a que la caza mayor tenía exigencias agotadoras. Así amaneció el día fatal. Era una mañana de verano pleno. Se despertó con el sol naciente. La luz rasante trizaba las perlas del rocío cristalizado en gotas en su tela. Y en el centro de su tela radiante, la araña adulta se sintió el centro del mundo. Y comenzó a filosofar. Satisfecha de sí misma, quiso darse a sí misma la razón de todo lo que existía a su alrededor. Ella no sabía que de tanto mirar lo cercano, se había vuelto miope. De tanto preocuparse sólo por lo inmediato y urgente, terminó por olvidar que más allá de ella y del radio de su tela, aún quedaba mucho mundo con existencia y realidad. Podría al menos haberlo intuido del hecho de que todas sus presas venían del más allá. Pero también había perdido la capacidad de intuición. Diría que a ella no le interesaba el mundo del más allá; sólo le interesaba lo que del más allá llegaba hasta ella. En el fondo sólo se interesaba por ella y nada más, salvo quizá por su tela cazadora. Y mirando su tela, comenzó a encontrarle la finalidad a cada hilo. Sabía de dónde partían y hacia dónde se dirigían. Dónde se enganchaban y para qué servían. Hasta que se topó con ese bendito hilo primordial. Intrigada trató de recordar cuándo lo había tejido. Y ya no logró recordarlo. Porque a esa altura de la vida los recuerdos, para poder durarle, tenían que estar ligados a alguna presa conquistada. Su memoria era eminentemente utilitarista. Y ese hilo no había no había apresado nada en todos aquellos meses. Se preguntó entonces a dónde conduciría. Y tampoco logró darse una respuesta apropiada. Esto le dio rabia. ¡Caramba! Ella era una araña práctica, científica y técnica. Que no le vinieran ya con poemas infantiles de vuelos en atardeceres tibios de primavera. O ese hilo servía para algo, o había que eliminarlo. ¡Faltaba más, que hubiera que ocuparse de cosas inútiles a una altura de la vida en que eran tan exigentes las tareas de crecimiento y subsistencia! Y le dio tanta rabia el no verle sentido al hilo primordial, que tomándolo entre las pinzas de sus mandíbulas, lo seccionó de un solo golpe. ¡Nunca lo hubiera hecho! Al perder su punto de tensión hacia arriba, la tela se cerró como una trampa fatal sobre la araña. Cada cosa recuperó su fuerza disgregadora, y el golpe que azotó a la araña contra el duro suelo, fue terrible. Tan tremendo que la pobre perdió el conocimiento y quedó desmayada sobre la tierra, que esta vez la recibió mortíferamente. Cuando empezó a recuperar su conciencia, el sol ya se acercaba a su cenit. La tela pringosa, al resecarse sobre su cuerpo magullado, lo iba estrangulando sin compasión y las osamentas de sus presas le trituraban el pecho en un abrazo angustioso y asesino. Pronto entró en las tinieblas, sin comprender siquiera que se había suicidado al cortar Lic. AUS Jorge Luis Prioretti - https://inclusioncalidadeducativa.wordpress.com/ 5
  • 6. Seminario Socrático aquel hilo primordial por el que había tenido su primer contacto con la tierra madre, que ahora sería su tumba. HISTORIA DE ABDULA, EL MENDIGO CIEGO Las mil y una noches - Anónimo El mendigo ciego que había jurado no recibir ninguna limosna que no estuviera acompañada de una bofetada, refirió al Califa su historia: -Comendador de los Creyentes, he nacido en Bagdad. Con la herencia de mis padres y con mi trabajo, compré ochenta camellos que alquilaba a los mercaderes de las caravanas que se dirigían a las ciudades y a los confines de tu dilatado imperio. Una tarde que volvía de Bassorah con mi recua vacía, me detuve para que pastaran los camellos; los vigilaba, sentado a la sombra de un árbol, ante una fuente, cuando llegó un derviche que iba a pie a Bassorah. Nos saludamos, sacamos nuestras provisiones y nos pusimos a comer fraternalmente. El derviche, mirando mis numerosos camellos, me dijo que no lejos de ahí, una montaña recelaba un tesoro tan infinito que aun después de cargar de joyas y de oro los ochenta camellos, no se notaría mengua en él. Arrebatado de gozo me arrojé al cuello del derviche y le rogué que me indicara el sitio, ofreciendo darle en agradecimiento un camello cargado. El derviche entendió que la codicia me hacía perder el buen sentido y me contestó: -Hermano, debes comprender que tu oferta no guarda proporción con la fineza que esperas de mí. Puedo no hablarte más del tesoro y guardar mi secreto. Pero te quiero bien y te haré una proposición más cabal. Iremos a la montaña del tesoro y cargaremos los ochenta camellos; me darás cuarenta y te quedarás con otros cuarenta, y luego nos separaremos, tomando cada cual su camino. Esta proposición razonable me pareció durísima, veía como un quebranto la pérdida de los cuarenta camellos y me escandalizaba que el derviche, un hombre harapiento, fuera no menos rico que yo. Accedí, sin embargo, para no arrepentirme hasta la muerte de haber perdido esa ocasión. Reuní los camellos y nos encaminamos a un valle rodeado de montañas altísimas, en el que entramos por un desfiladero tan estrecho que sólo un camello podía pasar de frente. El derviche hizo un haz de leña con las ramas secas que recogió en el valle, lo encendió por medio de unos polvos aromáticos, pronunció palabras incomprensibles, y vimos, a través de la humareda, que se abría la montaña y que había un palacio en el centro. Entramos, y lo primero que se ofreció a mi vista deslumbrada fueron unos montones de oro sobre los que se arrojó mi codicia como el águila sobre la presa, y empecé a llenar las bolsas que llevaba. El derviche hizo otro tanto, noté que prefería las piedras preciosas al oro y resolví copiar su ejemplo. Ya cargados mis ochenta camellos, el derviche, antes de cerrar la montaña, sacó de una jarra de plata una cajita de madera de sándalo que según me hizo ver, contenía una pomada, y la guardó en el seno. Salimos, la montaña se cerró, nos repartimos los ochenta camellos y valiéndome de las palabras más expresivas le agradecí la fineza que me había hecho, nos abrazamos con sumo alborozo y cada cual tomó su camino. No había dado cien pasos cuando el numen de la codicia me acometió. Me arrepentí de haber cedido mis cuarenta camellos y su carga preciosa, y resolví quitárselos al derviche, por buenas o por malas. El derviche no necesita esas riquezas -pensé-, conoce el lugar del tesoro; además, está hecho a la indigencia. Hice parar mis camellos y retrocedí corriendo y gritando para que se detuviera el derviche. Lo alcancé. -Hermano -le dije-, he reflexionado que eres un hombre acostumbrado a vivir Lic. AUS Jorge Luis Prioretti - https://inclusioncalidadeducativa.wordpress.com/ 6
  • 7. Seminario Socrático pacíficamente, sólo experto en la oración y en la devoción, y que no podrás nunca dirigir cuarenta camellos. Si quieres creerme, quédate solamente con treinta, aun así te verás en apuros para gobernarlos. -Tienes razón -me respondió el derviche-. No había pensado en ello. Escoge los diez que más te acomoden, llévatelos y que Dios te guarde. Aparté diez camellos que incorporé a los míos, pero la misma prontitud con que había cedido el derviche, encendió mi codicia. Volví de nuevo atrás y le repetí el mismo razonamiento, encareciéndole la dificultad que tendría para gobernar los camellos, y me llevé otros diez. Semejante al hidrópico que más sediento se halla cuanto más bebe, mi codicia aumentaba en proporción a la condescendencia del derviche. Logré, a fuerza de besos y de bendiciones, que me devolviera todos los camellos con su carga de oro y de pedrería. Al entregarme el último de todos, me dijo: -Haz buen uso de estas riquezas y recuerda que Dios, que te las ha dado, puede quitártelas si no socorres a los menesterosos, a quienes la misericordia divina deja en el desamparo para que los ricos ejerciten su caridad y merezcan, así, una recompensa mayor en el Paraíso. La codicia me había ofuscado de tal modo el entendimiento que, al darle gracias por la cesión de mis camellos, sólo pensaba en la cajita de sándalo que el derviche había guardado con tanto esmero. Presumiendo que la pomada debía encerrar alguna maravillosa virtud, le rogué que me la diera, diciéndole que un hombre como él, que había renunciado a todas las vanidades del mundo, no necesitaba pomadas. En mi interior estaba resuelto a quitársela por la fuerza, pero, lejos de rehusármela, el derviche sacó la cajita del seno, y me la entregó. Cuando la tuve en las manos, la abrí. Mirando la pomada que contenía, le dije: -Puesto que tu bondad es tan grande, te ruego que me digas cuáles son las virtudes de esta pomada. -Son prodigiosas -me contestó-. Frotando con ella el ojo izquierdo y cerrando el derecho, se ven distintamente todos los tesoros ocultos en las entrañas de la tierra. Frotando el ojo derecho, se pierde la vista de los dos. Maravillado, le rogué que me frotase con la pomada el ojo izquierdo. El derviche accedió. Apenas me hubo frotado el ojo, aparecieron a mi vista tantos y tan diversos tesoros, que volvió a encenderse mi codicia. No me cansaba de contemplar tan infinitas riquezas, pero como me era preciso tener cerrado y cubierto con la mano el ojo derecho, y esto me fatigaba, rogué al derviche que me frotase con la pomada el ojo derecho, para ver más tesoros. -Ya te dije -me contestó- que si aplicas la pomada al ojo derecho, perderás la vista. -Hermano -le repliqué sonriendo- es imposible que esta pomada tenga dos cualidades tan contrarias y dos virtudes tan diversas. Largo rato porfiamos; finalmente, el derviche, tomando a Dios por testigo de que me decía la verdad, cedió a mis instancias. Yo cerré el ojo izquierdo, el derviche me frotó con la pomada el ojo derecho. Cuando los abrí, estaba ciego. Aunque tarde, conocí que el miserable deseo de riquezas me había perdido y maldije mí desmesurada codicia. Me arrojé a los pies del derviche. -Hermano -le dije-, tú que siempre me has complacido y que eres tan sabio, devuélveme la vista. -Desventurado -me respondió-, ¿no te previne de antemano y no hice todos los esfuerzos para preservarte de esta desdicha? Conozco, sí, muchos secretos, como has podido comprobar en el tiempo que hemos estado juntos, pero no conozco el secreto capaz de devolverte la luz. Dios te había colmado de riquezas que eras indigno de poseer, te las ha quitado para castigar tu codicia. Reunió mis ochenta camellos y prosiguió con ellos su camino, dejándome solo y Lic. AUS Jorge Luis Prioretti - https://inclusioncalidadeducativa.wordpress.com/ 7
  • 8. Seminario Socrático desamparado, sin atender a mis lágrimas y a mis súplicas. Desesperado, no sé cuántos días erré por esas montañas; unos peregrinos me recogieron. EL CUENTO DEL NIÑO MALO Mark Twain Había una vez un niño malo cuyo nombre era Jim. Si uno es observador advertirá que en los libros de cuentos ejemplares que se leen en clase de religión los niños malos casi siempre se llaman James. Era extraño que este se llamara Jim, pero qué le vamos a hacer si así era. Otra cosa peculiar era que su madre no estuviese enferma, que no tuviese una madre piadosa y tísica que habría preferido yacer en su tumba y descansar por fin, de no ser por el gran amor que le profesaba a su hijo, y por el temor de que, una vez se hubiese marchado, el mundo sería duro y frío con él. La mayor parte de los niños malos de los libros de religión se llaman James, y tienen la mamá enferma, y les enseñan a rezar antes de acostarse, y los arrullan con su voz dulce y lastimera para que se duerman; luego les dan el beso de las buenas noches y se arrodillan al pie de la cabecera a sollozar. Pero en el caso de este muchacho las cosas eran diferentes: se llamaba Jim y su mamá no estaba enferma ni tenía tuberculosis ni nada por el estilo. Al contrario, la mujer era fuerte y muy poco religiosa; es más, no se preocupaba por Jim. Decía que si se partía la nuca no se perdería gran cosa. Solo conseguía acostarlo a punta de cachetadas y jamás le daba el beso de las buenas noches; antes bien, al salir de su alcoba le jalaba las orejas. Este niño malo se robó una vez las llaves de la despensa, se metió a hurtadillas en ella, se comió la mermelada y llenó el frasco de brea para que su madre no se diera cuenta de lo que había hecho; pero acto seguido... no se sintió mal ni oyó una vocecilla susurrarle al oído: “¿Te parece bien hacerle eso a tu madre? ¿No es acaso pecado? ¿Adónde van los niños malos que se engullen la mermelada de su santa madre?”, ni tampoco, ahí solito, se hincó de rodillas y prometió no volver a hacer fechorías, ni se levantó, con el corazón liviano, pletórico de dicha, ni fue a contarle a su madre cuanto había hecho y a pedirle perdón, ni recibió su bendición acompañada de lágrimas de orgullo y de gratitud en los ojos. No; este tipo de cosas les sucede a los niños malos de los libros; pero a Jim le pasó algo muy diferente: se devoró la mermelada, y dijo, con su modo de expresarse, tan pérfido y vulgar, que estaba “deliciosa”; metió la brea, y dijo que esta también estaría deliciosa, y muerto de la risa pensó que cuando la vieja se levantara y descubriera su artimaña, iba a llorar de la rabia. Y cuando, en efecto, la descubrió, aunque se hizo el que nada sabía, ella le pegó tremendos correazos, y fue él quien lloró. Una vez se encaramó a un árbol de manzana del granjero Acorn para robar manzanas, y la rama no se quebró, ni se cayó él, ni se quebró el brazo, ni el enorme perro del granjero le destrozó la ropa, ni languideció en su lecho de enfermo durante varias semanas, ni se arrepintió, ni se volvió bueno. Oh, no; robó todas las manzanas que quiso y descendió sano y salvo; se quedó esperando al cachorro, y cuando este lo atacó, le pegó un ladrillazo. Qué raro... nada así acontece en esos libros sentimentales, de lomos jaspeados e ilustraciones de hombres en levitas, sombrero de copa y pantalones muy cortos, y de mujeres con vestidos que tienen la cintura debajo de los brazos y que no se ponen aros en el miriñaque. Nada parecido a lo que sucede en los libros de las clases de religión. Una vez le robó el cortaplumas al profesor, y temiendo ser descubierto y castigado, se lo metió en la gorra a George Wilson... el pobre hijo de la viuda Wilson, el niño sanote, el niñito bueno del pueblo, el que siempre obedecía a su madre, el que jamás decía una mentira, al que le encantaba estudiar y le fascinaban las clases de religión de los Lic. AUS Jorge Luis Prioretti - https://inclusioncalidadeducativa.wordpress.com/ 8
  • 9. Seminario Socrático domingos. Y cuando se le cayó la navaja de la gorra, y el pobre George agachó la cabeza y se sonrojó, como sintiéndose culpable, y el maestro ofendido lo acusó del robo, y ya iba a dejar caer la vara de castigo sobre sus hombros temblorosos, no apareció de pronto un juez de paz de peluca blanca, para pasmo de todos, que dijera indignado: -No castigue usted a este noble muchacho... ¡Aquel es el solapado culpable!: pasaba yo junto a la puerta del colegio en el recreo, y aunque nadie me vio, yo sí fui testigo del robo. Y, así, a Jim no lo reprendieron, ni el venerable juez les leyó un sermón a los compungidos colegiales, ni se llevó a George de la mano y dijo que tal muchacho merecía un premio, ni le pidió después que se fuera a vivir con él para que le barriera el despacho, le encendiera el fuego, hiciera sus recados, picara leña, estudiara leyes, le ayudara a su esposa con las labores hogareñas, empleara el resto del tiempo jugando, se ganara cuarenta centavos mensuales y fuera feliz. No; en los libros habría sucedido así, pero eso no le pasó a Jim. Ningún entrometido vejete de juez pasó ni armó un lío, de manera que George, el niño modelo, recibió su buena zurra y Jim se regocijó porque, como bien lo saben ustedes, detestaba a los muchachos sanos, y decía que este era un imbécil. Tal era el grosero lenguaje de este muchacho malo y negligente. Pero lo más extraño que le sucediera jamás a Jim fue que un domingo salió en un bote y no se ahogó; y otra vez, atrapado en una tormenta cuando pescaba, también en domingo, no le cayó un rayo. Vaya, vaya; podría uno ponerse a buscar en todos los libros de moral, desde este momento hasta las próximas Navidades, y jamás hallaría algo así. Oh, no; descubriría que indefectiblemente cuanto muchacho malo sale a pasear en bote un domingo se ahoga: y a cuantos los atrapa una tempestad cuando pescan los domingos infaliblemente les cae un rayo. Los botes que llevan muchachos malos siempre se vuelcan en domingo, y siempre hay tormentas cuando los muchachos malos salen a pescar en sábado. No logro comprender cómo diablos se escapó este Jim. ¿Será que estaba hechizado? Sí... esa debe ser la razón. La vida de Jim era encantadora, así de sencillo. Nada le hacía daño. Llegó al extremo de darle un taco de tabaco al elefante del zoológico y este no le tumbó la cabeza con la trompa. En la despensa buscó esencia de hierbabuena, y no se equivocó ni se tomó el ácido muriático. Robó el arma de su padre y salió a cazar el sábado, y no se voló tres o cuatro dedos. Se enojó y le pegó un puñetazo a su hermanita en la sien, y ella no quedó enferma, ni sufriendo durante muchos y muy largos días de verano, ni murió con tiernas palabras de perdón en los labios, que redoblaran la angustia del corazón roto del niño. Oh, no; la niña recuperó su salud. Al cabo del tiempo, Jim escapó y se hizo a la mar, y al volver no se encontró solo y triste en este mundo porque todos sus seres amados reposaran ya en el cementerio, y el hogar de su juventud estuviera en decadencia, cubierto de hiedra y todo destartalado. Oh, no; volvió a casa borracho como una cuba y lo primero que le tocó hacer fue presentarse a la comisaría. Con el paso del tiempo se hizo mayor y se casó, tuvo una familia numerosa; una noche los mató a todos con un hacha, y se volvió rico a punta de estafas y fraudes. Hoy en día es el canalla más pérfido de su pueblo natal, es universalmente respetado y es miembro del Concejo Municipal. Fácil es ver que en los libros de religión jamás hubo un James malo con tan buena estrella como la de este pecador de Jim con su vida encantadora. EL RUISEÑOR Y LA ROSA Oscar Wilde -Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja -se lamentaba el joven estudiante-, pero no hay una solo rosa roja en todo mi jardín. Desde su nido de la encina, óyele el ruiseñor. Miró por entre las hojas asombrado. Lic. AUS Jorge Luis Prioretti - https://inclusioncalidadeducativa.wordpress.com/ 9
  • 10. Seminario Socrático -¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! -gritaba el estudiante. Y sus bellos ojos se llenaron de llanto. -¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído cuanto han escrito los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y encuentro mi vida destrozada por carecer de una rosa roja. -He aquí, por fin, el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Le he cantado todas las noches, aún sin conocerlo; todas las noches les cuento su historia a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabellera es oscura como la flor del Jacinto y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión lo ha puesto pálido como el marfil y el dolor ha sellado su frente. -El príncipe da un baile mañana por la noche -murmuraba el joven estudiante-, y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis brazos, reclinará su cabeza sobre mi hombro y su mano estrechará la mía. Pero no hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo y no me hará ningún caso. No se fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón. -He aquí el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Sufre todo lo que yo canto: todo lo que es alegría para mí es pena para él. Realmente el amor es algo maravilloso: es más bello que las esmeraldas y más raro que los finos ópalos. Perlas y rubíes no pueden pagarlo porque no se halla expuesto en el mercado. No puede uno comprarlo al vendedor ni ponerlo en una balanza para adquirirlo a peso de oro. -Los músicos estarán en su estrado -decía el joven estudiante-. Tocarán sus instrumentos de cuerda y mi adorada bailará a los sones del arpa y del violín. Bailará tan vaporosamente que su pie no tocará el suelo, y los cortesanos con sus alegres atavíos la rodearán solícitos; pero conmigo no bailará, porque no tengo rosas rojas que darle. Y dejándose caer en el césped, se cubría la cara con las manos y lloraba. -¿Por qué llora? -preguntó la lagartija verde, correteando cerca de él, con la cola levantada. -Sí, ¿por qué? -decía una mariposa que revoloteaba persiguiendo un rayo de sol. -Eso digo yo, ¿por qué? -murmuró una margarita a su vecina, con una vocecilla tenue. -Llora por una rosa roja. -¿Por una rosa roja? ¡Qué tontería! Y la lagartija, que era algo cínica, se echó a reír con todas sus ganas. Pero el ruiseñor, que comprendía el secreto de la pena del estudiante, permaneció silencioso en la encina, reflexionando sobre el misterio del amor. De pronto desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo. Pasó por el bosque como una sombra, y como una sombra atravesó el jardín. En el centro del prado se levantaba un hermoso rosal, y al verle, voló hacia él y se posó sobre una ramita. -Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces. Pero el rosal meneó la cabeza. -Mis rosas son blancas -contestó-, blancas como la espuma del mar, más blancas que la nieve de la montaña. Ve en busca del hermano mío que crece alrededor del viejo reloj de sol y quizá él te dé lo que quieres. Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía entorno del viejo reloj de sol. -Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces. Pero el rosal meneó la cabeza. -Mis rosas son amarillas -respondió-, tan amarillas como los cabellos de las sirenas que se sientan sobre un tronco de árbol, más amarillas que el narciso que florece en los prados antes de que llegue el segador con la hoz. Ve en busca de mi hermano, el que crece debajo de la ventana del estudiante, y quizá el te dé lo que quieres. Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía debajo de la ventana del estudiante. -Dame una rosa roja -le gritó-, y te cantaré mis canciones más dulces. Lic. AUS Jorge Luis Prioretti - https://inclusioncalidadeducativa.wordpress.com/ 10
  • 11. Seminario Socrático Pero el arbusto meneó la cabeza. -Mis rosas son rojas -respondió-, tan rojas como las patas de las palomas, más rojas que los grandes abanicos de coral que el océano mece en sus abismos; pero el invierno ha helado mis venas, la escarcha ha marchitado mis botones, el huracán ha partido mis ramas, y no tendré más rosas este año. -No necesito más que una rosa roja -gritó el ruiseñor-, una sola rosa roja. ¿No hay ningún medio para que yo la consiga? -Hay un medio -respondió el rosal-, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtelo. -Dímelo -contestó el ruiseñor-. No soy miedoso. -Si necesitas una rosa roja -dijo el rosal -, tienes que hacerla con notas de música al claro de luna y teñirla con sangre de tu propio corazón. Cantarás para mí con el pecho apoyado en mis espinas. Cantarás para mí durante toda la noche y las espinas te atravesarán el corazón: la sangre de tu vida correrá por mis venas y se convertirá en sangre mía. -La muerte es un buen precio por una rosa roja -replicó el ruiseñor-, y todo el mundo ama la vida. Es grato posarse en el bosque verdeante y mirar al sol en su carro de oro y a la luna en su carro de perlas. Suave es el aroma de los nobles espinos. Dulces son las campanillas que se esconden en el valle y los brezos que cubren la colina. Sin embargo, el amor es mejor que la vida. ¿Y qué es el corazón de un pájaro comparado con el de un hombre? Entonces desplegó sus alas obscuras y emprendió el vuelo. Pasó por el jardín como una sombra y como una sombra cruzó el bosque. El joven estudiante permanecía tendido sobre el césped allí donde el ruiseñor lo dejó y las lágrimas no se habían secado aún en sus bellos ojos. -Sé feliz -le gritó el ruiseñor-, sé feliz; tendrás tu rosa roja. La crearé con notas de música al claro de luna y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Lo único que te pido, en cambio, es que seas un verdadero enamorado, porque el amor es más sabio que la filosofía, aunque ésta sea sabia; más fuerte que el poder, por fuerte que éste lo sea. Sus alas son color de fuego y su cuerpo color de llama; sus labios son dulces como la miel y su hálito es como el incienso. El estudiante levantó los ojos del césped y prestó atención; pero no pudo comprender lo que le decía el ruiseñor, pues sólo sabía las cosas que están escritas en los libros. Pero la encina lo comprendió y se puso triste, porque amaba mucho al ruiseñor que había construido su nido en sus ramas. -Cántame la última canción -murmuró-. ¡Me quedaré tan triste cuando te vayas! Entonces el ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el agua que ríe en una fuente argentina. Al terminar la canción, el estudiante se levantó, sacando al mismo tiempo su cuaderno de notas y su lápiz. "El ruiseñor -se decía paseándose por la alameda-, el ruiseñor posee una belleza innegable, ¿pero siente? Me temo que no. Después de todo, es como muchos artistas: puro estilo, exento de sinceridad. No se sacrifica por los demás. No piensa más que en la música y en el arte; como todo el mundo sabe, es egoísta. Ciertamente, no puede negarse que su garganta tiene notas bellísimas. ¿Qué lástima que todo eso no tenga sentido alguno, que no persiga ningún fin práctico?" Y volviendo a su habitación, se acostó sobre su jergoncillo y se puso a pensar en su adorada. Al poco rato se quedó dormido. Y cuando la luna brillaba en los cielos, el ruiseñor voló al rosal y colocó su pecho contra las espinas. Y toda la noche cantó con el pecho apoyado sobre las espinas, y la fría luna de cristal se detuvo y estuvo escuchando toda la noche. Lic. AUS Jorge Luis Prioretti - https://inclusioncalidadeducativa.wordpress.com/ 11
  • 12. Seminario Socrático Cantó durante toda la noche, y las espinas penetraron cada vez más en su pecho, y la sangre de su vida fluía de su pecho. Al principio cantó el nacimiento del amor en el corazón de un joven y de una muchacha, y sobre la rama más alta del rosal floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo, canción tras canción. Primero era pálida como la bruma que flota sobre el río, pálida como los pies de la mañana y argentada como las alas de la aurora. La rosa que florecía sobre la rama más alta del rosal parecía la sombra de una rosa en un espejo de plata, la sombra de la rosa en un lago. Pero el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas. -Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada. Entonces el ruiseñor se apretó más contra las espinas y su canto fluyó más sonoro, porque cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de una virgen. Y un delicado rubor apareció sobre los pétalos de la rosa, lo mismo que enrojece la cara de un enamorado que besa los labios de su prometida. Pero las espinas no habían llegado aún al corazón del ruiseñor; por eso el corazón de la rosa seguía blanco: porque sólo la sangre de un ruiseñor puede colorear el corazón de una rosa. Y el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas. -Apriétate más, ruiseñorcito -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada. Entonces el ruiseñor se apretó aún más contra las espinas, y las espinas tocaron su corazón y él sintió en su interior un cruel tormento de dolor. Cuanto más acerbo era su dolor, más impetuoso salía su canto, porque cantaba el amor sublimado por la muerte, el amor que no termina en la tumba. Y la rosa maravillosa enrojeció como las rosas de Bengala. Purpúreo era el color de los pétalos y purpúreo como un rubí era su corazón. Pero la voz del ruiseñor desfalleció. Sus breves alas empezaron a batir y una nube se extendió sobre sus ojos. Su canto se fue debilitando cada vez más. Sintió que algo se le ahogaba en la garganta. Entonces su canto tuvo un último destello. La blanca luna le oyó y olvidándose de la aurora se detuvo en el cielo. La rosa roja le oyó; tembló toda ella de arrobamiento y abrió sus pétalos al aire frío del alba. El eco le condujo hacia su caverna purpúrea de las colinas, despertando de sus sueños a los rebaños dormidos. El canto flotó entre los cañaverales del río, que llevaron su mensaje al mar. -Mira, mira -gritó el rosal-, ya está terminada la rosa. Pero el ruiseñor no respondió; yacía muerto sobre las altas hierbas, con el corazón traspasado de espinas. A medio día el estudiante abrió su ventana y miró hacia afuera. -¡Qué extraña buena suerte! -exclamó-. ¡He aquí una rosa roja! No he visto rosa semejante en toda vida. Es tan bella que estoy seguro de que debe tener en latín un nombre muy enrevesado. E inclinándose, la tomó. Inmediatamente se puso el sombrero y corrió a casa del profesor, llevando en su mano la rosa. La hija del profesor estaba sentada a la puerta. Devanaba seda azul sobre un carrete, con un perrito echado a sus pies. -Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja -le dijo el estudiante-. He aquí la rosa más roja del mundo. Esta noche la prenderás cerca de tu corazón, y cuando bailemos Lic. AUS Jorge Luis Prioretti - https://inclusioncalidadeducativa.wordpress.com/ 12
  • 13. Seminario Socrático juntos, ella te dirá cuanto te quiero. Pero la joven frunció las cejas. -Temo que esta rosa no armonice bien con mi vestido -respondió-. Además, el sobrino del chambelán me ha enviado varias joyas de verdad, y ya se sabe que las joyas cuestan más que las flores. -¡Oh, qué ingrata eres! -dijo el estudiante lleno de cólera. Y tiró la rosa al arroyo. Un pesado carro la aplastó. -¡Ingrato! -dijo la joven-. Te diré que te portas como un grosero; y después de todo, ¿qué eres? Un simple estudiante. ¡Bah! No creo que puedas tener nunca hebillas de plata en los zapatos como las del sobrino del chambelán. Y levantándose de su silla, se metió en su casa. "¡Qué tontería es el amor! -se decía el estudiante a su regreso-. No es ni la mitad de útil que la lógica, porque no puede probar nada; habla siempre de cosas que no sucederán y hace creer a la gente cosas que no son ciertas. Realmente, no es nada práctico, y como en nuestra época todo estriba en ser práctico, voy a volver a la filosofía y al estudio de la metafísica." Y dicho esto, el estudiante, una vez en su habitación, abrió un gran libro polvoriento y se puso a leer. ALIBABA Y LOS 40 LADRONES Cuento de Las mil y una noche Alí Babá era un pobre leñador que vivía con su esposa en un pequeño pueblecito dentro de las montañas, allí trabajaba muy duro cortando gigantescos árboles para vender la leña en el mercado del pueblo. Un día que Alí Babá se disponía a adentrarse en el bosque escuchó a lo lejos el relinchar de unos caballos, y temiendo que fueran leñadores de otro poblado que se introducían en el bosque para cortar la leña, cruzó la arboleda hasta llegar a la parte más alta de la colina. Una vez allí Alí Babá dejó de escuchar a los caballos y cuando vio como el sol se estaba ocultando ya bajo las montañas, se acordó de que tenía que cortar suficientes árboles para llevarlos al centro del poblado. Así que afiló su enorme hacha y se dispuso a cortar el árbol más grande que había, cuando este empezó a tambalearse por el viento, el leñador se apartó para que no le cayera encima, descuidando que estaba al borde de un precipicio dio un traspiés y resbaló ochenta metros colina abajo hasta que fue a golpearse con unas rocas y perdió el conocimiento. Cuando se despertó estaba amaneciendo, Alí Babá estaba tan mareado que no sabía ni donde estaba, se levantó como pudo y vio el enorme tronco del árbol hecho pedazos entre unas rocas, justo donde terminaba el sendero que atravesaba toda la colina, así que buscó su cesto y se fue a recoger los trozos de leña. Cuando tenía el fardo casi lleno, escuchó como una multitud de caballos galopaban justo hacia donde él se encontraba ¡Los leñadores! – pensó y se escondió entre las rocas. Al cabo de unos minutos, cuarenta hombres a caballo pasaron a galope frente a Alí Babá, pero no le vieron, pues este se había asegurado de esconderse muy bien, para poder observarlos. Oculto entre las piedras y los restos del tronco del árbol, pudo ver como a unos solos pies de distancia, uno de los hombres se bajaba del caballo y gritaba: ¡Ábrete, Sésamo!- acto seguido, la colina empezaba a temblar y entre los grandes bloques de piedra que se encontraban bordeando el acantilado, uno de ellos era absorbido por la colina, dejando un hueco oscuro y de grandes dimensiones por el que se introducían los demás hombres, con el primero a la cabeza. Lic. AUS Jorge Luis Prioretti - https://inclusioncalidadeducativa.wordpress.com/ 13
  • 14. Seminario Socrático Al cabo de un rato, Alí Babá se acercó al hueco en la montaña pero cuando se disponía a entrar escuchó voces en el interior y tuvo que esconderse de nuevo entre las ramas de unos arbustos. Los cuarenta hombres salieron del interior de la colina y empezaron a descargar los sacos que llevaban a los lomos de sus caballos, uno a uno fueron entrando de nuevo en la colina, mientras Alí Babá observaba extrañado. El hombre que entraba el último, era el más alto de todos y llevaba un saco gigante atado con cuerdas a los hombros, al pasar junto a las piedras que se encontraban en la entrada, una de ellas hizo tropezar al misterioso hombre que resbaló y su fardo se abrió en el suelo, pudiendo Alí Babá descubrir su contenido: Miles de monedas de oro que relucían como estrellas, joyas de todos los colores, estatuas de plata y algún que otro collar… ¡Era un botín de ladrón! Ni más ni menos que ¡Cuarenta ladrones! El hombre recogió todo lo que se había desperdigado por el suelo y entró apresurado a la cueva, pasado el tiempo, todos habían salido, y uno de ellos dijo ¡Ciérrate Sésamo! Alí Babá no lo pensó dos veces, aún se respiraba el polvo que habían levantado los caballos de los ladrones al galopar cuando este se encontraba frente a la entrada oculta de la guarida de los ladrones. ¡Ábrete Sésamo! Dijo impaciente, una y otra vez hasta que la grieta se vio ante los ojos del leñador, que tenía el cesto de la leña en la mano y se imaginaba ya tocando el oro del interior con sus manos Una vez dentro, Alí Babá tanteó como pudo el interior de la cueva, pues a medida que se adentraba en el orificio, la luz del exterior disminuía y avanzar suponía un gran esfuerzo. Tras un buen rato caminando a oscuras, con mucha calma pues al andar sus piernas se enterraban hasta las rodillas entre la grava del suelo, de pronto Alí Babá llegó al final de la cueva, tocando las paredes, se dio cuenta que había perdido la orientación y no sabía escapar de allí. Se sentó en una de las piedras decidido a esperar a los ladrones, para poder conocer el camino de regreso, decepcionado porque no había encontrado nada de oro, se acomodó tras las rocas y se quedó adormilado. Mientras tanto, uno de los ladrones entraba a la cueva refunfuñando y malhumorado, pues cuando había partido a robar un nuevo botín se dio cuenta de que había olvidado su saco y tuvo que galopar de vuelta para recuperarlo, en poco tiempo se encontró al final de la sala, pues además de conocer al dedillo el terreno, el ladón llevaba una antorcha que iluminaba toda la cueva. Cuando llegó al lugar en el que Alí Babá dormía, el ladrón se puso a rebuscar entre las montañas de oro algún saco para llevarse, y con el ruido Alí Babá se despertó. Tuvo que restregarse varias veces los ojos ya que no cabía en el asombro al ver las grandes montañas de oro que allí se encontraban, no era gravilla lo que había estado pisando sino piezas de oro, rubíes, diamantes y otros tipos de piedras de gran valor. Se mantuvo escondido un rato mientras el ladrón rebuscaba su saco y cuando lo encontró, con mucho cuidado de no hacer ruido se pegó a este para salir detrás de él sin que se enterase, dejando una buena distancia para que no fuera descubierto, pudiendo así aprovechar la luz de la antorcha del bandido. Cuando se aproximaban a la salida, el ladrón se detuvo, escuchó nervioso el jaleo que venía de la parte exterior de la cueva y apagó la antorcha. Entonces Alí Babá se quedó inmóvil sin saber qué hacer, quería ir a su casa a por cestos para llenarlos de oro antes de que los ladrones volvieran, pero no se atrevía a salir de la cueva ya que fuera se escuchaba una enorme discusión, así que se escondió y esperó a que se hiciera de noche. No habían pasado ni unas horas cuando escuchó unas voces que venían desde fuera “¡Aquí la guardia!” – ¡Era la guardia del reino! Estaban fuera arrestando a los ladrones, y al parecer lo habían conseguido, porque se escucharon los galopes de los caballos que se alejaban en dirección a la ciudad. Pero Alí babá se preguntaba si el ladrón que estaba con él había sido también Lic. AUS Jorge Luis Prioretti - https://inclusioncalidadeducativa.wordpress.com/ 14
  • 15. Seminario Socrático arrestado ya que aunque la entrada de la cueva había permanecido cerrada, no había escuchado moverse al bandido en ningún momento. Con mucha calma, fue caminando hacia la salida y susurró ¡Ábrete Sésamo! Y escapó de allí. Cuando se encontró en su casa, su mujer estaba muy preocupada, Alí Babá llevaba dos días sin aparecer por casa y en todo el poblado corría el rumor de una banda de ladrones muy peligrosos que asaltaban los pueblos de la zona, temiendo por Alí Babá, su mujer había ido a buscar al hermano de Alí Babá, un hombre poderoso, muy rico y malvado que vivía en las afueras del poblado en una granja que ocupaba el doble que el poblado de Alí Babá. El hermano, que se llamaba Semes, estaba enamorado de la mujer de Alí Babá y había visto la oportunidad de llevarla a su granja ya que este aunque rico, era muy antipático y no había encontrado en el reino mujer que le quisiera. Cuando Alí Babá apareció, el hermano, viendo en peligro su oportunidad de casarse con la mujer de este, agarró a su hermano del chaleco y lo encerró en el almacén que tenían en la entrada de la vivienda, donde guardaban la leña. Allí Alí Babá le contó lo que había sucedido, y el hermano, aunque ya era rico, no podía perder la oportunidad de aumentar su fortuna, así que partió en su calesa a la montaña que Alí Babá le había indicado, sin saber, que la guardia real estaba al acecho en esa colina, pues les faltaba un ladrón aún por arrestar y esperaban que saliese de la cueva para capturarlo. Sin detenerse un instante, Semes se colocó frente a la cueva y dijo las palabras que Alí Babá le había contado, al instante, mientras la puerta se abría, la guardia se abalanzó sobre Semes gritando “¡Al ladrón!” y lo capturó sin contemplaciones, aunque Semes intentó explicarles porque estaba allí, estos no le creyeron porque estaban convencidos de que el último ladrón sabiendo que sus compañeros estaban presos, inventaría cualquier cosa para poder disfrutar él solo del botín, así que se lo llevaron al reino para meterle en la celda con el resto de ladrones. Al día siguiente Alí Babá consiguió salir de su encierro, y fue en busca de su mujer, le contó toda la historia y está entusiasmada por el oro pero a la vez asustada acompañó a Alí Babá a la cueva, cogieron un buen puñado de oro, con el que compraron un centenar de caballos, y los llevaron a la casa de su hermano, allí durante varios días se dedicaron a trasladar el oro de la cueva al interior de la casa, y una vez habían vaciado casi por completo el contenido de la cueva, teniendo en cuenta que su hermano estaba preso y que uno de los ladrones estaba aún libre se pusieron a buscarlo. Tardaron varios días en dar con él, ya que se había escondido en el bosque para que no le encontraran los guardias, pero Alí Babá conocía muy bien el bosque, y le tendió una trampa para cogerle. Así que lo ató al caballo y lo llevo al reino, donde lo entregó a cambio de que soltaran a su hermano, este, enfadado con Alí Babá por haberle vencido cogió un caballo y se marchó del reino. Alí Babá ahora estaba en una casa con cien caballos, que le servirán para vivir felizmente con su mujer, y decidió asegurarse de que los ladrones jamás intentasen robarle su tesoro, así que repartió su fortuna en muchos sacos pequeños y le dio un saquito a cada uno de los habitantes del pueblo, que se lo agradecieron enormemente porque así iban a poder mejorar sus casas, comprar animales y comer en abundancia. Así fue como Alí Babá le robó el oro a un grupo de ladrones que atemorizaban su poblado, repartió sus riquezas con el resto de habitantes y echó a su malvado hermano del pueblo, pudiendo dedicarse por entero a sus caballos y no teniendo que trabajar más vendiendo leña. Se dice hoy que cuando Alí Babá sacó todo el oro de la cueva, esta se cerró y no se pudo volver a abrir. ALADINO Y LA LÁMPARA MARAVILLOSA Adaptación del cuento de Las Mil y Una Noches Lic. AUS Jorge Luis Prioretti - https://inclusioncalidadeducativa.wordpress.com/ 15
  • 16. Seminario Socrático Érase una vez un muchacho llamado Aladino que vivía en el lejano Oriente con su madre, en una casa sencilla y humilde. Tenían lo justo para vivir, así que cada día, Aladino recorría el centro de la ciudad en busca de algún alimento que llevarse a la boca. En una ocasión paseaba entre los puestos de fruta del mercado, cuando se cruzó con un hombre muy extraño con pinta de extranjero. Aladino se quedó sorprendido al escuchar que le llamaba por su nombre. – ¿Tú eres Aladino, el hijo del sastre, verdad? – Sí, y es cierto que mi padre era sastre, pero… ¿Quién es usted? – ¡Soy tu tío! No me reconoces porque hace muchos años que no vengo por aquí. Veo que llevas ropas muy viejas y me apena verte tan flaco. Imagino que en tu casa no sobra el dinero… Aladino bajó la cabeza un poco avergonzado. Parecía un mendigo y su cara morena estaba tan huesuda que le hacía parecer mucho mayor. – Yo te ayudaré, pero a cambio necesito que me hagas un favor. Ven conmigo y si haces lo que te indique, te daré una moneda de plata. A Aladino le sorprendió la oferta de ese desconocido, pero como no tenía nada que perder, le acompañó hasta una zona apartada del bosque. Una vez allí, se pararon frente a una cueva escondida en la montaña. La entrada era muy estrecha. – Aladino, yo soy demasiado grande y no quepo por el agujero. Entra tú y tráeme una lámpara de aceite muy antigua que verás al fondo del pasadizo. No quiero que toques nada más, sólo la lámpara ¿Entendido? Aladino dijo sí con la cabeza y penetró en un largo corredor bajo tierra que terminaba en una gran sala con paredes de piedra. Cuando accedió a ella, se quedó asombrado. Efectivamente, vio la vieja lámpara encendida, pero eso no era todo: la tenue luz le permitió distinguir cientos de joyas, monedas y piedras preciosas, amontonadas en el suelo ¡Jamás había visto tanta riqueza! Se dio prisa en coger la lámpara, pero no pudo evitar llenarse los bolsillos todo lo que pudo de algunos de esos tesoros que encontró. Lo que más le gustó, fue un ostentoso y brillante anillo que se puso en el dedo índice. – ¡Qué anillo tan bonito! ¡Y encaja perfectamente en mi dedo! Volvió hacia la entrada y al asomar la cabeza por el orificio, el hombre le dijo: – Dame la lámpara, Aladino. – Te la daré, pero antes déjame salir de aquí. – ¡Te he dicho que primero quiero que me des la lámpara! – ¡No, no pienso hacerlo! El extranjero se enfureció tanto que tapó la entrada con una gran losa de piedra, dejando al chico encerrado en el húmedo y oscuro pasadizo subterráneo. ¿Qué podía hacer ahora? ¿Cómo salir de ahí con vida?… Recorrió el lugar con la miraba tratando de encontrar una solución. Estaba absorto en sus pensamientos cuando, sin querer, acarició el anillo y de él salió un genio ¡Aladino casi se muere del susto! – ¿Qué deseas, mi amo? Pídeme lo que quieras que te lo concederé. El chico, con los ojos llenos de lágrimas, le dijo: – Oh, bueno… Yo sólo quiero regresar a mi casa. En cuanto pronunció estas palabras, como por arte de magia apareció en su hogar. Su madre le recibió con un gran abrazo. Con unos nervios que le temblaba todo el cuerpo, intentó contarle a la buena mujer todo lo sucedido. Después, más tranquilo, cogió un paño de algodón para limpiar la sucia y vieja lámpara de aceite. En cuanto la frotó, otro genio salió de ella. – Estoy aquí para concederle un deseo, señor. Aladino y su madre se miraron estupefactos ¡Dos genios en un día era mucho más de lo que uno podía esperar! El muchacho se lanzó a pedir lo que más le apetecía en ese Lic. AUS Jorge Luis Prioretti - https://inclusioncalidadeducativa.wordpress.com/ 16
  • 17. Seminario Socrático momento. – ¡Estamos deseando comer! ¿Qué tal alguna cosa rica para saciar toda el hambre acumulada durante años? Acto seguido, la vieja mesa de madera del comedor se llenó de deliciosos manjares que en su vida habían probado. Sin duda, disfrutaron de la mejor comida que podían imaginar. Pero eso no acabó ahí porque, a partir de entonces y gracias a la lámpara que ahora estaba en su poder, Aladino y su madre vivieron cómodamente; todo lo que necesitaban podían pedírselo al genio. Procuraban no abusar de él y se limitaban a solicitar lo justo para vivir sin estrecheces, pero no volvió a faltarles de nada. Un día, en uno de sus paseos matutinos, Aladino vio pasar, subida en una litera, a una mujer bellísima de la que se enamoró instantáneamente. Era la hija del sultán. Regresó a casa y como no podía dejar de pensar en ella, le dijo a su madre que tenía que hacer todo lo posible para que fuera su esposa. ¡Esta vez sí tendría que abusar un poco de la generosidad del genio para llevar a cabo su plan! Frotó la lámpara maravillosa y le pidió tener una vivienda lujosa con hermosos jardines, y cómo no, ropas adecuadas para presentarse ante el sultán, a quien quería pedir la mano de su hija. Solicitó también un séquito de lacayos montados sobre esbeltos corceles, que tiraran de carruajes repletos de riquezas para ofrecer al poderoso emperador. Con todo esto se presentó ante él y tan impresionado quedó, que aceptó que su bella y bondadosa hija fuera su esposa. Aladino y la princesa Halima, que así se llamaba, se casaron unas semanas después y desde el principio, fueron muy felices. Tenían amor y vivían el uno para el otro. Pero una tarde, Halima vio por la casa la vieja lámpara de aceite y como no sabía nada, se la vendió a un trapero que iba por las calles comprando cachivaches. Por desgracia, resultó ser el hombre malvado que había encerrado a Aladino en la cueva. Deseando vengarse, el viejo recurrió al genio de la lámpara y le ordenó, como nuevo dueño, que todo lo que tenía Aladino, incluida su mujer, fuera trasladado a un lugar muy lejano. Y así fue… Cuando el pobre Aladino regresó a su hogar, no estaba su casa, ni sus criados, ni su esposa… Ya no tenía nada de nada. Comenzó a llorar con desesperación y recordó que el anillo que llevaba en su dedo índice también podía ayudarle. Lo acarició y pidió al genio que le devolviera todo lo que era suyo pero, desgraciadamente, el genio del anillo no era tan poderoso como el de la lámpara. – Mi amo, es imposible para mí concederte esa petición, pero sí puedo llevarte hasta donde está tu mujer. Aladino aceptó y automáticamente se encontró en un lejano lugar junto a su bella Halima, que por fortuna, estaba sana y salva. Sabían que sólo había una opción: recuperar la lámpara maravillosa como fuera para poder regresar a la ciudad con todas sus posesiones. Juntos, idearon un nuevo plan. Pidieron al genio del anillo una dosis de veneno y Aladino fue a esconderse. A la hora de la cena, Halima entró sigilosamente en la cocina del malvado extranjero y lo echó en el vino sin que éste se diera cuenta. En cuanto se sirvió una copa y mojó sus labios, cayó dormido en un sueño que, tal como les había prometido el genio, duraría cientos de años. Aladino y Halima se abrazaron y corrieron a recuperar su lámpara. Fue entonces cuando le contó a su mujer toda la historia y el poder que la lámpara de aceite tenía. – Y ahora que ya lo sabes todo, querida, volvamos a nuestro hogar. Frotó la lámpara y como siempre, salió el gran genio que siempre concedía todos los deseos de su señor. – ¿Qué deseas esta vez, mi amo? – ¡Hoy me alegro más que nunca de verte! ¡Llévanos a casa, viejo amigo! – dijo Aladino riendo de felicidad. Lic. AUS Jorge Luis Prioretti - https://inclusioncalidadeducativa.wordpress.com/ 17
  • 18. Seminario Socrático ¡Y así fue! Halima y Aladino regresaron, y con ellos, todo lo que el viejo les había robado. A partir de entonces, guardaron la lámpara maravillosa a buen recaudo y continuaron siendo tan felices como lo habían sido hasta entonces. PLATO DE BARRO Mamerto Menapace En esto de buscar el humor en cosas de la familia tengo un cuento que me contó una vez una chica de 4º grado. Me lo trajo en un libro de lectura. Es conocido, pero se los voy a contar porque es un lindo cuento de familia. Hombre de campo él, se le murió la señora. Lo único que le quedó fue un gurisito: el hijito. Tal vez por cariño a quien se fue, dedicó toda su vida de hombre de campo al chiquito. Lo mandó a la escuela y cuando terminó la primaria se trasladaron al pueblo para que pudiera hacer la secundaria. Visto que le muchachito respondía y era inteligente, decidió mandarlo a la facultad a estudiar medicina. El chiquito rindió realmente. El padre se desgastó en trabajos de campo, con los animales, con la chacrita, con todo para pagarle al hijo la cuota de la pensión, y el hijo se recibió de médico. Cuando el muchacho se recibió, el padre dejó el campito. Vendió todo y le compró, en el pueblo, un lugar para el consultorio. El padre gastó todo, pensando: - Y bueno, total, mi vida es la de mi hijo. El muchacho se casó con una chica de la ciudad. Hija única, acostumbrada a otro ritmo de vida. Andando el tiempo les nació un hijito. Pero el abuelo, desgastado, no estaba acostumbrado a la vida de la ciudad. Imagínense, traigan un abuelo campiriño, así, del campo. Resultó que le temblaban las manos y al servirse la sopa la desparramaba sobre el mantel. La muchachita ésta fue juntando- diríamos -, bronca. Porque le resultaba molesta la figura de este viejo en casa. Vamos a decirlo finito, para que nadie se ofenda. La cosa estalló. El día que al pobre viejo se le cayó un plato. Uno de los doce platos de porcelana que la abuela de la muchacha había traído de las Europas. Y ahí sí fue un desastre. Se puso furiosa y gritó: - ¡Pero, esto es el colmo! Ya no puedo soportarlo más. Me voy a la casa de mi mamá. Todo un desastre. Al final el pobre viejo tuvo que ir a comer a la cocina. Le compraron una cantidad de platos, de esos platos de barro cocido para que el abuelo, si tuviera que hacer un estropicio, lo hiciera con algo que se pudiera romper fácilmente. Y se creyó que el asunto estaba arreglado. Pero el pequeño había hecho buenas migas con el abuelo. Un día, el chiquito no estaba en casa para la hora de la comida. Lo buscaron por todas partes. - ¿Dónde se habrá metido este mocoso? Imagínenlo al guricito. Al final: ¿Saben dónde lo encontraron? En el fondo del patio, al lado de la canilla y embarrado hasta la coronilla. Y la mamá le preguntó. - ¿Qué estás haciendo acá? El chiquito le dijo: - Estaba haciendo platos de barro, para que ustedes, cuando sean viejitos, puedan comer también en la cocina con sus platos de barro. El cuento afortunadamente terminó lindo, porque a partir de ese día el abuelo volvió a comer en la mesa con la familia. Porque dicen que lo que Juancito ve hacer es lo que va a hacer un día Juan. El chiquito va a tomar con ustedes, cuando sea grande él y ustedes sean abuelos, las actitudes que él vio que ustedes tomaron con su abuelo. Digo ¿no? Para el Día del Padre es una linda reflexión. Lo digo con un gran cariño para los abuelos, para los padres y para los chicos. Un día en familia. Lic. AUS Jorge Luis Prioretti - https://inclusioncalidadeducativa.wordpress.com/ 18
  • 19. Seminario Socrático Menapace Mamerto, Cuento con ustedes, "Plato de barro", Editorial Patria Grande, Buenos Aires, Segunda Edición, agosto 1998. NUESTRO LORO En casa teníamos un loro. Pero un loro auténtico. No una cotorra. Ni siquiera se lo hubiera podido confundir con uno de esos loros chicos, que comen girasol y que en norte llaman calancates. El nuestro era un loro grande, nacido en el norte. Lo habían traído de pichón y se había criado con nosotros, compartiendo nuestra vida de cada día, nuestros entusiasmos y nuestras discusiones. Y fue así como aprendió a gritar muchas cosas. Se llamaba Pastor. Es cierto que ese nombre se lo habíamos impuesto. Pero él lo había aceptado. Cuando tenía hambre, por ejemplo, y quería suscitar nuestra compasión, repetía en tono triste: -¡Pobrecito Pastor! ¡La papa para Pastor, pobrecito Pastor! - Y agarraba con una de sus patitas el pedazo de pan familiar. Aferrándose con la otra de donde estaba apoyado, lo comía con gesto humano. Con gesto de familia. Cuando sentía torear los perros, gritaba: “¡Fuera, fuera!”, y compartía nuestras euforias gritando: “¡Viva Boca!” cuando escuchaba los partidos por radio. Además repetía las órdenes que se daban a los chicos, y así nos mandaba encerrar los terneros, traer agua; o simplemente nos llamaba por nuestro nombre. En casa lo teníamos por uno más de la familia. Habiendo compartido casi la totalidad de su vida consiente con nosotros, pensábamos que todos sus ideales se identificaban con los nuestros. Lo creíamos un loro domesticado. Le teníamos tanta confianza que le habíamos otorgado plena libertad. Porque tienen que saber que teníamos otros pájaros: tres cardenales copete rojo y una urraca de monte. Tuvimos tordos y boyeros de esos que hacen su nido como una larga media colgada de las ramas de un algarrobo. En fin, una variedad de otros pájaros salvajes. Pero a todos los teníamos en cerrados en sus jaulas. De ellos nos interesaban sus trinos y sus colores; pero sabíamos que no deseaban compartir nuestra vida. No estaban integrados. En cambio nuestro loro, no. Se subía a nuestros mismos árboles y gateaba las mismas ramas que nosotros, los chicos. Nuestro parral era también suyo. Y los días de lluvia o frío compartían la tibieza de nuestra cocina. Para saber dónde estaba, bastaba con gritar fuerte: -¡Pastor!…- y él, desde su rama o su rincón contestaba: -¡Eu! Con pico y patas descendía hasta uno para tomar su pedazo de pan familiar. Eso sí. Tenía sus agresividades. ¡Cómo no! Y también sus antipatías. Eso era lógico. A todos en casa nos pasaba más o menos lo mismo. Pero no. Seguramente no fue ése el motivo de su insólita actitud aquella tarde de otoño. Sí. Era otoño. Lo recuerdo bien. Como una cicatriz de mi infancia. Era otoño porque aquella tarde casi todos los mayores estaban juntando algodón en el campo. Papá estaba en el pueblo. Algunos estábamos en la escuela, y sólo quedaba en casa mamá y uno o dos de los más chicos. Habrán sido las tres o cuatro de la tarde. Cada uno estaba en lo suyo, y todo parecía estar en paz. Viniendo desde el sur, una bandada de loros salvajes emigraba hacia el norte; hacia las selvas, las Cataratas, el Paraguay. Su vuelo nervioso era apuntado por esos gritos Lic. AUS Jorge Luis Prioretti - https://inclusioncalidadeducativa.wordpress.com/ 19
  • 20. Seminario Socrático característicos del loro en vuelo: -¡Creo, creo, creo!…- y la bandada pasó sobre mi casa. ¿Qué le pasó a nuestro loro? ¿Habrá estado triste, disconforme? ¿Se habrá sentido oprimido o alienado? Puedo asegurarles que en casa no le faltaba nada y papá era exigente en que no se maltratara a ningún animal; menos al loro familiar por el cual sentía afecto especial. No. Estoy seguro de que no. No fue por ninguno de esos motivos. No fue para liberarse de algo. Fue simplemente porque sintió que algo se liberaba en él. Sacudido por ese grito ancestral de su raza en vuelo, también en él surgió la necesidad imperiosa de afirmar su fe en aquellas realidades primordiales que constituyen la esencia de todos los loros. Y agitando sus alas torpes, no adiestradas para el vuelo, lanzó también él ese grito que le dormía dentro: -¡Creo, creo, creo!… - y se largó a volar. Fue sólo un gesto. Una manera de concretizar su profunda fe en las selvas, en las cataratas, en yerbales y naranjales que él nunca viera, y que nunca serían plenamente suyos. La bandada se perdió pronto sobre los chañares, arreando hacia el norte su profesión de fe. Nuestro loro no pudo seguirla. A las pocas cuadras perdió altura y aterrizó. No estaba adiestrado para el vuelo largo. En nuestra familia nadie tenía esas oportunidades, y a él mismo nunca se había presentado la necesidad de ensayarlas. Esa noche, al reencontrarnos todos nuevamente reunidos en familia, notamos la ausencia de Pastor. En su media lengua, mi hermanito menor dio a entender que el loro se había volado hacia el norte. Alguien creyó recordar que, efectivamente, a media tarde una bandada de loros había sobrevolado el algodonal. Todos lamentados sinceramente que nuestro loro se hubiera podido ir con ellos. Y a todos nos sobrecogió el temor por los peligros que acecharían a Pastor, ya que sabíamos que era imposible que hubiera podido seguir el ritmo de la bandada. Caído a mitad de vuelo, quizás no habría un árbol cerca; así estaría en pleno campo bajo el peligro de los zorros o de los gatos. Una de mis hermanas - la más sensible - se largó a llorar. Con todo, creo que se exageraron un poco los peligros. Probablemente lo que nos preocupaba no era tanto las dificultades que encontraría nuestro loro en su nueva situación, cuando el haberlo perdido. Sobre todo nos mortificaba que ya no fuera nuestro loro. De hecho, Pastor había caído a unas pocas cuadras entre el algodonal. Dos o tres días después lo encontramos. ¡Pobre!, daba lástima. Estaba muerto de hambre. Y lo descubrimos justamente porque al pasar cerca de él, se puso a gritar esa serie de frases familiares que había aprendido entre nosotros. Sus ¡vivas! y sus ¡fuera! Fue así como descubrimos su paradero. Todos nos alegramos de haberlo reencontrado. Y todos estuvimos de acuerdo en que había que cortarle las plumas de sus alas para que no volviera a repetir la experiencia. Hasta mi hermana - ¡la más sensible! - estuvo de acuerdo también. Porque Pastor nunca podría seguir a las bandadas. Por tanto había que impedirle nuevas experiencias. Hoy, al pensar en aquella decisión de mi familia, me pregunto: “¿Fue un auténtico y sincero cariño por Pastor lo que nos llevó a cortarle las alas para evitarle problemas?”. Tal vez hubiera sido mejor darle mayores oportunidades de vuelos controlados, para que realmente estuviera capacitado. No sé. Por ejemplo, se lo podría haber llevado lejos, dejándolo luego un poco solo, para obligarlo a volar por su cuenta hasta nosotros. Así, a la vez que ensayaba el vuelo largo, aprendería a tomar nuestra casa como punto de referencia y lograría realizar el vuelo de retorno. Pero tengo que reconocer que fuimos egoístas. Preferimos la solución fácil. Pastor fue humillado y perdió las hermosas plumas de colores de la punta de sus alas. Lic. AUS Jorge Luis Prioretti - https://inclusioncalidadeducativa.wordpress.com/ 20
  • 21. Seminario Socrático Pienso que también dramatizamos algo que no era para tanto. ¿Qué es lo que en el fondo había hecho Pastor? Seguramente, su gesto no fue un signo de protesta contra nuestro estilo de vida familiar. No fue un querer irse porque estuviera en desacuerdo, o como un decirnos que todos sus gestos anteriores habían sido un simple formulismo hecho sin convicción; como si nunca hubiera compartido auténticamente lo nuestro. Simplemente había sentido de repente ese grito que despertaba en Pastor una fidelidad que nunca había sentido antes entre nosotros. Era la profesión de fe de su raza en vuelo. Y Pastor, sacudido por ese grito de su raza, había realizado un gesto sin pensar siquiera en las consecuencias, y menos que con ello pudiera ofender nuestra incapacidad de volar. Se había equivocado. De acuerdo. Pero ¿a quién en casa no le había pasado alguna vez algo parecido, no se había equivocado al escuchar un grito nuevo? -Habría podido consultar - se me dirá. Pero ¿a quién? Cada uno estaba enteramente ocupado en lo suyo y ni siquiera hubiera podido comprender su intimidad intransferible de loro. Nosotros sacamos demasiadas conclusiones. La verdad: le tuvimos miedo al futuro. Y olvidamos sus diez mil gestos buenos, profundos, con sentido auténtico, por uno que le fracasó y que había hecho sin consultar. ¡Qué ridículo fuiste, Pastor, durante un tiempo, caminando pasito a paso por los patios, intentando vuelos que irremediablemente terminaban en tumbos, con tus alas amputadas! Para alcanzar las ramas que antes eran las metas de sus bólidos, ahora tenías que gatear el tronco con pico y patas como una comadreja. Realmente, Pastor, te hicimos sufrir una gran humillación. Pero, créemelo: lo pensábamos justificado. Porque con ello asegurábamos tu permanencia definitiva entre nosotros. Nosotros, ¡te hubiéramos extrañado tanto! Con esa decisión de cortarte las plumas y no permitirte el vuelo largo, nosotros nos comprometíamos con vos, con tu futuro, con tu seguridad. Pero nuestra familia no era dueña del futuro. Ni del tuyo, ni del de ella misma. El futuro es sólo de Dios. ¡Es tan delicado comprender a los demás definitivamente mediante nuestras decisiones arbitrarias y poco generosas! Unos cuantos años después nuestra familia tuvo que emigrar. Tuvo que dejar ese campo familiar, ese rancho con tantos recuerdos y esos árboles que vos y yo gateábamos rama a rama. Y nos fuimos a vivir al pueblo. No. No fue fácil acostumbrarse. Tampoco para nosotros. Créemelo. El terreno era pequeño. La casa de material, con pisos de cemento. No había árboles. Al principio ni siquiera teníamos un parral. Pero si a mi familia se la hacía difícil amoldarse, a vos se te hizo imposible. No hubo santo. No tenías espacio vital. Comenzaste a ponerte triste. Ya no hablabas. Perdías el color de tus plumas. Andabas todo el día huraño. Y lo que es peor: molestabas en todas partes porque no lograbas ubicarte vos mismo. Las visitas, que allá en el campo dejabas admiradas, ahora preguntaban para qué te teníamos. Y entre esas visitas, no faltó quien te codiciara. En su casa tenía un lindo bananal. Y fue así nomás: te vendimos. Siento una profunda vergüenza al tener que confesarlo. Pero… te vendimos. Quinientos pesos viejos. Casi como para decir que carecías de valor. Como quien se saca de encima un estorbo. La última vez que te vi estabas encaramado entre las hojas del bananal. No diste señales de reconocerme. Y sin embargo yo quiero creer que no nos guardas rencor. Necesito creerlo. Para que en mí no muera lo mejor de vos. Mamerto Menapace, publicado en el libro La sal de la tierra, Editorial Patria Grande. Lic. AUS Jorge Luis Prioretti - https://inclusioncalidadeducativa.wordpress.com/ 21
  • 22. Seminario Socrático Guía para el trabajo con el cuento Nuestro Loro. Lectura Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta. Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo vuelve a contar). ¿Qué sucede en el relato? ¿Podemos reconocer partes en el relato? Describir lo sucedido en cada una. ¿Qué proceso fue viviendo el loro? ¿Cómo reaccionó la familia? ¿Qué reflexiona el autor, tiempo después de transcurrido todo esto, al mirar para atrás? Elegir una frase del texto (releerlo rápido para ubicarla) que más le haya llegado/impactado a cada uno y compartirla en voz alta. Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje del cuento para nuestra vida. LOS DOS BURRITOS Érase una vez una madre - así comienza esta historia encontrada en un viejo libro de vida de monjes, y escrita en los primeros siglos de la Iglesia -. Érase una vez una madre - digo - que estaba muy apesadumbrada, porque sus dos hijos se habían desviado del camino en que ella los había educado. Mal aconsejados por sus maestros de retórica, habían abandonado la fe católica adhiriéndose a la herejía, y además se estaban entregando a una vida licenciosa desbarrancándose cada día más por la pendiente del vicio. Y bien. Esta madre fue un día a desahogar su congoja con un santo eremita que vivía en el desierto de la Tebaida. Era este un santo monje, de los de antes, que se había ido al desierto a fin de estar en la presencia de Dios purificando su corazón con el ayuno y la oración. A él acudían cuantos se sentían atormentados por la vida o los demonios difíciles de expulsar. Fue así que esta madre de nuestra historia se encontró con el santo monje en su ermita, y le abrió el corazón contándole toda su congoja. Su esposo había muerto cuando sus hijos eran aún pequeños, y ella había tenido que dedicar toda la vida a su cuidado. Había puesto todo su empeño en recordarles permanentemente la figura del padre ausente, a fin de que los pequeños tuvieran una imagen que imitar y una motivación para seguir su ejemplo. Pero, hete aquí, que ahora, ya adolescentes, se habían dejado influir por las doctrinas de maestros que no seguían el buen camino y enseñaban a no seguirlo. Y ella sentía que todo el esfuerzo de su vida se estaba inutilizando. ¿Qué hacer? Retirar a sus hijos de la escuela, era exponerlos a que suspendidos sus estudios, terminaran por sumergirse aún más en los vicios por dedicarse al ocio y vagancia del teatro al circo. Lo peor de la situación era que ella misma ya no sabía qué actitud tomar respecto a sus convicciones religiosas y personales. Porque si éstas no habían servido para mantener a sus propios hijos en la buena senda, quizá fueran indicio de que estaba equivocada también ella. En fin, al dolor se sumaba la dura y el desconcierto no sabiendo qué sentido podría tener ya el continuar siendo fiel al recuerdo de su esposo difunto. Todo esto y muchas otras cosas contó la mujer al santo eremita, que la escuchó en Lic. AUS Jorge Luis Prioretti - https://inclusioncalidadeducativa.wordpress.com/ 22
  • 23. Seminario Socrático silencio y con cariño. Cuando terminó su exposición, el monje continuó en silencio mirándola. Finalmente se levantó de su asiento y la invitó a que juntos se acercaran a la ventana. Daba esta hacia la falda de la colina donde solamente se veía un arbusto, y atada a su tronco una burra con sus dos burritos mellizos. -¿Qué ves? - le preguntó a la mujer quien respondió: -Veo una burra atada al tronco del arbusto y a sus dos burritos que retozan a su alrededor sueltos. A veces vienen y maman un poquito, y luego se alejan corriendo por detrás de la colina donde parece perderse, para aparecer enseguida cerca de su burra madre. Y esto lo han venido haciendo desde que llegué aquí. Los miraba sin ver mientras te hablaba. -Has visto bien - le respondió el ermitaño-. Aprende de la burra. Ella permanece atada y tranquila. Deja que sus burritos retocen y se vayan. Pero su presencia allí es un continuo punto de referencia para ellos, que permanentemente retornan a su lado. Si ella se desatara para querer seguirlos, probablemente se perderían los tres en el desierto. Tu fidelidad es el mejor método para que tus hijos puedan reencontrar el buen camino cuando se den cuenta de que están extraviados. Sé fiel y conservarás tu paz, aun en la soledad y el dolor. Diciendo esto la bendijo, y la mujer retornó a su casa con la paz en su corazón adolorido. Mamerto Menapace, publicado en el libro Cuentos Rodados, Editorial Patria Grande. Guía para el trabajo con el cuento Los dos burritos. Lectura Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta. Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo vuelve a contar). ¿Qué sucede en el relato? ¿Cuál era la preocupación de esta madre, protagonista del relato? ¿A quién acude a pedir consejo? ¿Cómo son las actitudes del monje hacia ella? ¿Qué le hace ver el monje para ayudarla en su problema? ¿Cuál es su consejo? Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje del cuento para nuestra vida. LOS DOS PARAÍSOS En el patio de tierra de mi casa había dos grandes paraísos. De chico nunca me pregunté si ellos también habrían nacido, crecido, o sido trasplantados. Simplemente estaban allí, en el patio, como estaban el cielo las estrellas, la cañada en el campo, y el arroyo allá dentro del monte. Formaban parte de ese mundo preexistente, de ese mundo viejo con capacidad de acogida que uno empezaba a descubrir con asombro. Eran lo más cercano de ese mundo porque estaban allí nomás, en el medio del patio, con su ancho ramerío cubriéndolo todo y llenando de sombra toda la geografía de nuestros primeros gateos sobre la tierra. Lic. AUS Jorge Luis Prioretti - https://inclusioncalidadeducativa.wordpress.com/ 23
  • 24. Seminario Socrático Ellos nos ayudaron a ponernos de pie, ofreciéndonos el rugoso apoyo de su fuerte tronco sin espinas. Encaramados a sus ramas miramos por primera vez con miedo y con asombro la tierra allá abajo, y un horizonte más amplio alrededor. Los pájaros más familiares, fue allí donde los descubrimos. En cambio los otros, los que anidaban en la leyenda y en el misterio de los montes, los fuimos descubriendo mucho después, cuando aprendimos a cambiar de geografía y a alejarnos de la sombra del rancho. Fue en ellos donde aprendimos que la primavera florece. Para setiembre el perfume de los paraísos llenaba los patios y el viento del este metía su aroma hasta dentro del rancho. No perfumaban tan fuerte como los naranjos, pero su perfume era más parejo. Parecía como que abarcara más ancho. A veces, un golpe de aire nos traía su aroma hasta más allá de los corrales. También nos enseñaron cómo el otoño despoja las realidades y las prepara para cuartear el invierno. Concentrando su savia por dentro en espera de nuevas primaveras, amarilleaban su follaje y el viento amontonaba y desamontonaba las hojas que ellos iban entregando. En otoño no se esperaba la tarde del sábado para barrer los patios. Se los limpiaba en cada amanecer. ¡Cuántas cosas nos enseñaron los dos viejos paraísos, nada más que con callarse! Fue apoyado en sus troncos, con la cara escondida con el brazo, donde puchereamos nuestros primeros lloros después de las palizas. Allí, en silencio, escuchaban el apagarse de nuestros suspiros entrecortados por palabras incoherentes que puntuaban nuestras primeras reflexiones internas de niños castigados. Y en el silencio de sus arrugas, guardaron junto con nuestros lagrimones esas primeras experiencias nuestras sobre la justicia, la culpa, el castigo y la autoridad. Y luego, cansados de una reflexión que nos quedaba grande y agotada nuestra gana de llorar, nos alejábamos de sus troncos y reingresábamos a la euforia de nuestros juegos y de nuestras peleas. Cuando jugábamos a la mancha, transformaban su quietud en la piedra del “pido” que nos convertía en invulnerables. Y en el juego de la escondida escuchaban recitar contra su tronco la cuenta que iba disminuyendo el tiempo para ubicar un escondite. Y luego eran la meta que era preciso alcanzar antes que el otro, para no quedar descalificado. Ellos participaron de todos nuestros juegos y fueron los confidentes de todos nuestros momentos importantes. Escondidos detrás de sus troncos, nuestra timidez y viveza de chicos de campo espiaba a las visitas de forasteros, mientras escuchábamos nuevas palabras, otra manera de pronunciarlas y nuevos tonos de voz, que luego se convertían en material de imitación y de mímica para las comedias infantiles en que remedábamos a las visitas. Así fue como aprendí la palabra “etcétera”, que me causó una profunda hilaridad, y que al repetirla luego a cada momento y para cualquier cosa, nos hacía reír a todos en la familia. En mi familia siempre producían hilaridad las palabras esdrújulas. Al llegar la noche, todo nuestro mundo amigo se atrincheraba alrededor de los paraísos. El farol que se colgaba de una de sus ramas creaba una pequeña geografía de luz que era todo lo que nos pertenecía en este mundo. Más allá estaba el reino de la noche desde donde nos venían los gemidos de las ranas sorprendidas por las culebras; y hacia donde los perros hacían rápidas salidas para defender nuestro reino sitiado. Desde la noche sabía llegar hasta nuestro puerto de luz algún forastero o algún amigo náufrago de las sombras que había logrado ubicar el faro de nuestra lámpara suspendidas de las ramas de los paraísos. Desde lo más hondo de la noche remaban hacia la lámpara miles de insectos: las luciérnagas describían amplios círculos de luz alrededor de los paraísos, y a veces volvían a hundirse en la inmensidad sideral de la noche como pequeños cometas de nuestro pequeño sistema solar. Otras veces, encandiladas por la luz del farol, terminaban en Lic. AUS Jorge Luis Prioretti - https://inclusioncalidadeducativa.wordpress.com/ 24
  • 25. Seminario Socrático nuestras manos llenándolas de todo eso misterioso que brilla en las noches. Cuando me vine hacia el sur, la imagen de los paraísos vino conmigo, y conmigo fue creciendo al ritmo de mi propio crecimiento. Los veía simplemente como parte de mi propia historia. Al volver luego de unos años, me impresionó ver nuevamente a mis dos viejos paraísos familiares. Sí. Eran los mismos: ocupaban el mismo sitio; los aseguraban las mismas raíces y los identificaba por las mismas arrugas de sus troncos amigos. Y sin embargo me parecieron más pequeños. Cierto: la cabellera de sus copas había raleado, y tal vez sus ramas ya no fueran tan flexibles. Pero fundamentalmente habían quedado iguales; idénticos. No fue por haber cambiado por lo que me resultaron más pequeños. Yo diría que fue mi relación con ellos lo que había crecido, lo que me daba de ellos una visión distinta. Quizá no es que los viera más pequeños; sino que ya no me parecían tan altos, ni tan ancha su sombra, ni tan difíciles de subir, ni tan imprescindibles dentro de la geografía del mundo que me tocaba habitar. Mientras tanto, yo ya había conocido otros árboles grandes, importantes, útiles o amigos, y a lo mejor había adornado inconscientemente con esas dimensiones prestadas a mis dos viejos paraísos familiares. Ahora, al verlos en su realidad concreta, desmitizados de mis adornos fantasiosos, comencé a darme cuenta de sus auténticos límites, de la dimensión concreta de sus ramas. Podría decir que casi afloró a mi conciencia un descubrimiento: “Mis dos viejos paraísos también tenían su historia.” Historia personal, intransferible. Su existencia no era sólo relación conmigo. También ellos habían nacido en alguna parte, habían tenido su historia de crecimiento, para luego ser trasplantados juntos y compartir la historia de un mismo patio. El estar allí, el compartir su vida con nosotros, su sombra y el ciclo de sus otoños y primaveras, era el resultado de decisiones que bien hubieran podido ser distintas, y con ello totalmente otra mi propia historia y mi geografía personal. Me di cuenta de la tremenda responsabilidad de sus decisiones; cosa que ningún otro árbol había tenido, ni jamás podría tener en mi vida. Y pienso que, si hoy todo árbol es mi amigo, esto se debe a la calidez de amigo que supe encontrar allá en mi emplumar, en aquellos dos paraísos familiares. Ellos dieron a mis ojos, a mi corazón y a mis manos, esa imagen primordial que trataría de buscar en cada árbol luego en mi vida. Insisto. Esto lo empecé a ver y a comprender cuando desmiticé a mis dos viejos paraísos de todo lo que no era auténticamente suyo. Cuando comprendí que también ellos tenían unas dimensiones concretas y relativamente pequeñas; cuando les descubrí sus carencias y cuando supe que su existencia almacenaba, como la mía una cadena de decisiones personales, y no un mero sucederse de preexistencias sin historia. Cuando me di cuenta de que tenían menos dimensiones de las que yo me imaginaba, y más méritos de los que yo suponía. Hoy aquel patio familiar existe sólo en mi recuerdo. Los dos paraísos han dejado en pie dos grandes huecos de luz. Buscando sus copas mis ojos miran para arriba y se encuentran con el cielo. No han muerto. Y pienso que no morirán nunca, porque rama a rama se van quemando en el fogón familiar, y de cada astilla que se ha vuelto ceniza se ha liberado la tibieza que calienta nuestros inviernos. Y sus troncos rugosos se han vuelto tablas de la mesa familiar que nos seguirá reuniendo a los hermanos distantes para compartir el pan. Mamerto Menapace, publicado en el libro La sal de la tierra, Editorial Patria Grande. Guía para el trabajo con el cuento Los dos paraísos. Lic. AUS Jorge Luis Prioretti - https://inclusioncalidadeducativa.wordpress.com/ 25
  • 26. Seminario Socrático Lectura Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta. Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo vuelve a contar). ¿Qué se describe en el relato? ¿Qué recuerdos se entrelazan en el relato? ¿Qué cambio experimentó el autor, en relación a estos dos árboles? ¿Qué descubrió? ¿Qué reflexiona el autor, contemplando esta historia, parte de su vida? Elegir una frase del texto (releerlo rápido para ubicarla) que más le haya llegado/impactado a cada uno y compartirla en voz alta. Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje que has descubierto en el cuento para tu vida. Compartirlo con los demás. OJOS EMBRUJADOS El Abad Arsenio hacía muchos años que vivía en el desierto. Se había retirado a la soledad a fin de luchar contra todos los engaños del diablo, y así poder mirar las cosas con ojos simples y ver sólo lo que Dios veía. Muchos años le había costado esa lucha, hasta que finalmente Dios en su misericordia le había concedido la gracia de ver la realidad de las cosas. Es decir, ver las cosas con los ojos de Dios, simple y puramente. Vivía desierto adentro, tres días de camino. Al borde del desierto había una ciudad. Y en ella vivía un matrimonio de personas ya mayores, que tenían sólo una hija adolescente, por la que estaban más que preocupados. Permanentemente se sentían angustiados por la jovencita, a la que tenían acobardada a consejos, tratando de evitarle los peligros propios de su edad. La verdad era que su hija daba bastantes motivos para que sus padres se preocuparan, ya que estaba en esa etapa de la vida en que se vive sin ver los peligros reales e imaginándose todas las oportunidades como posibles. Un día la angustia se les hizo espesa. Había llegado el rumor de que se acercaba a la ciudad una compañía de brujos, con su circo de animales, sus camellos llenos de campanillas, y toda su hechicería a cuestas. Sobre todo se hablaba mucho del Brujo Mayor, hombre de poder maléfico, que con su sola mirada era capaz de seducir a una joven y convertirla en una animal que luego utilizaba para sus pruebas en el circo. En aquella época se creía que los animales amaestrados, eran en realidad personas convertidas en tales por arte de encantamiento, y que por ello junto a su nueva forma animal les quedaban restos de comprensión humana. Imagínense el terror que se apoderó de los padres de la muchacha al saber que la compañía de brujos se acercaba al poblado, y que su hija no se hallaba en casa. Comenzaron a temer lo peor. Sabía de la imprudencia de ella, y no podían sacarse de la imaginación lo que ocurriría si llegaba a encontrarla en su camino la caravana se aproximaba. Angustiados y con el corazón oprimido cerraron la casa trancando puertas y ventanas. Y cuando sintieron el tropel de las pisadas y el tintinear de las campanillas, no pudieron resistir el acercarse a la puerta espiando por el agujerito del visor lo que pasaba justo frente a su casa. Lentamente fueron desfilando las jaulas con los animales y luego las Lic. AUS Jorge Luis Prioretti - https://inclusioncalidadeducativa.wordpress.com/ 26
  • 27. Seminario Socrático carretas con los equipajes apilados. Detrás del cortejo, venía el Brujo Mayor, en su camello negro, erguido y escrutando con ojos de fuego a su alrededor. No pudieron sacarle la vista de encima. Cuando pasaba frente a su puerta detrás de la que ellos estaban como encandilados mirándolo, vieron que lentamente fue girando la cabeza, hasta que su mirada se clavó en la de ellos a través del pequeñísimo espacio de la mirilla. Un terror frío les corrió por el cuerpo e instintivamente retrocedieron como quemados por aquella mirada. Ya no les cabía duda. Algo terrible le habría pasado ciertamente a su hija. Esta obsesión se les fue metiendo en el alma a medida que crecía la noche. Sintieron ruidos raros que golpeaban sus puertas y ventanas. Voces misteriosas e incomprensibles que pedían se les abriera. Todo inútil: arrimaron aún más muebles a las trancas y se mantuvieron quietos y templando en el rincón más oscuro de la habitación. Así pasaron aquella horrible noche de vigilia, pensando en la joven que en algún lugar estaría convertida en bestia por encantamiento del Brujo. Cuando supusieron que sería de día, fueron lentamente retirando muebles y camas, y por último destrancaron las puertas para mirar el mundo exterior. Y allí se confirmaron sus temores y ansiedades. Dormida en el atrio de su casa, estaba tirada su hija convertida en una asna. No hay para qué describir la reacción de gritos, reproches y barbaridades con la que sus padres rubricaron lo que veían sus ojos. Inmediatamente pusieron a la bestia un bozal, y a empujones y latigazos la fueron empujados hasta el corral donde la dejaron amarrada al palenque sin agua y sin comida. Así la tuvieron todo el día, mientras desahogaban su angustia con reproches y reconvenciones. -¡Viste - gritaban - tenía que sucederte al fin! Nosotros te habíamos dicho. Pero es inútil. Ustedes los jóvenes no quieren escucharnos. Y ahora ¿qué vamos a hacer? Finalmente, desesperados, decidieron ir a consultar al abad Arsenio; quizá él con su poderosa intercesión pudiera desembrujar a su hija para que recobrara su ser original. Y diciendo y haciendo, emprendieron el viaje. Atada con su cabestro por el bozal, y a gritos y empujones, fueron haciendo los tres días de camino desierto adentro hasta llegar al lugar en que Arsenio habitaba. Al ver de la colina su celda, dejaron allí atada a la asna y fueron corriendo y llorosos a postrarse a los pies del anciano suplicándole que desembrujara a su hija que había quedado convertida en una asna por encantamiento maléfico. Le contaron todo lo sucedido, detallándole el momento en que se sintieron flechados por la mirada terrible del Brujo Mayor que pasara frente a su casa, y que no les viera más que los ojos ansiosos detrás de la mirilla. Con calma Arsenio los consoló y les pidió que lo acompañaran hasta el lugar donde habían dejado atada a la joven. Al acercase les preguntó: -¿Dónde está la asna, de la que hablan? Yo no la veo. -¿Cómo no la ves? Está delante tuyo - le respondieron. Pero el anciano insistió en que él no veía asna alguna. Lo que sus ojos veían era una muchacha aterrorizada, castigada y humillada a la que tenían atada con un bozal y cabestro, y que lo miraba con miedo, sin entender nada. Entonces el anciano levantó sus ojos al cielo y oró. Y Dios lo iluminó para que de pronto comprendiera todo. Miró profundamente a los ojos atemorizados de los padres y les ordenó que se arrodillaran. Y entonces suplicó: -Padre Santo. Señor de la luz y la verdad. Dígnate librar a estos tus hijos de la mentira que hay en sus ojos, para que vean la verdad de su hija. Y diciendo esto trazó sobre su vista la señal de la cruz. Como si un velo se les hubiera quitado, ellos vieron desaparecer la imagen de la asna, y reencontraron la de su hija maltrecha y asustada. La que estaba embrujada no era la muchacha, sino los ojos de sus padres, obsesionados por el miedo y la angustia. En mi vida de monje, he visto muchas veces el reverso de este cuento. He conocido muchos jóvenes que tenían los ojos embrujados y eran incapaces de ver la verdad de sus Lic. AUS Jorge Luis Prioretti - https://inclusioncalidadeducativa.wordpress.com/ 27
  • 28. Seminario Socrático padres. Donde ellos no descubrían más que seres celosos y chapados a la antigua, que nada comprendían, la verdad demostraba una pareja de padres cariñosos y sinceramente responsables del bien de su hijo. Mamerto Menapace, publicado en el libro Cuentos Rodados, Editorial Patria Grande. Guía para el trabajo con el cuento Ojos embrujados. Lectura Realizar la lectura del cuento en grupo. Es importante que todos los presentes tengan una copia del texto. Se pueden ir turnando dos o tres personas para leer el cuento en voz alta. Rumiando el relato Al terminar la lectura entre todo el grupo se reconstruye el relato en forma oral (se lo vuelve a contar). ¿Qué sucede en el relato? ¿Quién era el abad Arsenio? ¿Qué don importante había recibido? ¿Qué sucede con los padres del relato y su hija? ¿Cómo era su relación, qué dificultades tenía? ¿Qué les pasa cuando llega el circo a su pueblo? ¿Qué consejo y ayuda reciben del abad? Compromiso para la vida Sintetizar en una frase el mensaje del cuento para nuestra vida. EL CANDIL DE LA NONA Ha quedado en mi recuerdo como uno de esos objetos sin edad. Como si a fuerza de estar y de alumbrar, hubiera logrado vencer el tiempo y permanecer. Era una lámpara antigua de bronce. Tampoco podría afirmar, al revivirla hoy en mi recuerdo, si lo que la adornaba eran dibujos o simplemente arrugas con las que la vida y los acontecimientos habían ido ganándole un rostro. Tenía ese noble color del bronce, y la capacidad de alumbrar en silencio. Era una lámpara con pie. Cuando se la encendía, se la colocaba siempre en el centro de la mesa familiar. De ahí que su recuerdo lo tengo acollarado a las noches de invierno. Porque en verano vivíamos a la intemperie, y entonces no se usaba la lámpara, sino un farol que se colgaba de las ramas del árbol del patio. Pero la lámpara de bronce tenía esa rara cualidad de crear la intimidad. Objeto quedado, de entre miles de objetos idos, la vieja lámpara de bronce parecía haber asumido en lo más íntimo de sí su propia soledad, y quizá fuera de allí de donde sacara esa misteriosa fuerza para crear la comunión. Cuando entrada la noche se encendía la lámpara, parecía que su luz quieta hiciera crecer a su alrededor el silencio, y no sé qué misterio viejo. Mirando su llamita, los niños dilatábamos las pupilas, y quietos de cuerpo y alma, remábamos tiempo adentro. Hacia esa época legendaria en que grandes vapores llenos de inmigrantes avanzaban por el mar hacia nosotros. En uno de ellos había venido a desembarcar en nuestra mesa aquella lámpara. Entre nosotros su luz creaba esa misteriosa realidad de hacernos sentir con raíces, viniendo de un tiempo viejo. Sabíamos que en otros tiempos su luz había alumbrado fiestas Lic. AUS Jorge Luis Prioretti - https://inclusioncalidadeducativa.wordpress.com/ 28