1. El hombre del saco
La maldita corneta madruga más que nadie. Más que el sol y que los gallos, si es que
aquí los hubiese. El capitán gritando y el frío de la helada nocturna entran a la vez por
la puerta del viejo barracón. Todos los quintos nos erguimos como si la cama
quemase, nos miramos mudos a través de las legañas y ahorramos los “buenos días”
para otro momento en el que merezcan dicho adjetivo. Las carreras por evitar el
castigo de llegar tarde al izado de bandera son tal vez el último coletazo de los juegos
de estos niños “adultados” a base de disciplina e instrucción.
El sol empieza ahora a despertarse mientras nosotros cuadramos en el patio
escarchado. Seis filas de uniformes y 48 fusiles que sujetamos los futuros defensores
una patria a la que tenemos que amar sobre todas las cosas.
Pero yo amo a Martina, la hija del médico de Sacramenia, y no tengo más hueco en
mi corazón que para ella. Patrias y banderas no me importan demasiado, y no creo
que al volver al pueblo las eche de menos. A ella en cambio la recuerdo cada noche.
Bueno y cada mañana y cada tarde. Y cada segundo, seamos sinceros.
Cierro los ojos y exprimo la memoria. Añoro la inocencia de mi niñez en el pueblo.
Las guerras de piñas, las ranas, la cabaña en la cantera de Silvio, mi primera peonza,
los chapuzones en las pozas, el viento agitando los océanos amarillos de trigo y el
color naranja de las largas tardes de verano.
Recuerdo incluso con nostalgia las misas de los domingos. Es verdad que me aburrían
los sermones del Padre Asensio y la ropa incómoda de la cuidad con que me vestía mi
madre para la celebración, pero disfrutaba viendo a todos los paisanos con sus
2. mejores galas esperando a comulgar. Entre ellos, claro está, buscaba a Martina, con
su radiante vestido de los domingos.
Aquellos recuerdos tan nítidos y cercanos contrastan frontalmente con la visión
nublosa y lejana que concibo de la que en cualquier momento será mi primera batalla.
La temo. La deseo lejos. Muy muy lejos. Tan lejos que cuando llegue tal vez haya
conseguido, por suerte o la fuerza de las circunstancias, hacerme mayor. Tan mayor
como el Capitán, o el Coronel o casi tanto como el General. Puede que entonces,
como ellos, también yo comprenda el sentido de este juego forzado y aburrido al que
llaman guerra. Aunque creo que me asusta más que la misma batalla el momento en
que llegue a comprenderla.
De momento mis conocimientos bélicos se resumen con una frase tan clara como
cruel: “Matar o morir”. Pese a los esfuerzos del capitán por asentar esta sencilla
síntesis del arte bélico en nuestras cabezas yo no llego a comprenderlo. No tengo el
más mínimo interés en matar a nadie. Pobres chavales del otro bando. Bastante
tendrán ya con aguantar a un Capitán seguramente tan insoportable como el mío
como para que encima tenga yo que complicarles las cosas.
Y de morir ni hablemos. Se me ocurren y se me ocurrieron siempre mil maneras de
morir más agradables que ésta. Tal vez morir en un barco enfrentado a una tormenta,
o morir de vicios, o de risa. Morir de viejo en una cabaña perdida, o devorado por un
dragón de dos cabezas, o de frío esperando impaciente junto al camino el regreso de
clase de Martina.
Lo más probable es que mi primera batalla me alcance antes de haberla comprendido,
porque empiezo a dudar de que algún día lo consiga. Así que tengo bien claro lo que
3. haré llegado el momento. Cargaré mis pulmones, pensaré en Martina, y correré.
Correré como corría por las eras, como corría al salir del colegio, como corría cuando
el cartero asomaba por el morro de la colina con noticias nuevas y nuevas palabras de
amor. Correré sin mirar hacia delante, ni hacia atrás, ni a los fusiles, ni a las
alambradas. Correré cuanto las balas me permitan dirección al Sur. Hacia mi pueblo.
Hacia Martina. Hasta mi hogar. Yo, tan solo, correré. El resto queda en manos del
azar, del destino. Si la casualidad quiere que el sur esté hacia líneas enemigas tal vez
sea el héroe ejemplar e involuntario de aquella absurda batalla. Si en cambio el azar
lo sitúa hacia la retaguardia seré un cobarde traidor en retirada. La calificación en la
moral castrense de mi galopada quedará en manos del capricho orientativo de los
puntos cardinales. No me importa. Correré cuanto las piernas y las balas me permitan.
A la espera del día señalado rebaño la memoria y me siento feliz. Recuerdo. Siento
casi poder palpar la imagen soleada de los campos y los ríos. Recuerdo y recuerdo.
Parece que fue ayer cuando, siendo nosotros poco más que inocentes rapaces, el viejo
Tobías, vigilante de la presa, se divertía contándonos en la plaza del pueblo historias
de miedo, creo que por el puro placer de acongojarnos. Nos hablaba del temido
“hombre del saco”, que viajaba por los pueblos robando los niños. Yo me reía ante tal
ocurrencia, y sacaba pecho afirmando que ni le temía ni creía en su existencia.
Una tarde de verano, cuando apenas contaba con 15 años, mi madre me avisó apurada
y con lágrimas en sus ojos negros que viniese a toda prisa a la puerta de la casa. Allí
había un hombre con bigote y uniforme militar rebuscando en un gran saco viejo de
4. tela marrón la carta que llevaba mi nombre. La entregó sin cambiar un solo gesto de
su cara agria, se secó el sudor de la frente y se marchó sin despedirse.
El país había entrado en guerra, y me esperaba la instrucción obligatoria antes de ir al
frente.
El viejo Tobías no mentía en sus historias. Aquel hombre del saco había venido a
llevarse al niño que fui… y con él la inocencia, las guerras de piñas, las ranas, las
cabañas, Martina, la incómoda ropa de domingos y el color naranja de las largas
tardes de verano.