El cementerio de Dolores puede ser entendido como una ciudad pensada y un espacio heterotópico según las teorías de Foucault. Fue concebido como un baluarte de la sociedad por las élites liberales del siglo XIX, cuyas huellas permanecen en las bóvedas lujosas. Sin embargo, con el tiempo la ciudad experimentó cambios que hicieron anacrónica la utopía decimoniana, aunque las trazas permanecen más visibles en el cementerio que en la ciudad actual. El cementerio contiene tensiones sim
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Los juegos de la memoria
Un recorrido teórico por los memorables, los olvidados y los aún no
recobrados huéspedes a perpetuidad del cementerio de Dolores
Autor: Verónica Meo Laos
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1. Introducción: El cementerio, una ciudad pensada
Definir una ciudad no es materia sencilla. Si nos atenemos a la definición de la
condición de lo urbano, en la Argentina se utiliza el criterio para definir como
urbana a toda población que vive aglomerada en unidades de 2.000 individuos o
más. Otros países emplean límites diferentes, algunos tan bajos como 500
personas y otros tan altos como 20.000, criterio éste recomendado por las
Naciones Unidas con el propósito de compatibilizar los criterios internacionales.
Fuera de lo estrictamente demográfico, en general el espacio urbano se
caracteriza por su alta densidad de población, con actividades fundamentalmente
secundarias y terciarias y una alta neutralización del medio natural. El uso de la
tierra urbana es intensivo y muy fragmentado en diferentes tipos: residencial,
comercial, o industrial, entre otros; usos que en ocasiones compiten entre sí pero,
como esa competitividad existe incluso dentro de un mismo uso, se generan
mercados de tierra muy activos y también una dinámica de cambio muy alta. Aquí
nos estamos acercando a nuestra hipótesis.
Así como para un demógrafo una ciudad se mide en términos cuantitativos, para
un historiador, la ciudad es una manera de pensar la vida, es una creación. La
ciudad primero es pensada y bosquejada –a veces en un papel, pergamino o
papiro- y luego se traslada a un terreno. Por eso la ciudad es una racionalización,
primero, una racionalización de la naturaleza, pero fundamentalmente, una
racionalización de la vida. Y sólo en una sociedad como la occidental, con una
fuerte tendencia a la racionalización, a la concientización, fue posible la creación
de la ciudad, con su estilo de vida particular.
En efecto, como sostiene José Luis Romero, la ciudad “es una formidable
creación” y las casas que la constituyen también son una creación y una
esperanza en sí mismas: la esperanza de las personas que construyeron sus
hogares con miras a expresar su aporte al mundo, a la creación colectiva. Por eso,
el esfuerzo material de la creación de la ciudad física es inmenso, del mismo modo
que es enorme el esfuerzo económico y social que significa perpetuarse
generación tras generación en este mismo ámbito geográfico. Porque todo lo que
existe como memoria también existe como esfuerzo material, como voluntad
social, pero en particular, como capacidad creadora.
En esta ciudad pensada, en esta “ciudad simbólica” el fenómeno urbano ha sido
percibido como algo de significación trascendental vinculado al principio de la
racionalización de la vida y de la asunción por parte del hombre del control de su
destino. Además la percepción del fenómeno urbano incluye un elemento
sociológico e, incluso, ideológico: la sociedad urbana y una concepción de la vida
en la que predomina la autoridad del conjunto de reglas, normas e ideas que se
crean en la convivencia. De allí que lo fundamental de la ciudad sea la plaza, el
ágora o el foro, donde la sociabilidad crea la solidaridad y construye las corrientes
de opinión.
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Coincidimos con Romero cuando define a la ciudad en términos de:
“Una forma de vida histórica que desarrolla cierto sujeto –la sociedad urbana- que
vive de cierta manera dentro de un ámbito que es casi mágico y del que no puede
salir. Vive además creando un estilo de vida propio e intransferible a cada ciudad,
aunque sus rasgos fundamentales son específicamente urbanos, y desarrolla
cierto tipo de mentalidad que es también específicamente urbana”.
Sociedad urbana, hábitat urbano, estilo de vida urbano, forma de mentalidad
urbana son los elementos en movimiento que configuran a la ciudad de los vivos,
aquella amalgama de personas que alguna vez intervinieron la naturaleza de
manera racional en pos de dejar sus marcas indelebles en un estilo de vida, en un
sistema de ideas y en una configuración arquitectónica particulares.
Y si las personas fueron capaces de pensar una ciudad para proyectar su vida, por
qué no habrían de ser capaces de proyectar también una ciudad para su muerte.
Por eso, los cementerios, pensados como construcciones simbólicas, constituyen
una racionalización: el dibujo de una traza urbana con sus callejuelas, su
Herrentrasse o la calle de los señores para las ciudades alemanas. La plazoleta,
los edificios, los monumentos se convierten en dispositivos elaborados para
exhibirse, para mostrarse, porque la ciudad es construida en función de ser
mirada por los otros y con la intención de dejar la propia impronta en las
construcciones; de ahí la imponencia y el eclecticismo de su arquitectura. Lo
mismo sucede con la ciudad de los muertos o necrópolis pues allí también se
elevan edificios, se suceden extravagantes fachadas o cruces minúsculas que
comparten la geografía del cementerio de igual manera que se apiñan las
sepulturas una encima de la otra como en aquellos edificios atestados de gente.
Idénticas tensiones simbólicas que nacen y se amalgaman en la ciudad de los
vivos y que se reproducen en la ciudad de los muertos.
No obstante, como afirma Phillipe Ariès, la ciudad de los muertos es el revés de la
sociedad de los vivos, o antes que su revés, es su imagen intemporal. Ya que los
muertos pasaron el momento del cambio, sus monumentos son las señales
visibles de la eternidad de la ciudad. Así la presencia de los cementerios se volvió
necesaria para la ciudad, porque donde no es posible conmemorar a los muertos,
no hay monumentum, es decir que no se genera memoria. En este sentido, los
cementerios son sitios realmente elocuentes porque es allí donde se lleva a cabo
el culto moderno del recuerdo.
Sostiene José Luis Romero que no hay ciudad en la que no puedan rastrearse
ciertos móviles deliberados. El móvil podía ser de fuentes muy variadas:
económicas, sociales o políticas. Las ciudades podían haber sido pensadas para
ser un fuerte o bien un baluarte de la sociedad, de la cultura o de la religión; o
bien pudo haber sido pensada de distintas maneras –como fuerte y como baluarte-
en dos momentos distintos. El caso que nos ocupa, es decir la ciudad de Dolores,
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fue pensada de las dos maneras a la vez: como fuerte y como baluarte de la
sociedad.
Si prestamos atención a la historia de las mentalidades, es posible advertir que el
relato ascendente que auguraba un destino de grandeza para este pueblo al Sur
del Salado es el que escribieron aquellos prohombres, en su mayoría burgueses
prósperos de ideas liberales –masones, muchos de ellos- que se reservaron para
sí el sector de las bóvedas lujosas en el cementerio. Son los que emprendieron la
cruzada modernizadora de la ciudad de Dolores, los que construyeron edificios
con estilo europeos, los que celebraron la llegada de los tribunales y los que
apostaron a una educación que habría de ser epicentro cultural de la zona, cuya
solidez se transmitía desde las paredes de sus escuelas imponentes.
Ese destino ascendente está plasmado en un libro que será referencia principal
como corpus de análisis, el álbum del Centenario: Dolores. La ciudad y los
campos durante un siglo (1818 – 1919). A lo largo de sus más de cien páginas, los
autores delinean un panorama harto auspicioso para una ciudad que se perfilaba
como “baluarte avanzado de la civilización en la lucha implacable contra el salvaje,
pueblo heroico, pueblo glorioso”.
Toda una serie de acontecimientos se hilvanaron para crear el imaginario enhiesto
de aquella burguesía progresista que continúa aún hoy en el sustrato de los
discursos que circulan en la sociedad local. Téngase en cuenta que el
departamento judicial del Sud, con sede en la ciudad de Dolores fue creado el 28
de noviembre de 1853, gracias a la ley 1578 sancionada durante la gobernación
de Pastor Obligado. El departamento judicial del Sud fue creado junto con el del
Norte –cuya sede fue, primero Arrecifes y luego, San Nicolás- y el de la ciudad de
Buenos Aires. La ciudad de La Plata, por caso, fue fundada casi veintinueve años
después, el 19 de noviembre de 1882.
¿Qué podría detener aquella avanzada civilizatoria? A los ojos de los actores
sociales del Centenario, prácticamente nada. Mirando en retrospectiva, en
vísperas de celebrar el Bicentenario, el escenario es muy diferente. Lo
interesante, es que las huellas de aquella época son mucho más visibles en el
cementerio que en la ciudad de los vivos, que ha venido sufriendo paulatinas
intervenciones con el correr del tiempo y de las que las diversas -y aun
disruptivas- fachadas son la muestra más elocuente. Es que con la progresiva
democratización de la sociedad, el ascenso de nuevas capas sociales y el
retraimiento de las antiguas élites, la utopía decimonónica burguesa parece
anacrónica cuando la mayor parte de los ciudadanos locales están mucho más
ocupados en sus proyectos individuales que en pensar un destino en común.
Pero, desde otra perspectiva, el cementerio puede ser pensado como un espacio
heterotópico. Tal como lo definió Foucault una heterotopía es un espacio diferente
a otros espacios, una suerte de contestación a la vez mítica y real del espacio en
que vivimos. Suelen adoptar formas muy variadas, de allí que se pueda hablar de
una única heterotopía universal. ¿Por qué los cementerios pueden encuadrarse en
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esta categoría fucoltiana? Pues porque constituye un espacio que está en relación
con el conjunto de todos los espacios de la ciudad o de la sociedad o del pueblo
porque cada persona, cada familia tiene a sus ascendientes en el cementerio.
En la cultura occidental, sostiene Foucault, el cementerio ha existido casi siempre,
pero no de la misma manera sino que atravesado cambios significativos. Hasta
fines del siglo XVIII, se ubicaba en el centro mismo de la ciudad, en los aledaños
de la iglesia, con una disposición jerárquica múltiple. Allí se encontraba el
pudridero en el que los cadáveres “terminan por despojarse de sus últimas briznas
de individualidad y sepulturas en el interior de la iglesia”. Tales sepulturas eran de
dos clases: lápidas con una inscripción o mausoleos con una estatuaria.
Lo curioso es que no fue en la época en que el cementerio estaba en el espacio
sagrado de los templos cuando se inició el culto a los difuntos sino, más bien,
cuando la sociedad inició su proceso de secularización, digamos cuando se volvió
menos piadosa o, en otras palabras, más atea. Pero esta aparente contradicción
no es tal, sino que coincide con el fin de las certezas en el más allá y la angustia
que provoca la desaparición física.
“Es perfectamente natural que en la época en la que se creía efectivamente en la
resurrección de la carne y en la inmortalidad del alma no se prestara a los restos
mortales demasiada importancia. Por el contrario, desde el momento en que la fe
en el alma, en la resurrección de la carne declina, los restos mortales cobran
mayor consideración, pues, a la postre, son las
únicas huellas de nuestra existencia entre los vivos y entre los difuntos”.
Pero no fue sino a partir del siglo XIX cuando los cementerios fueron trasladados
hacia la periferia de las ciudades. De manera análoga, la individualización de la
muerte y la consiguiente apropiación burguesa del cementerio coincide con la
tipificación obsesiva de la muerte en tanto enfermedad. En efecto, son los muertos
los que contagian las enfermedades a los vivos por eso su sola presencia, o más
bien, la cercanía con los difuntos con la ciudad de los vivos no sólo será la
responsable del contagio y la propagación de las pestes, sino del contagio y la
propagación de la muerte misma. La morfología de la muerte muta en disease, es
decir, en enfermedad.
Para finalizar, las heterotopías sólo despliegan todo su efecto una vez que los
hombres se han liberado de las ataduras temporales o, mejor dicho, tras haber
roto con el tiempo tradicional. Por ello es que, para que una persona pueda
acceder al concepto de eternidad debe haber perdido la vida, debe haberse
desprendido del tiempo tal cual lo conocemos. Sólo a partir de entonces estará
habilitado para ingresar en una cuasi eternidad en la que no parará de disolverse y
eclipsarse, a la que Foucault denomina “heterocronía”.
Ciudad pensada, espacio heterotópico, monumentum o lugar donde la memoria se
objetiva, para nosotros el cementerio será todo eso y también será entendido, a
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partir de ahora, como un espacio patrimonial; es decir, como un sitio que alberga a
nuestros antepasados y la vez da cuenta de lo que una sociedad fue respecto de
lo que es hoy día. En función de ello, detrás de cada lápida, de cada mausoleo o
detrás de cada placa -por más austera que sea- será posible adivinar una trama
de tensiones que ponen en juego cuestiones de poder simbólicos que están lejos
de ser apacibles.
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2. Entre lo residual y lo arcaico:
Luro, López Flores, Siccardi y el misterio del descendiente de Maderna
Un arco color rojo1 en cuya parte más alta se encuentra una cruz latina 2 pintada de
color blanco recibe tanto al ocasional visitante como al huésped eterno. Frente a la
entrada se erige la capilla ardiente inaugurada en abril de 1964. A la izquierda,
una pirámide trunca con una cruz latina en el frente conmemora “A los muertos
por la patria”. En primer lugar, el cenotafio en cuyas placas se recuerda a dos
héroes de Malvinas: al capitán Gustavo García Cuerva y a José L. Rodríguez.
Casi en la base del monumento en una placa de bronce se lee: “Al Teniente
Coronel Juan Inocencio Pieres. Guerrero de la Independencia. Sus
descendientes”. El tal Pieres había vivido cien años (20/02/1849 – 13/12/1949).
Pero el dato curioso se completa con una antigua placa de mármol de 1888 que
está adherida al suelo donde se indica que allí yacen los restos de dos granaderos
que acompañaron a San Martín en sus campañas libertadoras a Chile y a Perú:
Dionisio González y Valentín Riera muertos en la localidad de Tordillo y testigos
de más de un siglo. Con gran dificultad puede leerse el siguiente texto:
“Año 1888
Guerreros de la Independencia.
Aquí yacen los restos mortales de Don Dionisio González y Don Valentín Riera
que fallecieron en el Tordillo a la edad, el 1º de 113 años y el 2º de 108. Militaron
como soldados bajo las órdenes del Gral San Martín haciendo las campañas
libertadoras de Chile y del Perú y prestaron después otros muchos servicios al
país.
Los vecinos de Tordillo y de Dolores les consagran este humilde recuerdo”
Igual que en el tema de la banda de rythm and blues norteamericana, de Dave
Mathews Band, “Gravedigger”, Dionisio y Valentín, que superaron el siglo de vida,
si tuvieron descendencia, le habrán hecho creer a sus tataranietos que iban a vivir
para siempre.
La traza del cementerio está diseñada de acuerdo con las siguientes secciones:
- panteones y bóvedas
- nichos municipales
- nichos para restos reducidos o urnarios
- Sepulturas en tierra por tiempo determinado (alrededor de
cinco años).
1
Mientras escribía este trabajo lo estaban pintando de blanco.
2
Cruz latina: Es la cruz más común de todas, representa la crucifixión de Jesucristo con motivo del perdón de
nuestros pecados. Denominada antiguamente marca de Dios. Está constituida por un diámetro de
circunferencia y un lado de un triángulo equilátero, constituye la clave de toda la metafísica cristiana.
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Bordeando frente a la capilla y a la administración, hacia la derecha, se extiende la
calle 4. La representación alegórica en bronce de una mujer tendida de costado
como si estuviera durmiendo, firmada por P. Nicoletti, con la cabeza apoyada en
sus manos y sus piernas levemente encogidas recibe al visitante al inicio de la
arteria donde se ubican las bóveda más antiguas, la de la familia del pionero
Pedro Luro (1868), la de Juan Pereyra y Hornos, la de Clemente Rico y la de
Balerio Ponce de León, todas ellas construidas en 1868, poco tiempo después de
la habilitación del cementerio.
En rigor, es posible arriesgar la siguiente hipótesis: la calle 4 es el sitio donde
están sepultados los prohombres dolorenses de la historiografía liberal de
principios de siglo XIX, ejemplos de la cultura arcaica en términos de Raymond
Williams, sabiendo que para este autor lo arcaico es aquello que se reconoce por
completo del pasado.
En función del análisis de la sección “U” de bóvedas y sepulcros (calles 22 a 31,
31 bis) que comprende el grupo arquitectónico funerario más importante y más
antiguo del cementerio local se deduce que el lujo evidente que evidencian tales
construcciones edilicias constituye una demostración pública del capital simbólico
que poseían los dueños de esos sepulcros, cuya finalidad es perpetuar en la
piedra y el mármol el linaje que, en vida, se ufanaron por ostentar. Así, a lo largo
de la calle 4, en la sección “U”, una hilera de construcciones de lujo y
grandiosidad se alinean una tras otra sin solución de continuidad ante los ojos de
los paseantes en un inequívoco signo de espectacularidad que invita a
preguntarse qué modelo de ciudad habían pensado estos prohombres burgueses
y detrás de qué fachadas suntuosas se habían imaginado a sí mismos
perpetuados para las generaciones futuras.
Asumiendo el riesgo de ser tildada de sesgo- me detendré en sólo en uno de los
arcaicos prohombres: la bóveda de la familia Luro. Sin duda, la mejor conservada
pues los descendientes de uno de los fundadores de la ciudad de Mar del Plata la
mantienen en buen estado. ¿Quién no escuchó el apellido Luro encabezando una
calle, una avenida, un barrio o un pueblo? ¿Quién fue Pedro Luro? Pedro Luro
Oficialdegui (1820-1890) había nacido en St.Jean Pied de Port, departamento de
los Bajos Pirineos, Francia. Se casó con Juana Pradère Etcheto, también
francesa, con quien tuvo 14 hijos, 7 de los cuales nacieron en Dolores, entre ellos
Agustina Luro Pradère, auténtica representante de las preciosas ridículas de las
que hablaba Molière, que en 1910 abrió las puertas de su mansión para recibir y
agasajar con un fastuoso baile a la Infanta Isabel de Borbón en ocasión de los
festejos del Centenario. Su hija, Elena Sansinena fue gestora cultural y presidenta
de la Asociación Amigos del Arte (1924-1942).
Hacendado terrateniente y hábil empresario self- made, llegó a amasar una gran
fortuna basada en las 400 mil hectáreas de campo de su propiedad. Célebre por
haber sido co- fundador de la ciudad de Mar del Plata, la estancia Dos Talas de
Dolores fue una de sus primeras adquisiciones y la base de operaciones desde
donde emprendía sus viajes a Buenos Aires, Bahía Blanca, Río Colorado, Lavalle,
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Balcarce, Mar del Plata o Quequén. En 1847, el primer dueño del establecimiento
rural, Fermín Cuestas firma un contrato de forestación con Luro, que con sólo 17
años, en 1837, e impulsado por los relatos de sus compañeros había emigrado a
la Argentina y luego de una breve estadía en Buenos Aires se dirigió hacia el sur
de la provincia donde puso toda su energía en los trabajos rurales. Había
comenzado como conductor de un carruaje que trasladaba pasajeros y como peón
en un saladero, pero para cuando firmó contrato con el primer propietario de Dos
Talas ya era dueño de un almacén de ramos generales y una pulpería en esta
ciudad al Sur del Salado. El contrato establecía que Luro recibiría una retribución
monetaria de 1 peso por cada árbol de tres años que acreditara haber plantado
de manera fehaciente.
El relato mítico, ascendente, sin mácula que repiten los descendientes del pionero
vasco y que reproducen las páginas genealógicas de familias tradicionales
argentinas sostiene que cuando Cuestas regresó tras una estadía de cinco años
en Europa se encontró con la sorpresa de que Luro había plantado tantos
ejemplares arbóreos que no le alcanzaba el dinero para retribuirle, por eso tuvo
que otorgarle parte de la propiedad de Dos Talas, como paga. Otra versión, no
menos idílica asegura que Cuestas le transfirió la propiedad al comprobar un amor
a los árboles poco común y al cumplimiento del compromiso contraído.
Parte de la casa original de Pedro Luro, construida en 1858, aún se conserva en el
parque de la estancia, el resto fue demolido en 1956. En el sitio donde Luro solía
tener su oficina se erige el museo que lleva su nombre y al lado, se ubica el
edificio donde se guardaban los carruajes. En la ciudad de Dolores, detrás del
Hospital San Roque, hasta fines de la década de 1960, se conservaba una antigua
construcción que utilizaba como paradero de galeras.
Pero, con respecto al tema que nos ocupa, el cementerio, los restos del pionero
vasco, ejemplo elocuente de cultura arcaica, no están sepultados en Dolores sino
en Cannes, Francia, donde murió el 28 de febrero de 1890. En primer término se
conjeturó que en la bóveda familiar estaban sepultados de Juan Luro Oficialdegui,
hermano de Pedro y que, como él, había nacido en los Bajos Pirineos, muerto a
los 46 años el 24 de enero de 1868, durante el brote de cólera que asoló a la
ciudad. Se había casado el 30 de septiembre de 1836, en Dolores, con María
Arostegui Iribarren con quien tuvo una hija, Mariana Luro Arostegui. Junto al
hermano del vasco pionero podría estar sepultado también uno de los hijos de
Pedro Luro, Juan Luro Pradère (1852-1863), que murió a los 11 años de edad, el
22 de marzo de 1863. No obstante, tras consultar el libro general de inhumaciones
tales hipótesis fueron descartadas pues sólo Pedro Elizalde Luro es el único
descendiente de Pedro cuyos restos permanecen sepultados en la bóveda
familiar.
Si seguimos adelante por la calle 4 y doblamos a la derecha, rumbo a la calle 1,
nos encontramos, delante de la vieja bomba de agua, con la bóveda Quinteros –
Siccardi. Me interesa detenerme en esta bóveda porque allí está sepultado alguien
cuyo nombre no aparece en el libro Quién fue quién en Dolores, de José Fernando
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Selva, una suerte de émulo de aquel compendio de la “flor y nata” de biografías
argentinas editado por Guillermo Kraft, Quién es quién en Argentina. Me refiero a
Honorio Siccardi (1867-1963), una figura de la generación de los Noventistas, un
músico y compositor integrante del grupo Renovacion y que, como todos los
miembros de aquella generación fue un moderno, es decir, que abordó sin
ambages los rumbos de la modernidad europea, que pensó y actuó con la mirada
puesta en un concepto universalista del arte que, todavía entonces, podía dar
cabida a manifestaciones de tipo nacional.
La trayectoria de los Noventistas, generación a la que pertenece Siccardi, se
extiende entre el período 1925 – 1940, años en que se gesta el Grupo
Renovación, y tiene su período de apogeo entre 1940 y 1955, aunque su
presencia magistral se prolonga, en algunos casos, sin declinaciones hasta la
década de 1960. Los protagonistas de esta generación de músicos eran en su
mayor parte hijos de europeos, argentinos de primera generación, “portadores de
una cultura ‘de gajo’ que aún, en algunos casos más que otros, no había llegado a
echar raíces”.3
Como hemos apuntado más arriba, lo que cohesionó a esta generación fue la
intención manifiesta de ser modernos dentro de una sociedad periférica que
intentaba tramitar su proceso de modernización vertiginosa tensada por las
contradicciones que caracterizaron a ese espacio cosmopolita y con residuos de
gran aldea que fue el Buenos Aires de la década de 1920.
En esa cultura de mezcla –retomando el concepto de Beatriz Sarlo- que
caracterizó a la Reina del Plata coexistieron elementos residuales y defensivos
junto a los programas renovadores y el tópico de lo nuevo se alzó como valor
hegemónico en torno al cual la vanguardia reclamó su legitimidad en nombre de la
novedad. Así, “lo nuevo” organiza y da significado, es fundamento per se de valor,
es el tópico capaz de trazar las grandes líneas divisorias en el campo intelectual.
Así como sucede en la música de los Noventistas, en literatura producida en la
coyuntura estética de los años veinte, los ideologemas nacionalistas son
producidos por los escritores de la renovación que los procesan desde la
perspectiva de la novedad.
Es que, a partir de la década de 1920, la novedad pasó a formar parte de la vida
cotidiana y el impacto de la modernidad se hacía cada vez más intenso en una
ciudad de Buenos Aires que incorporó el tópico de lo nuevo de manera más o
menos conflictiva, según las áreas, ofreciendo un espacio cultural rico y activo. En
este espacio contradictorio, moderno y residual a la vez, era necesario generar
nuevas estrategias para favorecer un acercamiento a los nuevos lenguajes
estéticos. Músicos como el Grupo Renovación orientaron sus esfuerzos hacia la
incorporación de las expresiones musicales de vanguardia.
3
Pola Suárez Urtubey, “La creación musical en la generación del noventa”, en Historia general del arte en
Argentina, Tomo VII, pág. 60.
11. 11
En este sentido, puede que no haya sido casual que el grupo integrado en un
principio por Juan José Castro, José María Castro, Jacobo Fischer, Juan Carlos
Paz y Gilardo Gilardi se presentaran en sociedad oficialmente el 21 de septiembre
de 1929 en la sede de la Asociación Amigos del Arte: Florida 659. Inaugurada
cinco años antes, Amigos del Arte se “ocupó de fomentar la obra de los artistas y
facilitar su difusión”, tal como lo consignó en su acta fundacional. A lo que agrega,
“guiada por un criterio ecléctico4” favoreció la incorporación de las nuevas
propuestas tanto en artes plásticas como en otras áreas de la producción cultural
y, de este modo, pronto se erigió como uno de los escenarios de privilegio para la
inserción del arte nuevo en Buenos Aires.
Por su parte el Grupo Renovación propuso en su manifiesto como finalidades,
entre otras, la de “estimular la superación artística de cada uno de sus afiliados
por el conocimiento y examen crítico de sus obras” y “propender a la difusión y el
conocimiento de sus obras por medio de audiciones públicas”, muchas de las
cuales se llevaron a cabo en la Asociación Amigos del Arte desde 1929, pero
también, en el Teatro del Pueblo a partir de octubre de 1938 y hacia el final, en el
salón de actos del Edificio Volta de la Compañía Argentina de Electricidad. En total
cincuenta y cuatro audiciones hasta el que habría de ser el último concierto, el 19
de junio de 1944.
Honorio Siccardi se suma al grupo en 1931, el mismo año que lo hacen Luis
Gianneo, el italiano Alfredo Pinto y el belga Julio Perceval, lo que agregó mayor
heterogeneidad a un grupo ya de por sí, heterogéneo. Siccardi, inclinado en su
etapa madura hacia un sobrio neoclasicismo, discípulo de Boero, Beruti y Gilardi,
tuvo como verdadera vocación la docencia, que ejerció en su conservatorio y en el
Colegio Nacional de Dolores. Es interesante destacar que, a pesar de que en una
primera instancia la biografía de este músico parece estar ajena a la vida de la de
la familia Luro, las afinidades electivas –o la vida misma- acercó a Siccardi a los
descendientes del vasco pionero. En efecto, Elena Sansinena5, nieta de Pedro
Luro y presidenta de la Asociación Amigos del Arte entre 1927 y 1942 conoció de
cerca de Honorio Siccardi y, a juzgar por la correspondencia personal, el músico la
tenía en una muy alta estima. De hecho, le regaló una partitura suya para piano,
“Los rondó de Mañiña” con una dedicatoria de puño y letra que decía: “A la
distinguida señora Elena Sansinena de Elizalde, espíritu entusiasta y tesonero,
con admiración y simpatía. H. Siccardi. Buenos Aires, Julio 1935”.6
Lo que en vida habría de llevar dos generaciones para unir a los apellidos Luro y
Siccardi, al cementerio de Dolores le llevó tan sólo un par de cuadras de distancia
para acercarlos en la arquitectura funeraria.
4
Asociación Amigos del Arte, Memorias de 1924-1932, Buenos Aires, 1932.
5
Cfr. Meo Laos, Verónica. Vanguardia y renovación estética. Asociación Amigos del Arte (1924-1942).
Buenos Aires, CICCUS, 2007.
6
Archivo personal de Elena Sansinena, al cuidado de sus herederos en la Estancia Dos Talas, Dolores. En el
mismo archivo, se halla también una partitura de una sonata para piano del Grupo Renovación Sociedad
Internacional de Música Contemporánea Sección Argentina cuya autoría pertenece a José María Castro,
dedicada a la presidenta de AAA, en estos términos: “A la entusiasta y dinámica animadora de ‘Amigos del
Arte’. Sencillo homenaje de admiración” José María Castro. Agosto 1935, Buenos Aires.
12. 12
Caminando por la calle 1, casi hasta llegar a la bóveda de la logia masónica “15 de
setiembre”, nos encontramos con otro ejemplo elocuente de la cultura arcaica.
Pero en este caso, puede que seamos testigos de las tensiones y contradicciones
que se tejen en el campo cultural, donde lo arcaico puede dejar de serlo y
convertirse en emergente, a partir de la estrategia consciente de reinterpretación
de la biografía soterrada tras muchos años de silencio. Este sería el caso de la
familia López Flores ante cuya bóveda, francamente deteriorada, nos detenemos
en este momento.
Recordamos que la cultura es un complejo entramado de interrelaciones
dinámicas que, según Raymond Williams, presentan ciertos elementos variables e
históricamente variados. Un proceso cultural es considerado un sistema cultural
que determina rasgos dominantes pero, en el auténtico análisis histórico, sostiene
Williams, es necesario reconocer en cada punto las complejas interrelaciones que
existen entre los movimientos y tendencias, tanto dentro como más allá de una
dominación efectiva y específica. Así pues, debemos hablar no sólo de lo
dominante o hegemónico sino también de lo residual y lo emergente, tan
significativos como el primer concepto por lo que revelan de sí mismos y sobre las
características de lo dominante.
Para Williams, “residual” es todo elemento cultural del pasado aprovechable en el
presente, que si bien ha sido formado efectivamente en el pasado todavía se halla
en actividad dentro del proceso cultural, no sólo como un elemento del pasado
sino como un efectivo elemento del presente. Lo residual puede presentar una
relación alternativa e incluso de oposición respecto de la cultura dominante, de la
manifestación activa de lo residual que ha sido total o ampliamente incorporada a
la cultura hegemónica. Por arcaico, en cambio, Williams denomina a lo que se
reconoce plenamente del pasado para ser observado, para ser examinado o
incluso para ser ocasionalmente revivido de un modo deliberadamente
especializado.
El caso de la familia López Flores encuadra con la categoría de lo arcaico pues en
su momento formó parte de la cultura consagrada o hegemónica –hablamos de la
época del Centenario- para caer paulatinamente en el olvido tras una auténtica
desaparición del mapa, que tuvo ribetes de cuento de fantasmas para el
imaginario popular local.
Cuando se ingresa al edificio que actualmente ocupa la escuela media y de
educación de adultos “Juan Vucetich”, en el pasillo que media entre la puerta de
entrada y la puerta cancel, a la derecha, una modesta placa de madera barnizada
dice:
“Casa histórica del patriarca Pedro M. Flores que fue albergue de :
- Delfor del Valle, político y periodista.
- José Ingenieros, sociólogo y escritor.
- María Encarnación Flores, benefactora.
13. 13
Francisco José López Flores, músico, autor del himno a
-
Dolores.
- Juan Vucetich, sabio, inventor.
Desde 19/06/1971 Sede de la Escuela Profesional Mixta, Nº1”.
De todos los nombres que allí se mencionan es probable que los más conocidos
para la opinión pública sean José Ingenieros y, desde luego, Juan Vucetich
recordado por haber sido el inventor del método de identificación dactiloscópica
que él denominó en un primer momento con el poco recordable nombre de
“icnofalangométrico”. Puede resultar un ingenioso juego de la memoria invitar al
lector a sumarse a imaginar a José Ingenieros y a Juan Vucetich compartiendo
tertulias en la casona de la esquina de Pellegrini y Alem, enfrascados en
encendidas discusiones positivistas, donde es posible que hubiera acuerdo en
pensar un modelo de nación en clave evolucionista spenceriano regido por la
mirada tutelar de unas élites ilustradas de las que ellos se sabían orgullosamente
parte.
Reconocido en el mundo por su famoso invento, Giovanni Antonio Vucetich había
nacido el 20 de julio de 1858 en la isla de Hvar –llamada posteriormente Lesina-
en el archipiélago Adriático de Dalmacia. Fue el mayor de 11 hermanos, de los
cuales sólo cuatro sobrevivieron. Quizá la faceta menos famosa de su
personalidad fuera su afición a la música a la que dedicó gran parte de su vida; de
hecho, habiendo sido compositor para una orquesta militar y para la orquesta
municipal en su Hvar natal, una vez instalado en la Argentina –país al que arribó
en 1882, con tan sólo 23 años- fundó una orquesta policial en 1900, y continuó
componiendo a lo largo de su vida. Sus obras incluyen mazurcas (“Ayes de un
alma”), valses (“Río del Danubio”), polkas (“Siempre pensando en ti”) y antífonas
(Jardín cerrado – Hortus Conclusus”) entre otras.
Aquel inmigrante de origen croata que había sido empleado en la Dirección de
Obras Sanitarias de la Nación, vigilante meritorio en el Departamento Central de
Policía de La Plata y que llegó a revolucionar el método de identificación de
personas con su invento de impresión de huellas digitales que lo llevó a recorrer el
mundo7, murió en Dolores -probablemente de cáncer pues las crónicas utilizan el
eufemismo “larga y penosa enfermedad”- el 25 de enero de 1925.
Vucetich había enviudado dos veces (su primera esposa fue Delisa Damiani, luego
se casó con Lola Etcheverry), para finalmente contraer matrimonio con la hija del
“patriarca” Pedro M. Flores, María Cristina en 1907. Con ella tuvo cuatro hijas
María Teresa, María Débora, María Teresita, Celia Josefina y un varón, Juan.
La escueta biografía sólo enumera algunos datos de Pedro Máximo Flores: que
había nacido en Buenos Aires en 1849 y que se radicó en Dolores de muy joven.
7
El 7 de abril de 1913, viajó a Pekin para implantar su sistema dactiloscópico en China, a instancias del
gobierno de ese país. Habiéndose negado a recibir la retribución monetaria que se le ofrecía, a cambio el
gobierno le envió una condecoración que consistía en un “Sol de Oro”, con incrustaciones de banderas chinas.
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Fue Juez de Paz, Presidente de la Municipalidad y Comandante Militar en este
partido, que integró varias comisiones relacionadas con el progreso de la ciudad,
publicó un extenso trabajo sobre la Revolución del Sur y que fue padre político –en
realidad, el suegro- de Juan Vucetich8.
Una de las hijas de don Pedro, María Luisa se casó con Francisco José López,
español, nacido el 29 de setiembre de 1872 en Bernai, Vizcaya. Francisco fue,
como muchos de los miembros de las élites de aquella época, abogado y también
compositor musical. Había llegado a Dolores en 1899, donde se desempeñó como
profesor en la Escuela Normal y en el Colegio Nacional. Como músico, compuso
más de 800 obras musicales, entre ellas: “El triunfo de Buenos Aires” (1901), con
letra de Enrique García Velloso, zarzuela con la que inició su carrera Lola
Membrives. Fue autor de la música del prácticamente olvidado himno a Dolores,
cuya letra le pertenece a Wenceslao Jaime Molins.
Los restos de este músico –por ahora- desconocido no están en la bóveda familiar
de los López- Flores, porque murió en Buenos Aires el 8 de marzo de 1967. Lo
interesante es la leyenda que circula en el imaginario local sobre la desaparición
de la familia. Dicen que la residencia de los López Flores, ubicada en la
intersección de las calles Echeverría y Alberdi, un día misteriosamente quedó
vacía, pues sus dueños desaparecieron de improviso dejando la mesa puesta.
Nadie supo nada más de ellos. Con el tiempo la casa fue saqueada y
posteriormente demolida. Como huella sólo quedan dos pianos vetustos y
desafinados en los rincones del Colegio Nacional, y en el lugar que supo ser el
hogar de la familia política de Juan Vucetich, se levanta una moderna casona
rodeada por un jardín parquizado.
Destacamos lo infrecuente de la historia de Francisco López Flores porque es
posible que dentro de no mucho tiempo, su nombre resurja de las cenizas de la
desmemoria y sea justamente reivindicado en el panteón de los nombres ilustres.
Actualmente están siendo recopiladas sus obras y puestas en valor con el
propósito de ser interpretadas ante el público en un futuro no demasiado lejano.
Mientras tanto, la bóveda familiar continúa deteriorándose en el cementerio de
Dolores a la espera de tiempos mejores.
El lugar en que está sepultado el último de los arcaicos que nos ocupa no ha sido
hallado todavía. Se trata de uno de los descendientes de Francisco Justo
Maderna, mártir de la Segunda Invasión Inglesa (5/07/1807), a quien sólo una
calle en el barrio de Pompeya recuerda su heroísmo. Uno de sus descendientes,
Ezequiel Martínez (n. circa 1827) fue Juez de Paz en Dolores (1877-1880) y
Comisionado Municipal en 1893. Murió en su casa de la calle Buenos Aires 65.
El segundo de los hijos de este prolífico funcionario público, Ezequiel Deogracias
Martínez (n. Buenos Aires, 1862 y m. Dolores, 1948), fue martillero, militante
8
Juan Carlos Pirali. Efemérides dolorenses. Recopilación de hechos y datos biográficos. Dolores, 2000.
Edición del autor.
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político del Partido Demócrata de esta ciudad, concejal (1912-1917) y
(1920-1933), presidente del Concejo Deliberante (1917-1923), miembro fundador
de la Sociedad Rural e Intendente en dos oportunidades (1912- 1914) y
(1934-1936).
De acuerdo con el álbum del Centenario de la fundación de la ciudad: “En materia
de negocios ganaderos representan desde hace diez años los señores Ezequiel D.
Martínez y Malpiero Di Nobili un poderoso factor. En todo ese tiempo la actividad
de estos martilleros ha sido infatigable, estando vinculada a la prosperidad de las
industrias rurales en Dolores”9.
El noveno descendiente de Martínez, Arturo, había nacido en Dolores en 1875.
“Dedicado a las tareas rurales, administró en el partido de Castelli los
establecimiento del ex gobernador de la provincia, Federico Martínez de Hoz.
Como su hermano Ezequiel, también participó en política y llegó a ser Intendente
de Castelli. Se radicó en Miramar, fue mayordomo general de Irene Martínez de
Hoz de Campos y después Intendente de aquella ciudad balnearia, donde falleció
en 1967”10.
Por último, José Hugo Martínez el octavo heredero del Juez de Paz, que había
nacido el 25 de noviembre de 1879 en Dolores y casado con Angélica Carozzi, fue
el dueño de la famosa estancia La California Argentina, “El manzanar más grande
del mundo”, de Castelli. En 1907, el suegro de Martínez, Carozzi compra el campo
que había pertenecido a María Rosa Guerrero. El azar o el destino podrían
vincular de soslayo a este personaje con una lápida famosa del cementerio local,
en torno a la cual se han tejido numerosas historias y a la que la creencia popular
le rinde ex votos: la de la prostituta Berta Smith.
9
Federico Quevedo Hijos y Hércules Novara. Dolores. La ciudad y los campos durante un siglo 1818 –
1919, op. Cit., pág. 68.
10
José Fernando Selva, Quién fue quién en Dolores, op. Cit., pág. 80.
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3. Conclusión: “Sólo soy algo mientras pueda seguir siendo nadie”
(Feuerbach)
Hasta aquí hemos trazado un recorrido teórico por los arcaicos memorables del
cementerio de Dolores, cuyo emplazamiento definitivo tuvo lugar en 1865, tres
años antes del brote de cólera que azotó a la ciudad y diezmó a la población en
cuestión de meses. Por eso, el traslado del cementerio al sitio actual coincide con
criterios higienistas que buscaban hallar respuesta al origen de las enfermedades
en las cuestiones ambientales.
Tras repasar algunas de las bóvedas más antiguas, de analizarlas a la luz de la
perspectiva del materialismo histórico sostenida por Raymond Williams de lo
arcaico, lo residual y lo hegemónico nos detuvimos en tres casos particulares que
oscilan entre lo arcaico, lo que fue de vanguardia pero corre el riesgo de
convertirse en arcaico y lo que es arcaico pero que podría llegar a ser
hegemónico: la bóveda de los Luro, la sepultura de Honorio Siccardi, la bóveda de
los López Flores y el misterio de la sepultura de Ezequiel Martínez Requejo. El
cementerio de Dolores adquirió una planificación de fuerte corte higienista que se
traduce en su traza urbana, la manera en que ha sido parquizado, la presencia de
determinadas especies arbóreas, la construcción de una plazoleta y el desarrollo
de una arquitectura monumental asociada a criterios estéticos.
Así concebida la necrópolis o ciudad de los muertos se transforma en un
simulacro, o más bien, en una imagen especular o heterotópica de la ciudad de los
vivos cuya finalidad es la de erigir dispositivos con la pretensión de capturar la
eternidad en la materia, epopeya cristalizada en la arquitectura y el arte funerarios.
Así como la ciudad de los vivos está configurada por una serie de relaciones
políticas, la ciudad de los muertos es también una racionalización, una manera de
vivir y de entender la vida y de conceptualizar la muerte.
En efecto, el estilo de vida urbano que se intenta reproducir en la ciudad de los
muertos tiene un sujeto responsable: la sociedad burguesa cuya quimera de
progreso y su religión de la ciencia conformaron una ideología que hacia fines del
siglo XIX y antes de la I Guerra Mundial se creía invulnerable. La instantánea de
de aquella utopía modernizadora sólo se encuentra hoy en el cementerio de
Dolores, no ya en la ciudad de los vivos, interferida por otras utopías más
personales y a la vez menos superiores, de ideales a corto plazo pero más
democráticas –en términos cualitativos- al tiempo que más encarnizadas y
mezquinas.
Por eso, en el espacio funerario del cementerio de Dolores que puede ser
encuadrado en los cementerios de cuño higienista se preserva parte de la historia
de aquella utopía urbana burguesa que se auguraba para sí un destino faro de
cultura y modernidad capaz de rivalizar con la metrópolis. El cementerio de
Dolores que nosotros denominaremos burgués es parte ineludible del patrimonio
tangible e intangible de la sociedad pues atesora valores e ideologías expresados
17. 17
en la espectacularidad de las fachadas, en el valor artístico de sus vitraux, en la
simbología que dan cuenta de la adhesión de aquellas viejas clases dirigentes a
las ideas masónicas o a la fe católica.
En conjunto esta configuración arquitectónica representa el patrimonio
comprendido por el período de la consolidación del Estado – Nación, un claro
exponente de las élites ilustradas del período 1880 – 1890 y principios del siglo XX
que constituyen parte de nuestro patrimonio urbano en riesgo por lo que deben ser
mantenidas en óptimo estado. Su cuidado implica la preservación de un concepto
de ciudad que ya no existe pero que permanece casi intacto en el cementerio. Si
no se implementan medidas serias en defensa del espacio funerario, sucederá con
él lo mismo que sucede con la ciudad de los vivos: la arquitectura se irá
deteriorando hasta derrumbarse o los edificios serán tirados abajo con la excusa
de que están pasados de moda.
En el prólogo a su libro La vejez de Sarmiento Aníbal Ponce relata una anécdota
de su infancia en Dolores, ciudad a la que se refiere por medio de perífrasis y con
adjetivos poco laudatorios. Sus días infantiles transcurrían entre la Escuela
Normal, el tedio y la nostalgia de una Buenos Aires que no había podido conocer
sino por los relatos melancólicos de su padre. Gracias a él, además de haber
aprendido a amar a la ciudad del puerto, la lectura de los prohombres de la
generación del 80 lo llevó a extrañar hasta las lágrimas aquella ciudad a la que
apenas si había visto personalmente. Excepto por la lectura de Sarmiento,
Eduardo Wilde, Lucio V. Mansilla o Pedro Goyena con quienes se imaginaba
discutiendo hasta quedar afónico, metiéndose en la tienda de los ranqueles o
simplemente conversando.
Con la mirada enturbiada de tanto añorar lo que no había vivido, el joven Ponce un
día escuchó el relato de un amigo suyo que le cambiaría la vida. El hijo del
carpintero corrió a contarle que le alguien le había dicho que, si entrecerraba los
ojos hacia el Norte en las noches muy serenas, podría distinguir el resplandor de
Buenos Aires. Mareado de ansiedad esperó a que oscureciera para atravesar a
hurtadillas el jardín en sombras. Como un ladrón se trepó por la escalera del
molino y, una vez que había alcanzado lo más alto, casi hasta rozar las aspas con
su cabeza, tembloroso y con las manos ardidas de tanto agarrar las varillas para
evitar caerse, oteó en el horizonte esperando hallar el resplandor de sus propias
fantasías.
La emoción de aquella noche estrellada en la que esperó en vano distinguir el
parpadeo de las luces porteñas acompañó a Aníbal Ponce en su vida adulta. Por
largo tiempo confió hallar más allá de la chatura, una ciudad que emulara a
Europa y por tener la mirada puesta tan lejos no alcanzó a ver que allí, donde él
pasó su infancia, otros hombres también soñaban los mismos sueños por eso
construían edificios imponentes y erigían mausoleos para ser recordados con
envidia tan humana en el futuro. Hoy a menos de un año de la conmemoración del
Bicentenario, parece que han quedado perimidas sendas utopías, la de la ciudad
faro y la de una Nación destinada a la grandeza augurada por José Ingenieros
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Por eso es momento de recuperar aquellas miradas, antes de que se pierdan de
manera definitiva. Será entonces cuando las palabras del poeta César Vallejo ya
no denunciarán más el olvido:
Hoy no ha venido nadie;
Y hoy he muerto qué poco en esta tarde.
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- Sobre la masonería en Dolores: (visitado el 15/08/09)
http://www.xvdeseptiembre.com.ar/index.php?
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- Acerca de la familia Luro: (visitado el 15/08/09)
http://www.genealogiafamiliar.net/placesearch.php?tree=BVCZ&psearch=Dolores
%2C+Bs.+As.%2C+Argentina
- Sobre Juan Vucetich: (visitado el 12/08/09)
Croatian Heritage Foundation:
http://www.matis.hr/eng/vijesti.php?id=1588