1. 16
Aquella melancólica tarde otoñal,
el cielo se teñía de gris en la caleta de
Astilleros. Una leve llovizna se apoderaba
del ambiente, extendiéndose hacia la
vastedad del Canal de Chacao cubriéndolo
en su totalidad. Solamente el chillido
atiplado de una pareja de queltehues
interrumpía la quietud del sector. Sin
embargo, algunos lugareños sentían un grado
de preocupación debido a las extrañas
huellas encontradas en una quebrada donde
iban en busca de agua. No se trataban de
perros, ni zorros; eran mucho más grandes.
Estaban casi seguros que se trataba del león.
Y la preocupación era elocuente, pues el año
anterior había atacado los rebaños de varios
vecinos, ocasionando considerables pérdidas
y ellos no podían hacer nada. El puma era un
animal en vías de extinción y debía cuidarse
para resguardar la especie, aunque fuera a
costa de sus disminuidos rebaños. Los
lugareños lo sabían y las constantes rondas
policiales de carabineros de Carelmapu,
hacían notar la presencia de la ley en
Astilleros. Entre ellos siempre conversaban
2. 17
la manera más simple y secreta de eliminar
al enemigo de sus rebaños, pero también
tenían más que claro que si mataban al león,
no faltaría el que los delataría ante la
justicia...
Aquella noche de oscuridad plena,
se convertía en una ocasión ideal para el
ataque del peligroso felino. Los lugareños
dormían a sobresaltos, debido funda-
mentalmente al molestoso y constante
ladrido de los perros, que abundaban en
todas las moradas de Astilleros. En la casa
de don Próspero, el sobresalto de los
caballos y chanchos era pronunciado,
demasiado evidente. Éste, se armó de valor,
eso sí, con una escopeta al hombro,
emprendió la búsqueda del ser capaz de
impacientar a las bestias. No obstante, un
escalofrío intenso le recorrió entero; ya había
tenido experiencias con el león cuando
joven, y no muy agradables, según contaba.
La señora María, su esposa, no lograba
cambiar su parecer y desde su lecho le
reprochaba su recalcitrante idea de salir en
busca del enemigo. Ella creía que los canes
3. 18
eran lo suficientemente capaces de res-
guardar la casa y los animales, aunque con
fieras como el león, nadie sabía lo que
podría pasar. Después que se hubo
cerciorado de la inexistencia de peligros
alrededor de la casa, don Próspero regresó a
su lecho, sin hacer comentario alguno al
respecto, aunque dejaba entrever su naciente
malhumor, balbuceando algunas groserías...
El matrimonio había logrado
conciliar el sueño de nuevo, cuando el
gruñir de los chanchos cerca de la casa y el
ladrido tenaz de los perros terminó con aquel
conciliador sueño. La pareja pensaba que los
chanchos gruñían por el frío, pero más tarde,
cuando la bulla no cesaba, se percataron que
habían olfateado al león; ese olor particular
que despide este animal y que pone ner-
vioso a los demás animales, había llegado a
la nariz de los cerdos; incluso los caballos
del potrero cercano corrían y relinchaban.
De nuevo, los perros ladraban y ladraban,
parecía como si quisieran morder a alguien.
El matrimonio saltó de la cama como un
resorte y con una potente linterna alumbra-
4. 19
ban alrededor de la vivienda, para asegurarse
de la presencia del felino que frecuentaba su
rebaño. Buscaron por todos lados, pero el
puma no se divisaba por ningún lado, sólo
escuchaban a lo lejos los chillidos estridentes
de los queltehues que sobrevolaban el lugar.
Sin duda, se trataba de otra ronda nocturna
del león, pero esta vez sin lograr su objetivo
final. El matrimonio, posteriormente se
dirigió al corral. Allí contaron en forma
minuciosa sus ovejas. No se encontraron con
ninguna sorpresa, pues estaban todas, aunque
bastante intranquilas... Aquella madrugada
se hizo eterna, no obstante el reparador
sueño los venció y los llevó a lugares
insospechados...
Al día siguiente, la situación ocurrió
de manera similar. Sin embargo, los cerdos,
caballos y perros causaban un alboroto
mayor, y hasta las ovejas comenzaron a
balar. Este hecho motivó a don Próspero a
levantarse de inmediato para conocer al
causante de tal situación. Grande fue su
sorpresa cuando llegó al corral y descubrió
una oveja herida, la que se desangraba
lentamente, fluyendo un hilillo de sangre
5. 20
desde un par de agujeros del cuello. La
señora María que venía detrás, con pasos
recelosos, se acercó sigilosamente y se
apostó detrás de su marido. Al contar sus
ovejas, se percataron que les faltaba una.
Esta vez el felino había atacado sin piedad.
De seguro se llevó su presa hacia un
escondite cercano para ir por ella en otro
momento. Eso lo sabía el matrimonio desde
siempre. Apenas clareó el alba, se levantó
don Próspero para rastrear las huellas del
felino. No fue muy difícil identificarlas en
los caminos que hacían las ovejas y que
estaban cubiertos de barro. Allí permanecían
intactas y conducían a una quebrada
próxima. No tardó el campesino en encontrar
su oveja perdida. El puma la tenía tapada con
hartas ramas y hojas. En cualquier instante
volvería a buscarla para comerla junto a su
familia, que de seguro se darían el gran
banquete...Sin embargo, don Próspero y su
esposa le hicieron una mala jugada al
temible felino. En efecto, al instante de
encontrar el animal muerto, procedieron a
sacarlo del escondite y enterrarlo en un lugar
6. 21
cercano, dejando con esto al puma con las
ganas de comer su reserva alimenticia y si
llegó al atardecer siguiente ya no se encontró
con nada, el banquete había desaparecido de
la guarida...
No obstante, un predio vecino, también
recibió la visita del temible animal en un par
de ocasiones, matando algunos lanares. Aquí
vivía una anciana con cuatro hijos
solterones, los que estaban decididos a hacer
pasar un mal rato al depredador. En una
tarde melancólica y acompañados de una
garrafa de sabrosa chicha, se apostaron bajo
un tupido lumanto, a la espera de la
consabida llegada del cazador a buscar una
oveja ocultada la noche anterior, entre una
voluminosa mata de quilas. Allí entre trago y
trago, esperaron la llegada de la noche. Muy
cerca de ellos, agazapados se encontraban
algunos perros, como preparados para la
lucha.
Ya se disponían a irse, cuando
sintieron las pisadas de algún animal, que se
acercaba sigilosamente. Los hombres,
tensos, nerviosos estaban alertas ante la arre-
7. 22
metida del puma, quien se disponía a
recuperar su presa. Esperaron algunos
segundos; la quietud de la noche nadie la
rompía. Cuando el felino llegó hasta su
escondite, saltaron los cuatro hombres y los
perros a atacarlo, llevando palos y enormes
cuchillos que habían atado a unas varas. Con
dos potentes linternas le alumbraban a los
ojos. El puma se sintió acorralado y daba
grandes saltos y rugidos que se perdían en la
inmensidad de la noche. Los perros ladraban
cada vez más cerca de él y no le daban
tregua. De vez en cuando lanzaba un
mortífero zarpazo, el que no encontraba el
destino requerido. De pronto, unos de los
perros fue alcanzado por sus garras filudas,
aullando de dolor se retiró de la contienda.
Los otros canes continuaban la lucha
encarnizada, avivados por sus amos, quiénes
emitían guturales consignas contra el
el atribulado ejemplar…En un momento de
desesperación extrema, el puma luchando
por sobrevivir, se lanzó sobre sus enemigos,
siendo alcanzado por un afilado cuchillo que
se clava cerca del corazón. Luego llega una
8. 23
andanada de estocadas que le perforan varios
lugares del cuerpo, cayendo mortalmente
herido, junto a sus enemigos que saltaban de
euforia ante lo acontecido. Fue el final de la
existencia de aquel puma que frecuentaba los
rebaños de Astilleros…
A la mañana siguiente, bajo un gran
manzano yacía colgada como trofeo de
guerra, la hermosa cabeza del felino,
ostentando una poderosa dentadura. Un poco
más allá, en un galpón contiguo, los cuatro
hermanos, seguían bebiendo chicha, y ya
casi embriagados, se disponían a comerse un
asado del temido puma, ferozmente sacri-
ficado del bosque astillerano…
F I N