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"Por el río de la esquina" Literatura de la Amazonia ecuatoriana
1. POR EL RÍO DE LA ESQUINA
De la carachama que me diste aquella noche… guarde el hueso, lo puse cerca
de la cama donde dormía y al día siguiente, lo volví a chupar.
Sí. Aún recuerdo que esa mañana, muy temprano, cargamos los tereques para
irnos lejos de allí, largarnos más allá de las montañas, río abajo… Qué te digo
yo, desaparecer para siempre. Pero lueguito de poco, es decir, esa misma
tarde, llegamos al sitio donde tú dijiste que nos quedaríamos porque al doblar
el último recodo habías presentido el espíritu benigno de la selva, y que no
darías un paso más porque sabías muy bien que en esa tierra crecerían
nuestros hijos y enterraríamos a los abuelos.
Una vez y otra repetiste que nos ocultaríamos en ese claro de bosque junto al
salto de agua… y yo, jamás te opuse ninguna resistencia.
Fue entonces cuando me aposte rápidamente a cortar leña para abrigarnos y
cuando cayó la noche, nos dormimos sobre las hojas de pambil, entre grillos,
el canto melodioso de los comejenes y aquella bullaranga de chorongos que
sólo fueron a callarse cuando intuyeron que por fin habíamos despertado.
Hay.
Tú eres mi amor, mi casa, la choza donde dormimos, mi warmi, mi
desequilibrio, mi asua, el ajo de monte para el corazón.
Pero no te engañes. Yo sólo quiero hablar, confesar los disparates que
acompañan a esta pasión dolorida.
Cómo no abrir el alma para cantarte…
Ahora que los labios duermen desabridos
Y mi cuerpo por fin se halla libre de libertad
Hoy, que un oscuro dolor me acompaña
De cada vértebra me brota un suspiro.
2. Si.
Ya en la tarde de otro día como ninguno
El mismo parecido adoptaba en la escondida
Feo gato cazando un avecilla
Su carne desapareció como en el sueño
Igual a la noche que no durmió en la madrugada.
Un hermano se quebró la pata
Y otro yacía tirado en el piso
El mismo parecido con el gato
Mirando el sol ahora roto
Pienso en mi noche alebrestada por el susto.
Dulce animalito mío… tú tienes que saber que la cacería para mí es… pensar
en tí a solas; alejarme de los demás y descubrirte agazapada en el ojo tranquilo
de los bosques.
Apuntar mi flecha a los saínos… no es matar sino proveer para mi amada.
Tampoco pienses que voy a pagarte por la Guayusa que me regalas cada
mañana.
No.
Verte volar y cantar melopéas salvajes es desearte, disfrutar de la luna. Llegar
a ti cargado de carnes, oropéndolas y chontaduros, es tan rico como
recogernos en la choza, avivando la tulpa tú y nuestros hijos, alegrarnos,
comer, evaporarnos.
Te juro que sería capaz de sacar todos los maderos del río, de esa correntada
que tanto te asusta, para ya luego navegar contigo y volver jubiloso a la arena.
Exclusiva. Privada y tan sólo tuya, sagrada es la chacra donde tú cultivas; ese
pedazo de jardín donde yo llego al mediodía para perdernos entre caricias y
cosquilleos; resbalarnos; si, hundirnos en el lodo donde caemos bajo el árbol
de guarumo… allí, en el suelo, en ese lecho sobre el cual siempre te he amado
mientras vuelan las luciérnagas y se desbarrancan los bocachicos y
wanchiches.
3. Recuerdas cuando correteábamos por el monte buscando cucarachas, ranas y
gusanos con grasa para cebar el arpón y todos los anzuelos en el bambú. Oh.
La dicha tumultuosa bajando por el río de la esquina. Corríamos juntos…
pisando las hojas, levantando olores, amasando lodo mientras el viento y la
brisa me precipitaban en la tarde… en esa tarde que moría como un incendio
de crepúsculos que nos dejaban al filo de la noche y cada vez más lejos de la
casa.
Fue entonces cuando agarramos piedras blancas y sin miramientos las
arrojamos contra el agua… y allí, en el centro del río, estallaron sonidos
increíbles y volaron asustadas las mariposas.
Seguimos avanzando y ya metidos de cabeza en el camino, nuevamente
entoné para tí aquella canción de cuna que me hizo reír como cualquier
enajenado. Volví a cantar. Suspiré. Volví a suspirar hasta que me descubrí
perdido contemplando el cielo por entre el ramaje de un bosque sombrío y
neblinoso.
Tú… bajaste la mirada y descubriste que mis botas se habían llenado de
espinas blancas. Yo. Caminaba sobre ellas. Dolorido. Pinchado. Al poco rato
todo el prado se llenó de espinas negras.
Corrimos hasta la playa. Sentados sobre la arena descubrimos el remolino y
después de tantas y tantas horas supimos que jamás los ojos se cansarían y nos
tiramos a dormir hasta el otro día.
Dios. Dormimos toda la noche junto al río y al despertar volvimos a la arcilla,
a la mocawa, a la chicha amasada, a la flecha y el curare, a la pukuna, a la lana
de ceibo, a la carne de monte, a la rendija de la choza por donde se mete el
viento… Siempre volvemos a nuestro encuentro en familia, a ese momento tan
íntimo donde todos nos acercamos y en la poca luz…. nos escuchamos.
Leighton Natanael Zarria A.