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Carlos Caravias
Manuel
Evangelio en nuestro tiempo
Índice
PRÓLOGO
I.- "Te quedarás solterón..."
II.- "No sólo de pan..."
III.- "¿Dónde vives...?"
IV.- "El viento sopla donde quiere..."
V.- "Sopló un fuerte viento y se agitó el mar..."
VI.- "Hubo una boda..."
VII.- "En espíritu y en verdad..."
VIII.- "Casa de mercado..."
IX.- "Los pobres..."
X.- “Si no ven milagros y prodigios...”
XI.- "No tengo quien me ayude..."
XII.- "No verá jamás la muerte..."
XIII.- "Dejando sus redes..."
XIV.- "Pasando por medio de ellos..."
XV.- "En medio de lobos"
XVI.- "¿También ustedes me quieren dejar?"
XVII.- "Lo entregó a su madre"
XVIII.- "Como un grano de mostaza..."
XIX.- "Murmuraban de él..."
XX.- "Él me entregó el mensaje que yo debía dar"
XXI.- "¿Ves a esta mujer?"
XXII.- "Le salió al encuentro el gentío..."
XXIII.- "Acordaron... darle muerte"
XXIV.- "Expiró"
EPÍLOGO
PRÓLOGO
Al amanecer, el Amor paró en el centro de la gran ciudad para contemplar a los humanos. Saludó a los
primeros que pasaron junto a él, pero ninguno le respondió. Caminaban a prisa con la cabeza baja, sin sonrisa en los
labios...
Horas después las calles hervían de multitud. Era como un espectáculo de robots programados, de mirada
vacía y gesto de amargura monótona... ¿Que enfermedad corría a estos humanos? ... El Amor marchó muy triste.
Llamó hasta su presencia a un mensajero y le expuso su plan. Le contó cómo en la gran ciudad había
contemplado a unos humanos con la alegría perdida. Estaban dominados por una fuerza maligna que les obligaba a
actuar, a trabajar, a planear... pero había olvidado el sentido de su vida. No veían más allá de sus narices. No sabían
contemplar la naturaleza, ni admirar sus maravillas como dueñas de ella, sino que se habían dejado dominar por la
naturaleza. La poesía había muerto pisoteada por los pies arrastrados de esa multitud sonámbula. El hombre que El
creó, su hombre, se había convertido en una máquina insensible y amorfa.
Una lágrima rodó por sus mejillas.
Que había decidido —continuó exponiendo—, enviar a alguien que hiciera renacer el amor y la poesía en la
humanidad.
Que después de mucho cavilar, había decidido hacer El mismo en persona de su Hijo. Que tomaría un cuerpo
y sería como un humano más desde el comienzo, desde el vientre de una mujer... A El, a su mensajero, lo mandaba
para publicar entre los hombres esa gran noticia; seguro que la acogerían con gran alegría.
El mensajero partió ilusionado hacia la gran ciudad, contento de haber sido designado para una misión tan
agradable. Sonreía de satisfacción imaginando los saltos de alegría de los humanos al ser conocedores por su boca de
tan grata nueva.
Se dirigió hacia la avenida más transitada. Caminaba asustado por entre el ir y venir alocado de la
muchedumbre... Se parapetó contra una pared para estar seguro de no ser pisoteado y meditó unos instantes sobre la
mejor forma de anunciar su mensaje... Creyó que lo mejor sería decirlo personalmente a alguno de los que pasaban:
la noticia correría de boca en boca como mecha encendida.
Encaró a un hombre de mediana edad, bien vestido, con una cartera negra en la mano. Parecía persona
importante que podría correr la voz con mayor autoridad. Se quedó con la palabra en la boca, ya que el individuo en
cuestión dio un bufido, miró el reloj y, apartándolo bruscamente, se alejó presuroso, mascullando entre dientes que
no tenía tiempo para perderlo con cualquiera que lo abordase por la calle.
El mensajero se quedó un poco cortado, pero no se desanimó. Aspiró hondo. Se acercó a otro de los que
pasaban. Este le oyó, se sonrió y preguntó que si ese tal Dios iba a dar dinero. ¿Que no?... Pues que lo dejara de
historias, que bastante problemas tenía.
Una señora lo mandó a paseo. Otro, se estuvo riendo estrepitosamente durante un buen rato, mientras se
alejaba calle abajo...
Creyó volverse loco. Uno más de aquella multitud que no quería oírlo. No pudo resistir más, y partió veloz
con el miedo y la desesperación asomados en sus ojos.
El Amor hizo un gesto con la mano pidiendo al mensajero que no continuara su relato... Hundió la barba en el
pecho, apesadumbrado. La enfermedad del hombre era más grave de lo que El había supuesto. Estuvo un rato
pensativo. Después habló al mensajero: tenía que publicar la buena noticia entre la juventud. Los jóvenes eran dife-
rentes. Estaban descontentos con la actuación de sus mayores y querían algo nuevo. Ellos sí que se alegrarían.
Presuroso voló el mensajero hasta el corazón de la Universidad. Allí no había apuro. Unos, reunidos en
grupos, charlaban y reían. Otros, sentados, estudiaban o pensaban. Unos más, paseaban... Sí. Aquellos sí que
saltarían de contentos.
Se dirigió a un grupo de estudiantes que charlaban amenamente en una de las galerías. Le escucharon con
atención durante unos momentos, hasta que uno de ellos aspurreó una risotada que contagió al resto de los
compañeros. El mensajero, avergonzado, se escabulló hacia el jardín. Se animó a conversar con un muchacho que
estudiaba sentado bajo un árbol, quien lo miró por encima de los lentes, le dijo que a él eso qué le importaba, y
continuó estudiando...
Subió de nuevo hasta El Amor y El se indignó. Levantándose, le ordenó que fuera a los campos, a los
suburbios, a la gente que no tuviera estudios, a los desheredados de la fortuna, a los miserables, a los ladrones, a las
prostitutas, a los que en la tierra los hombres de "bien" que rechazaron su anuncio llamaban "pobres".
El mensajero bajó hasta el campo. Era de noche. Se sentía cansado y triste. Unos pastores, cubiertos con unas
cobijas mugrientas, charlaban sentados al rededor del fuego. Temeroso se acercó hasta ellos. A medida que les iba
relatando percibió cómo la mirada de esos hombres brillaba más y más en la danza del resplandor del fuego. No pudo
terminar. Todos se levantaron y lo acogieron.
"—Llévanos —, dijeron. —Llévanos a donde ha nacido." Uno corrió gritando hasta la aldea para avisar a los
que dormían. Los demás guiados por el mensajero. llegaron hasta la cueva en la que un niño dormía sobre la
hojarasca. La madre les hizo una señal de que no alborotaran para no despertar al pequeño. Ellos, de rodillas, lo
contemplaron en silencio con lágrimas en los ojos.
Dicen que hasta el mismo Amor bajó hasta la cueva lleno de alegría, y dicen también que se oyó un cántico en
la noche que decía: "paz a los hombres de buena voluntad".
A cualquier persona de buena voluntad.
I.- "Te quedarás solterón..."
Manuel se despertó sobresaltado. Permaneció varios minutos con los ojos abiertos, reconstruyendo sobre la
oscuridad de la habitación las imágenes que había soñado. Cuando sonó la alarma del despertador se incorporó sobre
la cama y alargó el brazo para desconectarla. Permaneció algunos minutos más sentado en la cama. Encendió la luz.
Miró el reloj.
—Las cinco y veinte. He de apurarme si no quiero llagar tarde—, comentó en voz baja.
Se vistió y salió de la habitación. Antes de entrar al aseo se dirigió a la cocina al percatarse de que la luz
estaba encendida. Su madre preparaba el desayuno.
—Buenos días, madre.
—Hola, Manuel, buenos días. ¿Has dormido bien?
—Bien, aunque una pesadilla me ha inquietado un poco.
Se acercó a la madre y la besó.
—¿Por qué te has levantado, madre? Te he dicho repetidas veces que yo me prepararé el desayuno. Vas a
conseguir que no venga los fines de semana.
—Casi ni lo notaría: vienes tan poco ... Anda, ve a lavarte que perderás el bus.
Se aseó y acabó de preparar la bolsa con los efectos personales.
Se sentó a desayunar. Su madre tomó asiento junto a él.
—¿Se ha levantado ya papá?
—Hace rato.
—¿Y qué es lo que tiene que hacer tan de noche en el campo?
—Tiene que arreglar a los animales y recoger alguna fruta para el mercado... Como siempre, ya sabes. Hoy se
ha marchado antes que de costumbre porque tampoco él ha dormido bien y no podía estar en la cama... Por cierto:
cuéntame tu sueño.
—Ha sido una bobada.
—No habrá sido tanta bobada si no te ha permitido dormir tranquilo.
—Era algo confuso... Me encontraba tendido en el suelo sobre un gran charco de sangre y me rodeaba una
multitud desnuda y hambrienta. El círculo se cerraba cada vez más y yo no podía moverme. Se abalanzaron sobre mí
para beber la sangre y devorarme en dentelladas... Como vez, una tontería.
La madre le miró los ojos con gravedad. Lo acarició los cabellos.
—Debes irte. Queda poco para que llegue el bus.
Manuel se levantó, tomó la bolsa y salió tras despedirse de su madre.
La mañana era fría. Caminó presuroso hasta la parada. Un foco mugriento iluminaba a duras penas la vereda.
Se sentó en un tronco. Un joven se le acercó.
—Buenos días, Manuel. Me alegro de verte.
—Hola Javier.
Se estrecharon la mano.
—¿Vas también a la ciudad, Javier?
—Sí, He de solucionar un problema en el juzgado... Tú a tu trabajo, ¿verdad?
—Como siempre... Hace tiempo que no te veía. Cuéntame cómo te va por aquí por el pueblo.
La bocina cercana del bus los interrumpió.
Subieron y se aposentaron en un asiento desocupado. El bus prosiguió su marcha.
—¿A qué hora impiensas a trabajar?—, le preguntó Javier.
—A las ocho. Ahora trabajo en el turno de la mañana.
—Hace días pregunté por ti a tu madre y me dijo que tenías un buen empleo... Como casi nunca nos vemos, lo
poco que sé de ti es por tu gente.
Manuel lo miró con afecto. Javier era casi de su misma edad, quizá un poco mayor. Ambos asistieron a la
misma escuela y participaron, junto con los demás chicos del pueblo, en juegos y excursiones. Al terminar la
primaria tuvieron que ayudar a sus respectivos padres en los trabajos del campo y se veían rara vez por las noches en
diversas reuniones. A los veintinueve años Manuel marchó a trabajar en la ciudad.
—Ahora trabajo en una fábrica de motores. Hice unos cursos de mecánica y pude colocarme allí en la sección
de montaje. Somos en total una pandilla de casi cien personas.
—Conozco la fábrica. Es la que hay por la salida de la autopista, ¿no?
—Sí, exacto.
—Me alegro de que te vaya bien... Yo, sin embargo, no puedo decir lo mismo. Antes me preguntaste que
cómo me iba y sólo puedo responderte que regular. Sabes que mi padre tenía poca tierra. Antes nos defendíamos.
Ahora los tiempos son otros: te cansas de trabajar y sacas a duras penas para pagar los abonos, los insecticidas y para
comprar, de tarde en tarde, una ropa a los niños y unos zapatos cuando ya los ves andar descalzos. Ojalá encontrara
un trabajo como el tuyo. Pero yo no sé hacer otra cosa que destripar terrones. Me casé demasiado pronto, y con tres
hijos pequeños ya no me puedo permitir el lujo de aprender nada... Cuando estaba soltero perdía las horas muertas en
el bar. No me gustaba leer como a ti... En fin, no pretendo agobiarte contándote penas.. Y tú, ¿qué? ¿No te echas
novia en la ciudad?
—De momento, no.
—Te vas a quedar solterón, como no te sacudas... Siempre has sido un poco raro. Nunca quisiste
acompañarnos en nuestras farras... Sabes que en el grupo de amigas había varias coladitas por ti y nunca les hiciste
demasiado caso. Siempre has sido un buen amigo, pero raro... ¿O no le ves así?
Manuel se encogió de hombros.
—Es un punto de vista.
—Que no creo que sea desacertado... Aunque estoy metiéndome en lo que no me importa.
Manuel sonrió.
—No te preocupes. Te agradezco tu interés.
Guardaron silencio durante unos minutos.
El bus se había detenido en un pueblito. Subieron varias personas. Un caballero bien trajeado se sentó al lado
de donde ellos estaban.
—Buenos días—, dijo con voz apagada.
Manuel y Javier contestaron al saludo.
El recién llegado desplegó el periódico y se enfrascó en su lectura. Pasó con rabia una hoja.
—¡Otro asesinato! Como no tome cartas en el asunto la porquería de gobierno que tenemos, no sé a dónde
vamos a llegar—, comentó en voz alta.
—Al desastre, si lo único que sabemos hacer es protestar y colgarle a los demás la culpa de lo que ocurre.
El caballero miró a Manuel por encima del diario con una expresión de desprecio.
—No creo que le hay pedido su opinión—, le dijo a Manuel dando a sus palabras un tono de indignación
grandilocuente.
—También puedo pensar en voz alta como usted, ¿no cree?
Su interlocutor se quedó mirando fijamente. Dejó escapar un bufido y se sumergió de nuevo en la lectura.
—Si no te importa, Manuel, voy a echar una cabezada: he dormido poco esta noche—, dijo Javier.
—Cómo va a importarme...
Javier se acomodó en el asiento y cerró los ojos. Manuel contempló por la ventana el paisaje tentado de una
luminosidad azulada en el amanecer.
A las siete y media llegó el bus a la ciudad. Manuel se despidió de su amigo y caminó hasta la fábrica. Varios
compañeros que esperaban junto a la puerta lo saludaron con afecto. Casi todos estimaban a Manuel. Reconocían su
sinceridad y servicialidad. A las ocho sonó la sirena anunciando que comenzaba otra nueva semana de trabajo.
II.- "No sólo de pan..."
—¿Me ha llamado?
—Sí..., sí. Pase, por favor, Manuel. Siéntese.
Manuel tomó asiento en el sillón al otro lado de la mesa. Miró los ojos del jefe de personal quien esquivó la
mirada buscando en la mesa el paquete de cigarrillos.
—Este imbécil tiene una mirada desvergonzada que me molesta—, pensó para sí el jefe de personal. Después,
dirigiéndose a Manuel:
—¿Fuma...?
—No, gracias.
—Verá: le he llamado... —. No sabía por qué se sentía nervioso. Jugueteaba con un abrecartas con mango de
sirena. — Le he llamado —, prosiguió, — porque el Sr. Gerente me ha encargado le diga... Se le considera como un
buen trabajador. Usted tiene personalidad y me he dado cuenta de que sus compañeros de trabajo le estiman en cierta
manera... Usted se merece mejor sueldo del que gana. El señor gerente, como le decía, me ha pedido que en su
nombre le ofrezca un puesto de responsabilidad. Con un sueldo mucho mejor, por supuesto...
—La verdad —, atajó Manuel. No me interesa el dinero que me ofrece. Quizá para ustedes sea la principal y
única ilusión de sus vidas. Viven para el dinero. Es el pan que los mantiene con vida... ¿Es que sólo de eso vive el
hombre? Guárdense su oferta. Tengo suficiente con lo que gano. Lo que realmente importa es la persona... Pero esto
que le digo, ustedes, por desgracia, no lo entienden o no les interesa entender.
El jefe de personal se puso encendido. Tragó saliva. El pisapapeles que sostenía entre los dedos se le escapó
contra la mesa. Sus ojos, indignados, se encontraron con los de Manuel y desvió rápidamente la mirada. Intentó
tranquilizarse. Acometió por otra vía.
—Verá... Considero que es usted un hombre íntegro... Pero no hay que ser tan idealista... ¿No lo cree usted
así...?—, preguntó sintiéndose más seguro en la postura de consejero paternalista. — Es Ud. muy joven aún. ¿Qué
edad tiene usted? Unos... veintitantos, ¿verdad?
—Treinta.
—Bien, treinta. Yo casi podría ser su padre... —.Sonrió buscando una respuesta en la expresión de Manuel. —
Bien... Usted se creerá que es el único que posee la verdad. Yo estoy conforme, en parte, con su forma de pensar.
Para mí el dinero no lo es todo: hay otras muchas cosas importantes en la vida. Pero no hay que ser idealistas ni utó-
picos. Comprenderá que el dinero es importante también. No sólo para vivir, sino para tener influencia en los demás.
¿Cuánta más influencia tendría usted, Manuel, entre sus compañeros si usted ocupara un puesto elevado...? ¡El bien
que les podría hacer! Y podría ayudar a los que ganan menos. Si usted quiere que haya justicia, más puede hacer por
ella desde arriba, siendo alguien, que siendo un desgraciado más de esos que no salen de peón en su vida. Podría
usted tener influencia hasta en el personal directivo.
—Por favor, por favor —, interrumpió Manuel. — No quiero tener tantas influencias como usted pretende.
Simplemente, quiero continuar en mi puesto de trabajo.
El jefe de personal se sentía en ridículo. Era superior a sus fuerzas que él se tuviera que humillar a un inferior.
No sabía qué había podido ver el gerente en aquel individuo que tenía frente ante sí. Hacía más de un año que
comenzó a trabajar en la empresa. El, personalmente, lo veía como un obrero vulgar. Es verdad que los compañeros
lo respetaban bastante. No vislumbraba ningún peligro de que fuera un fanático, un cabecilla, ya que su postura no
tenía visos de revolucionaria. Quizá fuese inteligente... Pero ante la negativa a la oferta que le había propuesto, la
única opinión que podía concluir respecto a su capacidad mental era la de imbécil y lunático.
—Bien, como usted quiera. Es usted quien ha rechazado el puesto que le ofrecía. Se lo comunicaré así al
señor gerente. Desde luego es usted poco despierto: se le ha ofrecido algo con lo que podría usted vivir bastante bien
y dominar sobre todos sus compañeros...
Manuel se levantó.
—¡Dominar! ¡Dominar! Es lo que pretenden ustedes: manejar a las personas. Para ustedes es puesto de
responsabilidad, es una ocasión para mover a su voluntad a sus "subordinados", como ustedes llaman. ¿En qué son
superiores a esos peones a los que usted desprecia? ¿Qué más tiene usted que ellos...? Y quieren que yo también me
convierta en creador de muñecos de guiñol. Otro más de la minoría que domine a una inmensa humanidad
avasallada, de la que ustedes deberían ser servidores, hermanos: no dictadores ni dioses. No tienen ápice de idea de
lo que es Amor...
Manuel dio media vuelta y salió del despacho. El jefe de personal quedó aniquilado durante unos momentos
detrás del escritorio. Lanzó un formidable puñetazo y el cristal que cubría la mesa se rompió en pedazos.
Manuel bajó hasta el patio interior, común a la nave industrial y al edificio de oficinas y despachos del
personal directivo. Se detuvo durante unos segundos ante la puerta de entrada a la nave, ensordecido por los
chasquidos metálicos y el zumbido de los motores de las máquinas. Se dirigió a su puesto de trabajo y se dispuso a
reanudar la tarea. Un compañero, hombre enjuto de unos cincuenta años, se le aproximó una vez que se hubo
cerciorado de que no era visto por ningún encargado. Sus diminutos ojos estaban cargados de ironía.
—Enhorabuena, Manuel... Ya sabemos que te han llamado para hacerte jefe de sección...
Manuel continuó con su trabajo sin prestar atención a lo que el compañero le decía.
—¡Qué...! ¿Ya no te hablas con nosotros?
—No sé de lo que tú hablas, Miguel. No voy a ser jefe de nada.
—Vamos..., no te hagas el tonto.
Manuel se encogió el hombros mientras esbozaba una sonrisa.
—Vale, piensa lo que quieras... Pero te digo la verdad. Miguel repasó con sus ojos nerviosos la figura de
Manuel, desconcertado ante su respuesta.
—Bien... Si tú lo dices...
Volvió a su puesto.
Durante el descanso los demás compañeros rodearon a Manuel felicitándolo por su ascenso.
—No sé quién les ha informado... No hay nada de lo que dicen ustedes.
Quedaron extrañados ante la aclaración de Manuel, ya que lo consideraban persona veraz, incapaz de
engañarlos.
Una de las mujeres de la limpieza que había escuchado la conversación entre Manuel y el jefe de personal a
través de la puerta entreabieta fue quien informó a los trabajadores de la fábrica a cerca de la negativa de Manuel.
Esto hizo que los compañeros le respetaran y confiaran más en él, si bien no comprendían el por qué de la actitud de
Manuel de rechazar el ascenso.
A los jefes de la fábrica, sin embargo, les disgustó el desprecio que hizo Manuel a su propuesta. Desde aquel
día buscaron con afán cualquier pretexto para despedirlo, pretexto que lo encontraron a raíz de un conflicto laboral:
un trabajador resultó herido de gravedad y en la fábrica hubo huelga y disturbios como protesta por la falta de
medios de seguridad. Los empresarios entregaron la carta de despido a varios de los que consideraban cabecillas y,
entre ellos, a Manuel. Tras varios días de tensión y después del fallo del magistrado dando la razón a los empresarios,
Manuel marchó a su pueblo.
III.- "¿Dónde vives...?"
Manuel ayudó a su padre en los trabajos del campo.
Se levantaban temprano y trabajaban hasta la caída del sol.
Hablaban poco, más su silencio bañado de sudor se les convertía en diálogo ya que los corazones de ambos se
compenetraban. Tras la cena caminaba Manuel hasta las afueras del pueblo y permanecía tendido frente a las
estrellas hasta la medianoche. Sus padres respetaban su silencio intentando comprender el problema que podría
agobiarle.
Cierta noche, tras la cena, Manuel habló a sus padres:
—Necesito descansar en soledad. Es una necesidad la que experimento de reflexionar y poner en orden lo que
aquí dentro me bulle. Pasado mañana quiero marchar para la montaña.
Sus padres no le pidieron explicaciones. En parte se alegraban de la decisión de su hijo tan diferente a la de la
mayoría, que sólo piensa en crearse una actividad con la que no tener tiempo de pensar.
Llegado el día, Manuel se despidió de ellos. Caminó hasta la sierra portando sobre sus espaldas una mochila
con algunas prendas de vestir y una pequeña tienda de campaña. Allí permaneció durante más de un mes. Cuando
volvió a casa le cubría el rostro una espesa barba que no volvió a afeitarse. Su expresión era más serena y sus ojos
irradiaban luminosidad y fuerza.
—Madre —, le dijo un día—. — Me marcho a la ciudad para ver allí si encuentro otro trabajo.
A ella le parecía bien cualquier decisión de su hijo. Se alegró al enterarse de que lo acompañaría Pedro, un
vecino bien conocido, padre de dos hijos, que se desesperaban de no poder arrancar a la tierra lo suficiente para sacar
a su familia adelante.
Cuando fue a esperar el bus para despedirlo sabía en su interior que la vida de su hijo había cambiado. Intuía
que los problemas en la vida de Manuel comenzaban ahora. Junto a ella Isabel y sus dos hijos lloraban la ida de
Pedro. Este, asomado a la ventanilla, agitaba la mano despidiéndose de los suyos mientras el bus se alajaba.
Manuel y Pedro anduvieron por la ciudad durante más de una semana solicitando un puesto de trabajo.
Recibían siempre como respuesta que la plantilla estaba cubierta. Al atardecer caminaban hasta unas ruinas que había
en las afueras de la ciudad y allí pasaban la noche. Comían poco, pues el escaso dinero de que disponían se les ago-
taba rápidamente. Al cabo de diez días admitieron a Manuel como cargador en una compañía de transportes. No así a
Pedro cuando, al tomarle los datos, vieron que era casado y padre de familia.
—Entonces que Pedro se quede trabajando en mi puesto. El lo necesita más que yo.
El encargado frunció el ceño. Habló a Manuel en tono áspero.
—He dicho que no hay sitio para él. Si usted se quiere quedar, hágalo. En caso contrario, le digo ya desde
ahora que no necesitamos a ninguno de los dos... Usted dirá.
Pedro y Manuel se miraron sin comprender el por qué de esta actitud.
—Si no admiten a Pedro no me interesa su trabajo —, le replicó Manuel.
Pedro le cogió del brazo.
—No seas tonto, Manuel: quédate... Ya encontraré trabajo en otro sitio... Haz el favor.
Manuel accedió. En cuanto cobró su primera paga se lanzó a buscar una casita de alquiler. Encontró una casita
con dos habitaciones en un barrio extremo, a un precio al alcance de su economía. Inmediatamente se fueron a vivir a
ella.
Una tarde llegó Pedro contento. Había paseado por la playa y, preguntando de barco en barco, por fin un
patrón le admitió para trabajar en el mar. No sabía mucho sobre el trabajo de pesca, pero se sentía feliz.
Manuel trabajaba hasta bien entrada la tarde. Cuando llegaba a casa ya Pedro había salido, pues pescaban por
la noche. Rara vez se veían.
Comenzaba el otoño. A la salida del trabajo paseaba Manuel lentamente con dirección a su casa. Se encontró
con dos antiguos compañeros de la fábrica. Se saludaron efusivamente. Entraron a un bar y charlaron largo rato.
Ellos admiraban a Manuel, pero ahora notaban en su conversación y su mirada una nobleza y una luminosidad que
los atraía hacia él con fuerza.
—Es ya tarde y nos gustaría charlar contigo largo y tendido. Podríamos vernos otro día.
—Cuando quieran. Si les parece, mañana tarde a la salida del trabajo... Como es víspera de fiesta, nos
podemos quedar charlando hasta bien entrada la noche sin miedo a no poder madrugar.
—Vale. Si te parece podemos ir a tu casa. Dinos por dónde vives.
Manuel les dio la dirección. A la tarde siguiente llamaron a su puerta. Saludaron a Pedro que salía en ese
momento para su trabajo, y se quedaron con Manuel hasta que despuntó el nuevo día. Habían conversado sobre
muchos temas: sobre el trabajo; sobre Dios; sobre la justicia; sobre el amor... La conversación de Manuel les había
entusiasmado.
Ese mismo domingo, por la tarde, se presentó de nuevo en la casa de Manuel uno de los dos que habían estado
en la noche pasada. Traía con él un amigo: un muchacho joven.
—Manuel, te presento a Juan: es un vecino. Un buen amigo.
—Hola... —. Le apretó la mano fuertemente.
—Hola... Verás: Andrés me ha dicho... Bueno, es que a mí me han echado del trabajo por motivos parecidos a
los que, me ha dicho Andrés, te echaron a ti. No quería hacerles el juego.
—Este es un cabeza loca —, se apresuró a decir Andrés.
—No está conforme con nada... Es un poco revolucionario, y al hablarle de ti...
—No es que sea un revolucionario... Yo estoy conforme con todo lo que hay que estarlo, pero no comprendo
por qué nos tenemos que pisar los unos a los otros. No comprendo por qué, siendo todos personas, abusamos unos de
otros y en lugar de unirnos para mejorar el mundo, aplastamos la vida, la justicia... ¡Eso no lo comprendo!
Con la conversación se despertó Pedro, que dormía en la otra habitación. Se saludaron. Charlaron sobre la
propuesta de Manuel de crear, por lo menos entre ellos, esa sociedad más unida en la que se sintieran todos
importantes, útiles y unos parte de los otros. Decidieron verse con frecuencia.
IV.- "El viento sopla donde quiere..."
Los vecinos del barrio conocieron pronto la servicialidad de Manuel, Les agradaba hablar con él ya que
siempre tenía la palabra acertada y cariñosa para cada persona. Muchos iban por las tardes a su casa buscando una
solución a un problema laboral o familiar. Algunos le exponían la miseria de sus vidas con la esperanza de que
Manuel les comunicara alguna esperanza. Se preguntaban otros que de dónde le venían a Manuel, un desheredado de
la sociedad como todos ellos, esa inteligencia y ese algo que irradiaba y no acertaban a definir con palabras.
Su fama se extendió de barrio en barrio. De muchos puntos de la ciudad acudían a conocerlo. Algunos,
especialmente líderes de asociaciones intransigentes, hombres de corazón mezquino cerrado a cualquier persona o
idea que no fuera la suya propia, acudían a entrevistarse con Manuel, mas con ánimo de hacerlo quedar en ridículo.
Pero Manuel conocía muy bien a primera vista las intenciones de quienes lo visitaban y sabía de quién debía
desconfiar.
Una tarde de invierno llegaron a su casa dos hombres.
—Somos curas que vivimos en la barriada norte, en el grupo de casitas que pegan a la vía del tren.
Manuel los saludó y les invitó a pasar. Se sentaron y charlaron unos minutos sobre temas insustanciales.
Manuel les ofreció café. Les pareció bien, ya que la tarde era fría. Guardaron silencio hasta que Manuel sirvió
el café y se sentó de nuevo junto a ellos.
—Bien, ¿a qué debo su visita? —, les preguntó Manuel.
—Hemos oído hablar de ti y teníamos ganas de conocerte. Y yo por lo menos me alegro de haber charlado un
rato contigo... Noto en tus palabras y tu persona una convicción y una verdad poco frecuentes hoy día.
—Soy quien soy. Vuestra opinión ni añade ni quita a la verdad de mi yo. Pero dicen bien: mi palabra es
verdad y poseo la verdad. Yo soy verdad.
La forma de hablar de Manuel produjo en sus interlocutores una fría inquietud. ¿Quién se creía que era?
—Ustedes son hombres sin tacha. Pero su forma de luchar por la justicia no es del todo verdadera.
—Hemos procurado encarnarnos con los más débiles. Es verdad que, a pesar de todo, poseemos una serie de
privilegios que ellos no tienen. Poseemos una cultura que ellos desconocen. Si nos cansamos de esa forma de vida
podemos seguir en otra más cómoda sin que nos falte qué comer, cosa que ellos... ustedes no se pueden permitir el
lujo de hacer. Han de penar por toda su vida y depender de la voluntad de un poderoso para poder continuar
existiendo.
—No es malo tener cultura. Ustedes han partido de lo que tenían y eran. Lo que no quita valor a su decisión
de vida. Han enfocado bien su vida.
—¿A qué te refieres entonces?
—Ustedes luchan por la justicia contando únicamente con formas. Quieren una sociedad y un mundo
diferentes olvidando que éstos sólo cambiarán desde dentro.
—Desde dentro... ¿Cómo?
—Desde dentro de cada persona.
Uno de los curas se sonrió. Aquello sonaba a sonsera. Este hombre debería ser uno de esos «espiritistas» que
pretenden arreglar el mundo «siendo buenos» sin comprometerse con nada.
A él se dirigió Manuel:
—Tú conoces el evangelio. Tú, para la gente, eres maestro en temas religiosos. Y ustedes que son
considerados como maestros, ¿no lo entienden? ¿No entienden que para que nuestra humanidad y nuestra sociedad
reviertan y expulsen toda la podredumbre que las corroe, y nazca esa utopía con la que soñamos, es necesario volver
a nacer?
—Necesitamos —, continuó Manuel,— una revolución de la persona. No te hablo de ser buenos. ¿Qué
significa ser bueno? Hablo de ser diferentes. Completamente diferentes. Esencialmente diferentes. No en las formas,
sino en lo más radical de nuestro yo. No cambiaremos el mundo cambiando las formas. Derrocaremos a un régimen
injusto mediante una revolución armada: ¿Y qué hemos conseguido? A la violencia hemos opuesto otra violencia,
una brutalidad a otra. Y a un gobierno sin conciencia le sucede otro semejante. Con esta política no cambiaremos
nada. ¿Cuántos partidos se debaten en nuestros barrios? ¿Cuántos en la nación y en el mundo? Los hombres
luchamos divididos en bandos y partidos: unos militan y otros vaguean. Quien milita, lucha por conseguir adeptos y
llegar al poder. Les estorban los demás partidos. Si alcanzara el poder, abortaría, al igual que hicieron sus predece-
sores, cualquier otra iniciativa que no esté de acuerdo con su ideología. Volverá a necesitar una policía y un ejército
que defienda sus ideas y su vida. Quien vaguea pagará a quien actúe por ellos y los defiendan de aquellos oprimidos
que hacen posible su ociosidad y su buena vida, oprimidos que se rebelan contra la opresión... Es la lucha por un
poder, una ideología, un dinero. Es la locura dividida que se despedaza a sí misma. Somos humanidad neolítica, de
donde aún no hemos salido. Avanzados en tecnología, vivimos todavía, como personas, en el neolítico. El mismo
instinto que hace destrozarse a los animales entre sí por defender un territorio, un alimento, una supervivencia, es el
que guía nuestra actividad. Los instintos guían a la humanidad y estrellan a unos contra otros. Anteponemos las cosas
a las personas. Preferimos «mi propiedad» que a un semejante. El dinero vale más que el ser humano. «Mis ideas»
están muy por encima de cualquier otra persona. Por cosas, por materia, por ideas..., se mata, se pisotea, se engaña,
se seduce, se ridiculiza, se aniquila. Hasta que, en lo más íntimo de nosotros mismos, el ser humano,— en toda su
amplitud y profundidad —, no esté muy por encima de todo lo demás, el mundo continuará lo mismo. Hemos de
romper, de asesinar cualquier atadura al pasado y volver a nacer. Un recién nacido no brota de ningún
condicionamiento anterior: empieza, simplemente.
Calló un momento. Los dos curas lo miraban fijamente, en silencio.
La lluvia había arreciado y el viento la hacía repiquetear contra el cristal del ventanuco.
Manuel ofreció tabaco a sus interlocutores.
—Entonces, tú opinas que no deben existir partidos políticos ni agrupaciones de distintos polos—, aventuró
uno de los sacerdotes rompiendo el silencio. —Que todos deberíamos pensar igual. Una dictadura de la mente, vaya.
—¿Qué significa y qué son en nuestra actual sociedad los partidos políticos? ¿Lo has pensado con
detenimiento? ¿No te da la impresión de que son como el vómito maloliente y el excremento del egoísmo asqueroso
de unos cuántos? Analízalos despacio... Telas de araña engañosas... No. No cambiarán nada. Son necesarios los parti-
dos políticos para que cada cual tenga una forma en la que pueda expresar su intimidad como ser social. Diferentes,
sí, porque las facetas del pensamiento humano son diversas. Pero no estos partidos políticos. No así. No estos
monstruos creados por mentes decapitadas y por hombres primitivos. Partidos políticos nuevos, brotes del hombre
nuevo.
—Te estás encerrando en una utopía engañosa. Estoy de acuerdo en que la sociedad está podrida. Pero
siempre ha sido así. En este mundo en que vivimos siempre habrá egoísmos, clases, injusticias... Hemos de contar
con esto. Y contra esto hemos de luchar. Pero sin pretender cambiarlo todo. Sin esperar conseguir gran cosa. Con los
métodos y las formas que tenemos a nuestro alcance... No creo en la utopía. Te confieso que la mayoría de los días,
al despertarme, siento aquí dentro una amargura que me sube hasta la boca y maldigo el nuevo día que me toca vivir
porque no tengo esperanza en nada. Creo que debo estar junto a los pobres y luchar por ellos: pero esto lo hago cere-
bralmente. En mi corazón siento el desánimo, porque damos patadas contra un muro de hormigón. El obispo y
muchos curas están en contra de nuestra vida. La policía nos vigila de cerca. Si intentamos una acción de barrio, la
fuerza pública está presente para alborotarla... A veces sólo me dan ganas de tomar una metralleta, porque la única
forma de derrocar a este capitalismo asqueroso es por las armas.
—No es utópica una sociedad nueva y justa. Quien entrega todos sus bienes por algo es porque quiere mucho
más a ese algo. Quien entrega a su hijo por algo o alguien es porque quiere tanto o más a ese algo o alguien que a su
hijo. Y Dios entregó a su Hijo por la humanidad: El cree en la humanidad. El sabe que la humanidad puede ser dife-
rente, que puede ser justa... Piensen... No es utópico el ser libres. Hombres y mujeres fuertes y libres, como ese
viento que penetra por las rendijas. Ya están apareciendo personas así sobre la tierra. Siempre las hubo. Y también
ahora. Los persiguen y los encarcelan porque a los poderosos les da miedo el viento: no pueden dominarlo. No saben
de dónde arranca y cuál es su destino. No pueden agarrarlo entre sus manos y moldearlo según sus intereses. Este
hombre libre es el que salvará al mundo. El poderoso querrá matarlo sin comprender que cuántas más muertes haga
más cerca está el fin de su imperio de egoísmo. La imagen de un ajusticiado fue la que hizo temblar al mundo; fue la
semilla de una nueva humanidad. Y seguirá siendo así.
La lluvia arreciaba. Del techo comenzaron a caer goteras. Los tres se apresuraron a colocar vasijas, en la que
cada gotera cantaba su monótona melodía: plic, plic, ploc...
— Me parece que nos vamos a ir antes de que se haga más tarde. Esto no tiene visos de parar.
—¿Tienen paraguas?
—Trajimos uno. Yo creo que nos arreglaremos así.
—Llévense el mío y me lo traen otro día.
—Ni hablar. A ti te hará falta.
—No, de verdad. Yo puedo usar el de Pedro. (¿Cómo estará Pedro con este temporal? —pensó para sí
Manuel).
—Como quieras, Manuel. Nos alegramos de haberte conocido.
—Igualmente.
Se estrecharon la mano. Manuel abrió la puerta.
—Nunca olviden que ustedes, como muchas otras personas, han tomado partido por un fracasado. Un hombre
«diferente» colgado de un palo. Precisamente por haber sido colgado sin merecerlo ha atraído a las gentes.
Los dos curas lo miraron con cariño. Le apretaron de nuevo la mano y, chapoteando, desaparecieron
rápidamente en la oscuridad.
V.- "Sopló un fuerte viento y se agitó el mar..."
Un farol herrumbroso colgado de una esquina chirreaba zarandeado por la borrasca. A su contraluz, Manuel
contempló durante largo rato la intensa lluvia que el viento arremolinaba, pensando con preocupación en la suerte de
Pedro y sus compañeros de pesca. El cansancio y el frío obligaron a acostarse, si bien no pudo conciliar el sueño
hasta las primeras luces opacas del amanecer. Despertó a media mañana. Miró a la cama de Pedro con la esperanza
de encontrarlo descansando, pero la cama estaba vacía. Conectó el pequeño transistor que tenían sobre la mesa de la
cocina para oir alguna noticia que pudieran dar acerca del estado del mar y de la situación de los pesqueros locales.
Mientras se preparaba el desayuno comunicaron que tan sólo habían podido volver a puerto tres pesqueros;
del resto de la flotilla no sabían nada, aunque, según comunicado de la comandancia, se había recibido una llamada
de socorro de uno de ellos.
Manuel dejó el desayuno a medio preparar y salió a la calle. La lluvia era bastante intensa y las calles del
barrio se encontraban anegadas. Buscó algún sitio seco por dónde pasar y, al encontrarlo, corrió chapoteando sobre el
agua hasta la parada del autobús. Bajó cerca del puerto y corrió de nuevo hasta el muelle pesquero. Un grupo de
personas, familiares de pescadores, esperaban refugiados bajo los cobertizos. Algunas mujeres lloraban. Manuel se
unió al grupo. Los hombres rumoreaban lo que él ya sabía: tres embarcaciones habían logrado volver sorteando el
temporal. Otras muchas no habían regresado. Manuel indagó de unos y otros sobre si sabían algo del Santa Aurora, la
embarcación en la que Pedro trabajaba. Ninguno de los marineros sabía nada de su suerte. Esperó Manuel bajo un
cobertizo, resguardado de la lluvia, viendo entrar de tarde en tarde alguna embarcación desmantelada por la borrasca.
A los marineros que bajaban empapados y deshechos preguntaba Manuel sobre el barco en el que Pedro había salido
a pescar. Ninguno lo había visto.
Atardecía, cuando entró penosamente en puerto el Santa Aurora que aún se mantenía a flote como por
milagro. Todos se aprestaron para ayudar a la tripulación extenuada. Manuel ayudó a Pedro a bajar la pasarela y,
sosteniéndolo como mejor pudo, llegaron hasta la parada de taxis cercana al puerto.
Un grupo de vecinos, enterados de lo ocurrido, esperaban ante la casa de Manuel y Pedro. Se alegraron de
verlos llegar.
Ayudaron a Pedro a acostarse. Una mujer le trajo una taza de caldo caliente. Pedro apenas podía agradecer
tantas atenciones. Rápidamente quedó sumido en un profundo sueño.
No despertó hasta el crepúsculo del día siguiente. A su lado se encontraban, además de Manuel, todos los
demás amigos.
—Seguro que no han ido a trabajar por mi culpa... Les echarán del trabajo... A mí no me pasaba nada. No
tenían que haberse quedado.
Juan soltó una sonora carcajada.
—No te creas tan importante, marinero de agua dulce... ¿Sabes qué hora es? No es por la mañana. Ya hace
rato que hemos dado de mano. Y hemos venido para ver si te había muerto. Pero bicho malo nunca muere.
Pedro sonrió sinceramente.
—¿Te gustaría ver a tu gente, Pedro?— Le preguntó Manuel.
—No pongas esa cara... Mira, he recibido carta de mi madre. Léela si quieres.
Pedro se incorporó pesadamente. Tomó la carta de mano de Manuel.
—¿Qué te parece, Pedro?
—Que como yo ahora estaré una temporada sin trabajo voy sin dudarlo. Más, tratándose de la boda del hijo
de Paco... Pues no faltaba más. Buena ocasión para ver a mi Isabel y a mis dos hijos. Ganas tengo de abrazarlos y
estrujarlos entre mis brazos.
—Nosotros iremos también, Pedro —, dijo Andrés.— como la boda es el próximo domingo, podemos ir todos
sin problema.
—Nos iremos el sábado a la tarde —, interrumpió Manuel.— Andrés y Juan dormirán esa noche en mi casa.
—En mi casa también hay sitio. A mi Isabel le gustará conocerles.
—A tu casa irán Tomás y Adela, ¿te parece?
—¡Pues no me va a aparecer...! Y si todos quieren ir, estrechándonos, para todos hay sitio. Pequeña es mi
casa, pero donde hay corazón hay camas..., digo yo,
Todos rieron.
Pedro, con la alegría, estaba ya de pie charlando animadamente.
VI.- "Hubo una boda..."
Manuel levantó la cortina, asomando al interior su cabeza.
Al fondo, de espaldas a la puerta, su madre lavaba sobre el pilón del patio.
—¿Se puede...?
—Ella se volvió sobresaltada. Lanzó un grito y se abalanzó sobre Manuel. Abrazó durante largo rato a su hijo,
sin pronunciar palabra.
—Vamos... vamos... no llores.
Le levantó dulcemente la cabeza, tomándola de la barbilla.
Le limpió las lágrimas con su dedo pulgar y le dio un caluroso beso en la frente.
—¿Cómo es eso...? ¿Cómo que has venido...?
—¿Es que no te lo imaginabas? ¿ Creías que Pedro y yo podíamos faltar a boda de Luis...? Ah, mira... ¿Dónde
están? Se volvió hacia la puerta.— Pasen... Mi madre. Madre: éste es Juan... y Andrés... Se quedarán esta noche con
nosotros, si no te importa.
—¿Cómo va a importarme? Todo lo contrario. Tu padre se alegrará también de que se queden con nosotros.
—¿Dónde está padre?
—En la huerta. El pobre trabaja más de lo que puede. Pero los tiempos están malos. Ya pronto vendrá...
Siéntense.
Se sentaron y su madre los aseteó a preguntas, interesándose por cualquier pormenor. Al rato llegó el padre y
con él salieron a dar una vuelta por el pueblo. Se acercaron a saludar a la familia de Pedro. Volvieron tarde a casa.
La cena estaba ya humeando sobre la mesa. Charlaron hasta bien entrada la noche.
El domingo amaneció espléndido. Todo el pueblo estaba reunido en la plaza para ver a los novios. Hubo
cohetes, arroz, gritos, abrazos, lágrimas... Rodeados por la muchedumbre, los novios llegaron hasta su casa. En el
zaguán, sobre una larga mesa, había platos con toda clase de aperitivos, sin refinamientos, sino todo al gusto de la
gente sencilla de pueblo. Por todos los rincones, cajas apiladas conteniendo botellas de cerveza y bebidas
refrescantes. Cada cual tomaba a su aire. Quien podía se sentaba y, los que no, charlaban animadamente en grupos,
de pie, bien dentro, bien en la calle. Los niños correteaban por entre todo y entre todos.
Quienes no lo habían hecho la tarde anterior, saludaban a Manuel y a Pedro, y se interesaban por conocer de
ellos mismos los detalles del casi naufragio del Santa Aurora.
Los novios se acercaron al grupo en el que se encontraba Manuel, quien tomó sus manos estrechándolas con
cariño.
—Que sean siempre felices y sean capaces de conseguir penetrar en el misterio que encierra el matrimonio.
Cada uno de los presentes, a su manera, los felicitó. Hubo la consabida alusión picante propia de la picaresca
rural. Todos rieron. Los novios prosiguieron su ronda de saludos a los restantes grupos de amigos.
—¿A qué misterio te referías, Manuel?
—No ves que a Manuel, como no se ha casado y con las mujeres es muy formal, todo esto del casorio se le
hace un misterio?
Rieron a coro esta intervención de uno del grupo.
Se acercó el párroco del pueblo. Era un hombre de mente estrecha, aferrado a unas ideas formalistas, hombre
leguleyo y corto de corazón, amigo de las apariencias y las buenas formas.
—Hola... Veo que están ustedes contentos.
—Nada, señor cura. Aquí Manuel que nos quiere echar un sermón sobre el matrimonio. Como si no fuera
bastante el suyo que ya hemos oído.
Don Andrés, que así se llamaba el párroco, esbozó una sonrisa forzada. Los demás disimularon la suya. No
apreciaban en demasía al sacerdote, amigo de novenas, misas y sermones, pero incapaz de calar en los problemas y
el corazón de los del pueblo.
—Pretendía Manuel hablarnos del «misterio» del matrimonio... ¿Qué le parece a usted?
—Hombre... si Manuel lo dice...—. No le caía bien Manuel.
—El misterio que todos sabemos y que desaparece tras la primera noche. Lo mejor es quedarse soltero como
él y como yo.
—Si me quedo soltero no es porque sea mejor. Es porque debo quedarme. Ni usted por estar soltero es mejor
que el que se casa. Es un error que, desde muy temprano, cundió en toda la Iglesia Católica. Un error grave.
Don Andrés se encendió. Si algo había en el mundo que lo sacara de su habitual flema era pretender que la
verdad sobre temas religiosos estuviera fuera del marco «eclesiástico». La verdad la poseían ellos, los pastores, la
Jerarquía. El pueblo era ignorante: el rebaño.
—No creo que sepas tú mucho de esto, Manuel, como para atreverte de acusar de error a la Iglesia. Si no
entiendes, no hables.
—Precisamente sobre lo que entiendo hablo, don Andrés. El matrimonio es sí es tan perfecto como el
celibato. Pero tanto uno como otro, muy difíciles de entender y llevar adelante. El misterio de matrimonio no está en
lo que usted piensa, y como no lo vislumbra tan siquiera, ha sido incapaz de comunicarlo a nadie. Usted, como
muchos de los suyos, estando ciegos han querido conducir a los hombres... ¿Hacia dónde que no sea un pozo
profundo? Ve en el matrimonio la unión de la carne y el respeto mutuo, sin comprender que ése es el signo de la
verdad honda y grandiosa que se oculta. No es la unión, ni son los hijos. La unión es signo y los hijos son signo. Son
la apariencia de la realidad. Si el resultado del matrimonio son esas apariencias, el mundo no avanzará. La sociedad
seguirá igual. Si golpeas piedra contra piedra el resultado es una chispa, pero después cada piedra es como era antes
de unirse en el golpe. Si unes hidrógeno y oxígeno, el resultado es agua. Ya no es uno y otro, sino algo nuevo,
diferente.
El grupo se había hecho numeroso. A don Andrés le temblaban los labios.
—De una unión de hombre y mujer—, prosiguió Manuel, —brota un hijo, pero siguen siendo el mismo
hombre y la misma mujer. No, muy pocos, contados con la mano, llegan a realizar en profundidad su matriminio.
Hasta que no lleguen a dejar cada uno su «yo» y se conviertan en uno sólo «nosotros», algo diferente a cada uno en
sí, la humanidad seguirá fracasada. Es la explosión del individuo que se rompe y se convierte en la unidad
pluralizada. Don Andrés saltó, no podía aguantar más:
—Deja de decir frases altisonantes y absurdas. ¿A quiénes nos interesan sus tonteras? ¡Porque no son más que
idioteces lo que dices! Ideas que tú has elaborado en tu locura, porque para mí no eres más que un medio loco. ¿Y tú
pretendes saber? Investiga..., dime dónde está en el evangelio que Cristo aventurara alguna de esas palabras absurdas
que tú quieres dar a entender a trompicones. Porque no hay quien entienda tus galimatías.
—No las dijo. Las hizo, don Andrés. El convirtió el agua en vino.
—Pero eso lo hizo para simbolizar la Eucaristía.
—¡Qué equivocados andan! El lo hizo por el matrimonio. Lo hizo en aquella boda por los que se casaban y
por todos los que se casarán hasta que el mundo exista. Es la conversión en algo esencialmente distinto, nuevo,
diferente... Si quiere entender, entienda.
Don Andrés se alejó resoplando. El grupo se dispersó lentamente, en silencio. Algunos empezaban a dudar del
estado mental de Manuel. Otros, cohibidos de extrañeza, meditaban en sus palabras. Juan, Pedro y varios más que se
quedaron junto a Manuel le pidieron que les explicara un poco lo que había querido decir.
—Dios desde el principio hizo varón y mujer. No por capricho, sino porque es la expresión en la naturaleza de
lo más esencial de El mismo. Dos realidades fisiológica y psíquicamente diferentes, sin fuerza de redención y
creatividad la una sin la otra. La tensión más primitiva que las une es la sexual: se une carne con carne; se satisfacen
dos tensiones puramente egoístas e individuales. Es una unión que no simboliza ni encierra una realidad más
profunda. La sociedad y el mundo siguen igual de vacíos y egoístas. Otra forma de relacionarse es por amor: el deseo
de compartir lo más íntimo del ser propio, el «yo mismo» compartirlo con lo que «en sí es» de la otra persona. Si el
amor es sincero y firme, a fuerza de amar, se puede llegar al paso definitivo: ya no soy yo ni tú; el yo y el tú
desaparecen. Llegan a ser los dos un mismo yo y un mismo tú, y uno es reflejo del otro. Ha nacido una fuerza en la
sociedad, como una fusión nuclear, de un poder impresionante de cambio de las asquerosas estructuras que hoy nos
oprimen. Y el hijo, símbolo de esta nueva realidad, llevará en sus venas ese amor. Será un ser ya preparado para
comprender y construir el nuevo mundo, una sociedad justa y perfecta.
En este momento llegaron los novios para despedirse. Todos los presentes se agolpaban ya alrededor de los
recién casados, cada uno queriendo decir la última palabra, el último consejo picante o darles el último apretón de
manos.
A Pedro se le quedaron en la boca varias preguntas que hubiera querido formular a Manuel. Pero ya no existía
ambiente para hablar se estos temas.
Pasaron la tarde en familia y al crepúsculo se dirigieron a tomar el bus que los conduciría de nuevo a la
ciudad.
VII.- "En espíritu y en verdad..."
Pedro descansó unos días hasta que estuvo reparado el barco. Andrés, Juan y otros amigos venían algunas
tardes a la casa, cenaban juntos y charlaban de los problemas que cada uno encontraba en su ambiente, de su trabajo,
de temas intranscendentes... Eran reuniones en las que se sentían a gusto y que gustaban de repetir. Otras noches se
reunían en casa de cualquier otro de ellos.
Casi todos los domingos por la tarde acudían a asambleas organizadas por los diferentes barrios, invitados por
líderes de movimientos sociales religiosos, o por los mismos vecinos.
Una tarde de domingo quedó Manuel citado con Juan y Andrés en un punto céntrico de la ciudad, para asistir
a una asamblea organizada en el barrio norte de la ciudad, donde vivían los dos curas que visitaron a Manuel la
noche del temporal. Manuel llegó un poco antes de la hora fijada. Hacía calor. El sol lanzaba perpendiculares las
sombras de los tejados aplastándolas contra las veredas. Miró Manuel a su alrededor buscando donde guarecerse.
Tenía sed. Penetró en un bar cercano. Estaba sólo. Se sentó en un taburete junto a la barra y esperó paciente a que
apareciera el camarero. Entró en el bar una mujer, quien se sentó algo alejada de Manuel. La mujer, tras esperar unos
momentos en la que estuvo distraída observando de reojo a su vecino de barra, se impacientó ante la no
comparecencia del barman. Dio unas palmadas y vociferó llamándolo. Apareció el camarero con cara de sueño,
lanzando unos gruñidos ininteligibles.
—Qué, ¿dormías, cariño? —, le dijo la mujer mientras lanzaba una risotada fría y sin alma.
Se debían conocer. El camarero le dijo no sé qué grosería y le hizo un mal gesto con la mano. Le sirvió un
wisky con bastante hielo.
—Si no quieres dormir tan solito, ya sabes... Soy cariñosa hasta con los cerdos como tú.
El hombre iba a decirle una horrible palabrota, pero en ese momento de dio cuenta de la presencia de Manuel.
Se encogió de hombros, torció el gesto y preguntó a Manuel qué quería tomar.
—No, nada. Si no te importa.
—¿A mí...? No. Como si se quiere echar a dormir en el suelo...
Volvió a encogerse de hombros.
—Si no desean nada de mí..., me voy para adentro.
Miró de soslayo a la mujer, como temiendo que le volviera a comentar algo, pero ella estaba en ese momento
distraída mirando descaradamente a Manuel, con rostro de cierto asombro. Volvió el camarero a encogerse de
hombros y desapareció tras la puerta.
Manuel volvió lentamente su mirada hacia la mujer. Sus labios eran carnosos, vivamente pintados de rojo. Los
pómulos empolvados con mal gusto. Los párpados sombreados de un fuerte tono azul. Sus ojos, castaños, de mirada
vacía.
—¿Me das algo para beber?
—¿Quién...? ¿Yo...? Oye, tú no estás bien de la pelota. Le dices al chico que no quieres nada. No es que sea
muy normal el que la gente entre en un bar a tomar el fresco, se siente y no pida nada... Pero bueno, eso pase. ¡Pero
que ahora me pidas a mí...! Anda, macho. Corta el royo... A no ser que lo que quieras sea eso... Bueno... , eso sería
otra cosa. No eres feo... ¿Quieres que me ponga más cerquita...? ¿Eh?
—Sólo te he pedido algo de beber. Tengo sed. Auque no tanta como tú.
—¿Yo...? Psh... Por eso bebo. Haber pedido tú algo.
Se sintió de repente como cortada.
—Tu sed es peor que la mía. Sí, ya sé que bebes. Pero no basta. Por dentro te abrasas, te mueres de sed. Y no
sabes como saciarla. Yo te la podría saciar y no volver a sentir sed en tu vida.
—¿Quién...? ¿Tú...?
Echó a reír volteando la cabeza. De pronto se puso seria. Miró fijamente a Manuel.
—Oye, macho... ¿Tú te estás quedando conmigo? ¿O es que me insinúas...? Mira, ni tú ni ningún hombre
valen para mí una mierda. Son todos iguales. A mí no me quitan la sed esa que tú tan ricamente dices ni todos los
hombres puestos en fila. Son todos unos puercos... Además, no sé por quién me has tomado. No sabes si puede
aparecer por la puerta mi marido e hincharte de bofetadas.
—¿Tú marido? ¿Cuál? Has vivido con varios hombres que se han aprovechado de ti y tú de ellos. Igual que
con el que vives actualmente. ¿O te refieres al decir «marido» a cualquiera de los muchos con los que te acuestas
cada noche?
Se quedó unos instantes con la boca a punto de decir algo y la mano al aire, sosteniendo el vaso con el resto
de bebida.
—¿Y tú de qué me conoces...? Yo a ti nunca te he visto antes de ahora. ¿O acaso...? No. Tú no serás uno de
esos curas a los que ya no se les reconoce... Sí... Pues mira, busca a otra. Conmigo, de beaterios nada. Eso para los
buenos que van a Misa y tienen un trabajo decente, una vida decente y buen sueldo..., ¿sabes?
—¿Tú crees que los buenos son los que van a Misa? ¿Los piadosos? No, no soy cura. No divido a la
humanidad en religiosos y no religiosos. No englorio a unos y condeno a otros. Tú no pisas una iglesia desde tu
niñez. Pero no por eso eres peor. Tú tenías una gran sed de bondad, de justicia, de amor... Pero no eras religiosa.
Todo lo relacionado con la iglesia te asqueaba. En el fondo, por eso, te sentías mala. Te sentías rebelde. Tú querías
vivir. Lo has probado todo. Ahora te sientes perdida, sin remedio. Te enfangas más para drogar tu fracaso.
La mujer lo miraba con los ojos bien abiertos.
—A Dios no se adora en los templos. !Cuántos asiduos a las iglesias, personas que tú conoces y a las que
tienes por honradas, pero que no son tales porque su corazón es rastrero! Cosifican y miden a Dios y su interior está
lleno de mentira. Tú estás más cerca que ellos de llegar a la verdad. No tienes nada que perder porque lo has perdido
todo. Puedes ser libre. Y en la libertad encontrarás la felicidad que siempre anhelaste... Libertad no es obrar según la
gana de tu cuerpo y tus caprichos. Es actuar siempre con verdad. Con verdad para con uno mismo y los demás. Con
el corazón en la mano. Volcando lo mejor de ti mismo... Este es el hombre honrado.
—Veo que eres un buen tío... Pero mira, conmigo no va eso. Usas un lenguaje que no entiendo ni podré
entender. Como los curas. No lo serás, pero te pareces... Yo no tengo solución. Dices verdad en eso de que lo he
perdido todo. Completamente vacía. No tengo ilusión ni por matarme... En mi mundo no hay lugar para Dios. Si es
que existe. En Dios se podrá creer en otros ambientes y en otros lugares.
—Dios no tiene lugares y ambientes. Un Dios así no existe. Es un Dios creado por las religiones, a su manera,
inaccesible fuera de los templos o ambientes que se llaman «piadosos». La mayor parte de la humanidad se siente
marginada y ajena. Como tú. No, Dios no se ata, ni necesita de nada, ni se encuentra en ningún sitio, ni se acomoda a
un ambiente, ni se le encuentra en circunstancias determinadas por hombres que lo han querido monopolizar. Es
como el aire, como el sol, como la luz... Se escapa y está presente. Tu rebeldía interior y tu asqueo ante esta sociedad
egoísta y podrida es para El la plegaria. Tu anhelo por una felicidad que no encuentras es la llamada que escucha. Tu
interior, lo más profundo de ti es lo que se comunica con Dios. Tu sonrisa a un niño y tu ayuda a la compañera
desesperada es lo que cuenta ante El... En lo profundo de ti lo encontrarás. No necesitas situaciones especiales para
encontrarlo. Tu asco por la mentira y lo falso es lo que quiere... El es espíritu. Y solo se encuentra en espíritu y
verdad... Creo que me entiendes.
Quedó la mujer callada, con la cabeza abatida. La levantó pausadamente y miró a Manuel con profunda
ternura.
—No sé quién eres ni cómo te llamas... Pero gracias... Eres el primero que me hablas como a una persona.
Los demás me tratan como a un bicho, como a basura... Gracias.
En este momento entraron el bar Juan y Andrés.
—Hola, Manuel... No te veíamos fuera y hemos imaginado que estabas aquí. Se nos hace tarde. ¿Nos vamos?
La mujer lo agarró por el brazo.
—Espera... Dime por favor dónde podré verte... Necesito hablar contigo otro día.
—No te preocupes. Nos veremos. Yo te encontraré.
Soltó a Manuel y lo vio salir acompañado por los otros dos hombres. Se quedó un rato sentada. Dejó un
billete sobre el mostrador y salió ella también del bar.
Cuando terminó la asamblea se acercó Luis, uno de los curas, a Manuel.
—¿Qué te ha parecido?
—Es bueno que las personas comuniquen sus ideas y sus experiencias. Todo, lo que signifique compartir me
parece bien.
—¿Irán ustedes a la excursión que vamos a organizar entre todas las familias de los barrios para el puente que
hay dentro de tres semanas?
—Nosotros tres iremos. También los demás de nuestro grupo y todas las familias de nuestro barrio a las que
consigamos animar para acompañarnos. Te repito que eso es bueno ... Cuantos más podamos reunir ese día, mejor.
—Nosotros haremos ambiente en nuestra zona,— interrumpió Juan.— Tú, Luis, te encargas de concretar el
sitio y la hora.
—Estupendo... Bueno, ahora hablando de otra cosa... Yo no he contado contigo, Manuel. No creo que te
moleste. Es que ..., verás: el sábado tenemos un día de retiro todos los sacerdotes y religiosos de la ciudad con el
Obispo. Tendremos unas charlas y unos ratos de meditación. Han programado que asistieran algunos seglares, pues
es bueno que nos expongan sus problemas y su concepto de nuestra labor... Yo le he propuesto al Obispo el invitarte
a ti, entre otros. A él le ha parecido bien. Ha oído hablar de ti y tiene ganas de conocerte. ¿He hecho mal?
Quedó Manuel en asistir. Se despidieron y cada cual marchó para su casa, pues era casi media noche.
Esa tarde, la mujer con la que Manuel habló en el bar, se había encontrado con unas compañeras de oficio.
María, —así se llamaba—, les contó que había hablado por casualidad con un hombre especial, diferente a todos los
demás, que le había adivinado su vida.
—Bueno, María, no creo que sea difícil a nadie adivinar lo que somos—, le respondió una de sus amigas.
—Sí, lo sé... Pero en este caso es diferente... Tendrían ustedes que haberlo visto y oído... Hoy me encuentro
distinta. No sé... Es como si estuvieras desesperada en un descampado, a obscuras en noche cerrada y de pronto
vieras a lo lejos una lucecita de una casa, de una ciudad. Te devuelve la esperanza y cierta tranquilidad... Se lo
presentaré un día, si lo vuelvo a encontrar.
Veían en sus ojos una luminosidad, una chispa que nunca habían observado. Sí, les gustaría también a ellas
conocer a ese hombre capaz de cambiar la expresión de María, siempre apagada, grosera y triste.
VIII.- "Casa de mercado..."
A las ocho y media de la mañana del sábado se presentó Manuel ante la verja del colegio de religiosas en
donde se debía celebrar el retiro de sacerdotes. Por el jardín paseaban algunos de ellos, ensotanados, leyendo
pausadamente el breviario. Otros, en vestimenta normal, charlaban animadamente sentados bajo un sauce. Empujó
Manuel la cancela. Quedó estático unos minutos contemplando la bella y grandiosa construcción del más
escrupuloso estilo funcional. Luis, que se encontraba entre los del grupo bajo el sauce, se dirigió hacia Manuel en
cuanto se percató de su presencia.
—Pasa, Manuel... Has madrugado, ¿eh? Aún quedan muchos por venir. Hasta las nueve no empezaremos el
retiro. Vente allí con nosotros.
—Los saludaré sólo un momento. prefiero dar una vuelta por el edificio.
—Te acompaño.
—No, Luis. Lo haré yo sólo. Gracias.
Paseó por el interior del colegio hasta que observó cierto revuelo entre las monjas, quienes salían presurosas
en dirección al jardín. El Obispo acababa de llegar. Algo más de un centenar de personas, entre religiosos, sacerdotes
y monjas, se agolpaban alrededor de Su Eminencia. Este sonreía, esbozando bendiciones hacia los presentes. La
comitiva se dirigió hasta una gran aula. Manuel lo siguió. Una vez todos sentados y en silencio, habló el Obispo del
sentido que para él tenía este retiro. Informó sobre la presencia de algunos seglares, ya que ellos podían aportar la
imagen externa del sacerdote y el religioso.
—Me gustaría—, prosiguió,— presentárselos. De los cuatro invitados conozco personalmente a dos: Carlos y
José... Suban, suban acá al estrado...¿Cómo están?
Ambos besaron el anillo de su mano.
—Vengan los otros dos... Ah... Bien. ¿Tú te llamas...?
—Francisco Ruiz, señor Obispo.
—Me alegro de conocerte... Bien... Nos falta otro. Creo que es ese ya célebre Manuel al que ya algunos de
ustedes conocen. Si ha venido, por favor, que suba al estrado.
—No es necesario que suba—, interrumpió Manuel con voz potente.
Todas las miradas se dirigieron a él. Se encontraba de pie, junto a la puerta.
—Ustedes, en teoría, deberían ser portadores de luz en una sociedad ciega y sal en un mundo corrompido.
Pero muchos han caído en su propia trampa. La humanidad actúa por interés. Se busca el beneficio. Unos a otros se
engañan y la tierra es como una inmensa cueva de ladrones. ¡Y ustedes han entrado en esa cueva! Venden la Palabra
de Dios. Venden la misericordia. Han montado un mercado con el nombre de Dios. ¡Den lo que se les ha dado y
poseen, pero no lo vendan! ¿Cómo pueden cambiar la sociedad si en colegios como éste trafican con su sabiduría en
vez de repartirla gratuitamente? Son ustedes tan necios, que se han dejado enredar en la avaricia de este mundo.
¡Denlo todo con amor aunque se vuelvan pobres como las ratas!... ¡Pero no trafiquen!
La sala se hizo una tempestad de murmullos y voces. El Obispo intentaba, aturdido, imponer el silencio.
Uno de los presentes se levantó gesticulando con los brazos. Cuando se acalló un poco el tumulto, se dirigió a
Manuel.
—¡No sé quién te crees que eres para decirnos esas sandeces! ¿Quieres que nuestros colegios sean orfanatos?
—Quiero su generosidad desinteresada. Es lo que esta sociedad está necesitando. No sus palabras, en las que
no creen. ¡Quieren sus obras, sinceras, de corazón!
—¡Por favor! —, gritó el Obispo intentando hacerse oír.—, No creo que sea momento para discusiones. Pero
antes de dejar zanjado este tema, quiero decirle a Manuel que no sea ni utópico, ni injusto. Injusto, porque muchos
son los que, tanto en misiones como aquí en nuestra patria, dejan su vida a trozos sin recibir a cambio nada. Utópico,
porque no creo que piense que un centro de enseñanza o cualquier otra institución pueda mantenerse del aire. Tiene
unos gastos que hay que cubrir. Y los que lo regentan, aparte de pagar material, profesores y un largo etcétera han de
alimentarse y vivir como personas. No todos son héroes.
—Gracias a esos pocos que dice y a otros muchos anónimos para la opinión pública, en esta sociedad aún
queda algo de luz. Pero nadie puede ampararse en que hay luces encendidas para dejar la suya apagada. No porque
aquellos existan tienen ustedes derecho a medrar. Su desinterés debe ser un estímulo para el de ustedes, no una
tapadera de su mercantilismo. No se trata de ser héroes: sino auténticos. Toda persona que ha llegado a calar
medianamente en la autenticidad humana ha de ser un héroe en nuestra sociedad. Ustedes de hacen llamar repre-
sentantes, guías, puntales de una doctrina y una verdad del auténtico ser hombre, ser humano. ¿Y pretenden que no
pueden ser héroes? ¿Con paños tibios quieren transformar la podredumbre? Con la violencia de todo su ser se
salvarán de pudrirse ustedes también y conseguirán iniciar la salvación de este mundo corrompido. Si alguno quiere
contemporizar, no quiere ser héroe, que no se llame «pastor» ni representante de nada. Que se vaya. ¡Que se marche!
Dio media vuelta y se fue.
El retiro espiritual resultó nada tranquilo. La intervención de Manuel motivó comentarios y disputas. Los
corrillos se formaban por doquier. Un grupo de sacerdotes y religiosos decidieron dar un escarmiento a Manuel. Era
una persona "no grata".
IX.- "Los pobres..."
El día programado para la excursión amaneció despejado y con una temperatura agradable. Por algunos de los
barrios de la ciudad el ajetreo comenzó antes de que apareciera el sol. Muchos caminaban hasta el centro para acudir
al lugar de reunión en autobuses que se habían alquilado a tal propósito. Otros utilizaron sus motos, sus bicicletas.
Los menos prefirieron hacer deporte y caminaron durante más de dos horas hasta el lugar de cita, junto a un arroyo
de aguas claras, en un llano sombreado por eucaliptos, chopos y sauces. Conforme iban llegando se unían a otros que
ya se habían acomodado bajo una sombra, y poco a poco el llano se fue llenando de gente.
En los grupos se charlaba animadamente: unos de fútbol, otros de problemas de trabajo, de los hijos, de cosas
intrascendentes. De vez en cuando alguien gritaba a algún niño que se alejaba demasiado o que no veía. Los menos
sociales paseaban junto al arroyo o buscaban leña para hacer la comida.
En el grupo donde se encontraba Manuel se había abordado el tema de las formas de actuación dentro de los
respectivos trabajos y empresas, actuación de clase obrera frente a los insaciables patronos. Muchos hablaban sobre
el tema y se pisaban las palabras unos a otros. Manuel se decidió también a hablar.
—Se está insistiendo demasiado en modos y formas de actuación, cuando lo necesario son actitudes de vida.
El fondo es lo que importa. Las formas brotarán como una consecuencia. De acuerdo en que la sociedad está podrida.
Por eso mismo, esta sociedad necesita urgentemente personas. Personas libres. Y ser libres es ser pobre.
—¿Tú crees que los pobres son libres?—, le atajó uno de los presentes. —"Llevo más de un mes sin trabajo y
no me siento libre, sino desesperado. Pregúntale a mi mujer si ella es libre, que de sol a sol sirve por horas en casas
en las que nada falta. Hoy no ha podido venir. No tiene domingos ni descanso, para al final del día escupirle en la
cara una porquería de sueldo. Y yo, de construcción en construcción, de un sitio a otro buscando trabajo y en ningún
sitio me admiten. A veces pienso que si fuera un perro me recibirían mejor. A mis hijos los he traído hoy conmigo
para que disfruten un poco de aire y de sol. ¡Esa es la libertad que yo les voy a dejar"!
Calló un momento. Todos estaban pendientes de él y asentían con las cabezas, porque esa era la situación de
muchos.
—Así que no me salgas con tonteras, Manuel. ¿Sabes lo que yo digo? ¿Saben lo que digo?: ¡Que a todos estos
que nos están chupando la sangre habría que meterles cincuenta tiros en la barriga!
—Eso, —asintieron algunos.
—¿Por qué no podemos vivir como ellos viven?,— gritó una mujer.
Manuel se levantó.
—La violencia sólo trae violencia. Ya sé que violencia es lo que están usando con nosotros. Pero responderles
con sus mismas armas no cambiará la sociedad. Lo único que puede cambiar el mundo es una postura de libertad. Un
grupo de hombres y mujeres libres, que son pobres porque no tienen miedo a perder nada. No tienen el corazón pe-
gado a nada de la tierra y les da igual, por tanto, tener que no tener. Que les da igual, por tanto, tener que no tener.
Que les da igual que los insulten o no, que los maldigan o no, que hablen mal de ellos o no, porque les importa poco
tener fama como la entiende esta sociedad. Que no se asustan ante el sufrimiento, sino que son árboles que están
siempre de pie y esperan de pie la tormenta. Hombres y mujeres obsesionados con que haya justicia y con ser ellos
justos. Dispuestos a ayudar, a compartir, a perdonar, sin jugar a nadie una mala pasada, sin actuar con doblez ni
engaño. Sin miedo a la verdad, a oírla ni a publicarla. Personas así son las que pueden cambiar la tierra. A éstos son
los que temen. La violencia no les asusta porque ellos son violentos: luchan ustedes en su propio terreno. De las
armas se ríen porque poseen mejor y más armamento. A mala leche, ellos son maestros... Pero contra las personas
que vivan libres, no tienen armas. Les asustan. Intentarán matarlas, aniquilarlas. Los perseguirán; los destrozarán.
Pero como no temerán ustedes ni a perder la vida,— ¡y éste es el pobre!—, seguirán siendo libres. Y sus hijos serán
libres. Y su libertad romperá el miedo y la servidumbre de muchos. Y ellos, los poderosos, se encontrarán im-
potentes.
—¿Pretendes que seamos como cerdos que llevan al matadero?—, interrumpió Juan.
—Está bien que nos pisoteen porque ellos tienen ahora la sartén por el mango. ¡Pero no digas que seamos
idiotas!—, vociferó una mujer.
—¡Eso es inmovilismo! .
Algunos de los presentes se levantaron resoplando protestas entre dientes.
—Parece mentira que hables así, Manuel—, protestó uno de los que se habían puesto en pie .— Estás
ahogando con tus palabras la lucha de clases. Estás enterrando siglos de lucha obrera. Te ríes de nuestra humillación.
¿Quieres que aceptemos nuestra situación sin movernos?
—¡Todo lo contrario!—, gritó Manuel intentando acallar el murmullo de voces.— ¿Cómo están ustedes tan
ciegos? ¿Son tan duros de cabeza y de corazón que no comprenden la profundidad de nuestro problema? ¿Del
problema de toda la humanidad? ¿Es que toda su preocupación se reduce al dinero? Hablan de lucha de clases... ¿De
qué clases? ¡Si los mismos compañeros se ponen zancadillas unos a los otros y se muerden como perros rabiosos! El
problema no reside en pertenecer a tal o cual clase social. Está en el interior de cada uno. El patrón es malo porque
toma cien y da dos... Pero tú, ¿cómo eres? ¿No robas a tu vecino, si puedes? ¿No pisoteas a tu cónyuge engañándole
con un extraño?... Ustedes insultan a los demás. Odian al compañero. Maltratan a sus hijos. Engañan. Juran en falso.
Prometen y no cumplen. Usan la violencia con el que les rodea. Vuelven la espalda a otro más pobre que ustedes. No
comparten su comida con quien se muere de hambre. Se arriman ustedes a aquel del que pueden sacar algún
provecho... ¿Y ustedes quieren arreglar el mundo? ¡Tienen el corazón podrido! ¡Igual que ellos! Si se vieran ustedes
en su situación social, harían lo mismo. ¡Igual o peor! No es así como cambiarán la sociedad. ¡Cambien el corazón, y
la vida sobre la tierra será diferente!
Todos callaban ahora, clavados los ojos en Manuel.
—¡Porque también para ustedes lo primero es el dinero! No son pobres... ¡No! Ustedes son ricos. Si fortuna,
pero ricos en el corazón. Y como todo rico, injustos. Cuando por encima del dinero, y por encima de sus caprichos, y
por encima de su comodidad y su lujuria..., cuando por encima de todo eso esté el hombre, la persona, el que tienen a
vuestro lado, entonces habrán empezado a crear la nueva sociedad. Cuando en vez de dar al que les puede devolver,
en vez de favorecer al que les hace favores, den a uno del que no esperan recibir nada, la semilla del mundo nuevo
habrá empezado a crecer. Comiencen entre ustedes a ser justos. Aprendan a perdonar y no devuelvan traición por
traición. No vendan a un amigo por dinero, ni por nada del mundo. Amen. Amen a sus hijos. Amen a sus vecinos.
Amen a cualquier persona. No destruyan la fama de nadie. No quiten un puesto de trabajo a quien lo necesita o no lo
tiene. No tomen a la mujer o al hombre como un objeto de placer. No quieran ser más que nadie, porque todos naci-
mos iguales y moriremos iguales. No desperdicien su tiempo. Empiecen y no dejen que los poderosos usen en su
provecho la deslealtad de unos para con otros, la envidia de ustedes, su odio, su apego al placer, su insinceridad... Si
tienen el corazón podrido y hueco, ¡díganme qué van arreglar! ¡Díganme qué!
Sobre la babel de gritos y voces de los demás grupos, se oía el batir de las hojas de eucalipto ondeadas por el
viento. Manuel se sentó. Uno de los presentes tomó la palabra.
—Lo que dice Manuel es verdad. Somos peores que ellos. Y, además, somos unos pelotas asquerosos. Los
ponemos a parir a sus espaldas, pero delante de ellos nos gusta quedar bien, como el más inteligente, el que mejor
trabaja. Somos unos pobres cobardes. Queremos un puesto mejor a costa de poner mal delante del encargado a
nuestros compañeros... En eso tienes razón, Manuel. Somos unos mierdas.
Uno de edad algo avanzada, marcado el rostro de profundas arrugas que se entrecruzaban, se levantó
pausadamente. Levantó los brazos intentando acallar el murmullo y la discusión de los componentes del grupo, cada
vez más numeroso.
—De lo que estamos hablando es algo ya programado desde hace mucho tiempo: de la solidaridad obrera. En
mi experiencia, es difícil de conseguir. Pero debe ser la meta de nuestra clase. Unidos para luchar. Es lo que Manuel
quiere decir.
Paseó su mirada por todos los rostros atentos a sus palabras. Manuel, hundida su barbilla en el pecho,
balanceaba rítmicamente la cabeza como abatido por la incomprensión.
—No... No... ¡No es eso! ¡No hablo de lucha! La lucha significa destrucción. No piensan ustedes más que en
destruir. Hablo de crear. Les pido una postura positiva... Enemigo es aquel que significa un obstáculo para los
propios intereses. O lo destruyes..., o lo ignoras, —lo cual es de cobardes—, o lo amas. Si tienes dos hijos, ¿te
gustaría ver cómo uno de ellos odia o asesina al otro por representar un obstáculo para sus intereses? Es absurdo lo
que les digo, porque en su corazón empequeñecido y rastrero, el perdón y el amor se les hace cobardía y debilidad.
Siendo todo lo contrario. Odian ustedes al poderoso porque lo envidian. Envidian su dinero. Mas si pudieran
contemplar su vacío, su soledad, su amargura, su pequeñez de corazón, sentirían compasión y lo amarían como se
ama a un hermano subnormal... ¡Si su corazón fuera pobre!
Llegaron algunas mujeres protestando porque nadie les ayudaba a hacer la comida. Muchos se levantaron con
desgana y se marcharon. Los restantes continuaron hablando entre ellos, cada cual con el que tenía más cerca de él.
—Manuel, —dijo Pedro: yo estoy plenamente de acuerdo con tus palabras. Pero muchas veces no se odia por
ambicionar ese dinero o esa posición, sino porque tienen acaparado todo y no te dan posibilidades para ni tan
siquiera comer tú y tu familia.
—Sí, Pedro. Pero, ¿cómo arreglas la situación? La desigualdad abismal entre unos y otros existe por culpa
nuestra. El poderoso nace y sobrevive gracias a todos los demás. Nos quejamos, por ejemplo, de que hay moscas que
nos molestan, pero continuamos vertiendo la basura día tras día, sin quemarla. Mientras acumulemos basura, habrá
moscas. Del mismo modo, el poderoso se acrecienta de nuestro miedo, nuestra deslealtad, nuestro servilismo, nuestro
afán de dinero... El se aprovecha de todos éstos. Si no contara con personas así, no podría existir... Sé que lo que pido
es duro, pues es necesaria una postura total de vida, un cambio radical. Es más cómoda cualquier otra solución. Pero
los resultados serán nada sólidos. El mundo continuará igual. El edificio se vendrá abajo...Yo creo que ya las
palabras sobran. Que cada cual reflexione y tome la decisión o no de cambiar su corazón.
Manuel se levantó y se fue a pasear. Le acompañaron sus amigos. Se reunieron luego con uno de los grupos
para comer.
Después de la comida empezaron algunos a irse. Ellos se quedaron hasta avanzada la tarde. Llegaron de noche
a la ciudad.
X.- “Si no ven milagros y prodigios...”
El mes de julio empezaba y el calor se dejaba sentir cada vez más.
Manuel recibió una invitación para dar una charla en un pueblo a varias horas de la capital. Andrés e ofreció
llevarlo en su coche. Salieron un sábado de madrugada. A media mañana llegaron a La Lucerna, pueblo próximo al
de Manuel. Pararon junto a un bar para tomar algo fresco. Entraron y se quedaron de pie junto a la barra.
—¿Qué van a tomar?—, preguntó el camarero.
Andrés habló por los tres:
—Tres cervezas.
—Para mí no—, aclaró Manuel.
—Es verdad: no me acordaba que Manuel no toma alcohol.
Uno de los que estaban en el bar sentado en una mesa volvió la cabeza. Se levantó retirando con fuerza la silla
metálica. Se acercó hasta donde estaba Manuel.
—¿Cómo, tú por acá...? ¡Si está también Pedro! ¿Cómo están ustedes?
Manuel lo presentó a Andrés: era un conocido de su pueblo.
—Precisamente estaba hablando de ti con aquel señor con el que estaba sentado en la mesa...
Tomó a Manuel del brazo.
—Ven... Quiero hablarte, Manuel.
—Somos todos de confianza. Di lo que quieras.
—Verás..., aquel señor es el director de un banco. Tiene un problema gordo...
Estaba sentado, con la cabeza hundida en el pecho, ajeno a todo lo que pudiera ocurrir a su alrededor.
—Ven, por favor, un momento... ¿Nos perdonan ustedes?
Se dirigió con Manuel hacia la mesa.
—Don Luis...
El banquero levantó penosamente la vista. Tenía los ojos enrojecidos, con lágrimas a punto de estallar. Una
tristeza profunda le surcaba el rostro.
—Mire, don Luis, éste es Manuel de quien le estaba hablando.
Don Luis se puso de pie y estrechó fuertemente, en silencio, la mano de Manuel. Se sentaron los tres. Don
Luis se quedó durante unos instantes con la mirada fija en los ojos de Manuel, como queriendo encontrar en ellos la
solución de su problema. Después habló con voz entrecortada.
—Yo vivo en un pueblo no lejos de aquí... Vengo todos los días a mi trabajo... Bueno, verá, Manuel... He oído
hablar de usted. Mi hijo se está muriendo... Yo hoy he venido para quitarme de en medio. No resisto verlo... Yo
quisiera que usted..., que usted...
Se ocultó los ojos con la mano como avergonzado por las lágrimas que se le escapaban.
—Bien. ¿Y qué quieres que yo haga?, —Le dijo Manuel. —Llévalo a un hospital. Que lo vea un buen médico.
¿Qué puedo yo solucionarte?
Don Luis sacó el pañuelo para sonarse y limpiarse discretamente las lágrimas.
—Ya sé que usted no es médico... Lo sé... Ningún médico me lo ha podido curar. Lo tenía en la mejor clínica
de la ciudad... Me he gastado todos mis ahorros... Me dijeron que me lo podía llevar a casa para morir... Tiene
catorce años, Manuel. La medicina no me lo puede ya salvar... Haga algo, por favor.
Manuel se sonrió.
—No soy un curandero. Tú sólo crees en lo que ves. Para ti sólo cuenta lo práctico, como para casi todos los
de tu profesión. Tienen ustedes el alma vacía. Soluciona tu problema con dinero y con técnica. Esa es tu fe. Agárrate
a ella. ¿Qué pides de mí? ¿Uno de esos que llaman milagros? Algo aparatoso. Un espectáculo más... Me dan asco las
personas como tú. Tienen un corazón rastrero, y contagian ustedes a los demás.
El director miraba a Manuel con la angustia asomada a las pupilas. Agarró la muñeca de Manuel apretándola
con fuerza, mientras asentía levemente con la cabeza. Poco a poco fue aflojando la presión sobre el brazo de Manuel.
Se retrepó en la silla y quedó como oprimido por un gran peso.
Manuel se levantó.
El paisano de Manuel miraba a uno y a otro sin acabar de comprender.
Manuel puso una mano sobre el hombro de don Luis. Este lo miró con cierto sobresalto.
—Creo que está preocupado por poca cosa. Lo de tu hijo no es tan grave. Seguro que a esta hora debe estar
mucho mejor.
Manuel se dirigió a la barra.
—Vámonos.
—¿No tomas nada?
—No, vámonos. Se nos hace tarde.
Subieron al coche y reanudaron la marcha.
Los dos hombres quedaron en la mesa del bar sin decir palabra. Luis sintió de pronto como una fuerza interior
que le quemaba. Se levantó de un salto. Corrió hasta donde tenía parqueado el coche. Con el pedal del acelerador a
tope, recorrió en pocos minutos los kilómetros que lo separaban de su pueblo. Frenó en seco ante la puerta de su
casa. Bajó apresuradamente. Golpeó la puerta. le abrió su mujer.
—¿Cómo está el niño...?
La mujer se abrazó a él:
—Está mejor... Mucho mejor.
Don Luis lloró largamente.
XI.- "No tengo quien me ayude..."
Manuel, Pedro y Andrés regresaron a la ciudad ya avanzada la noche. Andrés dejó a Manuel y a Pedro en la
entrada de su barrio y él continuó para su casa.
Las calles del barrio se encontraban casi a obscuras, mal iluminadas por escasos focos salvados, por
casualidad, de la pedrada de algún muchachito. Manuel y Pedro caminaban en silencio. Manuel se detuvo.
—¿Qué ocurre?—, le preguntó Pedro en voz baja.
—¿Notas aquel bulto que se mueve penosamente?
—Sí..., sí... Veamos qué es.
Se acercaron con sigilo.
—Parece un hombre tendido en el suelo...
Se inclinaron sobre él. Le hablaron. Respondió con un lamento.
—Creo que está herido. Lo llevaremos a la casa.
Mientras lo transportaban, una mujer les estuvo observando a través de la rendija de la puerta entreabierta con
disimulo.
Lo acostaron sobre una de las camas. Tenía varias heridas en la cabeza y sangre coagulada por entre el cabello
y por toda la cara. Se la limpiaron cuidadosamente. El hombre parecía no darse cuenta de nada. De vez en cuando
arqueaba hacia atrás el cuerpo lanzando un gemido. Así pasó más de una hora. Después abrió los párpados. Miró a
Pedro y a Manuel y, como impulsado por un muelle, se incorporó violentamente con ánimo de saltar de la cama.
Manuel lo agarró de los hombros.
—No temas. Estás entre amigos. Acuéstate.
El hombre dilató los ojos. Vaciló un momento y volvió a echarse.
—¿Quiénes son ustedes?—, dijo con voz poco segura.
—Ya te he dicho que no temas. Dinos antes quién eres tú y qué te ha pasado.
Paseó la vista por la habitación.
—Pues... ¿Es ésta la casa de ustedes?
Pedro asistió con la cabeza.
—Por lo que veo no son muy ricos que yo sepa. Creo que puedo confiar en ustedes. Verán... Es que he tenido
un accidente...
—¿Y por eso te escondiste en este barrio? —, le atajó Manuel.
—Vamos. Dinos la verdad. No te vamos a delatar. ¿De quién huías?
—¿Yo...? De nadie... Bueno... Yo no quería hacerlo, ¿saben? Es la primera vez. Pasaba junto a una tienda
cuando ya iban a cerrarla. Vi a una mujer contando el dinero de la caja... Yo llevo mucho tiempo sin trabajo. Tenía
hambre. Ustedes eso lo entienden, ¿verdad? Fue como una ceguera. Entré, saqué la navaja y le pedí a la mujer la
pasta. No me di cuenta de un hombre que había detrás, junto a unas latas. Me golpeó con algo duro en la cabeza. Caí
al suelo y continuó golpeándome. No sé cómo, le di una patada y pude salir corriendo. Lo demás ya lo saben ustedes
mejor que yo.
—¿Llevas mucho tiempo sin trabajo?
—Bueno... La verdad, casi siempre. No me han querido en ningún sitio. Son todos unos hijos de la gran puta.
Nadie me ha ayudado nunca. ¿Y qué quieren que haga? Tengo que vivir, ¿o no? Yo, como si no fuera nadie. Nunca.
Ni mis padres hicieron ni media por mí. ¿Qué quieres? Yo hago lo que me parezca. No me importa nada. ¿A quién le
he importado yo en toda mi puta vida?
Chasqueó la lengua.
—¿Nunca has encontrado quién te ayude?
Contorsionó una sonrisa expulsando el aire por la nariz.
—¡Ni falta que me hace!... Como si hubiera sido un inválido total que no sirve de nada a nadie.
—Quizá sea eso. Que no le sirves a nadie.
El hombre tensó el rostro.
—¿De qué te extrañas? ¿Es que has ayudado en tu vida a alguien? Sólo has pensado en ti. Toda tu vida no has
sido más que un egoísta. ¿Cómo quieres que te traten? Da tú el primer paso. No esperes la ayuda de los demás. Sal tú
mismo de tu invalidez.
—¡Bah!—, se limitó a contestar.
Quedó unos minutos en silencio. Después se dirigió a Pedro.
—¿Y por qué me han ayudado? ¿No saben que les puedo meter en un lío?
Pedro esbozó una sonrisa irónica.
—Quizá para que no nos pase lo que a ti...
Bien—, comentó Manuel levantándose de la cama, a cuyo borde había estado sentado. Es tarde. Conviene que
descansemos. Mañana te quedarás con nosotros; ya hablaremos.
Quedaron los tres dormidos.
XII.- "No verá jamás la muerte..."
A las primeras luces se despertó Manuel. Había pasado la noche sobre una manta en el suelo. Su cama se la
cedió al herido. Se incorporó para comprobar si aún dormía, pero el hombre había desaparecido y la puerta de la
calle estaba abierta. Manuel se asomó y no vio a nadie por la calle. Cerró la puerta y se acostó sobre la cama vacía.
El domingo comentaron el incidente con los demás amigos, sin darle mayor importancia.
El lunes, Manuel volvió a casa tarde. Junto a la puerta le esperaban dos policías.
—¿Es usted Manuel?
—Sí. ¿Qué quieren?
—Acompáñenos a la Comisaría.
—¿Qué ocurre?
—Se le acusa de haber tenido aquí oculto al Melenas...
No preguntes más. Acompáñanos y no se te ocurra hacer ninguna tontería.
Uno de los policías tenía la mano apoyada sobre la pistola.
Manuel sonrió. Dio media vuelta y se alejó del barrio escoltado por los dos policías.
Pedro llegó a casa después de pescar durante toda la noche. Se disponía a cambiarse de ropa para meterse en
la cama, cuando llamaron a la puerta. Eran dos niñas del barrio.
—Pedro..., se lo han llevado.
—¿A quién se han llevado...?
—A Manuel. Ha sido la policía.
Le dio un vuelco el corazón.
Salió corriendo de la casa. Se encontró con una mujer que vivía no lejos de ellos.
—¿Qué ha pasado?
—No sé... Se lo llevó a noche la policía. Yo creo que es por el tipo que recogieron ustedes. Ese no era trigo
limpio...
—Pero..., ¿cómo averiguaron?...
—Pregúntaselo a la bruja de la Petra. Esa fue la que dio el chivatazo. Esa puta no les traga a ustedes. Nos trae
a mal traer a nuestros hombres... Como con ustedes no puede... Se la tenemos jurada un grupo de mujeres.
Ya Pedro no la oía. Se encontraba alejado en plena carrera hacia la comisaría de policía que había no lejos del
barrio.
Llegó jadeante a la puerta. El policía que montaba guardia hizo un ademán con la metralleta indicando a
Pedro que no entrara.
—¿Dónde vas? ¿Qué quieres?
Pedro resopló moviendo la cabeza.
Por favor... Sólo quiero saber si esta noche han traído aquí a un tal Manuel.
El policía lo miró con los párpados semicerrados.
—¿Eres amigo?
—Sí. Soy amigo. Vivimos juntos.
—No está aquí. Se lo llevaron temprano... Si eres amigo, ándate con cuidado, porque son todos ustedes de la
misma calaña.
—Bueno, bueno... Pero dime dónde lo llevaron.
—¡Largo de acá!
Pedro levantó levemente los brazos y dio media vuelta.
—¿Qué puedo hacer? —, masculló entre dientes.
Se acordó de Luis. A él, como cura, quizás le hicieran más caso. Se dirigió a buscarlo.
La noche anterior condujeron a Manuel hasta la comisaría en la que Pedro había preguntado por él. Después
de esperar un buen rato, un policía lo condujo hasta un despacho contiguo. Allí otro policía lo interrogó hasta bien
avanzada la noche, intentando relacionarlo con el Melenas y su grupo. Manuel contestaba con monosílabos.
Eran las cuatro de la mañana y el que lo interrogaba estaba a punto de estallar en un ataque de nervios. En
esto entró un Teniente. Se quedó mirando a Manuel.
—Pero..., ¿qué haces aquí, Manuel?
—¿Lo conoces? —, se apresuró a preguntar el policía que lo interrogaba.
—Sí, por supuesto... ¿Es que lo han detenido?
—Es sospechoso.
—¿Sospechoso? ¿Manuel?... No creo. Manuel, sal un momento, por favor.
Informó al teniente de todo lo sucedido.
—Este hombre no tiene relación alguna con el grupo del Melenas —, dijo el teniente después de escuchar
pacientemente el relato de su colega.—Si ha ayudado a ese hombre ha sido por puro humanitarismo.
Pulsó un timbre.
—Hagan pasar a Manuel.
Manuel entró. Le ofrecieron asiento.
—Manuel —, le dijo el teniente.—Creo que ha habido una confusión. Pero por favor, no vuelvas a ayudar a
otro tipo más de esos. Te conozco y sé que eres un buen hombre. Pero te pasas. Tu obligación hubiera sido avisar a la
policía. Esa gente no puede andar suelta. Son sinvergüenzas, ladrones y asesinos. Si le ayudas, estás favoreciendo la
delincuencia.
—Mira —, respondió Manuel. —Dios podría aniquilar a todo el que obra mal. Pero no lo hace. El es el Padre.
No juzga a nadie. Da la vida y hace salir el sol sobre todos, sea quien sea. A ustedes esto que digo les resulta muy
lejano. Pero yo he de actuar según El actúa.
El teniente se rascó detrás de la oreja y disimuló mal una sonrisa. Este Manuel le resultaba ingenuo en
demasía.
El policía que se encontraba tras la mesa se atrevió a intervenir.
—Todo eso que usted dice es muy bonito, pero un tanto absurdo. ¡Por Dios, la de tonterías que hay que oir!
¡En ese caso, ayudemos a los terroristas, a los asesinos, a los sinvergüenzas! Por Dios, por Dios, que cada día hay
más loco suelto.
Manuel se pasó la mano por la barba antes de hablar.
—Imagínate que tu sangre está corrompida, debido a una terrible infección. Por todo el cuerpo, por todos los
miembros, han aflorado gran cantidad de pústulas, accesos de pus, forúnculos... Te encuentras desesperado. Acudes a
un cirujano para que te los saje. ¿Vas a solucionar algo? Podrá sajarte todos los que tú quieras, pero la pus volverá a
salir porque la podredumbre es interna. Purifica tu sangre y habrás curado todo lo demás.
—Cada día —, prosiguió Manuel,—va en aumento la delincuencia, especialmente entre los jóvenes. ¿Qué
quieres? ¿Encarcelarlos? ¡Encarcélalos! ¡Mátalos, si eso es la solución!... Pero la podredumbre sigue ahí. ¿Qué
quieren que brote si la sociedad está corrompida desde sus cimientos?
—Bueno, Manuel—, interrumpió el teniente.—Eso lo sabemos todos. Pero no podemos solucionarlo ninguno.
No te subas a la luna y pon los pies en el suelo. Hagamos cada cual lo que esté a nuestro alcance... Bueno... .
Se puso de pie.
—Ya mismo va a amanecer. Recoge tus efectos personales, si es que tenías alguno, y vete.
Manuel se encaminó hacia la playa. El cielo comenzaba ya, por levante, a teñirse de una suave luz plateada.
Se sentó sobre el acantilado.
A medida que la luz se intensificaba, la tiniebla se descomponía en multitud de formas inteligibles a la vista.
Una brisa que arrancó del mar, lo envolvió. Sintió frío, un frío que le calaba más allá del límite de lo sensible. Una
pena profunda lo invadía.
—Padre, ¿cuándo tu luz, como la de ese sol, disipara las tinieblas del corazón de los humanos? ¿Cuándo será
de día?
El sol asomaba su redondez de entre las aguas lejanas. Una gaviota chillaba enloquecida. Manuel se alzó
penosamente y se adentró en las callejas, aún casi desiertas, de la ciudad.
Era media mañana. Al volver una esquina, casi se tropiesa con Pedro y Luis.
—¡Por fin te encontramos, Manuel! —, gritó Pedro levantando los brazos. —¿Dónde has estado?
—Hola —, se limitó a contestar Manuel.
—Te noto como cansado. ¿No vas hoy al trabajo?
—De allí vine hace ya un rato. Me he despedido.
—¿Cómo? Qué... Pero..., ¿por qué, Manuel?
—Ya hablaremos. El sábado por la noche quiero reunirme con todos ustedes.
—Aún es temprano. Si quieren, vamos a dar una vuelta. Aquí parados no hacemos nada.
Caminaron en silencio hasta el parque.
—Vamos a sentarnos un rato. Estoy cansado. Pedro también lo estará.
Pedro dobló la cabeza como quitando importancia a su cansancio.
Se sentaron en un banco.
Luis apoyó su mano en el hombro de Manuel.
—Manuel... Intento comprenderte, pero es difícil... Los tres trabajamos por conseguir un mundo algo más
justo. Ya eso nos trae bastantes complicaciones. No creo que debamos buscarlas mezclándonos en ayudar a gente que
no se lo merece.
—No tienes por qué juzgar a nadie.
Luis se sonrió.
—¡Hombre, Manuel! Nos pusiste a parir cuando echaron del trabajo a un montón de gente, ¿y me hablas de
no juzgar?
—Yo no juzgo a ninguna persona. Juzgar a una persona es matarla, es condenarla a que siempre sea conforme
al juicio en el que lo hemos encasillado, sin dar posibilidad a que sea diferente. Mientras queda un rescoldo hay
posibilidad de que se levante la llama. Yo juzgo hechos, actitudes. Indico el camino...
—Está bien, Manuel. Quizá tengas razón. Pero yo también la tengo en lo que te digo. Vamos a no condenar a
nadie en concreto. Pero sabes que hay personas a las que como mejor se puede ayudar es sacudiéndoles un buen
palo. ¿O no? De otra forma no reaccionan. A un criminal, a un terrorista, a un ladrón de esos empedernidos, trátalos
con suavidad y puede que hasta te den un navajazo en recompensa. Yo opino que se les debe tratar con mano dura.
Cuanto más dura, mejor.
—De acuerdo. Y a los que los han enseñado, ¿con qué mano los trataremos? ¿Quién crees que está ayudando
al crimen y a la violencia? ¿Yo, que ha curado a un hombre herido, o en la escuela en la que se doctoran como
sinvergüenzas? La sociedad los enseña y después quieren liquidar a sus discípulos más aventajados. ¿Qué vale en
nuestra sociedad? ¿La honradez? Bien saben ustedes que la persona honrada es catalogado como boba. ¿Quién vale?
¿El justo? ¡Ese es un imbécil para la opinión pública! El que mejor sabe engañar, ése es el que vale. Quien más
dinero consigue a costa de los demás, ése es quien alcanzará las cotas sociales más elevadas. El más violento será el
héroe y el que ama y perdona, digno de ser pisoteado por todos. De esta podredumbre, ¿qué quieren que surja? ¡Lo
importante es hacer dinero! ¿Cómo? ¡Y qué más da! ¿Con drogas? ¡Pues con droga! ¿Con sexo? ¡Pues con sexo!
¿Con armas? ¡Qué más da! ¡Con aramas! ¡Como sea! ¿Los demás...? ¿Los valores humanos...? ¡Qué importan! ¿Es
que sirven para algo? ¡Pobres imbéciles quienes aún piensan en los valores humanos! ¡Infeliz del honrado, del justo,
del misericordioso, del...! No hay sitio para él. Esos irán a la cola. Esos..., ¿para que cuentan? ¿Para quién cuentan?
No. Cuanta más caradura, mejor. Y de esta escuela pública salen discípulos aventajados: los mejores delincuentes. ¿Y
a los mejores discípulos hay que quitarlos de en medio? Es injusto, ¿no? ¡Si han sido los que mejor aprendieron la
lección! O..., quizá no. Quizá olvidaron que todo esto hay que hacerlo guardando las apariencias. Sin dar la cara. De
otro modo. Con más estilo. ¡Como lo hacen los grandes, los poderosos!
Manuel miraba al infinito. Los ojos los tenía enrojecidos y las pupilas dilatadas. Nunca lo habían visto tan
excitado.
Cerca de ellos unas palomas jugaban sobre el suelo. Revolotearon al pasar unos críos deslizándose sobre
patines.
Manuel echó la cabeza hacia atrás, como si le doliera la nuca. Después se apretó los ojos con los dedos.
—Pero sí... Llegará el día en que esta humanidad será juzgada. Con un juicio justo. No será Dios el juez. No
será como en los juicios de la tierra, donde alguien pronuncia unas palabras condenando o absolviendo. Será mucho
más terrible. Mucho más real.
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Carlos Caravias. Manuel. Evangelio en nuestro tiempo

  • 1. Carlos Caravias Manuel Evangelio en nuestro tiempo Índice PRÓLOGO I.- "Te quedarás solterón..." II.- "No sólo de pan..." III.- "¿Dónde vives...?" IV.- "El viento sopla donde quiere..." V.- "Sopló un fuerte viento y se agitó el mar..." VI.- "Hubo una boda..." VII.- "En espíritu y en verdad..." VIII.- "Casa de mercado..." IX.- "Los pobres..." X.- “Si no ven milagros y prodigios...” XI.- "No tengo quien me ayude..." XII.- "No verá jamás la muerte..." XIII.- "Dejando sus redes..." XIV.- "Pasando por medio de ellos..." XV.- "En medio de lobos" XVI.- "¿También ustedes me quieren dejar?" XVII.- "Lo entregó a su madre" XVIII.- "Como un grano de mostaza..." XIX.- "Murmuraban de él..." XX.- "Él me entregó el mensaje que yo debía dar" XXI.- "¿Ves a esta mujer?" XXII.- "Le salió al encuentro el gentío..."
  • 2. XXIII.- "Acordaron... darle muerte" XXIV.- "Expiró" EPÍLOGO PRÓLOGO Al amanecer, el Amor paró en el centro de la gran ciudad para contemplar a los humanos. Saludó a los primeros que pasaron junto a él, pero ninguno le respondió. Caminaban a prisa con la cabeza baja, sin sonrisa en los labios... Horas después las calles hervían de multitud. Era como un espectáculo de robots programados, de mirada vacía y gesto de amargura monótona... ¿Que enfermedad corría a estos humanos? ... El Amor marchó muy triste. Llamó hasta su presencia a un mensajero y le expuso su plan. Le contó cómo en la gran ciudad había contemplado a unos humanos con la alegría perdida. Estaban dominados por una fuerza maligna que les obligaba a actuar, a trabajar, a planear... pero había olvidado el sentido de su vida. No veían más allá de sus narices. No sabían contemplar la naturaleza, ni admirar sus maravillas como dueñas de ella, sino que se habían dejado dominar por la naturaleza. La poesía había muerto pisoteada por los pies arrastrados de esa multitud sonámbula. El hombre que El creó, su hombre, se había convertido en una máquina insensible y amorfa. Una lágrima rodó por sus mejillas. Que había decidido —continuó exponiendo—, enviar a alguien que hiciera renacer el amor y la poesía en la humanidad. Que después de mucho cavilar, había decidido hacer El mismo en persona de su Hijo. Que tomaría un cuerpo y sería como un humano más desde el comienzo, desde el vientre de una mujer... A El, a su mensajero, lo mandaba para publicar entre los hombres esa gran noticia; seguro que la acogerían con gran alegría. El mensajero partió ilusionado hacia la gran ciudad, contento de haber sido designado para una misión tan agradable. Sonreía de satisfacción imaginando los saltos de alegría de los humanos al ser conocedores por su boca de tan grata nueva. Se dirigió hacia la avenida más transitada. Caminaba asustado por entre el ir y venir alocado de la muchedumbre... Se parapetó contra una pared para estar seguro de no ser pisoteado y meditó unos instantes sobre la mejor forma de anunciar su mensaje... Creyó que lo mejor sería decirlo personalmente a alguno de los que pasaban: la noticia correría de boca en boca como mecha encendida. Encaró a un hombre de mediana edad, bien vestido, con una cartera negra en la mano. Parecía persona importante que podría correr la voz con mayor autoridad. Se quedó con la palabra en la boca, ya que el individuo en cuestión dio un bufido, miró el reloj y, apartándolo bruscamente, se alejó presuroso, mascullando entre dientes que no tenía tiempo para perderlo con cualquiera que lo abordase por la calle. El mensajero se quedó un poco cortado, pero no se desanimó. Aspiró hondo. Se acercó a otro de los que pasaban. Este le oyó, se sonrió y preguntó que si ese tal Dios iba a dar dinero. ¿Que no?... Pues que lo dejara de historias, que bastante problemas tenía. Una señora lo mandó a paseo. Otro, se estuvo riendo estrepitosamente durante un buen rato, mientras se alejaba calle abajo... Creyó volverse loco. Uno más de aquella multitud que no quería oírlo. No pudo resistir más, y partió veloz con el miedo y la desesperación asomados en sus ojos. El Amor hizo un gesto con la mano pidiendo al mensajero que no continuara su relato... Hundió la barba en el pecho, apesadumbrado. La enfermedad del hombre era más grave de lo que El había supuesto. Estuvo un rato
  • 3. pensativo. Después habló al mensajero: tenía que publicar la buena noticia entre la juventud. Los jóvenes eran dife- rentes. Estaban descontentos con la actuación de sus mayores y querían algo nuevo. Ellos sí que se alegrarían. Presuroso voló el mensajero hasta el corazón de la Universidad. Allí no había apuro. Unos, reunidos en grupos, charlaban y reían. Otros, sentados, estudiaban o pensaban. Unos más, paseaban... Sí. Aquellos sí que saltarían de contentos. Se dirigió a un grupo de estudiantes que charlaban amenamente en una de las galerías. Le escucharon con atención durante unos momentos, hasta que uno de ellos aspurreó una risotada que contagió al resto de los compañeros. El mensajero, avergonzado, se escabulló hacia el jardín. Se animó a conversar con un muchacho que estudiaba sentado bajo un árbol, quien lo miró por encima de los lentes, le dijo que a él eso qué le importaba, y continuó estudiando... Subió de nuevo hasta El Amor y El se indignó. Levantándose, le ordenó que fuera a los campos, a los suburbios, a la gente que no tuviera estudios, a los desheredados de la fortuna, a los miserables, a los ladrones, a las prostitutas, a los que en la tierra los hombres de "bien" que rechazaron su anuncio llamaban "pobres". El mensajero bajó hasta el campo. Era de noche. Se sentía cansado y triste. Unos pastores, cubiertos con unas cobijas mugrientas, charlaban sentados al rededor del fuego. Temeroso se acercó hasta ellos. A medida que les iba relatando percibió cómo la mirada de esos hombres brillaba más y más en la danza del resplandor del fuego. No pudo terminar. Todos se levantaron y lo acogieron. "—Llévanos —, dijeron. —Llévanos a donde ha nacido." Uno corrió gritando hasta la aldea para avisar a los que dormían. Los demás guiados por el mensajero. llegaron hasta la cueva en la que un niño dormía sobre la hojarasca. La madre les hizo una señal de que no alborotaran para no despertar al pequeño. Ellos, de rodillas, lo contemplaron en silencio con lágrimas en los ojos. Dicen que hasta el mismo Amor bajó hasta la cueva lleno de alegría, y dicen también que se oyó un cántico en la noche que decía: "paz a los hombres de buena voluntad". A cualquier persona de buena voluntad. I.- "Te quedarás solterón..." Manuel se despertó sobresaltado. Permaneció varios minutos con los ojos abiertos, reconstruyendo sobre la oscuridad de la habitación las imágenes que había soñado. Cuando sonó la alarma del despertador se incorporó sobre la cama y alargó el brazo para desconectarla. Permaneció algunos minutos más sentado en la cama. Encendió la luz. Miró el reloj. —Las cinco y veinte. He de apurarme si no quiero llagar tarde—, comentó en voz baja. Se vistió y salió de la habitación. Antes de entrar al aseo se dirigió a la cocina al percatarse de que la luz estaba encendida. Su madre preparaba el desayuno. —Buenos días, madre. —Hola, Manuel, buenos días. ¿Has dormido bien? —Bien, aunque una pesadilla me ha inquietado un poco. Se acercó a la madre y la besó. —¿Por qué te has levantado, madre? Te he dicho repetidas veces que yo me prepararé el desayuno. Vas a conseguir que no venga los fines de semana. —Casi ni lo notaría: vienes tan poco ... Anda, ve a lavarte que perderás el bus. Se aseó y acabó de preparar la bolsa con los efectos personales. Se sentó a desayunar. Su madre tomó asiento junto a él. —¿Se ha levantado ya papá? —Hace rato. —¿Y qué es lo que tiene que hacer tan de noche en el campo? —Tiene que arreglar a los animales y recoger alguna fruta para el mercado... Como siempre, ya sabes. Hoy se ha marchado antes que de costumbre porque tampoco él ha dormido bien y no podía estar en la cama... Por cierto: cuéntame tu sueño. —Ha sido una bobada. —No habrá sido tanta bobada si no te ha permitido dormir tranquilo.
  • 4. —Era algo confuso... Me encontraba tendido en el suelo sobre un gran charco de sangre y me rodeaba una multitud desnuda y hambrienta. El círculo se cerraba cada vez más y yo no podía moverme. Se abalanzaron sobre mí para beber la sangre y devorarme en dentelladas... Como vez, una tontería. La madre le miró los ojos con gravedad. Lo acarició los cabellos. —Debes irte. Queda poco para que llegue el bus. Manuel se levantó, tomó la bolsa y salió tras despedirse de su madre. La mañana era fría. Caminó presuroso hasta la parada. Un foco mugriento iluminaba a duras penas la vereda. Se sentó en un tronco. Un joven se le acercó. —Buenos días, Manuel. Me alegro de verte. —Hola Javier. Se estrecharon la mano. —¿Vas también a la ciudad, Javier? —Sí, He de solucionar un problema en el juzgado... Tú a tu trabajo, ¿verdad? —Como siempre... Hace tiempo que no te veía. Cuéntame cómo te va por aquí por el pueblo. La bocina cercana del bus los interrumpió. Subieron y se aposentaron en un asiento desocupado. El bus prosiguió su marcha. —¿A qué hora impiensas a trabajar?—, le preguntó Javier. —A las ocho. Ahora trabajo en el turno de la mañana. —Hace días pregunté por ti a tu madre y me dijo que tenías un buen empleo... Como casi nunca nos vemos, lo poco que sé de ti es por tu gente. Manuel lo miró con afecto. Javier era casi de su misma edad, quizá un poco mayor. Ambos asistieron a la misma escuela y participaron, junto con los demás chicos del pueblo, en juegos y excursiones. Al terminar la primaria tuvieron que ayudar a sus respectivos padres en los trabajos del campo y se veían rara vez por las noches en diversas reuniones. A los veintinueve años Manuel marchó a trabajar en la ciudad. —Ahora trabajo en una fábrica de motores. Hice unos cursos de mecánica y pude colocarme allí en la sección de montaje. Somos en total una pandilla de casi cien personas. —Conozco la fábrica. Es la que hay por la salida de la autopista, ¿no? —Sí, exacto. —Me alegro de que te vaya bien... Yo, sin embargo, no puedo decir lo mismo. Antes me preguntaste que cómo me iba y sólo puedo responderte que regular. Sabes que mi padre tenía poca tierra. Antes nos defendíamos. Ahora los tiempos son otros: te cansas de trabajar y sacas a duras penas para pagar los abonos, los insecticidas y para comprar, de tarde en tarde, una ropa a los niños y unos zapatos cuando ya los ves andar descalzos. Ojalá encontrara un trabajo como el tuyo. Pero yo no sé hacer otra cosa que destripar terrones. Me casé demasiado pronto, y con tres hijos pequeños ya no me puedo permitir el lujo de aprender nada... Cuando estaba soltero perdía las horas muertas en el bar. No me gustaba leer como a ti... En fin, no pretendo agobiarte contándote penas.. Y tú, ¿qué? ¿No te echas novia en la ciudad? —De momento, no. —Te vas a quedar solterón, como no te sacudas... Siempre has sido un poco raro. Nunca quisiste acompañarnos en nuestras farras... Sabes que en el grupo de amigas había varias coladitas por ti y nunca les hiciste demasiado caso. Siempre has sido un buen amigo, pero raro... ¿O no le ves así? Manuel se encogió de hombros. —Es un punto de vista. —Que no creo que sea desacertado... Aunque estoy metiéndome en lo que no me importa. Manuel sonrió. —No te preocupes. Te agradezco tu interés. Guardaron silencio durante unos minutos. El bus se había detenido en un pueblito. Subieron varias personas. Un caballero bien trajeado se sentó al lado de donde ellos estaban. —Buenos días—, dijo con voz apagada. Manuel y Javier contestaron al saludo. El recién llegado desplegó el periódico y se enfrascó en su lectura. Pasó con rabia una hoja. —¡Otro asesinato! Como no tome cartas en el asunto la porquería de gobierno que tenemos, no sé a dónde vamos a llegar—, comentó en voz alta. —Al desastre, si lo único que sabemos hacer es protestar y colgarle a los demás la culpa de lo que ocurre. El caballero miró a Manuel por encima del diario con una expresión de desprecio.
  • 5. —No creo que le hay pedido su opinión—, le dijo a Manuel dando a sus palabras un tono de indignación grandilocuente. —También puedo pensar en voz alta como usted, ¿no cree? Su interlocutor se quedó mirando fijamente. Dejó escapar un bufido y se sumergió de nuevo en la lectura. —Si no te importa, Manuel, voy a echar una cabezada: he dormido poco esta noche—, dijo Javier. —Cómo va a importarme... Javier se acomodó en el asiento y cerró los ojos. Manuel contempló por la ventana el paisaje tentado de una luminosidad azulada en el amanecer. A las siete y media llegó el bus a la ciudad. Manuel se despidió de su amigo y caminó hasta la fábrica. Varios compañeros que esperaban junto a la puerta lo saludaron con afecto. Casi todos estimaban a Manuel. Reconocían su sinceridad y servicialidad. A las ocho sonó la sirena anunciando que comenzaba otra nueva semana de trabajo. II.- "No sólo de pan..." —¿Me ha llamado? —Sí..., sí. Pase, por favor, Manuel. Siéntese. Manuel tomó asiento en el sillón al otro lado de la mesa. Miró los ojos del jefe de personal quien esquivó la mirada buscando en la mesa el paquete de cigarrillos. —Este imbécil tiene una mirada desvergonzada que me molesta—, pensó para sí el jefe de personal. Después, dirigiéndose a Manuel: —¿Fuma...? —No, gracias. —Verá: le he llamado... —. No sabía por qué se sentía nervioso. Jugueteaba con un abrecartas con mango de sirena. — Le he llamado —, prosiguió, — porque el Sr. Gerente me ha encargado le diga... Se le considera como un buen trabajador. Usted tiene personalidad y me he dado cuenta de que sus compañeros de trabajo le estiman en cierta manera... Usted se merece mejor sueldo del que gana. El señor gerente, como le decía, me ha pedido que en su nombre le ofrezca un puesto de responsabilidad. Con un sueldo mucho mejor, por supuesto... —La verdad —, atajó Manuel. No me interesa el dinero que me ofrece. Quizá para ustedes sea la principal y única ilusión de sus vidas. Viven para el dinero. Es el pan que los mantiene con vida... ¿Es que sólo de eso vive el hombre? Guárdense su oferta. Tengo suficiente con lo que gano. Lo que realmente importa es la persona... Pero esto que le digo, ustedes, por desgracia, no lo entienden o no les interesa entender. El jefe de personal se puso encendido. Tragó saliva. El pisapapeles que sostenía entre los dedos se le escapó contra la mesa. Sus ojos, indignados, se encontraron con los de Manuel y desvió rápidamente la mirada. Intentó tranquilizarse. Acometió por otra vía. —Verá... Considero que es usted un hombre íntegro... Pero no hay que ser tan idealista... ¿No lo cree usted así...?—, preguntó sintiéndose más seguro en la postura de consejero paternalista. — Es Ud. muy joven aún. ¿Qué edad tiene usted? Unos... veintitantos, ¿verdad? —Treinta. —Bien, treinta. Yo casi podría ser su padre... —.Sonrió buscando una respuesta en la expresión de Manuel. — Bien... Usted se creerá que es el único que posee la verdad. Yo estoy conforme, en parte, con su forma de pensar. Para mí el dinero no lo es todo: hay otras muchas cosas importantes en la vida. Pero no hay que ser idealistas ni utó- picos. Comprenderá que el dinero es importante también. No sólo para vivir, sino para tener influencia en los demás. ¿Cuánta más influencia tendría usted, Manuel, entre sus compañeros si usted ocupara un puesto elevado...? ¡El bien que les podría hacer! Y podría ayudar a los que ganan menos. Si usted quiere que haya justicia, más puede hacer por ella desde arriba, siendo alguien, que siendo un desgraciado más de esos que no salen de peón en su vida. Podría usted tener influencia hasta en el personal directivo. —Por favor, por favor —, interrumpió Manuel. — No quiero tener tantas influencias como usted pretende. Simplemente, quiero continuar en mi puesto de trabajo. El jefe de personal se sentía en ridículo. Era superior a sus fuerzas que él se tuviera que humillar a un inferior. No sabía qué había podido ver el gerente en aquel individuo que tenía frente ante sí. Hacía más de un año que comenzó a trabajar en la empresa. El, personalmente, lo veía como un obrero vulgar. Es verdad que los compañeros lo respetaban bastante. No vislumbraba ningún peligro de que fuera un fanático, un cabecilla, ya que su postura no
  • 6. tenía visos de revolucionaria. Quizá fuese inteligente... Pero ante la negativa a la oferta que le había propuesto, la única opinión que podía concluir respecto a su capacidad mental era la de imbécil y lunático. —Bien, como usted quiera. Es usted quien ha rechazado el puesto que le ofrecía. Se lo comunicaré así al señor gerente. Desde luego es usted poco despierto: se le ha ofrecido algo con lo que podría usted vivir bastante bien y dominar sobre todos sus compañeros... Manuel se levantó. —¡Dominar! ¡Dominar! Es lo que pretenden ustedes: manejar a las personas. Para ustedes es puesto de responsabilidad, es una ocasión para mover a su voluntad a sus "subordinados", como ustedes llaman. ¿En qué son superiores a esos peones a los que usted desprecia? ¿Qué más tiene usted que ellos...? Y quieren que yo también me convierta en creador de muñecos de guiñol. Otro más de la minoría que domine a una inmensa humanidad avasallada, de la que ustedes deberían ser servidores, hermanos: no dictadores ni dioses. No tienen ápice de idea de lo que es Amor... Manuel dio media vuelta y salió del despacho. El jefe de personal quedó aniquilado durante unos momentos detrás del escritorio. Lanzó un formidable puñetazo y el cristal que cubría la mesa se rompió en pedazos. Manuel bajó hasta el patio interior, común a la nave industrial y al edificio de oficinas y despachos del personal directivo. Se detuvo durante unos segundos ante la puerta de entrada a la nave, ensordecido por los chasquidos metálicos y el zumbido de los motores de las máquinas. Se dirigió a su puesto de trabajo y se dispuso a reanudar la tarea. Un compañero, hombre enjuto de unos cincuenta años, se le aproximó una vez que se hubo cerciorado de que no era visto por ningún encargado. Sus diminutos ojos estaban cargados de ironía. —Enhorabuena, Manuel... Ya sabemos que te han llamado para hacerte jefe de sección... Manuel continuó con su trabajo sin prestar atención a lo que el compañero le decía. —¡Qué...! ¿Ya no te hablas con nosotros? —No sé de lo que tú hablas, Miguel. No voy a ser jefe de nada. —Vamos..., no te hagas el tonto. Manuel se encogió el hombros mientras esbozaba una sonrisa. —Vale, piensa lo que quieras... Pero te digo la verdad. Miguel repasó con sus ojos nerviosos la figura de Manuel, desconcertado ante su respuesta. —Bien... Si tú lo dices... Volvió a su puesto. Durante el descanso los demás compañeros rodearon a Manuel felicitándolo por su ascenso. —No sé quién les ha informado... No hay nada de lo que dicen ustedes. Quedaron extrañados ante la aclaración de Manuel, ya que lo consideraban persona veraz, incapaz de engañarlos. Una de las mujeres de la limpieza que había escuchado la conversación entre Manuel y el jefe de personal a través de la puerta entreabieta fue quien informó a los trabajadores de la fábrica a cerca de la negativa de Manuel. Esto hizo que los compañeros le respetaran y confiaran más en él, si bien no comprendían el por qué de la actitud de Manuel de rechazar el ascenso. A los jefes de la fábrica, sin embargo, les disgustó el desprecio que hizo Manuel a su propuesta. Desde aquel día buscaron con afán cualquier pretexto para despedirlo, pretexto que lo encontraron a raíz de un conflicto laboral: un trabajador resultó herido de gravedad y en la fábrica hubo huelga y disturbios como protesta por la falta de medios de seguridad. Los empresarios entregaron la carta de despido a varios de los que consideraban cabecillas y, entre ellos, a Manuel. Tras varios días de tensión y después del fallo del magistrado dando la razón a los empresarios, Manuel marchó a su pueblo. III.- "¿Dónde vives...?" Manuel ayudó a su padre en los trabajos del campo. Se levantaban temprano y trabajaban hasta la caída del sol. Hablaban poco, más su silencio bañado de sudor se les convertía en diálogo ya que los corazones de ambos se compenetraban. Tras la cena caminaba Manuel hasta las afueras del pueblo y permanecía tendido frente a las
  • 7. estrellas hasta la medianoche. Sus padres respetaban su silencio intentando comprender el problema que podría agobiarle. Cierta noche, tras la cena, Manuel habló a sus padres: —Necesito descansar en soledad. Es una necesidad la que experimento de reflexionar y poner en orden lo que aquí dentro me bulle. Pasado mañana quiero marchar para la montaña. Sus padres no le pidieron explicaciones. En parte se alegraban de la decisión de su hijo tan diferente a la de la mayoría, que sólo piensa en crearse una actividad con la que no tener tiempo de pensar. Llegado el día, Manuel se despidió de ellos. Caminó hasta la sierra portando sobre sus espaldas una mochila con algunas prendas de vestir y una pequeña tienda de campaña. Allí permaneció durante más de un mes. Cuando volvió a casa le cubría el rostro una espesa barba que no volvió a afeitarse. Su expresión era más serena y sus ojos irradiaban luminosidad y fuerza. —Madre —, le dijo un día—. — Me marcho a la ciudad para ver allí si encuentro otro trabajo. A ella le parecía bien cualquier decisión de su hijo. Se alegró al enterarse de que lo acompañaría Pedro, un vecino bien conocido, padre de dos hijos, que se desesperaban de no poder arrancar a la tierra lo suficiente para sacar a su familia adelante. Cuando fue a esperar el bus para despedirlo sabía en su interior que la vida de su hijo había cambiado. Intuía que los problemas en la vida de Manuel comenzaban ahora. Junto a ella Isabel y sus dos hijos lloraban la ida de Pedro. Este, asomado a la ventanilla, agitaba la mano despidiéndose de los suyos mientras el bus se alajaba. Manuel y Pedro anduvieron por la ciudad durante más de una semana solicitando un puesto de trabajo. Recibían siempre como respuesta que la plantilla estaba cubierta. Al atardecer caminaban hasta unas ruinas que había en las afueras de la ciudad y allí pasaban la noche. Comían poco, pues el escaso dinero de que disponían se les ago- taba rápidamente. Al cabo de diez días admitieron a Manuel como cargador en una compañía de transportes. No así a Pedro cuando, al tomarle los datos, vieron que era casado y padre de familia. —Entonces que Pedro se quede trabajando en mi puesto. El lo necesita más que yo. El encargado frunció el ceño. Habló a Manuel en tono áspero. —He dicho que no hay sitio para él. Si usted se quiere quedar, hágalo. En caso contrario, le digo ya desde ahora que no necesitamos a ninguno de los dos... Usted dirá. Pedro y Manuel se miraron sin comprender el por qué de esta actitud. —Si no admiten a Pedro no me interesa su trabajo —, le replicó Manuel. Pedro le cogió del brazo. —No seas tonto, Manuel: quédate... Ya encontraré trabajo en otro sitio... Haz el favor. Manuel accedió. En cuanto cobró su primera paga se lanzó a buscar una casita de alquiler. Encontró una casita con dos habitaciones en un barrio extremo, a un precio al alcance de su economía. Inmediatamente se fueron a vivir a ella. Una tarde llegó Pedro contento. Había paseado por la playa y, preguntando de barco en barco, por fin un patrón le admitió para trabajar en el mar. No sabía mucho sobre el trabajo de pesca, pero se sentía feliz. Manuel trabajaba hasta bien entrada la tarde. Cuando llegaba a casa ya Pedro había salido, pues pescaban por la noche. Rara vez se veían. Comenzaba el otoño. A la salida del trabajo paseaba Manuel lentamente con dirección a su casa. Se encontró con dos antiguos compañeros de la fábrica. Se saludaron efusivamente. Entraron a un bar y charlaron largo rato. Ellos admiraban a Manuel, pero ahora notaban en su conversación y su mirada una nobleza y una luminosidad que los atraía hacia él con fuerza. —Es ya tarde y nos gustaría charlar contigo largo y tendido. Podríamos vernos otro día. —Cuando quieran. Si les parece, mañana tarde a la salida del trabajo... Como es víspera de fiesta, nos podemos quedar charlando hasta bien entrada la noche sin miedo a no poder madrugar. —Vale. Si te parece podemos ir a tu casa. Dinos por dónde vives. Manuel les dio la dirección. A la tarde siguiente llamaron a su puerta. Saludaron a Pedro que salía en ese momento para su trabajo, y se quedaron con Manuel hasta que despuntó el nuevo día. Habían conversado sobre muchos temas: sobre el trabajo; sobre Dios; sobre la justicia; sobre el amor... La conversación de Manuel les había entusiasmado. Ese mismo domingo, por la tarde, se presentó de nuevo en la casa de Manuel uno de los dos que habían estado en la noche pasada. Traía con él un amigo: un muchacho joven. —Manuel, te presento a Juan: es un vecino. Un buen amigo. —Hola... —. Le apretó la mano fuertemente.
  • 8. —Hola... Verás: Andrés me ha dicho... Bueno, es que a mí me han echado del trabajo por motivos parecidos a los que, me ha dicho Andrés, te echaron a ti. No quería hacerles el juego. —Este es un cabeza loca —, se apresuró a decir Andrés. —No está conforme con nada... Es un poco revolucionario, y al hablarle de ti... —No es que sea un revolucionario... Yo estoy conforme con todo lo que hay que estarlo, pero no comprendo por qué nos tenemos que pisar los unos a los otros. No comprendo por qué, siendo todos personas, abusamos unos de otros y en lugar de unirnos para mejorar el mundo, aplastamos la vida, la justicia... ¡Eso no lo comprendo! Con la conversación se despertó Pedro, que dormía en la otra habitación. Se saludaron. Charlaron sobre la propuesta de Manuel de crear, por lo menos entre ellos, esa sociedad más unida en la que se sintieran todos importantes, útiles y unos parte de los otros. Decidieron verse con frecuencia. IV.- "El viento sopla donde quiere..." Los vecinos del barrio conocieron pronto la servicialidad de Manuel, Les agradaba hablar con él ya que siempre tenía la palabra acertada y cariñosa para cada persona. Muchos iban por las tardes a su casa buscando una solución a un problema laboral o familiar. Algunos le exponían la miseria de sus vidas con la esperanza de que Manuel les comunicara alguna esperanza. Se preguntaban otros que de dónde le venían a Manuel, un desheredado de la sociedad como todos ellos, esa inteligencia y ese algo que irradiaba y no acertaban a definir con palabras. Su fama se extendió de barrio en barrio. De muchos puntos de la ciudad acudían a conocerlo. Algunos, especialmente líderes de asociaciones intransigentes, hombres de corazón mezquino cerrado a cualquier persona o idea que no fuera la suya propia, acudían a entrevistarse con Manuel, mas con ánimo de hacerlo quedar en ridículo. Pero Manuel conocía muy bien a primera vista las intenciones de quienes lo visitaban y sabía de quién debía desconfiar. Una tarde de invierno llegaron a su casa dos hombres. —Somos curas que vivimos en la barriada norte, en el grupo de casitas que pegan a la vía del tren. Manuel los saludó y les invitó a pasar. Se sentaron y charlaron unos minutos sobre temas insustanciales. Manuel les ofreció café. Les pareció bien, ya que la tarde era fría. Guardaron silencio hasta que Manuel sirvió el café y se sentó de nuevo junto a ellos. —Bien, ¿a qué debo su visita? —, les preguntó Manuel. —Hemos oído hablar de ti y teníamos ganas de conocerte. Y yo por lo menos me alegro de haber charlado un rato contigo... Noto en tus palabras y tu persona una convicción y una verdad poco frecuentes hoy día. —Soy quien soy. Vuestra opinión ni añade ni quita a la verdad de mi yo. Pero dicen bien: mi palabra es verdad y poseo la verdad. Yo soy verdad. La forma de hablar de Manuel produjo en sus interlocutores una fría inquietud. ¿Quién se creía que era? —Ustedes son hombres sin tacha. Pero su forma de luchar por la justicia no es del todo verdadera. —Hemos procurado encarnarnos con los más débiles. Es verdad que, a pesar de todo, poseemos una serie de privilegios que ellos no tienen. Poseemos una cultura que ellos desconocen. Si nos cansamos de esa forma de vida podemos seguir en otra más cómoda sin que nos falte qué comer, cosa que ellos... ustedes no se pueden permitir el lujo de hacer. Han de penar por toda su vida y depender de la voluntad de un poderoso para poder continuar existiendo. —No es malo tener cultura. Ustedes han partido de lo que tenían y eran. Lo que no quita valor a su decisión de vida. Han enfocado bien su vida. —¿A qué te refieres entonces? —Ustedes luchan por la justicia contando únicamente con formas. Quieren una sociedad y un mundo diferentes olvidando que éstos sólo cambiarán desde dentro. —Desde dentro... ¿Cómo? —Desde dentro de cada persona. Uno de los curas se sonrió. Aquello sonaba a sonsera. Este hombre debería ser uno de esos «espiritistas» que pretenden arreglar el mundo «siendo buenos» sin comprometerse con nada. A él se dirigió Manuel: —Tú conoces el evangelio. Tú, para la gente, eres maestro en temas religiosos. Y ustedes que son considerados como maestros, ¿no lo entienden? ¿No entienden que para que nuestra humanidad y nuestra sociedad
  • 9. reviertan y expulsen toda la podredumbre que las corroe, y nazca esa utopía con la que soñamos, es necesario volver a nacer? —Necesitamos —, continuó Manuel,— una revolución de la persona. No te hablo de ser buenos. ¿Qué significa ser bueno? Hablo de ser diferentes. Completamente diferentes. Esencialmente diferentes. No en las formas, sino en lo más radical de nuestro yo. No cambiaremos el mundo cambiando las formas. Derrocaremos a un régimen injusto mediante una revolución armada: ¿Y qué hemos conseguido? A la violencia hemos opuesto otra violencia, una brutalidad a otra. Y a un gobierno sin conciencia le sucede otro semejante. Con esta política no cambiaremos nada. ¿Cuántos partidos se debaten en nuestros barrios? ¿Cuántos en la nación y en el mundo? Los hombres luchamos divididos en bandos y partidos: unos militan y otros vaguean. Quien milita, lucha por conseguir adeptos y llegar al poder. Les estorban los demás partidos. Si alcanzara el poder, abortaría, al igual que hicieron sus predece- sores, cualquier otra iniciativa que no esté de acuerdo con su ideología. Volverá a necesitar una policía y un ejército que defienda sus ideas y su vida. Quien vaguea pagará a quien actúe por ellos y los defiendan de aquellos oprimidos que hacen posible su ociosidad y su buena vida, oprimidos que se rebelan contra la opresión... Es la lucha por un poder, una ideología, un dinero. Es la locura dividida que se despedaza a sí misma. Somos humanidad neolítica, de donde aún no hemos salido. Avanzados en tecnología, vivimos todavía, como personas, en el neolítico. El mismo instinto que hace destrozarse a los animales entre sí por defender un territorio, un alimento, una supervivencia, es el que guía nuestra actividad. Los instintos guían a la humanidad y estrellan a unos contra otros. Anteponemos las cosas a las personas. Preferimos «mi propiedad» que a un semejante. El dinero vale más que el ser humano. «Mis ideas» están muy por encima de cualquier otra persona. Por cosas, por materia, por ideas..., se mata, se pisotea, se engaña, se seduce, se ridiculiza, se aniquila. Hasta que, en lo más íntimo de nosotros mismos, el ser humano,— en toda su amplitud y profundidad —, no esté muy por encima de todo lo demás, el mundo continuará lo mismo. Hemos de romper, de asesinar cualquier atadura al pasado y volver a nacer. Un recién nacido no brota de ningún condicionamiento anterior: empieza, simplemente. Calló un momento. Los dos curas lo miraban fijamente, en silencio. La lluvia había arreciado y el viento la hacía repiquetear contra el cristal del ventanuco. Manuel ofreció tabaco a sus interlocutores. —Entonces, tú opinas que no deben existir partidos políticos ni agrupaciones de distintos polos—, aventuró uno de los sacerdotes rompiendo el silencio. —Que todos deberíamos pensar igual. Una dictadura de la mente, vaya. —¿Qué significa y qué son en nuestra actual sociedad los partidos políticos? ¿Lo has pensado con detenimiento? ¿No te da la impresión de que son como el vómito maloliente y el excremento del egoísmo asqueroso de unos cuántos? Analízalos despacio... Telas de araña engañosas... No. No cambiarán nada. Son necesarios los parti- dos políticos para que cada cual tenga una forma en la que pueda expresar su intimidad como ser social. Diferentes, sí, porque las facetas del pensamiento humano son diversas. Pero no estos partidos políticos. No así. No estos monstruos creados por mentes decapitadas y por hombres primitivos. Partidos políticos nuevos, brotes del hombre nuevo. —Te estás encerrando en una utopía engañosa. Estoy de acuerdo en que la sociedad está podrida. Pero siempre ha sido así. En este mundo en que vivimos siempre habrá egoísmos, clases, injusticias... Hemos de contar con esto. Y contra esto hemos de luchar. Pero sin pretender cambiarlo todo. Sin esperar conseguir gran cosa. Con los métodos y las formas que tenemos a nuestro alcance... No creo en la utopía. Te confieso que la mayoría de los días, al despertarme, siento aquí dentro una amargura que me sube hasta la boca y maldigo el nuevo día que me toca vivir porque no tengo esperanza en nada. Creo que debo estar junto a los pobres y luchar por ellos: pero esto lo hago cere- bralmente. En mi corazón siento el desánimo, porque damos patadas contra un muro de hormigón. El obispo y muchos curas están en contra de nuestra vida. La policía nos vigila de cerca. Si intentamos una acción de barrio, la fuerza pública está presente para alborotarla... A veces sólo me dan ganas de tomar una metralleta, porque la única forma de derrocar a este capitalismo asqueroso es por las armas. —No es utópica una sociedad nueva y justa. Quien entrega todos sus bienes por algo es porque quiere mucho más a ese algo. Quien entrega a su hijo por algo o alguien es porque quiere tanto o más a ese algo o alguien que a su hijo. Y Dios entregó a su Hijo por la humanidad: El cree en la humanidad. El sabe que la humanidad puede ser dife- rente, que puede ser justa... Piensen... No es utópico el ser libres. Hombres y mujeres fuertes y libres, como ese viento que penetra por las rendijas. Ya están apareciendo personas así sobre la tierra. Siempre las hubo. Y también ahora. Los persiguen y los encarcelan porque a los poderosos les da miedo el viento: no pueden dominarlo. No saben de dónde arranca y cuál es su destino. No pueden agarrarlo entre sus manos y moldearlo según sus intereses. Este hombre libre es el que salvará al mundo. El poderoso querrá matarlo sin comprender que cuántas más muertes haga más cerca está el fin de su imperio de egoísmo. La imagen de un ajusticiado fue la que hizo temblar al mundo; fue la semilla de una nueva humanidad. Y seguirá siendo así.
  • 10. La lluvia arreciaba. Del techo comenzaron a caer goteras. Los tres se apresuraron a colocar vasijas, en la que cada gotera cantaba su monótona melodía: plic, plic, ploc... — Me parece que nos vamos a ir antes de que se haga más tarde. Esto no tiene visos de parar. —¿Tienen paraguas? —Trajimos uno. Yo creo que nos arreglaremos así. —Llévense el mío y me lo traen otro día. —Ni hablar. A ti te hará falta. —No, de verdad. Yo puedo usar el de Pedro. (¿Cómo estará Pedro con este temporal? —pensó para sí Manuel). —Como quieras, Manuel. Nos alegramos de haberte conocido. —Igualmente. Se estrecharon la mano. Manuel abrió la puerta. —Nunca olviden que ustedes, como muchas otras personas, han tomado partido por un fracasado. Un hombre «diferente» colgado de un palo. Precisamente por haber sido colgado sin merecerlo ha atraído a las gentes. Los dos curas lo miraron con cariño. Le apretaron de nuevo la mano y, chapoteando, desaparecieron rápidamente en la oscuridad. V.- "Sopló un fuerte viento y se agitó el mar..." Un farol herrumbroso colgado de una esquina chirreaba zarandeado por la borrasca. A su contraluz, Manuel contempló durante largo rato la intensa lluvia que el viento arremolinaba, pensando con preocupación en la suerte de Pedro y sus compañeros de pesca. El cansancio y el frío obligaron a acostarse, si bien no pudo conciliar el sueño hasta las primeras luces opacas del amanecer. Despertó a media mañana. Miró a la cama de Pedro con la esperanza de encontrarlo descansando, pero la cama estaba vacía. Conectó el pequeño transistor que tenían sobre la mesa de la cocina para oir alguna noticia que pudieran dar acerca del estado del mar y de la situación de los pesqueros locales. Mientras se preparaba el desayuno comunicaron que tan sólo habían podido volver a puerto tres pesqueros; del resto de la flotilla no sabían nada, aunque, según comunicado de la comandancia, se había recibido una llamada de socorro de uno de ellos. Manuel dejó el desayuno a medio preparar y salió a la calle. La lluvia era bastante intensa y las calles del barrio se encontraban anegadas. Buscó algún sitio seco por dónde pasar y, al encontrarlo, corrió chapoteando sobre el agua hasta la parada del autobús. Bajó cerca del puerto y corrió de nuevo hasta el muelle pesquero. Un grupo de personas, familiares de pescadores, esperaban refugiados bajo los cobertizos. Algunas mujeres lloraban. Manuel se unió al grupo. Los hombres rumoreaban lo que él ya sabía: tres embarcaciones habían logrado volver sorteando el temporal. Otras muchas no habían regresado. Manuel indagó de unos y otros sobre si sabían algo del Santa Aurora, la embarcación en la que Pedro trabajaba. Ninguno de los marineros sabía nada de su suerte. Esperó Manuel bajo un cobertizo, resguardado de la lluvia, viendo entrar de tarde en tarde alguna embarcación desmantelada por la borrasca. A los marineros que bajaban empapados y deshechos preguntaba Manuel sobre el barco en el que Pedro había salido a pescar. Ninguno lo había visto. Atardecía, cuando entró penosamente en puerto el Santa Aurora que aún se mantenía a flote como por milagro. Todos se aprestaron para ayudar a la tripulación extenuada. Manuel ayudó a Pedro a bajar la pasarela y, sosteniéndolo como mejor pudo, llegaron hasta la parada de taxis cercana al puerto. Un grupo de vecinos, enterados de lo ocurrido, esperaban ante la casa de Manuel y Pedro. Se alegraron de verlos llegar. Ayudaron a Pedro a acostarse. Una mujer le trajo una taza de caldo caliente. Pedro apenas podía agradecer tantas atenciones. Rápidamente quedó sumido en un profundo sueño. No despertó hasta el crepúsculo del día siguiente. A su lado se encontraban, además de Manuel, todos los demás amigos. —Seguro que no han ido a trabajar por mi culpa... Les echarán del trabajo... A mí no me pasaba nada. No tenían que haberse quedado. Juan soltó una sonora carcajada.
  • 11. —No te creas tan importante, marinero de agua dulce... ¿Sabes qué hora es? No es por la mañana. Ya hace rato que hemos dado de mano. Y hemos venido para ver si te había muerto. Pero bicho malo nunca muere. Pedro sonrió sinceramente. —¿Te gustaría ver a tu gente, Pedro?— Le preguntó Manuel. —No pongas esa cara... Mira, he recibido carta de mi madre. Léela si quieres. Pedro se incorporó pesadamente. Tomó la carta de mano de Manuel. —¿Qué te parece, Pedro? —Que como yo ahora estaré una temporada sin trabajo voy sin dudarlo. Más, tratándose de la boda del hijo de Paco... Pues no faltaba más. Buena ocasión para ver a mi Isabel y a mis dos hijos. Ganas tengo de abrazarlos y estrujarlos entre mis brazos. —Nosotros iremos también, Pedro —, dijo Andrés.— como la boda es el próximo domingo, podemos ir todos sin problema. —Nos iremos el sábado a la tarde —, interrumpió Manuel.— Andrés y Juan dormirán esa noche en mi casa. —En mi casa también hay sitio. A mi Isabel le gustará conocerles. —A tu casa irán Tomás y Adela, ¿te parece? —¡Pues no me va a aparecer...! Y si todos quieren ir, estrechándonos, para todos hay sitio. Pequeña es mi casa, pero donde hay corazón hay camas..., digo yo, Todos rieron. Pedro, con la alegría, estaba ya de pie charlando animadamente. VI.- "Hubo una boda..." Manuel levantó la cortina, asomando al interior su cabeza. Al fondo, de espaldas a la puerta, su madre lavaba sobre el pilón del patio. —¿Se puede...? —Ella se volvió sobresaltada. Lanzó un grito y se abalanzó sobre Manuel. Abrazó durante largo rato a su hijo, sin pronunciar palabra. —Vamos... vamos... no llores. Le levantó dulcemente la cabeza, tomándola de la barbilla. Le limpió las lágrimas con su dedo pulgar y le dio un caluroso beso en la frente. —¿Cómo es eso...? ¿Cómo que has venido...? —¿Es que no te lo imaginabas? ¿ Creías que Pedro y yo podíamos faltar a boda de Luis...? Ah, mira... ¿Dónde están? Se volvió hacia la puerta.— Pasen... Mi madre. Madre: éste es Juan... y Andrés... Se quedarán esta noche con nosotros, si no te importa. —¿Cómo va a importarme? Todo lo contrario. Tu padre se alegrará también de que se queden con nosotros. —¿Dónde está padre? —En la huerta. El pobre trabaja más de lo que puede. Pero los tiempos están malos. Ya pronto vendrá... Siéntense. Se sentaron y su madre los aseteó a preguntas, interesándose por cualquier pormenor. Al rato llegó el padre y con él salieron a dar una vuelta por el pueblo. Se acercaron a saludar a la familia de Pedro. Volvieron tarde a casa. La cena estaba ya humeando sobre la mesa. Charlaron hasta bien entrada la noche. El domingo amaneció espléndido. Todo el pueblo estaba reunido en la plaza para ver a los novios. Hubo cohetes, arroz, gritos, abrazos, lágrimas... Rodeados por la muchedumbre, los novios llegaron hasta su casa. En el zaguán, sobre una larga mesa, había platos con toda clase de aperitivos, sin refinamientos, sino todo al gusto de la gente sencilla de pueblo. Por todos los rincones, cajas apiladas conteniendo botellas de cerveza y bebidas refrescantes. Cada cual tomaba a su aire. Quien podía se sentaba y, los que no, charlaban animadamente en grupos, de pie, bien dentro, bien en la calle. Los niños correteaban por entre todo y entre todos. Quienes no lo habían hecho la tarde anterior, saludaban a Manuel y a Pedro, y se interesaban por conocer de ellos mismos los detalles del casi naufragio del Santa Aurora. Los novios se acercaron al grupo en el que se encontraba Manuel, quien tomó sus manos estrechándolas con cariño. —Que sean siempre felices y sean capaces de conseguir penetrar en el misterio que encierra el matrimonio.
  • 12. Cada uno de los presentes, a su manera, los felicitó. Hubo la consabida alusión picante propia de la picaresca rural. Todos rieron. Los novios prosiguieron su ronda de saludos a los restantes grupos de amigos. —¿A qué misterio te referías, Manuel? —No ves que a Manuel, como no se ha casado y con las mujeres es muy formal, todo esto del casorio se le hace un misterio? Rieron a coro esta intervención de uno del grupo. Se acercó el párroco del pueblo. Era un hombre de mente estrecha, aferrado a unas ideas formalistas, hombre leguleyo y corto de corazón, amigo de las apariencias y las buenas formas. —Hola... Veo que están ustedes contentos. —Nada, señor cura. Aquí Manuel que nos quiere echar un sermón sobre el matrimonio. Como si no fuera bastante el suyo que ya hemos oído. Don Andrés, que así se llamaba el párroco, esbozó una sonrisa forzada. Los demás disimularon la suya. No apreciaban en demasía al sacerdote, amigo de novenas, misas y sermones, pero incapaz de calar en los problemas y el corazón de los del pueblo. —Pretendía Manuel hablarnos del «misterio» del matrimonio... ¿Qué le parece a usted? —Hombre... si Manuel lo dice...—. No le caía bien Manuel. —El misterio que todos sabemos y que desaparece tras la primera noche. Lo mejor es quedarse soltero como él y como yo. —Si me quedo soltero no es porque sea mejor. Es porque debo quedarme. Ni usted por estar soltero es mejor que el que se casa. Es un error que, desde muy temprano, cundió en toda la Iglesia Católica. Un error grave. Don Andrés se encendió. Si algo había en el mundo que lo sacara de su habitual flema era pretender que la verdad sobre temas religiosos estuviera fuera del marco «eclesiástico». La verdad la poseían ellos, los pastores, la Jerarquía. El pueblo era ignorante: el rebaño. —No creo que sepas tú mucho de esto, Manuel, como para atreverte de acusar de error a la Iglesia. Si no entiendes, no hables. —Precisamente sobre lo que entiendo hablo, don Andrés. El matrimonio es sí es tan perfecto como el celibato. Pero tanto uno como otro, muy difíciles de entender y llevar adelante. El misterio de matrimonio no está en lo que usted piensa, y como no lo vislumbra tan siquiera, ha sido incapaz de comunicarlo a nadie. Usted, como muchos de los suyos, estando ciegos han querido conducir a los hombres... ¿Hacia dónde que no sea un pozo profundo? Ve en el matrimonio la unión de la carne y el respeto mutuo, sin comprender que ése es el signo de la verdad honda y grandiosa que se oculta. No es la unión, ni son los hijos. La unión es signo y los hijos son signo. Son la apariencia de la realidad. Si el resultado del matrimonio son esas apariencias, el mundo no avanzará. La sociedad seguirá igual. Si golpeas piedra contra piedra el resultado es una chispa, pero después cada piedra es como era antes de unirse en el golpe. Si unes hidrógeno y oxígeno, el resultado es agua. Ya no es uno y otro, sino algo nuevo, diferente. El grupo se había hecho numeroso. A don Andrés le temblaban los labios. —De una unión de hombre y mujer—, prosiguió Manuel, —brota un hijo, pero siguen siendo el mismo hombre y la misma mujer. No, muy pocos, contados con la mano, llegan a realizar en profundidad su matriminio. Hasta que no lleguen a dejar cada uno su «yo» y se conviertan en uno sólo «nosotros», algo diferente a cada uno en sí, la humanidad seguirá fracasada. Es la explosión del individuo que se rompe y se convierte en la unidad pluralizada. Don Andrés saltó, no podía aguantar más: —Deja de decir frases altisonantes y absurdas. ¿A quiénes nos interesan sus tonteras? ¡Porque no son más que idioteces lo que dices! Ideas que tú has elaborado en tu locura, porque para mí no eres más que un medio loco. ¿Y tú pretendes saber? Investiga..., dime dónde está en el evangelio que Cristo aventurara alguna de esas palabras absurdas que tú quieres dar a entender a trompicones. Porque no hay quien entienda tus galimatías. —No las dijo. Las hizo, don Andrés. El convirtió el agua en vino. —Pero eso lo hizo para simbolizar la Eucaristía. —¡Qué equivocados andan! El lo hizo por el matrimonio. Lo hizo en aquella boda por los que se casaban y por todos los que se casarán hasta que el mundo exista. Es la conversión en algo esencialmente distinto, nuevo, diferente... Si quiere entender, entienda. Don Andrés se alejó resoplando. El grupo se dispersó lentamente, en silencio. Algunos empezaban a dudar del estado mental de Manuel. Otros, cohibidos de extrañeza, meditaban en sus palabras. Juan, Pedro y varios más que se quedaron junto a Manuel le pidieron que les explicara un poco lo que había querido decir. —Dios desde el principio hizo varón y mujer. No por capricho, sino porque es la expresión en la naturaleza de lo más esencial de El mismo. Dos realidades fisiológica y psíquicamente diferentes, sin fuerza de redención y
  • 13. creatividad la una sin la otra. La tensión más primitiva que las une es la sexual: se une carne con carne; se satisfacen dos tensiones puramente egoístas e individuales. Es una unión que no simboliza ni encierra una realidad más profunda. La sociedad y el mundo siguen igual de vacíos y egoístas. Otra forma de relacionarse es por amor: el deseo de compartir lo más íntimo del ser propio, el «yo mismo» compartirlo con lo que «en sí es» de la otra persona. Si el amor es sincero y firme, a fuerza de amar, se puede llegar al paso definitivo: ya no soy yo ni tú; el yo y el tú desaparecen. Llegan a ser los dos un mismo yo y un mismo tú, y uno es reflejo del otro. Ha nacido una fuerza en la sociedad, como una fusión nuclear, de un poder impresionante de cambio de las asquerosas estructuras que hoy nos oprimen. Y el hijo, símbolo de esta nueva realidad, llevará en sus venas ese amor. Será un ser ya preparado para comprender y construir el nuevo mundo, una sociedad justa y perfecta. En este momento llegaron los novios para despedirse. Todos los presentes se agolpaban ya alrededor de los recién casados, cada uno queriendo decir la última palabra, el último consejo picante o darles el último apretón de manos. A Pedro se le quedaron en la boca varias preguntas que hubiera querido formular a Manuel. Pero ya no existía ambiente para hablar se estos temas. Pasaron la tarde en familia y al crepúsculo se dirigieron a tomar el bus que los conduciría de nuevo a la ciudad. VII.- "En espíritu y en verdad..." Pedro descansó unos días hasta que estuvo reparado el barco. Andrés, Juan y otros amigos venían algunas tardes a la casa, cenaban juntos y charlaban de los problemas que cada uno encontraba en su ambiente, de su trabajo, de temas intranscendentes... Eran reuniones en las que se sentían a gusto y que gustaban de repetir. Otras noches se reunían en casa de cualquier otro de ellos. Casi todos los domingos por la tarde acudían a asambleas organizadas por los diferentes barrios, invitados por líderes de movimientos sociales religiosos, o por los mismos vecinos. Una tarde de domingo quedó Manuel citado con Juan y Andrés en un punto céntrico de la ciudad, para asistir a una asamblea organizada en el barrio norte de la ciudad, donde vivían los dos curas que visitaron a Manuel la noche del temporal. Manuel llegó un poco antes de la hora fijada. Hacía calor. El sol lanzaba perpendiculares las sombras de los tejados aplastándolas contra las veredas. Miró Manuel a su alrededor buscando donde guarecerse. Tenía sed. Penetró en un bar cercano. Estaba sólo. Se sentó en un taburete junto a la barra y esperó paciente a que apareciera el camarero. Entró en el bar una mujer, quien se sentó algo alejada de Manuel. La mujer, tras esperar unos momentos en la que estuvo distraída observando de reojo a su vecino de barra, se impacientó ante la no comparecencia del barman. Dio unas palmadas y vociferó llamándolo. Apareció el camarero con cara de sueño, lanzando unos gruñidos ininteligibles. —Qué, ¿dormías, cariño? —, le dijo la mujer mientras lanzaba una risotada fría y sin alma. Se debían conocer. El camarero le dijo no sé qué grosería y le hizo un mal gesto con la mano. Le sirvió un wisky con bastante hielo. —Si no quieres dormir tan solito, ya sabes... Soy cariñosa hasta con los cerdos como tú. El hombre iba a decirle una horrible palabrota, pero en ese momento de dio cuenta de la presencia de Manuel. Se encogió de hombros, torció el gesto y preguntó a Manuel qué quería tomar. —No, nada. Si no te importa. —¿A mí...? No. Como si se quiere echar a dormir en el suelo... Volvió a encogerse de hombros. —Si no desean nada de mí..., me voy para adentro. Miró de soslayo a la mujer, como temiendo que le volviera a comentar algo, pero ella estaba en ese momento distraída mirando descaradamente a Manuel, con rostro de cierto asombro. Volvió el camarero a encogerse de hombros y desapareció tras la puerta. Manuel volvió lentamente su mirada hacia la mujer. Sus labios eran carnosos, vivamente pintados de rojo. Los pómulos empolvados con mal gusto. Los párpados sombreados de un fuerte tono azul. Sus ojos, castaños, de mirada vacía. —¿Me das algo para beber? —¿Quién...? ¿Yo...? Oye, tú no estás bien de la pelota. Le dices al chico que no quieres nada. No es que sea muy normal el que la gente entre en un bar a tomar el fresco, se siente y no pida nada... Pero bueno, eso pase. ¡Pero
  • 14. que ahora me pidas a mí...! Anda, macho. Corta el royo... A no ser que lo que quieras sea eso... Bueno... , eso sería otra cosa. No eres feo... ¿Quieres que me ponga más cerquita...? ¿Eh? —Sólo te he pedido algo de beber. Tengo sed. Auque no tanta como tú. —¿Yo...? Psh... Por eso bebo. Haber pedido tú algo. Se sintió de repente como cortada. —Tu sed es peor que la mía. Sí, ya sé que bebes. Pero no basta. Por dentro te abrasas, te mueres de sed. Y no sabes como saciarla. Yo te la podría saciar y no volver a sentir sed en tu vida. —¿Quién...? ¿Tú...? Echó a reír volteando la cabeza. De pronto se puso seria. Miró fijamente a Manuel. —Oye, macho... ¿Tú te estás quedando conmigo? ¿O es que me insinúas...? Mira, ni tú ni ningún hombre valen para mí una mierda. Son todos iguales. A mí no me quitan la sed esa que tú tan ricamente dices ni todos los hombres puestos en fila. Son todos unos puercos... Además, no sé por quién me has tomado. No sabes si puede aparecer por la puerta mi marido e hincharte de bofetadas. —¿Tú marido? ¿Cuál? Has vivido con varios hombres que se han aprovechado de ti y tú de ellos. Igual que con el que vives actualmente. ¿O te refieres al decir «marido» a cualquiera de los muchos con los que te acuestas cada noche? Se quedó unos instantes con la boca a punto de decir algo y la mano al aire, sosteniendo el vaso con el resto de bebida. —¿Y tú de qué me conoces...? Yo a ti nunca te he visto antes de ahora. ¿O acaso...? No. Tú no serás uno de esos curas a los que ya no se les reconoce... Sí... Pues mira, busca a otra. Conmigo, de beaterios nada. Eso para los buenos que van a Misa y tienen un trabajo decente, una vida decente y buen sueldo..., ¿sabes? —¿Tú crees que los buenos son los que van a Misa? ¿Los piadosos? No, no soy cura. No divido a la humanidad en religiosos y no religiosos. No englorio a unos y condeno a otros. Tú no pisas una iglesia desde tu niñez. Pero no por eso eres peor. Tú tenías una gran sed de bondad, de justicia, de amor... Pero no eras religiosa. Todo lo relacionado con la iglesia te asqueaba. En el fondo, por eso, te sentías mala. Te sentías rebelde. Tú querías vivir. Lo has probado todo. Ahora te sientes perdida, sin remedio. Te enfangas más para drogar tu fracaso. La mujer lo miraba con los ojos bien abiertos. —A Dios no se adora en los templos. !Cuántos asiduos a las iglesias, personas que tú conoces y a las que tienes por honradas, pero que no son tales porque su corazón es rastrero! Cosifican y miden a Dios y su interior está lleno de mentira. Tú estás más cerca que ellos de llegar a la verdad. No tienes nada que perder porque lo has perdido todo. Puedes ser libre. Y en la libertad encontrarás la felicidad que siempre anhelaste... Libertad no es obrar según la gana de tu cuerpo y tus caprichos. Es actuar siempre con verdad. Con verdad para con uno mismo y los demás. Con el corazón en la mano. Volcando lo mejor de ti mismo... Este es el hombre honrado. —Veo que eres un buen tío... Pero mira, conmigo no va eso. Usas un lenguaje que no entiendo ni podré entender. Como los curas. No lo serás, pero te pareces... Yo no tengo solución. Dices verdad en eso de que lo he perdido todo. Completamente vacía. No tengo ilusión ni por matarme... En mi mundo no hay lugar para Dios. Si es que existe. En Dios se podrá creer en otros ambientes y en otros lugares. —Dios no tiene lugares y ambientes. Un Dios así no existe. Es un Dios creado por las religiones, a su manera, inaccesible fuera de los templos o ambientes que se llaman «piadosos». La mayor parte de la humanidad se siente marginada y ajena. Como tú. No, Dios no se ata, ni necesita de nada, ni se encuentra en ningún sitio, ni se acomoda a un ambiente, ni se le encuentra en circunstancias determinadas por hombres que lo han querido monopolizar. Es como el aire, como el sol, como la luz... Se escapa y está presente. Tu rebeldía interior y tu asqueo ante esta sociedad egoísta y podrida es para El la plegaria. Tu anhelo por una felicidad que no encuentras es la llamada que escucha. Tu interior, lo más profundo de ti es lo que se comunica con Dios. Tu sonrisa a un niño y tu ayuda a la compañera desesperada es lo que cuenta ante El... En lo profundo de ti lo encontrarás. No necesitas situaciones especiales para encontrarlo. Tu asco por la mentira y lo falso es lo que quiere... El es espíritu. Y solo se encuentra en espíritu y verdad... Creo que me entiendes. Quedó la mujer callada, con la cabeza abatida. La levantó pausadamente y miró a Manuel con profunda ternura. —No sé quién eres ni cómo te llamas... Pero gracias... Eres el primero que me hablas como a una persona. Los demás me tratan como a un bicho, como a basura... Gracias. En este momento entraron el bar Juan y Andrés. —Hola, Manuel... No te veíamos fuera y hemos imaginado que estabas aquí. Se nos hace tarde. ¿Nos vamos? La mujer lo agarró por el brazo. —Espera... Dime por favor dónde podré verte... Necesito hablar contigo otro día.
  • 15. —No te preocupes. Nos veremos. Yo te encontraré. Soltó a Manuel y lo vio salir acompañado por los otros dos hombres. Se quedó un rato sentada. Dejó un billete sobre el mostrador y salió ella también del bar. Cuando terminó la asamblea se acercó Luis, uno de los curas, a Manuel. —¿Qué te ha parecido? —Es bueno que las personas comuniquen sus ideas y sus experiencias. Todo, lo que signifique compartir me parece bien. —¿Irán ustedes a la excursión que vamos a organizar entre todas las familias de los barrios para el puente que hay dentro de tres semanas? —Nosotros tres iremos. También los demás de nuestro grupo y todas las familias de nuestro barrio a las que consigamos animar para acompañarnos. Te repito que eso es bueno ... Cuantos más podamos reunir ese día, mejor. —Nosotros haremos ambiente en nuestra zona,— interrumpió Juan.— Tú, Luis, te encargas de concretar el sitio y la hora. —Estupendo... Bueno, ahora hablando de otra cosa... Yo no he contado contigo, Manuel. No creo que te moleste. Es que ..., verás: el sábado tenemos un día de retiro todos los sacerdotes y religiosos de la ciudad con el Obispo. Tendremos unas charlas y unos ratos de meditación. Han programado que asistieran algunos seglares, pues es bueno que nos expongan sus problemas y su concepto de nuestra labor... Yo le he propuesto al Obispo el invitarte a ti, entre otros. A él le ha parecido bien. Ha oído hablar de ti y tiene ganas de conocerte. ¿He hecho mal? Quedó Manuel en asistir. Se despidieron y cada cual marchó para su casa, pues era casi media noche. Esa tarde, la mujer con la que Manuel habló en el bar, se había encontrado con unas compañeras de oficio. María, —así se llamaba—, les contó que había hablado por casualidad con un hombre especial, diferente a todos los demás, que le había adivinado su vida. —Bueno, María, no creo que sea difícil a nadie adivinar lo que somos—, le respondió una de sus amigas. —Sí, lo sé... Pero en este caso es diferente... Tendrían ustedes que haberlo visto y oído... Hoy me encuentro distinta. No sé... Es como si estuvieras desesperada en un descampado, a obscuras en noche cerrada y de pronto vieras a lo lejos una lucecita de una casa, de una ciudad. Te devuelve la esperanza y cierta tranquilidad... Se lo presentaré un día, si lo vuelvo a encontrar. Veían en sus ojos una luminosidad, una chispa que nunca habían observado. Sí, les gustaría también a ellas conocer a ese hombre capaz de cambiar la expresión de María, siempre apagada, grosera y triste. VIII.- "Casa de mercado..." A las ocho y media de la mañana del sábado se presentó Manuel ante la verja del colegio de religiosas en donde se debía celebrar el retiro de sacerdotes. Por el jardín paseaban algunos de ellos, ensotanados, leyendo pausadamente el breviario. Otros, en vestimenta normal, charlaban animadamente sentados bajo un sauce. Empujó Manuel la cancela. Quedó estático unos minutos contemplando la bella y grandiosa construcción del más escrupuloso estilo funcional. Luis, que se encontraba entre los del grupo bajo el sauce, se dirigió hacia Manuel en cuanto se percató de su presencia. —Pasa, Manuel... Has madrugado, ¿eh? Aún quedan muchos por venir. Hasta las nueve no empezaremos el retiro. Vente allí con nosotros. —Los saludaré sólo un momento. prefiero dar una vuelta por el edificio. —Te acompaño. —No, Luis. Lo haré yo sólo. Gracias. Paseó por el interior del colegio hasta que observó cierto revuelo entre las monjas, quienes salían presurosas en dirección al jardín. El Obispo acababa de llegar. Algo más de un centenar de personas, entre religiosos, sacerdotes y monjas, se agolpaban alrededor de Su Eminencia. Este sonreía, esbozando bendiciones hacia los presentes. La comitiva se dirigió hasta una gran aula. Manuel lo siguió. Una vez todos sentados y en silencio, habló el Obispo del sentido que para él tenía este retiro. Informó sobre la presencia de algunos seglares, ya que ellos podían aportar la imagen externa del sacerdote y el religioso. —Me gustaría—, prosiguió,— presentárselos. De los cuatro invitados conozco personalmente a dos: Carlos y José... Suban, suban acá al estrado...¿Cómo están? Ambos besaron el anillo de su mano. —Vengan los otros dos... Ah... Bien. ¿Tú te llamas...?
  • 16. —Francisco Ruiz, señor Obispo. —Me alegro de conocerte... Bien... Nos falta otro. Creo que es ese ya célebre Manuel al que ya algunos de ustedes conocen. Si ha venido, por favor, que suba al estrado. —No es necesario que suba—, interrumpió Manuel con voz potente. Todas las miradas se dirigieron a él. Se encontraba de pie, junto a la puerta. —Ustedes, en teoría, deberían ser portadores de luz en una sociedad ciega y sal en un mundo corrompido. Pero muchos han caído en su propia trampa. La humanidad actúa por interés. Se busca el beneficio. Unos a otros se engañan y la tierra es como una inmensa cueva de ladrones. ¡Y ustedes han entrado en esa cueva! Venden la Palabra de Dios. Venden la misericordia. Han montado un mercado con el nombre de Dios. ¡Den lo que se les ha dado y poseen, pero no lo vendan! ¿Cómo pueden cambiar la sociedad si en colegios como éste trafican con su sabiduría en vez de repartirla gratuitamente? Son ustedes tan necios, que se han dejado enredar en la avaricia de este mundo. ¡Denlo todo con amor aunque se vuelvan pobres como las ratas!... ¡Pero no trafiquen! La sala se hizo una tempestad de murmullos y voces. El Obispo intentaba, aturdido, imponer el silencio. Uno de los presentes se levantó gesticulando con los brazos. Cuando se acalló un poco el tumulto, se dirigió a Manuel. —¡No sé quién te crees que eres para decirnos esas sandeces! ¿Quieres que nuestros colegios sean orfanatos? —Quiero su generosidad desinteresada. Es lo que esta sociedad está necesitando. No sus palabras, en las que no creen. ¡Quieren sus obras, sinceras, de corazón! —¡Por favor! —, gritó el Obispo intentando hacerse oír.—, No creo que sea momento para discusiones. Pero antes de dejar zanjado este tema, quiero decirle a Manuel que no sea ni utópico, ni injusto. Injusto, porque muchos son los que, tanto en misiones como aquí en nuestra patria, dejan su vida a trozos sin recibir a cambio nada. Utópico, porque no creo que piense que un centro de enseñanza o cualquier otra institución pueda mantenerse del aire. Tiene unos gastos que hay que cubrir. Y los que lo regentan, aparte de pagar material, profesores y un largo etcétera han de alimentarse y vivir como personas. No todos son héroes. —Gracias a esos pocos que dice y a otros muchos anónimos para la opinión pública, en esta sociedad aún queda algo de luz. Pero nadie puede ampararse en que hay luces encendidas para dejar la suya apagada. No porque aquellos existan tienen ustedes derecho a medrar. Su desinterés debe ser un estímulo para el de ustedes, no una tapadera de su mercantilismo. No se trata de ser héroes: sino auténticos. Toda persona que ha llegado a calar medianamente en la autenticidad humana ha de ser un héroe en nuestra sociedad. Ustedes de hacen llamar repre- sentantes, guías, puntales de una doctrina y una verdad del auténtico ser hombre, ser humano. ¿Y pretenden que no pueden ser héroes? ¿Con paños tibios quieren transformar la podredumbre? Con la violencia de todo su ser se salvarán de pudrirse ustedes también y conseguirán iniciar la salvación de este mundo corrompido. Si alguno quiere contemporizar, no quiere ser héroe, que no se llame «pastor» ni representante de nada. Que se vaya. ¡Que se marche! Dio media vuelta y se fue. El retiro espiritual resultó nada tranquilo. La intervención de Manuel motivó comentarios y disputas. Los corrillos se formaban por doquier. Un grupo de sacerdotes y religiosos decidieron dar un escarmiento a Manuel. Era una persona "no grata". IX.- "Los pobres..." El día programado para la excursión amaneció despejado y con una temperatura agradable. Por algunos de los barrios de la ciudad el ajetreo comenzó antes de que apareciera el sol. Muchos caminaban hasta el centro para acudir al lugar de reunión en autobuses que se habían alquilado a tal propósito. Otros utilizaron sus motos, sus bicicletas. Los menos prefirieron hacer deporte y caminaron durante más de dos horas hasta el lugar de cita, junto a un arroyo de aguas claras, en un llano sombreado por eucaliptos, chopos y sauces. Conforme iban llegando se unían a otros que ya se habían acomodado bajo una sombra, y poco a poco el llano se fue llenando de gente. En los grupos se charlaba animadamente: unos de fútbol, otros de problemas de trabajo, de los hijos, de cosas intrascendentes. De vez en cuando alguien gritaba a algún niño que se alejaba demasiado o que no veía. Los menos sociales paseaban junto al arroyo o buscaban leña para hacer la comida. En el grupo donde se encontraba Manuel se había abordado el tema de las formas de actuación dentro de los respectivos trabajos y empresas, actuación de clase obrera frente a los insaciables patronos. Muchos hablaban sobre el tema y se pisaban las palabras unos a otros. Manuel se decidió también a hablar.
  • 17. —Se está insistiendo demasiado en modos y formas de actuación, cuando lo necesario son actitudes de vida. El fondo es lo que importa. Las formas brotarán como una consecuencia. De acuerdo en que la sociedad está podrida. Por eso mismo, esta sociedad necesita urgentemente personas. Personas libres. Y ser libres es ser pobre. —¿Tú crees que los pobres son libres?—, le atajó uno de los presentes. —"Llevo más de un mes sin trabajo y no me siento libre, sino desesperado. Pregúntale a mi mujer si ella es libre, que de sol a sol sirve por horas en casas en las que nada falta. Hoy no ha podido venir. No tiene domingos ni descanso, para al final del día escupirle en la cara una porquería de sueldo. Y yo, de construcción en construcción, de un sitio a otro buscando trabajo y en ningún sitio me admiten. A veces pienso que si fuera un perro me recibirían mejor. A mis hijos los he traído hoy conmigo para que disfruten un poco de aire y de sol. ¡Esa es la libertad que yo les voy a dejar"! Calló un momento. Todos estaban pendientes de él y asentían con las cabezas, porque esa era la situación de muchos. —Así que no me salgas con tonteras, Manuel. ¿Sabes lo que yo digo? ¿Saben lo que digo?: ¡Que a todos estos que nos están chupando la sangre habría que meterles cincuenta tiros en la barriga! —Eso, —asintieron algunos. —¿Por qué no podemos vivir como ellos viven?,— gritó una mujer. Manuel se levantó. —La violencia sólo trae violencia. Ya sé que violencia es lo que están usando con nosotros. Pero responderles con sus mismas armas no cambiará la sociedad. Lo único que puede cambiar el mundo es una postura de libertad. Un grupo de hombres y mujeres libres, que son pobres porque no tienen miedo a perder nada. No tienen el corazón pe- gado a nada de la tierra y les da igual, por tanto, tener que no tener. Que les da igual, por tanto, tener que no tener. Que les da igual que los insulten o no, que los maldigan o no, que hablen mal de ellos o no, porque les importa poco tener fama como la entiende esta sociedad. Que no se asustan ante el sufrimiento, sino que son árboles que están siempre de pie y esperan de pie la tormenta. Hombres y mujeres obsesionados con que haya justicia y con ser ellos justos. Dispuestos a ayudar, a compartir, a perdonar, sin jugar a nadie una mala pasada, sin actuar con doblez ni engaño. Sin miedo a la verdad, a oírla ni a publicarla. Personas así son las que pueden cambiar la tierra. A éstos son los que temen. La violencia no les asusta porque ellos son violentos: luchan ustedes en su propio terreno. De las armas se ríen porque poseen mejor y más armamento. A mala leche, ellos son maestros... Pero contra las personas que vivan libres, no tienen armas. Les asustan. Intentarán matarlas, aniquilarlas. Los perseguirán; los destrozarán. Pero como no temerán ustedes ni a perder la vida,— ¡y éste es el pobre!—, seguirán siendo libres. Y sus hijos serán libres. Y su libertad romperá el miedo y la servidumbre de muchos. Y ellos, los poderosos, se encontrarán im- potentes. —¿Pretendes que seamos como cerdos que llevan al matadero?—, interrumpió Juan. —Está bien que nos pisoteen porque ellos tienen ahora la sartén por el mango. ¡Pero no digas que seamos idiotas!—, vociferó una mujer. —¡Eso es inmovilismo! . Algunos de los presentes se levantaron resoplando protestas entre dientes. —Parece mentira que hables así, Manuel—, protestó uno de los que se habían puesto en pie .— Estás ahogando con tus palabras la lucha de clases. Estás enterrando siglos de lucha obrera. Te ríes de nuestra humillación. ¿Quieres que aceptemos nuestra situación sin movernos? —¡Todo lo contrario!—, gritó Manuel intentando acallar el murmullo de voces.— ¿Cómo están ustedes tan ciegos? ¿Son tan duros de cabeza y de corazón que no comprenden la profundidad de nuestro problema? ¿Del problema de toda la humanidad? ¿Es que toda su preocupación se reduce al dinero? Hablan de lucha de clases... ¿De qué clases? ¡Si los mismos compañeros se ponen zancadillas unos a los otros y se muerden como perros rabiosos! El problema no reside en pertenecer a tal o cual clase social. Está en el interior de cada uno. El patrón es malo porque toma cien y da dos... Pero tú, ¿cómo eres? ¿No robas a tu vecino, si puedes? ¿No pisoteas a tu cónyuge engañándole con un extraño?... Ustedes insultan a los demás. Odian al compañero. Maltratan a sus hijos. Engañan. Juran en falso. Prometen y no cumplen. Usan la violencia con el que les rodea. Vuelven la espalda a otro más pobre que ustedes. No comparten su comida con quien se muere de hambre. Se arriman ustedes a aquel del que pueden sacar algún provecho... ¿Y ustedes quieren arreglar el mundo? ¡Tienen el corazón podrido! ¡Igual que ellos! Si se vieran ustedes en su situación social, harían lo mismo. ¡Igual o peor! No es así como cambiarán la sociedad. ¡Cambien el corazón, y la vida sobre la tierra será diferente! Todos callaban ahora, clavados los ojos en Manuel. —¡Porque también para ustedes lo primero es el dinero! No son pobres... ¡No! Ustedes son ricos. Si fortuna, pero ricos en el corazón. Y como todo rico, injustos. Cuando por encima del dinero, y por encima de sus caprichos, y por encima de su comodidad y su lujuria..., cuando por encima de todo eso esté el hombre, la persona, el que tienen a
  • 18. vuestro lado, entonces habrán empezado a crear la nueva sociedad. Cuando en vez de dar al que les puede devolver, en vez de favorecer al que les hace favores, den a uno del que no esperan recibir nada, la semilla del mundo nuevo habrá empezado a crecer. Comiencen entre ustedes a ser justos. Aprendan a perdonar y no devuelvan traición por traición. No vendan a un amigo por dinero, ni por nada del mundo. Amen. Amen a sus hijos. Amen a sus vecinos. Amen a cualquier persona. No destruyan la fama de nadie. No quiten un puesto de trabajo a quien lo necesita o no lo tiene. No tomen a la mujer o al hombre como un objeto de placer. No quieran ser más que nadie, porque todos naci- mos iguales y moriremos iguales. No desperdicien su tiempo. Empiecen y no dejen que los poderosos usen en su provecho la deslealtad de unos para con otros, la envidia de ustedes, su odio, su apego al placer, su insinceridad... Si tienen el corazón podrido y hueco, ¡díganme qué van arreglar! ¡Díganme qué! Sobre la babel de gritos y voces de los demás grupos, se oía el batir de las hojas de eucalipto ondeadas por el viento. Manuel se sentó. Uno de los presentes tomó la palabra. —Lo que dice Manuel es verdad. Somos peores que ellos. Y, además, somos unos pelotas asquerosos. Los ponemos a parir a sus espaldas, pero delante de ellos nos gusta quedar bien, como el más inteligente, el que mejor trabaja. Somos unos pobres cobardes. Queremos un puesto mejor a costa de poner mal delante del encargado a nuestros compañeros... En eso tienes razón, Manuel. Somos unos mierdas. Uno de edad algo avanzada, marcado el rostro de profundas arrugas que se entrecruzaban, se levantó pausadamente. Levantó los brazos intentando acallar el murmullo y la discusión de los componentes del grupo, cada vez más numeroso. —De lo que estamos hablando es algo ya programado desde hace mucho tiempo: de la solidaridad obrera. En mi experiencia, es difícil de conseguir. Pero debe ser la meta de nuestra clase. Unidos para luchar. Es lo que Manuel quiere decir. Paseó su mirada por todos los rostros atentos a sus palabras. Manuel, hundida su barbilla en el pecho, balanceaba rítmicamente la cabeza como abatido por la incomprensión. —No... No... ¡No es eso! ¡No hablo de lucha! La lucha significa destrucción. No piensan ustedes más que en destruir. Hablo de crear. Les pido una postura positiva... Enemigo es aquel que significa un obstáculo para los propios intereses. O lo destruyes..., o lo ignoras, —lo cual es de cobardes—, o lo amas. Si tienes dos hijos, ¿te gustaría ver cómo uno de ellos odia o asesina al otro por representar un obstáculo para sus intereses? Es absurdo lo que les digo, porque en su corazón empequeñecido y rastrero, el perdón y el amor se les hace cobardía y debilidad. Siendo todo lo contrario. Odian ustedes al poderoso porque lo envidian. Envidian su dinero. Mas si pudieran contemplar su vacío, su soledad, su amargura, su pequeñez de corazón, sentirían compasión y lo amarían como se ama a un hermano subnormal... ¡Si su corazón fuera pobre! Llegaron algunas mujeres protestando porque nadie les ayudaba a hacer la comida. Muchos se levantaron con desgana y se marcharon. Los restantes continuaron hablando entre ellos, cada cual con el que tenía más cerca de él. —Manuel, —dijo Pedro: yo estoy plenamente de acuerdo con tus palabras. Pero muchas veces no se odia por ambicionar ese dinero o esa posición, sino porque tienen acaparado todo y no te dan posibilidades para ni tan siquiera comer tú y tu familia. —Sí, Pedro. Pero, ¿cómo arreglas la situación? La desigualdad abismal entre unos y otros existe por culpa nuestra. El poderoso nace y sobrevive gracias a todos los demás. Nos quejamos, por ejemplo, de que hay moscas que nos molestan, pero continuamos vertiendo la basura día tras día, sin quemarla. Mientras acumulemos basura, habrá moscas. Del mismo modo, el poderoso se acrecienta de nuestro miedo, nuestra deslealtad, nuestro servilismo, nuestro afán de dinero... El se aprovecha de todos éstos. Si no contara con personas así, no podría existir... Sé que lo que pido es duro, pues es necesaria una postura total de vida, un cambio radical. Es más cómoda cualquier otra solución. Pero los resultados serán nada sólidos. El mundo continuará igual. El edificio se vendrá abajo...Yo creo que ya las palabras sobran. Que cada cual reflexione y tome la decisión o no de cambiar su corazón. Manuel se levantó y se fue a pasear. Le acompañaron sus amigos. Se reunieron luego con uno de los grupos para comer. Después de la comida empezaron algunos a irse. Ellos se quedaron hasta avanzada la tarde. Llegaron de noche a la ciudad. X.- “Si no ven milagros y prodigios...” El mes de julio empezaba y el calor se dejaba sentir cada vez más.
  • 19. Manuel recibió una invitación para dar una charla en un pueblo a varias horas de la capital. Andrés e ofreció llevarlo en su coche. Salieron un sábado de madrugada. A media mañana llegaron a La Lucerna, pueblo próximo al de Manuel. Pararon junto a un bar para tomar algo fresco. Entraron y se quedaron de pie junto a la barra. —¿Qué van a tomar?—, preguntó el camarero. Andrés habló por los tres: —Tres cervezas. —Para mí no—, aclaró Manuel. —Es verdad: no me acordaba que Manuel no toma alcohol. Uno de los que estaban en el bar sentado en una mesa volvió la cabeza. Se levantó retirando con fuerza la silla metálica. Se acercó hasta donde estaba Manuel. —¿Cómo, tú por acá...? ¡Si está también Pedro! ¿Cómo están ustedes? Manuel lo presentó a Andrés: era un conocido de su pueblo. —Precisamente estaba hablando de ti con aquel señor con el que estaba sentado en la mesa... Tomó a Manuel del brazo. —Ven... Quiero hablarte, Manuel. —Somos todos de confianza. Di lo que quieras. —Verás..., aquel señor es el director de un banco. Tiene un problema gordo... Estaba sentado, con la cabeza hundida en el pecho, ajeno a todo lo que pudiera ocurrir a su alrededor. —Ven, por favor, un momento... ¿Nos perdonan ustedes? Se dirigió con Manuel hacia la mesa. —Don Luis... El banquero levantó penosamente la vista. Tenía los ojos enrojecidos, con lágrimas a punto de estallar. Una tristeza profunda le surcaba el rostro. —Mire, don Luis, éste es Manuel de quien le estaba hablando. Don Luis se puso de pie y estrechó fuertemente, en silencio, la mano de Manuel. Se sentaron los tres. Don Luis se quedó durante unos instantes con la mirada fija en los ojos de Manuel, como queriendo encontrar en ellos la solución de su problema. Después habló con voz entrecortada. —Yo vivo en un pueblo no lejos de aquí... Vengo todos los días a mi trabajo... Bueno, verá, Manuel... He oído hablar de usted. Mi hijo se está muriendo... Yo hoy he venido para quitarme de en medio. No resisto verlo... Yo quisiera que usted..., que usted... Se ocultó los ojos con la mano como avergonzado por las lágrimas que se le escapaban. —Bien. ¿Y qué quieres que yo haga?, —Le dijo Manuel. —Llévalo a un hospital. Que lo vea un buen médico. ¿Qué puedo yo solucionarte? Don Luis sacó el pañuelo para sonarse y limpiarse discretamente las lágrimas. —Ya sé que usted no es médico... Lo sé... Ningún médico me lo ha podido curar. Lo tenía en la mejor clínica de la ciudad... Me he gastado todos mis ahorros... Me dijeron que me lo podía llevar a casa para morir... Tiene catorce años, Manuel. La medicina no me lo puede ya salvar... Haga algo, por favor. Manuel se sonrió. —No soy un curandero. Tú sólo crees en lo que ves. Para ti sólo cuenta lo práctico, como para casi todos los de tu profesión. Tienen ustedes el alma vacía. Soluciona tu problema con dinero y con técnica. Esa es tu fe. Agárrate a ella. ¿Qué pides de mí? ¿Uno de esos que llaman milagros? Algo aparatoso. Un espectáculo más... Me dan asco las personas como tú. Tienen un corazón rastrero, y contagian ustedes a los demás. El director miraba a Manuel con la angustia asomada a las pupilas. Agarró la muñeca de Manuel apretándola con fuerza, mientras asentía levemente con la cabeza. Poco a poco fue aflojando la presión sobre el brazo de Manuel. Se retrepó en la silla y quedó como oprimido por un gran peso. Manuel se levantó. El paisano de Manuel miraba a uno y a otro sin acabar de comprender. Manuel puso una mano sobre el hombro de don Luis. Este lo miró con cierto sobresalto. —Creo que está preocupado por poca cosa. Lo de tu hijo no es tan grave. Seguro que a esta hora debe estar mucho mejor. Manuel se dirigió a la barra. —Vámonos. —¿No tomas nada? —No, vámonos. Se nos hace tarde. Subieron al coche y reanudaron la marcha.
  • 20. Los dos hombres quedaron en la mesa del bar sin decir palabra. Luis sintió de pronto como una fuerza interior que le quemaba. Se levantó de un salto. Corrió hasta donde tenía parqueado el coche. Con el pedal del acelerador a tope, recorrió en pocos minutos los kilómetros que lo separaban de su pueblo. Frenó en seco ante la puerta de su casa. Bajó apresuradamente. Golpeó la puerta. le abrió su mujer. —¿Cómo está el niño...? La mujer se abrazó a él: —Está mejor... Mucho mejor. Don Luis lloró largamente. XI.- "No tengo quien me ayude..." Manuel, Pedro y Andrés regresaron a la ciudad ya avanzada la noche. Andrés dejó a Manuel y a Pedro en la entrada de su barrio y él continuó para su casa. Las calles del barrio se encontraban casi a obscuras, mal iluminadas por escasos focos salvados, por casualidad, de la pedrada de algún muchachito. Manuel y Pedro caminaban en silencio. Manuel se detuvo. —¿Qué ocurre?—, le preguntó Pedro en voz baja. —¿Notas aquel bulto que se mueve penosamente? —Sí..., sí... Veamos qué es. Se acercaron con sigilo. —Parece un hombre tendido en el suelo... Se inclinaron sobre él. Le hablaron. Respondió con un lamento. —Creo que está herido. Lo llevaremos a la casa. Mientras lo transportaban, una mujer les estuvo observando a través de la rendija de la puerta entreabierta con disimulo. Lo acostaron sobre una de las camas. Tenía varias heridas en la cabeza y sangre coagulada por entre el cabello y por toda la cara. Se la limpiaron cuidadosamente. El hombre parecía no darse cuenta de nada. De vez en cuando arqueaba hacia atrás el cuerpo lanzando un gemido. Así pasó más de una hora. Después abrió los párpados. Miró a Pedro y a Manuel y, como impulsado por un muelle, se incorporó violentamente con ánimo de saltar de la cama. Manuel lo agarró de los hombros. —No temas. Estás entre amigos. Acuéstate. El hombre dilató los ojos. Vaciló un momento y volvió a echarse. —¿Quiénes son ustedes?—, dijo con voz poco segura. —Ya te he dicho que no temas. Dinos antes quién eres tú y qué te ha pasado. Paseó la vista por la habitación. —Pues... ¿Es ésta la casa de ustedes? Pedro asistió con la cabeza. —Por lo que veo no son muy ricos que yo sepa. Creo que puedo confiar en ustedes. Verán... Es que he tenido un accidente... —¿Y por eso te escondiste en este barrio? —, le atajó Manuel. —Vamos. Dinos la verdad. No te vamos a delatar. ¿De quién huías? —¿Yo...? De nadie... Bueno... Yo no quería hacerlo, ¿saben? Es la primera vez. Pasaba junto a una tienda cuando ya iban a cerrarla. Vi a una mujer contando el dinero de la caja... Yo llevo mucho tiempo sin trabajo. Tenía hambre. Ustedes eso lo entienden, ¿verdad? Fue como una ceguera. Entré, saqué la navaja y le pedí a la mujer la pasta. No me di cuenta de un hombre que había detrás, junto a unas latas. Me golpeó con algo duro en la cabeza. Caí al suelo y continuó golpeándome. No sé cómo, le di una patada y pude salir corriendo. Lo demás ya lo saben ustedes mejor que yo. —¿Llevas mucho tiempo sin trabajo? —Bueno... La verdad, casi siempre. No me han querido en ningún sitio. Son todos unos hijos de la gran puta. Nadie me ha ayudado nunca. ¿Y qué quieren que haga? Tengo que vivir, ¿o no? Yo, como si no fuera nadie. Nunca. Ni mis padres hicieron ni media por mí. ¿Qué quieres? Yo hago lo que me parezca. No me importa nada. ¿A quién le he importado yo en toda mi puta vida? Chasqueó la lengua. —¿Nunca has encontrado quién te ayude?
  • 21. Contorsionó una sonrisa expulsando el aire por la nariz. —¡Ni falta que me hace!... Como si hubiera sido un inválido total que no sirve de nada a nadie. —Quizá sea eso. Que no le sirves a nadie. El hombre tensó el rostro. —¿De qué te extrañas? ¿Es que has ayudado en tu vida a alguien? Sólo has pensado en ti. Toda tu vida no has sido más que un egoísta. ¿Cómo quieres que te traten? Da tú el primer paso. No esperes la ayuda de los demás. Sal tú mismo de tu invalidez. —¡Bah!—, se limitó a contestar. Quedó unos minutos en silencio. Después se dirigió a Pedro. —¿Y por qué me han ayudado? ¿No saben que les puedo meter en un lío? Pedro esbozó una sonrisa irónica. —Quizá para que no nos pase lo que a ti... Bien—, comentó Manuel levantándose de la cama, a cuyo borde había estado sentado. Es tarde. Conviene que descansemos. Mañana te quedarás con nosotros; ya hablaremos. Quedaron los tres dormidos. XII.- "No verá jamás la muerte..." A las primeras luces se despertó Manuel. Había pasado la noche sobre una manta en el suelo. Su cama se la cedió al herido. Se incorporó para comprobar si aún dormía, pero el hombre había desaparecido y la puerta de la calle estaba abierta. Manuel se asomó y no vio a nadie por la calle. Cerró la puerta y se acostó sobre la cama vacía. El domingo comentaron el incidente con los demás amigos, sin darle mayor importancia. El lunes, Manuel volvió a casa tarde. Junto a la puerta le esperaban dos policías. —¿Es usted Manuel? —Sí. ¿Qué quieren? —Acompáñenos a la Comisaría. —¿Qué ocurre? —Se le acusa de haber tenido aquí oculto al Melenas... No preguntes más. Acompáñanos y no se te ocurra hacer ninguna tontería. Uno de los policías tenía la mano apoyada sobre la pistola. Manuel sonrió. Dio media vuelta y se alejó del barrio escoltado por los dos policías. Pedro llegó a casa después de pescar durante toda la noche. Se disponía a cambiarse de ropa para meterse en la cama, cuando llamaron a la puerta. Eran dos niñas del barrio. —Pedro..., se lo han llevado. —¿A quién se han llevado...? —A Manuel. Ha sido la policía. Le dio un vuelco el corazón. Salió corriendo de la casa. Se encontró con una mujer que vivía no lejos de ellos. —¿Qué ha pasado? —No sé... Se lo llevó a noche la policía. Yo creo que es por el tipo que recogieron ustedes. Ese no era trigo limpio... —Pero..., ¿cómo averiguaron?... —Pregúntaselo a la bruja de la Petra. Esa fue la que dio el chivatazo. Esa puta no les traga a ustedes. Nos trae a mal traer a nuestros hombres... Como con ustedes no puede... Se la tenemos jurada un grupo de mujeres. Ya Pedro no la oía. Se encontraba alejado en plena carrera hacia la comisaría de policía que había no lejos del barrio. Llegó jadeante a la puerta. El policía que montaba guardia hizo un ademán con la metralleta indicando a Pedro que no entrara. —¿Dónde vas? ¿Qué quieres? Pedro resopló moviendo la cabeza. Por favor... Sólo quiero saber si esta noche han traído aquí a un tal Manuel. El policía lo miró con los párpados semicerrados. —¿Eres amigo?
  • 22. —Sí. Soy amigo. Vivimos juntos. —No está aquí. Se lo llevaron temprano... Si eres amigo, ándate con cuidado, porque son todos ustedes de la misma calaña. —Bueno, bueno... Pero dime dónde lo llevaron. —¡Largo de acá! Pedro levantó levemente los brazos y dio media vuelta. —¿Qué puedo hacer? —, masculló entre dientes. Se acordó de Luis. A él, como cura, quizás le hicieran más caso. Se dirigió a buscarlo. La noche anterior condujeron a Manuel hasta la comisaría en la que Pedro había preguntado por él. Después de esperar un buen rato, un policía lo condujo hasta un despacho contiguo. Allí otro policía lo interrogó hasta bien avanzada la noche, intentando relacionarlo con el Melenas y su grupo. Manuel contestaba con monosílabos. Eran las cuatro de la mañana y el que lo interrogaba estaba a punto de estallar en un ataque de nervios. En esto entró un Teniente. Se quedó mirando a Manuel. —Pero..., ¿qué haces aquí, Manuel? —¿Lo conoces? —, se apresuró a preguntar el policía que lo interrogaba. —Sí, por supuesto... ¿Es que lo han detenido? —Es sospechoso. —¿Sospechoso? ¿Manuel?... No creo. Manuel, sal un momento, por favor. Informó al teniente de todo lo sucedido. —Este hombre no tiene relación alguna con el grupo del Melenas —, dijo el teniente después de escuchar pacientemente el relato de su colega.—Si ha ayudado a ese hombre ha sido por puro humanitarismo. Pulsó un timbre. —Hagan pasar a Manuel. Manuel entró. Le ofrecieron asiento. —Manuel —, le dijo el teniente.—Creo que ha habido una confusión. Pero por favor, no vuelvas a ayudar a otro tipo más de esos. Te conozco y sé que eres un buen hombre. Pero te pasas. Tu obligación hubiera sido avisar a la policía. Esa gente no puede andar suelta. Son sinvergüenzas, ladrones y asesinos. Si le ayudas, estás favoreciendo la delincuencia. —Mira —, respondió Manuel. —Dios podría aniquilar a todo el que obra mal. Pero no lo hace. El es el Padre. No juzga a nadie. Da la vida y hace salir el sol sobre todos, sea quien sea. A ustedes esto que digo les resulta muy lejano. Pero yo he de actuar según El actúa. El teniente se rascó detrás de la oreja y disimuló mal una sonrisa. Este Manuel le resultaba ingenuo en demasía. El policía que se encontraba tras la mesa se atrevió a intervenir. —Todo eso que usted dice es muy bonito, pero un tanto absurdo. ¡Por Dios, la de tonterías que hay que oir! ¡En ese caso, ayudemos a los terroristas, a los asesinos, a los sinvergüenzas! Por Dios, por Dios, que cada día hay más loco suelto. Manuel se pasó la mano por la barba antes de hablar. —Imagínate que tu sangre está corrompida, debido a una terrible infección. Por todo el cuerpo, por todos los miembros, han aflorado gran cantidad de pústulas, accesos de pus, forúnculos... Te encuentras desesperado. Acudes a un cirujano para que te los saje. ¿Vas a solucionar algo? Podrá sajarte todos los que tú quieras, pero la pus volverá a salir porque la podredumbre es interna. Purifica tu sangre y habrás curado todo lo demás. —Cada día —, prosiguió Manuel,—va en aumento la delincuencia, especialmente entre los jóvenes. ¿Qué quieres? ¿Encarcelarlos? ¡Encarcélalos! ¡Mátalos, si eso es la solución!... Pero la podredumbre sigue ahí. ¿Qué quieren que brote si la sociedad está corrompida desde sus cimientos? —Bueno, Manuel—, interrumpió el teniente.—Eso lo sabemos todos. Pero no podemos solucionarlo ninguno. No te subas a la luna y pon los pies en el suelo. Hagamos cada cual lo que esté a nuestro alcance... Bueno... . Se puso de pie. —Ya mismo va a amanecer. Recoge tus efectos personales, si es que tenías alguno, y vete. Manuel se encaminó hacia la playa. El cielo comenzaba ya, por levante, a teñirse de una suave luz plateada. Se sentó sobre el acantilado. A medida que la luz se intensificaba, la tiniebla se descomponía en multitud de formas inteligibles a la vista. Una brisa que arrancó del mar, lo envolvió. Sintió frío, un frío que le calaba más allá del límite de lo sensible. Una pena profunda lo invadía.
  • 23. —Padre, ¿cuándo tu luz, como la de ese sol, disipara las tinieblas del corazón de los humanos? ¿Cuándo será de día? El sol asomaba su redondez de entre las aguas lejanas. Una gaviota chillaba enloquecida. Manuel se alzó penosamente y se adentró en las callejas, aún casi desiertas, de la ciudad. Era media mañana. Al volver una esquina, casi se tropiesa con Pedro y Luis. —¡Por fin te encontramos, Manuel! —, gritó Pedro levantando los brazos. —¿Dónde has estado? —Hola —, se limitó a contestar Manuel. —Te noto como cansado. ¿No vas hoy al trabajo? —De allí vine hace ya un rato. Me he despedido. —¿Cómo? Qué... Pero..., ¿por qué, Manuel? —Ya hablaremos. El sábado por la noche quiero reunirme con todos ustedes. —Aún es temprano. Si quieren, vamos a dar una vuelta. Aquí parados no hacemos nada. Caminaron en silencio hasta el parque. —Vamos a sentarnos un rato. Estoy cansado. Pedro también lo estará. Pedro dobló la cabeza como quitando importancia a su cansancio. Se sentaron en un banco. Luis apoyó su mano en el hombro de Manuel. —Manuel... Intento comprenderte, pero es difícil... Los tres trabajamos por conseguir un mundo algo más justo. Ya eso nos trae bastantes complicaciones. No creo que debamos buscarlas mezclándonos en ayudar a gente que no se lo merece. —No tienes por qué juzgar a nadie. Luis se sonrió. —¡Hombre, Manuel! Nos pusiste a parir cuando echaron del trabajo a un montón de gente, ¿y me hablas de no juzgar? —Yo no juzgo a ninguna persona. Juzgar a una persona es matarla, es condenarla a que siempre sea conforme al juicio en el que lo hemos encasillado, sin dar posibilidad a que sea diferente. Mientras queda un rescoldo hay posibilidad de que se levante la llama. Yo juzgo hechos, actitudes. Indico el camino... —Está bien, Manuel. Quizá tengas razón. Pero yo también la tengo en lo que te digo. Vamos a no condenar a nadie en concreto. Pero sabes que hay personas a las que como mejor se puede ayudar es sacudiéndoles un buen palo. ¿O no? De otra forma no reaccionan. A un criminal, a un terrorista, a un ladrón de esos empedernidos, trátalos con suavidad y puede que hasta te den un navajazo en recompensa. Yo opino que se les debe tratar con mano dura. Cuanto más dura, mejor. —De acuerdo. Y a los que los han enseñado, ¿con qué mano los trataremos? ¿Quién crees que está ayudando al crimen y a la violencia? ¿Yo, que ha curado a un hombre herido, o en la escuela en la que se doctoran como sinvergüenzas? La sociedad los enseña y después quieren liquidar a sus discípulos más aventajados. ¿Qué vale en nuestra sociedad? ¿La honradez? Bien saben ustedes que la persona honrada es catalogado como boba. ¿Quién vale? ¿El justo? ¡Ese es un imbécil para la opinión pública! El que mejor sabe engañar, ése es el que vale. Quien más dinero consigue a costa de los demás, ése es quien alcanzará las cotas sociales más elevadas. El más violento será el héroe y el que ama y perdona, digno de ser pisoteado por todos. De esta podredumbre, ¿qué quieren que surja? ¡Lo importante es hacer dinero! ¿Cómo? ¡Y qué más da! ¿Con drogas? ¡Pues con droga! ¿Con sexo? ¡Pues con sexo! ¿Con armas? ¡Qué más da! ¡Con aramas! ¡Como sea! ¿Los demás...? ¿Los valores humanos...? ¡Qué importan! ¿Es que sirven para algo? ¡Pobres imbéciles quienes aún piensan en los valores humanos! ¡Infeliz del honrado, del justo, del misericordioso, del...! No hay sitio para él. Esos irán a la cola. Esos..., ¿para que cuentan? ¿Para quién cuentan? No. Cuanta más caradura, mejor. Y de esta escuela pública salen discípulos aventajados: los mejores delincuentes. ¿Y a los mejores discípulos hay que quitarlos de en medio? Es injusto, ¿no? ¡Si han sido los que mejor aprendieron la lección! O..., quizá no. Quizá olvidaron que todo esto hay que hacerlo guardando las apariencias. Sin dar la cara. De otro modo. Con más estilo. ¡Como lo hacen los grandes, los poderosos! Manuel miraba al infinito. Los ojos los tenía enrojecidos y las pupilas dilatadas. Nunca lo habían visto tan excitado. Cerca de ellos unas palomas jugaban sobre el suelo. Revolotearon al pasar unos críos deslizándose sobre patines. Manuel echó la cabeza hacia atrás, como si le doliera la nuca. Después se apretó los ojos con los dedos. —Pero sí... Llegará el día en que esta humanidad será juzgada. Con un juicio justo. No será Dios el juez. No será como en los juicios de la tierra, donde alguien pronuncia unas palabras condenando o absolviendo. Será mucho más terrible. Mucho más real.