Este documento discute el paradigma emergente de la diversidad cultural en la educación. Define la diversidad cultural como la variedad de identidades y estilos de vida que ya no pueden separarse debido a la globalización. Argumenta que la diversidad se ha convertido en un imperativo para los sistemas educativos debido al aumento de la heterogeneidad cultural. También examina cómo el discurso sobre la diversidad surgió del debate sobre el multiculturalismo y cómo ha evolucionado para convertirse en una ideología que promueve el reconocimiento legal de la diversidad como un derecho.
1. Texto publicado en:
COMIE (ed.): IX Congreso Nacional de Investigación Educativa: Conferencias Magistrales, pp.
297-347. México, D.F.: Consejo Mexicano de Investigación Educativa, A.C., 2009
EL PARADIGMA DE LA DIVERSIDAD CULTURAL:
TESIS PARA EL DEBATE EDUCATIVO 1
Gunther Dietz 2
Introducción
La diversidad ha llegado tarde a la escuela. Por tanto, su discurso recién se ha insertado en el
desarrollo contemporáneo de los sistemas educativos. La educación pública, como un núcleo de
dominio estrictamente controlado y exitosamente defendido por el Estado-nación, continúa
enraizada de manera jerárquica e institucional a un anclaje ideológico decimonónico procedente
del clásico “nacionalismo nacionalizante” (Brubaker, 1996) – y ello incluso al inicio del siglo
XXI. Por consiguiente, en un amplio abanico de Estados-nación de cuño europeo, incluyendo a
los Estados-nación latinoamericanos postcoloniales, las diferentes relaciones entre mayorías y
minorías, así como las diversas configuraciones entre poblaciones nativas y migrantes, autóctonas
y alóctonas siguen siendo invisibilizadas como escolarmente inexistentes o siguen siendo
problematizadas, como obstáculo para la integración educativa. De tal manera, la diversificación
y “heterogenización” de la educación no se percibe aún como un reto institucional para la
continuidad de los sistemas educativos como tales, sino que a lo sumo se considera un mero
apéndice institucional, adecuado para medidas compensatorias y situaciones extraordinarias.
Sin embargo, en años recientes, sobre todo en el debate anglosajón sobre la llamada educación
multi- y/o intercultural, se ha abogado por la necesidad, cada vez mayor, de diversificar y
“multiculturalizar” los sistemas educativos a través de mecanismos de “acción afirmativa” y
1
Una versión anterior de este trabajo ha sido publicada como Dietz (2007a); su traducción al castellano ha sido
realizada por Cristina Kleinert. Posteriormente, el texto ha contado con las valiosas aportaciones, críticas y
sugerencias por parte de los integrantes del Seminario de Análisis de Procesos Interculturales en Educación
Normal y Superior (SAPIENS) del Instituto de Investigaciones en Educación de la Universidad Veracruzana.
2
Doctor en Antropología por la Universidad de Hamburgo y Profesor-Investigador Titular en la Universidad
Veracruzana, Instituto de Investigaciones en Educación; email: guntherdietz@gmail.com.
2. 2
“discriminación positiva”. Se argumenta que esto permitiría un “empoderamiento” de ciertas
minorías étnicas, tanto autóctonas como alóctonas, que se verían fortalecidas y promovidas en el
curso de sus procesos de auto-identificación, etnogénesis y “emancipación” colectiva (Giroux,
1994; McLaren, 1998). Por el contrario, en la Europa continental el debate en general no se ha
enfocado hacia las necesidades identitarias de las minorías, sino que ahí la reivindicación de una
educación intercultural se ha justificado con la ya manifiesta incapacidad de la sociedad
mayoritaria de hacer frente a los nuevos retos que generan la creciente heterogeneidad de los
alumnos, y la - cada vez mayor - complejidad socio-cultural de las relaciones mayoría-minoría.
En general, la diversidad se esta concibiendo ahora como una característica nuclear de las futuras
sociedades europeas (Gogolin, 2002b; Krüger-Potratz, 2005).
A continuación, tras una breve introducción conceptual sobre este paradigma emergente de la
diversidad cultural, rastrearemos sus orígenes en relación con el multiculturalismo y su proceso
de institucionalización, así como la concomitante “academización” de los discursos teóricos y de
los programas educativos que reconocen el valor intrínseco de la diversidad cultural en la
educación, en cuyo transcurso, entraron los enfoques sobre diversidad al campo pedagógico.
Luego se presentarán y debatirán las diferentes “soluciones” conceptuales desarrolladas para
hacer frente al reto de la diversidad etno-cultural, tanto en relación con la necesaria redefinición
de lo diverso en términos de hibridación e interseccionalidad, como también a partir de
programas concretos de “anti-discriminación” y “gestión de la diversidad”. Por último, se
discutirán las consecuencias de las aplicaciones actuales del paradigma de la diversidad cultural
en relación con su potencial aportación a la investigación educativa, así como a las políticas y
prácticas educativas.
Definiendo la diversidad cultural
En los debates actuales sobre multiculturalismo, políticas de identidad y políticas de anti-
discriminación, en diferentes contextos educativos internacionales el término de diversidad se usa
de manera bastante ambigua (Brewster et al., 2002; Vertovec & Wessendorf, 2004). Inclusive, en
ocasiones parece que el discurso de la diversidad abarcara cualquier enfoque que reconozca las
diferencias; por ejemplo, en el ámbito educativo Prengel (1995) distingue entre una educación
3. 3
feminista, una educación intercultural y una educación integradora, cada una dirigida
respectivamente al género, la inmigración y la discapacidad, como fuentes de la “diferencia”. No
obstante, este particular énfasis en la diferencia rápidamente se encuentra con el problema de
cómo incluir las otras “fuentes de diferencia”, aquellas no relacionadas con el género, la
migración o la discapacidad, y cómo abarcar y actuar frente a posibles intersecciones,
solapamientos y refuerzos mutuos entre cada una de dichas fuentes de diferencia (Krüger-Potratz
& Lutz, 2002).
Por ello, el concepto de diferencia, que sugiere la posibilidad de distinguir de forma nítida,
incluso a menudo “binaria” entre sus características o indicadores respectivos, está siendo
sustituida gradualmente por la noción de diversidad, misma que, por el contrario, enfatiza la
multiplicidad, el traslape y el cruce entre distintas fuentes de variabilidad humana. En este
sentido, el término de diversidad cultural se emplea y se define, cada vez con mayor frecuencia,
con relación a la variabilidad social y cultural, de la misma manera en que se recurre a
“biodiversidad” para referirse a las variaciones en hábitats y ecosistemas biológicos y/o
ecológicos. Un intento de definir explícitamente la diversidad a través de esta óptica consiste en
entenderla de forma amplia como “una situación que representa una multiplicidad (en casos
ideales una totalidad) de grupos dentro de un ambiente específico, tal como una universidad o un
lugar de trabajo. Este término por lo regular se refiere a las diferencias entre grupos culturales,
aunque también se usa para describir las diferencias dentro de grupos culturales, por ejemplo la
diversidad interna a la cultura asiático-americana, que abarca a coreanos-americanos tanto como
a japoneses-americanos. Al término de diversidad subyace la idea de aceptar y respetar que
ninguna cultura es intrínsecamente superior a otra” (Diversity Dictionary [s.f.]).
Como se ejemplifica en esta definición, la “diversidad” tiende a equipararse con la “diversidad
cultural”, en el sentido de una creciente diversidad de mundos vivenciales, estilos de vida e
identidades que ya no se pueden separar en un mundo “globalizado”, sino que acaban
mezclándose e hibridizándose unos a otros (Van Londen & De Ruijter, 2003). Por otra parte, el
discurso sobre la diversidad tiende a incluir no sólo una dimensión descriptiva – cómo se
estructuran las culturas, grupos y sociedades de manera diversa y cómo manejan la
heterogeneidad -, sino también suele abarcar una dimensión prescriptiva – cómo las culturas, los
grupos y las sociedades deberían interactuar hacia su interior y con las demás.
4. 4
Este sesgo normativo se hace más visible en el continuo proceso de reconocer legalmente la valía
y la contribución internacional de la diversidad cultural, empezando por una redefinición y
ampliación de la noción de “herencia cultural”, que hoy en día incluye bienes y elementos no
materiales, intangibles. Particularmente, la UNESCO ha evolucionado de una definición de
cultura esencialista, estática y elitista a una mucho más inclusiva, que redefine la herencia
cultural en términos de cambios, mezclas y diversidades de culturas y pueblos (UNESCO, 2003).
De modo que, en su “Declaración Universal sobre Diversidad Cultural”, aprobada en París en
2001 como una reacción específica en contra de la expansión del predominio mediático y cultural
de los EE.UU., la diversidad cultural se ha definido como una “herencia común de la
humanidad”, según la cual “la cultura toma diversas formas a través del tiempo y el espacio. Esta
diversidad está personificada por la singularidad y pluralidad de las identidades de grupos y
sociedades que conforman la humanidad. Como una fuente de intercambio, innovación y
creatividad, la diversidad cultural es tan necesaria como la biodiversidad para la naturaleza”
(UNESCO, 2002: 4).
Algunos autores, reflejando esta postura normativa especialmente en el campo educativo, han
transformado la diversidad de una categoría analítica a un “imperativo” que obliga a los actores
políticos y educativos a reaccionar a “la creciente heterogeneidad étnica que sucede en los
estados contemporáneos” (Johnson, 2003:18). Por lo tanto, el reconocimiento de la diversidad se
ha convertido en un postulado político, en una exigencia articulada por organizaciones
minoritarias y movimientos que luchan por entrar al dominio público de las sociedades
occidentales, supuestamente homogéneas. Tal como ilustran Koopmans et al. (2005) y Sicakkan
(2005) en sus respectivos estudios comparativos, los diferentes contextos de los Estados-nación
europeos han desencadenado diversas formas de acciones y exigencias colectivas, llevando a
cabo procedimientos a través de los cuales las minorías étnicas, culturales, nacionales, religiosas
o sexuales han entrado a la esfera pública. En consecuencia, el reconocimiento de la diversidad
en esta esfera, ha desafiado las nociones convencionales de ciudadanía, propiciando además
nuevas formas de participación política por parte de estos actores emergentes, que terminarán
estableciendo diferentes “tipos de pertenencia permitidos en la esfera política” (Sicakkan, 2005:
7).
5. 5
Mientras esta redefinición de los dominios políticos y educativos, entre los nuevos actores
minoritarios, sigue siendo un fenómeno bastante nuevo en Europa (Consejo de Europa, 2006),
particularmente EE.UU. y Canadá muestran una ya larga tradición de “gestión de la diversidad”
como reacción oficial a las exigencias de las minorías. Así, por ejemplo, desde 1978 los
diferentes niveles de fallos de tribunales establecieron esquemas de “acción afirmativa” y
“oportunidades de empleo equitativas” en instituciones públicas, organizaciones y empresas, lo
que obligó, tanto a los actores privados como públicos, a introducir mecanismos de “diversidad”
en sus contextos organizacionales particulares 3
. En consecuencia, todo el discurso sobre
diversidad, reconocimiento a la diversidad y gestión de la diversidad se está convirtiendo en una
ideología que promueve política e, incluso, legalmente la percepción de ciertos rasgos y
características como género, etnicidad, cultura y orientación sexual, en detrimento de otros como,
por ejemplo, la clase social. Inclusive, casi como principio constitucional ratificado por la
Suprema Corte de los EE.UU., la diversidad cultural se ha convertido en un “derecho”, que
sustituye y fusiona, a la vez, nociones previas de esencialismo racial (Wood, 2003).
Por consiguiente, antes de analizar los enfoques y políticas particulares con respecto a la gestión
de la diversidad y la anti-discriminación, se revisará a continuación la estrecha relación entre los
discursos sobre diversidad y el debate anglosajón sobre multiculturalismo. A lo largo de este
debate, se muestra cómo la diversidad ha pasado de ser percibida como un problema, y
posteriormente como un reto, a ser vista como un recurso y, finalmente, como un derecho. Es
precisamente en la esfera educativa y en su paulatina visualización de la diversidad donde este
tránsito se puede ilustrar mejor.
El multiculturalismo, el esencialismo y la visualización de la diversidad cultural
Los discursos sobre la diversidad, que habían surgido originalmente como parte de los
movimientos sociales “multiculturalistas” en sociedades autodefinidas como “países de
inmigración” localizados principalmente en Norteamérica y Oceanía (Kymlicka, 1996; Dietz,
2003), se están incorporando a la educación intercultural, primero concebida como una medida de
educación para minorías alóctonas, inmigradas (Mecheril, 2004; Krüger-Potratz, 2005). Sin
3
Prueba de ello es la evaluación crítica que Word (2003) aporta sobre el debate estadounidense respecto a la
diversidad.
6. 6
embargo, como ilustra la larga tradición del indigenismo latinoamericano, bajo premisas
nacionalistas y no bajo premisas ideológicas multiculturalistas, se implementaron políticas muy
similares de educación diferencial, en el caso de minorías (y mayorías) indígenas y no para
minorías alóctonas (Dietz, 2005). Esta similitud paradójica entre enfoques opuestos revela la
necesidad de analizar las nociones de diversidad tal como se incluyen en las respuestas
educativas interculturales, multiculturales, bilingües y/o indigenistas desde una perspectiva social
más amplia.
La diversidad cultural aparece entonces como un concepto y una cuestión en una fase particular
de los debates sobre multiculturalismo y, específicamente, como un reclamo anti-esencialista
contra cualquier noción reificada de cultura y etnicidad. En el contexto anglosajón el
multiculturalismo se entiende como una serie de discursos integrados - de manera siempre
precaria y provisional - que exigen reunir una amplia gama de movimientos sociales disidentes
bajo un horizonte político y social común. Así, mientras la tradición canadiense de
“multiculturalizar” a la sociedad se integró a las instituciones sociales y educativas de manera
exitosa y temprana en el contexto de exigencias regionalistas / nacionalistas francófonas
quebecoises, los movimientos estadounidenses han debatido mucho sobre las exigencias hechas
por una amplia variedad de minorías. Desde entonces, la confluencia de programas de estos
“nuevos” movimientos sociales –afroamericanos, indígenas, chicanos, feministas, lésbico-gays,
“tercermundistas”, etc.– se han dado a conocer bajo la ambigua consigna de “multiculturalismo”.
Aquí, este término se empleará para designar al grupo heterogéneo de movimientos, asociaciones,
comunidades y – después – instituciones que se reúnen para reivindicar el valor de la “diferencia”
cultural y/o étnica, así como en la lucha por pluralizar las sociedades que albergan a estas
comunidades y movimientos (Vertovec, 1998; Habermas, 2002).
A su vez la identidad, lejos de ser una simple expresión de intereses comunes de un grupo, se
convierte en una serie de políticas de identidad, a través de su énfasis en la diferencia, en la
negociación de múltiples identidades entre diversos competidores sociales. De este modo, la
correspondiente “política de diferencia” resulta liberadora y emancipadora, ya que desenmascara
el falso esencialismo reduccionista que reúne, bajo una supuesta “estrategia de asimilación”
(Zarlenga Kerchis & Young, 1995:9), tanto al nacionalismo burgués como al marxismo clásico.
Así, puesto que las identidades ya no son simples expresiones confiables de las posiciones que
7. 7
los individuos ocupan en los procesos de producción, se diluyen: ya no corresponden a los sujetos
identificables sino a “posiciones subjetivas” (Laclau & Mouffe, 1985). Entonces, a través de los
procesos subsecuentes - conceptuales y político-socio-educativos - los “sujetos sociales” se des-
centran y des-esencializan.
No obstante, las políticas de identidad resultantes empiezan a estar sustentadas por una política de
la diferencia explícita. Hasta el momento, los movimientos sociales que promueven determinadas
identidades han tendido a ser binarios y antagónicos; precisamente por las consecuencias
políticas que la relativización anti-esencialista tiene en su capacidad de movilización, el
encuentro con el posmodernismo será un parteaguas para este tipo de movimientos. Todos los
“nuevos” movimientos sociales recurren a la acción colectiva para construir nuevas identidades.
Las “identidades-proyecto” (Castells, 1998) de estos movimientos no son un punto de partida,
sino más bien un punto de llegada, el resultado buscado mediante la movilización. Esto implica
que, para consolidarse como un movimiento social y tener un impacto en la sociedad, el
multiculturalismo requerirá de una fase en la cual las identidades de los nuevos actores sociales,
cuya apariencia y consolidación están resguardadas por el multiculturalismo, se construya y
estabilice. Las identidades típicamente “posmodernas”, que se “reciclan” permanentemente, no se
convierten en identidades diferenciadas: los movimientos sociales corren el riesgo de diluirse en
la individualización gradual de “estilos de vida personales y consumismos cosmopolitas”
(Modood, 1997:21). Por ello, los movimientos multiculturalistas, al igual que el resto de los
nuevos movimientos sociales, conceden a la cultura una nueva función como recurso
emancipador (Habermas, 2002). Las nuevas identidades se construyen precisamente en el “gozne
entre sistema y mundo de la vida” (Habermas, 1989); de cuya confrontación surge un potencial
de protesta que convierte la cultura, la forma de vida, la identidad diferencial, en su panacea: “En
lo fundamental no se trata de recompensas a conceder por el Estado de bienestar, sino de la
defensa y restitución de formas de vida que peligran o de la realización de formas de vida
reformadas. En resumen, los nuevos conflictos son desencadenados no por problemas de
distribución, sino por cuestiones de la `gramática de las formas de vida´” (Habermas, 1989:392)
4
.
4
Las traducciones empleadas en este trabajo de citas originales no publicadas en castellano son nuestras.
8. 8
Para los movimientos multiculturalistas que luchan por el reconocimiento de la diversidad, la
reafirmación de estas nuevas identidades ha pasado por una fase en la cual las diferencias que se
construyeron originalmente son “re-esencializadas”. Paralelamente a la institucionalización,
primero educativa, académica y, posteriormente, política de los esquemas de reconocimiento de
la diversidad, las diferencias “raciales”, “étnicas” y/o “culturales” se usan como argumentos en la
lucha por el acceso a los poderes fácticos: “Esencializar implica categorizar y estereotipar y es
una manera de pensar y actuar que trata a los individuos como si estuvieran ‘esencialmente’
definidos; es decir, su subjetividad está determinada por la pertenencia a una categoría particular,
en este caso su grupo cultural/étnico. Por lo tanto, en el multiculturalismo la cultura juega el
papel que en otros discursos juega la raza o el sexo” (Grillo, 1998:196).
La Discriminación, el reconocimiento y las trampas de la discriminación positiva
En esta estrategia, el referente prototípico es el feminismo. Su noción de “cuotas” de acceso al
poder es una vez más retomada por la lucha multicultural por el reconocimiento de grupos de
identidades diversificadas, aunque delimitadas y diferenciadas, para así generar un sistema
altamente complejo de trato diferenciado de grupos minoritarios. El objetivo de esta política de
“acción afirmativa”, aplicada primero en los cuerpos representativos y que tienen poder en la
toma de decisión de los movimientos mismos, y posteriormente transferidos a las esferas
académicas y educativas, consiste en paliar la discriminación persistente debida a criterios de
sexo, color de la piel, religión, etnicidad, etc., que las minorías sufren a través de una política
deliberada de “discriminación positiva” (Pincus, 1994).
En reacción a esta crítica hacia el trato diferencial y a su distinción entre discriminaciones
“negativas” versus “positivas” (Glazer, 1997; Nieto, 1999), el multiculturalismo reivindica, por
un lado, la diferencia normativa entre las discriminaciones que los miembros de una colectividad
estigmatizada han sufrido históricamente y, por otro lado, las discriminaciones que pueden
generar las políticas de “acción afirmativa” a nivel individual para miembros específicos de un
grupo hegemónico (Mosley & Capaldi, 1996). En el transcurso de la aplicación de estrategias de
acción afirmativas a diferentes grupos minoritarios emerge tácitamente un régimen de políticas
destinadas a “tratar la diversidad”. Para que esta política de cuotas pueda ser efectiva –
transferida de su contexto inicial feminista y de su análisis de diferencias de género al nuevo
9. 9
contexto de reconocimiento de la diversidad – se requiere de cierta estabilidad en las “fronteras”
y delimitaciones establecidas, no sólo por la mayoría hegemónica y las minorías subalternas, sino
también entre cada uno de los grupos minoritarios. Así, resulta paradójico que cuanto más exitoso
sea un movimiento multiculturalista en su lucha por el reconocimiento, con mayor profundidad
generará y defenderá una noción esencialista y estática de “cultura” (Vertovec & Wessendorf,
2004).
El resultante concepto-clave del multiculturalismo, la “cultura”, se asemeja cada vez más a la
noción estática de cultura que la antropología generó en el siglo XIX y que acaba subsumiendo
las complejas diferencias, traslapes e intersecciones “raciales”, “étnicas”, de “género”,
“culturales”, “subculturales” y de “estilo de vida”: “La ‘cultura’ en este sentido, se supone que es
algo virtualmente intrínseco a los genes de la gente y que los distingue y separa para siempre.
Una sociedad ‘multicultural’, según este razonamiento, es por ello un pozo de monoculturas
atadas, divididas para siempre entre los nosotros y los ellos” (Vertovec,1998:37).
Esta culturización evidente, que puede detectarse en cualquier declaración pública hecha en los
ochenta sobre problemas educativos y sociales, constituye un logro mayor y, al mismo tiempo, el
mayor peligro para los movimientos multiculturalistas (Giroux, 1994). Tratar a las minorías como
“especies en peligro de extinción” (Vertovec, 1998:36) y designar políticas orientadas
exclusivamente a su “conservación”, genera estrategias de reconocimiento de la diversidad
aplicada a la intervención educativa y que corren el riesgo de “etnificar” la diversidad cultural de
sus objetivos originales.
Tal como nos previenen Giroux (1994) y Stolcke (1995), la apropiación por parte de grupos
hegemónicos de este tipo de discurso esencialista de la diferencia genera nuevas ideologías de
supremacía grupal que justifican los privilegios de un culturalismo que apenas se diferencia del
“nuevo racismo cultural”. Autores como Darder & Torres (2004) critican la confluencia indirecta
entre la tendencia segregacionista del tratamiento de diversidad que ha sido recientemente
institucionalizado en los Estados Unidos y el incremento de la xenofobia y el racismo; ambos
coinciden en relativizar la validez universal de los derechos humanos más allá de las – supuestas
o reales - diferencias culturales.
10. 10
El giro hacia las políticas de “anti-discriminación” y de “gestión de la diversidad”
A pesar de estas críticas y advertencias, los emblemas culturales y colectivos de los individuos y
de sus identidades, basados en criterios de género, “raza”, etnicidad, cultura, religión u
orientación sexual, son las que finalmente se usan para obtener un “éxito” relativo del
multiculturalismo en diferentes países anglosajones. Estos criterios pueden ser percibidos,
medidos y tomados como objetivos a alcanzar, delimitando discretamente las pertenencias de
grupo, el acceso a y la exclusión de ciertos bienes y servicios públicos. Por consiguiente, el
reconocimiento institucional y legal del multiculturalismo se ha conseguido a través de su marco
legal concomitante de anti-discriminación y particularmente – en el caso estadounidense – a
través de leyes estatales y federales muy polémicas, pero todavía influyentes, como las Leyes de
Acción Afirmativa y la Ley de Igualdad de Oportunidades en el Empleo (Wood, 2003).
La necesidad de identificarse con una serie de categorías oficialmente reconocidas ha promovido
de manera indirecta, pero a menudo intencionada, un discurso esencialista de la identidad que
homogeniza a los miembros de un grupo, contradiciendo así las presunciones básicas de la
diversidad. Para evitar este sesgo “grupista” que caracteriza al multiculturalismo anglosajón
(Vertovec & Wessendorf, 2004: 22), el marco legal en el contexto europeo combina la tradición
multicultural de reconocimiento de ciertos rasgos, como marcas de identidad de grupos no
privilegiados, con un fuerte énfasis en las capas, niveles y estrategias de identidad heterogéneas y
múltiples que caracterizan al individuo.
Por consiguiente, y en reacción a prolongadas presiones, reclamos y luchas legales por parte de
organizaciones minoritarias y de sus coaliciones y alianzas supra-nacionales – tales como la Red
Europea Contra el Racismo (ENAR) y la Red de Información Europea sobre Racismo y
Xenofobia (RAXEN) -, la legislación de anti-discriminación introducida recientemente por la
Unión Europea - particularmente la llamada “Directiva de Raza” (EC Directive, 2000/43) y la
“Directiva de Empleo” (EC Directive, 2000/78) – difiere del prototipo estadounidense, en el
sentido de que se enuncian y consideran de manera explícita múltiples formas de identificación
y/o discriminación. En general, en su artículo 13 el Tratado de Ámsterdam se centra en la
discriminación en los ámbitos del género, la etnicidad, la “raza”, la religión, la orientación sexual,
la edad y la discapacidad. Para poder implementar este artículo, las directivas mencionadas
enfatizaron diferentes esferas. Por un lado, la “Directiva de Raza” se centró únicamente en la
11. 11
etnicidad y la “raza” como posibles fuentes de discriminación, pero lo hizo extendiendo su rango
a todos los contextos públicos y privados en los que la discriminación de una minoría puede
suceder; por otro lado, la “Directiva de Empleo”, que sólo se aplicó a contextos relacionados con
lo laboral, extendió su definición de discriminación mucho más allá de la raza y la etnicidad,
incluyendo la edad, la discapacidad y la religión como fuentes de discriminación o como ámbitos
de medidas anti-discriminatorias. Ambas directivas se encontraron respaldadas por un programa
de acción para combatir la discriminación y por una campaña política para obligar, en
consecuencia, a los Estados miembros a adoptar las provisiones legales y a crear agencias
independientes de anti-discriminación (Niessen, 2001; ECRI, 2002; ENAR, 2002).
Estudios como el de PLS Ramboll Management (2002) demuestran que el grado de
implementación legal difiere de manera substancial de un Estado miembro a otro. Aquellos
Estados-nación que han estado adaptándose directamente a las exigencias del multiculturalismo y
de las minorías, como el Reino Unido, Irlanda, los Países Bajos y Bélgica, ya han incluido los
contenidos y procedimientos de las directivas de la UE en sus leyes y políticas nacionales;
mientras que Francia y los países mediterráneos de la UE, caracterizados por una fuerte
influencia francesa, todavía se resisten a la introducción de “indicadores de diversidad” como
prerrequisitos de políticas y programas activos de anti-discriminación. No obstante, parece que a
largo plazo la mayoría de los países europeos acabarán adoptando cierta cantidad de medidas
“sensibles a la diversidad”, que obligarán a las administraciones públicas, pero también a las
organizaciones sociales y civiles y a las empresas privadas a prevenir la discriminación contra
usuarios, clientes, beneficiarios o empleados minoritarios (Stuber, 2004; European Comisión,
2005).
La diversidad cultural como un recurso
La llamada “gestión de la diversidad” es la respuesta institucional que diferentes
administraciones, organizaciones y empresas están adoptando actualmente para “preparar” a sus
actores institucionales para las nuevas exigencias y requerimientos legales. Originalmente, “la
gestión de la diversidad”, que se acuñó como tal en la esfera de la administración y gestión de
empresas, se concibió como parte de un giro desde las políticas monotemáticas de anti-
discriminación, sólo enfocadas por ejemplo a la discriminación de género, hacia enfoques más
amplios que permitieran desarrollar medidas de promoción destinadas para distintos tipos de
12. 12
minorías y/o grupos discriminados – todo ello con el objetivo de prevenir el riesgo empresarial de
tener que enfrentar demandas y juicios colectivos que podían resultar muy costosos. De este
concepto original, bastante defensivo, la gestión de la diversidad ha evolucionado de manera
positiva hacia un reconocimiento de la diversidad interna como un activo, como un recurso que
las administraciones y empresas deberían explotar de manera consciente para incrementar la
motivación de sus “recursos humanos”, la productividad y la identificación corporativa así como
para expandirse hacia nuevos segmentos y nichos de mercado y, en general, para desarrollar
soluciones administrativas y/o empresariales más complejas y heterogéneas para un ambiente
económico, social y político de tipo post-fordista, terciario y altamente diferenciado (Kohnen,
2003; Stuber, 2004).
A partir de esta reinterpretación positiva del término, la gestión de la diversidad comprende todas
esas medidas que tienen como objetivo reconocer las diferencias dentro de estas mismas
organizaciones para valorarlas positivamente como contribuciones a los recursos de las
organizaciones. Las “recetas” actuales de gestión de la diversidad, reflejando el cambio arriba
mencionado hacia las identidades múltiples y no-esencializadas, incluyen nos sólo indicadores
“visibles” de la identidad de un individuo –supuestamente raza, etnicidad, religión, género o
discapacidad-, sino también fuentes no tan perceptibles de diversidad tales como estilos de vida,
orientaciones de valores, rasgos autobiográficos y personales o perspectivas profesionales. Todas
ellas deben ser promovidas en términos de crear no igualdad, sino un “ambiente inclusivo”. Por
consiguiente, la gestión de la diversidad no se centra en fuentes específicas de diversidad, sino de
manera general en una serie completa de “diversidad de diversidades” (Wallman, 2003). A partir
de una revisión en las prácticas de empleo -capacitación, tutela, medidas de sensibilización y
desarrollo de habilidades- (Loden, 1995; Vedder, 2002), la meta subyacente consiste en “crear un
lugar de trabajo que verdaderamente valore la diversidad, lo que significa reconocer y apreciar las
diferencias individuales y acomodar las expectativas y necesidades que difieren” (Kohnen, 2003:
4).
La diversidad cultural como un derecho
Sin embargo, la diversidad no sólo se concibe como un recurso para incrementar oportunidades
económicas o administrativas, sino que también implica el reconocimiento de ciertos derechos,
13. 13
derechos que no se refieren únicamente a lo individual, sino al individuo como miembro de cierto
grupo minoritario, estigmatizado o marginalizado. Consecuentemente, la heterogenización de los
indicadores de identidad colectivos e individuales, tal como se esbozó en el discurso sobre la
gestión de la diversidad, no es traducible a una estrategia política para promover el
reconocimiento de estos derechos específicos, por los que hay que luchar desde una base
colectiva, no individual, contra una tradición de universalismo profundamente enraizada y
todavía imperante.
A partir del reconocimiento, compartido tanto por el posmodernismo como por el
multiculturalismo, de que el universalismo, como una manera específica de concebir derechos y
obligaciones, es producto de una particular tradición occidental, se tiene que tomar una postura
anti-universalista para exigir el reconocimiento de derechos particulares de grupos minoritarios
(cf. Kymlicka, 1996, 2000). Esta dicotomización, a menudo simplificada, entre el universalismo
occidental hegemónico y los potenciales particularismos contra-hegemónicos, étnicos y
culturales, se acentúa aún más en el campo de las relaciones internacionales. La polémica tesis de
Huntington (1997) sobre un inevitable “choque de civilizaciones” entre el “bloque occidental
cristiano” y el “Islam” profundizó y retomó las ventajas de una visión estereotipada de “Oriente”
como una otredad inconmensurable con “Occidente” (Hunter, 1998). Al mismo tiempo desató,
mucho antes de los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, toda una serie de
especulaciones sobre el impacto que el “peligro islámico” tendría en un mundo cada vez más
globalizado y pluri-céntrico (Barber, 1995; Humphrey, 1998).
En este debate entre universalismo y particularismo, que también permea la discusión pedagógica
sobre la educación intercultural, ambas partes coinciden en identificar, por un lado, a “Occidente”
con el proyecto moderno, de una concepción universalista e individualista de los derechos
humanos y, por otro lado, a las culturas no-occidentales con el tradicionalismo, colectivismo y el
rechazo a los derechos humanos. En contra de esa postura maniquea, deberíamos recordar que el
universalismo histórico no es más que un “localismo globalizado” (De Sousa Santos, 2000), con
una noción de los derechos humanos que ha surgido en un contexto cultural específico. Desde
esta perspectiva, “el imperialismo oculto y el monoculturalismo implícito” (Pinxten, 1997:155)
en la concepción tradicional de derechos humanos tienen que ser des-contextualizados y
separados de los derechos humanos como tales, para rescatar la contribución - incidentalmente
14. 14
“occidental”, pero en principio universalizable – que hace la Declaración de los Derechos
Humanos a la formulación de un concepto nuevo e inclusivo de ciudadanía.
La siguiente tarea, en la cual coinciden tanto los liberales como los comunitaristas menos
dogmáticos, consiste en reconocer el pluralismo cultural que existe en las sociedades
contemporáneas y formular nuevos mecanismo de negociación y “criterios procedimentales
trans-culturales” (De Sousa Santos, 1997:9). En este sentido, la “gestión” de la diversidad
cultural significa reconocer una mezcla particular definida por el contexto de derechos grupales e
individuales: una “ciudadanía multicultural” se debería basar, por un lado, en los derechos
individuales de los ciudadanos y, por el otro, en el reconocimiento mutuo de los “derechos
diferenciales de grupo” por parte de todos los componentes de una sociedad. La concreción
específica de estos derechos sólo es factible si los derechos universales se traducen en derechos
particulares de grupos específicos en cada contexto multicultural (Kymlicka, 1996).
Por lo tanto, el punto de partida para el proceso de gestión de la diversidad dentro de una
determinada sociedad lo constituye el reconocimiento de los derechos colectivos y su
negociación con el Estado, que esté basado en la concesión de derechos individuales. Los
partícipes en esta negociación tendrán que incluir necesariamente a las “comunidades” que se
consideran a sí mismas como portadoras de esos derechos diferenciales. Sin embargo, este
“compromiso” liberal-multicultural, una vez puesto en marcha, también desencadenará una
“invención”, una institucionalización y una “reificación” de las comunidades culturalmente
“diferentes”: “esto implica una institucionalización de culturas en la esfera pública, un
congelamiento de las diferencias culturales y una reificación de las ‘comunidades’ culturales”
(Caglar, 1997:179).
Por razones eminentemente estratégicas y prácticas, los primeros pasos hacia la implantación de
medidas destinadas de esta manera a reconocer y administrar públicamente la diversidad cultural
como un derecho, se centran en dos áreas de acción: la escuela pública y la universidad. En los
Estados Unidos, el campo académico ha tendido a absorber una gran parte no sólo de la discusión
sobre el multiculturalismo (Schlesinger, 1998), sino también sobre los experimentos y proyectos
piloto arriba mencionados, para aplicar los programas multiculturales a través de medidas
concretas de gestión de la diversidad. Al interior de las universidades, el auge de los Estudios
étnicos con sus subdivisiones – Estudios afroamericanos, Estudios latinos, Estudios nativos
15. 15
americanos, etc. – ha constituido una de los más importantes “hitos” del reconocimiento
institucionalizado de la diversidad. Las transformaciones que estaban sucediendo
simultáneamente al interior del sistema educativo superior, sobre todo un énfasis renovado en
establecer programas inter- o transdisciplinarios, y la anterior apertura de los académicos a
enfoques activistas a través de estudios de género feministas han favorecido la rápida integración
académica del multiculturalismo y del tratamiento de la diversidad.
Con el establecimiento de los Estudios étnicos se han aplicado programas activos para
diversificar la composición étnica y cultural de los estudiantes universitarios y del profesorado,
mediante esquemas y políticas de acciones afirmativas. Sin embargo, a lo largo de las últimas
décadas el “éxito” obtenido por los Estudios étnicos y por las estrategias de acción afirmativas ha
mostrado, al mismo tiempo, su “fracaso”. En vez de conseguir una diversificación e
interculturalización “transversal” de las disciplinas académicas, cada uno de los grupos étnicos
reconocidos obtuvo su propio “nicho”, desde el cual pudo teorizar sobre políticas de identidad y
diferencias, con frecuencia desplegando un “absolutismo étnico” (Gilroy, 1992) fuertemente
particularista. Esta limitante estructural se reforzó por la política de acción afirmativa, cuyas
cuotas de tratamiento preferencial se basaron con frecuencia en una combinación artificial y
rígida de características demográficas – sexo, edad, lugar de origen – con atributos de identidad –
etnicidad, “raza”, orientación sexual –, “minorizando”, individualizando y, en última instancia,
desmovilizando tanto al profesorado como al cuerpo de estudiantes involucrados en movimientos
que promueven la diversidad y la multiculturalidad (Reyes, 1997).
Como resultado, las “guerras culturales” desatadas por la aparición de los Estudios étnicos, por la
política de discriminación positiva y por los intentos de “gestionar la diversidad” no sólo en la
academia, sino en todas las instituciones públicas, se han convertido rápidamernte en meras
“guerras de campus” (Arthur & Shapiro, 1994), que carecen de un impacto generalizado en la
sociedad contemporánea. No obstante, aparte de los nichos de poder académico que se han
ganado, su contribución principal consiste en haber despertado una nueva “sensibilidad” cultural
y étnica en la opinión pública.
16. 16
La diversidad cultural en la escuela
En Estados Unidos y en el Reino Unido, los dos países pioneros en el campo del
multiculturalismo, así como en otros países que iniciaron tempranamente políticas
moderadamente “multiculturales” – explícitamente Canadá, Australia, los Países Bajos y Bélgica
y de manera implícita Alemania, Francia y los países escandinavos, además de algunos países
latinoamericanos con tradición indigenista (Cushner, 1998) -, el multiculturalismo descubrió y
escogió a la escuela pública como punto de partida y como “aliada” estratégica para impactar en
otras instituciones. Este giro hacia la escuela y la resultante “pedagogización” del discurso y la
práctica del tratamiento de la diversidad se han reflejado en un tránsito gradual desde una
ideología transformacionista a una política reformista – desde los noventa el campo educativo se
convirtió en el ámbito preferencial de acción, ya que la institución de la escuela pública transmite
“valores morales” que no necesariamente coinciden con los que prevalecen en la socialización
familiar o residencial (Rex, 1997).
La “vía de entrada” concreta para que el tratamiento de la diversidad multicultural gane acceso al
sistema educativo público elegido en diferentes países ha consistido en una larga discusión sobre
el desempeño y éxito escolar de “alumnos de minorías”, pertenecientes a minorías étnicas,
culturales, religiosas o de otro tipo. Según lo visualizan muchos educadores, pedagogos y
políticos que están al frente de instituciones educativas, el fracaso de estos estudiantes en la
escuela refleja un “impedimento” o “déficit” distintivo (Gundara, 1982), que con frecuencia
tienden a identificar con la pertenencia étnica o con su condición de inmigrante o de “origen
inmigrante”. En este tipo de evaluaciones, lo que sobresale de manera notable es el uso
indiscriminado de explicaciones monocausales que únicamente se refieren a variables
demográficas, como por ejemplo, el pertenecer a una “minoría” o el ser “inmigrante”, que no se
contrastan o inter-relacionan con otro tipo de influencias, tales como la clase social de origen, los
contextos laborales o residenciales o la composición de la unidad familiar. Estudios empíricos
llevados a cabo en diferentes países europeos 5
han desenmascarado el carácter simplificador y
reduccionista de este tipo de razonamiento monocausal.
5
Cfr. Jungbluth (1994) para el caso de los Países Bajos; Nauck / Kohlmann / Diefenbach (1997), Nauck /
Diefenbach / Petri (1998) y Nauck (2001) para Alemania; Fase (1994) con un estudio contrastivo en los casos
belgas, británicos, alemanes, franceses y holandeses, así como Schiffauer et al. (2004) con la comparación de los
casos holandeses, británicos, alemanes y franceses.
17. 17
Sin embargo, un enfoque de diversidad demasiado esencialista inspirado por el multiculturalismo,
se ha implantado en la tendencia a identificar la presencia de niños pertenecientes a ciertas
minorías en la escuela pública con un “problema” pedagógico específico y en la correspondiente
tendencia hacia la “etnificación de los conflictos sociales” (Dittrich & Radtke, 1990:28). Se acaba
usando la escuela como una plataforma para ganar acceso al debate sobre las reformas educativas
necesarias. Como una de las consecuencias, una gran parte de la literatura, especialmente la
pedagógica, sigue actualmente identificando la “integración escolar” de grupos minoritarios hacia
una sociedad específica con un “reto” que exige adaptaciones compensatorias en el sistema
educativo predominante (Radtke, 1996). Debido a esta variante esencialista del
multiculturalismo, la “intervención pedagógica”, de forma indirecta e involuntaria, tiende a
realudir a su misión histórica de estigmatizar “lo diferente” para integrar y nacionalizar “lo
propio”. La misma educación “multicultural” o “intercultural” refleja este legado pedagógico en
su distinción implícita, pero frecuente, entre “lo civilizable” y “lo desechable” dentro de la
relación intercultural: “el ‘aprendizaje intercultural’ es así la última variante de esta estrategia de
dirigir pedagógicamente el ‘mal’ inherente en cualquier ser humano e inmunizarlo desde una
edad temprana contra posibles tentaciones políticas” (Radtke, 1995:855).
Desde los primeros intentos por institucionalizar una pedagogía específica para enfrentar estos
“problemas”, que supuestamente reflejan la diversidad y heterogeneidad inherente de cualquier
sociedad, las muy diferentes y a menudo antagónicas “soluciones” conceptuales, teóricas y
pragmáticas que se toman, coinciden en una serie de características compartidas, producto de la
pedagogización temprana del debate sobre diferencias y diversidades culturales:
- Se carece de una definición de educación “multicultural” o “intercultural” y de sus
instituciones como parte de una estrategia global para diversificar a la sociedad. Desde
la expresión inicial de una “educación multiétnica”, usada sobre todo en los Estados
Unidos durante la primera fase, cuando los enfoques tradicionales asimilacionistas se
volvieron problemáticos (Banks, 1981), la mayoría de los países anglosajones ha
cambiado al término “educación multicultural”, connotando una estrecha relación con
los objetivos originales de los movimientos multiculturalistas (Kincheloe & Steinberg,
1999). En cambio, en la Europa continental se favorece el uso del término “educación
intercultural” (Gogolin, 2002a; Krüger-Potratz, 2005). En América Latina, tanto la
18. 18
crítica del legado homogeneizante del indigenismo como la influencia de agencias
europeas internacionales de cooperación han contribuido a un tránsito gradual, aunque
con frecuencia solamente nominal, desde una “educación indígena bilingüe bicultural”
hacia una “educación intercultural” (Dietz, 1999).
- El debate tiende a restringirse meramente al ámbito educativo o incluso escolar,
generando discursos sucesivamente desarrollados “por educadores para educadores”,
los cuales con frecuencia están desconectados del contexto social en el que se genera
este debate. En varios países europeos, por ejemplo, la pedagogía genera discursos
sobre lo que es “diverso” y/o “intercultural”, mientras que otras ciencias sociales
discuten el “multiculturalismo” y la “heterogenización” de la sociedad (Radtke, 1996).
Este debate, frecuente y sistemáticamente, mezcla el plano analítico con el normativo
porque, por un lado, la tarea consiste en analizar los procesos y problemas
relacionados con la diversidad cultural y/o étnica en la escuela, mientras, por el otro,
se supone que ya se tiene la solución del “problema” (Dietz, 2003).
- Por consiguiente, en todos los países cuyos sistemas educativos han adoptado, por lo
menos nominalmente, estrategias “multiculturales” o “interculturales”, aún
predominan fuertemente los textos propositivos y programáticos por encima de los
análisis empíricos y los estudios de caso específicos sobre el impacto real que tienen
las transformaciones propuestas (Krüger-Potratz, 2005). La hipótesis predominante
que se maneja implícitamente en estas propuestas, carentes de fundamentos empíricos,
parecen postular que, para “diversificar” la educación, lo único necesario es preparar
al profesorado o ayudarle a mejorar ciertas “herramientas interculturales” y promover
“la buena voluntad” entre todos, influyendo así en el “núcleo actitudinal“ del
alumnado.
Al oscilar continuamente entre nociones multi- e interculturales así como entre usos descriptivos
y prescriptivos, a menudo se acaba confundiendo lo que desde un punto de visita meta-empírico,
analítico se quiere entender por educación intercultural y lo que las propias instituciones y sus
actores llaman “intercultural”. Se trata de un cruce e intercambio de significados en el cual los
participantes del discurso continuamente están cambiando de niveles de comprensión. Reflejando
esta ambigüedad intrínseca del discurso educativo intercultural, es necesario comparar y
contrastar las dimensiones tanto teóricas como prácticas, tanto prescriptivas como descriptivas
19. 19
del discurso intercultural, para así ir descubriendo su subyacente “gramática discusiva”. Para ello,
recurro a dos distinciones conceptuales, propuestas por Giménez Romero (2003): es preciso, en
primer lugar, distinguir entre “el plano fáctico o de los hechos” y “el plano normativo o de las
propuestas sociopolíticas y éticas”, para separar conceptualmente los discursos descriptivos o
analíticos de la inter- o multiculturalidad de los discursos propositivos o ideológicos acerca del
multiculturalismo o del interculturalismo. Asimismo cabe distinguir, en segundo lugar, entre
modelos de gestión de la diversidad que se basan en el reconocimiento de la diferencia y modelos
que hacen énfasis en la interacción entre miembros de los diversos grupos que componen una
determinada sociedad. El cuadro 1 ilustra la concatenación de ambos ejes de distinciones
conceptuales.
Cuadro 1: Las dos modalidades del pluralismo cultural 6
Plano fáctico
o de los hechos
= lo que es
Multiculturalidad
Diversidad cultural,
lingüística, religiosa
Interculturalidad
Relaciones interétnicas,
interlingüísticas,
interreligiosas
Plano normativo
o de las propuestas
sociopolíticas y éticas
= lo que debería ser
Multiculturalismo
Reconocimiento de la
diferencia
1. Principio de igualdad
2. Principio de diferencia
Interculturalismo
Convivencia en la
diversidad
1. Principio de igualdad
2. Principio de diferencia
3. Principio de interacción
positiva
Modalidad 1 Modalidad 2
Pluralismo cultural
6
Tomado de Giménez Romero (2003).
20. 20
La diversidad problematizada: la culturalización de la diferencia
Esta ambigüedad y la concomitante carga normativa han caracterizado al multiculturalismo
pedagógico desde que se vuelve un programa explícito a través de la llamada “pedagogía
intercultural” (Borrelli, 1986). En el contexto en que emerge como una nueva subdisciplina, una
interpretación predominantemente auxiliar del conocimiento antropológico ha generado un
reduccionismo terminológico-conceptual que está teniendo un impacto negativo en la estrategia
de diversificar el ámbito educativo (Dietz, 2003). Sin tomar en cuenta los orígenes conceptuales,
analizados más arriba, los debates ya reseñados ni su estrecha relación con las reivindicaciones de
los movimientos sociales minoritarios, la pedagogía intercultural corre el riesgo de reproducir la
tendencia arriba señalada de “problematizar” implícitamente la existencia de diversidad cultural
en el aula, “importando” sin sentido crítico conceptos básicos de la antropología, tales como
“cultura”, “grupo étnico” y “etnicidad” en sus definiciones a menudo decimonónicas y ya
caducas.
De este modo, aparte de recurrir al uso de racializaciones que tienden a igualar distinciones
étnicas, culturales y raciales, las diferencias culturales con frecuencia se etnifican, cosificando a
sus portadores. No sólo se esencializa la diferencia intergrupal, sino que al mismo tiempo los
fenómenos de diversidad grupal e individual se fusionan y, de esta manera, confunden, como
también se tiende a confundir las visiones internas – desde la perspectiva emic o del actor – con
las externas – etic o propias del observador. Así, se mezclan indiscriminadamente perspectivas de
análisis como si el discurso sobre la identidad etnificada de un grupo minoritario específico
siempre coincidiera con la práctica cultural actual de sus miembros. Por consiguiente, se
confunden nociones tan distintas como cultura, etnicidad, diferencia fenotípica y constelaciones
demográficas de minoría / mayoría y, finalmente, se recurre a los estereotipos históricos del otro
occidental, a los topoi del “indio”, del “gitano”, del “moro” etc. En este tipo de “cortocircuitos”
terminológicos, las consecuencias prácticas de una estrategia que problematice la diversidad
cultural, promovida tanto por las tareas clásicas de la pedagogía como por el multiculturalismo
diferencial y esencializador, se vuelven evidentes. Cuando las políticas de la diferencia se
transfieren al aula, la “otredad” se convierte en un problema y su solución se “culturaliza”
reinterpretando las desigualdades socio-económicas, legales y/o políticas como supuestas
diferencias culturales (Dietz, 2003).
21. 21
La tarea resultante consiste en “decodificar” este tipo de discurso pedagógico culturalista y
“deculturizar” las interpretaciones sesgadamente culturalistas (Kalpaka & Wilkening, 1997;
Wulf, 2002). Un ejemplo es el análisis mencionado del “desempeño escolar” de los estudiantes
provenientes de contextos migratorios y/o minoritarios. Es erróneo tomar como equivalentes en el
aula la “diversidad cultural” y/o la “migración” e igualarlo a problemas escolares: “no hay una
relación directa entre el mantenimiento cultural y lingüístico, o el grado de inversión de grupo
étnico y las inversiones intelectuales exitosas o no exitosas” (Fase, 1994:156). Ni siquiera
aquellos factores que no se pueden reducir a desigualdades sociales, que seguramente están más
estrechamente relacionados con la “cultura de origen” de los estudiantes, se pueden explicar
recurriendo a circunstancias estrechamente “culturales” o “migratorias”. Más bien, son una
consecuencia de los fenómenos característicamente interculturales: la etnificación exógena a la
cual están expuestos los estudiantes de origen turco o marroquí en las escuelas primarias
holandesas, por ejemplo, refuerza la percepción de distancia cultural, especialmente entre los
estudiantes de origen inmigrante y un profesorado que ya se encuentra alejado de los estudiantes
gracias al persistente “carácter estratificado” de las escuelas públicas (Jungbluth, 1994:122).
Otro factor que incide en el desempeño escolar diferencial reside en la composición desigual del
“capital social” disponible para las familias inmigrantes o para familias de grupos minoritarios en
contextos de estigmatización social y étnica (Nauck, 2001). Adaptando la distinción de Bourdieu
(1986) de tres tipos de capital que coexisten en los espacios sociales heterogéneos, la dificultad
de transformar un capital social reducido en un determinado capital cultural limita la capacidad
que han de tener los niños estigmatizados como “diferentes” para poder aprovechar el capital
cultural que las instituciones escolares ofrecen: “Sobre todo cuando los procesos de exclusión
étnica dominan el contexto del actor es esencial partir del supuesto de que para los migrantes
internacionales es difícil generar y mantener un capital social que esté relacionado con el
contexto de acogida y que sea efectivo en sus instituciones. Incluso cuando consiguen generar
este capital social, tomará tiempo aprovechar su efectividad y utilidad para el logro educativo de
los niños” (Nauck / Diefenbach / Petri, 1998:718).
22. 22
Diversidad como hibridación: la disidencia poscolonial
En reacción a estas tendencias hacia la culturalización y esencialización pedagógica de la
diversidad, la llamada teoría poscolonial cuestiona dos importantes postulados del
multiculturalismo institucional: por un lado, su elección del ámbito académico y educativo
anglosajón como campo de acción y reivindicación preferencial por otro lado, su insistencia en la
necesidad de construir comunidades que definan claramente sus límites y que contengan
identidades discernibles. Autores como Prakash (1994) mantienen que, a pesar de los intentos de
diversificar los ámbitos académicos anglosajones, el punto de vista desde el cual se observa al
externo y lejano “otro” apenas se distingue de la percepción clásica colonial de la diversidad
cultural. El “orientalismo”, ya analizado por Said como estructurante de la percepción occidental
del otro, persiste incluso en la teorización multicultural y anticolonialista sobre las relaciones
norte-sur (Dirlik, 1997). A través del multiculturalismo y de su reconocimiento de la diversidad,
este punto de vista eurocéntrico intenta re-substancializar las identidades poscoloniales que están
surgiendo en las antiguas colonias de Occidente. Por consiguiente, la tarea consiste en
“provincializar” el punto de vista occidental, mientras al mismo tiempo se redimensiona y “re-
territorializa” el mundo no occidental (Gandhi, 1998).
El discurso “poscolonial” resultante problematiza la lógica binaria que distingue colonizadores de
colonizados y que todavía está presente en el análisis de Said (Sarup, 1996). En vez de reproducir
de manera sumisa los postulados occidentales – multiculturales, interculturales o asimilacionistas
– acerca de la sociedad contemporánea, ahora se cuestiona la reconceptualización de la relación
entre colonizadores y colonizados y su persistencia en los países poscoloniales, a la vez que se
cuestionan las nociones occidentales de “identidad”, “cultura” y “nación”. Las identidades que se
están generando en el periodo poscolonial no corresponden a los límites territoriales o a las
fronteras culturales. Los nuevos sujetos participan simultáneamente en varias tradiciones
culturales, sean éstas occidentales, autóctonas, “mestizas” y/o híbridas. Por consiguiente, no es
posible postular, como lo hace la “gestión de la diversidad”, una congruencia cuasi natural entre
sujetos, identidades, culturas y comunidades (Gutiérrez Rodríguez, 1999). Las identidades se
convierten en “limítrofes”, liminales y parciales, se constituyen como “líneas de sutura” (Hall,
1996:5) entre culturas y comunidades, como “culturas parciales […], como el tejido
contaminado, pero conector entre culturas” (Bhabha, 1996:54).
23. 23
El sujeto poscolonial está simultáneamente “dentro y fuera” de su contexto cultural de origen,
creando así un “tercer espacio” entre la cultura hegemónica y la cultura subordinada. Como un
sujeto colectivo, surgirá una comunidad identitaria que será necesariamente híbrida y auto-
reflexiva y que rechazará las exigencias externas de lealtades antagonistamente opuestas
(Bhabha, 2002). Las facetas de su identidad serán producto de un proceso cultural de
“hibridación” o de créolization. La hibridación cultural no es un producto privilegio de los países
del sur, puesto que la persistente condición poscolonial une estrechamente el destino de
Occidente con el de los antiguos espacios de su imaginario colonial. Por lo tanto, la resultante
hibridación de las identidades, también articulada en las metrópolis de los antiguos imperios
coloniales, desafía las creencias multiculturales en un simple reconocimiento de la diversidad,
porque sus actores con frecuencia se resisten a cualquier tipo de clasificación (García Canclini,
1989). Ni siquiera las llamadas identidades-guión logran expresar las lealtades ambiguas y
múltiples de los “afro-caribeños”, “paquistani-británicos” o “franco-argelinos”. Para reflejar un
posible abanico de identificaciones, su gestión identitaria acaba equiparando una vez más de
forma simplista la identidad con cultura y con nacionalidad (Caglar, 1997).
La contribución principal del discurso poscolonial al debate sobre el multiculturalismo y su
institucionalización de la diversidad reside en la cuestión del esencialismo. El énfasis que Bhabha
pone en el carácter ambivalente, fluido e híbrido de las diferencias culturales y las resultantes
políticas de identidad reta la posibilidad de generar sujetos políticos alternativos. Al igual que su
predecesor posmoderno, la de-construcción poscolonial de diferentes identidades corre el riesgo
de des-movilizar el movimiento social y pedagógico y/o de deslegitimar la institución educativa
diversificada a través de políticas de acción afirmativas. La conclusión política formulada desde
la posición del poscolonialismo no resulta muy alentadora: “Hemos entrado en una época ansiosa
de identidad en la que el intento de recuperar la memoria del tiempo perdido y reclamar
territorios perdidos, crea una cultura de ‘grupos de interés’ o movimientos sociales dispares. Aquí
la afiliación puede ser antagónica y ambivalente; la solidaridad puede ser únicamente situacional
y estratégica: la pertenencia a la comunidad con frecuencia se negocia a través de la
‘contingencia’ de intereses sociales y exigencias políticas” (Bhabha, 1996:59).
En contraste con esta sensación de “vacío de identidad”, Hall (1996) y Spivak (1998) han
subrayado la capacidad que los actores sociales tienen de recurrir a un “esencialismo estratégico”
que temporal y transitoriamente permite que las nuevas comunidades híbridas “incuben” las
24. 24
múltiples facetas de su identidad. Es la única manera de que puedan sobrevivir como una
colectividad en una sociedad multicultural. Esta noción acerca a la crítica poscolonial a la gestión
de la diversidad institucionalizada en el contexto educativo. A pesar de los arriba mencionados
riesgos evidentes e implícitos en la política de acción afirmativa, durante ciertas fases las
comunidades étnicas y/o culturales requieren de empoderamiento, de un empoderamiento
estratégico y explícito que necesariamente promoverá la esencialización de la identidad, pero que
simultáneamente creará las condiciones que permitirán a los miembros de esas comunidades
acceder a las instituciones educativas de la sociedad mayoritaria.
Redefiniendo la diversidad: entre la diferencia y la desigualdad
A través de la crítica de las nociones esencializadas de cultura y etnicidad y sus redefiniciones
desde la perspectiva constructivista y poscolonial, se proporciona una nueva base conceptual para
reformular el tratamiento educativo de la diversidad y la interculturalidad. Como ya se ha
discutido más extensamente en otro lugar (Dietz, 2003), para poder alcanzar este objetivo de
reconceptualizar y reorientar las tareas educativas en términos de diversidad cultural, se requiere
de una definición contrastiva, no substantivista, pero mutuamente inter-relacionada de cultura y
etnicidad, para así poder distinguir entre fenómenos “intra-culturales”, “inter-culturales” y “trans-
culturales” relacionados con la diversidad cultural. Las prácticas culturales habitualizadas y los
patrones de interacción (Bourdieu, 1991), por un lado, y los discursos de identidad
frecuentemente etnificados (Gingrich, 2004), por otro lado, tienen que estar sincrónicamente
delimitados unos de otros y diacrónicamente reconstruidos como productos culturalmente
híbridos. Estos productos son el resultado de procesos continuos y estrechamente tejidos de
comunicación, identificación y etnogénesis intracultural, así como de patrones interiorizados de
comportamiento e interacción intracultural rutinarizado (Giddens, 1995).
Estas distinciones nos permiten analizar las sorprendentes coincidencias y similitudes que se
pueden percibir a nivel estructural entre etnicidades hegemónicas de tipo nacionalista y
etnicidades multiculturalistas contra-hegemónicas. Como se ilustra en Dietz (2003), tanto para la
pedagogía nacionalista como para la multicultural, ambos discursos sostienen políticas de
identidad que se basan en las mismas estrategias discursivas de temporalización, territorialización
y substancialización (Alonso, 1994; Smith, 1997) para instalar, mantener y legitimar límites entre
el “ellos” y el “nosotros”. A lo largo de sus procesos identitarios y reivindicativos, estas
25. 25
coincidencias estructurales las comparten los nacionalismos nacionalizantes, patrocinados por los
Estados, con las etnicidades contrahegemónicas y subalternas. Para evitar reproducir nociones
esencializadas de diversidad e interculturalidad, que acaben reiterando añejas clasificaciones y
jerarquizaciones raciales y/o étnicas de “nosotros” versus “ellos”, la diversidad como herramienta
analítica y, a la vez, como un programa propositivo tiene que comenzar por reconocer y descifrar
el sesgo substancializado, temporalizado y territorializado de diferentes identidades colectivas,
así como de sus reclamos y reivindicaciones discursivas.
Sin embargo, en segundo lugar, estas identidades tienen que ser contextualizadas con respecto a
las relaciones y asimetrías de poder más amplias y contrastadas en sus inter-relaciones,
interacciones e interferencias mutuas. Las tensiones y contradicciones resultantes – por ejemplo,
entre indicadores de identidad generizados vs. etnificados – son una fuente para el análisis de los
continuos procesos contemporáneos de identificación y heterogenización (Krüger-Potratz, 2005).
Dichos procesos sólo pueden ser analizados en su carácter multifacético, si logramos distinguir
en cada momento tres ejes analíticos distintos, pero complementarios, que cada uno por sí sólo
constituyen todo un paradigma, pero que en su combinación generan un análisis
multidimensional de las identidades y diversidades – se trata de los conceptos de desigualdad, de
diferencia y de diversidad:
- Históricamente, el paradigma de la desigualdad, centrado en el “análisis vertical” de
estratificaciones sobre todo socioeconómicas (teoría marxista de clases y conflictos de
clases), pero también genéricas (crítica feminista del patriarcado), ha desembocado en
respuestas educativas compensatorias y a menudo asimiladoras, que identificaban el origen de
la desigualdad en carencias y handicaps respecto a la población dominante; se trata, por tanto,
de un enfoque universalista que refleja su fuerte arraigo tanto teórico como programático en
un habitus monolingüe y monocultural (Gogolin 1994), clásico en la tradición occidental del
Estado-nación y de “sus” ciencias sociales.
- El paradigma de la diferencia, por el contrario, impuesto a partir de los nuevos movimientos
sociales y de sus “políticas de identidad” específicas, ha generado un “análisis horizontal” de
las diferencias étnicas, culturales, de género, edad y generación, orientaciones sexuales y/o
(dis)capacidades (Zarlenga Kerchis & Young 1995), promoviendo de forma segregada el
empoderamiento de cada una de las minorías mencionadas. Para ello, se ha recurrido a un
enfoque particularista y multicultural que en no pocas ocasiones acaba ignorando y/o
26. 26
obviando desigualdades socioeconómicas y condiciones estructurales (García Castaño /
Granados Martínez / Pulido Moyano 1999).
- Por último, el enfoque de la diversidad surge a partir de la crítica tanto del monoculturalismo
asimilador como del multiculturalismo que esencializa las diferencias. A diferencia de los
anteriores, este enfoque parte del carácter plural, multi-situado, contextual y por ello
necesariamente híbrido de las identidades culturales, étnicas, de clase, de género etc. que
articula cada individuo y cada colectividad (Wood 2003, Reay / David / Ball 2005). La
correspondiente estrategia de análisis es intercultural, i.e. relacional, transversal e
“interseccional”, haciendo énfasis en la interacción entre dimensiones identitarias
heterogéneas (Giménez Romero 2003, Dietz 2007b).
Cuadro 2: Desigualdad, diferencia y diversidad en los Estudios Interculturales 7
7
Elaboración propia, basada en Dietz (2007a, 2007b).
DIVERSIDAD
DIFERENCIA
• trans-cultural
• estructural (etic)
• vertical
= “eje sintáctico”
estructuras
subyacentes
• intra-cultural
• identitario (emic)
• horizontal
= “eje semántico”
discurso (verbalizable)
• inter-cultural
• “intersticial”, híbrido
• transversal
= “eje pragmático”
praxis (observable)
DESIGUALDAD
27. 27
Interseccionalidad: dimensiones inter-cultural, inter-lingüe e inter-actoral de la diversidad
El siguiente cuadro resume las implicaciones y complementariedades conceptuales de estos tres
ejes propuestos aquí para el análisis intercultural tanto de constelaciones como de proposiciones
de “tratamiento” o “gestión” de la diversidad.
A partir de esta distinción de tres ejes articuladores de distintas “gramáticas de la diversidad”, los
procesos concretos de negociación, interferencia y transferencia de saberes y conocimientos
heterogéneos entre los diversos grupos que participan en una situación de interacción heterogénea
son analizables en tres dimensiones complementarias:
(1) en su dimensión “inter-cultural”, centrada en las complejas expresiones y concatenaciones de
praxis culturales y pedagógicas que responden a lógicas subyacentes, tales como
determinadas culturas comunitarias subalternas que vienen resistiendo diversas olas de
colonización de globalización, la cultura organizacional de los movimientos multiculturalistas
que reivindican determinados aspectos de la diversidad cultural y/o biológica; y la cultura
académica occidental - inserta actualmente en una transición desde un paradigma rígido,
monológico, “industrial” y “fordista” de la educación superior hacia otro más flexible,
dialógico, “postindustrial” y/o “ecológico” (Touraine 1981, de Sousa Santos 2005);
(2) en su dimensión “inter-actoral”, que analiza las pautas y canales de negociación y mutua
transferencia de saberes entre diferentes actores institucionales, organizacionales y/o
comunitarios, quiénes proporcionan memorias colectivas (Halbwachs 1950), saberes
localizados y contextualizados acerca de la diversidad cultural y biológica de su entorno
inmediato (García 2002);
(3) y, por último, en su dimensión “inter-lingüe”, que escrutina las competencias no sustanciales,
sino relacionales que hacen posible la traducción entre horizontes lingüísticos y culturales no
sólo heterogéneos, sino sobre todo asimétricos, entre las “culturas íntimas” (Lomnitz Adler
1995) de los actores locales subalternizados, marginados y/o silenciados históricamente y las
“inter-culturas” exógenas; ello genera competencias inter-lingües e inter-generacionales
(Nauck 2001), que trascienden los dominios lingüísticos específicos de una o dos lenguas y
que generan un espacio intersticial (Bhabha 2002) de comunicación entre actores
heterónomos.
28. 28
Analizando mediante este triple contraste de dimensiones los procesos de generación de
conocimientos y saberes, se articula una novedosa diversidad epistémica, hasta ahora sólo
constatada y/o postulada, pero no estudiada empíricamente. Esta diversidad epistérmica se puede
y debe insertar dentro de un proyecto educativo institucional de tal forma que las diferentes
fuentes y trayectorias cognoscitivas, lingüísticas y culturales generen nuevos espacios
académicos “interseccionales” (Leiprecht & Lutz 2005) y genuinamente diversos. Estos espacios
son interseccionales en la medida en que no subsumen saberes etnoculturales y etnocientíficos
bajo la tradición monológica de la escuela o universidad occidental, sino que institucionalizan en
su propio seno la diversidad.
Por consiguiente, la diversidad se debe concebir no como una suma mecánica de diferencias, sino
como un enfoque multi-dimensional y multi-perspectivista que estudia las “líneas de
diferenciación” (Krüger-Potratz, 2005), p. ej. de identidades, emblemas identitarios y prácticas
discriminatorias. No será la esencia de un discurso de identidad específico, sino las intersecciones
entre esos discursos diversos y contradictorios lo que constituya el “objeto” principal del enfoque
de diversidad (Tolley, 2003). La noción de interseccionalidad, que originalmente proviene de los
debates feministas y multiculturalistas sobre la racialización de las mujeres de origen africano,
americano, latino y, en general, minoritario o subalterno, nos obliga a centrarnos en el análisis de
la consolidación de actitudes y actividades discriminatorias, que a menudo se refuerzan
mutuamente, y en el impacto que estas múltiples fuentes de discriminación tienen en los procesos
de formación y de transformación de la identidad de un determinado individuo (Agnew, 2003).
Así, la interseccionalidad se puede ver desde la perspectiva de la formación de identidad y desde
la percepción de la discriminación. Combinar ambos puntos de vista implica elucidar el aspecto
situacional de las elecciones de identidad de un actor dado, en función de los diferentes niveles y
tipo de identidades a los que él/ella tenga acceso. Ello es asimismo reforzado por la visibilidad
que una determinada fuente de identidad dada – como por ejemplo el fenotipo o algún símbolo
religioso - pueda tener con respecto a sus estigmatizadas o no estigmatizadas connotaciones, que
se analizan discerniendo y reconstruyendo intersecciones entre distintas dimensiones de
identidad. Estas dimensiones identitarias suelen tener connotaciones múltiples, más negativas o
más positivas, más visibilizadas o más sutiles (Frideres, 2003).
Complementariamente a estas distinciones, es imprescindible tener en cuenta las asimetrpias y
diferencias de poder inherentes a cada una de las frecuentemente dicotómicas dimensiones de
29. 29
identidad. Las “líneas de diferenciación” sistemáticamente substancializan las identidades con
respecto a las alteridades homónimas (Gingrich, 2004), yuxtaponiendo dimensiones de identidad
bipolares y asimétricas: dominantes vs. dominadas, “masculinas” vs. “femeninas”, “blancas” vs.
“negras”, “mestizas” o “criollas” vs. “indígenas”, “cristianas” vs. “musulmanas”, etc. Esta
bipolaridad tiende a visualizarse en el discurso público, de manera que el polo dominante se
percibe como el tipo “normal” o “normalizado” por default, mientras que el polo dominado se ve
como el “anormal”, “desviado” o “excepcional” (Krüger-Potratz & Lutz, 2002; Leiprecht & Lutz,
2003 y 2005). Como resultado surge una imagen de normalidad socialmente construida y
comunicada como homogénea, que se transmite discursivamente sobre-enfatizando o sobre-
visualizando lo “heterogéneo” como “problemático” y como “impuro” (Mecheril, 2003).
En contraste con esta teoría emic, implícita o vivencial acerca de la normalidad y la anormalidad
en el discurso de identidad, la tarea del análisis educativo consiste en deconstruir y reconstruir las
múltiples pertenencias y afiliaciones, las “pertenencias híbridas” (Mecheril, 2003) en contra de
una asunción prevaleciente que esencializa y fija las identidades. De acuerdo con esto, la
perspectiva de diversidad en la educación nos urge partir del reconocimiento de la heterogeneidad
como una normalidad (Leiprecht & Lutz, 2003) y visualizar las identidades invisibilizadas,
intersticiales e interseccionales, que existen y cohabitan en un aula “normal”.
Un enfoque praxeológico a la diversidad: habitus, competencia e interacción
Al concebir el potencial de la diversidad como proporcionadota de una perspectiva microscópica
de las interseccionalidades entre las distintas capas de identidad, se requerirá de una exhaustiva y
comprehensiva “educación para la diversidad” (Brewster et al., 2002) para, en primer lugar,
analizar críticamente las identidades, discriminaciones y asimetrías de poder coexistentes en una
escuela específica y, en segundo lugar, promover cambios que “normalicen” heterogeneidades e
hibridaciones entre los alumnos, los padres y los maestros. Por ello, desde una perspectiva de
investigación empírica, siempre se tendrá que oscilar entre una perspectiva emic, correspondiente
a una etnografía de la diversidad en educación, centrada en los discursos de estos actores
culturalmente diferentes y diversos que interactúan en el contexto escolar, y otra perspectiva etic,
que observa y registra la práctica de la interacción establecida entre estos actores para reflejar de
manera adecuada las relaciones recíprocamente articuladas entre las estructuras estructurantes y
los procesos de inter-relación intercultural y de hibridación (Dietz, 2003, 2004).
30. 30
Este giro “pragmático” (Verlot & Sierens, 1997) en el estudio empírico de la diversidad escolar y
de la interculturalidad es compatible con otro enfoque praxeológicamente inspirado, que analiza
las prácticas escolares como un espacio de interacción y confrontación entre “mundos de vida” y
“estilos de vida” rutinizados y habitualizados (Gogolin, 1994): “Tomando el concepto de habitus
como marco de referencia, es posible entender las diversidades e incluso las contradicciones que
aparecen en las prácticas docentes y entre las prácticas y los discursos no como incongruencias,
sino como un abanico de posibilidades, como el desplegado de un estilo individual bajo
condiciones cambiantes” (Gogolin, 1994:262). Así, los conflictos y malentendidos escolares se
analizan como resultado de una separación cada vez mayor entre la pluralización y la
multilingüización de los mundos de vida de los alumnos, por una parte, y la persistencia de un
“habitus monolingüe” y monocultural por parte de el profesorado y la institución escolar en
general, por otro lado (Gogolin, 1994). Este “habitus monolingüe” transciende el ámbito
meramente lingüístico para convertirse en señal y refugio de la identidad del profesorado bajo
condiciones de una creciente complejidad profesional y de una “amenazante” diversidad
estudiantil (Gogolin, 1997b y 2002b).
Este enfoque es atractivo por su capacidad empírica para señalar la excepcionalidad
“naturalizada” y “normalizada” que caractgeriza hasta la fecha al monolingüismo nacionalizante
y nacionalizado. En su estudio etnográfico longitudinal de una escuela primaria en un contexto
culturalmente diverso, urbano-migrante, Gogolin (1997a) muestra cómo este habitus monolingüe
y monocultural, practicado por el profesorado e institucionalmente apoyado por el sistema
educativo, coexiste con la obvia diversificación de los ambientes en la escuela, en la familia y en
la comunidad o barrio de residencia. Esta diversidad, resultante del “bilingüismo/multilingüismo
mundovivencial” (Gogolin, 1998), con frecuencia se convierte en un “recurso cultural” y en una
fuente futura de capital cultural (Fürstenau, 2004). Esta tendencia surge desde los propios
mundos de vida de la diversidad cotidiana, por lo cual (aún) no está siendo reconocida por los
actores educativos, socializados de manera monocultural y monolingüe. Así coexisten el
monoculturalismo institucional y el multiculturalismo vivencial (Gogolin, 1997a).
Como sugieren éste y otros estudios, para una etnografía de la diversidad educativa es de vital
importancia distinguir entre las “competencias interculturales” interiorizadas y los patrones
empíricamente observables de interacción. El discurso pedagógico convencional sobre
competencias interculturales con frecuencia reproduce falacias culturalistas, ya que el “límite”
31. 31
cultural, percibido como un desafío, acaba estructurando la interacción deseada y promovida
oficialmente (Verlot & Sierens, 1997). Contadiciendo este entusiasmo por vigorizar los límites
entre “nosotros” y “ellos”, experimentos con complejas modalidades de aprendizaje muestran que
los patrones de interacción articulados por estudiantes de diferentes culturas, subculturas, etc.,
reflejan formas de relación que no son literalmente “interculturales” ni meramente
“transculturales”. Estas relaciones ilustran una interacción que se caracteriza por una constante
oscilación entre diferentes códigos verbales y no verbales que pueden provenir de un contexto
cultural u otro, pero que están hibridizados en el performance y la interacción conjuntas. Por
consiguiente, las competencias interaccionales puede que no se centren en competencias de
interacción entre “dos culturas”; las competencias interculturales por ello deben concebirse como
“una habilidad potencial y genérica para usar competencias sociales o cognitivas (y sus
correspondientes actitudes) en el contacto con la diversidad vividas aquí y ahora; […]
competencias que permitan la gestión de la heterogeneidad de la sociedad de manera que varíe de
contexto a contexto, para permitir un estilo de gestión creativo y enriquecedor” (Soenen / Verlot /
Suijs, 1999:66-67).
Por ende, estas competencias se conciben de mejor manera como etapas procesuales y graduales
de code-switching, de reflexividad, de auto-conciencia y de una traducibilidad entre discursos
identitarios y diferentes prácticas culturales habitualizadas. Estas capacidades incrementan la
complejidad conforme ascienden desde meras percepciones de fenómenos diversos, pasando por
la percatación de los motivos implícitos y de los procesos históricos que subyacen a dichos
fenómenos diversos, hasta llegar a cuestionamientos y auto-percepciones altamente reflexivos
(Gogolin, 2003). Esta noción de competencia intercultural, entendida como una disposición
relacional y contextual, tiene dos importantes implicaciones a la hora de tratar a la diversidad:
- En primer lugar, se requiere de una distinción entre la “competencia” intercultural como tal y
el “desempeño”, performance o “performancia” intercultural (Bender-Szymanski, 2002), i.e.
entre lo que la lingüística estructural distingue como dimensiones de langue y de parole
respectivamente – en nuestro caso, entre las disposiciones interiorizadas y la práctica
externalizada de diversidad e interculturalidad. Por consiguiente, frente a nociones
estandarizadas y reificadas de “gestión de la diversidad cultural”, en este sentido las
32. 32
competencias interculturales no pueden y no deben ser reducidas a meras “recetas” de
comportamiento acertado en contextos interculturales específicos.
- En segundo lugar, las competencias identificadas como interculturales no pueden ser o no
deben ser substancializadas y delimitadas frente a competencias intra-cuturales. Al contrario,
disposiciones articuladas de manera relacional y contextual deberían ser concebidas como un
tipo de habitus profesional que debe ser adquirido, practicado y desarrollado por maestros,
trabajadores sociales, traductores, intérpretes y otros “mediadores interculturales”. Este
habitus profesional paradójicamente no presupone competencias particulares definidas a
priori, sino exige por el contrario “la competencia de carecer de competencias específicas”
(Mecheril, 2002:25), caracterizada por una conciencia de la diversidad y una auto-reflexión y
no por un cuasi-monopolio seudo-profesional de conocimientos expertos, que nuevamente
acabarían siendo definidos de manera monocultural.
Por lo tanto, etnografías escolares y comunitarias como las que llevaron a cabo Soenen (1998 y
1999), Soenen / Verlot / Suijs (1999) y Verlot & Pinxten (2000) ilustran que estas competencias
relacionales no pueden ser subsumidas bajo “habilidades” culturales específicas, que se
intercambian posteriormente en el contacto intercultural. En este sentido, las competencias
interculturales sólo se despliegan a través de la “performancia”, a través de la interacción
desarrollada en contextos específicos. En el contexto educativo, tratando con diferentes tipos y
fuentes de diversidad, Soenen (1998 y 1999) identifica diferentes “modos de interacción”,
definidos por lógicas específicas que constantemente se traslapan en la práctica escolar y que no
provienen de una cultura específica, pero que son el resultado de una jerarquización dinámica que
es parte de la institución escolar: el “modo de interacción del infante” (kind-interactiewijze)
articula patrones de comportamiento adquiridos en el marco de referencia familiar y como tal
difiere de acuerdo a los procesos de socialización extra-escolares, mientras que “el modo de
interacción del aprendiz” (leerling-interactiewijze) se impone a través de los patrones explícitos e
implícitos de autoridad, de disciplina y de sanciones que rigen la institución escolar. Finalmente,
el “modo de interacción del joven” (jongeren-interactiewijze) se genera por los intereses
compartidos de los adolescentes, como miembros de un grupo específico de pares. En la práctica
escolar, tanto el conflicto como la cooperación son productos de la concatenación situacional y
estratégica de estos modos de interacción por parte de los actores involucrados.
33. 33
Una manera de superar el habitus monocultural del profesorado y de las escuelas consistiría en
integrar explícitamente los modos “subordinados”, subalternos de interacción que están
omnipresentes en la vida extramuros de los jóvenes, en la comunidad o en el barrio, a la vida de
la escuela (Soenen, 1998). Alternando y desempeñando creativamente el papel de maestros, de
padres/madres y de “colega” y pares respectivamente, se podría hibridizar y dinamizar las
prácticas educativas dominantes. Por ello, el correspondiente estudio etnográfico de dichos
modos de interacción no se podría circunscribir al ámbito escolar, familiar o comunal (Wulf,
2002). Las “culturas juveniles”, aquellas prácticas culturales a través de las cuales los jóvenes
articulan su paso a través del tiempo biológico y social (Hewitt, 1998:13), ofrecen la posibilidad
de estudiar in situ los procesos de etnogénesis e hibridación cultural que se reflejarán
posteriormente en comportamientos conflictivos y/o cooperativos dentro de la institución escolar.
Los “usos créolizados” (Hewitt, 1986) que con frecuencia caracterizan estas culturas juveniles
que emergen de la coexistencia intercultural extramuros, aunque no siempre sea armónica,
muestra que la hibridación cultural en contextos asimétricos de etnogénesis puede generar
“modalidades culturales” (Hewitt, 1998) que pueden ser tanto excluyentes como incluyentes
(Dietz, 2004). Así, las culturas juveniles pueden emerger como “nuevas comunidades
imaginadas”, muy diferentes de los guetos identitarios convencionales: “según la clase social y el
género, la familia y el grupo de pares también puede comunicar una tendencia supracultural,
mientras su respectiva contraparte transmite y adopta formas tradicionales y sincréticas” (Hewitt,
1998:18).
Conclusión
El buscar incluir de manera deliberada y consciente estas modalidades sincréticas y/o trans-
culturales de diversidad que provienen de las culturas juveniles en los modos de interacción
reconocidas en el ámbito escolar, evidentemente significaría “revolucionar” no sólo las
concepciones actuales de educación intercultural, sino la institución escolar misma. Así se
evidencia finalmente cuál es el verdadero problema que surge a partir del reconocimiento, del
tratamiento y/o de la “gestión” de la diversidad: el obstáculo principal que cualquier estrategia
dirigida a interculturalizar y/o diversificar la educación tendrá que enfrentar es la institución
34. 34
escolar, tan profundamente arraigada no sólo en la pedagogía nacionalizante, sino en el Estado-
nación mismo.
El debate sobre diversidad cultural analizado en este trabajo, que partió de las raíces del
multiculturalismo como movimiento social y de sus procesos de institucionalización a través de
la academia y la educación pública, a través de la acción afirmativa y los esquemas de gestión de
la diversidad, actualmente parece enfrentar una situación prototípica de parteaguas: o bien se
instrumenta la diversidad cultural de manera superficial y periódica con un “enfoque de
bomberos” para “resolver problemas” particulares y puntuales que surgen en interacciones
específicas y conflictivas en el aula y que son resultado de la diversidad de los mundos de vida
que chocan con el habitus monocultural escolar, o bien se abandonan definitivamente estas
actividades huecas, suplementarias y todavía compensatorias, transversalizando la diversidad y la
interseccionalidad a lo largo y ancho de toda la institución escolar y de su entorno sociocultural.
A través de esta opción, superando una conceptualización y reivindicación parcial, sea como un
“problema”, como un “recurso” o como un “derecho”, la diversidad cultural en el futuro tendrá
que ser percibida, analizada y aplicada como una herramienta de investigación empírica a la vez
que una característica clave que transversaliza y que subyace a todo proceso educativo y social
contemporáneo. Ubicada ni en la superficie de los patrones de interacción intercultural, ni en el
contenido de los discursos étnicos de identidad colectiva, la diversidad cultural se debe localizar
en la estructura misma de la sociedad contemporánea, como una traducción contextual y
específica de una compartida – y tal vez incluso universalizable - “gramática de diversidades”.
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