En la década de 1940 en Xalapa, México, las mujeres solían lavar ropa en lavaderos públicos de noche y dejarla secando al aire libre. Sin embargo, la ropa desaparecía misteriosamente cada noche. Un guardia nocturno observó a una mujer lavando frenéticamente ropa en medio de la noche y al confrontarla, descubrió que tenía el rostro de un caballo. La criatura se escapó y gritó "¡Ay las ropas de mis hijos!". El guardia les advirtió a las mujeres que no dejaran más
2. En los años cuarenta, Xalapa era aún una ciudad pequeña, con pintorescas casas de tejas y macetas
en los balcones, rodeada por dispersos barrios. Era común que las mujeres lavaran en lugares
públicos, donde además se entretenían con chismes y comentarios de la vida ajena. Acostumbraban
también a dejar ropa tendida al sereno para blanquearla. Cierta vez, en los lavaderos de la avenida
Ruíz Cortines, aconteció algo insólito: las prendas puestas a la intemperie desaparecían todas las
noches. Las vecinas reclamaron enojadas los robos al velador, exigiéndole que cuidara sus
pertenencias con mayor atención. El policía, alertado, extremó la vigilancia para atrapar al
responsable. Una noche, divisó a una mujer de blanco, con el cabello enmarañado sobre la espalda,
cubriéndole a un costado de la cara, que restregaba furiosa una sábana, entre pilas de ropa.
Desconcertó al guardián el frenesí con que enjabonaba y golpeaba la ropa. Se acercó extrañado hasta
el lavadero para advertir a la señora que ésas no eran horas de estar trabajando. Le tocó el hombro y
le dijo: -¿Por qué está levantada a las tres de la madrugada? Es muy tarde ya; vaya a su casa y
acuéstese.
Ella no respondió nada y continuó con su obsesiva tarea. El guardia insistió:
-Señora ¿está sorda? Mañana termine de lavar.
Molesta por los regaños, la lavandera volteó, se acomodó el pelo hacia atrás y le mostró una
tremebunda cara de caballo sudorosa y con ojos que lloraban. El hombre se quedó impávido y
sintiendo como si el cuerpo entero se electrizara. Entre relinchos y gemidos, la espeluznante criatura
exclamó:
-¿Y qué? ¿Está usted mudo?
3. Después se escabulló por los fregaderos
y tomando una ladera como resbaladilla,
enfiló para el arroyo. Cuando sólo se
veía una mancha blanca flotante, un
grito retumbó desde lo lejos:
¡Ay las ropas de mis hijos!
Al día siguiente, las vecinas le
preguntaron al velador si había
averiguado algo sobre el misterioso
ladrón, porque algunas oyeron que
estuvo hablando con alguien. Este
respondió que sí, que una de las
compañeras únicamente podía trabajar
en las noches. Y no dio más detalles.
4. Las señoras se enteraron que el guardia había
solicitado el cambio de turno y sección. Todas fueron a
pedirle que se quedara, explicándole que sinceramente
lo apreciaban y se habían acostumbrado a su
protección. El vigilante accedió con una condición:
"Está bien, pero no dejen nunca más la ropa al sereno.
Esa lavandera nocturna cree que ustedes no han
podido con el trabajo y viene con la intención de
ayudarlas".