El pueblo en tinieblas vio una
gran luz
3r domingo Tiempo Ordinario - A
Entonces comenzó Jesús a
predicar diciendo:
Convertíos, porque está
cerca el Reino de los cielos.
Paseando junto al lago de
Galilea vio a dos hermanos,
a Simón, al que llamaban
Pedro, y a Andrés, que
estaban echando el copo en
el lago, pues eran
pescadores. Y les dijo: Venid
y seguidme y os haré
pescadores de hombres.
Mt 4, 12-23.
El pueblo que habitaba en
tinieblas vio una gran luz.
Después de la muerte de
Juan, Jesús aparece como
una luz que brilla en medio
de su tierra.
Comienza con entusiasmo
su misión, predicando el
mismo mensaje del
Bautista: Convertíos,
porque está cerca el Reino
de los Cielos.
Pero Jesús no quiere
permanecer solo en su
misión.
Llama a un grupo de
seguidores para que
estén junto a él y
expandan también la
noticia del Reino de Dios.
Con ellos, hombres
sencillos, del entorno más
cercano a Jesús, nace el
germen de la Iglesia que
estallará en Pentecostés.
Inmediatamente, dejaron la
barca y a su padre y lo
siguieron.
Pedro, Andrés, Santiago y
Juan son pescadores.
Escuchan la llamada de Jesús
y responden: dejan su
pasado, su familia, su
negocio para seguir a Jesús.
En ellos no hay vuelta atrás.
La luz que iluminó las
tierras galileas asoma
también a nuestro corazón.
Hoy, Jesús nos llama a
seguirlo, a estar con él, a
recorrer nuestras calles y
ciudades, nuestras Galileas
contemporáneas.
Nos pide dejar las redes,
todo aquello que nos
impide ser libres para
confiar totalmente en él.
Jesús quizás no nos pedirá que dejemos nuestro
trabajo, nuestra familia, nuestros hogares. Pero sí nos
pedirá que dejemos atrás todo cuanto apaga nuestra
valentía para poder caminar junto a él. Esto implica
confianza y una profunda conversión.
La conversión significa
girarnos hacia él,
emprender un nuevo
camino, fiarse pese a las
dudas: caminar en la
oscuridad.
Como los primeros
discípulos, estamos
llamados a seguir a Jesús
sin vacilar. Este es el
sentido de nuestra
vocación cristiana: dejar
que Cristo brille en el
centro de nuestra vida.
Jesús espera nuestro sí, sin dudas, sin miedos.
Hoy, más que nunca, el mundo necesita cristianos
firmes y decididos que prediquen con todas sus
fuerzas que Dios nos ama.
Hoy estamos aquí porque ya hemos dicho sí.
Participar en la eucaristía, el sacramento del amor de
Dios, nos ha de hacer conscientes de nuestra
identidad misionera.
No dejemos que la frialdad y la apatía pongan
obstáculos en nuestros pasos.
San Pablo es consciente de que en las comunidades hay
desunión. Y nos recuerda que somos un cuerpo,
indiviso: el cuerpo de Cristo. La medida de nuestra
conversión se reflejará en nuestra unión con él.
El mundo necesita la dulzura y el amor de Dios.
Esta es nuestra misión: anunciar el evangelio y aliviar el
dolor de tantas personas que padecen, especialmente
dolencias del alma. Nosotros, como cristianos, somos las
manos sanadoras y amorosas de Dios Padre.