2. Meditar es ir haciéndose a la dura costumbre del olvido.
Meditar es olvidar: ¡Con lo que cuesta olvidar!
Se nos impone el pasado. Y hasta nos vence y nos derrota.
Meditar es detenerse, hacerse los sordos a las imágenes que
nos evocan y se proyectan en nosotros, hacerse los desentendidos a
los recuerdos que nos atan al pasado.
3. El pasado existe ahí, casi sólo ahí, en el recuerdo.
Lástima que la vida a veces sólo sea eso, tan sólo eso, sólo
recuerdo, sólo pasado.
Meditar es hacerse los desentendidos, los distraídos a
los deseos que nos agitan, nos irritan y desasosiegan.
4. Como si miles de ojos nos miraran y estuvieran atentos a
nuestra vida y se quisieran instalar, al buscarnos tan
insistentemente, en nuestro interior. Son como miradas, caricias,
promesas que nos anestesian y desconciertan.
Meditar: dejar que la Palabra nos visite,
dejar que nos inunde y nos invada y nos hiera incluso; permitir
que la presencia de la Palabra ilumine la penumbra
de nuestra casa, que es el corazón, y nos libere de toda
crispación.
5. Meditar: dejar que la Palabra tome posesión de esta casa nuestra,
no como forastera y extraña. Por eso a veces se acerca
recelosa, vacilante y como huésped.
Invitarla, a la Palabra, a que entre y se quede con nosotros, esa
Palabra única que da gusto, “gustar y saborear”.
6. Meditar, a la par, es iniciar una partida.
Esa palabra es cada uno de nosotros.
Esa palabra eres tú mismo.
Tú eres Jesús, esa Palabra,
que suena una y otra vez con el empeño incansable de entrar y
permanecer en tu corazón.
7. El camino y la puerta de la Palabra es el silencio.
Deja que entre.
La suerte ya está echada.