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Dossier sobre Cristina Fernández Cubas
      1. Nota biográfica
      2. Crítica de Todos los cuentos
      3. Entrevista a Cristina Fernández Cubas
      4. Un relato de Cristina Fernández Cubas


Cristina Fernández Cubas
{ Arenys de Mar, 1945 }




1. NOTAS BIOGRÁFICAS

Cristina Fernández Cubas nació en Arenys de Mar (Barcelona) en 1945. Es autora de
cinco libros de relatos –Mi hermana Elba, Los altillos de Brumal, El ángulo del horror,
Con Agatha en Estambul y Parientes pobres del diablo–, dos novelas –El año de Gracia
y El columpio–, una obra de teatro –Hermanas de sangre– y un originalísimo libro de
memorias narradas, Cosas que ya no existen, títulos que han recibido un caluroso
tratamiento por parte de la crítica y del público y que configuran uno de los universos
literarios más singulares de la literatura contemporánea. Con la recopilación de sus
relatos Todos los cuentos en 2008 obtiene los premios Ciutat de Barcelona, Salambó,
Cálamo y Tormenta de 2008. Su obra está traducida a diez idiomas.


Obras
    1. Mi hermana Elba. Barcelona: Tusquets, 1980. Cuentos.
    2. El vendedor de sombras. Barcelona: Argos Vergara, 1982. Cuento.
    3. Omar, amor. Cuento. En: Doce relatos de mujeres. Navajo, Ymelda (ed.) . Madrid:
       Alianza, 1982, pp. 17-20. Cuentos.
    4. Los altillos de Brumal. Barcelona: Tusquets, 1983. Cuentos.
    5. El año de Gracia. Barcelona: Tusquets, 1985. Novela.
    6. Parientes pobres del diablo. Tusquets. 1988. Relatos.
    7. El ángulo del horror. Barcelona: Tusquets, 1990. Cuentos.
8.   Con Agatha en Estambul. Barcelona: Tusquets, 1994. Cuentos.
    9.   Calamito. Madrid: Santillana, 1994. Guía.
   10.   El columpio. Barcelona: Tusquets, 1995. Novela.
   11.   Drácula de Bram Stoker, un centenario : vampiros -, 1997. Ensayo.
   12.   Hermanas de sangre. Barcelona: Tusquets, 1998. Teatro.
   13.   Cosas que ya no existen. Lumen. 2001. Memorias.
   14.   Todos los cuentos. Tusquets. 2008. Relatos.




2. Crítica de Todos los cuentos (por Sonia Hernández en: www.letraslibres.com )

Cristina Fernández Cubas (Arenys de Mar, Barcelona, 1945) se la ha reivindicado
desde la literatura fantástica o de terror, desde el feminismo más ávido de militantes
ilustres e, incluso, como miembro representativo de la gauche divine. Sin embargo, el
codiciado objeto de deseo –una de las firmas más originales y sólidas de la literatura
española de las últimas décadas– se distancia de todas las etiquetas. De igual forma
que en sus cuentos el lenguaje hace que todo sea posible, en la realidad que se vive
las habilidades y manipulaciones del lenguaje obligan a desconfiar de cuanto muestran.
El principal de los muchos aciertos de Todos los cuentos, la recopilación de los cinco
libros de narrativa breve publicados hasta ahora por Fernández Cubas que se
acompaña de un orientador prólogo firmado por uno de los especialistas en el género,
el profesor y crítico Fernando Valls, es la posibilidad que ofrece a los lectores de
adentrarse en el universo que Fernández Cubas ha ido creando relato a relato durante
más de treinta años. No se trata de una autora demasiado prolífica, sino más bien al
contrario, pero cuando el lector se halla ante Todos los cuentos llega a saber, a inferir,
que la autora no sólo construye su mundo cuando escribe o publica, sino que, como
buenas historias que son, éstas continúan creciendo más allá de las páginas que les
dan cobijo, trascendiendo a su creadora y a sus lectores. Por eso inquieta el frecuente
tema del doble en sus cuentos, la mermelada elaborada en un pueblo de nombre tan
fascinante como Brumal o el lenguaje incomprensible que unos padres inventan para
un adolescente que –según se mire– parece un discapacitado o un bello joven de
inteligencia sobrenatural. Ésta es una de las claves y de los hallazgos en una literatura
en la que el descubrimiento es uno de los fundamentos –los descubrimientos a cargo
de los personajes y los que la autora regala a quien los lee: la realidad, la fantasía o la
imaginación no dependen sino de quien las decodifica, de quien sabe verlas desde el
ángulo preciso. “El ángulo del horror”, un cuento del que se puede decir muy poco si no
se quiere desvelar su magia, resulta, en este sentido, muy ilustrativo de lo que es la
narrativa de Cristina Fernández Cubas: la búsqueda del ángulo de visión en el que
converge el mayor número posible de perspectivas y los matices que no se aprecian si
no se está en la posición correcta. Sucede, a veces, que lo que vemos sin estar
acostumbrados o aquello en lo que reparamos por primera vez a pesar de llevar mucho
tiempo mirando y observando, asusta y se convierte en una amenaza. De ahí que se
quiera enmarcar a esta autora en el género de lo fantástico.
Los hallazgos y el descubrimiento de nuevos significados están inevitablemente ligados
a la infancia, otro de los temas fundamentales en la obra de Fernández Cubas. Los
estrictos colegios religiosos, los internados cerca de su mar natal, las desiguales
relaciones entre hermanas o las primeras amigas recrean un mundo infantil donde
cualquier descubrimiento se vive como una revelación en un ambiente de misterio. La
información o conocimiento vetados a los más pequeños hace que éstos construyan
una realidad a su medida, como en el caso de “Mi hermana Elba”, que no puede sino
desarrollarse en unas coordinadas llenas de magia. Éstas, aunque se olvidan con el
tiempo, acaban surgiendo en un momento u otro: así le sucede a la anciana Emilia,
protagonista de “El moscardón”, cuando al final de su vida vuelve a reunirse con sus
compañeras de estudios y fiestas. De nuevo todo depende de la perspectiva o del
ángulo de visión que se adopte, porque tanto lo bello como lo terrorífico forman parte
de la misma realidad.
Un universo tan complejo y tan repleto de matices, que ha evolucionado
tan coherentemente desde sus primeros relatos hasta los más recientes,
con puertas o ventanas por doquier dispuestas a abrirse para proporcionar
nuevos descubrimientos, no se construye tan sólo gracias a la inteligente
estructura de las narraciones, en la que Fernández Cubas demuestra una
habilidad innegable, sino que se fundamenta en gran parte en la capacidad
del lenguaje para sorprender y sugerir. Aunque se trata de una prosa ágil,
la elaboración y el cuidado de la lengua es tal que ni una palabra es
excedente ni superficial. El mundo –en la acepción de baúl de la palabra–
que la aspirante a novicia deja “afuera”, a las puertas del convento, es una
muestra. Podría parecer, como dice la protagonista del cuento “Mundo”, un
simple juego de palabras, pero no lo es, puesto que en la narrativa de esta
autora catalana hay un claro y poderoso empeño en devolver al vapuleado
castellano su riqueza léxica y semántica, los matices que sólo las palabras
–como las diferentes perspectivas en el caso de la visión– pueden dar a la
realidad. En la continuación que escribió para “El faro”, el relato inacabado
de Poe, a sugerencia de una editorial, Fernández Cubas vuelve a
demostrar de nuevo todas sus habilidades, la de la manipulación y dominio
del lenguaje incluida, en lo que constituye un cierre perfecto para un libro
magistral. ~
3. Entrevista a Cristina Fernández Cubas (elsindromechejov.blogspot.com )


Cristina Fernández Cubas: “Los grandes cuentistas son nuestra familia”

En el úlltimo año se ha producido un raro fenómeno en el mundo del cuento en español.
Tusquets decidió recopilar en un solo tomo todos los cuentos de Cristina Fernández Cubas
(Arenys de Mar, 1945) consiguiendo para su autora un reconocimiento unánime y la
consagración de una carrera que no lo necesitaba por su enorme prestigio pero que tiene, además,
los notables efectos secundarios de, más allá de los premios recibidos (Salambó, Cálamo, Ciutat
de Barcelona, Tormenta) incorporar a un gran número de lectores a su mundo fantástico poblado
por identidades turbias. Qué mejor entrevista que esta para iniciar la cuarta temporada de Las
entrevistas del síndrome.

1. La aparición de Todos los cuentos s ha significado para usted el esplendor de su
reconocimiento literario. A la manera del libro rojo de Cheever o la edición de los cuentos de
Cortázar en Alianza, este tipo de recopilaciones de relatos completos destilan una fascinación
especial, casi mitomanía, para el lector de cuentos. ¿Por qué?

Supongo que porque allí está todo. La evolución, las obsesiones, las constantes, las
relaciones secretas entre algunos cuentos… Y el lector, más que leer, no tarda en
sumergirse en un mundo y hacerlo propio.

2. Fernando Valls, que ha escrito el prólogo de esta edición, establece un antes y después en el
cuento contemporáneo español con la publicación de “Mi hermana Elba”, en 1980. Los avatares
de aquel libro antes de ver la luz son significativos de la suerte del cuento en esos tiempos tan
esquivos al género. Sin embargo, usted ha sido fiel a Tusquets –y Tusquets a usted- y ha
publicado con ellos todos sus cuentos desde entonces, hasta este Todos los cuentos. ¿Le ha sido
difícil persistir, durante estos treinta años, en el camino del cuento?

Más difícil me parecería lo contrario. Dejar de escribir cuentos simplemente porque al
mercado no le caigan en gracia. Siempre he estado segura del cuento, un género que me
sigue apasionando igual que el primer día. Y, sobre todo, nunca he dudado de que un
escritor deba permanecer al margen de modas y criterios mercantiles. Casi seguro de que,
por ese camino, no se hará millonario. Pero se encontrará a gusto con lo que hace, con sus
lectores y consigo mismo. Eso es lo importante.
3. En “Lúnula y Violeta” se lee: “En cierta forma, mi amiga pertenecía a la estirpe casi
extinguida de narradores”. En “La fiebre azul”, de Parientes pobres del diablo, hay una divertida
escena en que un personaje aburre al protagonista con su defectuosa narración: “Me contó su
vida. Paso a paso. No voy a consignarla aquí porque no viene a cuento… De la Motte desconocía
la elipsis, no parecía dispuesto a ahorrarme el menor detalle, y su voz resultaba monótona y
plana como una salmodia”. Reivindica orgullosamente el papel noble del narrador de historias.

Que nunca será valorado lo suficiente. La narración oral es un arte y el buen narrador un
artista. A menudo ,cuando alguien ha contado algo - una historia, un recuerdo, una
anédota ,lo que sea- con notable habilidad, alguien en la reunión suele proponer enseguida
:¿”Por que no lo escribes?”. Y , la verdad, no estoy muy segura de que el buen narrador
oral sea al mismo tiempo un excelente escritor. Por lo menos no forzosamente. Otros son
los medios, las posibilidades, el juego con la voz, el dominio de las pausas…. A mi me basta
con retener el recuerdo en el aire. Es un arte efímero. Como la cocina. Pero queda el
recuerdo. Ese rato incomparable en que el contador de historias nos ha llevado donde ha
querido.

4. En el maravilloso “El ángulo del horror” la protagonista descubre que a las personas que le
rodean y quiere les va ocurriendo algo, así, en cursiva. En “La fiebre azul” reaparece esa idea:
“Allí hay… algo”. Ambos relatos, emparentados, analizan el lugar en el que nace la inquietud, el
miedo, el trastorno, lo otro, pero también es un estudio literario del ángulo desde el que se quiere
contar el horror. Y el instrumento perfecto, parecen decir sus cuentos, es el punto de vista.

O, quizá, más que el punto de vista, yo diría la mirada.”La fiebre” está narrada en primera
persona; “El ángulo”, en tercera. Pero no es una tercera persona omnisciente. En realidad
va descubriendo lo que sucede al mismo tiempo que Julia. Es, en cierta forma, la voz de
Julia. Al igual que Julia quiere a Carlos, se intriga y preocupa por su conducta , desvela la
causa de su aparente enfermedad, y , también como Julia, se reconoce a sí misma ,al final
del cuento, como un simple eslabón en una cadena maldita…La mirada me parece lo más
significativo de cada autor. Lo más personal . Y, dado que “ el ángulo” puede ser tomado
como una metáfora de esa mirada, no me atreveré a añadir “ e intransferible”.

5. Ese miedo también reside en el descubrimiento del “otro” que nos habita. En “Parientes
pobres del diablo” la madurez ya no tiene vuelta atrás, pero en sus primeros libros, en esa trilogía
magnífica que componen los cuentos “Mi hermana Elba”, “Los altillos de Brumal” y “El ángulo
del horror”, el miedo nace con el descubrimiento del fin de la infancia, que se vive siempre como
un trauma.

O, por lo menos, como un periodo de transición no siempre agradable. Se abandona un
mundo con su propio código de valores y se entra en otro aún por configurar. La
adolescencia es muy a menudo la indefinición, la perplejidad ante el entorno, la
insatisfacción. Una etapa doliente. Atrás queda la magia de la infancia, esa facilidad para
borrar los límites entre juego y realidad, soñar despiertos o creer, en definitiva, que todo o
casi todo puede ser posible.
6. “Los altillos de Brumal” es un cuento complementario de “Mi hermana Elba”. Ambos se
desarrollan en 1954, y si la niña de “Mi hermana Elba” escapa de la infancia, dejándola atrás con
una mirada cruel, en “Los altillos de Brumal” se recorre el camino contrario, y el personaje
regresa a Brumal para reencontrarse con una infancia que no ha terminado de cerrar.

Así es. La narradora de “Mi hermana Elba” se despide de la infancia- y de su hermana-
con el beso de Damian y entra en esa etapa imprecisa y rara de la que acabamos de hablar :
la adolescencia. Sus antiguos juegos se le antojan “infantiles”, solo piensa en si misma, en la
importancia que se da en el funeral, en su papel protagónico y en la presencia de Damian.
Una nueva vida se abre ante ella y eso, de momento, es lo único que le importa…En cuanto
a Adriana ocurre precisamente lo contrario. Es arrancada de Brumal, su lugar de origen,
conminada a olvidar, obligada a integrarse en un mundo convencional, distante años luz de
la aldea perdida entre tierras áridas. Pero Adriana - Anairda en su lugar de origen- , pese a
los esfuerzos de su madre, no olvidará. Por lo menos del todo. Y ,de vuelta a Brumal,
abrazará “algo poderoso “, “una de las caras de la vida a la que tenía acceso por derecho
propio”. Y ya no digo más. Brumal es un pueblo “maldito” al que los pueblos vecinos
miran con recelo y temor aunque hayan olvidado la causa.

7. ¿Puede hablarnos de sus autores preferidos de relato corto, y cuáles han influido más en el
origen y formación de su obra?

Siempre me ha resultado difícil hablar de influencias; prefiero hablar de fascinaciones. La
más antigua tiene que ver con la narración oral. Las historias truculentas y maravillosas
que me contaban de pequeña, al acostarme. Cuentos, leyendas, sucesos inexplicados…Y la
primera vez que oí hablar de un señor llamado Poe y de una casa impresionante conocida
como “La casa Usher”…Lo he recordado infinidad de veces. Antes de leer a Poe, me lo
contaron. Mi hermano Pedro, un día de lluvia, nos contó a las hermanas esa historia
magnífica… Y otra fascinación: “Jennie”, la extraordinaria película de Dieterle con
Jennifer Jones y Joseph Cotten como protagonistas. No recuerdo cuántos años tenía
entonces. Doce o trece, probablemente. Lo que nunca olvidaré es la maravillosa impresión
que me produjo. Allí estaba todo lo que me obsesionaba o, mejor - quizás “obsesión”
resulte demasiado contundente-, lo que intuía, lo que deseaba, el lugar a donde se
encaminaban mis ensoñaciones… “Jennie” - Portrait of Jennie en el original- es una
seductora historia de amor, pero sobre todo una burla del espacio y del tiempo. Y yo, en
aquella época - y lo digo de un tirón antes de que me arrepìenta- creía en la posibilidad de
esa burla, de traspasar los límites de lo visible, de encontrarme de pronto en un mundo
paralelo….¿Fantasías de críos? Posiblemente. Y fantasías, también, de muchos cuentos de
críos. Pero aquella era una película “seria” que no iba destinada a un público infantil .!Ni
muchísimo menos! Y eso me impresionó. “Jennie” no sólo me arrebató; me ayudó
enormemente en una etapa especialmente difícil. Fue como si me dijera:”No estás sola”.
8. Escoja alguno de sus relatos preferidos, por el motivo que sea, de cualquiera de sus libros:
háblenos del modo en que surgió, cuánto le llevó, alguna anécdota curiosa que rodeara su
escritura.

Como casi siempre hablo de “Elba”, hoy lo haré de “La fiebre azul”. La verdad es que su
origen es un tanto raro. “La fiebre” nació del aburrimiento, del error, o, si se quiere, de un
relato fallido de cuyo nombre no quiero acordarme… Me explicaré. Llevaba ya mucho
tiempo en un cuento en concreto. Demasiado. Lo había empezado con verdadera pasión,
pero en el proceso de escritura -ese proceso en el que se descubren tantas cosas- algo
ocurrió y no precisamente envidiable. Me metí sin darme cuenta en un callejón, el cuento se
alargaba, perdía energía, fuerza…El aliento original me había abandonado o tal vez había
equivocado el tono, no lo sé. En estos casos cuesta rendirse a la evidencia. No todo está tan
mal. Siempre hay pasajes a los que agarrarse, pequeños hallazgos, la propia idea
motora…!qué sé yo!. Y también las horas de dedicación que , en este caso, habían sido
muchas. Pero ,por fortuna, en un momento dado me revelé. O aterricé, que es casi lo
mismo. El cuento no era largo ; era eterno. Y mucho peor: me aburría soberanamente. Lo
demás vino por si mismo. Lo rompí en mil pedazos y , al hacerlo, sentí que por fin me
liberaba de un lastre. Y me entraron unas ganas tremendas de viajar, de divertirme… Fue
así como, casi sin pensarlo, me encontré viajando sobre el papel, recorriendo el corazón de
Africa, alojándome en el Hotel Masajonia o discutiendo con el Padre Berini…Escribí “La
fiebre Azul” en un estado casi hipnótico y , cuando lo acabé, lo úni a “El Moscardón” y a
“Parientes pobres del diablo”. Allí había un libro. Los cuentos aparecen en el orden inverso
al de su creación. Y el verdadero “autor” de “La fiebre”, el estímulo o el acicate, es
precisamente el cuento que no está.

9. Una de las quejas de los cuentistas más jóvenes es la inexistencia en los suplementos, por lo
general, de una crítica literaria especializada en relato, que comente el género desde sus claves
propias. ¿Cree que esto ayudaría a la normalización del cuento, a que ocupara definitivamente el
lugar que le corresponde?

¿ Y no ocurriría, quizás, todo lo contrario? Pienso que encerrar a los cuentistas en unas
columnas predeterminadas tendría algo de segregación, y probablemente lo que se lograría
sería apartar a todo aquel que no estuviera interesado desde el principio en el género. Las
pasarían por alto. Prefiero que cuentos y novelas convivan juntos pero no revueltos bajo el
epígrafe “Narrativa”. Y el buen crítico, por otra parte, conoce de sobra las claves propias
del relato y no tiene reparo en dedicar sus páginas unos días a la novela y otros al cuento,
indistintamente. El buen crítico, claro.

10. El relato “Mi hermana Elba” es fascinante y maestro por el modo en que va apareciendo la
información. Es muy difícil mostrar en un cuento tan claramente como aquí la evaporación de la
infancia, y creo que se logra porque al principio no sabemos nada de Elba –la inconsciencia de la
infancia, percibiendo sin ver- y conforme conocemos detalles de los personajes y la historia se
asienta, la protagonista se acerca a la adultez y se aleja de la infancia. Es una historia sobre los
tránsitos vitales.
Y para mí siempre tendrá un lugar de honor en el recuerdo. No fue cronológicamente mi
primer cuento , pero tengo muy claro que gracias a”Elba”, a todo lo que desperté sobre el
papel, pude seguir escribiendo.

11. Hay una frase en “Mi hermana Elba” que define muy bien el modo en que muestra la
infancia: “Muchas de mis compañeras se hallaban internadas por circunstancias similares e
incluso, en mi misma clase, había dos huérfanas, condición que en un principio envidié, pero a la
que terminé por no conceder, como la mayoría, ninguna importancia”. En ese cuento, de final
terrible, se ve a la perfección la mezcla de fantasía y maldad que anida en cualquier niño. ¿Es ése
uno de los temas más sugerentes de la literatura fantástica?

Y de la literatura en general, sin adjetivos. La infancia, con su particular código de valores,
y el paso a la adolescencia ,esa indefinición. Pero ya no pienso en la narradora de “Elba”
(que, por cierto, no tiene nombre), pienso ahora en dos personajes radicalmente distintos.
En Antoinette, la protagonista de “El Baile” de Irene Némirovski, capaz de la más terrible,
impulsiva, perfecta e incruenta venganza adolescente. Y en Keyla Rencor, todo un hallazgo.
Keyla es la narradora-protagonista de “Rencor”, la última novela de Oscar Collazos. La leí
el pasado Enero, a la vuelta de una pequeña estancia en Cartagena de Indias, invitada por
el Hay Festival, y todavía, al recordarla, me siento tocada en lo más hondo. ”Rencor” no
tiene nada de “fantástica”. Todo lo contrario. La Cartagena que nos ofrece Collazos es
brutalmente real. Y Kelya un prodigio. Se trata de aquellos milagros o posesiones que
ocurren a veces; pocas, pero ocurren. Collazos se ha metido plenamente en la piel de una
adolescente que narra su tremenda vida ante unas supuestas cámaras de cine o de
televisión. Es de lo más crudo - y al tiempo tierno- que he leído en los últimos tiempos. Y de
lo mejor.

12. Sus libros evidencian influencias de la literatura inglesa de finales del XIX y principios del
XX: Stevenson, Conrad, James, mucho James, incluso de ese mundo fascinante del cine de
sesión doble y de aventuras, con junglas amenazadoras y visillos que se mueven, personajes que
duermen envueltos en mosquiteras, barcos comandados por capitanes más que sospechosos. Esa
visión “victoriana” del fantástico parece más presente que las posibles influencias del fantástico
cotidiano de Cortázar u otros autores hispanoamericanos. ¿Es así? ¿Cómo se incubó en usted el
amor hacia lo inquietante?

Quizás por lo que recordé antes. Las historias de miedo que me contaban para dormir.
Aquellas nanas tan especiales que hoy nos parecerían incomprensibles o fuera de toda
corrección dominante. Muchísimos libros de la inolvidable colección Cadete. Y las
películas, claro. Las de aventuras, de espadachines o también de safaris donde la única nota
discordante era la presencia de la mujer, generalmente una tontaza, que iba cayendose por
todas partes y poniendo a las expediciones en aprietos.

13. Me parecería muy interesante que reflexionara sobre el tema de la extensión del cuento. Sus
cuentos son bastante largos y se escapan de los corsés de las diez-quince páginas. Incluso en
“Parientes pobres del diablo” sobrepasan con mucho las medidas convencionales.
Les doy siempre la extensión que, creo, me piden. Me pongo a su servicio, por decirlo así. Y
si algo me preocupa es la intensidad, no la extensión. Un cuento siempre va más allá del
número de páginas.

14. Háblenos de algún relato que en un momento de su vida le perturbara o impresionara por
algún motivo especial, con el que viviera una de esas epifanías que tanto nos gustan a los
escritores.

“La Resucitada” de Emilia Pardo Bazán. Y tambien, en un registro completamente
distinto, “El bailarín del abogado Kraykowski” de Witold Gombrowicz. El primero me
parece un ejemplo de concisión , de intensidad, de sabiduría. La peripecia de una dama ,
Doña Dorotea de Guevara, que la noche anterior a su entierro se descubre con vida, y, feliz
y alborozada (¡pobre ingenua!), decide regresar al hogar y dar una alegría a su amadísima
familia. …Y el segundo , una pesadilla deliciosa. El autor da en el clavo acertando
plenamente en la mirada. El que habla es el “bailarín”, el obsesivo perseguidor del
abogado. No digo más. Léanlo y disfrutenlo.

15. Fantaseemos. ¿Qué autor de cuentos extranjero le gustaría que hubiese sido español, que
hubiese formado parte de nuestra tradición, por su influencia beneficiosa para el cultivo del
género?

Ninguno. Cada uno tiene su biografía, su lugar de origen, sus circunstancias.... Y me gusta
que así sea. Hoffmann era alemán, Kafka de Praga, Gombrowicz polaco; Poe, London o
Lovecraft americanos, Rulfo mejicano, Borges y Cortazar argentinos, Conrad, polaco de
origen, británico de adopción, Maupassant francés, Henry James angloamericano, Pedro
Antonio de Alarcón y Pardo Bazán españoles… Pero todos forman parte de un universo
literario con mayúsculas en el que ni hay extranjeros ni cuentan las fronteras. Los veo
como una gran familia suspendida en el aire. Nuestra familia. No hace falta que hayan
nacido entre nosotros para considerarlos más cercanos.

16. Para terminar, acaba de aparecer la antología Perturbaciones (Editorial Salto de Página),
sobre cuento fantástico, en la que usted ha incluído “La mujer de verde”, y que recoge historias
desde su generación y la de Merino hasta autores nacidos en los setenta. ¿Qué le parece la cada
vez mayor afición de los nuevos cuentistas al relato fantástico?

Perturbaciones (en la que, le recuerdo, también usted está presente con “Los niños
hundidos”) es una excelente antología de Juan Jacinto Muñoz Rengel que, como él mismo
apunta en el prólogo, viene a complementar otra que me parece igualmente interesante. Me
refiero a La Realidad Oculta de David Roas y Ana Casas, centrada en los “cuentos
fantásticos españoles del siglo XX”. Para mí estas antologías me resultan de gran utilidad.
Gracias a Perturbaciones , por ejemplo - que incluye fechas más recientes que su
antecesora y entra de pleno en el siglo XXI - estoy descubriendo a varios cuentistas de los
últimos años de los que, inexplicablemente, no tenía noticia. Ahora, solventada esta
carencia, me he hecho con todos sus títulos y he empezado a leerlos. Y bien, esa renovada
afición al cuento fantástico, de la que me habla, me parece digna de encomio. O, si me
apura, me conformo con la creciente afición al cuento a secas. Cada vez somos más. Eso es
lo mejor que le puede ocurrir al cuento.




4. Un cuento de Cristina Fernández Cubas (www.tusquetseditores.com)
Mundo
 Yo tenía quince años cuando me enteré de que el demonio se llamaba nylon y a él, y
sólo a él, deberíamos achacar los malos tiempos que se avecinaban. Me dijeron
también que el mundo era cruel y pernicioso. Pero eso lo sabía ya, mucho antes de
atravesar la herrumbrosa verja del jardín, escuchar sorprendida el lamento de los
goznes oxidados y preguntarme, bajo un sol de plomo y con el cuerpo magullado por el
viaje, cuántas chicas de mi edad habrían franqueado aquella misma verja y escuchado
el chirriante y sostenido auuuu..., un saludo que tenía algo de consejo o advertencia.
El conductor del coche de alquiler acababa de enjugarse el sudor de la frente con un
pañuelo a cuadros y miraba hacia la abultada baca del Ford como si tomara aliento
para emprender la parte más molesta de su cometido. Mi padre había apalabrado hasta
el último detalle. Me conduciría a mi destino, acarrearía el equipaje a través del jardín
hasta el portón de madera y entonces, sólo entonces, podía volver al coche y regresar
al pueblo. Y aunque al principio el chófer protestó –se necesitaba por lo menos la
fuerza de dos hombres para mover la pesada carga–, el tintineo de unas monedas
primero y un expectante silencio después –el momento, imagino, en que mi padre tras
rebuscar en sus bolsillos daba al fin con uno de esos billetes que por las noches
gustaba de contar, doblar, desdoblar o mirar al trasluz– terminaron por disipar sus
reticencias. Yo no asistí al pacto. Me hallaba en la habitación de al lado, en el
dormitorio, sentada sobre la cama, sin acertar a pensar en nada en concreto,
acariciando –aunque es posible que tampoco me diera cuenta– el traje de novia que
había pertenecido a mi madre, y evitando mirar hacia la pared, donde estaban las
fotografías de la boda, algunos grabados, un espejo. Pero sí podía oírlos. Y el
propietario del coche terminó diciendo: «Bueno. Por tratarse de usted». Y luego:
«Saldremos temprano, a las siete. No me gustaría sufrir una avería en la carretera bajo
este sol de justicia».
No sufrimos ninguna avería pero tampoco nos libramos del sol, que cayó a plomo sobre
el coche durante las cuatro horas que duró el trayecto. Yo iba detrás, tal y como había
dispuesto mi padre, mirando a ratos a través de la ventanilla abierta pero
contemplándome sobre todo en el retrovisor, el pelo despeinado por el aire, la cara
bañada en sudor y los ojos vidriosos, pestañeando ante el polvo del camino, hasta que
alcanzamos la carretera y el conductor, después de advertirme de que a partir de ahí la
calzada no presentaba ningún problema y muy pronto entraríamos en la ciudad,
encendió un cigarrillo y despreocupadamente empezó a cantar: Yo me quería casar...
Pero se interrumpió de golpe y volvió a su mutismo. A través del espejo le noté
confuso, molesto consigo mismo, sin saber si excusarse o no, fingiendo un ataque de
tos que nos salvó a los dos de cualquier comentario. Estaba sudando, casi tanto como
horas después, cuando acababa de acarrear mis enseres hasta el portón de madera,
yo accionaba la campanilla y él, sabiendo que no tenía por qué permanecer allí un
minuto más, pero al tiempo buscando una frase adecuada a las circunstancias, sólo
acertó a pronunciar: «Bueno, pues nada, que le vaya bien». Y de nuevo confuso,
molesto ante su redoblada torpeza, cabeceó a modo de despedida, deshizo el camino
del jardín y, fuera ya de mi alcance, cerró la verja de golpe. Lo oí todo con nitidez. El
golpe, los pasos, pero sobre todo el eco de los goznes oxidados. Un chirrido que ahora
se traducía en palabras. Porque aquel auuuu que momentos atrás me pareciera un
saludo, un consejo, una advertencia, se había transformado en adiooos. Un adiós
sostenido, irrevocable, contundente.
Pero no tuve tiempo de preguntarme nada. De admirarme de que las verjas
herrumbrosas pudieran hablar o de atribuir al calor una ilusión de los sentidos.
Enseguida la despedida que me espetaba la cancela se mezcló con el saludo que una
voz, desde lo alto, se empeñaba en repetir, y al que yo contesté con una frase
aprendida. Y, tal como se me había dicho que iba a ocurrir, no vi a nadie, pero sí tuve
la sensación de sentirme observada, no por un par de ojos, sino por cientos, por miles
de ojos ocultos tras las celosías de las ventanas. Y esperé. No mucho. Sólo unos
segundos. Pero el pesado portón no se abrió como yo había imaginado –con una llave
también herrumbrosa, una vuelta, dos, tal vez hasta quince vueltas–, sino que de
pronto me encontré ante un corredor fresco y umbrío, un juego de poleas maniobrando
en silencio, y, al fondo, una silueta oscura que avanzaba hacia mí, con la frente muy
alta y los brazos extendidos.
–Bienvenida, hija. Bienvenida seas.
Y enseguida, como también yo avanzara hacia ella, olvidada del viaje, del bochorno, de
cualquier otra cosa que no fuera el agradable frescor que se respiraba en el pasillo, la
voz añadió:
–Pero, Carolina, ¿cómo has venido tan ligera? ¿No has traído nada contigo?
Y fue entonces cuando contesté algo que durante mucho tiempo me sería celebrado,
algo a lo que, en aquellos momentos, no concedí la menor importancia, pero que aún
ahora, a pesar de los años, recuerdo como si fuera ayer y no puedo menos que reírme.
–Afuera –dije ingenuamente– he dejado el mundo.
Se lo había oído muchas veces a mi padre. Lo importante en la vida era entrar con
buen pie. En el trabajo, en el matrimonio, en cualquier empresa que se acometiera.
Pero, ¡oh amigos! (porque a mi padre, que casi nunca hablaba conmigo, le gustaba
perorar algunas noches de invierno al calor de la lumbre, junto al párroco, la
bibliotecaria, el farmacéutico, cualquiera de las escasas visitas que se decidían a
atravesar los campos y llegar hasta La Carolina, la casa más alejada del pueblo),
¿cómo se conseguía tan rara y especial habilidad? Y entonces, después de remover
las ascuas en silencio, recordaba en voz alta algunas ocasiones de su vida en las que
había conseguido lo que había conseguido gracias a ese don, a ese aprovechamiento
de la oportunidad, para terminar enumerando (y se refería a peones, a jornaleros, a
vecinos) una larga lista de todos aquellos que jamás conseguirían lo que se
propusiesen. Pero de reojo me miraba a mí. Y yo sabía entonces lo que el
farmacéutico, el párroco o la bibliotecaria estaban pensando (porque de lo que no
había ninguna duda es que no se entra en la vida con buen pie cuando tu nacimiento
trae consigo la muerte de tu madre) y me apresuraba a rellenar las copas, a dejar la
botella a su alcance y a retirarme al dormitorio.
Pero aquel día caluroso de agosto yo había entrado en mi nueva vida con buen pie. A
madre Angélica le había hecho mucha gracia mi respuesta. No tuvo ningún reparo en
confesármelo enseguida cuando, con ayuda de otras hermanas, entramos el baúl y,
poco después, ya solas ella y yo, en su despacho de superiora: «Hacía tanto tiempo
que no escuchaba esa palabra, que por un momento pensé...». Y se puso a reír.
«Nunca hubiera creído que los jóvenes de hoy usaran aún ese término. Pero mira, aquí
debe de estar...» Acababa de calarse unas gruesas gafas de carey y extendía sobre la
mesa un manojo de llaves sujeto a un cordón que llevaba prendido de la cintura. Las
pasó una a una hasta dar con la que estaba buscando. Una llave plana, achatada, muy
semejante a otras, pero que no debía de usar con frecuencia porque ahora su rostro se
había iluminado y, sin dejar de sonreír, abría un armario macizo y tosco, y se hacía con
un libro.
–Mundo, mundo... Aquí está: «Baúl». Así de simple. Veamos ahora en una
enciclopedia. Mundo: «Orbe»... No interesa...
Al principio no entendí muy bien por qué la abadesa se tomaba tanto trabajo en
verificar algo tan sencillo. Pero con el tiempo, con aquellos años que tan lentamente
transcurrieron, comprendería que a madre Angélica le gustaba leer, trajinar con libros,
acariciar sus cubiertas y aprovechar cualquier ocasión para darle la vuelta a la llave y
hacerse con aquellos tesoros que la vida de oración y recogimiento aconsejaba guardar
sobre seguro. Entonces no podía saberlo. Entonces apenas si sabía que no debía
dejarme impresionar por la vida de durezas y privaciones, que las superioras suelen
exagerar para medir el ánimo de novicias y postulantes, que la vida en el convento no
sería peor que un retorno a La Carolina, y que tenía que mostrarme dispuesta y
obedecer en todo, no fuera que madre Angélica se arrepintiera de su decisión y a mí no
me quedara más remedio que deshacer el viaje. Por eso recuerdo tan bien mi primer
día en el convento. Palabra por palabra, silencio por silencio. La expresión de madre
Angélica cuando le entregué el sobre. El leve temblor de sus manos y la rápida
composición de su figura. Un ligero estremecimiento cuando, con los dedos
jugueteando aún con el papel, la superiora mencionó al padre José. «El padre José»,
dijo lentamente, «nos ha hablado mucho de ti.» Y, en el breve silencio que siguió luego,
mis mejillas encendidas, los ojos bajos, un remolino interior que amenazaba con
delatarme, un nudo en la garganta que sólo se deshizo cuando la superiora prosiguió
impertérrita. «De tu vocación.» Y entonces, súbitamente tranquilizada, asistí a la
enumeración de privaciones y sacrificios, de horarios y tareas, tal como esperaba, tal
como se me había dicho que sucedería. Pero la voz de la superiora era mucho más
amable que la del padre José imitando la voz de la superiora. Y, fuera de aquel instante
en el que sus manos temblaron levemente al tomar contacto con el sobre –con un
temblor que yo conocía bien, el mismo con el que mi padre la noche anterior había
contado billete tras billete o untado de cola el ribete del envoltorio–, todo en sus
maneras parecía celebrar mi llegada. «Esto no es el castillo de irás y no volverás»,
decía ahora, risueña, como si durante largo tiempo hubiera esperado a pronunciar esta
frase o recordara una vez, hacía ya mucho, cuando otra superiora pronunció esta frase.
Y después: «Eres muy joven y te quedan algunos años para profesar. Pero no vamos a
hacer ningún distingo. Tu vida será exactamente igual que la nuestra. Es mejor así.
Desde el principio. Y si cunde el desánimo, ya sabes. Para ti las puertas están aún
abiertas». Y yo asentía. Y ahora seguía la mirada de madre Angélica a través de una
ventana entornada que daba a un huerto y observaba a una monja con mandil,
arrodillada, recogiendo tomates, arrancando lechugas. Como doña Eulalia. De pronto
me acordé de doña Eulalia y sus palabras al despedirme junto al coche. «Pobre niña, a
ti también te han engañado.» Pero qué podía saber doña Eulalia de quién engañaba a
quién, de cómo era yo, de lo que era capaz de imaginar aunque fuera en sueños.
–Sí. Eres muy joven aún... O tal vez no. Tal vez hayas llegado a la edad adecuada.
Aquí no se envejece, ¿sabes?
La abadesa no esperaba ninguna respuesta. Acababa de abrir la ventana de par en par
y parecía como si aquel huerto recoleto, rodeado de un muro, invadiera de pronto el
oscuro despacho. En aquel momento la monja del mandil se había puesto a saltar.
Ahora madre Angélica sonreía.
–Es madre Concepción. ¿Cuántos años dirías que tiene? Ni ella misma lo sabe. Entró
aquí muy jovencita, como tú, mucho antes de que me hiciera cargo del convento. Por
eso todas la llaman madre Pequeña.
Y luego, como si el exceso de luz la desviara de su cometido, volvió a entornar la
ventana y me pidió la llave del mundo.

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Dossier Cristina Fernandez Cubas[1]

  • 1. Dossier sobre Cristina Fernández Cubas 1. Nota biográfica 2. Crítica de Todos los cuentos 3. Entrevista a Cristina Fernández Cubas 4. Un relato de Cristina Fernández Cubas Cristina Fernández Cubas { Arenys de Mar, 1945 } 1. NOTAS BIOGRÁFICAS Cristina Fernández Cubas nació en Arenys de Mar (Barcelona) en 1945. Es autora de cinco libros de relatos –Mi hermana Elba, Los altillos de Brumal, El ángulo del horror, Con Agatha en Estambul y Parientes pobres del diablo–, dos novelas –El año de Gracia y El columpio–, una obra de teatro –Hermanas de sangre– y un originalísimo libro de memorias narradas, Cosas que ya no existen, títulos que han recibido un caluroso tratamiento por parte de la crítica y del público y que configuran uno de los universos literarios más singulares de la literatura contemporánea. Con la recopilación de sus relatos Todos los cuentos en 2008 obtiene los premios Ciutat de Barcelona, Salambó, Cálamo y Tormenta de 2008. Su obra está traducida a diez idiomas. Obras 1. Mi hermana Elba. Barcelona: Tusquets, 1980. Cuentos. 2. El vendedor de sombras. Barcelona: Argos Vergara, 1982. Cuento. 3. Omar, amor. Cuento. En: Doce relatos de mujeres. Navajo, Ymelda (ed.) . Madrid: Alianza, 1982, pp. 17-20. Cuentos. 4. Los altillos de Brumal. Barcelona: Tusquets, 1983. Cuentos. 5. El año de Gracia. Barcelona: Tusquets, 1985. Novela. 6. Parientes pobres del diablo. Tusquets. 1988. Relatos. 7. El ángulo del horror. Barcelona: Tusquets, 1990. Cuentos.
  • 2. 8. Con Agatha en Estambul. Barcelona: Tusquets, 1994. Cuentos. 9. Calamito. Madrid: Santillana, 1994. Guía. 10. El columpio. Barcelona: Tusquets, 1995. Novela. 11. Drácula de Bram Stoker, un centenario : vampiros -, 1997. Ensayo. 12. Hermanas de sangre. Barcelona: Tusquets, 1998. Teatro. 13. Cosas que ya no existen. Lumen. 2001. Memorias. 14. Todos los cuentos. Tusquets. 2008. Relatos. 2. Crítica de Todos los cuentos (por Sonia Hernández en: www.letraslibres.com ) Cristina Fernández Cubas (Arenys de Mar, Barcelona, 1945) se la ha reivindicado desde la literatura fantástica o de terror, desde el feminismo más ávido de militantes ilustres e, incluso, como miembro representativo de la gauche divine. Sin embargo, el codiciado objeto de deseo –una de las firmas más originales y sólidas de la literatura española de las últimas décadas– se distancia de todas las etiquetas. De igual forma que en sus cuentos el lenguaje hace que todo sea posible, en la realidad que se vive las habilidades y manipulaciones del lenguaje obligan a desconfiar de cuanto muestran. El principal de los muchos aciertos de Todos los cuentos, la recopilación de los cinco libros de narrativa breve publicados hasta ahora por Fernández Cubas que se acompaña de un orientador prólogo firmado por uno de los especialistas en el género, el profesor y crítico Fernando Valls, es la posibilidad que ofrece a los lectores de adentrarse en el universo que Fernández Cubas ha ido creando relato a relato durante más de treinta años. No se trata de una autora demasiado prolífica, sino más bien al contrario, pero cuando el lector se halla ante Todos los cuentos llega a saber, a inferir, que la autora no sólo construye su mundo cuando escribe o publica, sino que, como buenas historias que son, éstas continúan creciendo más allá de las páginas que les dan cobijo, trascendiendo a su creadora y a sus lectores. Por eso inquieta el frecuente tema del doble en sus cuentos, la mermelada elaborada en un pueblo de nombre tan fascinante como Brumal o el lenguaje incomprensible que unos padres inventan para un adolescente que –según se mire– parece un discapacitado o un bello joven de inteligencia sobrenatural. Ésta es una de las claves y de los hallazgos en una literatura en la que el descubrimiento es uno de los fundamentos –los descubrimientos a cargo de los personajes y los que la autora regala a quien los lee: la realidad, la fantasía o la imaginación no dependen sino de quien las decodifica, de quien sabe verlas desde el ángulo preciso. “El ángulo del horror”, un cuento del que se puede decir muy poco si no se quiere desvelar su magia, resulta, en este sentido, muy ilustrativo de lo que es la narrativa de Cristina Fernández Cubas: la búsqueda del ángulo de visión en el que converge el mayor número posible de perspectivas y los matices que no se aprecian si
  • 3. no se está en la posición correcta. Sucede, a veces, que lo que vemos sin estar acostumbrados o aquello en lo que reparamos por primera vez a pesar de llevar mucho tiempo mirando y observando, asusta y se convierte en una amenaza. De ahí que se quiera enmarcar a esta autora en el género de lo fantástico. Los hallazgos y el descubrimiento de nuevos significados están inevitablemente ligados a la infancia, otro de los temas fundamentales en la obra de Fernández Cubas. Los estrictos colegios religiosos, los internados cerca de su mar natal, las desiguales relaciones entre hermanas o las primeras amigas recrean un mundo infantil donde cualquier descubrimiento se vive como una revelación en un ambiente de misterio. La información o conocimiento vetados a los más pequeños hace que éstos construyan una realidad a su medida, como en el caso de “Mi hermana Elba”, que no puede sino desarrollarse en unas coordinadas llenas de magia. Éstas, aunque se olvidan con el tiempo, acaban surgiendo en un momento u otro: así le sucede a la anciana Emilia, protagonista de “El moscardón”, cuando al final de su vida vuelve a reunirse con sus compañeras de estudios y fiestas. De nuevo todo depende de la perspectiva o del ángulo de visión que se adopte, porque tanto lo bello como lo terrorífico forman parte de la misma realidad. Un universo tan complejo y tan repleto de matices, que ha evolucionado tan coherentemente desde sus primeros relatos hasta los más recientes, con puertas o ventanas por doquier dispuestas a abrirse para proporcionar nuevos descubrimientos, no se construye tan sólo gracias a la inteligente estructura de las narraciones, en la que Fernández Cubas demuestra una habilidad innegable, sino que se fundamenta en gran parte en la capacidad del lenguaje para sorprender y sugerir. Aunque se trata de una prosa ágil, la elaboración y el cuidado de la lengua es tal que ni una palabra es excedente ni superficial. El mundo –en la acepción de baúl de la palabra– que la aspirante a novicia deja “afuera”, a las puertas del convento, es una muestra. Podría parecer, como dice la protagonista del cuento “Mundo”, un simple juego de palabras, pero no lo es, puesto que en la narrativa de esta autora catalana hay un claro y poderoso empeño en devolver al vapuleado castellano su riqueza léxica y semántica, los matices que sólo las palabras –como las diferentes perspectivas en el caso de la visión– pueden dar a la realidad. En la continuación que escribió para “El faro”, el relato inacabado de Poe, a sugerencia de una editorial, Fernández Cubas vuelve a demostrar de nuevo todas sus habilidades, la de la manipulación y dominio del lenguaje incluida, en lo que constituye un cierre perfecto para un libro magistral. ~
  • 4. 3. Entrevista a Cristina Fernández Cubas (elsindromechejov.blogspot.com ) Cristina Fernández Cubas: “Los grandes cuentistas son nuestra familia” En el úlltimo año se ha producido un raro fenómeno en el mundo del cuento en español. Tusquets decidió recopilar en un solo tomo todos los cuentos de Cristina Fernández Cubas (Arenys de Mar, 1945) consiguiendo para su autora un reconocimiento unánime y la consagración de una carrera que no lo necesitaba por su enorme prestigio pero que tiene, además, los notables efectos secundarios de, más allá de los premios recibidos (Salambó, Cálamo, Ciutat de Barcelona, Tormenta) incorporar a un gran número de lectores a su mundo fantástico poblado por identidades turbias. Qué mejor entrevista que esta para iniciar la cuarta temporada de Las entrevistas del síndrome. 1. La aparición de Todos los cuentos s ha significado para usted el esplendor de su reconocimiento literario. A la manera del libro rojo de Cheever o la edición de los cuentos de Cortázar en Alianza, este tipo de recopilaciones de relatos completos destilan una fascinación especial, casi mitomanía, para el lector de cuentos. ¿Por qué? Supongo que porque allí está todo. La evolución, las obsesiones, las constantes, las relaciones secretas entre algunos cuentos… Y el lector, más que leer, no tarda en sumergirse en un mundo y hacerlo propio. 2. Fernando Valls, que ha escrito el prólogo de esta edición, establece un antes y después en el cuento contemporáneo español con la publicación de “Mi hermana Elba”, en 1980. Los avatares de aquel libro antes de ver la luz son significativos de la suerte del cuento en esos tiempos tan esquivos al género. Sin embargo, usted ha sido fiel a Tusquets –y Tusquets a usted- y ha publicado con ellos todos sus cuentos desde entonces, hasta este Todos los cuentos. ¿Le ha sido difícil persistir, durante estos treinta años, en el camino del cuento? Más difícil me parecería lo contrario. Dejar de escribir cuentos simplemente porque al mercado no le caigan en gracia. Siempre he estado segura del cuento, un género que me sigue apasionando igual que el primer día. Y, sobre todo, nunca he dudado de que un escritor deba permanecer al margen de modas y criterios mercantiles. Casi seguro de que, por ese camino, no se hará millonario. Pero se encontrará a gusto con lo que hace, con sus lectores y consigo mismo. Eso es lo importante.
  • 5. 3. En “Lúnula y Violeta” se lee: “En cierta forma, mi amiga pertenecía a la estirpe casi extinguida de narradores”. En “La fiebre azul”, de Parientes pobres del diablo, hay una divertida escena en que un personaje aburre al protagonista con su defectuosa narración: “Me contó su vida. Paso a paso. No voy a consignarla aquí porque no viene a cuento… De la Motte desconocía la elipsis, no parecía dispuesto a ahorrarme el menor detalle, y su voz resultaba monótona y plana como una salmodia”. Reivindica orgullosamente el papel noble del narrador de historias. Que nunca será valorado lo suficiente. La narración oral es un arte y el buen narrador un artista. A menudo ,cuando alguien ha contado algo - una historia, un recuerdo, una anédota ,lo que sea- con notable habilidad, alguien en la reunión suele proponer enseguida :¿”Por que no lo escribes?”. Y , la verdad, no estoy muy segura de que el buen narrador oral sea al mismo tiempo un excelente escritor. Por lo menos no forzosamente. Otros son los medios, las posibilidades, el juego con la voz, el dominio de las pausas…. A mi me basta con retener el recuerdo en el aire. Es un arte efímero. Como la cocina. Pero queda el recuerdo. Ese rato incomparable en que el contador de historias nos ha llevado donde ha querido. 4. En el maravilloso “El ángulo del horror” la protagonista descubre que a las personas que le rodean y quiere les va ocurriendo algo, así, en cursiva. En “La fiebre azul” reaparece esa idea: “Allí hay… algo”. Ambos relatos, emparentados, analizan el lugar en el que nace la inquietud, el miedo, el trastorno, lo otro, pero también es un estudio literario del ángulo desde el que se quiere contar el horror. Y el instrumento perfecto, parecen decir sus cuentos, es el punto de vista. O, quizá, más que el punto de vista, yo diría la mirada.”La fiebre” está narrada en primera persona; “El ángulo”, en tercera. Pero no es una tercera persona omnisciente. En realidad va descubriendo lo que sucede al mismo tiempo que Julia. Es, en cierta forma, la voz de Julia. Al igual que Julia quiere a Carlos, se intriga y preocupa por su conducta , desvela la causa de su aparente enfermedad, y , también como Julia, se reconoce a sí misma ,al final del cuento, como un simple eslabón en una cadena maldita…La mirada me parece lo más significativo de cada autor. Lo más personal . Y, dado que “ el ángulo” puede ser tomado como una metáfora de esa mirada, no me atreveré a añadir “ e intransferible”. 5. Ese miedo también reside en el descubrimiento del “otro” que nos habita. En “Parientes pobres del diablo” la madurez ya no tiene vuelta atrás, pero en sus primeros libros, en esa trilogía magnífica que componen los cuentos “Mi hermana Elba”, “Los altillos de Brumal” y “El ángulo del horror”, el miedo nace con el descubrimiento del fin de la infancia, que se vive siempre como un trauma. O, por lo menos, como un periodo de transición no siempre agradable. Se abandona un mundo con su propio código de valores y se entra en otro aún por configurar. La adolescencia es muy a menudo la indefinición, la perplejidad ante el entorno, la insatisfacción. Una etapa doliente. Atrás queda la magia de la infancia, esa facilidad para borrar los límites entre juego y realidad, soñar despiertos o creer, en definitiva, que todo o casi todo puede ser posible.
  • 6. 6. “Los altillos de Brumal” es un cuento complementario de “Mi hermana Elba”. Ambos se desarrollan en 1954, y si la niña de “Mi hermana Elba” escapa de la infancia, dejándola atrás con una mirada cruel, en “Los altillos de Brumal” se recorre el camino contrario, y el personaje regresa a Brumal para reencontrarse con una infancia que no ha terminado de cerrar. Así es. La narradora de “Mi hermana Elba” se despide de la infancia- y de su hermana- con el beso de Damian y entra en esa etapa imprecisa y rara de la que acabamos de hablar : la adolescencia. Sus antiguos juegos se le antojan “infantiles”, solo piensa en si misma, en la importancia que se da en el funeral, en su papel protagónico y en la presencia de Damian. Una nueva vida se abre ante ella y eso, de momento, es lo único que le importa…En cuanto a Adriana ocurre precisamente lo contrario. Es arrancada de Brumal, su lugar de origen, conminada a olvidar, obligada a integrarse en un mundo convencional, distante años luz de la aldea perdida entre tierras áridas. Pero Adriana - Anairda en su lugar de origen- , pese a los esfuerzos de su madre, no olvidará. Por lo menos del todo. Y ,de vuelta a Brumal, abrazará “algo poderoso “, “una de las caras de la vida a la que tenía acceso por derecho propio”. Y ya no digo más. Brumal es un pueblo “maldito” al que los pueblos vecinos miran con recelo y temor aunque hayan olvidado la causa. 7. ¿Puede hablarnos de sus autores preferidos de relato corto, y cuáles han influido más en el origen y formación de su obra? Siempre me ha resultado difícil hablar de influencias; prefiero hablar de fascinaciones. La más antigua tiene que ver con la narración oral. Las historias truculentas y maravillosas que me contaban de pequeña, al acostarme. Cuentos, leyendas, sucesos inexplicados…Y la primera vez que oí hablar de un señor llamado Poe y de una casa impresionante conocida como “La casa Usher”…Lo he recordado infinidad de veces. Antes de leer a Poe, me lo contaron. Mi hermano Pedro, un día de lluvia, nos contó a las hermanas esa historia magnífica… Y otra fascinación: “Jennie”, la extraordinaria película de Dieterle con Jennifer Jones y Joseph Cotten como protagonistas. No recuerdo cuántos años tenía entonces. Doce o trece, probablemente. Lo que nunca olvidaré es la maravillosa impresión que me produjo. Allí estaba todo lo que me obsesionaba o, mejor - quizás “obsesión” resulte demasiado contundente-, lo que intuía, lo que deseaba, el lugar a donde se encaminaban mis ensoñaciones… “Jennie” - Portrait of Jennie en el original- es una seductora historia de amor, pero sobre todo una burla del espacio y del tiempo. Y yo, en aquella época - y lo digo de un tirón antes de que me arrepìenta- creía en la posibilidad de esa burla, de traspasar los límites de lo visible, de encontrarme de pronto en un mundo paralelo….¿Fantasías de críos? Posiblemente. Y fantasías, también, de muchos cuentos de críos. Pero aquella era una película “seria” que no iba destinada a un público infantil .!Ni muchísimo menos! Y eso me impresionó. “Jennie” no sólo me arrebató; me ayudó enormemente en una etapa especialmente difícil. Fue como si me dijera:”No estás sola”.
  • 7. 8. Escoja alguno de sus relatos preferidos, por el motivo que sea, de cualquiera de sus libros: háblenos del modo en que surgió, cuánto le llevó, alguna anécdota curiosa que rodeara su escritura. Como casi siempre hablo de “Elba”, hoy lo haré de “La fiebre azul”. La verdad es que su origen es un tanto raro. “La fiebre” nació del aburrimiento, del error, o, si se quiere, de un relato fallido de cuyo nombre no quiero acordarme… Me explicaré. Llevaba ya mucho tiempo en un cuento en concreto. Demasiado. Lo había empezado con verdadera pasión, pero en el proceso de escritura -ese proceso en el que se descubren tantas cosas- algo ocurrió y no precisamente envidiable. Me metí sin darme cuenta en un callejón, el cuento se alargaba, perdía energía, fuerza…El aliento original me había abandonado o tal vez había equivocado el tono, no lo sé. En estos casos cuesta rendirse a la evidencia. No todo está tan mal. Siempre hay pasajes a los que agarrarse, pequeños hallazgos, la propia idea motora…!qué sé yo!. Y también las horas de dedicación que , en este caso, habían sido muchas. Pero ,por fortuna, en un momento dado me revelé. O aterricé, que es casi lo mismo. El cuento no era largo ; era eterno. Y mucho peor: me aburría soberanamente. Lo demás vino por si mismo. Lo rompí en mil pedazos y , al hacerlo, sentí que por fin me liberaba de un lastre. Y me entraron unas ganas tremendas de viajar, de divertirme… Fue así como, casi sin pensarlo, me encontré viajando sobre el papel, recorriendo el corazón de Africa, alojándome en el Hotel Masajonia o discutiendo con el Padre Berini…Escribí “La fiebre Azul” en un estado casi hipnótico y , cuando lo acabé, lo úni a “El Moscardón” y a “Parientes pobres del diablo”. Allí había un libro. Los cuentos aparecen en el orden inverso al de su creación. Y el verdadero “autor” de “La fiebre”, el estímulo o el acicate, es precisamente el cuento que no está. 9. Una de las quejas de los cuentistas más jóvenes es la inexistencia en los suplementos, por lo general, de una crítica literaria especializada en relato, que comente el género desde sus claves propias. ¿Cree que esto ayudaría a la normalización del cuento, a que ocupara definitivamente el lugar que le corresponde? ¿ Y no ocurriría, quizás, todo lo contrario? Pienso que encerrar a los cuentistas en unas columnas predeterminadas tendría algo de segregación, y probablemente lo que se lograría sería apartar a todo aquel que no estuviera interesado desde el principio en el género. Las pasarían por alto. Prefiero que cuentos y novelas convivan juntos pero no revueltos bajo el epígrafe “Narrativa”. Y el buen crítico, por otra parte, conoce de sobra las claves propias del relato y no tiene reparo en dedicar sus páginas unos días a la novela y otros al cuento, indistintamente. El buen crítico, claro. 10. El relato “Mi hermana Elba” es fascinante y maestro por el modo en que va apareciendo la información. Es muy difícil mostrar en un cuento tan claramente como aquí la evaporación de la infancia, y creo que se logra porque al principio no sabemos nada de Elba –la inconsciencia de la infancia, percibiendo sin ver- y conforme conocemos detalles de los personajes y la historia se asienta, la protagonista se acerca a la adultez y se aleja de la infancia. Es una historia sobre los tránsitos vitales.
  • 8. Y para mí siempre tendrá un lugar de honor en el recuerdo. No fue cronológicamente mi primer cuento , pero tengo muy claro que gracias a”Elba”, a todo lo que desperté sobre el papel, pude seguir escribiendo. 11. Hay una frase en “Mi hermana Elba” que define muy bien el modo en que muestra la infancia: “Muchas de mis compañeras se hallaban internadas por circunstancias similares e incluso, en mi misma clase, había dos huérfanas, condición que en un principio envidié, pero a la que terminé por no conceder, como la mayoría, ninguna importancia”. En ese cuento, de final terrible, se ve a la perfección la mezcla de fantasía y maldad que anida en cualquier niño. ¿Es ése uno de los temas más sugerentes de la literatura fantástica? Y de la literatura en general, sin adjetivos. La infancia, con su particular código de valores, y el paso a la adolescencia ,esa indefinición. Pero ya no pienso en la narradora de “Elba” (que, por cierto, no tiene nombre), pienso ahora en dos personajes radicalmente distintos. En Antoinette, la protagonista de “El Baile” de Irene Némirovski, capaz de la más terrible, impulsiva, perfecta e incruenta venganza adolescente. Y en Keyla Rencor, todo un hallazgo. Keyla es la narradora-protagonista de “Rencor”, la última novela de Oscar Collazos. La leí el pasado Enero, a la vuelta de una pequeña estancia en Cartagena de Indias, invitada por el Hay Festival, y todavía, al recordarla, me siento tocada en lo más hondo. ”Rencor” no tiene nada de “fantástica”. Todo lo contrario. La Cartagena que nos ofrece Collazos es brutalmente real. Y Kelya un prodigio. Se trata de aquellos milagros o posesiones que ocurren a veces; pocas, pero ocurren. Collazos se ha metido plenamente en la piel de una adolescente que narra su tremenda vida ante unas supuestas cámaras de cine o de televisión. Es de lo más crudo - y al tiempo tierno- que he leído en los últimos tiempos. Y de lo mejor. 12. Sus libros evidencian influencias de la literatura inglesa de finales del XIX y principios del XX: Stevenson, Conrad, James, mucho James, incluso de ese mundo fascinante del cine de sesión doble y de aventuras, con junglas amenazadoras y visillos que se mueven, personajes que duermen envueltos en mosquiteras, barcos comandados por capitanes más que sospechosos. Esa visión “victoriana” del fantástico parece más presente que las posibles influencias del fantástico cotidiano de Cortázar u otros autores hispanoamericanos. ¿Es así? ¿Cómo se incubó en usted el amor hacia lo inquietante? Quizás por lo que recordé antes. Las historias de miedo que me contaban para dormir. Aquellas nanas tan especiales que hoy nos parecerían incomprensibles o fuera de toda corrección dominante. Muchísimos libros de la inolvidable colección Cadete. Y las películas, claro. Las de aventuras, de espadachines o también de safaris donde la única nota discordante era la presencia de la mujer, generalmente una tontaza, que iba cayendose por todas partes y poniendo a las expediciones en aprietos. 13. Me parecería muy interesante que reflexionara sobre el tema de la extensión del cuento. Sus cuentos son bastante largos y se escapan de los corsés de las diez-quince páginas. Incluso en “Parientes pobres del diablo” sobrepasan con mucho las medidas convencionales.
  • 9. Les doy siempre la extensión que, creo, me piden. Me pongo a su servicio, por decirlo así. Y si algo me preocupa es la intensidad, no la extensión. Un cuento siempre va más allá del número de páginas. 14. Háblenos de algún relato que en un momento de su vida le perturbara o impresionara por algún motivo especial, con el que viviera una de esas epifanías que tanto nos gustan a los escritores. “La Resucitada” de Emilia Pardo Bazán. Y tambien, en un registro completamente distinto, “El bailarín del abogado Kraykowski” de Witold Gombrowicz. El primero me parece un ejemplo de concisión , de intensidad, de sabiduría. La peripecia de una dama , Doña Dorotea de Guevara, que la noche anterior a su entierro se descubre con vida, y, feliz y alborozada (¡pobre ingenua!), decide regresar al hogar y dar una alegría a su amadísima familia. …Y el segundo , una pesadilla deliciosa. El autor da en el clavo acertando plenamente en la mirada. El que habla es el “bailarín”, el obsesivo perseguidor del abogado. No digo más. Léanlo y disfrutenlo. 15. Fantaseemos. ¿Qué autor de cuentos extranjero le gustaría que hubiese sido español, que hubiese formado parte de nuestra tradición, por su influencia beneficiosa para el cultivo del género? Ninguno. Cada uno tiene su biografía, su lugar de origen, sus circunstancias.... Y me gusta que así sea. Hoffmann era alemán, Kafka de Praga, Gombrowicz polaco; Poe, London o Lovecraft americanos, Rulfo mejicano, Borges y Cortazar argentinos, Conrad, polaco de origen, británico de adopción, Maupassant francés, Henry James angloamericano, Pedro Antonio de Alarcón y Pardo Bazán españoles… Pero todos forman parte de un universo literario con mayúsculas en el que ni hay extranjeros ni cuentan las fronteras. Los veo como una gran familia suspendida en el aire. Nuestra familia. No hace falta que hayan nacido entre nosotros para considerarlos más cercanos. 16. Para terminar, acaba de aparecer la antología Perturbaciones (Editorial Salto de Página), sobre cuento fantástico, en la que usted ha incluído “La mujer de verde”, y que recoge historias desde su generación y la de Merino hasta autores nacidos en los setenta. ¿Qué le parece la cada vez mayor afición de los nuevos cuentistas al relato fantástico? Perturbaciones (en la que, le recuerdo, también usted está presente con “Los niños hundidos”) es una excelente antología de Juan Jacinto Muñoz Rengel que, como él mismo apunta en el prólogo, viene a complementar otra que me parece igualmente interesante. Me refiero a La Realidad Oculta de David Roas y Ana Casas, centrada en los “cuentos fantásticos españoles del siglo XX”. Para mí estas antologías me resultan de gran utilidad. Gracias a Perturbaciones , por ejemplo - que incluye fechas más recientes que su antecesora y entra de pleno en el siglo XXI - estoy descubriendo a varios cuentistas de los últimos años de los que, inexplicablemente, no tenía noticia. Ahora, solventada esta carencia, me he hecho con todos sus títulos y he empezado a leerlos. Y bien, esa renovada afición al cuento fantástico, de la que me habla, me parece digna de encomio. O, si me
  • 10. apura, me conformo con la creciente afición al cuento a secas. Cada vez somos más. Eso es lo mejor que le puede ocurrir al cuento. 4. Un cuento de Cristina Fernández Cubas (www.tusquetseditores.com) Mundo Yo tenía quince años cuando me enteré de que el demonio se llamaba nylon y a él, y sólo a él, deberíamos achacar los malos tiempos que se avecinaban. Me dijeron también que el mundo era cruel y pernicioso. Pero eso lo sabía ya, mucho antes de atravesar la herrumbrosa verja del jardín, escuchar sorprendida el lamento de los goznes oxidados y preguntarme, bajo un sol de plomo y con el cuerpo magullado por el viaje, cuántas chicas de mi edad habrían franqueado aquella misma verja y escuchado el chirriante y sostenido auuuu..., un saludo que tenía algo de consejo o advertencia. El conductor del coche de alquiler acababa de enjugarse el sudor de la frente con un pañuelo a cuadros y miraba hacia la abultada baca del Ford como si tomara aliento para emprender la parte más molesta de su cometido. Mi padre había apalabrado hasta el último detalle. Me conduciría a mi destino, acarrearía el equipaje a través del jardín hasta el portón de madera y entonces, sólo entonces, podía volver al coche y regresar al pueblo. Y aunque al principio el chófer protestó –se necesitaba por lo menos la fuerza de dos hombres para mover la pesada carga–, el tintineo de unas monedas primero y un expectante silencio después –el momento, imagino, en que mi padre tras rebuscar en sus bolsillos daba al fin con uno de esos billetes que por las noches gustaba de contar, doblar, desdoblar o mirar al trasluz– terminaron por disipar sus reticencias. Yo no asistí al pacto. Me hallaba en la habitación de al lado, en el dormitorio, sentada sobre la cama, sin acertar a pensar en nada en concreto, acariciando –aunque es posible que tampoco me diera cuenta– el traje de novia que había pertenecido a mi madre, y evitando mirar hacia la pared, donde estaban las fotografías de la boda, algunos grabados, un espejo. Pero sí podía oírlos. Y el propietario del coche terminó diciendo: «Bueno. Por tratarse de usted». Y luego: «Saldremos temprano, a las siete. No me gustaría sufrir una avería en la carretera bajo este sol de justicia». No sufrimos ninguna avería pero tampoco nos libramos del sol, que cayó a plomo sobre el coche durante las cuatro horas que duró el trayecto. Yo iba detrás, tal y como había dispuesto mi padre, mirando a ratos a través de la ventanilla abierta pero contemplándome sobre todo en el retrovisor, el pelo despeinado por el aire, la cara bañada en sudor y los ojos vidriosos, pestañeando ante el polvo del camino, hasta que
  • 11. alcanzamos la carretera y el conductor, después de advertirme de que a partir de ahí la calzada no presentaba ningún problema y muy pronto entraríamos en la ciudad, encendió un cigarrillo y despreocupadamente empezó a cantar: Yo me quería casar... Pero se interrumpió de golpe y volvió a su mutismo. A través del espejo le noté confuso, molesto consigo mismo, sin saber si excusarse o no, fingiendo un ataque de tos que nos salvó a los dos de cualquier comentario. Estaba sudando, casi tanto como horas después, cuando acababa de acarrear mis enseres hasta el portón de madera, yo accionaba la campanilla y él, sabiendo que no tenía por qué permanecer allí un minuto más, pero al tiempo buscando una frase adecuada a las circunstancias, sólo acertó a pronunciar: «Bueno, pues nada, que le vaya bien». Y de nuevo confuso, molesto ante su redoblada torpeza, cabeceó a modo de despedida, deshizo el camino del jardín y, fuera ya de mi alcance, cerró la verja de golpe. Lo oí todo con nitidez. El golpe, los pasos, pero sobre todo el eco de los goznes oxidados. Un chirrido que ahora se traducía en palabras. Porque aquel auuuu que momentos atrás me pareciera un saludo, un consejo, una advertencia, se había transformado en adiooos. Un adiós sostenido, irrevocable, contundente. Pero no tuve tiempo de preguntarme nada. De admirarme de que las verjas herrumbrosas pudieran hablar o de atribuir al calor una ilusión de los sentidos. Enseguida la despedida que me espetaba la cancela se mezcló con el saludo que una voz, desde lo alto, se empeñaba en repetir, y al que yo contesté con una frase aprendida. Y, tal como se me había dicho que iba a ocurrir, no vi a nadie, pero sí tuve la sensación de sentirme observada, no por un par de ojos, sino por cientos, por miles de ojos ocultos tras las celosías de las ventanas. Y esperé. No mucho. Sólo unos segundos. Pero el pesado portón no se abrió como yo había imaginado –con una llave también herrumbrosa, una vuelta, dos, tal vez hasta quince vueltas–, sino que de pronto me encontré ante un corredor fresco y umbrío, un juego de poleas maniobrando en silencio, y, al fondo, una silueta oscura que avanzaba hacia mí, con la frente muy alta y los brazos extendidos. –Bienvenida, hija. Bienvenida seas. Y enseguida, como también yo avanzara hacia ella, olvidada del viaje, del bochorno, de cualquier otra cosa que no fuera el agradable frescor que se respiraba en el pasillo, la voz añadió: –Pero, Carolina, ¿cómo has venido tan ligera? ¿No has traído nada contigo? Y fue entonces cuando contesté algo que durante mucho tiempo me sería celebrado, algo a lo que, en aquellos momentos, no concedí la menor importancia, pero que aún ahora, a pesar de los años, recuerdo como si fuera ayer y no puedo menos que reírme. –Afuera –dije ingenuamente– he dejado el mundo.
  • 12. Se lo había oído muchas veces a mi padre. Lo importante en la vida era entrar con buen pie. En el trabajo, en el matrimonio, en cualquier empresa que se acometiera. Pero, ¡oh amigos! (porque a mi padre, que casi nunca hablaba conmigo, le gustaba perorar algunas noches de invierno al calor de la lumbre, junto al párroco, la bibliotecaria, el farmacéutico, cualquiera de las escasas visitas que se decidían a atravesar los campos y llegar hasta La Carolina, la casa más alejada del pueblo), ¿cómo se conseguía tan rara y especial habilidad? Y entonces, después de remover las ascuas en silencio, recordaba en voz alta algunas ocasiones de su vida en las que había conseguido lo que había conseguido gracias a ese don, a ese aprovechamiento de la oportunidad, para terminar enumerando (y se refería a peones, a jornaleros, a vecinos) una larga lista de todos aquellos que jamás conseguirían lo que se propusiesen. Pero de reojo me miraba a mí. Y yo sabía entonces lo que el farmacéutico, el párroco o la bibliotecaria estaban pensando (porque de lo que no había ninguna duda es que no se entra en la vida con buen pie cuando tu nacimiento trae consigo la muerte de tu madre) y me apresuraba a rellenar las copas, a dejar la botella a su alcance y a retirarme al dormitorio. Pero aquel día caluroso de agosto yo había entrado en mi nueva vida con buen pie. A madre Angélica le había hecho mucha gracia mi respuesta. No tuvo ningún reparo en confesármelo enseguida cuando, con ayuda de otras hermanas, entramos el baúl y, poco después, ya solas ella y yo, en su despacho de superiora: «Hacía tanto tiempo que no escuchaba esa palabra, que por un momento pensé...». Y se puso a reír. «Nunca hubiera creído que los jóvenes de hoy usaran aún ese término. Pero mira, aquí debe de estar...» Acababa de calarse unas gruesas gafas de carey y extendía sobre la mesa un manojo de llaves sujeto a un cordón que llevaba prendido de la cintura. Las pasó una a una hasta dar con la que estaba buscando. Una llave plana, achatada, muy semejante a otras, pero que no debía de usar con frecuencia porque ahora su rostro se había iluminado y, sin dejar de sonreír, abría un armario macizo y tosco, y se hacía con un libro. –Mundo, mundo... Aquí está: «Baúl». Así de simple. Veamos ahora en una enciclopedia. Mundo: «Orbe»... No interesa... Al principio no entendí muy bien por qué la abadesa se tomaba tanto trabajo en verificar algo tan sencillo. Pero con el tiempo, con aquellos años que tan lentamente transcurrieron, comprendería que a madre Angélica le gustaba leer, trajinar con libros, acariciar sus cubiertas y aprovechar cualquier ocasión para darle la vuelta a la llave y hacerse con aquellos tesoros que la vida de oración y recogimiento aconsejaba guardar sobre seguro. Entonces no podía saberlo. Entonces apenas si sabía que no debía dejarme impresionar por la vida de durezas y privaciones, que las superioras suelen exagerar para medir el ánimo de novicias y postulantes, que la vida en el convento no sería peor que un retorno a La Carolina, y que tenía que mostrarme dispuesta y obedecer en todo, no fuera que madre Angélica se arrepintiera de su decisión y a mí no me quedara más remedio que deshacer el viaje. Por eso recuerdo tan bien mi primer
  • 13. día en el convento. Palabra por palabra, silencio por silencio. La expresión de madre Angélica cuando le entregué el sobre. El leve temblor de sus manos y la rápida composición de su figura. Un ligero estremecimiento cuando, con los dedos jugueteando aún con el papel, la superiora mencionó al padre José. «El padre José», dijo lentamente, «nos ha hablado mucho de ti.» Y, en el breve silencio que siguió luego, mis mejillas encendidas, los ojos bajos, un remolino interior que amenazaba con delatarme, un nudo en la garganta que sólo se deshizo cuando la superiora prosiguió impertérrita. «De tu vocación.» Y entonces, súbitamente tranquilizada, asistí a la enumeración de privaciones y sacrificios, de horarios y tareas, tal como esperaba, tal como se me había dicho que sucedería. Pero la voz de la superiora era mucho más amable que la del padre José imitando la voz de la superiora. Y, fuera de aquel instante en el que sus manos temblaron levemente al tomar contacto con el sobre –con un temblor que yo conocía bien, el mismo con el que mi padre la noche anterior había contado billete tras billete o untado de cola el ribete del envoltorio–, todo en sus maneras parecía celebrar mi llegada. «Esto no es el castillo de irás y no volverás», decía ahora, risueña, como si durante largo tiempo hubiera esperado a pronunciar esta frase o recordara una vez, hacía ya mucho, cuando otra superiora pronunció esta frase. Y después: «Eres muy joven y te quedan algunos años para profesar. Pero no vamos a hacer ningún distingo. Tu vida será exactamente igual que la nuestra. Es mejor así. Desde el principio. Y si cunde el desánimo, ya sabes. Para ti las puertas están aún abiertas». Y yo asentía. Y ahora seguía la mirada de madre Angélica a través de una ventana entornada que daba a un huerto y observaba a una monja con mandil, arrodillada, recogiendo tomates, arrancando lechugas. Como doña Eulalia. De pronto me acordé de doña Eulalia y sus palabras al despedirme junto al coche. «Pobre niña, a ti también te han engañado.» Pero qué podía saber doña Eulalia de quién engañaba a quién, de cómo era yo, de lo que era capaz de imaginar aunque fuera en sueños. –Sí. Eres muy joven aún... O tal vez no. Tal vez hayas llegado a la edad adecuada. Aquí no se envejece, ¿sabes? La abadesa no esperaba ninguna respuesta. Acababa de abrir la ventana de par en par y parecía como si aquel huerto recoleto, rodeado de un muro, invadiera de pronto el oscuro despacho. En aquel momento la monja del mandil se había puesto a saltar. Ahora madre Angélica sonreía. –Es madre Concepción. ¿Cuántos años dirías que tiene? Ni ella misma lo sabe. Entró aquí muy jovencita, como tú, mucho antes de que me hiciera cargo del convento. Por eso todas la llaman madre Pequeña. Y luego, como si el exceso de luz la desviara de su cometido, volvió a entornar la ventana y me pidió la llave del mundo.