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Vol. 67 (2009), núm. 131 MISCELÁNEA COMILLAS pp. 587-596
LA IGLESIA
Y LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL
WILLIAM RODRÍGUEZ CAMPOS 1
EL TRIUNFO DEL MAQUINISMO1.
Lo que suele llamarse «revolución industrial» —nos dice Grimberg—
transformó de arriba abajo la existencia de la humanidad y aceleró el rit-
mo de la historia. Pero su aparición no fue repentina, sino consecuencia de
un proceso iniciado mucho tiempo antes en la Europa occidental y cuyos
primeros elementos fueron acumulándose durante la segunda mitad del si-
glo XVIII en forma de descubrimientos científicos, inventos técnicos y nuevos
métodos de trabajo.
Muy importante fue también la influencia de los progresos de la nave-
gación o, más exactamente, de cuanto los hizo posible: la formación de
tablas matemáticas y la fabricación de cronómetros y otros aparatos de
precisión.
Para asegurar el triunfo del espíritu del maquinismo, tuvieron que coin-
cidir determinadas circunstancias. Aparecieron éstas en Inglaterra, cuyo co-
mercio internacional comprendía claramente el interés por la fabricación
masiva, mientras que los artesanos de otros países seguían trabajando en
pequeña escala.
Inglaterra era el país que practicaba el mayor comercio de ultramar, don-
de se acumulaban los mayores capitales y se hallaba más avanzada la técni-
ca económica del crédito. Tenía clientes en el mundo entero, pero también
competidores.
Indiscutiblemente, la necesidad de rivalizar con los obreros del Asia
monzónica, con bajo nivel de vida y notoria habilidad manual, fue el factor
determinante que provocó gran número de inventos técnicos en el campo
de la industria textil. En 1733, John Kay inventó la lanzadera volante que
permitía fabricar telas de algodón del ancho deseado.
Cinco años más tarde, John Wyatt, en colaboración con Lewis Paul,
ideaba una máquina para sustituir la rueca y el torno por la hiladura. En
1767, John Hargreaves una tejedora con la que un obrero podía mane-
jar ciento veinte hilos a la vez. Por temor al paro forzoso, los obreros se
opusieron a la divulgación de esta tejedora. Pero el éxito terminó de ase-
1 Ucab-Ucv. E-mail:
W. RODRÍGUEZ, LA IGLESIA Y LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL588
Vol. 67 (2009), núm. 131 MISCELÁNEA COMILLAS pp. 587-596
gurarse con el invento de Thomas Highs: la máquina de tejer de volantes
hidráulicos. Se produjo, entonces, una revolución en la industria textil.
Entonces los fabricantes decidieron agrupar a los obreros en un mismo
local, practicando con frecuencia la división del trabajo, principalmente
en la industria de la lana —lavado, desengrasado, vareo, cardado, peinado,
hilado, etc.— y la fabricación en serie, por ejemplo, la de agujas, aunque
sólo en casos excepcionales. La industria más extendida era la domésti-
ca, en la que los artesanos eran propietarios de sus herramientas y solían
alternar sus actividades entre los trabajos del campo y su oficio manufac-
turero. Luego, el maquinismo precipitó la concentración laboral. La pro-
ducción fue concentrándose allí donde se disponía con facilidad de fuerza
hidráulica y de este modo se fundamentaron las bases de lo que sería la
fábrica moderna.
En 1785, el telar de vapor de Edmund Cartwright dio el impulso defi-
nitivo a esa industria. Ya no se haría necesaria la importación de telas de
la India. Los ingleses podían ahora elaborar telas de algodón de idéntica
calidad.
Pronto la industria textil necesitó de máquinas de hierro. Pues las de
madera eran poco prácticas e Inglaterra producía insuficientemente el car-
bón vegetal. Pero Inglaterra poseía abundante mineral de hierro. Surgen las
primeras grandes industrias.
Estas primeras empresas industriales surgen bajo la dirección de los
precursores del capitalismo moderno. Entre 1770 y 1790, John Wilkinson,
el «rey del Hierro», logra cimentar las bases de un «estado industrial» que
rige con mano fuerte y autocrática. Construye los primeros puentes de
hierro y concibe la idea de emplear el mismo material para la construcción
naval.
En 1785 James Watt inventó la máquina de vapor de doble efecto con
lo que dio un impulso meteórico a la revolución maquinista. Ya la má-
quina no dependería nunca más de la energía hidráulica. Una máquina
de vapor podía instalarse en cualquier lugar donde el carbón pudiera
obtenerse.
El primer martillo-pilón de vapor apareció en 1781, y la primera fábri-
ca de algodón movida por máquinas, en 1783, con lo que se estrechaba
el círculo de participación humana en el trabajo, al propio tiempo que se
ampliaba de modo fabulosos el progreso técnico y las posibilidades indus-
triales.
Entonces apareció el problema del transporte. Ya las diligencias no eran
solución. En 1815 se macadamizan las primeras carreteras —privadas—
en Inglaterra. Así la máquina entraban con toda fuerza en la vida inglesa
y europea. Con todo se necesitaban hombres para manejar las máquinas;
éstas exigían obreros. Ellos provinieron de los campos circundantes. Los
W. RODRÍGUEZ, LA IGLESIA Y LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL 589
Vol. 67 (2009), núm. 131 MISCELÁNEA COMILLAS pp. 587-596
cronistas modernos nos informan que acudían a las ciudades masas de po-
bres aldeanos hambrientos y desnudos, con la esperanza de poder ganar el
pan en las nuevas fábricas 2. Entre la población campesina fueron recluta-
dos los anónimos ejércitos de la revolución industrial: humildes aldeanos
y jornaleros que doblaron la cerviz y trabajaron en las máquinas. Como
consecuencia surgió una revolución paralela: la agraria.
«EL INFIERNO EN LA TIERRA»2.
En esta época surge una nueva industria y una nueva sociedad. En ésta,
por primera vez, aparece el trabajo de los niños. La fábrica se convirtió en
un lugar odiado por todos, pero, en especial, por los niños, que, desde los
cinco años, eran empujados, por ser la mano de obra a más bajo precio, al
inframundo del maquinismo. Según Grimberg, los niños no recibían salario
alguno, excepto alojamiento y comida, y eran tratados como presos o escla-
vos. Les estaba prohibido abandonar su lugar de trabajo y les golpeaban de
continuo no sólo en castigo de una leve falta, sino también para impedir que
se durmieran junto a las máquinas. Las fábricas de Lancashire y las minas
del País de Gales rebosaban de aquellos pequeños desventurados. Los pa-
tronos alquilaban o, mejor dicho, compraban niños a las autoridades. Los
infantes se despertaban hambrientos y se acostaban agotados; no sabían lo
que eran juegos infantiles, y, en grupos de cincuenta a cien, eran vendidos a
las empresas industriales, donde permanecían un mínimo de siete años.
El suicidio era común y corriente entre los niños de las fábricas. En estas
fábricas, a pesar de la Ley de 1819, los infantes trabajaban más de 12 ho-
ras 3. Ninguna ley fijaba la duración de la jornada laboral de los adultos. Los
2 Con razón T. Ashton nos dice: «la revolución industrial debe concebirse como
un movimiento social, y en forma alguna como un simple periodo de tiempo. Sea
cuando se presenta en Inglaterra después de 1760, en los Estados Unidos y Alemania
con posterioridad a 1870, o bien en Canadá y en Rusia en nuestros días, sus efectos
y características son fundamentalmente iguales. Siempre va acompañada por el
crecimiento de la población, por la aplicación de la ciencia a la industria y por un
empleo del capital más intenso y más extenso a la vez; también coexiste con la con-
versión de comunidades rurales en urbanas y con el nacimiento de nuevas clases
sociales» (p. 167).
3 «Aún dentro de la mejor voluntad, la transición de haciendas y cabañas a fábri-
cas y ciudades no pudo, jamás, haber sido suave. Si la maquinaria legislativa hubiese
aprobado leyes con la misma velocidad con la que los telares torcían la hilaza, tam-
poco se hubiese evitado el desorden; en gran parte, tal como sucede hoy, amontona-
miento y suciedad eran resultado del progreso de la ciencia más rápido que el de la
administración» (Ibid. 166).
W. RODRÍGUEZ, LA IGLESIA Y LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL590
Vol. 67 (2009), núm. 131 MISCELÁNEA COMILLAS pp. 587-596
grandes capitalistas estimaban que los obreros no tenían necesidad alguna
de disfrutar de horas libres, afirmando incluso que sería perjudicial para los
propios trabajadores, para la sociedad, el orden público y para la produc-
ción industrial permitir que los obreros salieran demasiado temprano del
trabajo.
Manchester podría ser considerada como el verdadero centro neurálgico
de la revolución industrial; donde eran erigidos los suntuosos palacios de
los nuevos ricos y pululaba el hediondo hormiguero de los nuevos barrios
pobres.
APARECE EL HAMBRE3.
Como dramático trasfondo, se perfilaba otro aspectos de la vida obrera
de aquella época: el hambre. En la industria se pagaban salarios más ele-
vados que en la agricultura, lo que no significaba que los salarios fueran
suficientes. Durante la guerra, los precios aumentaban, especialmente el del
pan, lo que indicaba con claridad a las familias pobres que aquello era el
principio del hambre. En Inglaterra, luego de las guerras napoleónicas, fue-
ron despedidos muchos trabajadores; hizo su parición el fantasma del paro
forzoso y surgió el odio entre obreros y empresarios, entre pobres y ricos.
La situación se agravó, con características aún más violentas que en 1815,
cuando el parlamento fijó el precio mínimo del trigo con objeto de proteger
la agricultura inglesa; un precio que quitó la esperanza de comer el pan ne-
cesario a millares de familias obreras.
La depauperación no constituía la única y dramática característica del
proletariado, puesto que no le iba a la zaga el desarraigo, la desvinculación
de la madre tierra. Despojado el obrero industrial de toda propiedad, por
pequeña que fuera, y privado así de toda posibilidad de regresar a su lugar
de procedencia, relajadas las relaciones familiares, más vivas e intensas en
el campo, el proletariado quedaba desarraigado de su tierra natal y caía en
situación de absoluta dependencia económica.
Ante tal situación, la masa obrera intentó, primero tímidamente, libe-
rarse de su miserable condición. Obreros hambrientos y desesperados lle-
garon al extremo, en alguna que otra intentona reivindicativa, de destruir
aquellas máquinas odiadas, pero pronto se encontraron frente a las ba-
yonetas de la represión y ante las leyes reaccionarias que les condenaban
a muerte o, peor todavía, a la deportación a países lejanos. Los obreros
supieron unirse, a pesar de todo, y amenazaron con declararse en huelga
en caso de que los empresarios no les pagasen salarios suficientes al menos
W. RODRÍGUEZ, LA IGLESIA Y LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL 591
Vol. 67 (2009), núm. 131 MISCELÁNEA COMILLAS pp. 587-596
para poder subsistir. Rigurosos decretos del gobierno prohibieron inme-
diatamente los primeros sindicatos laborales.
LA IGLESIA Y LA CLASE OBRERA4.
Decía el papa Pío XI que: «el mayor escándalo del siglo XIX ha sido la
apostasía de la clase obrera». Y no dejaba de tener razón. Pero, para en-
tenderlo, conviene recordar que la apostasía supone una primera fe y una
previa adhesión; y que si es cierto que el proletariado moderno, en tanto
que clase, nace y se desarrolla al margen de la Iglesia, no pasa lo mismo con
otras clases de obreros.
El obrero no es por definición un no-cristiano; aún se habla, por el 1840,
de talleres en los que el patrón preside la plegaria de la tarde de sus emplea-
dos. La mano de obra de la industria manufacturera viene de la gente del
campo, relativamente conservadora. Es decir, flamencos que se establecen
en la zona industrial del norte de Francia, irlandeses que trabajan en In-
glaterra, españoles e italianos que superpueblan los barrios de la ciudad.
Fueron las estructuras de la gran industria, al desarraigar al obrero de su
ambiente y de su familia tradicional, las que hacen que éste se desentienda
poco a poco de la religión.
Añádase a ello que la Iglesia no cuenta entonces con un clero prepara-
do, conciente de las necesidades del momento. Es un clero «funcionario»,
dedicado casi exclusivamente al ministerio del culto, que continúa confun-
diendo el proletariado con el pobre, y al que no le parece anormal que sigan
existiendo las desigualdades de clase.
Ya Napoleón había dejado escrito que «en la región no veía el misterio
de la Encarnación, sino únicamente el orden social»; y añadía: «cuando uno
muere de hambre al lado de otro que abunda en la riqueza, le es imposible
acceder a esta diferencia, si no hay una autoridad que le dice: Dios lo quiere
así; es necesario que haya pobres y ricos, aunque en la eternidad será des-
pués la suerte de diferentes maneras». Es lo que solían decir desgraciada-
mente predicadores de la época.
De ordinario no se hablaba de «pagar al obrero», sino de que «el rico
asista o ayude al pobre». Era un desmarcaje, aun llevado de buena fe, que
presto costaría caro a la Iglesia, en la que se sigue «haciendo caridad»,
hay patronatos, sociedades de beneficencia, cooperativas y obras sociales,
pero en las que no se ha llegado todavía a crear la conciencia del exigitivo
y radicalizado «deber social». Y es lo que se pretende conseguir en ese
tiempo.
W. RODRÍGUEZ, LA IGLESIA Y LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL592
Vol. 67 (2009), núm. 131 MISCELÁNEA COMILLAS pp. 587-596
EL MOVIMIENTO SOCIALISTA5.
En este estado de cosas encontramos, con algunas variantes, en los países
marcados por la revolución industrial, lo que Durkheim llama el «inmenso
grito de dolor», el cual provoca la elaboración de doctrinas que tienden a
una reforma radical de la sociedad, generalmente por la supresión de las cla-
ses sociales: la palabra «socialismo» ha sido cómodamente para designarla.
Desde el punto de vista de la Iglesia, en ella se considera al cristianismo, y
particularmente al catolicismo, como incapaz de dar respuesta adecuada a
la sociedad; y todavía peor: como el obstáculo principal para la emancipa-
ción de los obreros.
Para Saint-Simon Fourier, Proudhon, Luis Blanc, Lasalle, Marx o En-
gels el cristianismo no es mas que una etapa hacia un paraíso que no se
encuentra en este mundo. Para Blanqui, los curas, apoyados en el esta-
do, dominan, gobierna y comprimen. El capital les prodiga sus recursos
porque le tiene como su mejor auxiliar. Con Proudhon, el cual acusa a la
iglesia romana de ser «adúltera a Cristo», redentor del proletariado, se
llega a la «verdad anárquica» del humanismo ateo, del que Hegel, Feuer-
bach o Kautsky se convierten en teorizantes y con el que Marx elabora la
esencia del socialismo científico: «la crítica de la religión es la condición
primera de toda crítica». Antes de Nietzsche, Marx había comprendido
que la «muerte de Dios era la condición primera para la liberación y la
promoción del hombre», y como Proudhon, que la resignación cristiana
no dejaba de ser una mentira.
Es al Marxismo, en definitiva, con el que tiene que enfrentarse la Iglesia.
Por los años cuarenta se reúne en París la constelación de los jefes revolu-
cionarios de toda Europa. En 1848 aparece el Manifiesto Comunista, que
clama a todos los vientos: «Proletarios del mundo, uníos»; en 1864 nace en
Londres la Primera Internacional: lucha de clases, dictadura del proletaria-
do, alborear de una nueva sociedad, de la que queda descartada la religión
por inútil y dañina.
La Iglesia no podía quedarse atrás. Debía reaccionar rápidamente para
ganarse el mundo obrero a punto de perderse. En un primer momento no
se tenían ideas claras ni se contaba con los elementos apropiados. Algo se
habla de derechos humanos, de la justa retribución, de la dignidad y del
buen trato que se ha de dar al obrero, del valor religioso de la vida frente a
la concepción materialista de la actividad humana, pero se hace —apunta
Martín Hernández— con un dejo de paternalismo que obstaculiza la acción
definitiva y fundamental de la iglesia.
Experiencias hubo, como la de Don Bosco en el Piamonte italiano, vín-
culo entre aprendiz-trabajador y patrono, en la firma del primer contrato
W. RODRÍGUEZ, LA IGLESIA Y LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL 593
Vol. 67 (2009), núm. 131 MISCELÁNEA COMILLAS pp. 587-596
de trabajo de la historia en que se fijaron condiciones laborales, pero no
había surgido el empuje definitivo. El gran momento llegará cuando el papa
León XIII dé a conocer la carta magna del trabajo cristiano, como se ha lla-
mado a la genial encíclica Rerum Novarum de 1891.
EL CATOLICISMO SOCIAL6.
El mismo año de 1848 puede tomarse como punto de partida de los mo-
vimientos católico-sociales en algunos países.
Poco antes, en 1840, había nacido en Francia la Sociedad de san Francis-
co Javier y los católicos franceses llevaban por vez primera a las cámaras le-
gislativas el problema social. Se fundaron también los Anales de la caridad y
hasta llegó a pensarse en construir una sociedad internacional de la caridad
en beneficio de las clases trabajadoras y sufridas del país. La revolución de
1848 vino a truncar los primeros esfuerzos.
Es en Alemania, gracias a los esfuerzos del obispo de Maguncia, Ketteler,
que en ese mismo año publica La cuestión obrera y el cristianismo, donde se
ponen los cimientos de la acción social católica, al hablar claramente de la
doctrina de la Iglesia sobre la propiedad y el trabajo. A las primeras ideas
surgieron pronto las obras. Kolping, por ejemplo, funda la Asociación de
empleados para auxiliar a los campesinos; el barón Shorlemer-Alts estable-
ce otra Asociación de campesinos y el mismo Ketteler crea Cooperativas de
producción y de trabajo, como Alfredo Huffer procura organizar la pequeña
industria, tratando de reavivar el corporativismo gremial de la Edad Media.
Éstas eran «sociedades religiosas y económicas», fundadas libremente por
los directivos de las casas industriales, patronos y obreros, que se convertían
a veces en «asociaciones de piedad».
Pioneros del catolicismo social en Francia fueron Lamennais y sus discí-
pulos —Carlos de Coux, Gerbert, etc.— quienes, sensibilizados por el «des-
precio del hombre» que originó la sociedad feudal, claman contra el «nue-
vo feudalismo» y condenan con terribles acentos el capitalismo moderno.
También Federico Ozanam denuncia el liberalismo económico, que lleva la
muerte al obrero-máquina. Buchez va más lejos todavía y pone los cimien-
tos de un «socialismo cristiano», al querer reconciliar la revolución con el
catolicismo. Es la extrema izquierda del catolicismo social; al contrario de
los legitimistas, que se mueven en áreas más reducidas con alguna que otra
realización. Como el vizconde Alban de Villeneuve-Bargemont, cuya «eco-
nomía política cristiana» preconiza la fundación de «colonias agrícolas»;
Armando y Anatole Melun, animadores de la «Sociedad económica de la ca-
ridad» y de un catolicismo paternalista que caracteriza el periodo 1848-1870
W. RODRÍGUEZ, LA IGLESIA Y LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL594
Vol. 67 (2009), núm. 131 MISCELÁNEA COMILLAS pp. 587-596
y que se encontrará desamparado ante la Comuna de París con la explosión
de odio que llevó consigo.
Pero no tuvieron ellos toda la culpa. Fue el movimiento de unos ilusio-
nados, que no contaban a veces con el apoyo de la jerarquía eclesiástica, la
cual, mientras condenaba el Liberalismo, la descristianización de las masas
y la influencia de las «malas doctrinas», no acababa de darse cuenta de los
resultados catastróficos que producía el «triángulo maldito» —fábrica, tugu-
rio, taberna— en el comportamiento de los obreros, desplazados de la vida
parroquial y avocados a un progresivo embrutecimiento intelectual y a la
atrofia espiritual más deprimente.
Algo parecido ocurre en Italia y España; en Inglaterra merecen recor-
darse los esfuerzos de Manning, «el cardenal de los pobres»; en Bélgica se
desarrolla una sociología religiosa en la Universidad de Lovaina y Carlos Pé-
rin promueve algunas asociaciones obreras; en Estados Unidos, el cardenal
Gibbons se pone de parte del poderosos sindicato obrero de los Knights of
Labour; en Austria, sobresale la obra del barón de Vogelsang.
Corren los años y el catolicismo social encuentra en Francia sus repre-
sentantes más significativos: los «gentiles-hombres sociales», Alberto de
Mun y René de la Tour du Pin, que fundan los Círculos católicos obreros
en 1871, para propiciar el reencuentro de las clases dirigentes con las cla-
ses populares. Estos círculos absorbieron pronto una clientela de obre-
ros. Compuesta sobre todo de artesanos y empleados; pero su espíritu
paternalista atrajo poco al obrero de la fábrica en aquellos años de crisis
económicas, de huelgas «monstruo» a veces sangrantes, que animaban a
los obreros a apropiarse la doctrina marxista, mientras seguían mirando
a la Iglesia como a la aliada natural de los patronos. No faltaron, con
todo, interesantes realizaciones. León Harmel, desde su fábrica modelo
de Val-desboi, en Francia, sueña con unir el fraternalismo corporativo
con los esfuerzos asociacionista; se da comienzo a las federaciones de
sociedades obreras católicas; en Bélgica se abren Congresos sociales y
es relevante la obra que lleva a acabo Mons. Doutreloux y el sacerdote
Mellaerts; José Toniolo, profesor de la Universidad de Pisa, extiende por
Italia el entusiasmo por la obra social católica, promovida, a su vez, por
el círculo romano de estudios sociales; en Alemania, el Centrum de Win-
dthorst y el Volkverein, que influyen en la elaboración de las nuevas leyes
sociales; en Suiza, los encuentros sociales internacionales que promueve
mons. Mermillord; en España, la obra de los Círculos obreros del P. Vi-
cent.
Es el momento en el que se fija la doctrina social de la iglesia. Se debe, con
mucho, a la encíclica Rerum Novarum (1891), en la que el papa León XIII
proclama que la moral evangélica lleva consigo una serie de compromisos
sociales, que no pueden ser desconocidos por ningún cristiano.
W. RODRÍGUEZ, LA IGLESIA Y LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL 595
Vol. 67 (2009), núm. 131 MISCELÁNEA COMILLAS pp. 587-596
Una nueva generación, entusiasta y decidida, se levanta entonces en pro
de la clase obrera y trabajadora: congresos de militantes obreros católicos
(el primero se celebra en Reims en 1893); hogares regionales; sindicatos
católicos (como los de Burgos y Valladolid) y revistas de estudios sociales
(Fomento social, en España; Crónica social de Lyon y La acción popular en
Francia); secretariados permanentes de acción social, semanas sociales, etc.
En Francia, Bélgica e Italia se desarrolla el ideal de una «democracia cris-
tiana», con el propósito de disociar al movimiento obrero de la democracia
libertaria y del anticlericalismo.
Numerosas son también las realizaciones que se llevan entonces a
cabo. A las Conferencias de san Vicente de Paúl, de Federico Ozanam,
que desde 1833 tanto consuelo fueron dando al necesitado en todos los
rincones del mundo, se unen ahora otros movimientos como la Asocia-
ción de caridad materna y la de Madres de Familia, las obras de la Cuna
a domicilio, de Asistencia materna o infantil, de Adopción para recoger a
huérfanos; la de Santa Ana, la de Niños expósitos y Niñas abandonadas,
etc. Aún sigue conmoviendo al mundo la Pequeña Casa de la Providencia,
que estableció en Turín San Benito J. Cottolengo, para recoger y atender
a enfermos y necesitados de toda clase y condición. A finales de siglo, se
crea en Alemania la Charitasband, centro propulsor de obras caritativas
y de beneficencia.
BIBLIOGRAFÍA
ASHTON, T. (1979), La revolución industrial, México: Fce.
GRIMBERG, C. (1987), Revoluciones y luchas nacionales, México: Daimon.
MARTÍN, F. (1992), La Iglesia en la Historia II, Madrid: Atenas.

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Iglesia y Revolución Industrial

  • 1. Vol. 67 (2009), núm. 131 MISCELÁNEA COMILLAS pp. 587-596 LA IGLESIA Y LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL WILLIAM RODRÍGUEZ CAMPOS 1 EL TRIUNFO DEL MAQUINISMO1. Lo que suele llamarse «revolución industrial» —nos dice Grimberg— transformó de arriba abajo la existencia de la humanidad y aceleró el rit- mo de la historia. Pero su aparición no fue repentina, sino consecuencia de un proceso iniciado mucho tiempo antes en la Europa occidental y cuyos primeros elementos fueron acumulándose durante la segunda mitad del si- glo XVIII en forma de descubrimientos científicos, inventos técnicos y nuevos métodos de trabajo. Muy importante fue también la influencia de los progresos de la nave- gación o, más exactamente, de cuanto los hizo posible: la formación de tablas matemáticas y la fabricación de cronómetros y otros aparatos de precisión. Para asegurar el triunfo del espíritu del maquinismo, tuvieron que coin- cidir determinadas circunstancias. Aparecieron éstas en Inglaterra, cuyo co- mercio internacional comprendía claramente el interés por la fabricación masiva, mientras que los artesanos de otros países seguían trabajando en pequeña escala. Inglaterra era el país que practicaba el mayor comercio de ultramar, don- de se acumulaban los mayores capitales y se hallaba más avanzada la técni- ca económica del crédito. Tenía clientes en el mundo entero, pero también competidores. Indiscutiblemente, la necesidad de rivalizar con los obreros del Asia monzónica, con bajo nivel de vida y notoria habilidad manual, fue el factor determinante que provocó gran número de inventos técnicos en el campo de la industria textil. En 1733, John Kay inventó la lanzadera volante que permitía fabricar telas de algodón del ancho deseado. Cinco años más tarde, John Wyatt, en colaboración con Lewis Paul, ideaba una máquina para sustituir la rueca y el torno por la hiladura. En 1767, John Hargreaves una tejedora con la que un obrero podía mane- jar ciento veinte hilos a la vez. Por temor al paro forzoso, los obreros se opusieron a la divulgación de esta tejedora. Pero el éxito terminó de ase- 1 Ucab-Ucv. E-mail:
  • 2. W. RODRÍGUEZ, LA IGLESIA Y LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL588 Vol. 67 (2009), núm. 131 MISCELÁNEA COMILLAS pp. 587-596 gurarse con el invento de Thomas Highs: la máquina de tejer de volantes hidráulicos. Se produjo, entonces, una revolución en la industria textil. Entonces los fabricantes decidieron agrupar a los obreros en un mismo local, practicando con frecuencia la división del trabajo, principalmente en la industria de la lana —lavado, desengrasado, vareo, cardado, peinado, hilado, etc.— y la fabricación en serie, por ejemplo, la de agujas, aunque sólo en casos excepcionales. La industria más extendida era la domésti- ca, en la que los artesanos eran propietarios de sus herramientas y solían alternar sus actividades entre los trabajos del campo y su oficio manufac- turero. Luego, el maquinismo precipitó la concentración laboral. La pro- ducción fue concentrándose allí donde se disponía con facilidad de fuerza hidráulica y de este modo se fundamentaron las bases de lo que sería la fábrica moderna. En 1785, el telar de vapor de Edmund Cartwright dio el impulso defi- nitivo a esa industria. Ya no se haría necesaria la importación de telas de la India. Los ingleses podían ahora elaborar telas de algodón de idéntica calidad. Pronto la industria textil necesitó de máquinas de hierro. Pues las de madera eran poco prácticas e Inglaterra producía insuficientemente el car- bón vegetal. Pero Inglaterra poseía abundante mineral de hierro. Surgen las primeras grandes industrias. Estas primeras empresas industriales surgen bajo la dirección de los precursores del capitalismo moderno. Entre 1770 y 1790, John Wilkinson, el «rey del Hierro», logra cimentar las bases de un «estado industrial» que rige con mano fuerte y autocrática. Construye los primeros puentes de hierro y concibe la idea de emplear el mismo material para la construcción naval. En 1785 James Watt inventó la máquina de vapor de doble efecto con lo que dio un impulso meteórico a la revolución maquinista. Ya la má- quina no dependería nunca más de la energía hidráulica. Una máquina de vapor podía instalarse en cualquier lugar donde el carbón pudiera obtenerse. El primer martillo-pilón de vapor apareció en 1781, y la primera fábri- ca de algodón movida por máquinas, en 1783, con lo que se estrechaba el círculo de participación humana en el trabajo, al propio tiempo que se ampliaba de modo fabulosos el progreso técnico y las posibilidades indus- triales. Entonces apareció el problema del transporte. Ya las diligencias no eran solución. En 1815 se macadamizan las primeras carreteras —privadas— en Inglaterra. Así la máquina entraban con toda fuerza en la vida inglesa y europea. Con todo se necesitaban hombres para manejar las máquinas; éstas exigían obreros. Ellos provinieron de los campos circundantes. Los
  • 3. W. RODRÍGUEZ, LA IGLESIA Y LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL 589 Vol. 67 (2009), núm. 131 MISCELÁNEA COMILLAS pp. 587-596 cronistas modernos nos informan que acudían a las ciudades masas de po- bres aldeanos hambrientos y desnudos, con la esperanza de poder ganar el pan en las nuevas fábricas 2. Entre la población campesina fueron recluta- dos los anónimos ejércitos de la revolución industrial: humildes aldeanos y jornaleros que doblaron la cerviz y trabajaron en las máquinas. Como consecuencia surgió una revolución paralela: la agraria. «EL INFIERNO EN LA TIERRA»2. En esta época surge una nueva industria y una nueva sociedad. En ésta, por primera vez, aparece el trabajo de los niños. La fábrica se convirtió en un lugar odiado por todos, pero, en especial, por los niños, que, desde los cinco años, eran empujados, por ser la mano de obra a más bajo precio, al inframundo del maquinismo. Según Grimberg, los niños no recibían salario alguno, excepto alojamiento y comida, y eran tratados como presos o escla- vos. Les estaba prohibido abandonar su lugar de trabajo y les golpeaban de continuo no sólo en castigo de una leve falta, sino también para impedir que se durmieran junto a las máquinas. Las fábricas de Lancashire y las minas del País de Gales rebosaban de aquellos pequeños desventurados. Los pa- tronos alquilaban o, mejor dicho, compraban niños a las autoridades. Los infantes se despertaban hambrientos y se acostaban agotados; no sabían lo que eran juegos infantiles, y, en grupos de cincuenta a cien, eran vendidos a las empresas industriales, donde permanecían un mínimo de siete años. El suicidio era común y corriente entre los niños de las fábricas. En estas fábricas, a pesar de la Ley de 1819, los infantes trabajaban más de 12 ho- ras 3. Ninguna ley fijaba la duración de la jornada laboral de los adultos. Los 2 Con razón T. Ashton nos dice: «la revolución industrial debe concebirse como un movimiento social, y en forma alguna como un simple periodo de tiempo. Sea cuando se presenta en Inglaterra después de 1760, en los Estados Unidos y Alemania con posterioridad a 1870, o bien en Canadá y en Rusia en nuestros días, sus efectos y características son fundamentalmente iguales. Siempre va acompañada por el crecimiento de la población, por la aplicación de la ciencia a la industria y por un empleo del capital más intenso y más extenso a la vez; también coexiste con la con- versión de comunidades rurales en urbanas y con el nacimiento de nuevas clases sociales» (p. 167). 3 «Aún dentro de la mejor voluntad, la transición de haciendas y cabañas a fábri- cas y ciudades no pudo, jamás, haber sido suave. Si la maquinaria legislativa hubiese aprobado leyes con la misma velocidad con la que los telares torcían la hilaza, tam- poco se hubiese evitado el desorden; en gran parte, tal como sucede hoy, amontona- miento y suciedad eran resultado del progreso de la ciencia más rápido que el de la administración» (Ibid. 166).
  • 4. W. RODRÍGUEZ, LA IGLESIA Y LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL590 Vol. 67 (2009), núm. 131 MISCELÁNEA COMILLAS pp. 587-596 grandes capitalistas estimaban que los obreros no tenían necesidad alguna de disfrutar de horas libres, afirmando incluso que sería perjudicial para los propios trabajadores, para la sociedad, el orden público y para la produc- ción industrial permitir que los obreros salieran demasiado temprano del trabajo. Manchester podría ser considerada como el verdadero centro neurálgico de la revolución industrial; donde eran erigidos los suntuosos palacios de los nuevos ricos y pululaba el hediondo hormiguero de los nuevos barrios pobres. APARECE EL HAMBRE3. Como dramático trasfondo, se perfilaba otro aspectos de la vida obrera de aquella época: el hambre. En la industria se pagaban salarios más ele- vados que en la agricultura, lo que no significaba que los salarios fueran suficientes. Durante la guerra, los precios aumentaban, especialmente el del pan, lo que indicaba con claridad a las familias pobres que aquello era el principio del hambre. En Inglaterra, luego de las guerras napoleónicas, fue- ron despedidos muchos trabajadores; hizo su parición el fantasma del paro forzoso y surgió el odio entre obreros y empresarios, entre pobres y ricos. La situación se agravó, con características aún más violentas que en 1815, cuando el parlamento fijó el precio mínimo del trigo con objeto de proteger la agricultura inglesa; un precio que quitó la esperanza de comer el pan ne- cesario a millares de familias obreras. La depauperación no constituía la única y dramática característica del proletariado, puesto que no le iba a la zaga el desarraigo, la desvinculación de la madre tierra. Despojado el obrero industrial de toda propiedad, por pequeña que fuera, y privado así de toda posibilidad de regresar a su lugar de procedencia, relajadas las relaciones familiares, más vivas e intensas en el campo, el proletariado quedaba desarraigado de su tierra natal y caía en situación de absoluta dependencia económica. Ante tal situación, la masa obrera intentó, primero tímidamente, libe- rarse de su miserable condición. Obreros hambrientos y desesperados lle- garon al extremo, en alguna que otra intentona reivindicativa, de destruir aquellas máquinas odiadas, pero pronto se encontraron frente a las ba- yonetas de la represión y ante las leyes reaccionarias que les condenaban a muerte o, peor todavía, a la deportación a países lejanos. Los obreros supieron unirse, a pesar de todo, y amenazaron con declararse en huelga en caso de que los empresarios no les pagasen salarios suficientes al menos
  • 5. W. RODRÍGUEZ, LA IGLESIA Y LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL 591 Vol. 67 (2009), núm. 131 MISCELÁNEA COMILLAS pp. 587-596 para poder subsistir. Rigurosos decretos del gobierno prohibieron inme- diatamente los primeros sindicatos laborales. LA IGLESIA Y LA CLASE OBRERA4. Decía el papa Pío XI que: «el mayor escándalo del siglo XIX ha sido la apostasía de la clase obrera». Y no dejaba de tener razón. Pero, para en- tenderlo, conviene recordar que la apostasía supone una primera fe y una previa adhesión; y que si es cierto que el proletariado moderno, en tanto que clase, nace y se desarrolla al margen de la Iglesia, no pasa lo mismo con otras clases de obreros. El obrero no es por definición un no-cristiano; aún se habla, por el 1840, de talleres en los que el patrón preside la plegaria de la tarde de sus emplea- dos. La mano de obra de la industria manufacturera viene de la gente del campo, relativamente conservadora. Es decir, flamencos que se establecen en la zona industrial del norte de Francia, irlandeses que trabajan en In- glaterra, españoles e italianos que superpueblan los barrios de la ciudad. Fueron las estructuras de la gran industria, al desarraigar al obrero de su ambiente y de su familia tradicional, las que hacen que éste se desentienda poco a poco de la religión. Añádase a ello que la Iglesia no cuenta entonces con un clero prepara- do, conciente de las necesidades del momento. Es un clero «funcionario», dedicado casi exclusivamente al ministerio del culto, que continúa confun- diendo el proletariado con el pobre, y al que no le parece anormal que sigan existiendo las desigualdades de clase. Ya Napoleón había dejado escrito que «en la región no veía el misterio de la Encarnación, sino únicamente el orden social»; y añadía: «cuando uno muere de hambre al lado de otro que abunda en la riqueza, le es imposible acceder a esta diferencia, si no hay una autoridad que le dice: Dios lo quiere así; es necesario que haya pobres y ricos, aunque en la eternidad será des- pués la suerte de diferentes maneras». Es lo que solían decir desgraciada- mente predicadores de la época. De ordinario no se hablaba de «pagar al obrero», sino de que «el rico asista o ayude al pobre». Era un desmarcaje, aun llevado de buena fe, que presto costaría caro a la Iglesia, en la que se sigue «haciendo caridad», hay patronatos, sociedades de beneficencia, cooperativas y obras sociales, pero en las que no se ha llegado todavía a crear la conciencia del exigitivo y radicalizado «deber social». Y es lo que se pretende conseguir en ese tiempo.
  • 6. W. RODRÍGUEZ, LA IGLESIA Y LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL592 Vol. 67 (2009), núm. 131 MISCELÁNEA COMILLAS pp. 587-596 EL MOVIMIENTO SOCIALISTA5. En este estado de cosas encontramos, con algunas variantes, en los países marcados por la revolución industrial, lo que Durkheim llama el «inmenso grito de dolor», el cual provoca la elaboración de doctrinas que tienden a una reforma radical de la sociedad, generalmente por la supresión de las cla- ses sociales: la palabra «socialismo» ha sido cómodamente para designarla. Desde el punto de vista de la Iglesia, en ella se considera al cristianismo, y particularmente al catolicismo, como incapaz de dar respuesta adecuada a la sociedad; y todavía peor: como el obstáculo principal para la emancipa- ción de los obreros. Para Saint-Simon Fourier, Proudhon, Luis Blanc, Lasalle, Marx o En- gels el cristianismo no es mas que una etapa hacia un paraíso que no se encuentra en este mundo. Para Blanqui, los curas, apoyados en el esta- do, dominan, gobierna y comprimen. El capital les prodiga sus recursos porque le tiene como su mejor auxiliar. Con Proudhon, el cual acusa a la iglesia romana de ser «adúltera a Cristo», redentor del proletariado, se llega a la «verdad anárquica» del humanismo ateo, del que Hegel, Feuer- bach o Kautsky se convierten en teorizantes y con el que Marx elabora la esencia del socialismo científico: «la crítica de la religión es la condición primera de toda crítica». Antes de Nietzsche, Marx había comprendido que la «muerte de Dios era la condición primera para la liberación y la promoción del hombre», y como Proudhon, que la resignación cristiana no dejaba de ser una mentira. Es al Marxismo, en definitiva, con el que tiene que enfrentarse la Iglesia. Por los años cuarenta se reúne en París la constelación de los jefes revolu- cionarios de toda Europa. En 1848 aparece el Manifiesto Comunista, que clama a todos los vientos: «Proletarios del mundo, uníos»; en 1864 nace en Londres la Primera Internacional: lucha de clases, dictadura del proletaria- do, alborear de una nueva sociedad, de la que queda descartada la religión por inútil y dañina. La Iglesia no podía quedarse atrás. Debía reaccionar rápidamente para ganarse el mundo obrero a punto de perderse. En un primer momento no se tenían ideas claras ni se contaba con los elementos apropiados. Algo se habla de derechos humanos, de la justa retribución, de la dignidad y del buen trato que se ha de dar al obrero, del valor religioso de la vida frente a la concepción materialista de la actividad humana, pero se hace —apunta Martín Hernández— con un dejo de paternalismo que obstaculiza la acción definitiva y fundamental de la iglesia. Experiencias hubo, como la de Don Bosco en el Piamonte italiano, vín- culo entre aprendiz-trabajador y patrono, en la firma del primer contrato
  • 7. W. RODRÍGUEZ, LA IGLESIA Y LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL 593 Vol. 67 (2009), núm. 131 MISCELÁNEA COMILLAS pp. 587-596 de trabajo de la historia en que se fijaron condiciones laborales, pero no había surgido el empuje definitivo. El gran momento llegará cuando el papa León XIII dé a conocer la carta magna del trabajo cristiano, como se ha lla- mado a la genial encíclica Rerum Novarum de 1891. EL CATOLICISMO SOCIAL6. El mismo año de 1848 puede tomarse como punto de partida de los mo- vimientos católico-sociales en algunos países. Poco antes, en 1840, había nacido en Francia la Sociedad de san Francis- co Javier y los católicos franceses llevaban por vez primera a las cámaras le- gislativas el problema social. Se fundaron también los Anales de la caridad y hasta llegó a pensarse en construir una sociedad internacional de la caridad en beneficio de las clases trabajadoras y sufridas del país. La revolución de 1848 vino a truncar los primeros esfuerzos. Es en Alemania, gracias a los esfuerzos del obispo de Maguncia, Ketteler, que en ese mismo año publica La cuestión obrera y el cristianismo, donde se ponen los cimientos de la acción social católica, al hablar claramente de la doctrina de la Iglesia sobre la propiedad y el trabajo. A las primeras ideas surgieron pronto las obras. Kolping, por ejemplo, funda la Asociación de empleados para auxiliar a los campesinos; el barón Shorlemer-Alts estable- ce otra Asociación de campesinos y el mismo Ketteler crea Cooperativas de producción y de trabajo, como Alfredo Huffer procura organizar la pequeña industria, tratando de reavivar el corporativismo gremial de la Edad Media. Éstas eran «sociedades religiosas y económicas», fundadas libremente por los directivos de las casas industriales, patronos y obreros, que se convertían a veces en «asociaciones de piedad». Pioneros del catolicismo social en Francia fueron Lamennais y sus discí- pulos —Carlos de Coux, Gerbert, etc.— quienes, sensibilizados por el «des- precio del hombre» que originó la sociedad feudal, claman contra el «nue- vo feudalismo» y condenan con terribles acentos el capitalismo moderno. También Federico Ozanam denuncia el liberalismo económico, que lleva la muerte al obrero-máquina. Buchez va más lejos todavía y pone los cimien- tos de un «socialismo cristiano», al querer reconciliar la revolución con el catolicismo. Es la extrema izquierda del catolicismo social; al contrario de los legitimistas, que se mueven en áreas más reducidas con alguna que otra realización. Como el vizconde Alban de Villeneuve-Bargemont, cuya «eco- nomía política cristiana» preconiza la fundación de «colonias agrícolas»; Armando y Anatole Melun, animadores de la «Sociedad económica de la ca- ridad» y de un catolicismo paternalista que caracteriza el periodo 1848-1870
  • 8. W. RODRÍGUEZ, LA IGLESIA Y LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL594 Vol. 67 (2009), núm. 131 MISCELÁNEA COMILLAS pp. 587-596 y que se encontrará desamparado ante la Comuna de París con la explosión de odio que llevó consigo. Pero no tuvieron ellos toda la culpa. Fue el movimiento de unos ilusio- nados, que no contaban a veces con el apoyo de la jerarquía eclesiástica, la cual, mientras condenaba el Liberalismo, la descristianización de las masas y la influencia de las «malas doctrinas», no acababa de darse cuenta de los resultados catastróficos que producía el «triángulo maldito» —fábrica, tugu- rio, taberna— en el comportamiento de los obreros, desplazados de la vida parroquial y avocados a un progresivo embrutecimiento intelectual y a la atrofia espiritual más deprimente. Algo parecido ocurre en Italia y España; en Inglaterra merecen recor- darse los esfuerzos de Manning, «el cardenal de los pobres»; en Bélgica se desarrolla una sociología religiosa en la Universidad de Lovaina y Carlos Pé- rin promueve algunas asociaciones obreras; en Estados Unidos, el cardenal Gibbons se pone de parte del poderosos sindicato obrero de los Knights of Labour; en Austria, sobresale la obra del barón de Vogelsang. Corren los años y el catolicismo social encuentra en Francia sus repre- sentantes más significativos: los «gentiles-hombres sociales», Alberto de Mun y René de la Tour du Pin, que fundan los Círculos católicos obreros en 1871, para propiciar el reencuentro de las clases dirigentes con las cla- ses populares. Estos círculos absorbieron pronto una clientela de obre- ros. Compuesta sobre todo de artesanos y empleados; pero su espíritu paternalista atrajo poco al obrero de la fábrica en aquellos años de crisis económicas, de huelgas «monstruo» a veces sangrantes, que animaban a los obreros a apropiarse la doctrina marxista, mientras seguían mirando a la Iglesia como a la aliada natural de los patronos. No faltaron, con todo, interesantes realizaciones. León Harmel, desde su fábrica modelo de Val-desboi, en Francia, sueña con unir el fraternalismo corporativo con los esfuerzos asociacionista; se da comienzo a las federaciones de sociedades obreras católicas; en Bélgica se abren Congresos sociales y es relevante la obra que lleva a acabo Mons. Doutreloux y el sacerdote Mellaerts; José Toniolo, profesor de la Universidad de Pisa, extiende por Italia el entusiasmo por la obra social católica, promovida, a su vez, por el círculo romano de estudios sociales; en Alemania, el Centrum de Win- dthorst y el Volkverein, que influyen en la elaboración de las nuevas leyes sociales; en Suiza, los encuentros sociales internacionales que promueve mons. Mermillord; en España, la obra de los Círculos obreros del P. Vi- cent. Es el momento en el que se fija la doctrina social de la iglesia. Se debe, con mucho, a la encíclica Rerum Novarum (1891), en la que el papa León XIII proclama que la moral evangélica lleva consigo una serie de compromisos sociales, que no pueden ser desconocidos por ningún cristiano.
  • 9. W. RODRÍGUEZ, LA IGLESIA Y LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL 595 Vol. 67 (2009), núm. 131 MISCELÁNEA COMILLAS pp. 587-596 Una nueva generación, entusiasta y decidida, se levanta entonces en pro de la clase obrera y trabajadora: congresos de militantes obreros católicos (el primero se celebra en Reims en 1893); hogares regionales; sindicatos católicos (como los de Burgos y Valladolid) y revistas de estudios sociales (Fomento social, en España; Crónica social de Lyon y La acción popular en Francia); secretariados permanentes de acción social, semanas sociales, etc. En Francia, Bélgica e Italia se desarrolla el ideal de una «democracia cris- tiana», con el propósito de disociar al movimiento obrero de la democracia libertaria y del anticlericalismo. Numerosas son también las realizaciones que se llevan entonces a cabo. A las Conferencias de san Vicente de Paúl, de Federico Ozanam, que desde 1833 tanto consuelo fueron dando al necesitado en todos los rincones del mundo, se unen ahora otros movimientos como la Asocia- ción de caridad materna y la de Madres de Familia, las obras de la Cuna a domicilio, de Asistencia materna o infantil, de Adopción para recoger a huérfanos; la de Santa Ana, la de Niños expósitos y Niñas abandonadas, etc. Aún sigue conmoviendo al mundo la Pequeña Casa de la Providencia, que estableció en Turín San Benito J. Cottolengo, para recoger y atender a enfermos y necesitados de toda clase y condición. A finales de siglo, se crea en Alemania la Charitasband, centro propulsor de obras caritativas y de beneficencia. BIBLIOGRAFÍA ASHTON, T. (1979), La revolución industrial, México: Fce. GRIMBERG, C. (1987), Revoluciones y luchas nacionales, México: Daimon. MARTÍN, F. (1992), La Iglesia en la Historia II, Madrid: Atenas.