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SALVAR A CECIL.
Manfred Nolte
Cualquier persona medianamente sensible se habrá sentido indignada por el
abatimiento de Cecil, el León más famoso y amado de Zimbabue. El sanguinario
cazador, un dentista americano llamado Walter Palmer, pertenece a esa cofradía
detestable que se reúne en casa con los amigos a beber whisky o cerveza pisando
una alfombra de piel de leopardo, bajo la mirada perdida de una cabeza de alce
o de rinoceronte, alardeando de su última hazaña costosísima, salpicada por
igual de riesgos y delitos. Cecil era un ejemplar hermoso, un regalo de la vida y
objeto de admiración para los millares de turistas que hacían los safaris
fotográficos organizados en el parque protegido de Hwange. Pero sobre todo,
era una enseña del orgullo de Zimbabue, un icono, su bandera afectiva y
singular.
Permítame ahora el amable lector un pequeño salto mental, abusando de la
proverbial indulgencia que proveen estos tórridos días de agosto, para
establecer un paralelismo entre el caso de Cecil y otra forma de actuación furtiva
que se multiplica alarmante a nuestro lado: el vapuleo sistemático del éxito
conquistado recientemente por la economía española, algo técnicamente
demostrable y moralmente aplaudible. Lo que debe ser legítima materia de
orgullo se secuestra con tapujos y engaños, se oscurece y tergiversa hasta
conseguir un objetivo execrable: desvirtuar la verdad y si es posible matarla.
Igual que a Cecil. Pongamos atención a los hechos y sus interpretaciones.
Son ocho los trimestres desde que España abandonó la recesión y la tasa de
crecimiento del PIB prevista en 2015 es del 3,2%, liderando nuestro país el
crecimiento de la Unión europea: a lo que se responde que es mérito de Mario
Draghi y del nuevo precio del petróleo y en el fondo un mero espejismo sin
vocación de continuidad. ¿Record de exportaciones y el hecho de que España
haya aumentado su cuota de exportación en el total mundial?: lo justifican los
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detractores por la devaluación del euro, una carambola transitoria del destino.
Este julio ha sido el mejor en 17 años para el desempleo, que ha bajado en
74.028 personas, el descenso más importante desde 1998 y antes de 2017 se
crearán un millón de empleos: bien, replican, pero a nadie se le oculta la
precariedad y escasa calidad del empleo creado. La confianza del consumidor
alcanza nuevos máximos en julio: vale, murmuran, pero habrá que preguntar
qué tipo de consumidores son los que demuestran esa confianza. Lo mismo que
las matriculaciones de turismos que registran su mejor julio en 19 años:
sugieren los apocalípticos censores que de todos es sabido quien compra coche y
quien viaja en transporte público en este país. Y así hasta mil.
Para estos Maquiavelos, la única realidad la constituyen la corrupción de la
casta, la perversión del sistema que debe dinamitarse cuanto antes, la
incompetencia de instituciones y gobernantes que es menester derrocar a
cualquier precio. Y en cualquier caso, en modo alguno cabe asumir, ni de lejos,
la bondad de las reformas -¿reformar para quién?- o que la austeridad sea una
virtud social y que pueda incluso funcionar. Donde exista un episodio positivo
se tratará de un espejismo, o simplemente de buena suerte.
Tanta descalificación, tanta bilis vertida por los sumideros de los medios de
comunicación social y también destilada del discurso de determinados partidos
políticos, tanto ultraje apenas cimentado en datos, lanzados con especial
alevosía desde cadenas televisivas bien conocidas, lo que Pablo Iglesias ha
definido como “el nuevo Parlamento de nuestra época”, vendiendo carnaza
caducada a un público tan entregado como confundido que aplaude y jalea la
destrucción por la destrucción, convierte a nuestra sociedad en la versión
moderna de un circo romano. La desinformación y la incultura se apodera de
aquellos que envueltos en un rugido ensordecedor, piden con sus pulgares
invertidos la pena máxima del ‘otro’, un ‘otro’ que si se les pregunta fijamente, la
mayoría de las veces no sabrían concretar. Y desde luego, nunca con
argumentos convincentes. En especial, produce lástima la falta clamorosa de
rigor en la mayoría de las tertulias económicas de máxima audiencia. Pausada e
insensiblemente asistimos a la diseminación de un discurso caustico y a una
degradación intelectual de la ciudadanía.
No es justo plegarse a estos nuevos dioses de la democracia, a esta moderna
inquisición sin aparente dueño, o nombre o procedencia. Esta locura donde se
lanza la piedra escondiendo la mano, cuyas raíces se hunden en un pretendido
interés político, casi siempre bastardo e inconfesable por mucho que se
invoquen principios de justicia social que una vez destapados no son sino
hervideros de venganza y de odio. No es ético, ni justo ni razonable asaetar
injustamente a Cecil, a nuestro Cecil concreto que es la recuperación de la
economía española, de la que debemos sentirnos juiciosamente orgullosos, para
rematarla a traición en los entresijos de programas corrosivos o de acciones
partidistas bastardas.
Dejemos vagar en libertad a Cecil y proclamemos que en medio de enormes
dificultades y penalidades la recuperación española es una ilusionante realidad.
Atrás flagelos y lamentaciones. Reconozcamos nuestros méritos y no nos
empeñemos en abortarlos, aunque aun quede mucho trabajo por hacer.
Salvemos, en definitiva, a Cecil.