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Todo estaba preparado según
los guardias de la prisión. El
cielo se empeñaba en un color
plomizo, con nubarrones
preñados de agua. No sabíamos
la hora, lo único cierto es que
hoy era el día fijado para
nuestra ejecución...
Fue
condenado
abril 2012
RELATOS BREVES Jesús Antonio Jiménez Mayo
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...y fue condenado, asumiendo mi culpa...
Relatos breves
Jesús Antonio Jiménez Mayo
Abril 2012
Todo estaba preparado según los guardias de la prisión. El cielo se empeñaba en un color
plomizo, con nubarrones preñados de agua. No sabíamos la hora, lo único cierto es que hoy
era el día fijado para nuestra ejecución.
Recorrí las paredes de mi celda. Los años y los presos pasados por ella, hacían irreconocible el
color de la pintura, si es que alguna vez fueron pintadas. La humedad junto con la suciedad
acumulada se habían encargado de dar un aspecto irregular a las paredes. Palabras ilegibles,
dibujos obscenos eran el único escenario que decoraban las mugrientas paredes.
Empecé a sentir frio. Quise acurrucarme en un rincón, pero el olor a excremento humano y la
humedad del orín me lo desaconsejaron.
No había ni catre donde reposar, ni ningún otro tipo de mobiliario. Me apoyé sobre una de las
paredes. Levanté la vista hacia el único orificio por el que penetraba una tenue luz dibujando
en el suelo una cruz formada por los dos barrotes cruzados que lo protegían. Era un juguete
caprichoso de la poca luz que por aquel pequeño orificio se deslizaba, Tan pronto se alargaba
como por momentos se convertía en un borroso diseño adueñándose de todas las miopías del
mundo.
El silencio era sepulcral, solo de vez en cuando el chirriar de algún gozne rayaba el ambiente
desgarrando la "paz" reinante.
Un suspiro entrecortado brotó de mi interior, que hasta yo mismo me sorprendí. Pasaron por
mi mente los momentos vividos en el juicio, como una película de diez fotogramas por
segundo. Eran imágenes rápidas, diría que grotescas. Mi condena era justa. Yo sabía que había
cometido el delito que se me imputaba... pero al hombre que condenaron conmigo de sobra
sabía que era inocente.
Esa inocencia solo me pertenecía a mí, pues yo era el único que sabía que ese hombre jamás
había cometido delito alguno.
! Qué raro ¡. Apenas podía recordar su rostro. Era incapaz de recordar si llevaba barba o no. Es
más, su nombre lo había olvidado. ¿Era Josué?; no, era Yeshu... No. No sé.
Lo había planeado durante días. No tenía por qué haber salido mal. Detallé cada segundo de
mi actuación, paso a paso, punto por punto. El sábado día 7 de abril, a primera hora, sobre los
ocho y cinco llegarían juntos el director y la cajera, como todos los días. Allí les esperaría el
guarda jurado, era el día idóneo para entrar en la sucursal bancaria, no estarían más de tres
personas. Entraría despacio, tranquilo, sin llamar la atención. Una vez dentro sacaría las armas,
les amenazaría diciendo que era un atraco, que no hicieran tonterías; de esta forma todos
saldríamos ilesos. Solo les diría que metieran el dinero en la bolsa negra que les entregaría lo
más aprisa posible. Cogería la bolsa y me llevaría el dinero, una vez anuladas las alarmas y
maniatados a los empleados; nada más.
Recordé cómo había llegado a esa situación. Llevaba un año sin empleo, el subsidio del paro
se me había terminado hacía ya cuatro meses. La hipoteca se nos había comido todos los
ahorros, y mi mujer ya no sabía cómo alargar los pocos euros que nos quedaban, para
alimentar en casa a cuatro personas.
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consecuencias de aquel acto. Era una tienda de mala muerta situada en la calle Victoria, al lado
de la famosa pensión "CESTEROS".
Vendía cosas de segunda mano. Toda la ciudad sabía que era una tapadera. Se rumoreaba que
allí se vendía droga, y otras cosas peores. Hacía un par de años se le relacionó con la muerte de
una joven, que apareció en el río. Se habló por aquel entonces, que había sido intermediario y
dado las pistas, para que esos dos extranjeros, posiblemente italianos, la secuestraran,
violaran y después la asesinaran. Nunca, no sé por qué, se pudo demostrar su conexión con
aquel delito.
Seguro que la policía sabía de sus andanzas, pero no encontraban la forma y manera de
pillarle con algo, que le pudieran arrestar y llevar a juicio.
Él fue quien me proporcionó la pistola Glock 18 con su cargador, doce balas y el subfusil de
asalto Heckler & Koch MP5 con su correspondiente cargador y munición.
Que ¿cómo lo consiguió?, no lo sé. Más de siete días me costó a mí, hablar con él para que me
agenciara las armas y otros tantos días llegué a casa vomitando. Nunca me preguntó para qué
lo quería.
Me había parecido oír pasos por el pasillo que conducía a nuestras celdas, pero el ruido no se
dejó escuchar. Levanté la cabeza, para poder oír mejor. Al cabo de unos segundos volvieron a
resonar más fuertes, haciendo un eco seco y metálico. Se aproximaban hacia nosotros. Me
quedé paralizado, quieto como si en mi inmovilidad pudiera hacerme invisible. El corazón
empezó a golpearme el pecho haciéndome casi daño físico en mis costillas.
Se detuvieron a unos metros de mi celda. Intenté paralizar mi respiración, pero fue inútil, el
aire me entraba a bocanadas por la boca sintiendo su sequedad y sabor a azufre. Apoyé mi
oído sobre la fría puerta metálica. El ruedo de unos cerrojos al resbalar sobre sus pasadores
rompieron el silencio de unos segundos eternos.
‐"Saquen al prisionero." Oí decir a alguien con voz ronca y seca.
Seguro que un par de vigilantes penetraron en la celda contigua a la mía, pues se oyó un golpe
seco en la pared de mi celda, que a mí no me resultaba desconocido. Esos golpes los daban con
frecuencia los vigilantes con las porras de gruesa madera que llevaban consigo contra las
paredes de las celdas para intimidar.
‐"¿Sabe que Ud. está condenado a muerte, y que la fecha de ejecución se cumple hoy mismo?."
Resonó lo voz ronca y seca.
‐"¿Por qué no quiere decirnos que el otro preso, ‐se refería a mí‐ le obligó a coger la pistola y a
disparar?".
Pasaron unos largos segundos, pero aquel hombre había enmudecido. No quiso pronunciar
palabra alguna.
¿Por qué no me acusaba, sabiendo que le podían reconocer su inocencia?. ‐pensé‐. Podía
contar cómo yo le amenacé y le obligué a coger mi pistola; aunque en el fondo no quería que
hablara. Yo fui el que le acusé y le hice único asaltante. El se encontraba allí en aquel
momento. Estaba en el sitio y el momento equivocados. No había hecho nada malo. Sin
embargo, yo le obligué a coger la pistola y apretando sus manos contra las mías le obligé a
hacer un disparo al aire para que sus huellas quedaran impresas en las cachas de la Glock 18; y
en sus manos la pólvora que despide el disparo, pensando que la policía solo le detendrían a
él.
Por mi mente volvieron a pasar las imágenes de aquel momento caótico. Cuando entró el
grupo de asalto, nos encontró a los dos armados. El sostenía la pistola en su mano derecha que
yo le había obligado a empuñar y yo mantenía en las mías un subfusil de asalto Heckler & Koch
MP5.
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Todo ocurrió en décimas de segundo. Se oyó un explosión, seguido de un humo asfixiante que
escocía a los ojos.
‐ "! Al suelo, al suelo, al suelo¡." ‐resonaron unos gritos‐, cuando quise darme cuenta dos
policías se habían abalanzado sobre mí derribándome al suelo y desarmándome. Sentí un
tremendo dolor en mis espaldas al tenerme el policía presionado mi cuerpo con sus rodillas y
esposándome con una facilidad asombrosa. no tuve tiempo de reaccionar. Miré a la derecha,
único sitio que me dejaba libre la tremenda mano del policía que me presionaba la cabeza
contra las baldosas del hall bancario, y comprobé que el hombre al que le había entregado el
arma se encontraba en la misma situación que yo.
Cada vez que me venía a la mente lo sucedido, me enrabietaba conmigo mismo por dejarme
apresar de esa manera tan tonta. Seguro que el disparo alentó a alguien en el exterior y llamó
a la policía ‐pensé‐.
‐"Está bien. Devuélvanlo a su celda". Se oyó de nuevo, devolviéndome a la realidad.
Escuché un ruido seco; seguro que fue tan brutal el empujón que dieron a aquel pobre hombre
para introducirle en su celda, que su cuerpo debió de golpearse contra el suelo.
Al oír los cerrojos de mi celda, me eché hacia atrás instintivamente. Dos vigilantes entraron y
sin pronunciar palabra me asieron fuertemente de los brazos y me arrastraron al exterior. Una
luz cegadora me hizo daño en los ojos que me obligó a cerrarlos al no poder protegerlos con
mis manos.
‐ "Y tú ¿qué tienes que decir?" . Reconocí esa voz ronca. Era la misma que me había condenado
en el juicio.
¿Qué hacían allí?. Conseguí abrir los ojos. El foco con el que en un principio me habían dirigido
a mi rostro estaba apagado. Frente a mí, se encontraba el juez, el fiscal y mi abogado.
‐ "Las pruebas que en un principio os habían condenado, han sido eliminadas por defecto de
forma.", comentó mi abogado.
‐"El juicio ha quedado anulado." ‐prosiguió‐ "A ti no se te imputa nada ya que no has
cometido ningún delito de sangre. No tardarán mucho en ponerte en libertad".
De sobra sabía yo quien era el culpable de aquel asesinato. Yo había perpetrado la muerte de
aquel hombre, disparando físicamente la pistola.
El juez volvió a preguntarme: ‐"¿Tienes algo que añadir a lo declarado en el juicio?".
Mi mente trabajaba deprisa por ver qué podía añadir para eximirme de culpabilidad.
‐"Señor juez, ‐dije, bajando la cabeza‐ le juro por lo más sagrado, que ese hombre cuando entró
me obligó a coger el fusil". ‐mentí con voz casi imperceptible, echándome a llorar.
No se si fui lo suficientemente convincente. Lo cierto es que el juez y el fiscal, dieron media
vuelta y se pusieron en marcha hacia la salida. Mi abogado al darse cuenta, les siguió
apresuradamente.
‐"Devuélvanlo a su celda." ‐ pronunció el juez sin volver la cabeza, y desapareciendo a pasos
agigantados.
Los vigilantes, que en todo momento me habían tenido sujeto por los brazos, me arrastraron
violentamente a mi celda, dando de bruces con mi rostro en el rincón que servía de letrina.
Los cerrojos de la puerta de mi celda chirriaron grotescamente al ser echados. Seguidamente
oí como los pasos de los vigilantes se alejaban.
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¿Por qué no afrontaba la realidad de lo sucedido?. ¿Qué mal me había hecho ese pobre
hombre para que yo le acusara injustamente?.
Sabía que iba a morir por mi culpa. Era mi delito y él lo asumía en sus espaldas,
resignadamente, callado, sin protestar. ¿Por qué?.
La oscuridad se había adueñado de mi celda. El cielo estaba negro por las nubes y la lluvia, y
solo una leve y tenue luz, se filtraba por debajo de la puerta proyectando mi sombra sobre la
pared de enfrente.
Contemplé mi silueta, quieta, deformada, como si de mi espalda saliera una grotesca chepa.
Por unos instante pensé que esa era en realidad mi persona.
De nuevo unos ruidos de pasos me despertaron mis pensamientos. Se detuvieron en la celda
contigua a la mía. Allí se encontraba el hombre que vil y falsamente había acusado yo.
La puerta sonó como si fuera un quejido al abrirse.
‐"Salga". ‐ se oyó una voz metálica.
Al momento, mi celda también se abrió. Esa misma voz que acababa de oír se repitió en el
quicio de mi puerta. ‐"Salga".
Con miedo, me fui aproximando al exterior. Una vez fuera pude ver cómo al hombre que yo
había acusado injustamente, le ponían las esposas.
Por primera vez, lo tuve frente a mí. Contemplé su rostro, un rostro tranquilo, pero marcado
por el cansancio y el dolor. Bajé la cabeza porque no era capaz de poder sostener su mirada.
Uno de los guardias de dirigió al hombre esposado diciéndole: ‐"Le trasladamos al corredor de
la muerte". Eran las celdas donde se depositaban a los condenados a muerte. Seguidamente le
agarró de las esposas y le empujó para que caminara.
Pude ver cómo se alejaba. Quise gritar: ‐"Esperen..". Pero solo pude tragar saliva. El otro
guardia que se había quedado conmigo me espetó: ‐"Está libre, puede marcharse".
El hombre condenado por un delito que no había cometido, al oír al guardia que se había
dirigido a mí, se detuvo.
Volvió ligeramente la cabeza y me miró a los ojos. Por un momento pensé que iba gritar que
era inocente y el único culpable era yo.
Por primera vez, me fijé en su rostro. Esperaba de él un gesto de odio y desaprobación hacia
mí; pero la única imagen que pude contemplar fue la de un rostro sereno, una mirada limpia, y
que toda su respuesta fue la de esbozar una pequeña sonrisa.
El guardia que le vigilaba, tiró de las esposas que sujetaban sus manos para hacerle caminar. Al
sentir el dolor en sus muñecas, se volvió lentamente y empezó a dar pasos cansinos,
arrastrando sus pies sobre las baldosas del largo pasillo.
Los tubos fluorescentes del techo, se iban iluminado a su paso. Se me antojó en ese momento
que gritaban como una fuerte sirena queriendo alentar a todo el mundo de su inocencia.
Permanecí estático hasta que mi vista perdió la silueta de su figura.
‐"No te veo contento por tu libertad". ‐se dirigió a mí el guardia que me acompañaba‐ mientras
me indicaba dar la vuelta para salir de la prisión.
‐"¿Se sabe quién es?" ‐ fue toda mi respuesta. El vigilante, se encogió de hombros, y con una
sonrisa, me espetó: ‐"Tú tienes que saberlo".
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¿Yo qué iba a saber?. Jamás en mi vida le había visto. El guardia después de un breve silencio
me comentó: ‐"La pena es que no hemos encontrado familiar alguno. Es más. Va a ser
ejecutado como un indocumentado".
Seguimos caminando sin proferir palabra alguna. Habíamos traspasado la zona de seguridad.
Nos encontrábamos ya en el módulo de visitas.
Antes de llegar a la zona de control, mi acompañante dijo: ‐"De todas formas es raro. Las
únicas palabras que conseguimos que pronunciara, fueron que él tenía que morir por tí. No lo
entiendo". ‐hizo una pausa y prosiguió‐ "Tío, eres un hombre con suerte. De todas formas
estamos convencidos de que el no fue el asesino".
Mientras me entregaban mis pertenencias, el guardia seguía mirándome fijamente, como
queriendo esperar que yo le aclarara lo ocurrido.
¿Quién era ese hombre?. Volvieron a mi mente los recuerdos del intento de asalto al banco.
Cuando entré, solo se encontraban allí dos empleados y un vigilante jurado.
Llevaba en una mano la pistola y en la otra el subfusil. Penetré a la carrera gritando: "!Todo el
mundo al suelo, esto es un atraco¡". mientras disparaba el subfusil de asalto al techo.
‐"¿Qué, no quieres tus cosas?" ‐me espetó el funcionario que se encontraba al otro lado del
mostrador‐, con gesto turbado, recogí mis pertenencias sin comprobar nada, y firmé en la hoja
de recibo.
¿Qué es lo que había pasado en realidad?. Me estrujaba mi cerebro para poder recordar cada
fracción de segundo y los hechos acaecidos en el intento de asaltar el banco. Como un
autómata, había introducido mis pertenencias en la pequeña mochil gris que llevaba. Di media
vuelta sin contestar al guardia que me había entregado mis pertenencias, me eché la mochila
al hombro por una de sus asas encaminándome a la salida.
Mi mente seguía atascada en los hechos acaecidos en aquella mañana de abril. Efectivamente,
después de repasarlos concienzudamente, con visión fotográfica, llegué a la conclusión de que
sólo se encontraban en el banco esas tres personas y yo.
Había llegado a la puerta de salida del centro penitenciario. No percibí ninguna sensación al
sentirme libre. Al abrirse las verjas para que pudiera salir, vi que caía una lluvia intensa, el cielo
estaba oscuro, casi plomizo. A pesar de que eran las tres de la tarde, la claridad se asemejaba a
la de las horas del anochecer.
Ya me disponía a salir, cuando el guardia que me acompañaba, mirando su reloj me dijo: ‐
"Seguro que al hombre que acusaste, estará ya atado a la silla eléctrica para ser ajusticiado".
Sus palabras me penetraron hasta dentro rasgándome las entrañas. Volví la cabeza para
mirarle y querer preguntar por qué me contaba eso, pero no pude. Mi expresión tuvo que ser
la de estúpido, pues dándome dos palmaditas en el hombre me empujó al exterior no sin antes
dirigirme una sonrisa burlona.
Ya fuera, oí el ruido de la puerta eléctrica cerrarse tras de mí. Era libre, me había salido con la
mía. Había conseguido librarme de la condena e imputarle los hechos al hombre que sin saber
cómo se encontró junto a mí en el momento del asalto.
Empecé a notar frio y me subí el cuello de la cazadora, para evitar que el agua de lluvia que
me escurría de la cabeza se introdujera por mi cuello. Un fuerte relámpago iluminó la calle
seguido de estruendo que me despertó de mis pensamientos.
En el fulgor de la luz del relámpago vi el rostro del hombre se había dejado acusar por mí, sin
decir nada, callado, soportándolo todo. Instintivamente me froté los ojos con mis manos
cerradas para alejar esa imagen, pero fue inútil. Seguía aferrada a mí.
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Recordé como en el juicio había atestiguado que ese hombre me obligó a coger el subfusil, que
yo había entrado al banco para hacer un ingreso. Recordé cómo le llame canalla a gritos,
asesino; más de una vez el juez me tubo que llamarme al orden por mi grado de excitación,
amenazándome con imponerme una multa si no me callaba y dominaba mis impulsos.
Le condenaron por tener la pistola que yo le obligué a coger entre sus manos. Esa pistola con
la que yo había disparado al vigilante, cuando le vi hacer un movimiento extraño. Le había
dejado que se desangrara, me quedé quieto, inmóvil, paralizado con la mente bloqueada.
¿Por qué se llevó la mano a la espalda?. Todo tenía que salir bien. Sin embargo la había
cagado. Yo no quería matar a nadie. Fue en ese momento cuando me percaté de ese hombre,
cubierto por una gabardina oscura. Estaba agachado sobre el vigilante que yacía en el suelo.
Llevado por el miedo le obligué a coger la pistola. Volvió su cabeza hacia mí y sus ojos me
hirieron profundamente hasta el punto que no pude nuevamente, sostenerle la mirada.
Al darle el arma, me fijé que tenía las manos ensangrentadas por intentar contener la
hemorragia del vigilante, que se deshacía entre la vida y la muerte. Me repetía una otra vez,
que ese no era el guión. Al instante sentimos a los policías derribándonos.
Había doblado la esquina de la cárcel y me disponía a enfilar la calle Azorín, cuando un coche
que iba algo deprisa, me salpicó al pasar por un charco que se encontraba justo al borde de la
acera por donde yo caminaba. Me llamó la atención que lo aceptara con tanta mansedumbre.
Yo no era así. Con mi carácter seguro que le hubiera llenado de improperios y algún que otro
gesto obsceno.
¿Qué me estaba pasando?. Una opresión en mi pecho empezó a no dejarme respirar con
normalidad. Mis ojos se estaban llenando de lágrimas, que lo achacaba al frio que estaba
soportando.
Caminaba con pasos perdidos. Sin saber cómo ni por qué me refugié en el voladizo que
protegía las puerta de la iglesia de San Marcos. La lluvia comenzó a arreciar por momentos
convirtiéndose en un aguacero.
Apoyé mi espalda contra la puerta pensando que estaría cerrada, pero al peso de mi cuerpo
cedió y se quedó entreabierta. Por mi mente no pasaba entrar en una iglesia, pero una fuerza
irresistible me hizo penetrar. Me refugiaré de la lluvia ‐quise aclararme mi mismo‐ ante el
hecho de entrar en la iglesia. ¿Cuánto tiempo sin pisar una?. Lo había olvidado.
Su interior estaba inundado por una luz tenue, como si una bruma o nube de polvo envolviera
toda la nave. Me quedé quieto, a un paso de la puerta, no quise penetrar más. Sonaba una
música muy baja, apenas perceptible. Miré en todas las direcciones por si alguien estaba
tocando un armonio u órgano. El interior de la iglesia permanecía quieto, estático, vacío, sin
más presencia que la mía. ¿O no?.
En el centro colgaba una enorme lámpara forjada en hierro, con varios aros concéntricos
formando una pirámide invertida. Una cadena de eslabones desproporcionados la sujetaba del
techo. Seguí con mi vista la cadena hasta al techo en donde se sujetaba a unas argollas que
formaban una bola al modo de un globo terráqueo hueco .
Desde el exterior no daba la sensación de que tuviera los techos tan altos. Cuatro arcos
cruzados formaban la cúpula de la nave central. A los lados, unos arcos de herradura
separaban la nave central de las dos laterales, mucho más bajas que la nave principal. Las
piedras eran de color siena tostado, no sé si se llamaba piedra salmantina. En uno de los
laterales, se encontraba una vidriera que me llamó la atención. ¿Cómo es posible con la tarde
tan cerrada que era, pudiera verse cómo penetraba la luz a través de ella?.
Me acerqué para poder captar ese hecho tan inusual. A medida que me aproximaba, más luz
reflejaba la vidriera. En mi acercamiento pude discernir la única luz artificial que tenía la
iglesia. En una capilla lateral, tintineaba una vela de un color rojizo. Busqué en mis recuerdos y
encontré que esa lamparilla se ponía en las capillas donde se encontraba el Santísimo.
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Nuevamente sentí ese ahogo en mi pecho, el mismo que a las puertas de la iglesia. La
respiración se me hacía dificultosa. Tenía que inhalar el aire por la boca con el fin de coger más
cantidad del mismo. El dolor del pecho se hacía insufrible. Como pude busqué apoyo en un
banco y me senté.
Parecía que me aliviaba algo el estar sentado. Con algo de dificultad, pude levantar la mirada a
la vidriera. Representaba a Pedro negando a Jesús antes de que cantase el gallo. Pedro tenía
el rostro demacrado, con lágrimas en los ojos; toda sus facciones eran de arrepentimiento. Al
lado estaba Jesús apresado por los judíos. Mi vista seguía por los detalles de la vidriera, pero
de repente se detuvo en el rostro de Jesús. !No era posible¡. Ese rostro...
Cerré los ojos pensando que todo era una visión, pero al abrirlos allí seguía. Fruncí el entrecejo
clavando la visa en ese rostro. Sí, era el mismo. Era... era el hombre al que había acusado de
asesinato en el asalto al banco.
Volví a fijar mi vista en El, por si mi cabeza me estaba jugando una mala pasada. Pero no. Era
él, el hombre que con su silencio aceptó mi acusación falsa que le condenó a muerte.
No. A mí no. A mi no me podía estar pasando eso. Unas lágrimas empezaron a deslizarse por
mi mejillas hasta llegar a las comisuras de mis labios. Su sabor era un poco salado. Estaba
llorando. Quería revelarme contra lo que yo llamaba flojedad de espíritu. Un tremendo nudo
en la garganta acompañado de un hipo fuerte me hizo derrumbarme en el suelo.
‐"Perdón,... perdóname,.... Dios,... Dios,". balbucía entre sollozos, mientras un llanto
incontenible se adueñaba de mi cuerpo. Estaba arrepentido de haber cometido ese asesinato.
Solo esperaba, con la mirada clavada en el Jesús de la vidriera, que tuviera misericordia de mí.
No merecía ningún perdón, pero a pesar de todo, seguía suplicándole me perdonara.
No sé el tiempo que permanecí allí. Había descubierto lo que era. Un miserable, un desecho,
un asesino, un hombre sin piedad alguna. Todos los improperios del diccionario se me hacían
insuficientes y pequeños para calificarme.
Aterrado por descubrir lo que era, lo que había sido, pensé que nada ni nadie podría tener
conmigo un gesto de perdón y compasión. ¿Cómo podía haber caído tan bajo?. Un hombre
inocente había muerto por mi culpa. Levanté la cabeza de entre mis manos y volví a
contemplar ese rostro, era un rostro sereno, tranquilo, que transmitía confianza. El rictus en la
comisura de sus labios esbozaba ‐me parecía a mí‐ una sonrisa.
La lamparilla de la capilla que se encontraba a mi derecha empezó a titubear. ¿Cómo era
posible si no corría ni una brizna de aire?. Vi que por momentos se agrandaba y reducía, pero
al momento la llama se inclinaba a la izquierda como si alguien soplara queriéndola apagar. Era
inútil, de nuevo volvía a reavivarse con más brío.
De repente, noté como alguien posaba su mano en mi hombro. El grito que salió de mi
garganta tuvo que oírse en el exterior. Más que un grito fue un alarido producido por el miedo
y el susto que me hizo saltar y revolverme, todo ello al mismo tiempo.
No daba crédito a mis ojos. Aquello era peor que una pesadilla. El hombre al que había
acusado, el hombre al que habían ajusticiado, el hombre que había muerto por mi culpa
estaba allí.
Me di cuenta que el parecido con el rostro de la vidriera era casi perfecto. Un vacío se apoderó
de mi estómago y apunto estuve de vomitar y de desmallarme por el mareo que me producía.
‐"No temas..., sí, soy yo..." ‐pronunció‐ Su voz no la escuché con los oídos, pero sí la pude oírla
en el interior de mi corazón.
‐"Pero... ¿no estabas muerto?". me salió una voz tenue, de falsete‐, mientras trataba de tragar
un poco de saliva, lo que se me hacía casi imposible, debido a la sequedad de boca.
10. Relatos breves ‐ Jesús Antonio Jiménez Mayo 2012 Página 10
‐"Perdóname..., " ‐volví a balbucir‐. Ese "perdóname", sí que me había salido de dentro del
corazón. Seguro ‐pensé‐ que en la prisión, han descubierto que era inocente y le habían dejado
en libertad. La policía estará buscándome. Pero ya no hacía falta, había tomado una
resolución. Yo mismo me entregaría a la policía y les contaría la verdad de todo lo que había
pasado.
‐"No hace falta, tú también puedes ser libre", ‐pronunció aquellas palabras con una voz
armoniosa, ni alta ni baja‐. "Puedes irte en paz" ‐prosiguió‐. "Todo esto no tiene por qué haber
sucedido, solo está en tu mente. No ha habido ningún robo en ningún banco. Tampoco ha
muerto ningún vigilante jurado". ‐concluyó‐ "si tú quieres".
Quise preguntarle... algo, pero ya no estaba a mi lado. Había desaparecido. Una luz cegadora
acompañada de un brutal trueno me hizo tambalear y caer al suelo. Me pareció que toda la
iglesia se desmoronaba. Me quedé de bruces. Tuve miedo y me tapé la cabeza con las manos.
Sentí el golpe de unos ladrillos contra el pavimento de piedra. Temí por mi vida, pensando que
la iglesia se derrumbaba.
Pasaron ‐a mi me pareció una eternidad‐ unos minutos, y aún seguía cayendo ladrillos o piedra
‐no se‐ del techo. Permanecía algo aturdido por el ruido del trueno, y los oídos me silbaban.
Me iba a levantar cuando el sonido de unas sirenas se dejaron oír a la entrada de la iglesia.
Todavía permanecía en cuclillas, cuando unos bomberos entraban a la carrera, preguntando si
se encontraba alguien en el interior. No pude decir palabra, pues en seguida me localizaron y
agarrándome de los brazos me levantaron.
‐"¿Se encuentra bien?. ‐me preguntaron. Dije que sí, les pregunté qué había pasado,
indicándoles que otro hombre se encontraba en la iglesia en esos momentos. Un equipo se
puso a buscar entre los escombros sin resultado alguno. Oí que uno de los que buscaban dijo
que no había más personas dentro de la iglesia. Volví a preguntar qué había pasado. Me
dijeron que dos rayos seguidos habían caído en la torre. El segundo rayo había causado
desperfectos en una pared lateral, y había que desalojar la iglesia pues amenazaba
derrumbarse.
Ya en el exterior unos componentes del SAMUR me introdujeron en una ambulancia, y
procedieron a auscultarme. Les dije que no tenía nada, que estaba bien. Ellos no me hicieron
caso y siguieron con el protocolo.
Ahora solo hace falte ‐pensé‐ que se acerque la policía, me reconozca y me detenga. Alguien
me interrogó preguntándome si sabía en qué día estaba. ¿Cómo no lo iba a saber?, con todo lo
que me había pasado.
‐"hoy es sábado, y estamos a siete de abril de 2012" ‐pronuncié despacio y con aplomo, para
que se dieran cuenta de que estaba en perfecto estado.
Los médicos se miraron extrañados entre sí. Uno de ellos se acercó a mí con un aparato con luz
para mirarme el fondo de ojo mientras me decía: "Perdone, hoy es martes y estamos a tres de
abril. Es martes Santo."
Me incorporé bruscamente de la camilla de la ambulancia desconcertando a los sanitarios.
Recordé las palabras del hombre que había aparecido en la iglesia: "Si tú quieres esto no ha
ocurrido". Dios me estaba dando una oportunidad. Me había hecho ver lo que podría ocurrir,
era una de tantas posibilidades, que yo no me percaté de tener en cuenta.
En el exterior pude divisar a un hombre con una gabardina oscura. El se volvió y me dirigió una
sonrisa. Ese rostro... me era conocido... Sí, era el hombre... Quise incorporarme más pero un
tremendo dolor en el costado me lo impidió.
‐"No intente incorporarse, por favor. Tiene dos costillas rotas debido al atropello que ha sufrido
por un coche", oí a uno de los sanitarios.