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Indice
MEDITACIONES PARA LOS DÍAS DE SUFRIMIENTO
Sobre el Autor
Meditaciones para los días de sufrimiento
A. La Cruz
1. ¿Aguantar o llevar la Cruz?
La cruz tiene sentido comunitario
Hay que mirar hacia el vecino
¿Cruces a la medida?
Multitud de cruces
2. La Cruz no está hecha para aguantarla
Negarse a sí mismo
Tomar su cruz
Seguir a Jesús
Una Biblia ambulante
3. ¿La Cruz, un yugo suave?
Cómo llevamos nuestro yugo
¿Cuál es el secreto?
Como Jesús
4. Tomar su Cruz
Jesús no quiso montón de gente
Tome su cruz
Niéguese a sí mismo
…Y sígame
El sufrimiento, ¿un regalo?
¿Estamos dispuestos?
5. Nuestras Cruces
La Cruz de Job
La cruz de Tobías
La cruz de San José
La cruz de la Virgen María
La cruz del Cirineo
La cruz del mal ladrón
La cruz del buen ladrón
La Cruz de Jesús
No podemos escoger
B. Los Valles de Sombra
6. Cuando somos zarandeados como Job
Los amigos de Job
Dios y el diablo
2
El peligro del sufrimiento
El encuentro con Dios
El silencio de Dios
7. Cuando nos acosan las preocupaciones
El profeta Elías
Don Bosco
El método de San Pablo
La política de Dios
8. Cuando dan ganas de salir huyendo
Situación de peregrinos…
La tentación del evasionismo
9. Cuando parece que no alcanza el pan…
Una insignificante canasta
La famosa añadidura
Nada de lujos…
La tentación del Evasionismo
Dos preguntas
10. Cuando nos encontramos en un callejón sin salida
La indicación de Dios
Dios siempre está cerca
11. Cuando parece que nos vamos a hundir
Pregunta-reproche
El mar embravecido
La calma
Nada de aspavientos
12. Cuando pesa el Silencio de Dios
Identifica a Dios con el templo
¿Por qué se oculta Dios?
La religión del niño bien portado
Otro salmo parecido
13. Cuando no sabemos por qué Sufrimos
Paz y tribulación
Humanos y cristianos
Comemos del mismo fruto
Tenemos que ser podados
Necesitamos disciplina
Nada extraño…
C. Hay que Prepararse
14. Prepararse para el Gran Enigma
Los Apóstoles
Marta y María
La hora de Dios
3
Los signos
¡Yo Soy!
¿Un Dios impasible?
Necrópolis
15. Prepararse para la Muerte
Algo efímero
Nuestra gran oportunidad
Diversas maneras de salir del mundo
Imagenes muy consoladoras
Hay que prepararse
16. Prepararse para la tribulación
La fortaleza de la oración
El Pan de la Palabra
El Pan de la Vida
Vivir en su presencia
Un refugio
Fabricando la propia Arca
17. Prepararse para ser Cirineos
Lloren con los que lloran
Nos necesitamos mutuamente
En oración junto al que sufre
Consolados para consolar
No es fácil dejarse ayudar
4
P. Hugo Estrada s.d.b.
MEDITACIONES PARA LOS DÍAS DE
SUFRIMIENTO
EDICIONES SAN PABLO
GUATEMALA
5
NIHIL OBSTAT
CON LICENCIA ECLESIASTICA
6
Sobre el Autor
EL PADRE HUGO ESTRADA, s.d.b., es un sacerdote salesiano, egresado del Instituto Teológico Salesiano de
Guatemala. Obtuvo el título de Licenciado en Letras en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Tiene
programas por radio y televisión. Durante 18 años dirigió la revista internacional “Boletín Salesiano”.
Ha publicado 47 obras de tema religioso, cuyos títulos serán parte de esta colección.
Además de las obras de tema religioso, ha editado varias obras literarias: “Veneno
tropical” (narrativa), “Asimetría del alma” (poesía), “La poesía de Rafael Arévalo
Martínez” (crítica literaria), “Ya somos una gran ciudad” (poesía), “Por el ojo de la
cerradura” (cuentos), “Selección de mis poesías”, “Selección de mis cuentos” y “Poesía
para un mundo postmoderno”.
7
Meditaciones para los días de sufrimiento
En MEDITACIONES PARA LOS DIAS DE SUFRIMIENTO, el P. Hugo Estrada
parte del hecho de que, muchas veces, la cruz se «aguanta» a regañadientes, y no se
«acepta», como Jesús exige a sus seguidores. En reflexiones profundas, el autor expone
cómo Jesús nos invita a «tomar» nuestra cruz en momentos en que parece que nos
encontramos en un callejón sin salida, o cuando creemos que nos vamos a hundir en el
mar embravecido de la tribulación.
El libro concluye con unas consideraciones acerca de cómo prepararnos para el
momento crucial de la muerte, y cómo convertirnos en cirineos para los que ya se doblan
por el peso de su cruz.
8
A. La Cruz
9
1. ¿Aguantar o llevar la Cruz?
Una de nuestras conversaciones favoritas consiste en quejarnos de nuestra
situación. No perdemos oportunidad de exhibir ante todos nuestros pesares, nuestras
tribulaciones. Llevamos una cruz, pero a la fuerza, no con gozo.
¿Se puede llevar “con gozo” la cruz? ¿No será masoquismo? En la sociedad en que
vivimos, se nos enseña a tenerle “horror” a la cruz, a todo lo que huela a sufrimiento, a
renuncia. Se hace propaganda de los mejores colchones para dormir plácidamente. De la
mejor almohada. De los zapatos más suaves. Vivimos en una sociedad hedonista que
busca el placer a cualquier costo. Se le tiene “horror” a la cruz, al sufrimiento, a la
renuncia.
San Pablo decía que él se “gloriaba en la cruz de Cristo” (Ga 6, 14). Gloriarse es
sentirse orgulloso de algo, satisfecho. Pablo se sentía satisfecho con la cruz que Jesús le
había ofrecido. Santiago dice: “Hermanos míos, ustedes deben tenerse por muy dichosos
cuando se vean sometidos a pruebas de toda clase. Pues ya saben que cuando su fe es
puesta a prueba, ustedes aprenden a soportar con fortaleza el sufrimiento. Pero
procuren que esa fortaleza los lleve a la perfección, a la madurez plena, sin que les
falte nada” (St 1, 2-3).
Tanto Pablo como Santiago habían intuido que el sufrimiento a la par de Jesús -la
cruz- los fortalecía en la fe, los llevaba a una mayor maduración espiritual y los convertía
en otros cristos para los demás.
Muy sugestivo el razonamiento que el escritor León Bloy hacía en el sufrimiento.
Meditaba en que Jesús, Pontífice, es decir constructor de puentes, le estaba dando a él la
oportunidad de ser también un “puente”, y que, por eso mismo, medía su capacidad de
resistencia como puente. Jesús nos convierte, a su lado, en otros pontífices,
constructores de puentes, sacerdotes, para ayudar a otros. El puente sirve para que otros
tengan acceso a un lugar. Como pueblo de sacerdotes, ayudamos a otros, como puentes,
para llegar a Jesús que es el único camino hacia Dios Padre.
Cuando Jesús nos advierte que para ser su discípulo hay que llevar la cruz, nos
indica una condición indispensable para llamarnos cristianos. Si aceptamos, nos convida a
tomar nuestra cruz, a probarle con los hechos nuestra capacidad de “ser puentes” para
otros. En el seguimiento de Jesús lo que cuenta no son las palabras, sino la práctica.
Todos, queramos o no, tenemos que llevar una cruz. Si la llevamos con gozo,
sentiremos menos el peso. Si la llevamos de mala gana y a regañadientes, nos va a pesar
mucho más. Lo que importa es saber llevar nuestra cruz, como Jesús nos indica.
A Gestas -el mal ladrón- la cruz que le impusieron no lo santificó, y la tuvo que
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levar lo mismo. Tal vez la cruz de Gestas, materialmente, pesaba más que la de Jesús.
Sin embargo, en lugar de salvarlo, sólo le sirvió para endurecerlo; ni siquiera pudo
descubrir quién era el que estaba a su lado, orando al Padre por él. Lo maldijo y murió
renegando.
Como es natural, Dimas se mostró reacio a la cruz que le impusieron. Renegó y
maldijo como Gestas. Cuando se vio abandonado de todos, cuando sintió que la muerte
estaba por llegar, se dirigió, a Jesús como su única salida. De Jesús aprendió a tomar su
cruz. Aceptó unirse al sufrimiento redentor de Jesús. A Dimas lo salvó la cruz.
Según la tradición, el Cirineo fue un cristiano distinguido en las primeras
comunidades. Lógicamente se indignó cuando lo obligaron a cargar con la cruz de un reo.
Cirineo descubrió quién era Jesús y se “gozó” en poderlo ayudar a llevar su cruz. La
Cruz le sirvió a Cirineo para santificarse.
Cuando Santiago y Juan se acercaron a Jesús para solicitar los primeros puestos en
el reino, Jesús les preguntó si se sentían preparados como para beber del mismo cáliz que
a él le tocaba beber. Ellos, sin dudar, dijeron que sí. No sabían todavía lo que era una
cruz.
La noche del Huerto de los Olivos, vieron aparecer la imagen de la cruz, y salieron
huyendo. Más tarde, van a aprender a “tomar“ la cruz; ya no le van a tener miedo. Por
eso Santiago llegó a escribir que había que “sentirse muy dichosos en el sufrimiento” (St
1, 2).
La cruz tiene sentido comunitario
La cruz no se puede llevar solitariamente. Hasta Jesús necesitó de un Cirineo. Nadie
puede creerse tan autosuficiente como para llevar solo la cruz. Nuestra cruz sólo la
podemos cargar acompañados de Jesús. Es él quien nos va abriendo camino y nos hace
de Cirineo cuando ya no aguantamos. Sin Jesús a nuestro lado, seríamos como los
filósofos estoicos que se habían convertido en “lavantadores” de pesas espirituales, en
exhibicionistas del sufrimiento.
Jesús no sólo nos convida a acompañarlo a llevar la cruz; también nos enseña cómo
debe llevarse la cruz para que sirva para nuestro bien y no para nuestra derrota.
La cruz también hay que llevarla junto a los demás. La cruz para Jesús tuvo sentido
redentor. Jesús llevó su cruz para que otros pudieran ser “rescatados”. Para nosotros la
cruz también debe tener un sentido de rescate. Uno de los que mejor expresó este
concepto fue San Pablo. El Apóstol escribió: “Completo en mi cuerpo lo que falta a los
padecimientos de Cristo por su Iglesia” (Col 1, 24). Pablo estaba seguro de que sus
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sufrimientos servían para formar parte del tesoro del Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia.
Cuando Pablo estaba en la prisión de Roma, les escribió a los filipenses
asegurándoles que estaba satisfecho en la cárcel, pues había venido para que muchos
perdieran el miedo de dar testimonio del Señor. Además, había logrado llevar el
Evangelio a muchas personas importantes del gobierno romano con los cuales le había
tocado relacionarse con motivo de su prisión. Pablo les aseguraba a los filipenses que el
seguir con vida o morir lo tenía sin cuidado. Si seguía viviendo, continuaría llevando el
Evangelio. Si moría, tendría una “ganancia”, pues se uniría para siempre con el Señor.
Por así decirlo, Pablo le había sabido “sacar jugo” a su cruz. Por eso decía: “Me glorío
en la cruz de Cristo” (Ga 6, 14).
Hay que mirar hacia el vecino
Cuando los niños se caen, comienzan a llorar y, a toda costa, quieren que todos se
enteren del razón que se hicieron. Con nuestro dolor, somos como los niños; queremos
exhibirlo en todas partes. Queremos que nos condecoren como grandes sufrientes. Otra
de nuestras manías es la de ir a buscar a alguien con quién desahogarnos.
Nuestra actitud de cristianos maduros debería llevarnos a buscar inmediatamente al
Señor; contarle nuestra pena. Jesús se nos mostraría en la cruz, vilipendiado, escupido,
solitario, cubierto de llagas. Se nos quitarían, entonces, las ganas de andar pregonando
nuestro dolor.
Los grandes santos -con sus enormes cruces- fueron muy pudorosos en lo que
respecta a su sufrimiento. Optaron por el silencio. Es que antes habían hablado con Jesús
y ya no necesitaban hablar con los hombres acerca de sus cruces.
Cuando nos invade la urgencia de ponernos a llorar en público, nos haría bien visitar
algún hospital, algún manicomio, algún orfanato. Nuestra calentura, digna de una
aspirina, no se puede comparar con el cáncer que está carcomiendo aquel enfermo que,
en silencio, está en su lecho de dolor. Si abriéramos un poco más nuestra ventana,
podríamos observar al mendigo que está escarbando en el bote de la basura para
encontrar, con ilusión, lo que otros desechan. Veríamos a la familia de la vecindad que
ese día no tiene nada para comer. ¡Y nosotros que nos quejamos porque carecemos de
cosas superfluas! ¿Qué tal que al vecino se le ocurriera proponernos intercambio de
cruces?
¿Cruces a la medida?
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Una condición indispensable para poderse llamar discípulos de Jesús es “tomar” la
propia cruz. Las más de las veces, “aguantamos” nuestra cruz, porque no queda otro
remedio; porque hay que continuar avanzando. Jesús no invitó a “aguantar” la cruz, sino
a “tomarla”.
Todo a nuestro alrededor nos convida a no “tomar” la cruz, a rehuirla. La
mentalidad del mundo es circundarnos de toda clase de placeres: buscarlos a cualquier
precio. Jesús nos anticipa que antes de poder tomar la cruz, hay que “negarse a sí
mismo”. Negarse a sí mismo equivale a decirnos no a nosotros para poder decirle sí al
Señor en lo que nos pide.
Ante nosotros se abren dos caminos: uno ancho y placentero; el otro, angosto y
difícil de transitar. Jesús anticipó que el camino ancho lleva a la perdición, y que el
estrecho lleva a la salvación (cfr. Mt 7, 13-14).
No es nada fácil escoger ante esa alternativa. Por lo general, nos inclinamos a ir por
el camino del mundo: por el camino del confort refinado, del egoísmo, de la ley del
menor esfuerzo. Cuando obramos así, le estamos diciendo no al Señor. Estamos
“aguantando” la cruz. La llevamos porque no podemos arrancarla de nuestros hombros.
El que voluntariamente ha “tomado” la cruz, no la lleva a rastras, sino que ha hecho
la opción de compartir con Jesús la cruz de la justicia, de la verdad, de la limpieza de
vida. Ha “tomado” su cruz el que se ha decidido a ir por la “puerta estrecha”, porque es
la única que lleva a la salvación.
Todos sufrimos. Todos cargamos con una cruz. Sólo unos pocos la han “tomado”
voluntariamente. Sólo ellos se pueden llamar verdaderamente discípulos del Señor.
Me gustó mucho lo que leí en un libro; el autor decía que Jesús fue un carpintero y
por eso había aprendido a fabricar los yugos a la medida, para que no les molestaran el
cuello a los bueyes; y que cuando Jesús invitaba a llevar su “yugo” nos está asegurando
que ese yugo está hecho a nuestra medida. Por el momento me pareció muy bien la idea.
Más tarde leí en otro libro, otro concepto que me pareció más ajustado a la realidad.
El autor aseguraba que la cruz nunca está hecha a la medida. A Jesús no le tomaron
medidas para hacerle su cruz. Le pusieron sobre su espalda unos ásperos y pesados
troncos y lo obligaron a caminar.
Nuestra cruz nunca puede estar hecha a la medida. La cruz, por eso, nunca se
adapta a nuestro hombro; por eso nos molesta tanto. La cruz que llevamos es siempre la
que nosotros no hubiéramos escogido. Como no sabemos calcular el peso de la cruz del
vecino, la juzgamos menos pesada que la nuestra. Alguna vez se nos revela la magnitud
del dolor ajeno, y nos quedamos boquiabiertos, meditando en que no seríamos capaces
de llevar semejante peso.
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Los zapatos, se hacen a la medida. Se habla de colchones ortopédicos, que se
adaptan a nuestro cuerpo. Se fabrican trajes a la medida. Jesús nos ofrece una cruz “no
hecha a nuestra medida”, pero que no es imposible de ser llevada. La cruz que el Señor
nos ofrece es la que “podemos” llevar; él conoce muy bien nuestra capacidad de aguante
y, por eso mismo, nos convida a llevar nuestra cruz, la que él nos escoge. Bien decía el
poeta Arévalo Martínez: “Es que sus manos sedeñas, hacen las cuentas cabales y no
mandan grandes males para las almas pequeñas”. La cruz “no hecha a nuestra medida”
es la que Jesús nos convida a llevar en su compañía.
Multitud de cruces
Las cruces se ven en todos lados. De todos los tipos, de todos los colores y tallas.
Mucho sentimentalismo se amontona alrededor de la cruz. Mucho aparato. Cruces
bellísimas, bien labradas, con adornos dorados; soldados romanos alrededor de la cruz:
muy educados, muy limpios. Jesús cubierto con una sábana olorosa. Jesús bien afeitado.
Todo lo contrario del viernes santo. La cruz de las procesiones no da miedo tomarla. Es
una cruz agradable. La cruz de Jesús es la terrible cruz que doblega, que hace tropezar y
caer varias veces. Esa cruz es la que la que le infundió pavor a Jesús; sudando sangre, le
pidió al Padre que lo librara de ella; pero el cáliz que dios le presentaba tuvo que beberlo
todo entero.
Jesús nos invita a preguntarnos si estamos “aguantando” nuestra cruz, o si ya nos
decidimos a “tomarla”. Jesús dice claramente: “Si el grano de trigo no muere no puede
producir fruto”. La cruz “tomada” nos ayuda para que muera definitivamente nuestro
hombre carnal, que nos impide ir por el camino de Jesús. La cruz bien llevada nos
convierte en Cirineos: nos santifica. La cruz de Jesús -la verdadera, no la de juguete- es
el test que se nos presenta para saber si, de veras, nos podemos llamar discípulos del
Señor.
14
2. La Cruz no está hecha para aguantarla
Según los persas, el cuerpo de un criminal no debía tener ningún contacto con la
tierra para no contaminarla. Por eso lo apartaban del suelo y lo colgaban en una cruz.
Los romanos tomaron esta clase de suplicio de los persas. Entre el pueblo judío, uno que
muriera en una cruz era un “maldito” de Dios. Jesús escogió el camino de la cruz para la
salvación de la humanidad. El Evangelio describe a Jesús hablándoles a los apóstoles con
toda claridad acerca de la “necesidad” de ir a Jerusalén para someterse al suplicio de la
cruz.
La sutil tentación que el demonio le puso a Jesús, al principio de su misión pública,
fue que dejara a un lado el camino de la cruz y escogiera el “camino del poder” que Dios
le había concedido. Sin quererlo, Pedro se convirtió también en un “tentador” cuando,
indignado, se acercó a Jesús para disuadirlo de ir a Jerusalén para ser crucificado. En esta
oportunidad, Jesús llamó a Pedro “Satanás”, pues le estaba sirviendo de “tentador”. En
cada uno de nosotros hay un Pedro que busca, a toda costa, eludir el camino de la cruz.
Queremos un Jesús bueno, pero sin cruz. Un Jesús sin exigencias. Un Jesús que
solamente multiplique panes, pero que no nos exija seguirlo con una cruz a cuestas. Ese
cristianismo sin cruz, no es el que vino a predicar Jesús. Bien decía el escritor Julien
Green que “cristianismo sin cruz es fantasía de filósofos”.
Jesús fue muy tajante con los apóstoles que se indignaron porque Jesús determino ir
a Jerusalén para tomar su cruz. Les señaló que si pretendían ser sus discípulos,
necesitaban tres condiciones: negarse a sí mismos, tomar su cruz y seguirlo (cfr. Lc 9,
23). Jesús no los ilusionó con falsas promesas. Desde un principio les habló con claridad
acerca de la cruz. A los apóstoles les costó mucho llegar a captar la mentalidad de Jesús.
Porque lo amaban y admiraban, se quedaron con él a pesar de todo. Con el tiempo, y
con la ayuda del Espíritu Santo, que Jesús les envió, fueron comprendiendo, cada vez
más, el mensaje de la cruz, y vivieron a plenitud.
Negarse a sí mismo
El comentarista de la Biblia, Orígenes, escribe que cuando Jesús llamó Satanás a
Pedro, le quería decir: “Pedro, ponte atrás de mí, no quieras ser mi maestro”.
Esta actitud nuestra responde a la mentalidad mundana en que nos movemos. En
nuestro corazón resuenan, a la vez, dos voces: la voz del mundo que nos aconseja no
“reprimirnos” en nada, huir de toda renuncia, tenerle horror al sufrimiento. El mundo nos
anima a que dispongamos de la mejor cama, de los zapatos más cómodos, de todo el
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confort posible. La voz de Dios, dentro de nosotros, nos sugiere: “¿Por qué no visitas a
ese enfermo?”. “El dinero que vas a gastar en trivialidades, ¿por qué no lo entregas al
necesitado?” “En vez de ese codazo que te dieron ¿por qué no devuelves una sonrisa?
Negarse a sí mismo no consiste en privarnos de los valores humanos que nos hacen
ser más nosotros mismos. Negarse a sí mismo consiste en buscar que el “hombre viejo”,
que no ha muerto del todo en nosotros, se vaya extinguiendo cada día más. Nuestro
hombre viejo nos impulsa a ser más egoístas, rencorosos, sensuales. Cada vez que nos
negamos a nosotros mismos, permitimos que el “hombre nuevo”, la imagen de Jesús, se
caya identificando, más y más, en nosotros. Negarse a sí mismo no es “masoquismo”,
“represión”, sino liberación de la escoria, de lo que nos impide que la imagen de Dios en
nosotros sea más visible.
Tomar su cruz
Jesús no invita a “aguantar” la cruz; él habla de “tomar” la cruz. El ciclista toma con
cariño la bicicleta que lo llevará al triunfo. El escultor toma y mima el cincel con el que
labrará una obra de arte. Jesús voluntariamente “se adelantó” -así lo describe el
Evangelio- hacia su cruz. La tomó. Toda su vida supo que terminaría en una cruz. Desde
un principio se preparó para ese momento. Sabía que su cruz tenía sentido: implicaba la
salvación del mundo. Jesús no rehuyó su cruz: cuando “llegó la hora”, sin dilación, se
dirigió hacia Jerusalén para tomar su cruz.
La cruz significa todo aquello que se nos viene encima cuando determinamos ser
justos, rectos: le decimos sí a Dios, y no al mundo. Cuando terminamos vivir el Sermón
de la Montaña, ya sabemos que nos tocará llorar, ser perseguidos, ser señalados como
gente “non grata”. La cruz no hay necesidad de irla a buscar; viene sola cuando
determinamos ser gente de bien, seguidores del Señor.
Jesús habla de tomar “su cruz”. Es decir la propia. La que Dios con Sabiduría ha
puesto sobre nuestras espaldas. Jesús no pide llevar la cruz del vecino. Nos habla de
“nuestra” cruz. Cada uno lleva la cruz que dios le ha fabricado según sus posibilidades.
Ni más ni menos peso de la cuenta. Lo exacto.
Es normal que le tengamos “miedo a nuestra cruz”. Es lógico que nos sintamos
incompetentes. Pero es muy “de fe” que, con la ayuda de Dios, “nuestra cruz” es el
camino recto para nuestra salvación y la de muchas otras personas.
El profeta Jonás recibió de Dios el encargo de ir a predicar a la pérfida ciudad de
Nínive. El profeta rehusó tomar sobre su hombro esa pesada cruz. Comenzó a huir de
Dios. Todo le salió mal. Se rebelaron contra él todos: los hombres, el mar y su
conciencia. Terminó tragado por un gran pez que luego lo va a vomitar en la playa. Jonás
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no sintió paz en su corazón hasta que no se decidió a tomar “su cruz” y a seguir el
camino de Dios. En ese momento, sintió que iba por el camino correcto. Se dio cuenta
también que huyendo de su cruz solamente había encontrado conflictos internos y
externos.
Huir de “nuestra cruz” solamente nos lleva a la frustración; a saber que estamos
“out side”, fuera del lugar en donde está la bendición para nosotros. Rebelarse contra la
propia cruz solamente lleva a “dar coces contra el aguijón”. Eso hiere, lastima.
La única manera de no ser aplastados por el peso de nuestra cruz, es tomarla con
sentido de fe, como lo hizo Jesús.
Seguir a Jesús
Hay un juego de niños llamado “las estatuas”. El niño que dirige el juego hace una
mueca, a veces ridícula; el que desea continuar en el juego debe repetir el gesto y
permanecer como una estatua. Seguir a Jesús significa imitarlo. Aceptarlo
incondicionalmente. Decirle, como Pedro: “Señor, sólo tú tienes palabras de vida
eterna”.
Andrés y Juan eran discípulos de Juan Bautista; el profeta les había señalado a Jesús
y les había asegurado que él era “el Cordero de Dios que quitaba los pecados del
mundo”. Juan y Andrés comenzaron a observar a Jesús: el Señor, un día, al verlos que lo
seguían, les dio la clave para ser auténticos discípulos; les dijo: “Vengan a vivir conmigo”.
Seguir a Jesús no significa “ser admiradores” de Jesús, de su doctrina, de sus milagros.
Ser seguidores de Jesús quiere decir seguirlo en todo. Hacer lo que él diga. Acompañarlo
en días de triunfo como de fracaso. Aceptar los panes que él multiplica, pero también la
cruz que nos ofrece.
Al profeta Jeremías se le planteó el problema de seguir o dejar el camino que Dios le
indicaba. Lo enviaba a predicar con dureza a su pueblo. El profeta se sintió como
defraudado por la misión que Dios le encomendaba. Pero aceptó su cruz y dijo: “Tu
Palabra en mi interior se convierte en fuego que me devora; trato de contenerla, pero
no puedo” (Is 20, 9). El profeta comprendió que el camino de Dios es el único que se
puede seguir, si se desea su bendición y la paz interior.
Es frecuente encontrarse con personas que creen que seguir el camino de la cruz es
sinónimo de infelicidad. Es un error muy común. Y no hay nada tan fuera de la realidad
evangélica como identificar sufrimiento -cruz- con infelicidad. La buena noticia de Jesús,
su Evangelio, consiste precisamente en que, al “tomar su cruz”, la persona se sienta más
realizada y experimente el “gozo espiritual” que dios nos regala, y que el mundo promete
y no puede dar, porque el mundo no es el dueño de la alegría interior, que no es fruto del
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bienestar material, sino un regalo del Espíritu Santo. Tal vez sea éste un punto muy
oscuro para muchos. Tiene miedo de “tomar su cruz” porque creen que,
automáticamente, se convertirán en “seres infelices”. El Evangelio demuestra todo lo
contrario. La persona que acepta la cruz, que Jesús le ofrece, es una persona que reboza
alegría; que sabe que está cumpliendo una misión en la tierra y que cuenta con la
bendición del Señor. El libro de los Hechos se complace en recalcar que los apóstoles
salen gozosos de las cárceles en donde han sido torturados por el nombre del Señor. El
Evangelio es la buena noticia de los que “son bienaventurados”, aunque les toque llorar,
sufrir y ser perseguidos. Con razón el pueblo acuñó el dicho de que un “santo triste es un
triste santo”. El santo -el auténtico seguidor de Jesús- es alguien que se siente realizado,
que sabe que va por el camino correcto, que valora su sufrimiento como purificación de
tipo personal y como “un completar en el propio cuerpo lo que falta a la pasión de Jesús
por su Cuerpo que es la Iglesia” (Col 1, 24).
Seguir a Jesús y ser un individuo frustrado, infeliz, no es ningún Evangelio, ninguna
buena noticia. Seguir a Jesús con la propia cruz, y ser feliz al mismo tiempo, ésa es la
buena noticia que Jesús nos vino a traer y que muchos todavía creen que sea una
“utopía”.
Una Biblia ambulante
“Buenos Aires hoy” es el título de una obra de teatro. En una escena relevante, un
joven sale leyendo el Sermón de la Montaña. A su alrededor todos fornican, blasfeman,
roban, matan. Las palabras de la Biblia, que el joven lee a vez en cuello, molestan a los
vecinos. Todos determinan silencias aquella voz. Arremeten contra el muchacho y lo
crucifican contra la pared. Cada cristiano es una Biblia ambulante. Su voz molesta a los
hijos de las tinieblas; les estorba su sueño de fornicación, de violencia y de egoísmo. De
aquí que todo cristiano, debe aceptar que se seguidor de Jesús implica “tomar la cruz”.
Pedro creía que estaba en lo correcto cuando, acaloradamente, intentaba apartar a
Jesús de su cruz en Jerusalén. La mentalidad mundana, que nos atenaza, nos lleva
precisamente a pensar como Pedro: hay que huir de la cruz, del sufrimiento, de la
renuncia. Los slogans que se mastican públicamente, las revistas, los periódicos no son
buenos consejeros que nos alienten a “llevar nuestra cruz”. Son, más bien “satanases”
que intentan, por todos los medios, apartarnos de la “locura de la cruz”.
La oración, la Biblia, la meditación, nos llevan, en cambio, a escuchar la voz de
Jesús; nos animan a seguirlo; nos muestran la “nube de testigos” que, un día, se
decidieron a “tomar su cruz” y que fueron personas llenas de bondad, de gozo espiritual,
y muy útiles a la sociedad.
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Es posible que, como Jonás, busquemos eludir nuestra cruz. No habrá paz en
nuestros corazones. Abundarán los conflictos por todas partes; es porque allí no está la
bendición de dios. El joven rico se alejó con tristeza porque rehusó tomar la cruz que
Jesús le ofrecía. Nadie puede ser feliz hasta que, voluntariamente, acepte la cruz que
Jesús le ofrece como medio de realizarse en este mundo y de ser útil a sus hermanos, los
hombres,
Ser cristiano es ser una Biblia ambulante, que molesta los oídos de muchas
personas; pretender ser cristiano sin una cruz es la caricatura de un cristianismo muy de
moda, pero que no es el que Jesús nos vino a enseñar.
19
3. ¿La Cruz, un yugo suave?
Una fábula antigua narra que Júpiter puso dos alforjas sobre los hombros de los
seres humanos. En la alforja de adelante van los defectos de los demás; por eso
continuamente los estamos criticando. En la alforja de la espalda llevamos los defectos
propios; por eso casi no los vemos.
Esta fábula la podríamos ampliar. Podríamos decir que en la alforja de adelante
llevamos nuestros “sufrimientos”, y en la de atrás, los sufrimientos de los otros. Por eso
concentramos la atención en nuestras propias tribulaciones, y nos olvidamos que junto a
nosotros hay personas con cruces más pesadas que la nuestra. Lo importante no es saber
que tenemos que sufrir, sino la manera cómo llevamos nuestra carga. El sufrimiento de
por sí no salva a nadie. Se puede llevar una carga muy pesada, pero ser al mismo tiempo,
una persona amargada. Esto no es liberador, no es ningún evangelio. No es “buena
noticia” el que una persona sufra mucho y, al mismo tiempo, sea infeliz.
Jesús nunca pretendió engañar a sus seguidores. Con toda claridad les dijo: “Así
como me persiguieron a mí, así también los perseguirán a ustedes”. A los que
intentaban ser sus discípulos les advirtió: “Si alguno quiere ser mi discípulo que tome su
cruz y que me siga”. San Pablo había comprendido a plenitud esta condición de
sufrientes de los seguidores de Jesús. Por eso escribió: “Es necesario que a través de
muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios” (Hch 14, 22). Nadie puede estar
eximido del sufrimiento mientras sea peregrino por este “Valle de lágrimas” que es la
tierra. Lo importante es no identificar sufrimiento con infelicidad. Jesús no vino a
proclamar el reino de los “infelices”, que llevaban una cruz, sino a darnos la “buena
noticia” de que se puede llevar una cruz muy pesada y, al mismo tiempo, estar con el
corazón rebosante de gozo. Jesús les exigió su cruz a sus seguidores, pero también
prometió hacerles de “Cirineo”. Les dijo: “Vengan a mí todos los que están agobiados y
cansados que yo los haré descansar. Acepten el yugo que yo les pongo, y aprendan de
mí que soy manso y humilde de corazón; así encontrarán descanso para sus almas.
Porque el yugo que les pongo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 28-30).
El yugo, la carga ya los tenemos. Lo que hay que preguntarse es por qué no hay paz
en nuestros corazones. Por qué no existe la serenidad en medio de la tribulación. La
respuesta, a la luz de las palabras de Jesús, es muy simple: porque no sabemos llevar el
yugo con “humildad y mansedumbre”.
Cómo llevamos nuestro yugo
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En tiempos de Jesús los maestros religiosos llamaban yugo a las leyes que les
exigían a sus seguidores. Jesús les hizo notar a los maestros de la ley que se les había
pasado la mano en las cargas que intentaban poner sobre los hombros de sus discípulos.
Se habían pasado de la raya. Habían llegado hasta la ridiculez de tener estipulados los
pasos que se podían dar el día sábado.
Cuando Jesús hablaba de su yugo, lo hacía para puntualizar que el yugo que nos
imponía estaba hecho a nuestra medida. Pero lo cierto es que el yugo siempre pesa,
siempre doblega, quita la libertad en alguna forma. No existe yugo que no cause
molestias. Lo típico de nuestro yugo es que siempre nos estorba, siempre le sobra o le
falta algo. Por eso pesa.
La gran verdad que Jesús nos señaló es que ese yugo, si se lleva como él indica,
puede llegar a ser un “yugo suave y una carga ligera”. El secreto, por tanto, está en saber
llevar el yugo como Jesús indica.
Son muchas las personas que llevan sus sufrimientos -su yugo- con rebeldía. Pasan
los años y todavía no han tenido que pasar. En su subconciencia le echan la culpa a
alguien. Ese Alguien no puede ser otro que Dios. No afirman, descaradamente, que le
echan la culpa a Dios, pero su rebeldía indica que no “han perdonado” a Dios por lo que
creen que les hizo.
Estas personas se vuelven amargadas. Y se encargan de amargarle la vida a los que
los rodean. Lord Byron y Walter Scott tuvieron en común un mismo defecto: los dos
eran cojos. Byron nunca aceptó su limitación física. Se llenó de amargura y se dedicó a
la disolución. El novelista Walter Scott era cristiano; supo aceptar su deficiencia. Byron le
escribió un día que daría toda su fama con tal de poder tener la felicidad que él reflejaba.
Son muchísimas las personas que alimentan en sus almas amargura por lo que les ha
sucedido. No han logrado “tomar su yugo”. Por eso mismo su yugo les sigue pesando
más de la cuenta.
Algunos hablan de llevar las penas de la vida con “resignación”. Este término, en el
fondo, no es nada cristiano. Se resigna la persona que ya no encuentra otra salida y, por
eso mismo, no tiene más que seguir adelante. Esta actitud desemboca en un frío
pesimismo. Esta no es la actitud que aconseja Jesús para llevar el propio yugo. Cuando
Simón Cirineo fue obligado a llevar la cruz de Jesús, al principio no tuvo más que
“resignarse”; no había escapatoria: delante de él estaba la lanza de un soldado romano
que lo amenazaba. Cirineo “se resignó”. Conforme fue avanzando con la cruz, junto a
Jesús, aquel hombre fue descubriendo su misión: se fue encontrando con Jesús y
entonces le encontró sentido a lo que estaba haciendo. Ya no se resignó, sino que
experimentó gusto en ayudar a aquel santo varón que le enseñó muchísimo, en pocos
momentos, acerca del valor del sufrimiento.
El Evangelio pone sumo cuidado en asegurar que Jesús “se adelantó” hacia su cruz.
21
Cuando llegó su hora, el mismo templó sus nervios y dijo: “Vamos a Jerusalén”. Sabía lo
que le esperaba en Jerusalén.
La anunciación del ángel a la Virgen María señala el momento en que se le pide a
María su consentimiento para ser la principal colaboradora del “Varón de Dolores”; la
que debía estar más cerca de la cruz de Jesús. A la Virgen María nadie la obligó a ser la
mujer de los siete puñales en su corazón. Ella, anticipadamente, había dicho: “Que se
haga en mí según su Palabra”.
Muy ilustrativo es el caso de San Pablo. El mismo nos comparte que tenía “una
espina” que lo humillaba. Según los estudiosos, esa espina pudo haber sido la epilepsia,
mal de ojo, o tartamudez. ¿Quién lo sabe? Lo cierto es que la “espina” de Pablo era una
limitación que le traía problemas. Era un yugo. Pablo cuenta que le suplicó a Dios que lo
librara de esa espina. Dios le contestó: “Te basta mi gracia” (2Co 12, 9). Pablo ya no
continuó pidiendo ser librado de su espina. Vio en esa yugo un plan de Dios para él. Para
que en medio de tantos dones espectaculares no se le subiera el orgullo a la cabeza.
Pablo escribió: “Me siento fuerte cuando soy débil” (2Co 12, 10). Pablo se sentía fuerte
en su debilidad porque contaba con el poder de Dios y no con su propio poder.
En el pensamiento cristiano, con el sufrimiento sucede lo mismo que con el limón.
Es agrio. Pero si su jugo se pone en agua y se le echa azúcar, se convierte en una sabrosa
limonada, que con un poco de hielo es algo delicioso en momentos de calor. El cristiano,
según Jesús, debe convertir en gozo su sufrimiento. Esa es la buena noticia de Jesús para
los que sienten que ya no pueden más con su yugo. Deben cambiar de actitud mental
hasta que ese “pesado” yugo se convierta en “suave yugo y carga ligera”.
¿Cuál es el secreto?
Jesús nos indica cuál es la manera de convertir el pesado yugo -según nosotros-, en
carga libera -según él-. Dice Jesús: “Tomen mi yugo sobre sus hombros, y aprendan de
mí que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso para sus almas” (Mt
11, 29). Aquí está la clave: hay que saber llevar el yugo con humildad y mansedumbre.
Pero ser humildes y mansos en una sociedad eminentemente engreída y altiva, no es
nada fácil.
Si alguien nos dijera que nos imaginemos a Jesús por un momento y que se lo
describamos, seguramente le describiríamos un Jesús esbelto, de ojos azules, de cabellera
rubia, vestido de blanca túnica. Ese es el Jesús que nos ha impuesto nuestra sociedad que
busca un Jesús triunfalista. ¡Pero los carpinteros -Jesús era carpintero-, en tiempos de
Jesús, no se presentaban de esa manera! Los contemporáneos de Jesús esperaban un
Mesías arrogante que vendría a aplastar a los enemigos de Israel. Se encontraron con un
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Jesús humilde que predicaba que hay que poner la otra mejilla al que nos hiere; que hay
que lavarles los pies a los demás; que se debe tomar la cruz. Eso no les agradó. Lo
rechazaron. Lo mismo nos puede suceder a nosotros. Vivimos en una sociedad orgullosa.
Las normas de Jesús no nos convienen, si queremos triunfar en la sociedad del orgullo.
Aquí está nuestra primera falla para poder llevar, como se debe, el yugo de Jesús.
También exige Jesús “mansedumbre” para poder llevar su “yugo”. De un caballo
afirmamos que es “manso” cuando ya no lanza coces a su amo. Somos mansos cuando
ya nos hemos dejado amansar por Dios. Cuando no nos rebelamos contra su plan para
nosotros. Cuando ya no pretendemos ponerlo en el banquillo de los acusados para pedirle
cuenta de su manera de proceder con respecto a nosotros.
Cuando con humildad y con mansedumbre llevamos nuestro yugo, entonces, se
cumple la palabra de Jesús: habrá paz en nuestros corazones.
Jesús nos advirtió que tendríamos muchas dificultades al seguirlo a él; que
tendríamos que cargar con una cruz; pero también nos aseguró que estaría a nuestro lado
-como un cirineo- para ayudarnos a llevar nuestra Cruz. Jesús dijo: “Vengan a mí todos
los que están agobiados y cansados que yo los haré descansar. Tomen mi yugo y
aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón, y tendrán paz para sus almas”
(Mt 11, 28-29). Aquí está la clave para que el “yugo” no se sienta insoportable: llevarlo
con humildad y mansedumbre.
Como Jesús
En la vida de San Juan Bosco se lee que cuando necesitó ayuda para atender a sus
jóvenes, pensó en su mamá. La fue a sacar de su solariego pueblecito. Cuando mamá
Margarita llegó a la casa de Don Bosco y vio su habitación -un cuarto desmantelado, una
silla, una mesa desvencijada-, le dijo a su hijo: “¿Aquí me toca vivir a mí?”. Don Bosco
no dijo palabra; solamente le señaló la pared en que estaba un crucifijo. Otro día en que
la anciana se encontraba muy nerviosa en medio de tantos jóvenes que no se distinguían
precisamente por sus buenos modales, se presentó a su hijo para comunicarle que había
determinado regresar a su solitario y añorado pueblecito. Don Bosco volvió a indicarle el
crucifijo de la pared; la anciana dio media vuelta y se quedó para siempre, colaborando
con su hijo en la obra en favor de jóvenes marginados de la sociedad. La manera cómo
Jesús se adelanta a “tomar” su cruz; cómo la lleva, es para nosotros un aliciente para
saber aceptar nuestra situación adversa y para continuar compartiendo con Jesús su cruz,
nuestro yugo.
El Padre Ignacio Larrañaga narra el caso de varias hermanas, una de las cuales era
inválida. Se la veía siempre en su silla de ruedas. Todos decían: “¡Pobrecita!” Pasaron
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los años. Todas las hermanas se casaron, tuvieron hijos. Un día se reunieron.
Comenzaron a compartir entre ellas sus experiencias acerca de la vida. Resultó que la
que siempre había estado en la silla de ruedas había sido la más feliz. Seguramente había
aceptado su “yugo” y, por eso, la paz de Dios había invadido su corazón.
Mientras Job se lamentaba de su triste condición y le pedía cuentas a Dios, su carga
la sentía en extremo pesada. Cuando Job cayó de rodillas y pidió perdón por sus
preguntas altaneras, la paz de Dios se depositó en su corazón. Además, le llegó también
la salud. Mientras Pablo le estuvo dando vueltas en su cabeza al problema de su
“espina”, no había gozo en su espíritu. Cuando aceptó la voluntad de Dios, se comenzó a
sentir fuerte y tranquilo.
A cada uno de los que pretendemos llamarnos “seguidores” de Jesús, el Señor nos
indica que no nos puede eximir del “yugo”; que si no aceptamos con humildad y con
mansedumbre su cruz, vamos a sentir que nuestro yugo es “insoportable”, pero que si
somos mansos y humildes, sentiremos “suave” su yugo. No podemos liberarnos de
nuestro yugo. Lo que sí podemos lograr es que sea menos “pesado” -suave y ligero-,
aceptando con humildad la voluntad de Dios. Entonces -es promesa de Jesús- la paz
invadirá nuestros corazones. Aquí está el secreto de la paz en medio de la tribulación.
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4. Tomar su Cruz
Buscamos un cristianismo de “ganga”, a bajo precio. Un cristianismo que no nos
ocasione muchos problemas. Un cristianismo a base de prácticas piadosas a nuestro
gusto. El día domingo nos ponemos nuestro uniforme de cristianos para acudir a la misa,
y con eso ya está todo arreglado. Algunos hasta han llegado a creer que basta llevar un
“escapulario” y ya tienen garantizada su salvación.
Vivimos en una sociedad en donde prácticamente se nace cristiano porque se
pertenece a una familia cristiana. La verdad es que muchos nunca han tenido que hacer
una opción entre Cristo y el mundo. Su cristianismo les viene del “ambiente”, no de una
“opción” dura como les sucedía a los primeros cristianos que tenían que escoger entre los
privilegios que les brindaba la sociedad pagana y los peligros que representaba para ellos
el llamarse seguidores de Jesús. Era algo muy comprometedor; por eso mismo su
cristianismo era muy maduro.
Se busca un Cristo fácil, un Cristo mudo que no denuncie ni exija, Se busca un
Jesús de “estampita” que provoca sentimiento, pero que lleva a un cristianismo lángido.
Se asiste a misa y luego con tranquilidad viene una borrachera. El domingo se va con el
uniforme de cristiano, y, la semana de trabajo, con el uniforme de pagano. Y a todo eso
se le quiere dar el nombre de una “sociedad eminentemente cristiana”.
Jesús no quiso montón de gente
Jesús fue muy exigente con los que pretendían llamarse sus “seguidores”. Alguien se
le acercó y le dijo: “TE SEGUIRE A DONDEQUIERA QUE VAYAS”. Jesús se dio
cuenta de que se trataba de una “emoción” momentánea. Le respondió: “Los pájaros
tienen sus nidos y las zorras sus madrigueras; sólo el Hijo del Hombre no tiene dónde
reclinar su cabeza” (Mt 8, 20). Jesús le hizo ver su dura realidad. Le abrió los ojos para
que no se dejara llevar por el “emocionalismo”.
A otro, el Señor lo convidó a seguirlo. El pidió permiso para ir a enterrar a su padre.
Es decir, pidió tiempo hasta que muriera su padre. Jesús le hizo ver que no servía para el
reino de los cielos.
Jesús hasta llegó a pronunciar determinadas frases propias para escandalizar, para
que la gente comprendiera lo comprometedor que era seguirlo. Dijo: “El que no odia a
su padre y a su madre no puede ser mi DISCIPULO” (Lc 14, 26). Por cierto, odiar en
ese lenguaje impactante de Jesús significa poner en segundo lugar a los padres con
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relación a Jesús.
También Jesús señaló que antes de intentar seguirlo, había que CALCULAR los
riesgos, así como el que intenta construir una torre, antes calcula si tendrá lo necesario
para no dejarla inconclusa.
Todo esto Jesús lo resumió en una frase: “Si alguno quiere ser mi discípulo,
NIEGUESE A SI MISMO, TOME SU CRUZ, Y SIGAME”. Tres cosas: negarse a sí
mismo, tomar la cruz, y seguirlo.
Tome su cruz
Está de moda que las mujeres lleven como aretes unas crucecitas de oro. ¡Qué
contrasentido! Los primeros cristianos no usaban mucho el símbolo de la cruz porque
sabían muy bien cómo morían los crucificados. Les daba pavor. Muchos habían visto
morir al mismo Jesús. Ahora, se ha desvalorizado tanto el sentido de la cruz que hasta se
la emplea como adminículo de vanidad.
Una cruz nunca puede ser “bonita”. La cruz siempre agobia. La cruz siempre trae
problemas. La cruz, de la que habla Jesús, no es una cruz labrada como la de las
“estampitas”, sino un leño hosco y pesado. Y Jesús, precisamente, habla de “tomar su
cruz”. No dice “aguantarla” a la fuerza. No dice “resignarse” porque no hay otra salida.
Jesús indica que la cruz hay que “tomarla”; como El la tomó, decididamente, sabiendo
que pesaba, pero que era el camino hacia la salvación.
La gran tentación de Jesús fue buscar un “extravío”, dejar a un lado el camino de la
cruz. Usar su poder para fines triunfalistas. Pero dijo: No. Y tomó su cruz. Y eso es lo
que exige a sus “seguidores”.
El Evangelio describe muy bien el momento en que Jesús, decididamente, se
encamina hacia Jerusalén; sabe que va al martirio; atrás vienen los apóstoles, cabizbajos.
Van de mala gana. También ellos sospechan que algo terrible va a suceder. Pedro, en
nombre de todos, le dijo a Jesús: “Señor, no vayas”. Jesús lo llamó Satanás. Porque
Pedro le estaba poniendo una tentación.
Nuestra tentación es buscar un Jesús sin cruz. Un Jesús sin tanto problema. Algunos
se encarrilan por la senda de filosofías orientales. Les enseñan a concentrarse; según
dicen, les enseñan a “rezar”; lo cierto es que los entrenan a saber “evadir” su
responsabilidad de cambiar de vida y de comprometerse a seguir a Jesús con una cruz.
Les enseñan a tener los nervios en su lugar, pero a cerrar los ojos para no ver la realidad
que los circunda y que los invita a “tomar su cruz”, y a comprometerse con los más
necesitados, como lo hijo Jesús.
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Hay un cuadro muy importante, de un pintor español; se ve un “nacimiento” en
donde el Niño Jesús no está acostado en un pesebre, sino sobre una cruz. Muy acertado
el cuadro.
La cruz de Jesús no comenzó en el Calvario, sino en Belén. Cuando el Verbo se
hizo carne y vino a poner su tienda entre nosotros, entonces comenzó a crecer el árbol
que habría de servir para fabricar la cruz de Jesús. Jesús tomó su cruz al entrar en el
mundo. El seguidor de Jesús no puede evadir su cruz que debe ser “tomada”, como se
toma esposa, como se toma “estado”. Desde el momento en que, conscientemente, se
acepta a Jesús.
Cuando Jesús habla de “su” cruz no se refiere a la cruz que nosotros
“elegantemente” nos escogemos para aparentar ser cristianos. Al decir Jesús “su cruz”,
entiende la que El mismo nos señala, y que siempre es la cruz que menos nos agrada,
pero la que siempre nos conviene más porque está fabricada expresamente para nosotros.
Niéguese a sí mismo
En el monte Tabor, Pedro se entusiasmó con la visión celestial que les fue
concedida a los tres acompañantes de Jesús. “Quedémonos aquí”, fue la sugerencia de
Pedro. “Bajemos”, fue la indicación de Jesús. Pedro quería evadir su responsabilidad.
Jesús tuvo que bajarlo de las nubes. “Pedro, hay muchas cosas que hacer allá, abajo,
antes de pretender poner una tienda de campaña en el Tabor”, le diría el Señor. Y obligó
a los discípulos a bajar.
Nuestra naturaleza infectada nos inclinan a poner una tienda en el Tabor. A evadir
nuestro duro compromiso de cristianos. El Señor, por eso, recalca: “Niégate a ti mismo”.
Hay que bajar. Para dar de comer al hambriento, para vestir al desnudo, para visitar a los
enfermos y a los presos, para saber perdonar, para saber dar el primer paso hacia la
reconciliación, hay que “negarse a sí mismo”. Y eso no es nada atrayente.
La sociedad permisiva en la que vivimos, nos empuja a “adormecernos” en el
placer; a olvidar lo duro de la vida en las discotecas, en los bares, en los prostíbulos, en
el adulterio. Jesús insiste: ”Niégate a ti mismo”.
Ser honrado en una sociedad que fomenta la corrupción, ser puro en un ambiente
propicio a la impureza, ser perdonador en una sociedad agresiva y violenta, implica saber
“negarse a sí mismo”, saber morir al orgullo, a las malas inclinaciones, a todo el “hombre
viejo” que quiere revivir en nosotros.
Para no negarnos a nosotros mismos, buscamos inventarnos lindos pretextos para
no sentirnos culpables. Alguien dice: “A mí los hospitales me deprimen”, y,
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olímpicamente, se libra de su compromiso de visitar a los enfermos. Otro alega: “A mí
ver sangre me da vértigo”, y, tranquilamente, pasa de largo ante el que está malherido a
la vera del camino. Un tercero objeta: “No me gusta escuchar gritos”, y, tranquilamente,
se enfrasca en la televisión, cuando debería buscar en qué puede ayudar en su casa
cuando se pierde la cordura. Jesús insiste: “Niégate a ti mismo”. Antes de decidirse a
“tomar la cruz”, hay que comenzar por matar en nosotros lo que nos impide caminar en
pos de Jesús.
…Y sígame
El Señor envió un emisario a Pablo para que lo ayudara a salir de la crisis espiritual
en que se encontraba sumido. Se llamaba Ananías. El Señor le dijo a Ananías que Pablo
sería un instrumento poderoso de evangelización, y que, por eso mismo, tenía que decirle
de parte del Señor que “le mostraría todo lo que tendría que sufrir por su nombre” (Hch
9, 15-16). Muy claro. El Señor le anticipa a Pablo que para ser su discípulo tiene que
´prepararse a “sufrir” mucho.
Seguir a Jesús quiere decir repetir el viacrucis. El Viacrucis no consiste en piadosas
consideraciones que se hacen ante cada cuadro de la pasión. El verdadero viacrucis se
reza en la propia vida, cuando la persona decide “seguir a Jesús”, que significa repetir en
el mundo los mismos gestos de Jesús. Meterse en problemas para desinfectar la sociedad
y para ayudar a los que más necesitan.
Jesús se metió en problemas cuando expulsó a los mercaderes del templo. Se metió
en problemas cuando curó enfermos en sábado para hacer notar que el hombre valía más
que el descanso ritual del sábado. Jesús se metió en problemas cuando habló de poner
otra mejilla, de buscar a los pecadores, de una religión sin hipocresías. El cristiano,
cuando se decide a seguir a Jesús, también se mete en problemas porque se propone ser
otro Jesús en medio de su ambiente.
La noche en que comenzó la pasión del Señor, el Evangelio narra que Pedro iba
siguiendo a Jesús de lejos. Llegó a negarlo tres veces. El que sigue a Jesús “de lejos”,
con miedo de comprometerse, de repetir los gestos de Jesús, tarde o temprano, como
Pedro, va a terminar negando a su Maestro. A Jesús sólo se le puede seguir de cerca,
como el Cirineo, codo con codo, junto a la pesada y horrorosa cruz.
Nos encanta hacer viacrucis con cantos bellos e impactantes reflexiones. Pero el
verdadero viacrucis sólo se realiza cuando se siente el peso de la cruz y se cae agobiado
bajo ese pesado leño. Ese es el verdadero seguimiento Jesús.
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El sufrimiento, ¿un regalo?
San Pablo escribió: “Me alegro de lo que sufro por ustedes, porque de esta manera
voy completando, en mi propio cuerpo, lo que falta de los sufrimientos de Cristo por la
Iglesia, que es su cuerpo” (Col 1, 24).
Así como Jesús envió a “evangelizar” a todos también nos envió a “completar” su
sufrimiento en la iglesia. Cada uno tiene su parte de “Cruz” que poner en favor del
cuerpo de Cristo, la Iglesia. Nuestros sufrimientos, aceptados, en dimensión de fe, no
caen en el vació, cumplen una función benéfica para muchas personas.
¿Por qué dice la Biblia que los apóstoles cuando eran azotados y encarcelados
alababan a Dios? Ellos habían comprendido que estaban cooperando, con su
participación en la cruz de Jesús, en beneficio de la salvación de sus hermanos. ¿Por qué
nosotros refunfuñamos tanto ante nuestros sufrimientos? Porque no hemos entendido
qué significa ir al lado de Jesús, junto a la cruz, como el Cirineo que participa de la obra
de salvación, ayudando a Jesús a llevar su cruz.
Decía el Padre Mazzolari: “Cuando algún día sintamos que nuestras espaldas están
llagadas por la cruz, veremos cómo en ellas nacen alas para poder volar”. Y así es. El
sufrimiento que Dios permite, la cruz que El nos escoge, solamente sirve para hacernos
mejores y para darnos participar en su obra salvadora.
¿Estamos dispuestos?
El padre Gauther cuenta lo que le sucedió en Nazaret. Lo convidaron a hablar
acerca de su religión. Les platicó acerca de Jesús, de su mensaje, de su obra, de su
Iglesia. La sala estaba llena de personas que hacían profesión de ateísmo, y de muchos
que no eran cristianos. Uno de los oyentes levantó la mano y le preguntó: “¿Y usted está
dispuesto a ser como El?”
Esa es la gran pregunta para los que pretendemos llamarnos cristianos a secas. Esa
es la gran pregunta. Para contestarla se nos va toda la vida.
A Pedro el Señor le profetizó: ”Cuando eras joven, ibas a donde querías, cuando
seas viejo te llevarán a donde no quieras ir”. El evangelista San Juan comenta que
Jesús hacía referencia al martirio que le esperaba a Pedro. Al que quiera llamarse
cristiano, el Señor le anticipa que debe ser “llevado a donde no quiera ir”. Todo eso Jesús
lo resumió en la condición que les puso a los que pretendían ser sus seguidores: “Si
alguno quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”.
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¡Qué distinto nuestro cristianismo, fabricado a nuestra medida, del cristianismo que
Jesús nos señala en el Evangelio!
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5. Nuestras Cruces
Dicen que cuando vemos hacia el terreno del vecino siempre nos parece mejor que
el nuestro. Nunca estamos satisfechos de lo que tenemos. Con nuestra cruz sucede lo
mismo: creemos que la del prójimo es menos pesada que la nuestra. Jesús aclaró que
para podernos llamar discípulos suyos tenemos que “tomar” nuestra cruz. “Tomar”
significa aceptar voluntariamente nuestra cruz. En nuestro caso, a veces, más pareciera
que estamos estudiando la manera de “librarnos” de nuestra cruz y no de tomarla. Para
ser verdaderos discípulos se requiere “aceptar” voluntariamente la cruz. Encontrarle
sentido a esa cruz.
Para decidirnos a “tomar” nuestra cruz, de manera voluntaria, nos puede ayudar la
meditación acerca de cómo otras personas supieron llevar su cruz. Fijémonos en el caso
de algunos personajes de la Biblia.
La Cruz de Job
A Job le sucedió lo inaudito: en un solo día perdió a todos sus hijos y todas sus
posesiones. Sólo le quedó su esposa, una mujer quisquillosa, que le dijo: “Maldice a Dios
y muérete” (Jb 2, 9).
El problema de Job se complicó porque comenzó a “filosofar” acerca de su
sufrimiento; terminó por pedirle cuentas a Dios de su extraño proceder. El sufrimiento no
se puede enfocar desde un punto de vista “filosófico”; al dolor sólo nos podemos acercar
haciendo teología, considerándolo desde el punto de vista de la fe cristiana.
Los amigos de Job también incurrieron en el mismo error: pretendieron formular
hipótesis acerca del sufrimiento. Vieron todo de tejas abajo. Cuando Dios los interpeló,
les dijo: “Ustedes no han hablado bien de mí” (Jb 42, 7). De las cosas de Dios no se
puede hablar de tejas abajo, sino de tejas arriba: desde un punto de vista espiritual, desde
la fe.
Job encontró la solución de su problema cuando hundió la frente en el polvo y pidió
perdón a Dios por haberle hecho preguntas altaneras e inoportunas. Job aceptó con
humildad la sabiduría de Dios. En ese momento comenzó a sentir menos pesada su cruz.
En ese momento también regresó la paz a su espíritu.
Cuando en nuestro dolor, pretendemos llevar a Dios a un juzgado e interpelarlo,
como se hace con cualquier acusado, nos encontramos con el silencio de Dios; nuestra
cruz se tornará más pesada y tendremos que soportarla lo mismo. A Dios no podemos
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permitirnos el luego de interpelarlo, de pedirle explicaciones de su misteriosa manera de
obrar. A Dios únicamente debemos bendecirlo por todo, porque, como dice el libro del
Génesis, todo lo hizo bien: “Vio Dios que estaba bien hecho”. Todo lo que Dios permite
sólo puede ser bueno para nosotros. A esto nos lleva nuestra fe cristiana que nos afirma,
categóricamente, que Dios continúa siempre siendo un Padre amoroso para nosotros.
Cuando hundimos, como Job, nuestra frente en el polvo y aceptamos los designios de
Dios, en ese momento nuestra cruz comienza a ser menos pesada, aunque su peso
material sea el mismo de antes.
La cruz de Tobías
Tobías es un hombre sumamente caritativo: expone su vida para enterrar
clandestinamente a sus compatriotas durante la persecución religiosa. Con amor da
muchas limosnas a los necesitados. Es un santo. El dolor no lo respeta. En la persecución
religiosa pierde todos sus bienes. Además, queda ciego. Un cuadro espeluznante.
El secreto de Tobías ante el dolor es su oración de alabanza. A pesar de todo,
Tobías sigue confiando en Dios y lo bendice. Entre suspiros, Tobías le decía a Dios: “Tú
eres justo, Señor; todo lo que haces es justo. Tú procedes siempre con amor y
fidelidad” (Tb 3, 2). A pesar de todo lo que se le viene encima, Tobías sigue confiando
en la sabiduría y en el amor de Dios.
Aquí está la diferencia entre Job y Tobías no se derrumba nunca porque en su
oración de alabanza demuestra que para él Dios siempre es “amoroso y fiel”. De aquí
viene la serenidad en la vida de Tobías. En sus alegatos contra Dios, Job experimenta
que su cruz le pesa más. En su oración de alabanza, Tobías siente que puede llevar
mejor su cruz. La oración de alabanza nos lleva a demostrarle, con nuestra actitud, a
Dios, que, a pesar de las circunstancias adversas por las que nos toca pasar, nosotros
seguimos creyendo en su amor, en su sabiduría. Que continuamos creyendo en él como
en un Padre amoroso. San Pedro daba un excelente consejo: “Echen en él todas sus
preocupaciones porque él cuida de ustedes” (1P 5, 7). La persona que en medio de su
tribulación sabe alabar a Dios, experimentará una fuerza superior -de lo alto- que le
infundirá “serenidad” para poder llevar su cruz.
La cruz de San José
A San José, insistentemente, se le ha querido presentar como un “anciano” al lado
de la quinceañera Virgen María. A muchos la “ancianidad” de José les sirve para dar
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como “caso cerrado” el problema del celibato de José junto a la Virgen María. Pero lo
lógico es que José tuviera unos 17 años cuando se casó con María. Así se estilaba en su
época. La cruz de José consistió en que, de pronto, todos sus planes de joven novio se
vinieron abajo. Como a María, también a él se le pidió un nuevo sistema de vida: la
virginidad. María dijo: “Hágase”. José, en el Evangelio no pronuncia ni una sola palabra.
Unicamente obedece a la Palabra. José vive en un perenne “hágase”. Su vida está llena
de zozobra. Intempestivamente está recibiendo órdenes de lo alto: “José toma a María; lo
que en ella ha sucedido es por obra del Espíritu Santo”. “José vete a Egipto”. “José
regresa ya”. José, en el Evangelio, parece que fuera mudo. No habla. Sólo actúa. Sólo
obedece. La cruz de José es una cruz muy pesada. El nunca cuestiona a Dios. No le
pregunta nada. Simplemente obedece.
La serenidad se adivina en la vida de José. Cuando aceptamos la cruz que Dios
permite en nuestra vida, cuando no nos rebelamos contra el plan de amor de Dios, que se
va desarrollando en nuestra vida, la paz de Dios invade nuestros corazones. Como José,
no le ponemos “peros” a Dios, sino que obedecemos en todo lo que nos manda.
Toma, vete, regresa. Son las órdenes que José recibe. José en todo dice, en lo
profundo de su corazón: “Hágase”. Aprender a decir hágase en todo a Dios, es encontrar
el camino de la paz interior.
La cruz de la Virgen María
Después de la de Jesús, la cruz de la Virgen María fue la más pesada. A ella le
tocaba ser la principal colaboradora de Jesús en la obra de la redención; por eso mismo le
tocaba también estar más cerca de la cruz de Jesús. A la Virgen María se le pidió su
“aceptación” en el misterioso plan de Dios. Ella dijo: “Que se haga en mí según su
Palabra”. María “tomo” voluntariamente la pesada cruz que Dios le encomendaba,
como la madre de Cristo.
El Magníficat de María sintetiza su pensamiento con respecto al plan de Dios: ella
ve la mano de Dios en todos los acontecimientos y por eso su alma glorifica al Señor su
Dios. María no está para interpelar a Dios. Ella se ha declarado “la esclava” del Señor:
está para obedecer en todo. Se parece mucho a José en las pocas palabras que pronuncia
en el Evangelio. Más que para hablar, María está para obedecer. Para cumplir lo que la
Palabra le ordena. Ella está para conservar todas las cosas en su corazón y para darles
vuelta hasta que el enigma de Dios vaya dejando de ser tan oscuro.
Es muy común que algunas personas ante la adversidad, exclamen: “¿Qué hice yo
para que me sucediera esto?” ¿Qué hizo la Virgen María para que su cruz fuera tan
pesada? Nada malo hizo. Sencillamente le dijo que sí a Dios. Se puso a la entera
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disposición de Dios para que se sirviera de ella como de una esclava.
El Magníficat refleja el gozo espiritual que dimana del corazón de la Virgen María.
Hay muchas adversidades en su vida, pero también abunda el gozo en su corazón. No
hay que confundir sufrimiento con infelicidad. Se puede tener una cruz muy pesada, y, al
mismo tiempo, se puede ser la persona más feliz y realizada del mundo. La felicidad y
realización de la Virgen María en este mundo consistieron en que en todo le dijo sí a
Dios. Nunca se rebeló ni cuestionó la voluntad de Dios. Su prima Isabel pudo llamarla
“dichosa” porque había tenido fe en el plan de Dios. Nuestra felicidad proviene de
aceptar la cruz que Dios quiere ofrecernos para que nosotros la “tomemos” de buena
gana. En el momento en que, como María, digamos, sí, en ese momento, junto con la
cruz, llegará a nuestra vida la bienaventuranza -la dicha- de Dios.
La cruz del Cirineo
A Simón de Cirene lo tuvieron que obligar a llevar la cruz de Jesús. El Cirineo no
“tomó” voluntariamente la cruz de Jesús; la “aguantó” a regañadientes, con rebeldía.
Seguramente sintió aquella cruz pesadísima. Nuestra cruz llevada con rebeldía pesa
mucho. Pesa más de la cuenta.
Cirineo, durante el trayecto hacia el Calvario, vio cómo Jesús caía y se levantaba.
Lo vio llevar su cruz con mansedumbre, en oración, con perdón. El Cirineo comenzó a
intuir que en aquella cruz había algo misterioso que llevaba bendición. Hubo un momento
en que el Cirineo comenzó a ayudarla a Jesús con gusto a llevar su cruz. Sintió gozo de
poder ayudarle en algo a aquel pobre hombre que apenas se sostenía sobre sus piernas.
La tradición recuerda a Simón de Cirene como el padre de Alejandro y de Rufo. Se
ve que Alejandro y Rufo eran dos cristianos distinguidos en las primeras comunidades
cristianas. Su padre, el Cirineo, seguramente los acercó a aquel Jesús a quien él había
aprendido a amar en el camino hacia el Calvario. Cirineo había aprendido junto a Jesús lo
que significaba ayudarle a llevar su cruz. En ese momento Cirineo ya no sintió tan pesada
la cruz. Le encontró sentido a la cruz. Nadie nace sabiendo “tomar” su cruz. Ese es un
difícil aprendizaje que se logra solamente cuando se camina junto a Jesús. El es el único
que nos puede enseñar a “sacarle jugo” a nuestra cruz. A convertirnos en Cirineos.
San Pablo hizo el mismo descubrimiento de Cirineo, cuando escribió: “Completo en
mi cuerpo lo que falta a los padecimientos de Cristo por su Cuerpo que es la Iglesia”
(Col 1, 24). Pablo había descubierto que sus sufrimientos formaban parte de su papel de
Cirineo, de colaborador con Jesús en la obra de la salvación del mundo.
Cada uno de nosotros tienen vocación de Cirineo. Jesús a todos nos invita a
ayudarle a llevar su cruz. Si no hemos encontrado todavía el sentido de la cruz de Jesús
34
sobre nuestros hombros, nos vamos a rebelar, como Simón de Cirene, al principio.
Cuando, como Simón de Cirene, intuyamos el valor redentor de nuestro sufrimiento en
favor de la Iglesia, entonces, en lugar de protestar, le estaremos muy agradecidos al
Señor por habernos escogido como Cirineos, como colaboradores en la obra de la
salvación del mundo.
La cruz del mal ladrón
La cruz del mal ladrón -Gestas- pesaba lo mismo que la de Jesús. Hasta podría
haber sido más pesada. Durante todo el camino fue blasfemando y protestando. De nada
le valió estar junto a Jesús. De nada le sirvió escuchar la Palabra, allí muy cerca de su
oído. Murió blasfemando.
El dolor por el dolor no salva a nadie. El mal ladrón no le encontró sentido a su
sufrimiento junto a Jesús. Murió insultando al Señor, que no había hecho nada contra él.
A muchos el dolor los endurece, se tornan amargados y se encargan de amargarle la vida
a los que los rodean. Viven y mueren protestando. El dolor por sí solo no salva a
ninguno.
La cruz del buen ladrón
Tampoco el buen ladrón -Dimas-, al principio, aceptó su Cruz. También el protestó
y blasfemó. Así lo describe el Evangelio.
Según San Marcos, la crucifixión se verificó a las nueve de la mañana (Mc 15, 25).
Es decir, que Dimas y Gestas estuvieron junto a la cruz del Señor unas seis horas. Jesús
murió a las tres de la tarde. Esas largas y penosas horas fueron tiempo de Gracia para
todos los que estaban junto a la Cruz. Escucharon las “siete palabras de Jesús”.
Dice la carta a los romanos: “La fe viene como resultado del oír la Palabra de
Dios” (Rm 10, 17). Dimas dejó que la Palabra golpeara su corazón. Se sintió urgido a
confesar sus “pecados”. A su compañero, que estaba insultando a Jesús, Dimas le dijo:
“Nosotros estamos sufriendo con toda razón, porque estamos pagando el justo castigo
de lo que hemos hecho, pero este hombre no hizo nada malo”. Luego añadió: “Jesús,
acuérdate de mí cuando estés en tu reino” (Lc 23, 41-42). Las siete palabras de Jesús lo
llevaron a la fe: comenzó confesándose pecador; luego acudió a quien podía salvarlo:
“Acuérdate de mí”.
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Dimas ya no siguió quejándose de su cruz. Vio en la cruz un medio de purificación.
Cayó en la cuenta de que por medio de su cruz había podido descubrir a Jesús y pedirle
salvación.
Estar junto a la cruz de Jesús cuestiona, purifica, salva. El estar junto a Jesús, que
nos sigue hablando desde su cruz, toca el corazón, aumenta la fe que nos lleva a Jesús
nuestro Salvador.
Nuestros sufrimientos -nuestras cruces- bien llevados pueden purificar nuestro oído
espiritual para escuchar más claramente la voz de Dios y cambiar el rumbo de nuestra
vida.
La Cruz de Jesús
A Pedro, Jesús lo llamó Satanás cuando intentaba alejarlo de ir a tomar su cruz en
Jerusalén. Le dio el apelativo de Satanás porque Pedro, en ese momento, estaba
repitiendo la tentación del diablo en el desierto: el espíritu del mal quiso apartar a Jesús
del camino de la cruz y proponerle la senda del poder, del espectáculo.
Jesús sabía que venía para morir en una cruz; por eso cuando se acercó su hora, les
dijo a sus discípulos: “Es necesario que vaya a Jerusalén”. Era necesario. Ya había
llegado la hora. Los evangelistas narran que en el Huerto de los Olivos, Jesús mismo se
adelantó para entregarse a los soldados. Había llegado “su hora” y Jesús se adelantaba
para cumplir el designio de Dios.
Jesús, como humano, le tuvo pavor a la cruz. En el Huerto de los Olivos, sudó
sangre por el miedo de la inminencia de la Cruz. Hasta llegó a hacer una oración que
parece fuera de lugar en labios de Jesús. “Padre -oró Jesús-, si es posible que pase de
mí este cáliz. Al momento comprendió que no era oración agradable a Dios, y añadió:
“Que se haga tu voluntad”.
Cuando ya estaba en la cruz, como humano que era, llegó a sentir que Dios lo había
abandonado. Su clamor nos deja atónitos: “Padre, ¿por qué mes has abandonado?”. La
cruz para Jesús no fue un recurso de tipo literario. La cruz a Jesús le pesó
inmensamente. Todos los pecados de la humanidad estaban en la cruz que Jesús tuvo
que llevar. Jesús propiamente “tomó” su cruz. Se “adelantó” a tomar su Cruz. Cuando
llegó la hora, no tardó ni un minuto en encaminarse hacia Jerusalén para que se llevara a
cabo el plan que Dios había dispuesto para él. Jesús nos enseña a “tomar” que ése es el
camino de nuestra salvación y de la salvación de muchos en la Iglesia.
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No podemos escoger
Se narra -es una anécdota- el caso de un hombre que renegaba mucho de su cruz.
La comparaba con la de los otros y pensaba que la suya era la más pesada. Un día se le
dio la oportunidad de escoger su cruz. Al entrar en la fábrica de cruces, dejó con gusto su
cruz en un rincón y comenzó a buscar la que se adaptara a su hombro. Había cruces de
oro, de plata, de marfil, de plomo, de todos los tamaños y de todos los materiales. Al fin
encontró una que se adaptaba a su hombro. Se puso feliz y la “tomó”. Al salir de la
fábrica de cruces, alguien le hizo notar que la cruz que llevaba era la misma que en un
principio él había dejado en un rincón.
Como anécdota parece interesante. Pero, en el fondo, esta anécdota no corresponde
a la realidad. No hay ninguna cruz que se adapte a nuestro hombro. Nuestra cruz
siempre molesta, siempre nos queda fuera de lugar, siempre nos pesa. En eso consiste la
cruz: en que no es la que nosotros hubiéramos escogido. Por eso se llama cruz, no por su
forma, sino porque pesa como la de Jesús.
Ya Jesús lo dijo muy claro: no hay quien se pueda llamar discípulo, si antes,
voluntariamente, no ha tomado su cruz para acompañarlo. La cruz siempre pesa, siempre
duele; siempre dan ganas de dejarla a un lado. Pero la cruz es la que nos acerca más a
Jesús. Entre más cerca estemos de la cruz de Jesús con nuestra cruz, más paz habrá en
nuestro corazón y más semejantes a Jesús nos iremos haciendo cada día.
Todos llevamos una cruz. Discípulo sin cruz es un contrasentido. Lo importante es
sentirnos Cirineos gozosos de que Jesús se haya finado en nosotros y nos haya invitado a
ayudarle a llevar su cruz.
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B. Los Valles de Sombra
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6. Cuando somos zarandeados como Job
El novelista Albert Camus decía que el no creía en Dios porque había visto a niños
inocentes morir en el bombardeo de la guerra. Ante las tragedias de la vida, frente a las
enfermedades que nos agobian, ante el sufrimiento que gotea implacablemente sobre
nosotros, nos sentimos muchas veces desconcertados. Algunas personas, con cierta
altanería, hasta llegan a preguntar: “¿Por qué a mí?” Esta pregunta, en el fondo, va
dirigida a Dios como una protesta.
Todo esto lleva a la persona a preguntarse si Dios perdió el control del mundo o si
su justicia se ha desequilibrado.
El libro de Job intenta dar una respuesta a estas acuciantes preguntas de la vida. El
autor presenta una especie de teatro; a través de los varios personajes va exponiendo las
diversas teorías acerca del sufrimiento. Job es un santo varón que sirve fielmente a Dios;
tiene muchos bienes materiales. Un día pierde a sus hijos y todas sus riquezas.
Cuatro amigos de Job llegan -según ellos- para consolarlo. Sus filosofías acerca del
dolor, en lugar de levantar el espíritu de Job, lo hunden más. Finalmente Job tiene un
encuentro con Dios; El no le revela el secreto de su actuación, pero lo hace reflexionar
acerca de la bondad e inmensidad de Dios. Job termina hincándose y hundiendo su frente
en el polvo.
Los varios personajes, que van apareciendo en el libro de Job, se prestan para hacer
algunas reflexiones con respecto al sufrimiento.
Los amigos de Job
Los amigos de Job creían que tenían una respuesta clara para el problema de Job...
Hablaron con aplomo como quien tiene el secreto de lo que está sucediendo. Elifaz decía:
“¿Qué has hecho para echarte esto encima?” Bildad aconsejó: “Confiesa tu pecado”
Todos ellos, en el fondo, sostenían que Job ocultaba algún pecado y que, por eso mismo,
le habían sobrevenido todas estas desgracias. El dios que conocían los tres amigos era un
dios “comerciante” con el cual se pueden hacer tratos... Se le entregan buenas obras para
que El devuelva bienestar y prosperidad económica. El dios que defienden los amigos de
Job es un dios pagano que tiene hígado como nosotros: que se irrita y se venga del que
no se conduce rectamente.
El dios de los amigos de Job es un dios muy difundido. Para muchos es el dios al
que se le ofrecen buenas obras para tenerlo contento y para que no envíe algún castigo
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de su repertorio. Por eso ante cualquier acontecimiento adverso, se están cuestionando
acerca de sus pecados. Y, lógicamente, están sintiendo la pesada mano de Dios sobre
ellos. Resultado de esta manera de concebir a Dios es que las personas, propiamente, no
lo “aman”, sino que le “tienen miedo”.
Las teorías de los amigos de Job acerca de Dios, lastimosamente, son un mosaico
de actuales teorías que muchos tienen acerca de Dios. Nosotros, en cambion, sabemos
que sólo Dios nos puede decir cómo es Dios. Es por eso que nos quedamos con lo que
Jesús nos vino a revelar. Jesús presentó a Dios como un Padre bondadoso, capaz de
dejar la puerta de su casa abierta las 24 horas para que el hijo descarriado pueda entrar a
la hora que se le antoje volver.
Los amigos de Job pretenden consolarlo; pero ellos no saben lo que es el dolor, la
angustia de verse abandonado por todos. Son teóricos, y por eso sus palabras son
abstractas y no llevan paz.
La persona que no ha sufrido no puede consolar. Nadie puede hablar de navegación,
si antes no ha estado en medio de la tormenta. Lo mejor que hicieron los amigos de Job
fue quedarse callados durante una semana. Cuando empezaron a hablar, sus palabras
estaban cargadas de vaciedad.
Jesús dijo: “Vengan a mí todos los que están agobiados y cansados, que yo los
haré descansar” (Mt 11, 28). Jesús conoce el sufrimiento. Es el Justo sin pecado, que
llevó la cruz más grande. El es quien tiene la palabra adecuada y precisa para el momento
de nuestra tribulación. Son muchas las personas que ante las tragedias de su vida,
consultan a todo el mundo: sicólogos, médicos, brujos, sacerdotes; pero se les olvida
consultar a Dios; se les olvida acudir a Jesús que ha prometido “hacer descansar” a los
que con fe se acerquen a El.
Dios y el diablo
En el libro de Job, el autor, en una especie de teatro, presenta a Dios y al diablo
discutiendo. El autor se sirve de este truco para exponer sus ideas acerca de los secretos
de Dios.
El diablo alega que Job es bueno porque así podrá tener asegurado su bienestar y
sus riquezas; no obra por amor, sino por interés personal. “¿Acaso teme Job a Dios de
balde? -dice Satanás- ¿No le has cercado alrededor a él y a su casa y a todo lo que
tiene?” (Jb 1, 9-10). “Extiende tu mano y toca todo lo que tiene, y verás si no blasfema
contra ti en tu misma presencia” (Jb 1, 11).
Lo más desconcertante de todo esto es que dios le permite al diablo acercarse al
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santo Job y destruir todas sus posesiones y enviarle una horrorosa enfermedad. El diablo
del libro de Job no es el horrendo personaje de la Divina Comedia de Dante, ni el
intelectual Mefístoles de Goethe. Aquí hay un personaje real, maligno, que “tiene
permiso para sembrar la destrucción y la enfermedad”.
Jesús llamaba a Satanás “el príncipe de este mundo”. San Juan aseguraba que “el
mundo está puesto en el maligno”. San Pedro, que había sido zarandeado por el espíritu
del mal, lo presenta como “león rugiente” que anda rondando, viendo a quién devorar.
Para algunos el diablo es “cuentecito” tonto. Lastimosamente hasta en ambientes
eclesiásticos se han colado ideas no ajustadas a la Sagrada Escritura: por eso el Papa
Pablo VI, en una de sus catequesis del año 1975, aclaró ciertos conceptos al respecto y
presentó al diablo como “un ser real y personal, pervertido y pervertidor”.
Así como los amigos de Job tenían tantas teorías acerca de Dios, así abundan las
teorías acerca del demonio. Las teorías de los sabios del mundo distan kilómetros de esa
verdad tremenda, que salta de toda la Biblia y que la tradición de la Iglesia nos ha venido
presentando.
Por otra parte, son muchos los que están viendo al diablo en todas partes; ésta no es
la guía de la Sagrada Escritura. San Juan expresamente afirma: “El que está en ustedes
es más fuerte que el que está en el mundo” (1Jn 4, 4). Los que andan turbados y casi
obsesionados por hechizos, brujerías y maleficios, ciertamente, tienen más fe en el diablo
que en Dios; no es raro, entonces que lo encuentren en todas partes.
El cristiano cree firmemente en Jesús y centra su atención en Dios y no en las
fuerzas del mal. Por eso el cristiano, que vive en gracia, con San Pablo puede decir: “Si
El está conmigo, ¿quién contra mí?” (Rm 8, 31).
Mientras leemos el libro de Job y vamos viendo el poder del diablo, que destruye
bienes, hijos, y toca con la enfermedad al santo varón Job; nos asustamos, no dejamos
de turbarnos; pero la Biblia claramente expone que Dios está con Job, que hay de por
medio un plan divino, que sólo puede ser producto del amor y de la sabiduría de Dios.
El peligro del sufrimiento
Al hablar de Job, es fácil quedarse con las primeras frases del santo varón, como
que da miedo seguir leyendo hasta llegar a lo que podría parecer casi una blasfemia. Al
principio de sus desgracias, Job dice: “Dios me lo dio, Dios me lo quitó”. A su mujer,
que lo invita a maldecir a Dios, Job le responde: “Si aceptamos los bienes, que Dios nos
envía, ¿por qué no vamos a aceptar los males?” (2, 10).
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Las desgracias no cesan de llover sobre Job; su mentada paciencia queda minada, y
Job llega a “maldecir” el día de su nacimiento; también, en su desesperación, quiere citar
a juicio a Dios para ganarle el pleito.
A pesar de todo, reluce la grandeza de la fe de Job, que nunca llega a sucumbir.
“Aunque me mataré -dice Job- en El esperaré” (Jb 13, 15).
A pesar de las sombras de muerte que lo circundan, Job exclama: “Yo sé que mi
Redentor vive...”.
El sufrimiento prolongado es una prueba muy delicada para la fe. Esa enfermedad
que nunca termina; ese esposo borracho y grosero, que durante muchos años continúa en
su misma actitud; ese hijo descarriado que sólo es problema para la familia, sin un golpe
duro para la fe del creyente. Si esa fe es débil, lo más probable es que el individuo se
derrumbe. Si, como Job, cree, verdaderamente, en el Señor, continuará amándolo,
aunque le toque pasar por “valles de sombra”.
Una persona no es santa por el solo hecho de “sufrir”; el dolor la puede purificar o
también la puede endurecer. Al buen ladrón el sufrimiento lo hizo fijar los ojos en la cruz
de Jesús, y se salvó. El mal ladrón murió maldiciendo a quien no le había causado ningún
mal. Si la persona cree que todo sufrimiento que le sobrevenga en la vida es un “castigo”
de Dios, terminará por perder la fe en Dios, porque no logrará amarlo, sino sólo tenerle
miedo. Y esto no es religión, sino superstición.
Ni Job, ni sus amigos contaban con el mensaje de Jesús en el Nuevo Testamento
para poder enfoncar su problema. Al contemplar a Jesús en la cruz, nuestra manera de
encuadrar el sufrimiento cambia totalmente.
Una persona pregunta: “¿Qué he hecho yo para merecer este sufrimiento?” Desde
un punto de vista muy práctico, diríamos que dios nos podría mencionar más de cien
pecados nuestros que nos han hecho acreedores de purificación. Pero no es ése el caso.
Más bien habría que preguntarse ¿Qué pecados cometió María Santísima para ser la
mujer de los siete puñales en su corazón? ¿Qué hizo la Santa Señora para ver morir a su
hijo en forma tan horripilante? Algo más, Jesús, colgando ignominiosamente de la cruz,
es la mejor respuesta al misterio del dolor.
El sufrimiento, la tragedia en la vida de los buenos siempre desconcierta; esa
tribulación que se cierne sobre nosotros precisamente cuando mejor estamos sirviendo al
Señor, nos deja inquietos y turbados. Nadie tiene una respuesta total para ese misterio. Si
como los amigos de Job, intentáramos dar respuestas concretas, sencillamente, nos
equivocaríamos, como ellos, presentando un dios fabricado por los hombres. Ante ese
misterio inquietante, sólo nos queda confiar plenamente en dios como Padre bueno, que,
según nos asegura San Pablo, “no permite una prueba mayor a nuestras fuerzas” (1Co
10, 13).
Denominador común en la vida de los santos es el sufrimiento; desde el momento
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que ellos se acercaron más a Dios, lo aceptaron con su “misterio” y sus “raros” caminos;
no pretendieron hacerle preguntas indiscretas, como las de Job antes de encontrarse con
Dios cara a cara.
San Pedro era consciente de todo esto cuando escribía: “No se extrañen de verse
sometidos al fuego de la prueba como si fuera algo extraordinario. Al contrario,
alégrense de tener parte en los sufrimientos de Cristo, para que también se llenen de
su alegría cuando su gloria se manifieste” (1P 4, 12-13).
El encuentro con Dios
Los amigos de Job, con sus teorías paganas acerca de Dios, sólo sirvieron para
desconsolar a Job. Cuando los hombres, con complejo de dioses, quieren tener una
respuesta para todo, lo único que logran es hacernos “tenerle mido” a Dios, porque nos
presentan un dios de barro, hecho a nuestra imagen y semejanza, es decir, un dios
egoísta y vengativo, así como somos nosotros.
A Job lo salvó de la desesperación su encuentro con Dios. Dios comenzó por
lanzarle un sinnúmero de preguntas que Job no podía ni siquiera intentar responder.
“¿Quién eres tú para dudar de mi providencia y mostrar con tus palabras la
ignorancia?” (38, 2). “¿Dónde estabas cuando yo afirmé la tierra?” (39, 2).
“¿Conoces las leyes que gobiernan al cielo?”.
Dios no le entregó a Job la clave de sus secretas maneras de obrar. Unicamente lo
encaró con la bondad y la grandeza de Dios. Job se sintió abismado ante tanta bondad y
grandeza, y sólo pudo exclamar: “¿Qué puedo responder yo que soy poca cosa?
Prefiero guardar silencio” (Jb 40, 3-4). “Hasta ahora sólo de oídas te conocía. Pero
ahora te veo con mis propios ojos. Por eso me retracto arrepentido, sentado en polvo y
ceniza” (42, 5).
Job se salvó de la frustración cuando se encontró no con el dio de sus sabiondos
amigos, sino con el Dios único y verdadero. La gran verdad que dijo Job en ese
momento fue: “Sólo te conocía de oídas”.
Es muy peligroso el encuentro, solamente, con un dios de catecismos y de libros.
Ese es un dios de “segunda mano”. A Dios sólo se le puede encontrar personalmente. Lo
lamentable es que muchos son solamente “religiosos”, es decir, cumplen fielmente con
ritos y oraciones, pero no han tenido nunca un encuentro fuerte, personal con Dios.
Viven con el dios fabricado por los hombres, y ese dios los convierte en “paganos” con el
nombre de “cristianos”. La verdadera conversión, debe desembocar en un “nuevo
nacimiento” -como le decía Jesús a Nicodemo-, que haga que la persona se sienta “nueva
creatura”, que comienza una nueva vida. Así como Job. Comenzó a ser hombre nuevo.
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Cuando estaba muriendo Faraday, se le acercaron algunos periodistas para
entrevistarlo; querían conocer su “teoría” acerca de la vida y de la muerte. El sabio
respondió que no tenía ninguna teoría acerca de Dios, y, con frase de San Pablo, les dijo:
“Yo sé bien en quién me he confiado” (2Tm 1, 12).
Job, el de las preguntas rebeldes, dejó de cuestionar a Dios cuando se encontró con
Dios mismo. Entonces optó por hundir su frente en el polvo. Esa es la única actitud que
podemos adoptar ante los misteriosos designios de Dios: hundir la frente en el polvo. No
es ésta una actitud de cobardía y miedo. Es simplemente la actitud de quien ha tenido un
encuentro con Dios, lo ha experimentado en su vida, y ya no puede desconfiar de El; por
eso se abandona plenamente en sus manos. A eso se le llama fe.
El silencio de Dios
Lo más desconcertante para un individuo, en el momento de su tribulación, es el
pesado silencio de Dios: no escuchar clara su voz, sentirse como abandonado de El. La
fe es lo único que salva; seguir creyendo que Dios es fiel, que estamos pasando por un
momento de purificación, y que a la hora de Dios, cesará la tormenta.
Cuando falta la fe, la persona se desquicia espiritualmente y puede caer en lo que
los filósofos llamaron “existencialismo”: considerar la vida como un absurdo. El poeta
peruano César Vallejo describía la vida como una “cena miserable” a la que él no había
pedido asistir y en la que tenía que participar a la fuerza.
Si Job hubiera podido escuchar el diálogo entre Dios y el diablo, en el prólogo de la
obra, en el momento de la prueba, no se hubiera angustiado porque de antemano hubiera
sabido que un plan de Dios se estaba verificando en su vida. A nosotros nos sucede lo
mismo: ignoramos los planes de Dios. Cuando, de veras, lo amamos, no desconfiamos ni
un momento de El, sino que lo seguimos amando en medio de la prueba, con la
seguridad de que ese Padre bondadoso no ha buscado nada malo para sus hijos y que
todo lo que permite es para nuestro bien.
San Pablo -que pasó por múltiples calamidades: naufragios, azotes, cárcel,
traiciones-, nunca pensó que Dios lo estaba castigando. Fue Pablo el que, con visión de
fe profunda, aseguró que “todo resulta para bien de los que aman a Dios” (Rm 8, 28). Y
esa es la gran verdad de la fe.
Cuando Job se encontró con el verdadero Dios -no el dios de sus teóricos amigos-,
entonces se sintió inconmovible. Las teorías humanas valen muy poco para afianzar
nuestra fe; una fe profunda sólo se logra a base de encontrarse con el único Dios, el Dios
que Jesús nos presentó: un Dios que es Padre esencialmente para cada uno de nosotros y
que nunca puede olvidar nuestros nombres.
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Después de su encuentro con Dios, Job sintió la necesidad de orar por sus amigos,
que con sus concepciones paganas acerca de Dios, únicamente lo habían hundido más en
sus temores. Un encuentro con Dios lleva necesariamente a un encuentro con los demás,
a perdonar al que nos hirió. El que ama a Dios experimenta que el amor de Dios se
“derrama” en él a través de su Espíritu Santo, y ese amor tiene que seguir fluyendo hacia
los demás. Por eso Jesús decía que toda la ley se compendia en amar a Dios y al
prójimo.
El Dios que Job encontró es el que debemos encontrar a cada paso de nuestra vida.
Entonces, cuando la tribulación toque a nuestra puerta, no pensaremos que Dios nos está
“castigando”, sino que Dios está buscando que nosotros tengamos “bendición”. ¿Será
esto sadismo? A la luz de la fe bíblica, esta es la pauta para que no llegar a hacerle
preguntas inoportunas a Dios y para saberlo alabar en todo momento.
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7. Cuando nos acosan las preocupaciones
Nuestra sociedad moderna se caracteriza por el creciente aumento de enfermedades
de tipo nerviosos, Muchas personas son flageladas por la depresión. Abundan los
individuos que solamente pueden vivir a base de tranquilizantes. Los sicólogos y los
psiquiatras ven que su clientela aumenta de día en día.
En el fondo de este problema está la ansiedad provocada por las múltiples
preocupaciones, la mayoría de las veces, de tipo material. El vestido, la comida, el
trabajo. La cuenta de luz que sube hasta el infinito. La leche y la carne se vuelven
artículos de lujo. La medicina necesaria no se logra conseguir por su alto precio. Estas
preocupaciones generan intranquilidad y desasosiego; provocan enfermedades de tipo
nervioso.
En medio de una sociedad neurotizada, suena la “extraña” voz de Jesús que
“ordena” que no debemos preocuparnos del vestido, de la comida, del mañana. Este
discurso de Jesús nos recuerda a los “hippies”. Ellos salieron a las calles con su exótica
indumentaria, gritando: “PAZ Y AMOR”. Eran unos idealistas con mucho de
haraganería. Sólo denunciaron los errores de la sociedad, pero no aportaron nada
constructivo.
¿Qué quiere decir Jesús cuando nos ordena no preocuparnos por el vestido y la
comida, por el mañana? Ciertamente Jesús no está propiciando una sociedad
conformista. En sus parábolas habló claramente de que se nos pedirá el “doble” de los
talentos que se nos confiaron. También advierte de que la higuera que no produce frutos
va a ser arrancada y echada al fuego.
Lo que Jesús quiere es salvarnos del “miedo excesivo”. El temor excesivo indica
falta de confianza en Dios, en ese Padre que cuida de las aves y de los lirios del campo,
en Dios bondadoso que nos ha garantizado su providencia.
Cuando un alumno se presenta a examen, es normal que tenga un “poco” de temor.
Si se deja invadir por el “temor excesivo”, aunque esté muy bien preparado, corre el
riesgo de que se bloquee su mente y no logre contestar el test. El temor excesivo bloquea
nuestra mente espiritual. Bloquea nuestra fe. Nos olvidamos de la presencia de Dios en
nuestra vida. Nos olvidamos de que ese Padre bondadoso no nos puede fallar.
Uno de los textos más asombrosos de la Biblia es el capítulo sexto de San Mateo.
Ahí Jesús garantiza que si buscamos el reino de Dios y su justicia, todo se nos dará por
añadidura (Mt 6, 31-34). Es una promesa tan estupenda, que, por eso mismo, no se le
toma en serio; se le tiene como un “piadoso” consejo de Jesús, y no como una promesa
concreta.
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Esta promesa -hay que advertirlo bien claro- no es para todos. Es solamente para
los que buscan en primer lugar el “reino de Dios y su justicia”, es decir, la voluntad de
Dios en todo. Muchos quieren “la añadidura”, pero sin buscar antes el reino de Dios y su
justicia. Quieren la “bendición” de Dios, pero sin molestarse en ir por el camino
“estrecho” de que habla Jesús.
Muchas personas se me acercan cuando tienen graves problemas financieros.
Cuentan su larga y terrible historia. Les hago una breve pregunta: “Ustedes ¿están
viviendo en Gracia de Dios? ¿Están comulgando, se confiesan? ¿Frecuentan la iglesia?
Afirman que no. Añado entonces: “¿Y todavía se extrañan de que les vaya mal? Busquen
acercarse, en primer lugar, a la bendición de Dios. Asegúrense primero de que le están
dando a Dios el lugar que le corresponde y verán cómo cambiará su situación”. Cuando
afirmo que “cambiará” la situación no estoy asegurando “riqueza en el horizonte”.
Simplemente estoy repitiendo la promesa de Jesús: al que busca en primer lugar hacer la
voluntad de Dios, el Señor le promete que no le faltará “lo necesario”. La providencia de
Dios se hace fiadora de este asunto. No entiendo “ilusionar” a la gente con falsas
promesas. Creo firmemente en la Palabra de Dios.
Quisiera referirme al caso de dos grandes santos que pasaron por momentos críticos
de su vida, en lo que respecta a lo material, pero que nunca sucumbieron ante el espectro
del temor. Uno es Elías, profeta del Antiguo Testamento. Otro es San Juan Bosco, un
profeta de nuestros tiempos.
El profeta Elías
Al profeta Elías el Señor lo envió para anunciar años de sequía porque el pueblo se
había desviado hacia la idolotría. Para salvar la vida del profeta, el Señor lo mandó junto
al torrente de Querit. Dice la Biblia que diariamente unos cuervos le llevaban carne y
agua. ¡Qué raros emisarios! ¿Se trata de un cuentecito mitológico? Ciertamente que no.
Dios no nos pide permiso para disponer de los emisarios que enviará a una persona. El
torrente comienza a decrecer por falta de lluvia. Elías con seguridad se asusta. Dios lo
envía a Sarepta. Allí lo recibe una viuda que le entrega lo poco que tienen. Este gesto de
fe le vale a la viuda que no le falta el aceite y la harina. Cuando arrecia la persecución y
persiguen a muerte a Elías, el profeta huye al desierto. Se deja invadir por la depresión, y
pide la muerte. El Señor le envía un sueño profundo. Cuando despierta, encuentra a su
lado una torta de pan y una jarra de agua.
El profeta Elías había buscado hacer la voluntad de Dios; buscó su reino, su justicia.
Dios no le falló. Siempre tuvo lo necesario para poder continuar su misión. Dios no le
regaló, en esas circunstancias, ricas viandas. No le sirvió un banquete suculento en medio
del desierto. Le proporcionó, nada más, que lo necesario. Dios no libró a su profeta de
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todos los apuros que lo llevaron hasta la depresión; pero Elías nunca pudo decir que Dios
lo había abandonado. Lo sintió presente en todo momento.
Ciertamente la abundancia no es buena consejera en la vida espiritual. Contaba un
misionero que mientras estaba en Africa, en medio de la persecución religiosa, su vida de
oración era intensa. Diariamente clamaba al Señor. Leía asiduamente la Biblia. Vivía
pendiente de las manos de Dios. Tubo que huir hacia los Estados Unidos. Cuando se
encontró en medio de una vida sin mayores problemas, con gran comodidad, se dio
cuenta de que su oración ya no era tan intensa como antes. Ya no clamaba a Dios. Ya no
vivía pendiente de la voluntad de Dios. Tuvo que efectuar un viraje en su vida espiritual.
Como sacerdote, me toca ver, repetidas, veces, el caso de personas que cuando se
encuentran en apuros financieros, acuden constantemente a la iglesia; se les ve rezar muy
devotos. No faltan los domingos a misa. De pronto aquellas personas desaparecen de la
iglesia. Se pregunta por ellas, y nos dicen que consiguieron un puesto en el gobierno y
que ahora “se encuentran muy bien”. Y me digo para mis adentros: “Están muy mal”.
Quiere decir que todas esas venidas a la iglesia, esas “fervorosas” oraciones no eran por
amor. Estaban “asustados” por lo que les estaba sucediendo y acudían a la iglesia, no por
amor a Dios, sino para presionar al Señor para que les solucionara sus problemas
económicos.
Mientras el profeta Elías llevaba a cabo las empresas del Señor, tuvo que pasar por
situaciones muy apuradas. El Señor nunca le falló en lo concerniente a lo “necesario”
para vivir. Pero no lo eximió de los problemas propios de todo profeta. Estos problemas
impidieron que Elías se dejara llevar por la “autosuficiencia”. Elías se conservó santo
para estar siempre al servicio del Señor. Habría que preguntarse si muchas de nuestras
situaciones apuradas no son las mejores bendiciones que Dios nos regala para que no nos
apartemos del camino del bien.
Don Bosco
San JUAN BOSCO fue otro siervo de Dios que en todo buscó el reino de Dios y su
justicia. Se metió en graves problemas de tipo económico para ayudar a jóvenes
marginados por la sociedad. Construyó talleres para aprendices, orfanatos, iglesias,
escuelas. Todo esto lo llevó a enredarse en serios problemas financieros. La Providencia
siempre lo ayudó a salir de esos problemas. Don Bosco había hecho el propósito de no
decir ni una sola palabra que no fuera para la mayor gloria de Dios. Afirmaba que antes
de cada empresa se preguntaba si era para la mayor gloria de Dios. Si lo era, se lanzaba
hasta la temeridad. Por eso la Providencia nunca lo dejó sólo. Se encontraba Don Bosco
en un grave problema; tenía una de sus infaltables deudas. Los representantes de la
autoridad estaban por llegar. De pronto tocan a la puerta. Era el abogado Occeleti que
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acaba de hacer un buen negocio y llevaba un sobre para Don Bosco. El sobre contenía la
cantidad exacta que Don Bosco necesitaba.
En 1858, Don Bosco iba a ser llevado a los tribunales. No había logrado juntar la
cantidad necesaria para pagar una deuda. Se lanzó a la calle, como a la aventura, para
buscar “algo”. Alguien lo detiene y le pregunta si necesita dinero. Don Bosco se extraña
de la pregunta. El misterioso individuo le entrega un sobre y se aleja. Dentro del sobre
estaba la cantidad exacta que Don Bosco necesitaba con urgencia para salir de su
embrollo.
Cuando Don Bosco era ya anciano, se encontraba descansando en la casa de un
amigo. Recibió dos cartas. En una, se le indicaba que le enviarían a un abogado para que
le cobrara la suma de 30 mil liras. Don Bosco tragó amargo. En la otra carta, una dama
belga le enviaba un cheque con 30 mil francos para colaborar con sus obras de
beneficencia. Don Bosco, llorando, salió de la habitación mientras gritaba: “¡La
Providencia, la Providencia!”
Tanto el profeta Elías como Don Bosco habían buscado en todo hacer la voluntad
de Dios. El Señor nunca los dejó enredados en sus problemas. Una de las grandes
equivocaciones consiste en querer “beneficiarse” de las promesas de la Biblia sin cumplir,
previamente, con las condiciones que Dios exige.
El método de San Pablo
San Pablo aseguraba que él ya se había acostumbrado a vivir, serenamente, tanto en
la abundancia como en la penuria (Flp 4, 12). En todo veía la mano de Dios, y lo
alababa. San Pablo da un consejo muy sabio para los momentos críticos de la vida. Dice
San Pablo: “No se aflijan por nada, sino preséntenlo todo a Dios en oración. Así Dios
les dará su paz que es más grande de lo que el hombre puede entender; y esta paz
cuidará sus corazones y sus pensamientos porque ustedes están unidos a Cristo Jesús”
(Flp 4, 6-7).
San Pablo está en lo cierto cuando aconseja que en los momentos difíciles, hay que
acudir, en primer lugar, a la oración. Si la oración es auténtica, nos llevará a detectar si
somos nosotros los artífices de nuestros propios desastres. En la oración, el Espíritu
Santo nos señala de qué manera nosotros mismos estamos provocando nuestras propias
desgracias. Pero la oración no nos deja nunca hundidos. En la oración Dios nos entrega
la medicina apropiada para curar nuestro mal. Cuando estamos unidos a Dios en la
oración, como dice San Pablo, el Señor guardará con su paz nuestros pensamientos y
nuestros corazones.
Habría que examinar también el caso de la viuda de Sarepta. Cuando el profeta
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  • 2. Indice MEDITACIONES PARA LOS DÍAS DE SUFRIMIENTO Sobre el Autor Meditaciones para los días de sufrimiento A. La Cruz 1. ¿Aguantar o llevar la Cruz? La cruz tiene sentido comunitario Hay que mirar hacia el vecino ¿Cruces a la medida? Multitud de cruces 2. La Cruz no está hecha para aguantarla Negarse a sí mismo Tomar su cruz Seguir a Jesús Una Biblia ambulante 3. ¿La Cruz, un yugo suave? Cómo llevamos nuestro yugo ¿Cuál es el secreto? Como Jesús 4. Tomar su Cruz Jesús no quiso montón de gente Tome su cruz Niéguese a sí mismo …Y sígame El sufrimiento, ¿un regalo? ¿Estamos dispuestos? 5. Nuestras Cruces La Cruz de Job La cruz de Tobías La cruz de San José La cruz de la Virgen María La cruz del Cirineo La cruz del mal ladrón La cruz del buen ladrón La Cruz de Jesús No podemos escoger B. Los Valles de Sombra 6. Cuando somos zarandeados como Job Los amigos de Job Dios y el diablo 2
  • 3. El peligro del sufrimiento El encuentro con Dios El silencio de Dios 7. Cuando nos acosan las preocupaciones El profeta Elías Don Bosco El método de San Pablo La política de Dios 8. Cuando dan ganas de salir huyendo Situación de peregrinos… La tentación del evasionismo 9. Cuando parece que no alcanza el pan… Una insignificante canasta La famosa añadidura Nada de lujos… La tentación del Evasionismo Dos preguntas 10. Cuando nos encontramos en un callejón sin salida La indicación de Dios Dios siempre está cerca 11. Cuando parece que nos vamos a hundir Pregunta-reproche El mar embravecido La calma Nada de aspavientos 12. Cuando pesa el Silencio de Dios Identifica a Dios con el templo ¿Por qué se oculta Dios? La religión del niño bien portado Otro salmo parecido 13. Cuando no sabemos por qué Sufrimos Paz y tribulación Humanos y cristianos Comemos del mismo fruto Tenemos que ser podados Necesitamos disciplina Nada extraño… C. Hay que Prepararse 14. Prepararse para el Gran Enigma Los Apóstoles Marta y María La hora de Dios 3
  • 4. Los signos ¡Yo Soy! ¿Un Dios impasible? Necrópolis 15. Prepararse para la Muerte Algo efímero Nuestra gran oportunidad Diversas maneras de salir del mundo Imagenes muy consoladoras Hay que prepararse 16. Prepararse para la tribulación La fortaleza de la oración El Pan de la Palabra El Pan de la Vida Vivir en su presencia Un refugio Fabricando la propia Arca 17. Prepararse para ser Cirineos Lloren con los que lloran Nos necesitamos mutuamente En oración junto al que sufre Consolados para consolar No es fácil dejarse ayudar 4
  • 5. P. Hugo Estrada s.d.b. MEDITACIONES PARA LOS DÍAS DE SUFRIMIENTO EDICIONES SAN PABLO GUATEMALA 5
  • 6. NIHIL OBSTAT CON LICENCIA ECLESIASTICA 6
  • 7. Sobre el Autor EL PADRE HUGO ESTRADA, s.d.b., es un sacerdote salesiano, egresado del Instituto Teológico Salesiano de Guatemala. Obtuvo el título de Licenciado en Letras en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Tiene programas por radio y televisión. Durante 18 años dirigió la revista internacional “Boletín Salesiano”. Ha publicado 47 obras de tema religioso, cuyos títulos serán parte de esta colección. Además de las obras de tema religioso, ha editado varias obras literarias: “Veneno tropical” (narrativa), “Asimetría del alma” (poesía), “La poesía de Rafael Arévalo Martínez” (crítica literaria), “Ya somos una gran ciudad” (poesía), “Por el ojo de la cerradura” (cuentos), “Selección de mis poesías”, “Selección de mis cuentos” y “Poesía para un mundo postmoderno”. 7
  • 8. Meditaciones para los días de sufrimiento En MEDITACIONES PARA LOS DIAS DE SUFRIMIENTO, el P. Hugo Estrada parte del hecho de que, muchas veces, la cruz se «aguanta» a regañadientes, y no se «acepta», como Jesús exige a sus seguidores. En reflexiones profundas, el autor expone cómo Jesús nos invita a «tomar» nuestra cruz en momentos en que parece que nos encontramos en un callejón sin salida, o cuando creemos que nos vamos a hundir en el mar embravecido de la tribulación. El libro concluye con unas consideraciones acerca de cómo prepararnos para el momento crucial de la muerte, y cómo convertirnos en cirineos para los que ya se doblan por el peso de su cruz. 8
  • 10. 1. ¿Aguantar o llevar la Cruz? Una de nuestras conversaciones favoritas consiste en quejarnos de nuestra situación. No perdemos oportunidad de exhibir ante todos nuestros pesares, nuestras tribulaciones. Llevamos una cruz, pero a la fuerza, no con gozo. ¿Se puede llevar “con gozo” la cruz? ¿No será masoquismo? En la sociedad en que vivimos, se nos enseña a tenerle “horror” a la cruz, a todo lo que huela a sufrimiento, a renuncia. Se hace propaganda de los mejores colchones para dormir plácidamente. De la mejor almohada. De los zapatos más suaves. Vivimos en una sociedad hedonista que busca el placer a cualquier costo. Se le tiene “horror” a la cruz, al sufrimiento, a la renuncia. San Pablo decía que él se “gloriaba en la cruz de Cristo” (Ga 6, 14). Gloriarse es sentirse orgulloso de algo, satisfecho. Pablo se sentía satisfecho con la cruz que Jesús le había ofrecido. Santiago dice: “Hermanos míos, ustedes deben tenerse por muy dichosos cuando se vean sometidos a pruebas de toda clase. Pues ya saben que cuando su fe es puesta a prueba, ustedes aprenden a soportar con fortaleza el sufrimiento. Pero procuren que esa fortaleza los lleve a la perfección, a la madurez plena, sin que les falte nada” (St 1, 2-3). Tanto Pablo como Santiago habían intuido que el sufrimiento a la par de Jesús -la cruz- los fortalecía en la fe, los llevaba a una mayor maduración espiritual y los convertía en otros cristos para los demás. Muy sugestivo el razonamiento que el escritor León Bloy hacía en el sufrimiento. Meditaba en que Jesús, Pontífice, es decir constructor de puentes, le estaba dando a él la oportunidad de ser también un “puente”, y que, por eso mismo, medía su capacidad de resistencia como puente. Jesús nos convierte, a su lado, en otros pontífices, constructores de puentes, sacerdotes, para ayudar a otros. El puente sirve para que otros tengan acceso a un lugar. Como pueblo de sacerdotes, ayudamos a otros, como puentes, para llegar a Jesús que es el único camino hacia Dios Padre. Cuando Jesús nos advierte que para ser su discípulo hay que llevar la cruz, nos indica una condición indispensable para llamarnos cristianos. Si aceptamos, nos convida a tomar nuestra cruz, a probarle con los hechos nuestra capacidad de “ser puentes” para otros. En el seguimiento de Jesús lo que cuenta no son las palabras, sino la práctica. Todos, queramos o no, tenemos que llevar una cruz. Si la llevamos con gozo, sentiremos menos el peso. Si la llevamos de mala gana y a regañadientes, nos va a pesar mucho más. Lo que importa es saber llevar nuestra cruz, como Jesús nos indica. A Gestas -el mal ladrón- la cruz que le impusieron no lo santificó, y la tuvo que 10
  • 11. levar lo mismo. Tal vez la cruz de Gestas, materialmente, pesaba más que la de Jesús. Sin embargo, en lugar de salvarlo, sólo le sirvió para endurecerlo; ni siquiera pudo descubrir quién era el que estaba a su lado, orando al Padre por él. Lo maldijo y murió renegando. Como es natural, Dimas se mostró reacio a la cruz que le impusieron. Renegó y maldijo como Gestas. Cuando se vio abandonado de todos, cuando sintió que la muerte estaba por llegar, se dirigió, a Jesús como su única salida. De Jesús aprendió a tomar su cruz. Aceptó unirse al sufrimiento redentor de Jesús. A Dimas lo salvó la cruz. Según la tradición, el Cirineo fue un cristiano distinguido en las primeras comunidades. Lógicamente se indignó cuando lo obligaron a cargar con la cruz de un reo. Cirineo descubrió quién era Jesús y se “gozó” en poderlo ayudar a llevar su cruz. La Cruz le sirvió a Cirineo para santificarse. Cuando Santiago y Juan se acercaron a Jesús para solicitar los primeros puestos en el reino, Jesús les preguntó si se sentían preparados como para beber del mismo cáliz que a él le tocaba beber. Ellos, sin dudar, dijeron que sí. No sabían todavía lo que era una cruz. La noche del Huerto de los Olivos, vieron aparecer la imagen de la cruz, y salieron huyendo. Más tarde, van a aprender a “tomar“ la cruz; ya no le van a tener miedo. Por eso Santiago llegó a escribir que había que “sentirse muy dichosos en el sufrimiento” (St 1, 2). La cruz tiene sentido comunitario La cruz no se puede llevar solitariamente. Hasta Jesús necesitó de un Cirineo. Nadie puede creerse tan autosuficiente como para llevar solo la cruz. Nuestra cruz sólo la podemos cargar acompañados de Jesús. Es él quien nos va abriendo camino y nos hace de Cirineo cuando ya no aguantamos. Sin Jesús a nuestro lado, seríamos como los filósofos estoicos que se habían convertido en “lavantadores” de pesas espirituales, en exhibicionistas del sufrimiento. Jesús no sólo nos convida a acompañarlo a llevar la cruz; también nos enseña cómo debe llevarse la cruz para que sirva para nuestro bien y no para nuestra derrota. La cruz también hay que llevarla junto a los demás. La cruz para Jesús tuvo sentido redentor. Jesús llevó su cruz para que otros pudieran ser “rescatados”. Para nosotros la cruz también debe tener un sentido de rescate. Uno de los que mejor expresó este concepto fue San Pablo. El Apóstol escribió: “Completo en mi cuerpo lo que falta a los padecimientos de Cristo por su Iglesia” (Col 1, 24). Pablo estaba seguro de que sus 11
  • 12. sufrimientos servían para formar parte del tesoro del Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia. Cuando Pablo estaba en la prisión de Roma, les escribió a los filipenses asegurándoles que estaba satisfecho en la cárcel, pues había venido para que muchos perdieran el miedo de dar testimonio del Señor. Además, había logrado llevar el Evangelio a muchas personas importantes del gobierno romano con los cuales le había tocado relacionarse con motivo de su prisión. Pablo les aseguraba a los filipenses que el seguir con vida o morir lo tenía sin cuidado. Si seguía viviendo, continuaría llevando el Evangelio. Si moría, tendría una “ganancia”, pues se uniría para siempre con el Señor. Por así decirlo, Pablo le había sabido “sacar jugo” a su cruz. Por eso decía: “Me glorío en la cruz de Cristo” (Ga 6, 14). Hay que mirar hacia el vecino Cuando los niños se caen, comienzan a llorar y, a toda costa, quieren que todos se enteren del razón que se hicieron. Con nuestro dolor, somos como los niños; queremos exhibirlo en todas partes. Queremos que nos condecoren como grandes sufrientes. Otra de nuestras manías es la de ir a buscar a alguien con quién desahogarnos. Nuestra actitud de cristianos maduros debería llevarnos a buscar inmediatamente al Señor; contarle nuestra pena. Jesús se nos mostraría en la cruz, vilipendiado, escupido, solitario, cubierto de llagas. Se nos quitarían, entonces, las ganas de andar pregonando nuestro dolor. Los grandes santos -con sus enormes cruces- fueron muy pudorosos en lo que respecta a su sufrimiento. Optaron por el silencio. Es que antes habían hablado con Jesús y ya no necesitaban hablar con los hombres acerca de sus cruces. Cuando nos invade la urgencia de ponernos a llorar en público, nos haría bien visitar algún hospital, algún manicomio, algún orfanato. Nuestra calentura, digna de una aspirina, no se puede comparar con el cáncer que está carcomiendo aquel enfermo que, en silencio, está en su lecho de dolor. Si abriéramos un poco más nuestra ventana, podríamos observar al mendigo que está escarbando en el bote de la basura para encontrar, con ilusión, lo que otros desechan. Veríamos a la familia de la vecindad que ese día no tiene nada para comer. ¡Y nosotros que nos quejamos porque carecemos de cosas superfluas! ¿Qué tal que al vecino se le ocurriera proponernos intercambio de cruces? ¿Cruces a la medida? 12
  • 13. Una condición indispensable para poderse llamar discípulos de Jesús es “tomar” la propia cruz. Las más de las veces, “aguantamos” nuestra cruz, porque no queda otro remedio; porque hay que continuar avanzando. Jesús no invitó a “aguantar” la cruz, sino a “tomarla”. Todo a nuestro alrededor nos convida a no “tomar” la cruz, a rehuirla. La mentalidad del mundo es circundarnos de toda clase de placeres: buscarlos a cualquier precio. Jesús nos anticipa que antes de poder tomar la cruz, hay que “negarse a sí mismo”. Negarse a sí mismo equivale a decirnos no a nosotros para poder decirle sí al Señor en lo que nos pide. Ante nosotros se abren dos caminos: uno ancho y placentero; el otro, angosto y difícil de transitar. Jesús anticipó que el camino ancho lleva a la perdición, y que el estrecho lleva a la salvación (cfr. Mt 7, 13-14). No es nada fácil escoger ante esa alternativa. Por lo general, nos inclinamos a ir por el camino del mundo: por el camino del confort refinado, del egoísmo, de la ley del menor esfuerzo. Cuando obramos así, le estamos diciendo no al Señor. Estamos “aguantando” la cruz. La llevamos porque no podemos arrancarla de nuestros hombros. El que voluntariamente ha “tomado” la cruz, no la lleva a rastras, sino que ha hecho la opción de compartir con Jesús la cruz de la justicia, de la verdad, de la limpieza de vida. Ha “tomado” su cruz el que se ha decidido a ir por la “puerta estrecha”, porque es la única que lleva a la salvación. Todos sufrimos. Todos cargamos con una cruz. Sólo unos pocos la han “tomado” voluntariamente. Sólo ellos se pueden llamar verdaderamente discípulos del Señor. Me gustó mucho lo que leí en un libro; el autor decía que Jesús fue un carpintero y por eso había aprendido a fabricar los yugos a la medida, para que no les molestaran el cuello a los bueyes; y que cuando Jesús invitaba a llevar su “yugo” nos está asegurando que ese yugo está hecho a nuestra medida. Por el momento me pareció muy bien la idea. Más tarde leí en otro libro, otro concepto que me pareció más ajustado a la realidad. El autor aseguraba que la cruz nunca está hecha a la medida. A Jesús no le tomaron medidas para hacerle su cruz. Le pusieron sobre su espalda unos ásperos y pesados troncos y lo obligaron a caminar. Nuestra cruz nunca puede estar hecha a la medida. La cruz, por eso, nunca se adapta a nuestro hombro; por eso nos molesta tanto. La cruz que llevamos es siempre la que nosotros no hubiéramos escogido. Como no sabemos calcular el peso de la cruz del vecino, la juzgamos menos pesada que la nuestra. Alguna vez se nos revela la magnitud del dolor ajeno, y nos quedamos boquiabiertos, meditando en que no seríamos capaces de llevar semejante peso. 13
  • 14. Los zapatos, se hacen a la medida. Se habla de colchones ortopédicos, que se adaptan a nuestro cuerpo. Se fabrican trajes a la medida. Jesús nos ofrece una cruz “no hecha a nuestra medida”, pero que no es imposible de ser llevada. La cruz que el Señor nos ofrece es la que “podemos” llevar; él conoce muy bien nuestra capacidad de aguante y, por eso mismo, nos convida a llevar nuestra cruz, la que él nos escoge. Bien decía el poeta Arévalo Martínez: “Es que sus manos sedeñas, hacen las cuentas cabales y no mandan grandes males para las almas pequeñas”. La cruz “no hecha a nuestra medida” es la que Jesús nos convida a llevar en su compañía. Multitud de cruces Las cruces se ven en todos lados. De todos los tipos, de todos los colores y tallas. Mucho sentimentalismo se amontona alrededor de la cruz. Mucho aparato. Cruces bellísimas, bien labradas, con adornos dorados; soldados romanos alrededor de la cruz: muy educados, muy limpios. Jesús cubierto con una sábana olorosa. Jesús bien afeitado. Todo lo contrario del viernes santo. La cruz de las procesiones no da miedo tomarla. Es una cruz agradable. La cruz de Jesús es la terrible cruz que doblega, que hace tropezar y caer varias veces. Esa cruz es la que la que le infundió pavor a Jesús; sudando sangre, le pidió al Padre que lo librara de ella; pero el cáliz que dios le presentaba tuvo que beberlo todo entero. Jesús nos invita a preguntarnos si estamos “aguantando” nuestra cruz, o si ya nos decidimos a “tomarla”. Jesús dice claramente: “Si el grano de trigo no muere no puede producir fruto”. La cruz “tomada” nos ayuda para que muera definitivamente nuestro hombre carnal, que nos impide ir por el camino de Jesús. La cruz bien llevada nos convierte en Cirineos: nos santifica. La cruz de Jesús -la verdadera, no la de juguete- es el test que se nos presenta para saber si, de veras, nos podemos llamar discípulos del Señor. 14
  • 15. 2. La Cruz no está hecha para aguantarla Según los persas, el cuerpo de un criminal no debía tener ningún contacto con la tierra para no contaminarla. Por eso lo apartaban del suelo y lo colgaban en una cruz. Los romanos tomaron esta clase de suplicio de los persas. Entre el pueblo judío, uno que muriera en una cruz era un “maldito” de Dios. Jesús escogió el camino de la cruz para la salvación de la humanidad. El Evangelio describe a Jesús hablándoles a los apóstoles con toda claridad acerca de la “necesidad” de ir a Jerusalén para someterse al suplicio de la cruz. La sutil tentación que el demonio le puso a Jesús, al principio de su misión pública, fue que dejara a un lado el camino de la cruz y escogiera el “camino del poder” que Dios le había concedido. Sin quererlo, Pedro se convirtió también en un “tentador” cuando, indignado, se acercó a Jesús para disuadirlo de ir a Jerusalén para ser crucificado. En esta oportunidad, Jesús llamó a Pedro “Satanás”, pues le estaba sirviendo de “tentador”. En cada uno de nosotros hay un Pedro que busca, a toda costa, eludir el camino de la cruz. Queremos un Jesús bueno, pero sin cruz. Un Jesús sin exigencias. Un Jesús que solamente multiplique panes, pero que no nos exija seguirlo con una cruz a cuestas. Ese cristianismo sin cruz, no es el que vino a predicar Jesús. Bien decía el escritor Julien Green que “cristianismo sin cruz es fantasía de filósofos”. Jesús fue muy tajante con los apóstoles que se indignaron porque Jesús determino ir a Jerusalén para tomar su cruz. Les señaló que si pretendían ser sus discípulos, necesitaban tres condiciones: negarse a sí mismos, tomar su cruz y seguirlo (cfr. Lc 9, 23). Jesús no los ilusionó con falsas promesas. Desde un principio les habló con claridad acerca de la cruz. A los apóstoles les costó mucho llegar a captar la mentalidad de Jesús. Porque lo amaban y admiraban, se quedaron con él a pesar de todo. Con el tiempo, y con la ayuda del Espíritu Santo, que Jesús les envió, fueron comprendiendo, cada vez más, el mensaje de la cruz, y vivieron a plenitud. Negarse a sí mismo El comentarista de la Biblia, Orígenes, escribe que cuando Jesús llamó Satanás a Pedro, le quería decir: “Pedro, ponte atrás de mí, no quieras ser mi maestro”. Esta actitud nuestra responde a la mentalidad mundana en que nos movemos. En nuestro corazón resuenan, a la vez, dos voces: la voz del mundo que nos aconseja no “reprimirnos” en nada, huir de toda renuncia, tenerle horror al sufrimiento. El mundo nos anima a que dispongamos de la mejor cama, de los zapatos más cómodos, de todo el 15
  • 16. confort posible. La voz de Dios, dentro de nosotros, nos sugiere: “¿Por qué no visitas a ese enfermo?”. “El dinero que vas a gastar en trivialidades, ¿por qué no lo entregas al necesitado?” “En vez de ese codazo que te dieron ¿por qué no devuelves una sonrisa? Negarse a sí mismo no consiste en privarnos de los valores humanos que nos hacen ser más nosotros mismos. Negarse a sí mismo consiste en buscar que el “hombre viejo”, que no ha muerto del todo en nosotros, se vaya extinguiendo cada día más. Nuestro hombre viejo nos impulsa a ser más egoístas, rencorosos, sensuales. Cada vez que nos negamos a nosotros mismos, permitimos que el “hombre nuevo”, la imagen de Jesús, se caya identificando, más y más, en nosotros. Negarse a sí mismo no es “masoquismo”, “represión”, sino liberación de la escoria, de lo que nos impide que la imagen de Dios en nosotros sea más visible. Tomar su cruz Jesús no invita a “aguantar” la cruz; él habla de “tomar” la cruz. El ciclista toma con cariño la bicicleta que lo llevará al triunfo. El escultor toma y mima el cincel con el que labrará una obra de arte. Jesús voluntariamente “se adelantó” -así lo describe el Evangelio- hacia su cruz. La tomó. Toda su vida supo que terminaría en una cruz. Desde un principio se preparó para ese momento. Sabía que su cruz tenía sentido: implicaba la salvación del mundo. Jesús no rehuyó su cruz: cuando “llegó la hora”, sin dilación, se dirigió hacia Jerusalén para tomar su cruz. La cruz significa todo aquello que se nos viene encima cuando determinamos ser justos, rectos: le decimos sí a Dios, y no al mundo. Cuando terminamos vivir el Sermón de la Montaña, ya sabemos que nos tocará llorar, ser perseguidos, ser señalados como gente “non grata”. La cruz no hay necesidad de irla a buscar; viene sola cuando determinamos ser gente de bien, seguidores del Señor. Jesús habla de tomar “su cruz”. Es decir la propia. La que Dios con Sabiduría ha puesto sobre nuestras espaldas. Jesús no pide llevar la cruz del vecino. Nos habla de “nuestra” cruz. Cada uno lleva la cruz que dios le ha fabricado según sus posibilidades. Ni más ni menos peso de la cuenta. Lo exacto. Es normal que le tengamos “miedo a nuestra cruz”. Es lógico que nos sintamos incompetentes. Pero es muy “de fe” que, con la ayuda de Dios, “nuestra cruz” es el camino recto para nuestra salvación y la de muchas otras personas. El profeta Jonás recibió de Dios el encargo de ir a predicar a la pérfida ciudad de Nínive. El profeta rehusó tomar sobre su hombro esa pesada cruz. Comenzó a huir de Dios. Todo le salió mal. Se rebelaron contra él todos: los hombres, el mar y su conciencia. Terminó tragado por un gran pez que luego lo va a vomitar en la playa. Jonás 16
  • 17. no sintió paz en su corazón hasta que no se decidió a tomar “su cruz” y a seguir el camino de Dios. En ese momento, sintió que iba por el camino correcto. Se dio cuenta también que huyendo de su cruz solamente había encontrado conflictos internos y externos. Huir de “nuestra cruz” solamente nos lleva a la frustración; a saber que estamos “out side”, fuera del lugar en donde está la bendición para nosotros. Rebelarse contra la propia cruz solamente lleva a “dar coces contra el aguijón”. Eso hiere, lastima. La única manera de no ser aplastados por el peso de nuestra cruz, es tomarla con sentido de fe, como lo hizo Jesús. Seguir a Jesús Hay un juego de niños llamado “las estatuas”. El niño que dirige el juego hace una mueca, a veces ridícula; el que desea continuar en el juego debe repetir el gesto y permanecer como una estatua. Seguir a Jesús significa imitarlo. Aceptarlo incondicionalmente. Decirle, como Pedro: “Señor, sólo tú tienes palabras de vida eterna”. Andrés y Juan eran discípulos de Juan Bautista; el profeta les había señalado a Jesús y les había asegurado que él era “el Cordero de Dios que quitaba los pecados del mundo”. Juan y Andrés comenzaron a observar a Jesús: el Señor, un día, al verlos que lo seguían, les dio la clave para ser auténticos discípulos; les dijo: “Vengan a vivir conmigo”. Seguir a Jesús no significa “ser admiradores” de Jesús, de su doctrina, de sus milagros. Ser seguidores de Jesús quiere decir seguirlo en todo. Hacer lo que él diga. Acompañarlo en días de triunfo como de fracaso. Aceptar los panes que él multiplica, pero también la cruz que nos ofrece. Al profeta Jeremías se le planteó el problema de seguir o dejar el camino que Dios le indicaba. Lo enviaba a predicar con dureza a su pueblo. El profeta se sintió como defraudado por la misión que Dios le encomendaba. Pero aceptó su cruz y dijo: “Tu Palabra en mi interior se convierte en fuego que me devora; trato de contenerla, pero no puedo” (Is 20, 9). El profeta comprendió que el camino de Dios es el único que se puede seguir, si se desea su bendición y la paz interior. Es frecuente encontrarse con personas que creen que seguir el camino de la cruz es sinónimo de infelicidad. Es un error muy común. Y no hay nada tan fuera de la realidad evangélica como identificar sufrimiento -cruz- con infelicidad. La buena noticia de Jesús, su Evangelio, consiste precisamente en que, al “tomar su cruz”, la persona se sienta más realizada y experimente el “gozo espiritual” que dios nos regala, y que el mundo promete y no puede dar, porque el mundo no es el dueño de la alegría interior, que no es fruto del 17
  • 18. bienestar material, sino un regalo del Espíritu Santo. Tal vez sea éste un punto muy oscuro para muchos. Tiene miedo de “tomar su cruz” porque creen que, automáticamente, se convertirán en “seres infelices”. El Evangelio demuestra todo lo contrario. La persona que acepta la cruz, que Jesús le ofrece, es una persona que reboza alegría; que sabe que está cumpliendo una misión en la tierra y que cuenta con la bendición del Señor. El libro de los Hechos se complace en recalcar que los apóstoles salen gozosos de las cárceles en donde han sido torturados por el nombre del Señor. El Evangelio es la buena noticia de los que “son bienaventurados”, aunque les toque llorar, sufrir y ser perseguidos. Con razón el pueblo acuñó el dicho de que un “santo triste es un triste santo”. El santo -el auténtico seguidor de Jesús- es alguien que se siente realizado, que sabe que va por el camino correcto, que valora su sufrimiento como purificación de tipo personal y como “un completar en el propio cuerpo lo que falta a la pasión de Jesús por su Cuerpo que es la Iglesia” (Col 1, 24). Seguir a Jesús y ser un individuo frustrado, infeliz, no es ningún Evangelio, ninguna buena noticia. Seguir a Jesús con la propia cruz, y ser feliz al mismo tiempo, ésa es la buena noticia que Jesús nos vino a traer y que muchos todavía creen que sea una “utopía”. Una Biblia ambulante “Buenos Aires hoy” es el título de una obra de teatro. En una escena relevante, un joven sale leyendo el Sermón de la Montaña. A su alrededor todos fornican, blasfeman, roban, matan. Las palabras de la Biblia, que el joven lee a vez en cuello, molestan a los vecinos. Todos determinan silencias aquella voz. Arremeten contra el muchacho y lo crucifican contra la pared. Cada cristiano es una Biblia ambulante. Su voz molesta a los hijos de las tinieblas; les estorba su sueño de fornicación, de violencia y de egoísmo. De aquí que todo cristiano, debe aceptar que se seguidor de Jesús implica “tomar la cruz”. Pedro creía que estaba en lo correcto cuando, acaloradamente, intentaba apartar a Jesús de su cruz en Jerusalén. La mentalidad mundana, que nos atenaza, nos lleva precisamente a pensar como Pedro: hay que huir de la cruz, del sufrimiento, de la renuncia. Los slogans que se mastican públicamente, las revistas, los periódicos no son buenos consejeros que nos alienten a “llevar nuestra cruz”. Son, más bien “satanases” que intentan, por todos los medios, apartarnos de la “locura de la cruz”. La oración, la Biblia, la meditación, nos llevan, en cambio, a escuchar la voz de Jesús; nos animan a seguirlo; nos muestran la “nube de testigos” que, un día, se decidieron a “tomar su cruz” y que fueron personas llenas de bondad, de gozo espiritual, y muy útiles a la sociedad. 18
  • 19. Es posible que, como Jonás, busquemos eludir nuestra cruz. No habrá paz en nuestros corazones. Abundarán los conflictos por todas partes; es porque allí no está la bendición de dios. El joven rico se alejó con tristeza porque rehusó tomar la cruz que Jesús le ofrecía. Nadie puede ser feliz hasta que, voluntariamente, acepte la cruz que Jesús le ofrece como medio de realizarse en este mundo y de ser útil a sus hermanos, los hombres, Ser cristiano es ser una Biblia ambulante, que molesta los oídos de muchas personas; pretender ser cristiano sin una cruz es la caricatura de un cristianismo muy de moda, pero que no es el que Jesús nos vino a enseñar. 19
  • 20. 3. ¿La Cruz, un yugo suave? Una fábula antigua narra que Júpiter puso dos alforjas sobre los hombros de los seres humanos. En la alforja de adelante van los defectos de los demás; por eso continuamente los estamos criticando. En la alforja de la espalda llevamos los defectos propios; por eso casi no los vemos. Esta fábula la podríamos ampliar. Podríamos decir que en la alforja de adelante llevamos nuestros “sufrimientos”, y en la de atrás, los sufrimientos de los otros. Por eso concentramos la atención en nuestras propias tribulaciones, y nos olvidamos que junto a nosotros hay personas con cruces más pesadas que la nuestra. Lo importante no es saber que tenemos que sufrir, sino la manera cómo llevamos nuestra carga. El sufrimiento de por sí no salva a nadie. Se puede llevar una carga muy pesada, pero ser al mismo tiempo, una persona amargada. Esto no es liberador, no es ningún evangelio. No es “buena noticia” el que una persona sufra mucho y, al mismo tiempo, sea infeliz. Jesús nunca pretendió engañar a sus seguidores. Con toda claridad les dijo: “Así como me persiguieron a mí, así también los perseguirán a ustedes”. A los que intentaban ser sus discípulos les advirtió: “Si alguno quiere ser mi discípulo que tome su cruz y que me siga”. San Pablo había comprendido a plenitud esta condición de sufrientes de los seguidores de Jesús. Por eso escribió: “Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios” (Hch 14, 22). Nadie puede estar eximido del sufrimiento mientras sea peregrino por este “Valle de lágrimas” que es la tierra. Lo importante es no identificar sufrimiento con infelicidad. Jesús no vino a proclamar el reino de los “infelices”, que llevaban una cruz, sino a darnos la “buena noticia” de que se puede llevar una cruz muy pesada y, al mismo tiempo, estar con el corazón rebosante de gozo. Jesús les exigió su cruz a sus seguidores, pero también prometió hacerles de “Cirineo”. Les dijo: “Vengan a mí todos los que están agobiados y cansados que yo los haré descansar. Acepten el yugo que yo les pongo, y aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón; así encontrarán descanso para sus almas. Porque el yugo que les pongo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 28-30). El yugo, la carga ya los tenemos. Lo que hay que preguntarse es por qué no hay paz en nuestros corazones. Por qué no existe la serenidad en medio de la tribulación. La respuesta, a la luz de las palabras de Jesús, es muy simple: porque no sabemos llevar el yugo con “humildad y mansedumbre”. Cómo llevamos nuestro yugo 20
  • 21. En tiempos de Jesús los maestros religiosos llamaban yugo a las leyes que les exigían a sus seguidores. Jesús les hizo notar a los maestros de la ley que se les había pasado la mano en las cargas que intentaban poner sobre los hombros de sus discípulos. Se habían pasado de la raya. Habían llegado hasta la ridiculez de tener estipulados los pasos que se podían dar el día sábado. Cuando Jesús hablaba de su yugo, lo hacía para puntualizar que el yugo que nos imponía estaba hecho a nuestra medida. Pero lo cierto es que el yugo siempre pesa, siempre doblega, quita la libertad en alguna forma. No existe yugo que no cause molestias. Lo típico de nuestro yugo es que siempre nos estorba, siempre le sobra o le falta algo. Por eso pesa. La gran verdad que Jesús nos señaló es que ese yugo, si se lleva como él indica, puede llegar a ser un “yugo suave y una carga ligera”. El secreto, por tanto, está en saber llevar el yugo como Jesús indica. Son muchas las personas que llevan sus sufrimientos -su yugo- con rebeldía. Pasan los años y todavía no han tenido que pasar. En su subconciencia le echan la culpa a alguien. Ese Alguien no puede ser otro que Dios. No afirman, descaradamente, que le echan la culpa a Dios, pero su rebeldía indica que no “han perdonado” a Dios por lo que creen que les hizo. Estas personas se vuelven amargadas. Y se encargan de amargarle la vida a los que los rodean. Lord Byron y Walter Scott tuvieron en común un mismo defecto: los dos eran cojos. Byron nunca aceptó su limitación física. Se llenó de amargura y se dedicó a la disolución. El novelista Walter Scott era cristiano; supo aceptar su deficiencia. Byron le escribió un día que daría toda su fama con tal de poder tener la felicidad que él reflejaba. Son muchísimas las personas que alimentan en sus almas amargura por lo que les ha sucedido. No han logrado “tomar su yugo”. Por eso mismo su yugo les sigue pesando más de la cuenta. Algunos hablan de llevar las penas de la vida con “resignación”. Este término, en el fondo, no es nada cristiano. Se resigna la persona que ya no encuentra otra salida y, por eso mismo, no tiene más que seguir adelante. Esta actitud desemboca en un frío pesimismo. Esta no es la actitud que aconseja Jesús para llevar el propio yugo. Cuando Simón Cirineo fue obligado a llevar la cruz de Jesús, al principio no tuvo más que “resignarse”; no había escapatoria: delante de él estaba la lanza de un soldado romano que lo amenazaba. Cirineo “se resignó”. Conforme fue avanzando con la cruz, junto a Jesús, aquel hombre fue descubriendo su misión: se fue encontrando con Jesús y entonces le encontró sentido a lo que estaba haciendo. Ya no se resignó, sino que experimentó gusto en ayudar a aquel santo varón que le enseñó muchísimo, en pocos momentos, acerca del valor del sufrimiento. El Evangelio pone sumo cuidado en asegurar que Jesús “se adelantó” hacia su cruz. 21
  • 22. Cuando llegó su hora, el mismo templó sus nervios y dijo: “Vamos a Jerusalén”. Sabía lo que le esperaba en Jerusalén. La anunciación del ángel a la Virgen María señala el momento en que se le pide a María su consentimiento para ser la principal colaboradora del “Varón de Dolores”; la que debía estar más cerca de la cruz de Jesús. A la Virgen María nadie la obligó a ser la mujer de los siete puñales en su corazón. Ella, anticipadamente, había dicho: “Que se haga en mí según su Palabra”. Muy ilustrativo es el caso de San Pablo. El mismo nos comparte que tenía “una espina” que lo humillaba. Según los estudiosos, esa espina pudo haber sido la epilepsia, mal de ojo, o tartamudez. ¿Quién lo sabe? Lo cierto es que la “espina” de Pablo era una limitación que le traía problemas. Era un yugo. Pablo cuenta que le suplicó a Dios que lo librara de esa espina. Dios le contestó: “Te basta mi gracia” (2Co 12, 9). Pablo ya no continuó pidiendo ser librado de su espina. Vio en esa yugo un plan de Dios para él. Para que en medio de tantos dones espectaculares no se le subiera el orgullo a la cabeza. Pablo escribió: “Me siento fuerte cuando soy débil” (2Co 12, 10). Pablo se sentía fuerte en su debilidad porque contaba con el poder de Dios y no con su propio poder. En el pensamiento cristiano, con el sufrimiento sucede lo mismo que con el limón. Es agrio. Pero si su jugo se pone en agua y se le echa azúcar, se convierte en una sabrosa limonada, que con un poco de hielo es algo delicioso en momentos de calor. El cristiano, según Jesús, debe convertir en gozo su sufrimiento. Esa es la buena noticia de Jesús para los que sienten que ya no pueden más con su yugo. Deben cambiar de actitud mental hasta que ese “pesado” yugo se convierta en “suave yugo y carga ligera”. ¿Cuál es el secreto? Jesús nos indica cuál es la manera de convertir el pesado yugo -según nosotros-, en carga libera -según él-. Dice Jesús: “Tomen mi yugo sobre sus hombros, y aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso para sus almas” (Mt 11, 29). Aquí está la clave: hay que saber llevar el yugo con humildad y mansedumbre. Pero ser humildes y mansos en una sociedad eminentemente engreída y altiva, no es nada fácil. Si alguien nos dijera que nos imaginemos a Jesús por un momento y que se lo describamos, seguramente le describiríamos un Jesús esbelto, de ojos azules, de cabellera rubia, vestido de blanca túnica. Ese es el Jesús que nos ha impuesto nuestra sociedad que busca un Jesús triunfalista. ¡Pero los carpinteros -Jesús era carpintero-, en tiempos de Jesús, no se presentaban de esa manera! Los contemporáneos de Jesús esperaban un Mesías arrogante que vendría a aplastar a los enemigos de Israel. Se encontraron con un 22
  • 23. Jesús humilde que predicaba que hay que poner la otra mejilla al que nos hiere; que hay que lavarles los pies a los demás; que se debe tomar la cruz. Eso no les agradó. Lo rechazaron. Lo mismo nos puede suceder a nosotros. Vivimos en una sociedad orgullosa. Las normas de Jesús no nos convienen, si queremos triunfar en la sociedad del orgullo. Aquí está nuestra primera falla para poder llevar, como se debe, el yugo de Jesús. También exige Jesús “mansedumbre” para poder llevar su “yugo”. De un caballo afirmamos que es “manso” cuando ya no lanza coces a su amo. Somos mansos cuando ya nos hemos dejado amansar por Dios. Cuando no nos rebelamos contra su plan para nosotros. Cuando ya no pretendemos ponerlo en el banquillo de los acusados para pedirle cuenta de su manera de proceder con respecto a nosotros. Cuando con humildad y con mansedumbre llevamos nuestro yugo, entonces, se cumple la palabra de Jesús: habrá paz en nuestros corazones. Jesús nos advirtió que tendríamos muchas dificultades al seguirlo a él; que tendríamos que cargar con una cruz; pero también nos aseguró que estaría a nuestro lado -como un cirineo- para ayudarnos a llevar nuestra Cruz. Jesús dijo: “Vengan a mí todos los que están agobiados y cansados que yo los haré descansar. Tomen mi yugo y aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón, y tendrán paz para sus almas” (Mt 11, 28-29). Aquí está la clave para que el “yugo” no se sienta insoportable: llevarlo con humildad y mansedumbre. Como Jesús En la vida de San Juan Bosco se lee que cuando necesitó ayuda para atender a sus jóvenes, pensó en su mamá. La fue a sacar de su solariego pueblecito. Cuando mamá Margarita llegó a la casa de Don Bosco y vio su habitación -un cuarto desmantelado, una silla, una mesa desvencijada-, le dijo a su hijo: “¿Aquí me toca vivir a mí?”. Don Bosco no dijo palabra; solamente le señaló la pared en que estaba un crucifijo. Otro día en que la anciana se encontraba muy nerviosa en medio de tantos jóvenes que no se distinguían precisamente por sus buenos modales, se presentó a su hijo para comunicarle que había determinado regresar a su solitario y añorado pueblecito. Don Bosco volvió a indicarle el crucifijo de la pared; la anciana dio media vuelta y se quedó para siempre, colaborando con su hijo en la obra en favor de jóvenes marginados de la sociedad. La manera cómo Jesús se adelanta a “tomar” su cruz; cómo la lleva, es para nosotros un aliciente para saber aceptar nuestra situación adversa y para continuar compartiendo con Jesús su cruz, nuestro yugo. El Padre Ignacio Larrañaga narra el caso de varias hermanas, una de las cuales era inválida. Se la veía siempre en su silla de ruedas. Todos decían: “¡Pobrecita!” Pasaron 23
  • 24. los años. Todas las hermanas se casaron, tuvieron hijos. Un día se reunieron. Comenzaron a compartir entre ellas sus experiencias acerca de la vida. Resultó que la que siempre había estado en la silla de ruedas había sido la más feliz. Seguramente había aceptado su “yugo” y, por eso, la paz de Dios había invadido su corazón. Mientras Job se lamentaba de su triste condición y le pedía cuentas a Dios, su carga la sentía en extremo pesada. Cuando Job cayó de rodillas y pidió perdón por sus preguntas altaneras, la paz de Dios se depositó en su corazón. Además, le llegó también la salud. Mientras Pablo le estuvo dando vueltas en su cabeza al problema de su “espina”, no había gozo en su espíritu. Cuando aceptó la voluntad de Dios, se comenzó a sentir fuerte y tranquilo. A cada uno de los que pretendemos llamarnos “seguidores” de Jesús, el Señor nos indica que no nos puede eximir del “yugo”; que si no aceptamos con humildad y con mansedumbre su cruz, vamos a sentir que nuestro yugo es “insoportable”, pero que si somos mansos y humildes, sentiremos “suave” su yugo. No podemos liberarnos de nuestro yugo. Lo que sí podemos lograr es que sea menos “pesado” -suave y ligero-, aceptando con humildad la voluntad de Dios. Entonces -es promesa de Jesús- la paz invadirá nuestros corazones. Aquí está el secreto de la paz en medio de la tribulación. 24
  • 25. 4. Tomar su Cruz Buscamos un cristianismo de “ganga”, a bajo precio. Un cristianismo que no nos ocasione muchos problemas. Un cristianismo a base de prácticas piadosas a nuestro gusto. El día domingo nos ponemos nuestro uniforme de cristianos para acudir a la misa, y con eso ya está todo arreglado. Algunos hasta han llegado a creer que basta llevar un “escapulario” y ya tienen garantizada su salvación. Vivimos en una sociedad en donde prácticamente se nace cristiano porque se pertenece a una familia cristiana. La verdad es que muchos nunca han tenido que hacer una opción entre Cristo y el mundo. Su cristianismo les viene del “ambiente”, no de una “opción” dura como les sucedía a los primeros cristianos que tenían que escoger entre los privilegios que les brindaba la sociedad pagana y los peligros que representaba para ellos el llamarse seguidores de Jesús. Era algo muy comprometedor; por eso mismo su cristianismo era muy maduro. Se busca un Cristo fácil, un Cristo mudo que no denuncie ni exija, Se busca un Jesús de “estampita” que provoca sentimiento, pero que lleva a un cristianismo lángido. Se asiste a misa y luego con tranquilidad viene una borrachera. El domingo se va con el uniforme de cristiano, y, la semana de trabajo, con el uniforme de pagano. Y a todo eso se le quiere dar el nombre de una “sociedad eminentemente cristiana”. Jesús no quiso montón de gente Jesús fue muy exigente con los que pretendían llamarse sus “seguidores”. Alguien se le acercó y le dijo: “TE SEGUIRE A DONDEQUIERA QUE VAYAS”. Jesús se dio cuenta de que se trataba de una “emoción” momentánea. Le respondió: “Los pájaros tienen sus nidos y las zorras sus madrigueras; sólo el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza” (Mt 8, 20). Jesús le hizo ver su dura realidad. Le abrió los ojos para que no se dejara llevar por el “emocionalismo”. A otro, el Señor lo convidó a seguirlo. El pidió permiso para ir a enterrar a su padre. Es decir, pidió tiempo hasta que muriera su padre. Jesús le hizo ver que no servía para el reino de los cielos. Jesús hasta llegó a pronunciar determinadas frases propias para escandalizar, para que la gente comprendiera lo comprometedor que era seguirlo. Dijo: “El que no odia a su padre y a su madre no puede ser mi DISCIPULO” (Lc 14, 26). Por cierto, odiar en ese lenguaje impactante de Jesús significa poner en segundo lugar a los padres con 25
  • 26. relación a Jesús. También Jesús señaló que antes de intentar seguirlo, había que CALCULAR los riesgos, así como el que intenta construir una torre, antes calcula si tendrá lo necesario para no dejarla inconclusa. Todo esto Jesús lo resumió en una frase: “Si alguno quiere ser mi discípulo, NIEGUESE A SI MISMO, TOME SU CRUZ, Y SIGAME”. Tres cosas: negarse a sí mismo, tomar la cruz, y seguirlo. Tome su cruz Está de moda que las mujeres lleven como aretes unas crucecitas de oro. ¡Qué contrasentido! Los primeros cristianos no usaban mucho el símbolo de la cruz porque sabían muy bien cómo morían los crucificados. Les daba pavor. Muchos habían visto morir al mismo Jesús. Ahora, se ha desvalorizado tanto el sentido de la cruz que hasta se la emplea como adminículo de vanidad. Una cruz nunca puede ser “bonita”. La cruz siempre agobia. La cruz siempre trae problemas. La cruz, de la que habla Jesús, no es una cruz labrada como la de las “estampitas”, sino un leño hosco y pesado. Y Jesús, precisamente, habla de “tomar su cruz”. No dice “aguantarla” a la fuerza. No dice “resignarse” porque no hay otra salida. Jesús indica que la cruz hay que “tomarla”; como El la tomó, decididamente, sabiendo que pesaba, pero que era el camino hacia la salvación. La gran tentación de Jesús fue buscar un “extravío”, dejar a un lado el camino de la cruz. Usar su poder para fines triunfalistas. Pero dijo: No. Y tomó su cruz. Y eso es lo que exige a sus “seguidores”. El Evangelio describe muy bien el momento en que Jesús, decididamente, se encamina hacia Jerusalén; sabe que va al martirio; atrás vienen los apóstoles, cabizbajos. Van de mala gana. También ellos sospechan que algo terrible va a suceder. Pedro, en nombre de todos, le dijo a Jesús: “Señor, no vayas”. Jesús lo llamó Satanás. Porque Pedro le estaba poniendo una tentación. Nuestra tentación es buscar un Jesús sin cruz. Un Jesús sin tanto problema. Algunos se encarrilan por la senda de filosofías orientales. Les enseñan a concentrarse; según dicen, les enseñan a “rezar”; lo cierto es que los entrenan a saber “evadir” su responsabilidad de cambiar de vida y de comprometerse a seguir a Jesús con una cruz. Les enseñan a tener los nervios en su lugar, pero a cerrar los ojos para no ver la realidad que los circunda y que los invita a “tomar su cruz”, y a comprometerse con los más necesitados, como lo hijo Jesús. 26
  • 27. Hay un cuadro muy importante, de un pintor español; se ve un “nacimiento” en donde el Niño Jesús no está acostado en un pesebre, sino sobre una cruz. Muy acertado el cuadro. La cruz de Jesús no comenzó en el Calvario, sino en Belén. Cuando el Verbo se hizo carne y vino a poner su tienda entre nosotros, entonces comenzó a crecer el árbol que habría de servir para fabricar la cruz de Jesús. Jesús tomó su cruz al entrar en el mundo. El seguidor de Jesús no puede evadir su cruz que debe ser “tomada”, como se toma esposa, como se toma “estado”. Desde el momento en que, conscientemente, se acepta a Jesús. Cuando Jesús habla de “su” cruz no se refiere a la cruz que nosotros “elegantemente” nos escogemos para aparentar ser cristianos. Al decir Jesús “su cruz”, entiende la que El mismo nos señala, y que siempre es la cruz que menos nos agrada, pero la que siempre nos conviene más porque está fabricada expresamente para nosotros. Niéguese a sí mismo En el monte Tabor, Pedro se entusiasmó con la visión celestial que les fue concedida a los tres acompañantes de Jesús. “Quedémonos aquí”, fue la sugerencia de Pedro. “Bajemos”, fue la indicación de Jesús. Pedro quería evadir su responsabilidad. Jesús tuvo que bajarlo de las nubes. “Pedro, hay muchas cosas que hacer allá, abajo, antes de pretender poner una tienda de campaña en el Tabor”, le diría el Señor. Y obligó a los discípulos a bajar. Nuestra naturaleza infectada nos inclinan a poner una tienda en el Tabor. A evadir nuestro duro compromiso de cristianos. El Señor, por eso, recalca: “Niégate a ti mismo”. Hay que bajar. Para dar de comer al hambriento, para vestir al desnudo, para visitar a los enfermos y a los presos, para saber perdonar, para saber dar el primer paso hacia la reconciliación, hay que “negarse a sí mismo”. Y eso no es nada atrayente. La sociedad permisiva en la que vivimos, nos empuja a “adormecernos” en el placer; a olvidar lo duro de la vida en las discotecas, en los bares, en los prostíbulos, en el adulterio. Jesús insiste: ”Niégate a ti mismo”. Ser honrado en una sociedad que fomenta la corrupción, ser puro en un ambiente propicio a la impureza, ser perdonador en una sociedad agresiva y violenta, implica saber “negarse a sí mismo”, saber morir al orgullo, a las malas inclinaciones, a todo el “hombre viejo” que quiere revivir en nosotros. Para no negarnos a nosotros mismos, buscamos inventarnos lindos pretextos para no sentirnos culpables. Alguien dice: “A mí los hospitales me deprimen”, y, 27
  • 28. olímpicamente, se libra de su compromiso de visitar a los enfermos. Otro alega: “A mí ver sangre me da vértigo”, y, tranquilamente, pasa de largo ante el que está malherido a la vera del camino. Un tercero objeta: “No me gusta escuchar gritos”, y, tranquilamente, se enfrasca en la televisión, cuando debería buscar en qué puede ayudar en su casa cuando se pierde la cordura. Jesús insiste: “Niégate a ti mismo”. Antes de decidirse a “tomar la cruz”, hay que comenzar por matar en nosotros lo que nos impide caminar en pos de Jesús. …Y sígame El Señor envió un emisario a Pablo para que lo ayudara a salir de la crisis espiritual en que se encontraba sumido. Se llamaba Ananías. El Señor le dijo a Ananías que Pablo sería un instrumento poderoso de evangelización, y que, por eso mismo, tenía que decirle de parte del Señor que “le mostraría todo lo que tendría que sufrir por su nombre” (Hch 9, 15-16). Muy claro. El Señor le anticipa a Pablo que para ser su discípulo tiene que ´prepararse a “sufrir” mucho. Seguir a Jesús quiere decir repetir el viacrucis. El Viacrucis no consiste en piadosas consideraciones que se hacen ante cada cuadro de la pasión. El verdadero viacrucis se reza en la propia vida, cuando la persona decide “seguir a Jesús”, que significa repetir en el mundo los mismos gestos de Jesús. Meterse en problemas para desinfectar la sociedad y para ayudar a los que más necesitan. Jesús se metió en problemas cuando expulsó a los mercaderes del templo. Se metió en problemas cuando curó enfermos en sábado para hacer notar que el hombre valía más que el descanso ritual del sábado. Jesús se metió en problemas cuando habló de poner otra mejilla, de buscar a los pecadores, de una religión sin hipocresías. El cristiano, cuando se decide a seguir a Jesús, también se mete en problemas porque se propone ser otro Jesús en medio de su ambiente. La noche en que comenzó la pasión del Señor, el Evangelio narra que Pedro iba siguiendo a Jesús de lejos. Llegó a negarlo tres veces. El que sigue a Jesús “de lejos”, con miedo de comprometerse, de repetir los gestos de Jesús, tarde o temprano, como Pedro, va a terminar negando a su Maestro. A Jesús sólo se le puede seguir de cerca, como el Cirineo, codo con codo, junto a la pesada y horrorosa cruz. Nos encanta hacer viacrucis con cantos bellos e impactantes reflexiones. Pero el verdadero viacrucis sólo se realiza cuando se siente el peso de la cruz y se cae agobiado bajo ese pesado leño. Ese es el verdadero seguimiento Jesús. 28
  • 29. El sufrimiento, ¿un regalo? San Pablo escribió: “Me alegro de lo que sufro por ustedes, porque de esta manera voy completando, en mi propio cuerpo, lo que falta de los sufrimientos de Cristo por la Iglesia, que es su cuerpo” (Col 1, 24). Así como Jesús envió a “evangelizar” a todos también nos envió a “completar” su sufrimiento en la iglesia. Cada uno tiene su parte de “Cruz” que poner en favor del cuerpo de Cristo, la Iglesia. Nuestros sufrimientos, aceptados, en dimensión de fe, no caen en el vació, cumplen una función benéfica para muchas personas. ¿Por qué dice la Biblia que los apóstoles cuando eran azotados y encarcelados alababan a Dios? Ellos habían comprendido que estaban cooperando, con su participación en la cruz de Jesús, en beneficio de la salvación de sus hermanos. ¿Por qué nosotros refunfuñamos tanto ante nuestros sufrimientos? Porque no hemos entendido qué significa ir al lado de Jesús, junto a la cruz, como el Cirineo que participa de la obra de salvación, ayudando a Jesús a llevar su cruz. Decía el Padre Mazzolari: “Cuando algún día sintamos que nuestras espaldas están llagadas por la cruz, veremos cómo en ellas nacen alas para poder volar”. Y así es. El sufrimiento que Dios permite, la cruz que El nos escoge, solamente sirve para hacernos mejores y para darnos participar en su obra salvadora. ¿Estamos dispuestos? El padre Gauther cuenta lo que le sucedió en Nazaret. Lo convidaron a hablar acerca de su religión. Les platicó acerca de Jesús, de su mensaje, de su obra, de su Iglesia. La sala estaba llena de personas que hacían profesión de ateísmo, y de muchos que no eran cristianos. Uno de los oyentes levantó la mano y le preguntó: “¿Y usted está dispuesto a ser como El?” Esa es la gran pregunta para los que pretendemos llamarnos cristianos a secas. Esa es la gran pregunta. Para contestarla se nos va toda la vida. A Pedro el Señor le profetizó: ”Cuando eras joven, ibas a donde querías, cuando seas viejo te llevarán a donde no quieras ir”. El evangelista San Juan comenta que Jesús hacía referencia al martirio que le esperaba a Pedro. Al que quiera llamarse cristiano, el Señor le anticipa que debe ser “llevado a donde no quiera ir”. Todo eso Jesús lo resumió en la condición que les puso a los que pretendían ser sus seguidores: “Si alguno quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. 29
  • 30. ¡Qué distinto nuestro cristianismo, fabricado a nuestra medida, del cristianismo que Jesús nos señala en el Evangelio! 30
  • 31. 5. Nuestras Cruces Dicen que cuando vemos hacia el terreno del vecino siempre nos parece mejor que el nuestro. Nunca estamos satisfechos de lo que tenemos. Con nuestra cruz sucede lo mismo: creemos que la del prójimo es menos pesada que la nuestra. Jesús aclaró que para podernos llamar discípulos suyos tenemos que “tomar” nuestra cruz. “Tomar” significa aceptar voluntariamente nuestra cruz. En nuestro caso, a veces, más pareciera que estamos estudiando la manera de “librarnos” de nuestra cruz y no de tomarla. Para ser verdaderos discípulos se requiere “aceptar” voluntariamente la cruz. Encontrarle sentido a esa cruz. Para decidirnos a “tomar” nuestra cruz, de manera voluntaria, nos puede ayudar la meditación acerca de cómo otras personas supieron llevar su cruz. Fijémonos en el caso de algunos personajes de la Biblia. La Cruz de Job A Job le sucedió lo inaudito: en un solo día perdió a todos sus hijos y todas sus posesiones. Sólo le quedó su esposa, una mujer quisquillosa, que le dijo: “Maldice a Dios y muérete” (Jb 2, 9). El problema de Job se complicó porque comenzó a “filosofar” acerca de su sufrimiento; terminó por pedirle cuentas a Dios de su extraño proceder. El sufrimiento no se puede enfocar desde un punto de vista “filosófico”; al dolor sólo nos podemos acercar haciendo teología, considerándolo desde el punto de vista de la fe cristiana. Los amigos de Job también incurrieron en el mismo error: pretendieron formular hipótesis acerca del sufrimiento. Vieron todo de tejas abajo. Cuando Dios los interpeló, les dijo: “Ustedes no han hablado bien de mí” (Jb 42, 7). De las cosas de Dios no se puede hablar de tejas abajo, sino de tejas arriba: desde un punto de vista espiritual, desde la fe. Job encontró la solución de su problema cuando hundió la frente en el polvo y pidió perdón a Dios por haberle hecho preguntas altaneras e inoportunas. Job aceptó con humildad la sabiduría de Dios. En ese momento comenzó a sentir menos pesada su cruz. En ese momento también regresó la paz a su espíritu. Cuando en nuestro dolor, pretendemos llevar a Dios a un juzgado e interpelarlo, como se hace con cualquier acusado, nos encontramos con el silencio de Dios; nuestra cruz se tornará más pesada y tendremos que soportarla lo mismo. A Dios no podemos 31
  • 32. permitirnos el luego de interpelarlo, de pedirle explicaciones de su misteriosa manera de obrar. A Dios únicamente debemos bendecirlo por todo, porque, como dice el libro del Génesis, todo lo hizo bien: “Vio Dios que estaba bien hecho”. Todo lo que Dios permite sólo puede ser bueno para nosotros. A esto nos lleva nuestra fe cristiana que nos afirma, categóricamente, que Dios continúa siempre siendo un Padre amoroso para nosotros. Cuando hundimos, como Job, nuestra frente en el polvo y aceptamos los designios de Dios, en ese momento nuestra cruz comienza a ser menos pesada, aunque su peso material sea el mismo de antes. La cruz de Tobías Tobías es un hombre sumamente caritativo: expone su vida para enterrar clandestinamente a sus compatriotas durante la persecución religiosa. Con amor da muchas limosnas a los necesitados. Es un santo. El dolor no lo respeta. En la persecución religiosa pierde todos sus bienes. Además, queda ciego. Un cuadro espeluznante. El secreto de Tobías ante el dolor es su oración de alabanza. A pesar de todo, Tobías sigue confiando en Dios y lo bendice. Entre suspiros, Tobías le decía a Dios: “Tú eres justo, Señor; todo lo que haces es justo. Tú procedes siempre con amor y fidelidad” (Tb 3, 2). A pesar de todo lo que se le viene encima, Tobías sigue confiando en la sabiduría y en el amor de Dios. Aquí está la diferencia entre Job y Tobías no se derrumba nunca porque en su oración de alabanza demuestra que para él Dios siempre es “amoroso y fiel”. De aquí viene la serenidad en la vida de Tobías. En sus alegatos contra Dios, Job experimenta que su cruz le pesa más. En su oración de alabanza, Tobías siente que puede llevar mejor su cruz. La oración de alabanza nos lleva a demostrarle, con nuestra actitud, a Dios, que, a pesar de las circunstancias adversas por las que nos toca pasar, nosotros seguimos creyendo en su amor, en su sabiduría. Que continuamos creyendo en él como en un Padre amoroso. San Pedro daba un excelente consejo: “Echen en él todas sus preocupaciones porque él cuida de ustedes” (1P 5, 7). La persona que en medio de su tribulación sabe alabar a Dios, experimentará una fuerza superior -de lo alto- que le infundirá “serenidad” para poder llevar su cruz. La cruz de San José A San José, insistentemente, se le ha querido presentar como un “anciano” al lado de la quinceañera Virgen María. A muchos la “ancianidad” de José les sirve para dar 32
  • 33. como “caso cerrado” el problema del celibato de José junto a la Virgen María. Pero lo lógico es que José tuviera unos 17 años cuando se casó con María. Así se estilaba en su época. La cruz de José consistió en que, de pronto, todos sus planes de joven novio se vinieron abajo. Como a María, también a él se le pidió un nuevo sistema de vida: la virginidad. María dijo: “Hágase”. José, en el Evangelio no pronuncia ni una sola palabra. Unicamente obedece a la Palabra. José vive en un perenne “hágase”. Su vida está llena de zozobra. Intempestivamente está recibiendo órdenes de lo alto: “José toma a María; lo que en ella ha sucedido es por obra del Espíritu Santo”. “José vete a Egipto”. “José regresa ya”. José, en el Evangelio, parece que fuera mudo. No habla. Sólo actúa. Sólo obedece. La cruz de José es una cruz muy pesada. El nunca cuestiona a Dios. No le pregunta nada. Simplemente obedece. La serenidad se adivina en la vida de José. Cuando aceptamos la cruz que Dios permite en nuestra vida, cuando no nos rebelamos contra el plan de amor de Dios, que se va desarrollando en nuestra vida, la paz de Dios invade nuestros corazones. Como José, no le ponemos “peros” a Dios, sino que obedecemos en todo lo que nos manda. Toma, vete, regresa. Son las órdenes que José recibe. José en todo dice, en lo profundo de su corazón: “Hágase”. Aprender a decir hágase en todo a Dios, es encontrar el camino de la paz interior. La cruz de la Virgen María Después de la de Jesús, la cruz de la Virgen María fue la más pesada. A ella le tocaba ser la principal colaboradora de Jesús en la obra de la redención; por eso mismo le tocaba también estar más cerca de la cruz de Jesús. A la Virgen María se le pidió su “aceptación” en el misterioso plan de Dios. Ella dijo: “Que se haga en mí según su Palabra”. María “tomo” voluntariamente la pesada cruz que Dios le encomendaba, como la madre de Cristo. El Magníficat de María sintetiza su pensamiento con respecto al plan de Dios: ella ve la mano de Dios en todos los acontecimientos y por eso su alma glorifica al Señor su Dios. María no está para interpelar a Dios. Ella se ha declarado “la esclava” del Señor: está para obedecer en todo. Se parece mucho a José en las pocas palabras que pronuncia en el Evangelio. Más que para hablar, María está para obedecer. Para cumplir lo que la Palabra le ordena. Ella está para conservar todas las cosas en su corazón y para darles vuelta hasta que el enigma de Dios vaya dejando de ser tan oscuro. Es muy común que algunas personas ante la adversidad, exclamen: “¿Qué hice yo para que me sucediera esto?” ¿Qué hizo la Virgen María para que su cruz fuera tan pesada? Nada malo hizo. Sencillamente le dijo que sí a Dios. Se puso a la entera 33
  • 34. disposición de Dios para que se sirviera de ella como de una esclava. El Magníficat refleja el gozo espiritual que dimana del corazón de la Virgen María. Hay muchas adversidades en su vida, pero también abunda el gozo en su corazón. No hay que confundir sufrimiento con infelicidad. Se puede tener una cruz muy pesada, y, al mismo tiempo, se puede ser la persona más feliz y realizada del mundo. La felicidad y realización de la Virgen María en este mundo consistieron en que en todo le dijo sí a Dios. Nunca se rebeló ni cuestionó la voluntad de Dios. Su prima Isabel pudo llamarla “dichosa” porque había tenido fe en el plan de Dios. Nuestra felicidad proviene de aceptar la cruz que Dios quiere ofrecernos para que nosotros la “tomemos” de buena gana. En el momento en que, como María, digamos, sí, en ese momento, junto con la cruz, llegará a nuestra vida la bienaventuranza -la dicha- de Dios. La cruz del Cirineo A Simón de Cirene lo tuvieron que obligar a llevar la cruz de Jesús. El Cirineo no “tomó” voluntariamente la cruz de Jesús; la “aguantó” a regañadientes, con rebeldía. Seguramente sintió aquella cruz pesadísima. Nuestra cruz llevada con rebeldía pesa mucho. Pesa más de la cuenta. Cirineo, durante el trayecto hacia el Calvario, vio cómo Jesús caía y se levantaba. Lo vio llevar su cruz con mansedumbre, en oración, con perdón. El Cirineo comenzó a intuir que en aquella cruz había algo misterioso que llevaba bendición. Hubo un momento en que el Cirineo comenzó a ayudarla a Jesús con gusto a llevar su cruz. Sintió gozo de poder ayudarle en algo a aquel pobre hombre que apenas se sostenía sobre sus piernas. La tradición recuerda a Simón de Cirene como el padre de Alejandro y de Rufo. Se ve que Alejandro y Rufo eran dos cristianos distinguidos en las primeras comunidades cristianas. Su padre, el Cirineo, seguramente los acercó a aquel Jesús a quien él había aprendido a amar en el camino hacia el Calvario. Cirineo había aprendido junto a Jesús lo que significaba ayudarle a llevar su cruz. En ese momento Cirineo ya no sintió tan pesada la cruz. Le encontró sentido a la cruz. Nadie nace sabiendo “tomar” su cruz. Ese es un difícil aprendizaje que se logra solamente cuando se camina junto a Jesús. El es el único que nos puede enseñar a “sacarle jugo” a nuestra cruz. A convertirnos en Cirineos. San Pablo hizo el mismo descubrimiento de Cirineo, cuando escribió: “Completo en mi cuerpo lo que falta a los padecimientos de Cristo por su Cuerpo que es la Iglesia” (Col 1, 24). Pablo había descubierto que sus sufrimientos formaban parte de su papel de Cirineo, de colaborador con Jesús en la obra de la salvación del mundo. Cada uno de nosotros tienen vocación de Cirineo. Jesús a todos nos invita a ayudarle a llevar su cruz. Si no hemos encontrado todavía el sentido de la cruz de Jesús 34
  • 35. sobre nuestros hombros, nos vamos a rebelar, como Simón de Cirene, al principio. Cuando, como Simón de Cirene, intuyamos el valor redentor de nuestro sufrimiento en favor de la Iglesia, entonces, en lugar de protestar, le estaremos muy agradecidos al Señor por habernos escogido como Cirineos, como colaboradores en la obra de la salvación del mundo. La cruz del mal ladrón La cruz del mal ladrón -Gestas- pesaba lo mismo que la de Jesús. Hasta podría haber sido más pesada. Durante todo el camino fue blasfemando y protestando. De nada le valió estar junto a Jesús. De nada le sirvió escuchar la Palabra, allí muy cerca de su oído. Murió blasfemando. El dolor por el dolor no salva a nadie. El mal ladrón no le encontró sentido a su sufrimiento junto a Jesús. Murió insultando al Señor, que no había hecho nada contra él. A muchos el dolor los endurece, se tornan amargados y se encargan de amargarle la vida a los que los rodean. Viven y mueren protestando. El dolor por sí solo no salva a ninguno. La cruz del buen ladrón Tampoco el buen ladrón -Dimas-, al principio, aceptó su Cruz. También el protestó y blasfemó. Así lo describe el Evangelio. Según San Marcos, la crucifixión se verificó a las nueve de la mañana (Mc 15, 25). Es decir, que Dimas y Gestas estuvieron junto a la cruz del Señor unas seis horas. Jesús murió a las tres de la tarde. Esas largas y penosas horas fueron tiempo de Gracia para todos los que estaban junto a la Cruz. Escucharon las “siete palabras de Jesús”. Dice la carta a los romanos: “La fe viene como resultado del oír la Palabra de Dios” (Rm 10, 17). Dimas dejó que la Palabra golpeara su corazón. Se sintió urgido a confesar sus “pecados”. A su compañero, que estaba insultando a Jesús, Dimas le dijo: “Nosotros estamos sufriendo con toda razón, porque estamos pagando el justo castigo de lo que hemos hecho, pero este hombre no hizo nada malo”. Luego añadió: “Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino” (Lc 23, 41-42). Las siete palabras de Jesús lo llevaron a la fe: comenzó confesándose pecador; luego acudió a quien podía salvarlo: “Acuérdate de mí”. 35
  • 36. Dimas ya no siguió quejándose de su cruz. Vio en la cruz un medio de purificación. Cayó en la cuenta de que por medio de su cruz había podido descubrir a Jesús y pedirle salvación. Estar junto a la cruz de Jesús cuestiona, purifica, salva. El estar junto a Jesús, que nos sigue hablando desde su cruz, toca el corazón, aumenta la fe que nos lleva a Jesús nuestro Salvador. Nuestros sufrimientos -nuestras cruces- bien llevados pueden purificar nuestro oído espiritual para escuchar más claramente la voz de Dios y cambiar el rumbo de nuestra vida. La Cruz de Jesús A Pedro, Jesús lo llamó Satanás cuando intentaba alejarlo de ir a tomar su cruz en Jerusalén. Le dio el apelativo de Satanás porque Pedro, en ese momento, estaba repitiendo la tentación del diablo en el desierto: el espíritu del mal quiso apartar a Jesús del camino de la cruz y proponerle la senda del poder, del espectáculo. Jesús sabía que venía para morir en una cruz; por eso cuando se acercó su hora, les dijo a sus discípulos: “Es necesario que vaya a Jerusalén”. Era necesario. Ya había llegado la hora. Los evangelistas narran que en el Huerto de los Olivos, Jesús mismo se adelantó para entregarse a los soldados. Había llegado “su hora” y Jesús se adelantaba para cumplir el designio de Dios. Jesús, como humano, le tuvo pavor a la cruz. En el Huerto de los Olivos, sudó sangre por el miedo de la inminencia de la Cruz. Hasta llegó a hacer una oración que parece fuera de lugar en labios de Jesús. “Padre -oró Jesús-, si es posible que pase de mí este cáliz. Al momento comprendió que no era oración agradable a Dios, y añadió: “Que se haga tu voluntad”. Cuando ya estaba en la cruz, como humano que era, llegó a sentir que Dios lo había abandonado. Su clamor nos deja atónitos: “Padre, ¿por qué mes has abandonado?”. La cruz para Jesús no fue un recurso de tipo literario. La cruz a Jesús le pesó inmensamente. Todos los pecados de la humanidad estaban en la cruz que Jesús tuvo que llevar. Jesús propiamente “tomó” su cruz. Se “adelantó” a tomar su Cruz. Cuando llegó la hora, no tardó ni un minuto en encaminarse hacia Jerusalén para que se llevara a cabo el plan que Dios había dispuesto para él. Jesús nos enseña a “tomar” que ése es el camino de nuestra salvación y de la salvación de muchos en la Iglesia. 36
  • 37. No podemos escoger Se narra -es una anécdota- el caso de un hombre que renegaba mucho de su cruz. La comparaba con la de los otros y pensaba que la suya era la más pesada. Un día se le dio la oportunidad de escoger su cruz. Al entrar en la fábrica de cruces, dejó con gusto su cruz en un rincón y comenzó a buscar la que se adaptara a su hombro. Había cruces de oro, de plata, de marfil, de plomo, de todos los tamaños y de todos los materiales. Al fin encontró una que se adaptaba a su hombro. Se puso feliz y la “tomó”. Al salir de la fábrica de cruces, alguien le hizo notar que la cruz que llevaba era la misma que en un principio él había dejado en un rincón. Como anécdota parece interesante. Pero, en el fondo, esta anécdota no corresponde a la realidad. No hay ninguna cruz que se adapte a nuestro hombro. Nuestra cruz siempre molesta, siempre nos queda fuera de lugar, siempre nos pesa. En eso consiste la cruz: en que no es la que nosotros hubiéramos escogido. Por eso se llama cruz, no por su forma, sino porque pesa como la de Jesús. Ya Jesús lo dijo muy claro: no hay quien se pueda llamar discípulo, si antes, voluntariamente, no ha tomado su cruz para acompañarlo. La cruz siempre pesa, siempre duele; siempre dan ganas de dejarla a un lado. Pero la cruz es la que nos acerca más a Jesús. Entre más cerca estemos de la cruz de Jesús con nuestra cruz, más paz habrá en nuestro corazón y más semejantes a Jesús nos iremos haciendo cada día. Todos llevamos una cruz. Discípulo sin cruz es un contrasentido. Lo importante es sentirnos Cirineos gozosos de que Jesús se haya finado en nosotros y nos haya invitado a ayudarle a llevar su cruz. 37
  • 38. B. Los Valles de Sombra 38
  • 39. 6. Cuando somos zarandeados como Job El novelista Albert Camus decía que el no creía en Dios porque había visto a niños inocentes morir en el bombardeo de la guerra. Ante las tragedias de la vida, frente a las enfermedades que nos agobian, ante el sufrimiento que gotea implacablemente sobre nosotros, nos sentimos muchas veces desconcertados. Algunas personas, con cierta altanería, hasta llegan a preguntar: “¿Por qué a mí?” Esta pregunta, en el fondo, va dirigida a Dios como una protesta. Todo esto lleva a la persona a preguntarse si Dios perdió el control del mundo o si su justicia se ha desequilibrado. El libro de Job intenta dar una respuesta a estas acuciantes preguntas de la vida. El autor presenta una especie de teatro; a través de los varios personajes va exponiendo las diversas teorías acerca del sufrimiento. Job es un santo varón que sirve fielmente a Dios; tiene muchos bienes materiales. Un día pierde a sus hijos y todas sus riquezas. Cuatro amigos de Job llegan -según ellos- para consolarlo. Sus filosofías acerca del dolor, en lugar de levantar el espíritu de Job, lo hunden más. Finalmente Job tiene un encuentro con Dios; El no le revela el secreto de su actuación, pero lo hace reflexionar acerca de la bondad e inmensidad de Dios. Job termina hincándose y hundiendo su frente en el polvo. Los varios personajes, que van apareciendo en el libro de Job, se prestan para hacer algunas reflexiones con respecto al sufrimiento. Los amigos de Job Los amigos de Job creían que tenían una respuesta clara para el problema de Job... Hablaron con aplomo como quien tiene el secreto de lo que está sucediendo. Elifaz decía: “¿Qué has hecho para echarte esto encima?” Bildad aconsejó: “Confiesa tu pecado” Todos ellos, en el fondo, sostenían que Job ocultaba algún pecado y que, por eso mismo, le habían sobrevenido todas estas desgracias. El dios que conocían los tres amigos era un dios “comerciante” con el cual se pueden hacer tratos... Se le entregan buenas obras para que El devuelva bienestar y prosperidad económica. El dios que defienden los amigos de Job es un dios pagano que tiene hígado como nosotros: que se irrita y se venga del que no se conduce rectamente. El dios de los amigos de Job es un dios muy difundido. Para muchos es el dios al que se le ofrecen buenas obras para tenerlo contento y para que no envíe algún castigo 39
  • 40. de su repertorio. Por eso ante cualquier acontecimiento adverso, se están cuestionando acerca de sus pecados. Y, lógicamente, están sintiendo la pesada mano de Dios sobre ellos. Resultado de esta manera de concebir a Dios es que las personas, propiamente, no lo “aman”, sino que le “tienen miedo”. Las teorías de los amigos de Job acerca de Dios, lastimosamente, son un mosaico de actuales teorías que muchos tienen acerca de Dios. Nosotros, en cambion, sabemos que sólo Dios nos puede decir cómo es Dios. Es por eso que nos quedamos con lo que Jesús nos vino a revelar. Jesús presentó a Dios como un Padre bondadoso, capaz de dejar la puerta de su casa abierta las 24 horas para que el hijo descarriado pueda entrar a la hora que se le antoje volver. Los amigos de Job pretenden consolarlo; pero ellos no saben lo que es el dolor, la angustia de verse abandonado por todos. Son teóricos, y por eso sus palabras son abstractas y no llevan paz. La persona que no ha sufrido no puede consolar. Nadie puede hablar de navegación, si antes no ha estado en medio de la tormenta. Lo mejor que hicieron los amigos de Job fue quedarse callados durante una semana. Cuando empezaron a hablar, sus palabras estaban cargadas de vaciedad. Jesús dijo: “Vengan a mí todos los que están agobiados y cansados, que yo los haré descansar” (Mt 11, 28). Jesús conoce el sufrimiento. Es el Justo sin pecado, que llevó la cruz más grande. El es quien tiene la palabra adecuada y precisa para el momento de nuestra tribulación. Son muchas las personas que ante las tragedias de su vida, consultan a todo el mundo: sicólogos, médicos, brujos, sacerdotes; pero se les olvida consultar a Dios; se les olvida acudir a Jesús que ha prometido “hacer descansar” a los que con fe se acerquen a El. Dios y el diablo En el libro de Job, el autor, en una especie de teatro, presenta a Dios y al diablo discutiendo. El autor se sirve de este truco para exponer sus ideas acerca de los secretos de Dios. El diablo alega que Job es bueno porque así podrá tener asegurado su bienestar y sus riquezas; no obra por amor, sino por interés personal. “¿Acaso teme Job a Dios de balde? -dice Satanás- ¿No le has cercado alrededor a él y a su casa y a todo lo que tiene?” (Jb 1, 9-10). “Extiende tu mano y toca todo lo que tiene, y verás si no blasfema contra ti en tu misma presencia” (Jb 1, 11). Lo más desconcertante de todo esto es que dios le permite al diablo acercarse al 40
  • 41. santo Job y destruir todas sus posesiones y enviarle una horrorosa enfermedad. El diablo del libro de Job no es el horrendo personaje de la Divina Comedia de Dante, ni el intelectual Mefístoles de Goethe. Aquí hay un personaje real, maligno, que “tiene permiso para sembrar la destrucción y la enfermedad”. Jesús llamaba a Satanás “el príncipe de este mundo”. San Juan aseguraba que “el mundo está puesto en el maligno”. San Pedro, que había sido zarandeado por el espíritu del mal, lo presenta como “león rugiente” que anda rondando, viendo a quién devorar. Para algunos el diablo es “cuentecito” tonto. Lastimosamente hasta en ambientes eclesiásticos se han colado ideas no ajustadas a la Sagrada Escritura: por eso el Papa Pablo VI, en una de sus catequesis del año 1975, aclaró ciertos conceptos al respecto y presentó al diablo como “un ser real y personal, pervertido y pervertidor”. Así como los amigos de Job tenían tantas teorías acerca de Dios, así abundan las teorías acerca del demonio. Las teorías de los sabios del mundo distan kilómetros de esa verdad tremenda, que salta de toda la Biblia y que la tradición de la Iglesia nos ha venido presentando. Por otra parte, son muchos los que están viendo al diablo en todas partes; ésta no es la guía de la Sagrada Escritura. San Juan expresamente afirma: “El que está en ustedes es más fuerte que el que está en el mundo” (1Jn 4, 4). Los que andan turbados y casi obsesionados por hechizos, brujerías y maleficios, ciertamente, tienen más fe en el diablo que en Dios; no es raro, entonces que lo encuentren en todas partes. El cristiano cree firmemente en Jesús y centra su atención en Dios y no en las fuerzas del mal. Por eso el cristiano, que vive en gracia, con San Pablo puede decir: “Si El está conmigo, ¿quién contra mí?” (Rm 8, 31). Mientras leemos el libro de Job y vamos viendo el poder del diablo, que destruye bienes, hijos, y toca con la enfermedad al santo varón Job; nos asustamos, no dejamos de turbarnos; pero la Biblia claramente expone que Dios está con Job, que hay de por medio un plan divino, que sólo puede ser producto del amor y de la sabiduría de Dios. El peligro del sufrimiento Al hablar de Job, es fácil quedarse con las primeras frases del santo varón, como que da miedo seguir leyendo hasta llegar a lo que podría parecer casi una blasfemia. Al principio de sus desgracias, Job dice: “Dios me lo dio, Dios me lo quitó”. A su mujer, que lo invita a maldecir a Dios, Job le responde: “Si aceptamos los bienes, que Dios nos envía, ¿por qué no vamos a aceptar los males?” (2, 10). 41
  • 42. Las desgracias no cesan de llover sobre Job; su mentada paciencia queda minada, y Job llega a “maldecir” el día de su nacimiento; también, en su desesperación, quiere citar a juicio a Dios para ganarle el pleito. A pesar de todo, reluce la grandeza de la fe de Job, que nunca llega a sucumbir. “Aunque me mataré -dice Job- en El esperaré” (Jb 13, 15). A pesar de las sombras de muerte que lo circundan, Job exclama: “Yo sé que mi Redentor vive...”. El sufrimiento prolongado es una prueba muy delicada para la fe. Esa enfermedad que nunca termina; ese esposo borracho y grosero, que durante muchos años continúa en su misma actitud; ese hijo descarriado que sólo es problema para la familia, sin un golpe duro para la fe del creyente. Si esa fe es débil, lo más probable es que el individuo se derrumbe. Si, como Job, cree, verdaderamente, en el Señor, continuará amándolo, aunque le toque pasar por “valles de sombra”. Una persona no es santa por el solo hecho de “sufrir”; el dolor la puede purificar o también la puede endurecer. Al buen ladrón el sufrimiento lo hizo fijar los ojos en la cruz de Jesús, y se salvó. El mal ladrón murió maldiciendo a quien no le había causado ningún mal. Si la persona cree que todo sufrimiento que le sobrevenga en la vida es un “castigo” de Dios, terminará por perder la fe en Dios, porque no logrará amarlo, sino sólo tenerle miedo. Y esto no es religión, sino superstición. Ni Job, ni sus amigos contaban con el mensaje de Jesús en el Nuevo Testamento para poder enfoncar su problema. Al contemplar a Jesús en la cruz, nuestra manera de encuadrar el sufrimiento cambia totalmente. Una persona pregunta: “¿Qué he hecho yo para merecer este sufrimiento?” Desde un punto de vista muy práctico, diríamos que dios nos podría mencionar más de cien pecados nuestros que nos han hecho acreedores de purificación. Pero no es ése el caso. Más bien habría que preguntarse ¿Qué pecados cometió María Santísima para ser la mujer de los siete puñales en su corazón? ¿Qué hizo la Santa Señora para ver morir a su hijo en forma tan horripilante? Algo más, Jesús, colgando ignominiosamente de la cruz, es la mejor respuesta al misterio del dolor. El sufrimiento, la tragedia en la vida de los buenos siempre desconcierta; esa tribulación que se cierne sobre nosotros precisamente cuando mejor estamos sirviendo al Señor, nos deja inquietos y turbados. Nadie tiene una respuesta total para ese misterio. Si como los amigos de Job, intentáramos dar respuestas concretas, sencillamente, nos equivocaríamos, como ellos, presentando un dios fabricado por los hombres. Ante ese misterio inquietante, sólo nos queda confiar plenamente en dios como Padre bueno, que, según nos asegura San Pablo, “no permite una prueba mayor a nuestras fuerzas” (1Co 10, 13). Denominador común en la vida de los santos es el sufrimiento; desde el momento 42
  • 43. que ellos se acercaron más a Dios, lo aceptaron con su “misterio” y sus “raros” caminos; no pretendieron hacerle preguntas indiscretas, como las de Job antes de encontrarse con Dios cara a cara. San Pedro era consciente de todo esto cuando escribía: “No se extrañen de verse sometidos al fuego de la prueba como si fuera algo extraordinario. Al contrario, alégrense de tener parte en los sufrimientos de Cristo, para que también se llenen de su alegría cuando su gloria se manifieste” (1P 4, 12-13). El encuentro con Dios Los amigos de Job, con sus teorías paganas acerca de Dios, sólo sirvieron para desconsolar a Job. Cuando los hombres, con complejo de dioses, quieren tener una respuesta para todo, lo único que logran es hacernos “tenerle mido” a Dios, porque nos presentan un dios de barro, hecho a nuestra imagen y semejanza, es decir, un dios egoísta y vengativo, así como somos nosotros. A Job lo salvó de la desesperación su encuentro con Dios. Dios comenzó por lanzarle un sinnúmero de preguntas que Job no podía ni siquiera intentar responder. “¿Quién eres tú para dudar de mi providencia y mostrar con tus palabras la ignorancia?” (38, 2). “¿Dónde estabas cuando yo afirmé la tierra?” (39, 2). “¿Conoces las leyes que gobiernan al cielo?”. Dios no le entregó a Job la clave de sus secretas maneras de obrar. Unicamente lo encaró con la bondad y la grandeza de Dios. Job se sintió abismado ante tanta bondad y grandeza, y sólo pudo exclamar: “¿Qué puedo responder yo que soy poca cosa? Prefiero guardar silencio” (Jb 40, 3-4). “Hasta ahora sólo de oídas te conocía. Pero ahora te veo con mis propios ojos. Por eso me retracto arrepentido, sentado en polvo y ceniza” (42, 5). Job se salvó de la frustración cuando se encontró no con el dio de sus sabiondos amigos, sino con el Dios único y verdadero. La gran verdad que dijo Job en ese momento fue: “Sólo te conocía de oídas”. Es muy peligroso el encuentro, solamente, con un dios de catecismos y de libros. Ese es un dios de “segunda mano”. A Dios sólo se le puede encontrar personalmente. Lo lamentable es que muchos son solamente “religiosos”, es decir, cumplen fielmente con ritos y oraciones, pero no han tenido nunca un encuentro fuerte, personal con Dios. Viven con el dios fabricado por los hombres, y ese dios los convierte en “paganos” con el nombre de “cristianos”. La verdadera conversión, debe desembocar en un “nuevo nacimiento” -como le decía Jesús a Nicodemo-, que haga que la persona se sienta “nueva creatura”, que comienza una nueva vida. Así como Job. Comenzó a ser hombre nuevo. 43
  • 44. Cuando estaba muriendo Faraday, se le acercaron algunos periodistas para entrevistarlo; querían conocer su “teoría” acerca de la vida y de la muerte. El sabio respondió que no tenía ninguna teoría acerca de Dios, y, con frase de San Pablo, les dijo: “Yo sé bien en quién me he confiado” (2Tm 1, 12). Job, el de las preguntas rebeldes, dejó de cuestionar a Dios cuando se encontró con Dios mismo. Entonces optó por hundir su frente en el polvo. Esa es la única actitud que podemos adoptar ante los misteriosos designios de Dios: hundir la frente en el polvo. No es ésta una actitud de cobardía y miedo. Es simplemente la actitud de quien ha tenido un encuentro con Dios, lo ha experimentado en su vida, y ya no puede desconfiar de El; por eso se abandona plenamente en sus manos. A eso se le llama fe. El silencio de Dios Lo más desconcertante para un individuo, en el momento de su tribulación, es el pesado silencio de Dios: no escuchar clara su voz, sentirse como abandonado de El. La fe es lo único que salva; seguir creyendo que Dios es fiel, que estamos pasando por un momento de purificación, y que a la hora de Dios, cesará la tormenta. Cuando falta la fe, la persona se desquicia espiritualmente y puede caer en lo que los filósofos llamaron “existencialismo”: considerar la vida como un absurdo. El poeta peruano César Vallejo describía la vida como una “cena miserable” a la que él no había pedido asistir y en la que tenía que participar a la fuerza. Si Job hubiera podido escuchar el diálogo entre Dios y el diablo, en el prólogo de la obra, en el momento de la prueba, no se hubiera angustiado porque de antemano hubiera sabido que un plan de Dios se estaba verificando en su vida. A nosotros nos sucede lo mismo: ignoramos los planes de Dios. Cuando, de veras, lo amamos, no desconfiamos ni un momento de El, sino que lo seguimos amando en medio de la prueba, con la seguridad de que ese Padre bondadoso no ha buscado nada malo para sus hijos y que todo lo que permite es para nuestro bien. San Pablo -que pasó por múltiples calamidades: naufragios, azotes, cárcel, traiciones-, nunca pensó que Dios lo estaba castigando. Fue Pablo el que, con visión de fe profunda, aseguró que “todo resulta para bien de los que aman a Dios” (Rm 8, 28). Y esa es la gran verdad de la fe. Cuando Job se encontró con el verdadero Dios -no el dios de sus teóricos amigos-, entonces se sintió inconmovible. Las teorías humanas valen muy poco para afianzar nuestra fe; una fe profunda sólo se logra a base de encontrarse con el único Dios, el Dios que Jesús nos presentó: un Dios que es Padre esencialmente para cada uno de nosotros y que nunca puede olvidar nuestros nombres. 44
  • 45. Después de su encuentro con Dios, Job sintió la necesidad de orar por sus amigos, que con sus concepciones paganas acerca de Dios, únicamente lo habían hundido más en sus temores. Un encuentro con Dios lleva necesariamente a un encuentro con los demás, a perdonar al que nos hirió. El que ama a Dios experimenta que el amor de Dios se “derrama” en él a través de su Espíritu Santo, y ese amor tiene que seguir fluyendo hacia los demás. Por eso Jesús decía que toda la ley se compendia en amar a Dios y al prójimo. El Dios que Job encontró es el que debemos encontrar a cada paso de nuestra vida. Entonces, cuando la tribulación toque a nuestra puerta, no pensaremos que Dios nos está “castigando”, sino que Dios está buscando que nosotros tengamos “bendición”. ¿Será esto sadismo? A la luz de la fe bíblica, esta es la pauta para que no llegar a hacerle preguntas inoportunas a Dios y para saberlo alabar en todo momento. 45
  • 46. 7. Cuando nos acosan las preocupaciones Nuestra sociedad moderna se caracteriza por el creciente aumento de enfermedades de tipo nerviosos, Muchas personas son flageladas por la depresión. Abundan los individuos que solamente pueden vivir a base de tranquilizantes. Los sicólogos y los psiquiatras ven que su clientela aumenta de día en día. En el fondo de este problema está la ansiedad provocada por las múltiples preocupaciones, la mayoría de las veces, de tipo material. El vestido, la comida, el trabajo. La cuenta de luz que sube hasta el infinito. La leche y la carne se vuelven artículos de lujo. La medicina necesaria no se logra conseguir por su alto precio. Estas preocupaciones generan intranquilidad y desasosiego; provocan enfermedades de tipo nervioso. En medio de una sociedad neurotizada, suena la “extraña” voz de Jesús que “ordena” que no debemos preocuparnos del vestido, de la comida, del mañana. Este discurso de Jesús nos recuerda a los “hippies”. Ellos salieron a las calles con su exótica indumentaria, gritando: “PAZ Y AMOR”. Eran unos idealistas con mucho de haraganería. Sólo denunciaron los errores de la sociedad, pero no aportaron nada constructivo. ¿Qué quiere decir Jesús cuando nos ordena no preocuparnos por el vestido y la comida, por el mañana? Ciertamente Jesús no está propiciando una sociedad conformista. En sus parábolas habló claramente de que se nos pedirá el “doble” de los talentos que se nos confiaron. También advierte de que la higuera que no produce frutos va a ser arrancada y echada al fuego. Lo que Jesús quiere es salvarnos del “miedo excesivo”. El temor excesivo indica falta de confianza en Dios, en ese Padre que cuida de las aves y de los lirios del campo, en Dios bondadoso que nos ha garantizado su providencia. Cuando un alumno se presenta a examen, es normal que tenga un “poco” de temor. Si se deja invadir por el “temor excesivo”, aunque esté muy bien preparado, corre el riesgo de que se bloquee su mente y no logre contestar el test. El temor excesivo bloquea nuestra mente espiritual. Bloquea nuestra fe. Nos olvidamos de la presencia de Dios en nuestra vida. Nos olvidamos de que ese Padre bondadoso no nos puede fallar. Uno de los textos más asombrosos de la Biblia es el capítulo sexto de San Mateo. Ahí Jesús garantiza que si buscamos el reino de Dios y su justicia, todo se nos dará por añadidura (Mt 6, 31-34). Es una promesa tan estupenda, que, por eso mismo, no se le toma en serio; se le tiene como un “piadoso” consejo de Jesús, y no como una promesa concreta. 46
  • 47. Esta promesa -hay que advertirlo bien claro- no es para todos. Es solamente para los que buscan en primer lugar el “reino de Dios y su justicia”, es decir, la voluntad de Dios en todo. Muchos quieren “la añadidura”, pero sin buscar antes el reino de Dios y su justicia. Quieren la “bendición” de Dios, pero sin molestarse en ir por el camino “estrecho” de que habla Jesús. Muchas personas se me acercan cuando tienen graves problemas financieros. Cuentan su larga y terrible historia. Les hago una breve pregunta: “Ustedes ¿están viviendo en Gracia de Dios? ¿Están comulgando, se confiesan? ¿Frecuentan la iglesia? Afirman que no. Añado entonces: “¿Y todavía se extrañan de que les vaya mal? Busquen acercarse, en primer lugar, a la bendición de Dios. Asegúrense primero de que le están dando a Dios el lugar que le corresponde y verán cómo cambiará su situación”. Cuando afirmo que “cambiará” la situación no estoy asegurando “riqueza en el horizonte”. Simplemente estoy repitiendo la promesa de Jesús: al que busca en primer lugar hacer la voluntad de Dios, el Señor le promete que no le faltará “lo necesario”. La providencia de Dios se hace fiadora de este asunto. No entiendo “ilusionar” a la gente con falsas promesas. Creo firmemente en la Palabra de Dios. Quisiera referirme al caso de dos grandes santos que pasaron por momentos críticos de su vida, en lo que respecta a lo material, pero que nunca sucumbieron ante el espectro del temor. Uno es Elías, profeta del Antiguo Testamento. Otro es San Juan Bosco, un profeta de nuestros tiempos. El profeta Elías Al profeta Elías el Señor lo envió para anunciar años de sequía porque el pueblo se había desviado hacia la idolotría. Para salvar la vida del profeta, el Señor lo mandó junto al torrente de Querit. Dice la Biblia que diariamente unos cuervos le llevaban carne y agua. ¡Qué raros emisarios! ¿Se trata de un cuentecito mitológico? Ciertamente que no. Dios no nos pide permiso para disponer de los emisarios que enviará a una persona. El torrente comienza a decrecer por falta de lluvia. Elías con seguridad se asusta. Dios lo envía a Sarepta. Allí lo recibe una viuda que le entrega lo poco que tienen. Este gesto de fe le vale a la viuda que no le falta el aceite y la harina. Cuando arrecia la persecución y persiguen a muerte a Elías, el profeta huye al desierto. Se deja invadir por la depresión, y pide la muerte. El Señor le envía un sueño profundo. Cuando despierta, encuentra a su lado una torta de pan y una jarra de agua. El profeta Elías había buscado hacer la voluntad de Dios; buscó su reino, su justicia. Dios no le falló. Siempre tuvo lo necesario para poder continuar su misión. Dios no le regaló, en esas circunstancias, ricas viandas. No le sirvió un banquete suculento en medio del desierto. Le proporcionó, nada más, que lo necesario. Dios no libró a su profeta de 47
  • 48. todos los apuros que lo llevaron hasta la depresión; pero Elías nunca pudo decir que Dios lo había abandonado. Lo sintió presente en todo momento. Ciertamente la abundancia no es buena consejera en la vida espiritual. Contaba un misionero que mientras estaba en Africa, en medio de la persecución religiosa, su vida de oración era intensa. Diariamente clamaba al Señor. Leía asiduamente la Biblia. Vivía pendiente de las manos de Dios. Tubo que huir hacia los Estados Unidos. Cuando se encontró en medio de una vida sin mayores problemas, con gran comodidad, se dio cuenta de que su oración ya no era tan intensa como antes. Ya no clamaba a Dios. Ya no vivía pendiente de la voluntad de Dios. Tuvo que efectuar un viraje en su vida espiritual. Como sacerdote, me toca ver, repetidas, veces, el caso de personas que cuando se encuentran en apuros financieros, acuden constantemente a la iglesia; se les ve rezar muy devotos. No faltan los domingos a misa. De pronto aquellas personas desaparecen de la iglesia. Se pregunta por ellas, y nos dicen que consiguieron un puesto en el gobierno y que ahora “se encuentran muy bien”. Y me digo para mis adentros: “Están muy mal”. Quiere decir que todas esas venidas a la iglesia, esas “fervorosas” oraciones no eran por amor. Estaban “asustados” por lo que les estaba sucediendo y acudían a la iglesia, no por amor a Dios, sino para presionar al Señor para que les solucionara sus problemas económicos. Mientras el profeta Elías llevaba a cabo las empresas del Señor, tuvo que pasar por situaciones muy apuradas. El Señor nunca le falló en lo concerniente a lo “necesario” para vivir. Pero no lo eximió de los problemas propios de todo profeta. Estos problemas impidieron que Elías se dejara llevar por la “autosuficiencia”. Elías se conservó santo para estar siempre al servicio del Señor. Habría que preguntarse si muchas de nuestras situaciones apuradas no son las mejores bendiciones que Dios nos regala para que no nos apartemos del camino del bien. Don Bosco San JUAN BOSCO fue otro siervo de Dios que en todo buscó el reino de Dios y su justicia. Se metió en graves problemas de tipo económico para ayudar a jóvenes marginados por la sociedad. Construyó talleres para aprendices, orfanatos, iglesias, escuelas. Todo esto lo llevó a enredarse en serios problemas financieros. La Providencia siempre lo ayudó a salir de esos problemas. Don Bosco había hecho el propósito de no decir ni una sola palabra que no fuera para la mayor gloria de Dios. Afirmaba que antes de cada empresa se preguntaba si era para la mayor gloria de Dios. Si lo era, se lanzaba hasta la temeridad. Por eso la Providencia nunca lo dejó sólo. Se encontraba Don Bosco en un grave problema; tenía una de sus infaltables deudas. Los representantes de la autoridad estaban por llegar. De pronto tocan a la puerta. Era el abogado Occeleti que 48
  • 49. acaba de hacer un buen negocio y llevaba un sobre para Don Bosco. El sobre contenía la cantidad exacta que Don Bosco necesitaba. En 1858, Don Bosco iba a ser llevado a los tribunales. No había logrado juntar la cantidad necesaria para pagar una deuda. Se lanzó a la calle, como a la aventura, para buscar “algo”. Alguien lo detiene y le pregunta si necesita dinero. Don Bosco se extraña de la pregunta. El misterioso individuo le entrega un sobre y se aleja. Dentro del sobre estaba la cantidad exacta que Don Bosco necesitaba con urgencia para salir de su embrollo. Cuando Don Bosco era ya anciano, se encontraba descansando en la casa de un amigo. Recibió dos cartas. En una, se le indicaba que le enviarían a un abogado para que le cobrara la suma de 30 mil liras. Don Bosco tragó amargo. En la otra carta, una dama belga le enviaba un cheque con 30 mil francos para colaborar con sus obras de beneficencia. Don Bosco, llorando, salió de la habitación mientras gritaba: “¡La Providencia, la Providencia!” Tanto el profeta Elías como Don Bosco habían buscado en todo hacer la voluntad de Dios. El Señor nunca los dejó enredados en sus problemas. Una de las grandes equivocaciones consiste en querer “beneficiarse” de las promesas de la Biblia sin cumplir, previamente, con las condiciones que Dios exige. El método de San Pablo San Pablo aseguraba que él ya se había acostumbrado a vivir, serenamente, tanto en la abundancia como en la penuria (Flp 4, 12). En todo veía la mano de Dios, y lo alababa. San Pablo da un consejo muy sabio para los momentos críticos de la vida. Dice San Pablo: “No se aflijan por nada, sino preséntenlo todo a Dios en oración. Así Dios les dará su paz que es más grande de lo que el hombre puede entender; y esta paz cuidará sus corazones y sus pensamientos porque ustedes están unidos a Cristo Jesús” (Flp 4, 6-7). San Pablo está en lo cierto cuando aconseja que en los momentos difíciles, hay que acudir, en primer lugar, a la oración. Si la oración es auténtica, nos llevará a detectar si somos nosotros los artífices de nuestros propios desastres. En la oración, el Espíritu Santo nos señala de qué manera nosotros mismos estamos provocando nuestras propias desgracias. Pero la oración no nos deja nunca hundidos. En la oración Dios nos entrega la medicina apropiada para curar nuestro mal. Cuando estamos unidos a Dios en la oración, como dice San Pablo, el Señor guardará con su paz nuestros pensamientos y nuestros corazones. Habría que examinar también el caso de la viuda de Sarepta. Cuando el profeta 49