Artículo publicado en una obra colectiva, editada por la Fundación Venezuela Positiva. Analiza la articulación intima entre violencia de género y relaciones de poder en la pespectiva de las identidades de género
1. Mandatos de género y violencia.1
Evangelina García Prince
Poder y Violencia: dos caras de una misma moneda.
Cuanto mayor es la preocupación que causa el crecimiento generalizado de la
frecuencia y el aparecimiento de nuevas y muy destructivas modalidades de la
violencia, y se incrementa, igualmente, la evidencia de la remota antigüedad de
tal comportamiento humano, mayores son los empeños que se observan en la
reflexión filosófica y política y en el quehacer de las disciplinas científicas por
descubrir los resortes que movilizan los sistemas personales y sociales que la
ponen en acto. En la mayoría de las exploraciones sobre el origen de la violencia,
ya sean aquellas que tienen que ver con la filosofía, la ética, la política, con el
descifrado sociológico o antropológico de los contextos donde aparece, o las que
argumentan a partir de la experimentación con las reacciones de placer o de
violencia de seres humanos y de animales, o las que se focalizan en la
interpretación histórica comparada sobre los comportamientos individuales y
grupales que han sido definidos como violentos, hay un rasgo que aparece en la
estructura misma de la relación entre las partes que protagonizan la violencia,
sea está unilateral o mutuamente infligida. Ese hecho es la diferencia o
diversidad en situaciones o condiciones donde se hace presente la jerarquía o
desigualdad y consecuentemente, un empleo de capacidades de control o
dominación, es decir de poder, sea que dicho poder sea un poder a lograr, a
mantener o a demostrar puntualmente o permanentemente. La violencia se
convierte de esa manera en una tecnología de poder a los fines de lograrlo,
mantenerlo, demostrarlo o transferirlo, puntualmente, de manera permanente,
individual, grupal o colectivamente.
Desde tal perspectiva, la violencia, como ejercicio de una especifica modalidad
de poder, se convierte en una herramienta para mantener una situación de
desigualdad que implica dominio que afecta la dignidad humana o los derechos
básicos de la parte dominada. Al margen de la discusión profunda que se cierne,
1
Capítulo de la obra “VIOLENCIA, CRIMINALIDAD Y TERRORISMO”, publicada por la
Fundación Venezuela Positiva. Compilador Heraclio Atencio. Venezuela Positiva Editores.
Caracas, 2005
2. 2
desde hace algún tiempo, sobre la relación entre derechos humanos y dignidad
de la persona humana, lo cierto es que las posiciones que protagonizan este
profundo debate no prescinden de la identidad de lo humano primordial con los
derechos, aun en aquellas posturas que involucran el tema de la libertad humana
esencial y lo que para ella implica el ser sujetos de derechos. Desde todas las
perspectivas la violencia es una violación de derechos elementales. Y el
ejercicio de alguna forma de poder es consustancial con la violencia cualquiera
que sea su naturaleza, propósito o alcance.
La definición misma del poder tal como la ha entendido tradicionalmente nuestra
sociedad, involucra de hecho una apelación a la violencia. La etimología de la
palabra es esclarecedora. Viene del latín “violentia” que contiene la raíz “vis”
cuyo significado es “fuerza”. La violencia significa hacerlo a la fuerza; un hecho
violento es aquel que se ejecuta para controlar, dominar y doblegar al otro o la
otra, pasando por encima de su voluntad o de los derechos que son inmanentes
a su dignidad humana, por medios de fuerza o coactivos como la generación de
terror, miedo, la aplicación directa de un maltrato, agresión, injuria , simbólicos
o físicos.
De hecho la vinculación de la demostración de la fuerza a la posesión del poder
es antigua; aparece en uno de los más remotos antecesores de las ideas que
tradicionalmente han circulado entorno al poder en nuestra sociedad; Calicles.
Sus planteamientos han influido durante siglos la reflexión sobre el poder. El
sofista aparece en la obra de Platón sosteniendo en sus diálogos con Sócrates,
concretamente en el Georgias, que en la naturaleza, los grandes dominan a los
pequeños, los fuertes aplastan a los débiles y eso, en su criterio, habría de ser
aplicado a la vida de los hombres: los mejores que son los más fuertes deberían
dominar y someter a los demás. En ello está la naturaleza antropológicamente
política de toda forma de violencia como expresión de control, forma de someter,
subordinar o como señala Calicles, de aplastar al débil.
Han sido los planteamientos de Michael Foucault2
los que mejor han iluminado el
carácter potencialmente violento de la mayor parte de las relaciones que se dan
entre los seres humanos, a partir de la innegable realidad histórica de la
2
Foucault, Michel: Microfísica del poder. Ediciones de La Piqueta. Madrid. 1991
3. 3
desigualdad y consecuente jerarquía que ha dominado tales relaciones desde
hace ya varios milenios. Foucault entiende que el poder es una relación de
fuerzas que se hace presente directa o potencialmente en todas las formas y
modalidades expresivas de lo social, desde donde fluye capilarmente hacia todas
las estructuras, relaciones societarias y sus productos físicos, materiales y
simbólicos, lo cual incluye la propia identidad subjetiva o la propia realidad física
del cuerpo humano. Foucault está plenamente conciente y nos recuerda
permanentemente la sustancia que alimenta el ejercicio del poder de dominio: la
diversidad jerarquizada, la diferencia desigual.
Más allá de los aparatos, el poder está en todas las fuerzas de dominio que están
presentes en todas las relaciones, aún aquellas que aparentemente podrían ser
consideradas como más armónicas, como las relaciones sexuales concretas entre
dos personas que deciden de motu propio, unirse en este plano. El poder aparece
así como poder de dominación que impregna las estructuras de las relaciones, las
cuales pasan a ser relaciones de poder.
Foucault afirma que es en la dinámica de las relaciones jerárquicas que expresan
desigualdad, existentes en todos los órdenes, donde se descubren los modos de
ejercicio del poder, los cuales son su aspecto más significativo, ya que del cómo
se ejerce el poder resultan las formas de organización de las relaciones: redes
del poder, prácticas de sujetación y objetivación, mecanismos de dominación,
disciplinarización, normalización, entre otras, así como las resistencias que
produce el dominio. Estas son claves fundamentales para entender la
estructuración de la violencia como herramienta de algún tipo de dominio y de la
resistencia que genera, cualquiera que sea el ámbito de realización: violencia
criminal, violencia de Estado, violencia de género, violencia contra las mujeres y
otros órdenes mayores o menores de expresión fenoménica. Violencia para
dominar y para resistir la dominación imbricadas en el contexto de relaciones
desiguales, jerárquicas: relaciones de poder.
Género y cultura de la violencia
Como hemos señalado, la clave de la existencia del poder está en la desigualdad
y en la polaridad dominio/resistencia cuya energía altamente permeable a la
4. 4
violencia, marca los vericuetos de las historias personales y colectivas. Su
ejercicio está definido por propósitos que responden a la condición histórica del
área de relaciones donde se ejerce.
En el caso de la violencia de los hombres contra las mujeres de género, se trata
de un rasgo histórico que caracteriza las relaciones de unas y otros que son, de
hecho, relaciones de poder y en función de la preservación de ellas la violencia
ha actuado como factor de mantenimiento y permanente refuerzo de tales
relaciones. Sería ingenuo pensar que las relaciones de poder que históricamente
han definido la posición y función de hombres y mujeres en la sociedad, es un
hecho que puede ser asumido en forma desagregada y sin articulaciones
estructurales con la totalidad del contexto de la sociedad humana. No es así. Las
relaciones de poder entre los géneros, el dominio masculino sobre las mujeres,
es una expresión coherente de toda la lógica de dominación que ha movido a la
sociedad humana en los últimos milenios como un rasgo fundamental de la
sociedad patriarcal, lo cual hace al hombre, masculino, varón, el protagonista
fundamental de la violencia.
Hace ya mas de 40 años, Betty Friedan publicó su famosa primera obra La
mística de la feminidad, en la cual señalaba que el ideal de la feminidad había
segado virtualmente la vida y las posibilidades de millones de mujeres, al hacer
norma y patrón de su vida la subordinación, la dependencia, la responsabilidad
exclusiva sobre el cuidado del hogar y la familia y al convertir estas tareas en
marco de los principios a los cuales debía apuntar la realización de las mujeres.
La identidad de las mujeres contiene en su centro el “ser-para-otros” y nunca
para si, de manera tal que la mujer se convierte en la gran protagonista de dar y
mantener la vida de los demás, aun a costa de sus propias condiciones. Su
identidad, es como dice la propia Friedan una “identidad vicaria” o sustituta de
la que nunca ha despertado históricamente a sus propias posibilidades, como
fuente de un sentido esencial diverso para la sociedad humana.
Mas recientemente, en la medida que se han multiplicado las reflexiones sobre la
violencia a la luz de los desgarradores conflictos que se acumulan en los
escenarios del presente y gracias al empuje de la teoría y las disciplinas de
género, ha irrumpido el interés por el análisis de las consecuencias sociales de
5. 5
los rasgos de la masculinidad y aparece develada la llamada mística de la
masculinidad. El contexto patriarcal como macro sistema cultural que organiza
en instituciones, en estructuras, en prácticas reales, concretas o simbólicas y en
identidades, los hechos sociales, económicos y políticos y las subjetividades, es
un orden cuyo Ethos es absoluta y profundamente masculino, que relega lo
femenino a la otredad, a lo diferente, a lo subordinado y a la exclusión.
Vicenç Fisas, Director de la Cátedra UNESCO de Cultura de Paz y Derechos
Humanos de la Universidad Autónoma de Barcelona, es uno de los autores que
mejor ha sistematizado el concepto de mística de la masculinidad, en sus
investigaciones y propuestas dirigidas a crear las estrategias de construcción de
una cultura mundial a favor de la paz. Fisas3
coloca al patriarcado y a la mística
de la masculinidad como uno de los elementos estructurales principales de la
cultura de la violencia, junto a otros que de manera directa o indirecta forman
parte del ideal normativo del sistema patriarcal y entre los cuales menciona
como factores que sostienen, multiplican y perpetúan la cultura de la violencia
otros como: la búsqueda el poder y el dominio como sentido apropiado del
liderazgo; la incapacidad para resolver pacíficamente los conflictos; el
economicismo competitivo que desintegra los nexos societarios; el militarismo y
el monopolio de la violencia por parte de los Estados; los intereses de las
grandes potencias; los credos religiosos que premian espiritualmente o
permiten el asesinato de personas; las ideologías excluyentes y sectarias; el
etnocentrismo y la ausencia de conocimientos y vínculos interculturales; la
objetivación de los seres humanos y la consecuente deshumanización; la
injusticia que se perpetúa en las estructuras e instituciones creadas
nominalmente para combatirla y la ausencia de oportunidades de desarrollo
social y humano y de participación democrática.
La cultura de la violencia como herencia del patriarcado es una realidad
interiorizada y consecuentemente naturalizada por amplios sectores de la
sociedad como un rasgo propio. Forma parte de los paradigmas identitarios y
lingüísticos que circulan en el tejido social, entre grupos y personas y ha sido
institucionalizada férrea y perdurablemente. En muchos sentidos y para varias
instituciones ha sido sacralizada a través de mitos, simbolismos, políticas,
3
Fisas, Vicenç: Cultura de paz y gestión de conflictos. Icaria. Barcelona 1997
6. 6
comportamientos, liturgias, prácticas, procedimientos y actores modélicos.
Eliminar la violencia supone cambiar la cultura y consecuentemente, estar
atentos a los patrones de comportamientos de género que están inmersos en
esas cultura.
La mística de la masculinidad que alimenta primordialmente la cultura de la
violencia se define por un conjunto de rasgos esenciales:
a) el control de la vida: que como estamos viendo ha llegado a niveles de
refinación tecnológica sorprendentes que están alimentando toda la emergencia
de nuevas disciplinas como la bioética.
b) El control de la naturaleza: que ha llegado a abusos tan extremos que hoy
ponen en peligro a la propia sociedad humana y han transformado las respuestas
habituales del planeta a nuestras necesidades de recursos y protección en
nuevas formas de dotación climática que resultan amenazantes y hasta
desastrosas.
c) El control de la sexualidad humana: generando patrones rígidos de
inclusión o exclusión normativa sobre la definición misma de la sexualidad
permisible y no permisible hasta hacer que se pierda el norte mismo autónomo y
espontáneo de lo que concierne a la sexualidad misma.
d) El control de los sistemas religiosos: que ha supuesto la
institucionalización de los asuntos y vivencias de las creencias vinculadas a la
espiritualidad humana en términos de códigos fuertemente impregnados de
simbolismos y mandatos que preservan la preeminencia y el dominio de lo
masculino y el carácter sometido, excluido, estigmatizado o negado del principio
de lo femenino.
e) El control de los sistemas de producción material e intelectual: al crear las
oportunidades o mandatos para el acceso, la calificación, la propiedad, la
premiación y todo lo que define la posibilidad de crear y acceder a los derechos
de estar en las dimensiones del trabajo productivo y la creación intelectual y
artística.
f) El control de las leyes y del orden social: de las instituciones que las
generan, que les dan vida y las hacen operativas, de la posiciones y decisiones
que las legitiman y las dinamizan.
7. 7
g) El control de las subjetividades: pues define la excelencia y plena
legitimidad del “arquetipo viril de la historia”, como nos enseña la autora
española Amparo Moreno4
en la obra que tituló de esa manera y,
consecuentemente, define la subjetividad femenina defectivamente como
ausencia de las mejores cualidades humanas, las del varón, como nos recuerda
la Maestra Amelia Valcárcel.5
h) El control de los imaginarios colectivos: los mitos y sistemas de todo tipo
que conforman a emoción, las fantasías personales y colectivas.
i) Y finalmente, la apropiación y explotación del cuerpo de las mujeres:
convertido en una entidad expropiada, como nos recuerda Marcela Lagarde, una
entidad desnaturalizada, generizada en la salud, la sexualidad corporal, la
apariencia, la fisiología y la fecundidad.
La mística de la masculinidad alimenta un sistema de dominación potenciado
actualmente por sofisticadas tecnologías, que comporta el ejercicio o la amenaza
de la violencia y se traduce el control de la vida en todos los sistemas
relacionales que la expresan, al tiempo que niega y desprecia otros valores más
necesarios y cercanos a la supervivencia y el bienestar de la especie humana. Es
tal el poderío de este sistema que organiza nuestra cotidianidad, nuestros
lenguajes, nuestros hábitos relacionales y modelos mentales. En este contexto
aparecen como signos vitales de esta mística de la masculinidad los siguientes:
• La dureza, la represión de la sensibilidad, la negación o desprecio de los
sentimientos y la emoción.
• El afán de dominio
• La represión de la empatía
• La represión de objetivos morales
• La extrema competencia
• La valoración de la victoria
• El pensamiento bipolar
• La glorificación de la razón, de la objetividad, de la práctica analítica
racional.
• La actitud excluyente: nosotros/ellos
4
Moreno, Amparo: El arquetipo viril protagonista de la historia. Ed Horas y Horas. Barcelona.1986-
1987
5
Valcárcel, Amelia: Sexo y filosofía. Sobre Mujer y Poder. Editorial Anthropos. Barcelona. 1991
8. 8
• El principio ganar – perder
A medida que se amplían los análisis de numerosas disciplinas sobre las marcas
identitarias de género y su articulación con la violencia, el espectro de signos
para ambos géneros se amplia. Es necesario entender que en la feminidad la
violencia también tiene signos, pero más cercanos al poder de la resistencia
como diría Foucault y definitivamente a la aceptación de la violencia que
perpetran los varones, como dato naturalizado de la condición femenina.
Elizabeth Badinter6
señala que la construcción social de la masculinidad es
reactiva exige que los varones, demuestre no ser mujer, no ser niño, no ser
homosexual. Este criterio de Badinter muestra claras pistas sobre las fuentes de
la misoginia y de la homofobia como rasgos del sistema actitudinal de los
varones. Los tres rasgos, representan un mandato compulsivo que hace, a juicio
de muchos y muchas especialistas, muy difícil, dolorosa y compleja la tarea de
llegar a ser hombre, masculino, adecuado al patrón dominante y que sin
embargo no se vive conscientemente. De hecho perpetrar la violencia cumple
para los varones una triple función: de afirmación del yo, de afirmación de la
masculinidad y de afirmación de poder. Pero igualmente la violencia aparece
también en la identidad femenina como la otra cara de la moneda, en la medida
que ser objeto de violentamiento es una afirmación de feminidad, de suficiencia
o competencia como mujer y de afirmación de que se cumple en ella un sino
inevitable en la vida de las mujeres.
Desde estos mandatos identitarios de género la violencia se proyecta como un
componente contextual que en constante mutación, se hace presente en formas
continuamente renovadas para mantener la valoración muy elevada de la
capacidad de destruir y dar muerte por encima de la capacidad de dar vida y
construir, como sabiamente sostiene Fisas en todas sus obras y productos
intelectuales.
Una demostración de esta permanente actualización de la violencia nos la ofreció
hace pocos años, Deborah Tannen,7
una de las más famosas lingüistas
especialistas en el tema de la articulación entre género y lenguaje; en su obra
6
Badinther, Elizabeth: XY. La Identidad Masculina. Ediciones Alianza. 1993
7
Tannen, Deborah: la cultura de la polémica, Editorial Paidos. Buenos Aires/.Barcelona. 1999
9. 9
“La cultura de la polémica”, afirmaba la existencia actual de una “omnipresente
atmósfera de beligerancia” en el discurso social, que generalmente induce a
asumir los intercambios de opinión como una especie de combate. Asumía en
profundidad la realidad de los medios de comunicación en los planos de la
información y la opinión, principal pero no exclusivamente y deducía, por el
poder socializador de estos instrumentos, que por lo menos para el ciudadano o
ciudadana promedios en los Estados Unidos, la influencia de este combate
permanente, instaba a enfrentar el mundo con un marco mental adverso, a
veces general o referido a ciertas áreas de la experiencia colectiva, en el cual el
mandato de ganar o vencer en el encuentro puede llegar a ser más importante
que lo que realmente se discute. En ello reside la esencia de la cultura de la
polémica, que tan ampliamente estudió Tannen. Este clima de violencia simbólica
permitida es obvio hasta en los nombres de los programas de radio y TV y en
algunos casos en programas cuyo fin declarado es la diversión, como es el caso
del transnacionalizado “guerra de los sexos”.
Un elemento que no podemos obviar en esta discusión es el tema del poder en la
subjetividad femenina, para lo cual hay que partir de la comprensión de que la
identidad femenina es como dice Mabel Burín,8
una creación patriarcal; defectiva,
como apunta Amelia Valcárcel. Una identidad fundamentalmente asignada, en
sus módulos más arcaicos, y parcialmente construida, en la lucha de llegar a ser
mujer en un contexto patriarcal como diría, la Maestra mexicana Marcela
Lagarde.
El destino del humano “deseo de poder” en el aparato psíquico de las mujeres es
incierto, dada la posición simbólica preeminente que el patriarcado confiere al
deseo maternal en las mujeres y a la naturalización que la ideología del sistema
otorga a la conformación de las identidades de hombres y mujeres. Identidades
cuya naturalidad en tal perspectiva, convierte el ser hombre o ser mujer en
condiciones fatales e inmodificables. Naturalmente, desde este punto de vista, el
destino de las mujeres es la maternidad y con ella, el conjunto de prácticas y
posiciones a ella asociadas, lo cual niega la emergencia en el aparato psíquico de
las mujeres de deseos distintos al deseo que mejor y definitivamente la afirma
8
Burín, Mabel: Familia y Subjetividad femenina: la madre y su hija adolescente. En “La Mujer y la
Violencia Invisible. Eva Giberti y A.M. Fernández, Compiladoras. Edit. Suramericana. Buenos Aires
1989
10. 10
como mujer: el deseo maternal. Como señala Mabel Burín en sus obras, es un
deseo hegemónico cuya fuerza neutraliza la representación de otros deseos cuya
potencialidad esta subyugada: el deseo hostil, el deseo de poder y el deseo de
saber. El primero, el deseo hostil está en la base del establecimiento de una
identidad subjetiva diferenciada del Yo; es un deseo reprimido -aun cuando no
totalmente enterrado de por vida en las mujeres patriarcales- por su potencial
peligro para evitar la fusión madre/hijo o madre/hija. Hay momentos, sobre todo
los de crisis personal, en los cuales según Burín, este deseo diferenciador de la
subjetividad irrumpe. Algo semejante, aunque no idéntico ocurre con la
conformación del deseo de saber o deseo epistemofílico, cuya configuración se
frustra o es tardía en las mujeres patriarcales, por la exclusión que las pautas de
género femenino producen respecto a la inserción de las mujeres en los circuitos
del saber, del conocer. Finalmente nos topamos con el deseo de poder en las
mujeres, que a partir de una forma diferente de expresión del deseo hostil,
cuando se asocia a la pulsión de dominio, conforma un dispositivo que juega con
las posibilidades del dominar o dominarse o ser dominada, en la forma de deseo
de poder. Para las mujeres este deseo de poder queda virtualmente
encapsulado, prisionero dentro de los límites de la domesticidad y el maternaje
que es el ámbito únicamente permitido a las mujeres para expresar ese deseo de
poder cuando se presenta en la forma de dominar. A menudo el deseo de poder
se configura en dominarse y ser dominada, como las relaciones más adecuadas
para garantizar la feminidad. Los poderes de las mujeres en lo doméstico son
aquellos “contra poderes” de los cuales nos habla Clara Coria:9
la seducción. Los
sentimientos, el manejo de la culpa… Es el poder de lo emocional, muy por
debajo de los poderes oficiales que consagra el patriarcado.
Desde esta perspectiva, el ejercicio de la violencia por las mujeres en lo
doméstico derivadas de este poder impregnado de emocionalidad, no es
completamente ajeno a las formas de ejercicio de poder masculino que observa o
que sufre directamente, las cuales son asimiladas en alguna medida; pero los
proyectos de vida de las mujeres, no trascienden lo privado por lo que siempre
serán minoría excepcional en los protagonismos de la cultura de violencia que
presenciamos cotidianamente fuera de lo doméstico privado, sin que esto
signifique que este es un ámbito sacralizado donde la violencia no existe. El
9
Notas de un curso dictado por Clara Coría, en San Bernardo, República Argentina. 1991
11. 11
orden simbólico de la madre, construido en el modelo patriarcal y transmitido, a
través de la síntesis cultural que supone la lengua, de una a otra generación, es
el orden patriarcal que la confina a la subordinación y donde esta inmersa la idea
que da sentido personal e histórico a esa subordinación: la existencia necesaria,
natural del hombre dominante, ajeno a la emoción, poderoso y violento como eje
de lo interno doméstico y de lo externo público.
Poder, discriminación y violencia contra las mujeres
La comprensión del mecanismo de origen y de los modos como opera el poder de
los hombres para controlar y dominar a las mujeres en el patriarcado, sólo es
posible si entendemos como se alimentan y retroalimentan permanentemente los
factores que triangulan ese poder: desigualdad, discriminación, violencia, que en su
conjunto constituyen las claves del mecanismo de exclusión de las mujeres, su
sometimiento y su permanencia en la subordinación.
La desigualdad es una construcción histórica; lo natural es la diferencia. La
conversión de la diferencia en desigualdad fue el resultado de eventos históricos
que las recientes interpretaciones feministas de la prehistoria colocan en la última
fase del período neolítico y en parte, como consecuencia de transformaciones
sociales y económicas de pueblos que emigraban desde el centro de Asia hacia las
llanuras centrales de Europa.10
Estos cambios determinaron el fortalecimiento del
dominio de los varones y sus valores sobre las mujeres, dando inicio de esta
manera al sistema patriarcal. La transmutación de la diferencia en desigualdad
exigió y dio lugar al aparecimiento y progresiva consolidación de prácticas que
reposicionarán a las mujeres en permanente situación de inferioridad. Estas
prácticas en su conjunto, constituyeron y han constituido el sistema de multiformes
discriminaciones que consagran la subordinación de las mujeres en toda instancia o
actividad que en el marco de valores del orden patriarcal pueda tener alguna
significación reconocida para la marcha de la sociedad, mas allá de lo que el propio
patriarcado ha asignado a las mujeres.
10
Para una lectura sobre este punto de vista amplia y muy bien documentado, resulta conveniente,
considerar las obras de Riane Eisler, especialmente “El cáliz y la espada”, de la editorial Cuatro
Vientos, de Santiago de Chile. Casi todas las obras de las mas actualizadas teóricas de la
antropología feminista han venido desmontando consistente y seriamente la prehistoria oficia
oficial y se abren a nuevas interpretaciones de las culturas anteriores al neolítico con puntos de
vista del mayor interés para entender el origen y desarrollo del patriarcado en aquellas etapas.
12. 12
La discriminación internalizada y naturalizada, tanto en las propias mujeres que la
reciben, como en los hombres que la ejecutan, como mecanismo de efectuación de
la desigualdad, conforma los fundamentos de un sistema que desarrolla una
normativa, unos patrones de comportamiento sistémicos, pautas de identidad,
símbolos y valores que constituyen el orden primordial de la mayoría de las
sociedades humanas conocidas, ya que las formas aceptadas de discriminación
legitiman la desigualdad que está en la base de ese orden patriarcal.
La discriminación que se vive desde una y otra óptica –masculina o femenina- llega
a ser un dato inconsciente en unas y otros, hasta el punto que resulta difícil para
muchas mujeres reconocer si son o han sido objeto de discriminación por el hecho
de ser mujeres; o para los propios hombres reconocer conscientemente si han
discriminado a alguna mujer por serlo. Esto que es el resultado de decenas de
talleres que la autora de este ensayo ha realizado con grupos de hombres y
mujeres sobre los temas de género e identidades genéricas, además revela que
unas y otros no reconocen concientemente las posibles formas que puede asumir la
discriminación.
La discriminación como sistema de practicas que consagran la desigualdad o
subordinación de las mujeres, tiene en la violencia su válvula de seguridad, ya que
es a través de ella que el patriarcado mantiene el status de la subordinada. La
violencia de género contra las mujeres es una eficiente tecnología del poder
patriarcal. Discriminación y violencia mantienen vasos comunicantes que las
caracterizan mutuamente.
Diferencia
convertida en
DDeessiigguuaallddaadd
DDiissccrriimmiinnaacciióónn VViioolleenncciiaa
Mecanismo de seguridad
Que sostiene la …
Se sustenta y refuerza con
Relaciones y prácticas
que consagran la…
PODER
PATRIARCAL
13. 13
La violencia visible o invisibilizada, permanentemente sostiene la pauta excluyente
y sanciona cualquier desvío de ella, pauta excluyente multiforme que se aplica no
sólo como dominación, sino que aparece como exclusión, objetuación,
infravaloración, descalificación, banalización, sometimiento, segregación,
desvalorización, negación, invisibilización, prohibición, explotación, limitación,
ridiculización, disminución, etc. Como vemos este sencillo esquema sugerido en sus
ideas centrales hace unos años por las excelentes psicoanalistas argentinas Eva
Giberti y Ana María Fernández11
, responde en todas sus partes a todos los
mecanismos de dominación y violencia que aparecen en la vida social tanto en sus
contextos amplios como en los microcosmos de los encuentros violentos,
aparentemente casuales e individuales.
Como en el caso de otros fenómenos, el fin de la violencia debe plantearse
seriamente el atacar los factores estructurales que desde lo interno de los seres
humanos, dan lugar a un ejercicio del poder que sólo puede ser entendido como
dominación, como “poder sobre”. Todos los trabajos y contribuciones que
estamos viendo en abono del logro de una cultura de paz y de convivencia,
deben partir por un proceso de re-posicionamiento y de re-entendimiento del
poder, como “poder con”, “poder de” y “poder para” en una perspectiva de
igualdad entendida como equivalencia humana con respeto a las diferencias.
11
Giberti, Eva y Fernández Ana María: Introducción en “ La violencia Invisible”. Edit.
Suramericana. Buenos Aires 1989