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1 Presencias en la noche
NOVIEMBRE, 1810
A
quella noche no podía dormir.
Permanecía recostado en su mísero camastro con los oji-
llos completamente abiertos, como si estuviese esperando
que sucediera algo en aquel gran dormitorio… una sen-
sación, que por más extraña que pudiera parecerle, no lo abando-
naba nunca, impidiendo que su cerebro se alejase de la realidad
para entrar en un estado de somnolencia.
Los otros niños dormían en sus respectivas camas, ajenos a los
lastimeros aullidos que el viento producía al colarse furtivamente
por los ventanales; fuera, reinaba la oscuridad, levemente bañada
por la embrujadora luz de la luna, que creaba inquietantes sombras.
Un creciente desasosiego fue apoderándose de su pequeño
cuerpo de siete años. Se incorporó y apartó la ropa de la cama,
dejando sólo sus delgadas piernas bajo las sábanas.
Lo hizo sin emitir un solo ruido, para no despertar a los otros
niños, lo que hubiera provocado sus quejas y miradas hostiles, a
las que por otra parte había comenzado a acostumbrarse.
Desde su cama, situada en el centro de aquella sala, podía ver
el bosquecillo que circundaba el orfanato. Las ramas de los ár-
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boles, retorcidas y desnudas, bailaban rítmicamente al son del
fuerte viento.
En una de las esquinas del ventanal, había visto en varias oca-
siones una densa tela de araña. Pensó que su pequeña moradora
probablemente habría muerto por los rigores de aquel crudo in-
vierno. Se imaginó a sí mismo como una araña enorme que con-
feccionaba su propia trampa pegajosa y mortal con la que atrapar
a sus compañeros, quienes, día tras día, convertían su estancia en
aquel lugar en una amarga experiencia vital.
Muchas veces se había preguntado el porqué de la animadver-
sión que suscitaba entre los otros niños, pero no encontraba una
respuesta satisfactoria. Sencillamente, no era como los demás,
una conclusión a la que había llegado hacía tiempo, cuando se for-
maban sus primeros recuerdos.
Sin embargo, estaba decidido a no cambiar. Su carácter retraí-
do, silencioso y observador formaba parte de su personalidad, o
como él solía repetirse mentalmente, de su espíritu.
Existía una poderosa fuerza que le impelía a seguir siendo como
era, aunque los demás le negasen su ayuda o su amistad. Una
fuerza cuya procedencia incluso él desconocía.
Estaba sumido en estos pensamientos, cuando creyó ver algo en
un rincón de aquel enorme dormitorio de paredes grises y techo
de más de tres metros de altura.
Frunció el ceño y trató de vislumbrar de qué se trataba…
Súbitamente, el viento que azotaba la noche enmudeció con
brusquedad y un inquietante silencio se apoderó de la estancia.
Alzó la cabeza todo lo que pudo y sintió un nerviosismo extraño.
Transcurrieron unos intensos segundos antes de que pudiera per-
cibir un nuevo sonido… una especie de voces lúgubres, suaves
como un susurro pero gélidamente aterradoras, que se abrían paso
en el silencio que envolvía el lugar.
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Volvió a dirigir la vista hacia el rincón oscuro, seguro de que
aquel tenebroso murmullo procedía de allí y se mantuvo expec-
tante, con los dientes apretados.
Ninguno de sus compañeros se había despertado… ¿sería él el
único que oía aquellos sonidos?
Un repentino frío recorrió sus venas y por un momento estuvo
tentado de saltar de la cama y avisar al celador.
Pero algo mantenía paralizado su cuerpo, y su mente estaba de-
masiado confusa como para averiguar la causa.
La oscuridad que reinaba en aquel rincón comenzó a defor-
marse con un movimiento lento y pausado.
Sus ojos recorrieron la estancia, asegurándose de que no había
nadie que provocara con su presencia aquella sombra que poco a
poco comenzaba a alargarse.
Ahogó un grito cuando una negra figura se despegó de la pared
y se deslizó sobre el suelo con una ligereza fantasmal.
Desde su cama, parpadeó varias veces, como para asegurarse
de que aquello era real. No podía apartar la mirada de aquel
fenómeno, que le atraía con un magnetismo mágico e inexpli-
cable.
Aquella sombra parecía tener forma humana. Era de gran al-
tura y carecía de piernas, pero poseía el vacío reconocible de unos
ojos y una boca abierta en un gesto deforme. Sus largos y esque-
léticos brazos se movían al ritmo del tenebroso sonido gutural que
emanaba de ella misma.
Paseó la mirada por los pequeños cuerpos recostados, y alar-
gando sus extraños brazos, se dirigió hacia ellos.
Sin embargo, se detuvo repentinamente, como si algo la hubiese
perturbado.
Muy despacio, giró sobre sí misma y el niño se quedó sin aliento
al ver que ahora se dirigía hacia él.
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Presa del pánico, agarró las sábanas y se cubrió rápidamente
con ellas.
Bajo la blanca tela, rezó para que aquel gesto infantil de defensa
hubiera llegado a tiempo y su presencia pasase desapercibida para
la oscura figura que había surgido de la pared.
A pesar del sudor que se deslizaba por su sien, un desagradable
escalofrío pareció atenazarle y sintió la imperiosa necesidad de ver
qué sucedía en el dormitorio.
Se recriminó sentir tal curiosidad en esos momentos. Quizá sus
compañeros se hallaban en peligro… o incluso él mismo; y per-
manecer bajo aquella inútil protección no iba a servirle de mucho.
Con ambas manos, deslizó lentamente la sábana hasta debajo
de los ojos. Se incorporó unos centímetros y observó la estancia
con un sobresalto: cuatro sombras deformes se habían unido a
la anterior formando una especie de siniestro regimiento noc-
turno.
Estaba aterrado. Por el momento había logrado pasar inadver-
tido, pero ¿cuánto tiempo aguantaría sin delatar su presencia?
¿Cómo podría levantarse y avisar a alguien?
Una de las sombras se detuvo en el camastro contiguo y él volvió
a tumbarse lentamente, sin mover un solo músculo. Quería ver y
comprender qué estaba ocurriendo, quiénes eran aquellos seres.
Quizá todo fuese un sueño… aunque empezaba a dudarlo.
La sombra alargó un brazo hasta posicionarlo a unos centíme-
tros por encima de la cabeza del pequeño Gabriel, uno de sus com-
pañeros.
Sentía que el miedo lo devoraba por dentro, pero su curiosidad
era más fuerte. Sin moverse, fue testigo de una escena que lo dejó
sin aliento.
De la cabeza del pequeño comenzó a emanar una luz tenue que
parecía generar la mano de aquel ser.
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Su respiración fue agitándose hasta convertirse en gemidos las-
timeros, pero el chico no se despertó.
De aquella lechosa luminosidad comenzaron a surgir unas figu-
ras informes que ascendían rotando sobre sí mismas hasta desapa-
recer, absorbidas por la mano de la sombra.
Desde su cama, el niño procuraba no perder detalle de todo
cuanto sucedía.
Las extrañas formas que parecían surgir de la cabeza de Gabriel
fueron transformándose poco a poco en algo que él supo identifi-
car: lobos. Una pequeña manada de aquellos animales brotó de
la luz creada por la sombra. Incluso pudo distinguir sus fauces
abiertas, sus grandes ojos brillantes, llenos de ferocidad… Y tam-
bién le pareció oír sus aullidos.
Todo su cuerpo comenzó a temblar cuando vio el rostro de su
compañero entre las hambrientas fieras. Estaba contraído por el
miedo y parecía tratar de gritar, pero su boca abierta no emitía so-
nido alguno.
Bajó la mirada hacia Gabriel, que seguía agitado y respiraba
entrecortadamente.
Quiso gritar y salir corriendo, pero no pudo. Se había quedado
paralizado, como si hubiera sido víctima de un hechizo, obser-
vando aquel terrible caleidoscopio que surgía del amorfo ser.
Tiritando de pánico, miró a su alrededor.
Las otras sombras se hallaban realizando el mismo prodigio con
otros niños. De las cabecitas de los pequeños surgían aquellas miste-
riosas imágenes que desaparecían entre las manos de los oscuros seres.
Intentó tragar saliva, pero tenía la boca seca y pastosa.
Temía que una de aquellas espeluznantes criaturas se acercara
a su cama y realizara aquel extraño ritual con él. Debía permane-
cer inmóvil, sin respirar siquiera, esperando a que aquella visión
desapareciese.
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Pocos segundos después, vio con estupor cómo las sombras, tras
haber terminado su siniestra labor, se reunían en el pasillo central
y se dirigían hacia la pared atravesándola sin dejar rastro.
Se levantó, corrió en silencio hasta uno de los ventanales y pegó
su pequeña nariz contra el cristal.
Las sombras se deslizaron hacia un lugar que todos los internos
del orfanato conocían bien…
El sombrío bosquecillo que circundaba la capilla.
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