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Universidad de Navarra
Campus Universitario, s/n
31009 Pamplona (Navarra)
España
Tel. +34 948 42 56 00
Noviembre, 2019
3
4
SUMARIO
Regreso a Chernóbil, por EDEL GONZÁLEZ
1:23:40, por VICTOR CASALES
Los liquidadores: El olvido de los vivos, por JAVIER MEDRANO
Los liquidadores: Reconocimiento pasado, orgullo presente, por
JAVIER MEDRANO
Svetlana Alexiévich: “Las historias del pasado te torturan”, por
ANA TERREROS
Las cicatrices de la radiación, por SILVIA SANZ DE AYALA
Álbum 1986-2019, por LETICIA BRAÑAS y VICTOR CASALES
Cuando viajar no es huir, por MURIEL MARTÍN
Una mirada al futuro, por AMAYA MÉNDEZ
“Madre no de tripa, pero sí de corazón”, por MURIEL MARTÍN
Mari Carmen Oscáriz: “Hay niños que vienen con sus mochilitas
emocionales. Sus vidas allí son muy duras”, por MURIEL MARTÍN
Anna Korolevska: “Los liquidadores vienen al museo para hablar
con los turistas: son historia viva”, por MARÍA CANDAU
Un paraíso en medio del desastre, por ANA TERREROS
La ficción, al rescate del periodismo, por AMAIA CABEZÓN
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Entre el azul y el rosa hay 3000 kilómetros.
El color azul de las primeras páginas hace alusión al tono de la radioactividad. Al fisionarse el combustible nuclear,
las partículas que se liberan van cargadas de una enorme cantidad de energía. En ese estado, cuando viajan más
rápido que la luz, se produce el efecto Cherenkov, un efecto luminoso que el ojo humano percibe de color azul.
En cambio, el uso del color rosa en las últimas páginas quiere representar la belleza de la que habla Svetlana
Alexiévich en Voces de Chernóbil. Por ello, las historias que tienen detalles en rosa, reflejan el encanto, hasta ahora
escondido, de la vida de las personas que sufrieron las consecuencias que ocasionó la catástrofe.
108
110
5
Detrás de cada persona, siempre hay una historia valiosa que contar. Allí donde ocurren hechos que
cambian el curso de la vida, también hay voces presentes que se convierten en testigos.
El 26 de abril de 1986, el reactor 4 de la central nuclear de Chernóbil explotó, haciendo saltar por los
aires la vida de innumerables personas que se convirtieron en víctimas —más o menos directas— de
la mayor catástrofe nuclear ocurrida hasta ahora. En el interior de este suplemento, los testigos de esa
historia tienen nombres y apellidos.
Ante las adversidades que irrumpen inesperadamente a lo largo del camino, hay diferentes formas
de reaccionar. Los protagonistas de este suplemento eligieron dejar de ser únicamente víctimas del
accidente nuclear de Chernóbil y convertirse en supervivientes que han alzado la voz para acercar y
humanizar un hecho histórico que ocurrió a 3000 kilómetros de aquí hace 33 años.
En mayo de 2019, al terminar los exámenes de 2º de Periodismo y con un pie puesto en verano, un gru-
po de diez alumnos apuntó alto y comenzó a soñar. “¿Y si nos vamos a Chernóbil?”. El afán por hacer
buen periodismo, como el que se respira en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Nava-
rra, y el querer dar voz a un acontecimiento del que no se sabía demasiado inundó sus pensamientos.
Y así es como, 170 días después, tras contactar con 65 personas y sobrevolar medio continente, ve la
luz Chernóbil: la vida tras la tragedia.
Leticia Brañas (diseñadora), Víctor Casales, Silvia Sanz de Ayala, María Candau, Edel González (director),
Ana Terreros, Amaia Cabezón, Javier Medrano, Amaya Méndez, Muriel Martín.
Fotografía Ignacio Sánchez-Reig.
PERIODISMO A 3000
KILÓMETROS
6
7
AGRADECIMIENTOS
Álvaro Pérez-Arieta
Anastasia Orlova
Ander Izaguirre
Ángel Arrese
Antonio Martínez Illán
Beatriz Gómez
Cristina Pérez Guembe
DJI ARS Madrid
Eduardo Jiménez
Fermín Torrano
Flaticon
Germán Orizaola
Irina Oscáriz
Javier Errea
Javier Ilundáin
Javier Marrodán
José Ángel González Sáinz
José Javier Esparza
Josep Rey
Juan Fernando Campos
Lucía Gastón
Mari Carmen Arregui
Mari Carmen Oscáriz
Maria Glyzina
María Jiménez Ramos
Marta Elgorriaga
Miguel Ángel Jimeno
Olatz Linacisoro
Silvia Döllerer
Taya Holovach
Zuriñe Lafón
Alexey Yaroshevsky
Anatoli Rudenko
Anna Korolevska
Bogdan Palchinsky
Denis Palchinsky
Dmytro Mikhalkov
Filip
Ganina Palchinska
Grygorly Palchinsky
Ilata
Iryna Dovmantovych
Ivan Kuzmin
Katerine Rudenko
Kostia Palchinsky
Mykola Shumak
Nastia Kulyk
Natalia Hmyzina
Nazar Vilchinsky
SoloEast Tours
Svitlana Shmagailo
Vadym Amirov
Vadym Pashuk
Valentyn Krupevych
Victor Kulyk
Vladyslav Kosukha
Yevhen Fedchenko
Yuriy Bulakh
Detrás de cada una de las historias definitivas de este suplemento
se esconden muchas personas que han contribuido a que puedan
salir a la luz. Gracias.
8
9
Regreso a Chernóbil
Viktoria Melnichik fue evacuada el 2 de mayo de 1986 por el accidente nuclear de
Chernóbil. Tres décadas después vuelve por primera vez a la que fue su casa
10
A
la 1:23 del sábado 26 de abril
de 1986, Viktoria Melnichik
dormía en casa con sus padres.
Ninguno se despertó por la explosión
del reactor 4 de la central nuclear de
Chernóbil.
Por la mañana, las autoridades re-
comendaron a los habitantes que no
salieran de sus viviendas por precau-
Edel González
REPORTAJE ÍNTEGRO DISPONIBLE EN
revista5w.com/who/regreso-chernobil
11
Viktoria Melnichik graba un vídeo de su casa para enviárse-
lo a su madre. Fotografía Silvia Sanz de Ayala.
12
Dosis de radiación: 0,20 μsv/h
5 HORAS de exposición a
esta dosis equivalen a una
radiografía de tobillo
13
Nazar
Vilchinsky
Viktoria Melnichik pasea por Chernóbil. Al fondo, la escuela número 10. Fotografía Silvia Sanz de Ayala.
14
Dosis de radiación: 0,34 μsv/h
3 HORAS de exposición a
esta dosis equivalen a una
radiografía de tobillo
Michael Pinchuk, padre de Viktoria, durante una de sus
jornadas como liquidador. Fotografía cedida por Viktoria
Melnichik.
15
Nazar
Vilchinsky
Dosis de radiación: 1,06 μsv/h
55 MINUTOS de exposición
a esta dosis equivalen a una
radiografía de tobillo
Aula de la guardería de Kopachi.
Fotografía Edel González.
Dosímetro frente al sarcófago de la
central nuclear de Chernóbil.
Fotografía Edel González.
16
Nazar
Vilchinsky
Viktoria Melnichik y Nazar Vylchinski
conversan. Al fondo, el hotel ‘Polyssia’.
Fotografía Edel González.
17
25,58 μsv/h
2 MINUTOS de exposición a
esta dosis equivalen a una
radiografía de tobillo
DOSIS MÁS ALTA
REGISTRADA
Prípiat, Ucrania
CÓMO SE HIZO
Viktoria Melnichik posa junto a su autobiografía.
Fotografía Edel González.
18
1:23:40
Víctor Casales
19
En 1986, la central nuclear de Chernóbil era
una de las más importantes en el mundo. Se
construyó en 1972 con fines estratégicos para
apoyar a la armada soviética. En la madrugada
del 26 de abril, los trabajadores del turno de
noche comenzaron un experimento para poner
a prueba el nivel de seguridad de la central. Sin
embargo, este equipo no había sido el encargado
de la preparación previa del trabajo y, por lo
tanto, no estaba cualificado para llevarlo a cabo.
Estaba apunto de ocurrir la que, hasta hoy,
es la mayor catástrofe nuclear
de la historia.
20
“En dos horas estábamos allí.
Permanecimos en el lugar solo
40 minutos, porque había mucha
radiación y tuvimos que irnos.
Cuando llegamos a la central, se
llevaban a los bomberos de Prípiat
al hospital y luego nos llevarían a
nosotros”.
“La central estaba en frentede
la fábrica y ese día me tocó el tur-
no de noche. Acababa de almor-
zar cuando de repente se escuchó
una explosión. No sólo hubo una,
la segunda fue más alta, llegó
hasta el cielo”.
quemado. Sin embargo, esta maniobra empeo-
ró todo porque provocó explosiones menores y
una fuerte contaminación en el medio ambiente.
Confusión en Prípiat
Esamismanoche,algunosdeloshabitantesdePrípiat
se levantaron de sus camas para convertirse en testi-
gos de lo que sería una de las peores catástrofes hu-
manas. Salieron a la calle sin tener nada claro. Creían
que era un incendio, así que muchos continuaron en
sus puestos de trabajo, como Natalia Hmyzina (2):
“La central estaba en frente de la fábrica y ese día me
tocó el turno de noche. Acababa de comer cuando
de repente se escuchó una explosión. No solo hubo
una, la segunda fue más alta, llegó hasta el cielo”.
O como los habitantes de Ucrania, que hacían
su vida normal cuando sucedió todo, como el
militar Anatoli Rodenko (3): “Cuando pasó el
accidente, trabajaba en una fábrica de pesca-
dos en Kiev. Nadie sabía nada de lo que esta-
ba ocurriendo. Lo supimos después de un mes”.
Los niveles de radiación eran cada vez mayo-
res, los bomberos agonizaban y los trabajadores de
la central vomitaban sangre. No sabían qué pasa-
ba exactamente, pero a esas alturas tenían sospe-
chas de que no era un simple incendio. El fuego se
E
ra la 1:23 de la mañana y 40 segundos después
de dar inicio a la prueba se sucedieron dos ex-
plosiones en el cuarto bloque de la central. La
segunda explosión provocó la apertura del núcleo
del reactor, que a la vez estaba siendo devorado por
el fuego. Como consecuencia, cientos de trozos de
grafito, un mineral altamente contaminante, salie-
ron propulsados hacia los alrededores de la central.
Acababa de ocurrir, la que es hasta hoy,
la catástrofe nuclear más grande la historia.
La alarma de incendios saltó dos minutos des-
pués. Inmediatamente, el departamento de bom-
beros de la central nuclear comenzó la tarea de ex-
tinción del fuego, que se expandía por la sala del
reactor y el techo de la sala central de la maquinaria.
A lo largo de la noche, llegaron desde Prí-
piat, Ivankiv y Poliske refuerzos para re-
levar a sus compañeros en esta tarea.
Uno de los cientos de bomberos que trabajaron
aquella noche fue Mykola Shumak (1), de Ivan-
kiv: “En dos horas, estábamos allí. Permanecimos
en el lugar solo 40 minutos, porque había mucha
radiación y tuvimos que irnos. Cuando llegamos
a la central, se llevaban a los bomberos de Prí-
piat al hospital y luego nos llevarían a nosotros”.
Los bomberos seguían las órdenes de la cen-
tral y continuaron vertiendo agua sobre el reactor
(1) Mykola Shumak (2) Natalia Hmyzina
21
extinguió tres horas más tarde, aunque el núcleo del
reactor continuaba ardiendo debido a un conjun-
to de masas nucleares compuestas de combustible.
El equipo directivo de la central se dio cuen-
ta de que lo que estaba ocurriendo era algo se-
rio. Llegaron a la conclusión de que, para fre-
nar la radiación masiva, debían arrojar una
mezcla de boro, dolomita (elementos químicos)
junto arena, barro y un compuesto de plomo des-
de unos helicópteros que sobrevolarían el reactor.
En las semanas siguientes se necesita-
ron más de 5000 toneladas de este compues-
to para disminuir las consecuencias fatídicas
de la explosión. Pero, aún así, no fue suficiente.
Contaminados hasta hoy
Esto sería solo el inicio de una radiación que conti-
núa en la actualidad. Las nubes, el viento, el suelo
y las personas estaban ya contaminados. No había
marcha atrás. Las partículas radioactivas alcan-
zaron una altitud de 1,5 kilómetros y con la fuerza
del viento viajaron por toda Europa, aunque los
principales afectados fueron Ucrania y Bielorrusia.
La agonía fue la protagonista de aquella noche en
Chernóbil. Mientras una parte de la ciudad dormía,
militares, bomberos y trabajadores de la central ha-
“Cuando pasó el accidente
trabajaba en una fábrica de
pescados en Kiev. Nadie sabía nada
de lo que estaba ocurriendo.
Lo supimos después de un mes”.
“No escuché nada raro. Estuve
trabajando con el equipo de obras
y tenía que ir al bloque 4. Cogí el
autobús como todas las mañanas y
en el camino veía fuego. El jefe nos
dijo que nadie podía entrar en la
central. Nos tuvimos que ir a casa.
Esa misma tarde llevamos a nuestros
hijos a los columpios”.
cían todo lo posible para solucionar aquella catás-
trofe. Incluso hubo trabajadores de la propia central
que esa misma mañana se levantaron como todos los
días para ir a trabajar, como es el caso de Ivan Kuz-
min (4): “No escuché nada raro. Estuve trabajando
con el equipo de obras y tenía que ir al bloque 4. Cogí
el autobús como todas las mañanas y en el camino
veía fuego. El jefe nos dijo que nadie podía entrar
en la central. Nos tuvimos que ir a casa. Esa misma
tarde llevamos a nuestros hijos a los columpios”.
A las seis de la mañana murió la primera persona
afectadaporlaradiación,segúndatosdelMuseoNacio-
nal de Chernóbil. En los tres meses siguientes fallecie-
ron 49 más debido a la alta exposición radioactiva. Los
datos actuales sobre el número de personas afectadas
son muy dispares. Según la Asociación Internacional
de Médicos para la Prevención de la Guerra Nuclear,
murieron entre 50 000 y 100 000 liquidadores que se
encargaron de reducir las consecuencias del desastre,
y más de 600 000 quedaron inválidos. Sin embargo,
la Organización Mundial de la Salud declara que el
número de fallecidos contabilizados y futuras muertes
se estima en 4000 de los 600 000 afectados en total.
(3) Anatoli Rodenko (4) Ivan Kuzmin
22
LOS LIQUIDADORES:
EL OLVIDO DE LOS VIVOS
23
Se mudaron a Chernóbil en busca de oportunidades la-
borales. Realizaron tareas de reconstrucción en la central
tras la explosión. Continuaron trabajando en la zona du-
rante años a pesar de la peligrosidad. Treinta y tres años
más tarde, viven en Kiev aquejados de las enfermedades
provocadas por la radiación. Olvidados por el gobierno y
por la sociedad, ellos reivindican su recuerdo.
Texto por JAVIER MEDRANO
Dmytro Mikhalkov posa con rostro serio.
Fotografía Javier Medrano.
24
N
adie apostaría que Ivan Kuzmin es un in-
válido de guerra. La estatura superior al
metro noventa y su complexión corpulen-
ta podrían confundirle con un antiguo ba-
loncestista. O con un boxeador. No así con una per-
sona de 61 años que llegó a absorber cuatro millones
de microsieverts, una cantidad 500 000 veces supe-
rior a la establecida como peligrosa. La historia de
Ivan comienza en 1980 con el abandono de su Rusia
natal destino Chernóbil. Le convenció su hermana,
que ya vivía allí. Tardó poco tiempo en encontrar tra-
bajo en la unidad de turbinas de la central. También
encontró el amor. En la residencia en la que se hos-
pedaba, una chica desatendida por su acompañante
buscaba con quién ir al cine. Cuatro meses más tarde
Ivan y Tatiana se casaron.
Dmytro Mikhalkov tiene 65 años y vive a esca-
sos metros del parque Desnyans´kyy. Alza el brazo
y señala un bloque de apartamentos. A escasos me-
tros del río la niebla es densa y por primera vez hace
frío desde que llegamos a Kiev. Menos para Dmytro.
Una fina chaqueta de chándal es lo único que viste
para cubrir su torso. Si Ivan fuese boxeador, Dmytro
hubiese sido el rival al que hubiese tumbado en la
lona. Sus enormes ojos azules, su excéntrico cabello
y, sobre todo, su dentadura dorada no le confieren
el aspecto de quién ha sido un héroe para todo un
continente. En 1974 realizó el servicio militar y en
1975 se mudó a Chernóbil. Trabajaba en construc-
ción. De cualquier tipo. Desde escuelas y casas hasta
la creación del primer y segundo reactor pasaron por
sus manos. Posteriormente lo contrataron en una
empresa estatal, lo que le obligó a viajar por toda la
Unión Soviética.
En el hipotético combate de boxeo, Vadym
Amirov hubiese sido el árbitro. Aquel que vigila el
cumplimiento de las normas del juego. Vadym traba-
jó en la central de Chernóbil durante trece años. En la
actualidad, jubilado por problemas de salud, lleva más
de una década reivindicando las pensiones y derechos
civiles que les habían prometido. En una de las mani-
festaciones conoció a Dmytro y a Ivan. Cuando este úl-
timo le llama por teléfono apenas tarda diez minutos en
aparecer en el parque con una gorra azul claro. “Es mu-
cho más fácil poner monumentos que cuidar de los vivos”,
lamenta Dmytro recorriendo el entorno con la mirada.
Repite la frase que dijo en diciembre de 2006 cuando el
parque fue inaugurado por motivo del vigésimo aniversa-
rio de la construcción del primer sarcófago.
La explosión del reactor cuatro de la central nuclear de Chernóbil propició una situación devastado-
ra para cientos de miles de personas. Aquel estallido desestabilizó los cimientos de la Unión Soviéti-
ca y desestructuró las paredes de un estado federal cuyo último muro caería tres años más tarde en
Berlín.
Entre las más de 800 000 personas que trabajaron en las labores de contención de radiación y la
reparación de la central nuclear figuran un puñado de protagonistas que emigraron a Chernóbil y
Prípiat en busca de un futuro exitoso. Unos pocos ciudadanos se convirtieron en testigos de la ciu-
dad más avanzada de toda la Unión Soviética. Un reducido número de seres humanos que vivieron
de primera mano el antes, durante y después de una catástrofe que jamás debería haber ocurrido.
El cauce del río Dnipro divide en dos la ciu-
dad a su paso por Kiev. El margen izquier-
do lo ocupan edificios gubernamentales, el
centro de la ciudad y barrios residenciales.
El margen derecho, barrios pobres como
Troieshchyna, en el que muchos liquidadores
han establecido su hogar. No es casualidad
que el barrio albergue el parque que les rinde
homenaje. De la misma manera que lo hace
el río Dnipro, el 26 de abril de 1986 dividió la
vida de miles de ciudadanos en dos márgenes.
Opuestos el uno del otro, sus vidas las separó
un caudal repleto de radiación.
25
La central nuclear de Chernóbil comenzó a
funcionar en 1977. La idea inicial era contar con
un total de doce reactores, de manera que los más
nuevos fuesen más modernos y desarrollados. A
pocos kilómetros se levantó una ciudad, Prípiat,
que diese cabida a los miles de trabajadores que
aglutinaban la central. Para Dmytro fueron con
total seguridad los mejores años de su vida. Vi-
vía en la calle Sportif de Prípiat junto a su mujer,
Anna.
Por aquel entonces, Prípiat contaba con todos
los lujos y comodidades de la que fue la ciudad
más cosmopolita de la Unión Soviética: había un
café, un teatro e incluso un palacio de congresos.
Pero lo que más le gustaba a Dmytro eran las po-
sibilidades que ofrecía una urbe construida en
medio del bosque. Le encantaba pescar y recoger
setas. La noche previa a la explosión, Dmytro ce-
lebró el cumpleaños de su sobrino. Le esperaban
en casa su hijo Anton y su mujer embarazada.
Ese mismo día por la mañana, Ivan estuvo
trabajando junto al equipo de obras en el reactor
cuatro de la central. Al acabar el turno, volvió a su
apartamento. Tenía tres habitaciones: una para
él y Tatiana, otra para su hijo Zhenia, de cinco
años, y una tercera para su hijo Maxsim de dos.
Cuando Ivan era pequeño, había un juego infan-
til que permitía, con unas agujas, predecir el nú-
mero de hijos que alguien iba a tener. A él le pro-
nosticó que tendría dos hijos y una hija. El día
que explotó el reactor, su mujer estaba embara-
zada de una niña. Decidieron abortar por miedo
a las consecuencias de la radiación.
Aquella fatídica mañana, Ivan cogió el autobús para ir a
trabajar. Había llamas en la central, por lo que su jefe les
dijo que nadie podía entrar ahí. Pasó el resto del día con su
familia. Pasearon junto a la noria, jugaron en los columpios
y hasta tomaron helado. Esa misma tarde, una enfermera
del hospital de Prípiat les comunicó que se prohibía salir
de casa. Al día siguiente, su mujer y sus dos hijos fueron
evacuados. Engañados por las autoridades, creyeron que
se trataba de un desalojo de tan solo tres días. Ivan tardó
casi tres meses en reencontrarse con ellos. Viaje en avión
y trayecto en taxi de por medio, se reencontraron en Kazán
(Rusia), donde vivían los padres de Tatiana. Dmytro tuvo la
fortuna de poder abandonar la zona junto a su familia. El 27
de septiembre fueron evacuados a un pueblo cercano en la
región de Polissia. Pero, consciente del riesgo real que su-
ponía permanecer cerca de la central, se marcharon a Kiev y
posteriormente al sur de Ucrania. Entonces su mujer estaba
embarazada. Seis meses después nació su hija Valentyna.
Estaba sana.
Vadym Amyrov
levanta el pelo
de Dmytro Mikhalkov.
Fotografía Javier Medrano.
26
Ivan Kuzmin, Dmytro Mikhalkov y Vadym Amyrov, liquidadores de la
central de Chernóbil.
Fotografía Javier Medrano.
27
El día de la evacuación de Prípiat, Ivan se despi-
dió de su familia. También del color de su pelo.
A sus parientes los volvería a ver en dos meses.
Su cabello, sin embargo, se mantiene canoso 33
años después. Cuenta que, mientras veía los au-
tobuses abandonar la ciudad, sintió que hubiera
una pared delante suya. En ese momento, su pelo
se convirtió en un montón de mechones grises.
Desde el momento de la explosión hasta 1989, Ivan estuvo tra-
bajando en labores de reconstrucción de la central. Su tarea:
separar el tercer reactor, aún en funcionamiento, del reactor
número 4 que había quedado destruido y emanaba radiación.
Durante meses durmió en barcos que la Unión Soviética había
desplazado a la zona afectada.
Ivan era consciente del peligro de la radiación. Sin embargo,
asegura que, de suceder de nuevo, “lo hubiera hecho otra vez”.
Que la central funcionase de nuevo era trabajo suyo. Por ello,
cuando nadie se atrevió a la desactivación de maquinaria pesa-
da del reactor 4, él fue el único de su departamento dispuesto
a dicho encargo.
Los altos mandos del Gobierno establecieron los turnos de
trabajo de quince días laborables y quince de descanso. Cuando
Ivan no trabajaba, volvía a Kiev, donde su familia se estableció
de manera definitiva.
De los trece años que Vadym trabajó la central de Chernóbil,
seis años y medio transcurrieron en el departamento de segu-
ridad de radiación. Tan solo en mayo del 86 recibió más de
la mitad de la dosis anual permitida. Cuando salía a medir los
niveles de radiación se colocaba una mascarilla para poder res-
pirar. Tenía filtros que le protegían del polvo. Pero Vadym era
consciente de que los gases ionizantes atravesaban sin impedi-
mento aquella mascarilla. Cuando esto ocurría, Vadym perdía
la voz durante días.
Dmytro, que pudo abandonar Chernóbil con su familia, de-
cidió volver a principios de junio a trabajar. Lo hizo de manera
ininterrumpida hasta 1989.
Aquel año, tanto Ivan como Vadym y Dmytro seguían traba-
jando en la central de Chernóbil. Las autoridades obligaron a
todos los empleados de la central a irse a vivir a Slavutich, una
ciudad construida tras la tragedia. Sin embargo, ninguno de los
tres quiso vivir en una zona tan contaminada y tan cercana a la
central, y dejaron su trabajo.
En 1990 Ivan comenzó a trabajar en la administra-
ción de almacenaje de datos sobre radiación. Se ju-
biló en 1996 con una discapacidad de segundo grupo
y el certificado de inválido de guerra. Tenía 38 años.
Sufre dolores en la cabeza, brazos y rodillas y lleva
prótesis dentales.
Vadym sufrió una dolencia en las piernas y ha sido
operado recientemente de cataratas. Se ha gastado
más 10 000 euros en esta última operación. Para él
los liquidadores ucranianos son los peores tratados.
“En Lituania a un liquidador le costearon dos opera-
ciones de corazón. Y Lituania también formó parte
de la Unión Soviética”, comenta resignado.
Dmytro fue el único en volver a trabajar en Cher-
nóbil. Desde 1993 hasta 1999 se encargó del funcio-
namiento de los sistemas de calefacción. Le despi-
dieron por problemas de salud. Tenía 43 años. De
sus trece compañeros solo cinco siguen con vida.
Para Dmytro “no hay nada ahora. El gobierno espera
que nos muramos, pero no lo vamos a hacer toda-
vía”.
En las aldeas cercanas a Chernóbil los inodoros se
encuentran afuera de las casas y las alfombras tendi-
das sobre el cemento cumplen el papel de suelo. En
Kiev un trayecto en Uber cuesta dos euros y el salario
medio son 12 000 grivnas, 450 euros.
Ivan ha batallado en los juzgados durante diez
años para demostrar que era liquidador. Durante esa
década cobró la mitad de la pensión que le corres-
pondía y que ahora asciende a 8200 grivnas (300
euros).
Dmytro vivió el mismo proceso y ahora percibe
8200 grivnas (300 euros). Vive en un apartamento
de tres habitaciones. En una duerme él; en otra su
mujer, de la que está separado; en la habitación res-
tante y en la sala de estar se las reparten dos de sus
hijos con sus respectivas parejas e hijos.
Vadym apenas recibe 3300 grivnas (130 euros).
No ha podido certificar que trabajó como liquidador
en la central tras la explosión. Vadym tuvo que gas-
tar todos sus ahorros para pagar su operación de ca-
taratas. Mientras tanto existen ciudadanos que com-
pran certificados de liquidador y reciben pensiones
de hasta 15 000 grivnas.
a conocer al mundo. La central nuclear de Cher-
nóbil se mantuvo operativa hasta 1999. Ciuda-
danos ucranianos operaban en los reactores 1,
2 y 3 aún en funcionamiento. Sin embargo por
primera vez fueron compañías extranjeras las
responsables del recubrimiento del reactor nú-
mero 4 con el nuevo sarcófago.
El 24 de agosto de 1991 el Parlamento ucraniano aprobó la
declaración de independencia del país. Dejaba de pertene-
cer a la Unión Soviética 72 años después. Los noventa sir-
vieron como década de transición para un país que se daba
28
Ivan Kuzmin, Dmytro Mikhalkov y Vadym Amyrov posan en el parque de
Kiev que rinde homenaje a los liquidadores
Fotografía Javier Medrano.
29
Ivan no va al médico: “Me caen mal”. Dice que son
muy corruptos. Por su discapacidad debería reci-
bir medicamentos gratis, pero para tener recetas,
hay que dar sobornos. Un día, en la farmacia, le
dieron dos lotes de medicamentos y el médico le
llamó exigiéndole un lote. Ivan le entregó los dos
y se fue. Ivan tiene muchas medallas, pero no se
las pone: “Me da vergüenza, pensarán que estoy
presumiendo”. Él no siente orgullo. Él siente olvi-
do. Denuncia que tras la explosión todo el mundo
ayudaba y mandaba dinero, pero que todo se lo
quedaron los de arriba. Ivan espera que sus hijos
lo hagan abuelo de una nieta en una familia de
hombres.
A Vadym le pedían 700 dólares por un certificado de
enfermedad. Se negó a pagar y fue a hablar en per-
sona con el viceministro de salud. Consiguió el certi-
ficado en tres semanas y gratis. “Cuando vas camino
a Chernóbil, hay un monumento a los liquidadores.
En Ivankiv también. En total, tres monumentos en
70 km. Pero luego los liquidadores que siguen vivos
nadie cuida de ellos”, lamenta Vadym.
A Dmytro cualquiera lo tacharía de loco. Cuando
va al psicólogo, le preguntan cómo duermen cinco
familias en un apartamento. Él responde que los pri-
meros ocupan el sofá y las camas y el resto, el suelo.
Cuando le preguntan si bebe alcohol, él responde
que a ver qué ofrece, que si ha preguntado es por-
que tiene que tener. Para Dmytro, en la vida siempre
hay que tener un objetivo: “Si tu objetivo es construir
una casa, constrúyela. Solo así se puede vivir”. Su ob-
jetivo personal es casar a los nietos y tener bisnietos.
30
LOS OTROS LIQUIDADORES:
PRIVILEGIOS DE SER UN HÉROE
Javier Medrano
Valentyn Krupevich (izquierda) y
Victor Kulyk (derecha) en Prípiat
antes de ir a trabajar.
Fotografía cedida por
Valentyn Krupevich.
31
Valentyn Krupevich tiene 66 años. En 1987 co-
menzó a trabajar en las labores de reconstrucción
de la central nuclear de Chernóbil. Es ingenie-
ro especializado en la instalación de plantas de
energía nuclear. Fue supervisor en las obras que
desarticularon el reactor número 4 y posterior-
mente se encargó de la construcción del primer
sarcófago de Chernóbil.
Victor Kulyk tiene 65 años y es ingeniero ter-
mofísico especializado en centrales nucleares..
Su trabajo: poner en funcionamiento dichas cen-
trales. Victor trabajó en la puesta a punto del re-
actor 3 y del reactor 4. Tras el accidente, volvió a
Chernóbil en 1991 para supervisar la nueva ope-
rativa de la central, vigente hasta el año 2000.
Recientemente ha vuelto a la zona para construir
una fábrica que elimine el fuel que permanece en
la central desde 1986.
Valentyn y Victor se desplazaron a Chernóbil
por decisión propia y bajo su responsabilidad.
Ambos tenían la mentalidad de que “había que
ir para ayudar”. Pero no les obligaban. En aquel
momento no sabían ni el tiempo que iban a pasar,
ni el dinero que les iban a dar. Valentyn y Viktor
llegaron a cobrar cinco veces el sueldo medio.
Al momento del accidente y en los años cer-
canos, reconocen que tanto el gobierno como la
sociedad se portaban bien con ellos. “La gente te
hacía honores, te dejaban el asiento del autobús
y no pagabas”, cuenta Valentyn. Pero poco a poco
su trabajo y valentía comenzaron a dar igual. El
gobierno les quitó las ayudas y su salud se vio
afectada por la radiación.
Para Victor, su trabajo consiste en intentar
resolver problemas. “No hay instrucciones exac-
tas”. Por eso, para él “es un honor haber ayuda-
do a tanta gente” .
Valentyn Krupevich y Victor Kulyk posan con unos amigos. Al fondo, Prípiat.
Fotografía cedida por Valentyn Krupevich.
Victor Kulyk en su despacho de Prípiat.
Fotografía cedida por Valentyn Krupevich.
Valentyn Krupevich, Victor Kulyk y un amigo en un parque de Prípiat.
Fotografía cedida por Valentyn Krupevich.
32
1. TRABAJAR CON PERSONAS RELEVANTES
Cuando Valentyn Krupevych trabajó en Chernóbil en el año 87, lo hizo al lado de
personalidades como Boris Shcherbina, vicepresidente del Consejo de Ministros,
o Valery Legasov, jefe de la comisión investigadora del desastre de Chernóbil.
“Shcherbina era una persona muy seria, muy fuerte. Legasov era muy amable, muy
ligero. Él sufría muchísimo, era una persona muy fuerte para soportar todo eso, él
sentía que era su culpa”.
9. LA EXPLOSIÓN QUE PASÓ DESAPERCIBIDA
Valentyn cuenta que año y medio después del desastre, hacia oc-
tubre o noviembre del año 87 se produjo una explosión que des-
encadenó un enorme incendio en la sala de turbinas del bloque.
Sin embargo, los medios nunca hablaron de dicho suceso. “No se
hablaba de eso, todos callaban”.
10. UN HOGAR EN LA CIUDAD ABANDONADA
Una vez Prípiat fue desalojada, algunos apartamentos fueron
cedidos a los trabajadores destinados a la central. Valentyn pasó
meses durmiendo en aquellas paredes que un día fueron de otros.
“Uno o dos años después vinieron los dueños del apartamento en
el que nos alojábamos gracias a un permiso. Cuando vieron que
al contrario que la gran mayoría, el suyo estaba cuidado, rompie-
ron a llorar”, sentencia sonriendo.
8. CUÁNTA CULPA TUVO LA URSS
Para ambos, mucha culpa de las horribles consecuencias fue del sis-
tema soviético. “Pero no eran el mal del mundo”, sentencia Valentyn.
Para ellos la Unión Soviética también tenía cosas buenas. Tanto Victor
como Valentyn coinciden en que a día de hoy sería imposible conse-
guir una línea de 20 kilómetros de autobuses, para desalojar a 40 000
personas, en tan solo un día.
11. ¿A FAVOR O EN CONTRA DE LA ENERGÍA NUCLEAR?
No dudan. No hay nada que pueda aportar la misma energía. “El viento y
el sol son buenos, pero la energía nuclear es lo más rentable y potente” , dice
Victor. Pero apunta que es imprescindible la seguridad.
13. REACCIÓN DEL CUERPO A LA RADIACIÓN
La reacción del cuerpo a la radiación depende mucho de cada organismo. Valen-
tyn conoce quien con transplante de médula vive a día de hoy y quien ha fallecido.
Ambos tienen muchos amigos que han muerto, y que han pasado años y no se sabe
exactamente por qué. “A un amigo le empezó a salir pelo por todo el cuerpo, se
hinchó y murió”, explica Valentyn. Victor conoce a tres trabajadores que estudia-
ron con él y que murieron poco después de la explosión.
12.LA RADIACIÓN A LARGO PLAZO
Para la radiación ha pasado muy poco tiempo. No se sabe cómo Chernóbil
va a influir en las futuras generaciones. “Ya se verá”, dice Victor. El cómo
afecta la radiación a la gente está poco estudiado. Es muy costoso y muy
difícil.
33
4. SU PRIMERA IMPRESIÓN DEL JUICIO
El juicio se celebró en la localidad de Chernobyl en el año 1987. “Esperaba
algo enorme y mediático. Sin embargo fue a puerta cerrada. Me pareció cutre
y rápido, estaba decepcionado”, relata Valentyn. En la sala apenas había 60
personas. El proceso judicial era similar al de cualquier otro crimen. Ade-
más, en la Unión Soviética las sentencias se hacían previas al juicio por lo
que ya se sabía la condena.
5.VICTOR BRIUJANOV, ANATOLY DYATLOV Y NICOLAI FOMIN
El 29 de julio de 1987 Briujanov, Dyatlov y Fomin fueron condenados a
10 años de reclusión en un campo de trabajos forzados por el Tribunal
Supremo soviético como responsables del accidente ocurrido en esa
planta el 26 de abril de 1986. Valentyn, presente durante el juicio,
contradice la actitud de los condenados mostrada por HBO: “Al con-
trario de lo que muestra la serie ellos no hablaban. Estaban cabizba-
jos. Sabían y entendían que eran culpables. Era una culpa pero no era
directa”. Diatlov falleció en 1995 y Briujanov y Fomin continúan con
vida a día de hoy.
2. VALERY LEGASOV, UN HÉROE DE VERDAD
Para Valentyn Krupevych, si existe un héroe por encima del resto, ese es Valery Legasov. “Lega-
sov es un héroe de verdad”. En los meses posteriores a la explosión, los trabajadores realizaban
turnos de quince días de trabajo y quince de descanso. Legasov llegó a Chernóbil en la primavera
del 86 y hasta el otoño estuvo sin salir. “Como cada persona puede haber cometido errores pero
él si que es un héroe. Solo él insistió en evacuar a la gente cuando el Gobierno quería tapar todo”.
3. EL PAPEL DE LEGASOV EN EL JUICIO
Como trabajador de la central, Valentyn Krupevich consiguió una acreditación
para asistir al juicio contra Nicolai Fomin, Anatoly Dyatlov y Victor Briujanov.
El juicio se celebró ya en el año 1987 en el juzgado principal de Chernóbil. Va-
lentyn corrobora que cómo sucede en la serie de HBO, Legasov “no culpaba, su
papel era el de un experto que explicaba los peligros del accidente”.
7. QUÉ FALLOS PROVOCARON EL ACCIDENTE DEL 26 DE ABRIL DE 1986
Victor Kulyk es ingeniero termofísico encargado de poner en funcionamiento
centrales nucleares a lo largo y ancho del mundo. Recientemente ha trabajado en
Irán, donde el sueldo “es muy bueno”. Para Victor, existen dos grandes culpables
del accidente del 26 de abril: las personas, que no cumplieron las normas de ma-
nejo de la central y la construcción errónea de la propia central.
6. DIFERENCIAS ENTRE LA SERIE CHERNOBYL Y SUS VIVENCIAS
Valentyn y Victor han visto la serie. Victor recuerda que lo primero que sintió
fue “horror”. Aunque les ha gustado y opinan que refleja bien los hechos y da
la sensación de la época, encuentran algunos fallos en la trama. “La historia
de los buzos no es real, la central no estaba inundada. Además dos siguen con
vida, y el que murió lo hizo en un accidente de tráfico”, cuenta Victor. Tam-
bién cree que es mentira que se matara a los animales. Él llegó a ver lobos y
ciervos y conoce trabajadores americanos que adoptaron perros y cachorros.
Permisos de trabajo anuales y meda-
llas al mérito de Valentyn Krupevich,
junto a una foto de él trabajando en la
central.
Fotografía Edel González.
34
Svetlana Alexiévich, en su última visita a Madrid.
Fotografía cedida por Fundación Telefónica.
35
SVETLANA ALEXIÉVICH
Autora de Voces de Chernóbil
La Premio Nobel de Literatura
charla sobre el amor, la muerte y
la necesidad de dar voz a los que
no la tienen
Ana Terreros
E
n el rostro de Svetlana Alexiévich (Stanis-
lav, Ucrania, 1948) se adivina el peso de
todos los testimonios que ha escuchado a
lo largo de su vida. Es una mujer seria, de
mirada cansada, pero que todavía le brilla al hablar
de lo que más le apasiona: la escritura. Con la mirada
fija en el suelo, Alexiévich habla pausada, pero sin
tapujos, de cualquier tema, desde Trump al Kremlin.
Su defensa y práctica de la honestidad periodística
la han convertido en enemiga de las autoridades ru-
sas, que han llegado a prohibir algunos de sus libros,
como Voces de Chernóbil o Los muchachos del Zinc.
En 2015, la escritora recibió el Premio Nobel de
Literatura por su obra Voces de Chernóbil, publica-
da en 1997. Durante diez años, Alexiévich se dedicó
a recopilar historias para después plasmarlas en su
obra y dar a conocer al mundo una verdad de la que
no se sabía demasiado. Los escritores y periodistas,
según ella, se deben encargar del trabajo que no inte-
resa a los historiadores, “coleccionar los relatos poco
heroicos, las pequeñas verdades”. La premio Nobel
encuentra aquí el mayor problema de la historia:
“Hoy, la gente quiere saber más sobre el mundo de
los sentimientos —apunta—, pero la historia mira de
lejos esas realidades humanas”. Por eso, como expli-
có en la conferencia que dio el 4 de octubre en el Es-
pacio Telefónica en Madrid, Alexiévich ha intentado
a lo largo de su vida escuchar las voces del mundo
entero, las que para ella son “portadoras de la gran
verdad, no están manchadas por la propaganda y
muestran la vida tal y como es”. El aumento de noti-
cias falsas en los últimos años ha revalorizado la fi-
gura del testigo. “Lo único que permanece constante
es la vivencia del testigo; las circunstancias cambian,
pero no lo que él vio en persona”, relata la bielorrusa.
En la actualidad, Alexiévich dedica sus días a es-
cribir dos libros al mismo tiempo. Uno sobre el amor,
el otro sobre la muerte. Son dos temas que le generan
incertidumbre porque, dice, “se escapan sin prestar-
se a interpretaciones”. En su relato sobre el amor, la
autora pretende plasmar este “milagro” a través de
diferentes voces que hablan sobre muchos tipos de
amor, pero sin querer caer en los cánones tradiciona-
les. Lo verdaderamente enigmático para Alexiévich es
la vejez y la muerte. “La ciencia nos ha regalado más
años de vida”, explica. “Así, se acaba nuestro proyecto
vital, pero aún te queda mucho tiempo por delante y,
¿cómo se sigue viviendo?”, continúa. Esa gente que
se pregunta por qué sigue viva, que se plantea cómo
aprovechar ese tiempo, es la que le interesa a la escri-
tora para sus libros. Para ella, “el sentido de la litera-
tura es aportar una nueva visión”, y eso es lo que trata
de conseguir con sus obras: no repetir cosas banales.
Aunque su verdadera pasión siempre haya sido
la escritura, Alexiévich es periodista de formación.
Inevitablemente, se muestra preocupada por una
realidad cada vez más visible: la bajada del nivel inte-
lectual que deriva en la banalización del periodismo.
“Las historias del pasado te torturan”
36
La bielorrusa achaca a Internet parte de la culpa
de esta caída de la cultura: “Es un vertedero de in-
formación en el que nadie explica los motivos por los
que actúa”. Para recuperar el buen periodismo, una
de las soluciones que encuentra está en la empatía,
cualidad imprescindible para aquellos que dediquen
su vida al mundo de la comunicación. “La gente
siempre está abierta al diálogo, pero tiene que ver
que empatizas con ella para abrirse a ti”, relata. Esto
lo recoge en sus diarios, en los que reflexiona sobre
su manera de trabajar y que no descarta publicar en
un futuro. La clave de su escritura, desvela, está en
entender. “Yo no escribí Voces de Chernóbil para
ganar el Nobel, sino para intentar comprender lo
que había pasado allí”, afirma Alexiévich. Recuerda,
por ejemplo, a algunos testigos de Chernóbil que,
cuando le contaban sus historias, le pedían que las
difundiera para que alguien buscase una explicación
a lo que habían vivido. “La literatura es mi forma de
ver y oír el mundo”, resalta.
En Afganistán, Alexiévich estuvo cara a cara con
La literatura es mi forma
de ver y oír el mundo.
la muerte, y desde entonces no ha olvidado su ros-
tro. “¿Cómo voy a dejar de pensar en lo que he vis-
to allí?”, se pregunta. Después de ver cómo alguien
mata a su prójimo, continúa con su vida como si
nada y además obtiene insignias y reconocimientos
por ello, la periodista se ha convertido en rehén de
una historia que vivió desde un segundo plano. “Es
normal si te dedicas a esto”, añade. Lo mismo le ha
ocurrido con Chernóbil. Al “entrometerse” en la vida
de la gente, acabó por ser una más de los protagonis-
tas de sus historias. “Para extirpar las profundidades
de una persona, tienes que conocer esas oscurida-
des”, explica la autora. “Recomponerse de escuchar
tanta vida rota no es posible: esas historias del pasa-
do te torturan”.
El Premio Nobel de Literatura que recibió en
2015 hizo resurgir un tema que había permanecido
Svetlana Alexiévich charla con el periodista de El Mundo
Antonio Lucas.
Fotografía cedida por Fundación Telefónica.
“
”
37
silenciado muchos años: el desastre de Chernóbil. Aunque
quizá, lo que descubrió a muchos el trabajo de esta escrito-
ra fue la serie Chernobyl, producida por HBO. Su guionis-
ta, Craig Mazin, leyó Voces de Chernóbil porque encontró
en él algo diferente al resto de libros sobre la catástrofe nu-
clear: hablaba de belleza a la vez que de tristeza. “En todo
lo que escribo tiene que haber ambas cosas —relata Alexié-
vich— porque en el mal hay belleza, en el terror también”.
Más de 650 millones de personas vieron la serie Chernob-
yl, basada principalmente en su relato, aunque con ciertos
toques ficticios. “Para mí es un misterio el porqué la han
visto”, añade confundida Alexiévich. Admite que le ha gus-
tado, aunque no trata algunos de los temas que a ella le
interesan como escritora. No cree que sea cuestión de que
el periodismo choque con unos límites que solo la ficción
puede superar, sino que ve en este éxito un signo de algo
que está surgiendo y desarrollándose en la actualidad: una
nueva conciencia ecológica que no existía en 1986. Según
la periodista, la herencia para los jóvenes es un mundo en
mal estado. “Estamos en una época que necesita de gen-
te como Greta Thunberg, que ha logrado levantar a toda
la juventud”, relata. “Debemos asumir catástrofes como
Fukushima y Chernóbil, y afrontar que tenemos que vivir
en un mundo lleno de peligros para los que no estamos
preparados”, concluye Alexiévich.
Para extirpar las profundidades
de una persona, tienes que conocer
esas oscuridades.
Al “entrometerse” en la vida de la
gente, Svetlana acabó por ser una
más de los protagonistas de sus
historias.
Alexiévich, junto a su traductora, firma libros tras su conferencia en
la Fundación Telefónica, en Madrid.durante la firma de libros.
Fotografía cedida por Fundación Telefónica.
“
“
”
”
38
LAS CICATRICES DE
LA RADIACIÓN
1. Filip desayunando en casa de su abuela.
Fotografía Edel González.
2. Letrero en el jardín de Vladyslav.
Fotografía Silvia Sanz de Ayala.
3. Yuriy Bulakh en Hryl’-Bar “Zhuravli”.
Fotografía Javier Medrano.
4. Vladyslav en el interior de su casa.
Fotografía Edel González.
1
2
3
4
39
La explosión del reactor cuatro de la central nuclear de Chernóbil liberó trillones de par-
tículas radiactivas. Harán falta más de 20 000 años para que las zonas cercanas a la
central vuelvan a ser seguras para la vida humana. Sin embargo, los habitantes de los
pueblos cercanos a la zona de exclusión no tienen tiempo para pararse a pensar en los
niveles de radiación. Cuidar de los nietos, tener algo que comer a diario o permitir a sus
hijos disfrutar la vida que ellos nunca pudieron ocupan todo su tiempo.
A más de 3000 kilómetros, las familias de Ivankiv, Orane y Stanyshivska nos abren las
puertas de sus casas, y también las de su corazón.
5. Mykola Shumak hablando de la tragedia de Chernóbil.
Fotografía Javier Medrano.
6. Ilata desayunando en casa de su abuela.
Fotografía Edel González.
7. Vadym Pashuk en su casa de Orane.
Fotografía Silvia Sanz de Ayala.
8. Camión de bomberos de Ivankiv.
Fotografía Javier Medrano.
5
6
7
8
40
Silvia Sanz de Ayala
“¡Ah! ¿Vosotros sois los que me vais a entrevistar luego?”, exclama un joven dirigiéndose al fondo
del autobús que realiza el trayecto Kiev-Ivankiv. Él es Vadym. Tiene veinte años y vive en la capital
ucraniana, aunque ahora se dirige a Orane, una pequeña aldea al norte de Kiev, para visitar a su
madre. Resulta curioso que, a 3000 kilómetros de casa, haya alguien que hable tan bien español,
pero Vadym no es el único joven en la zona que, siendo ucraniano, habla tan bien esta lengua.
Autobús línea Kiev-Ivankiv. Fotografía Edel González.
06.50
Irina es alta, tiene el pelo ondulado y los ojos azu-
les. Llega puntual a la estación ‘Polyssia’ de Kiev. Es
ucraniana y trabaja allí como intérprete. Al haber
estudiado entre la Alhambra y la ría de Bilbao, sabe
español a la perfección. Mientras se presenta, llega el
autobús con destino a Orane. Es pequeño, amarillo
y está un poco oxidado. Las cuatro plazas del fondo
son las únicas libres. A medida que Kiev queda atrás,
los altos edificios desaparecen y el paisaje se vuelve
más triste y lúgubre.
Tras una hora y cuarto de trayecto, el autobús se de-
tiene en Orane. Allí, junto a un Volkswagen Passat
negro y viejo, espera Yuriy Bulakh. Antes de poner-
se en marcha, saca una tarjeta de la guantera. En
ella están apuntados los nombres y direcciones de
algunas familias ucranianas que, de una u otra for-
ma, tienen presente en sus vidas el mayor accidente
nuclear de la historia: Chernóbil. Algunos son liqui-
dadores que lo vivieron en su propia piel, otros son
niños que, aunque no conocieron el desastre en pri-
mera persona, sufren las consecuencias que dejó en
su tierra y en sus seres queridos.
Yuriy e Irina yendo
a la primera parada.
Fotografía Edel González.
Reportaje patrocinado por
DJI ARS Madrid djiarsmadrid.es
41
Natalia Myzina en el salón de su casa. Fotografía Silvia Sanz de Ayala.
E
l edificio es viejo y está bastante
deteriorado, el color de la pintu-
ra está desgastado y las paredes
de la escalera que lleva al primer piso
están desconchadas. Tras una puerta
delgada y de metal, aparece, sonriente,
una señora de 69 años, cabello blanco
y corta estatura. Es Natalia Hmyzi-
na, una mujer que vivía en Chernóbil
cuando explotó el reactor de la central
de la ciudad.
Al entrar, dejamos los zapatos junto
a la puerta. El suelo, en lugar de tener
baldosas, está cubierto por alfombras.
Aunque están realizando obras y la
casa no está demasiado ordenada, el
apartamento es pequeño y acogedor.
Las paredes empapeladas están lle-
nas de recuerdos, como el de haber
presenciado en 1986 la explosión del
reactor cuatro de la central nuclear
Vladímir Ilich Lenin.
Natalia vive con sus dos nietos, Ila-
ta y Filip, en este apartamento de no
más de cincuenta metros cuadrados.
Aunque la madre de los pequeños está
viva, es frecuente que muchas no se ha-
gan cargo de los hijos y sean los abue-
los quienes se responsabilicen de ellos.
Mientras habla, se sienta en el sofá
porque, cuenta, se le cansan mucho las
piernas. Podría pensarse que se debe a
la edad, pero este es uno de los efectos
más comunes de la radiación. Tenía 36
años y vivía en Chernóbil cuando tuvo
lugar el accidente en la central.
El 27 de abril de 1986, se hizo lle-
gar un comunicado a los habitantes
de la zona cercana al reactor: “Debi-
do a un accidente en la central nu-
clear, se desalojará la ciudad durante
tres días”. Después de este periodo,
supuestamente, volverían a la nor-
malidad. Muy pocos lo sabían, pero
desde entonces Chernóbil se convir-
tió en una ciudad fantasma que nun-
ca volvería a ser habitada.
Solo podían llevarse lo esencial.
Natalia estaba tan impresionada que
no cogió nada, ni sus documentos de
identidad, ni dinero… Pensó que el
Primero de Mayo, el Día del Trabajo,
estarían de vuelta en su casa. “Mi ma-
rido era militar. Me dijo que volvería-
mos en un par de días, pero luego me
contó que sabía desde el principio que
nunca lo haríamos. Lo recuerdo cada
día”, relata con la mirada ausente.
Tiempo después, su marido murió de
cáncer debido a la radiación. A ella le
extrajeron el útero y admite que, aun-
que sea duro, no tiene otra opción más
que continuar adelante.
1ª parada: calle Chervonyi
shliakh, 07250, Orane
42
Llegó a su casa actual hace cinco años. No tenía ni
ventanas, ni puertas. Ni siquiera llegaba agua corriente.
Es más, actualmente solo dispone de ella a determina-
das horas. Poco a poco, ha conseguido sacar adelante su
hogar, pero tiene un sueño: “Quiero terminar de arre-
glar la cocina antes de navidades. Quiero que mis nietos
estén orgullosos de su abuela”, dice mientras sostiene a
Ilata y Filip sentados en sus piernas.
Hace 33 años de la catástrofe nuclear y, además de
que le cuesta recordar lo que pasó, se emociona ante la
mirada atenta de unos desconocidos. “Tienes, desde el
principio, que dejar todo”, consigue decir con mucho
esfuerzo. “Ojalá no hubiese pasado nada. Éramos muy
felices allí”.
Después de aquel trágico 26 de abril de 1986 que le
arrebató a su marido y parte de su vida, Natalia tuvo que
empezar de cero. No le ha quedado otra. Aun así, hoy
tiene suerte de ser una de las personas que, habiendo
vivido en primera persona el accidente, puede contar lo
que experimentó entonces.
Natalia dando el desayuno a Filip e Ilata.
Fotografía Edel González.
Natalia Myzina junto a su nieto, Filip, y su nieta, Ilata.
Fotografía Edel González.
43
L
a siguiente casa es de madera. Hay que atravesar
parte del huerto cultivado con patatas, lechugas y
zanahorias para llegar a la puerta de la vivienda. La
abre un chico alto, moreno y delgado. Es Vladyslav Ko-
sukha, tiene 16 años y ha disfrutado de más veranos en
San Sebastián que en Orane.
La casa es muy pequeña. En una misma habitación se
encuentra la cocina, el salón y el dormitorio. El techo está
pintado de azul y trata de disimular las goteras y el dete-
rioro de las vigas. El dormitorio, al fondo, está compuesto
por una mesa de escritorio que sostiene una televisión en
la que la hermana pequeña de Vladyslav está viendo un
programa de cocina. Enfrente, dos camas.
El adolescente se acerca a la nevera y despega una foto
tipo Polaroid. La enseña. Hay algo que resulta familiar.
Se trata de la barandilla de la playa de La Concha de San
Sebastián. Vladyslav forma parte del programa Asocia-
ción Chernóbil Elkartea desde hace diez años. “Ahora es
como mi otra familia. Me conocen muy bien, y yo a ellos.
Estoy muy agradecido por esta oportunidad”, dice muy
contento.
Mientras busca en el móvil una foto de su último verano
en la capital donostiarra, llaman a la puerta. Vladyslav
no espera a nadie, pero un rostro conocido inunda la vi-
vienda. Es una mujer alta, de pelo corto y negro, y una
amplia sonrisa. Se trata de Svitlana Shmagailo, monitora
de Asociación Chernóbil aquí en la aldea. “Vosotros sois
los navarros. Me hace mucha ilusión estar con vosotros”,
se atreve a decir con un español un poco ucranianizado.
Nos abraza.
Vladyslav comenta que le gustaría estudiar azafato de
vuelo y, si puede, llegar a convertirse en un buen piloto.
“Me encantaría estudiar en España. Tenéis mucha suerte
de vivir allí”, reflexiona. Habla varios idiomas: ucrania-
no, ruso, español, euskera. Y, ahora, está aprendiendo
inglés.
Gracias a Svitlana, Natalia y Vladyslav han podido
contar su historia. A esta altura del día, todavía queda-
rían diez personas por conocer. La visita de la monitora
es muy corta. El ser uno de los testigos del accidente nu-
clear hace que siempre tenga la agenda llena de compro-
misos. Se marcha emocionada.
Vladyslav y su hermana en su dormitorio.
Fotografía Edel González.
Vladyslav y
su familia de
San Sebastián.
Fotografía
Javier Medrano.
2ª parada: calle Naberezhna,
07250, Orane
44
E
n la misma calle, pero un poco más adelante,
vive Vadym Pashuk, el chico del autobús. Tras
la verja verde que rodea todo el terreno, se en-
cuentra una casa de ladrillo con el tejado de madera.
Al entrar, huele a nuevo. El suelo es parquet y el techo,
más bajo de lo que parecía. Se trata de una casa prefa-
bricada debajo de la estructura de la anterior.
La abuela de Vadym fue, y sigue siendo, liquida-
dora. Es una de esas personas que no quisieron huir
de la ciudad, a pesar de las consecuencias que eso
acarreaba. Hoy disfruta del silencio y la naturaleza
que han convertido Chernóbil en un paraíso natural
radiactivo. “Mis padres me decían: ‘Vamos a Kiev a
ver a la abuela’ y me montaban en el coche. Con seis
años era consciente de que me estaban mintiendo. Me
estaban llevando a Chernóbil, pero yo disimulaba”,
comenta Vadym.
Visita con regularidad Chernóbil y admite que se debe
a la tranquilidad que le transmite. Nunca ha tenido
miedo a la radiación. Sin embargo, lamenta que su
futuro no esté en Ucrania: “Por mí digo en cualquier
sentido que veo mi vida en España mucho mejor que
aquí”.
Lo que más llama la atención de Vadym no es la pe-
culiaridad de no tener miedo sobre la radiación, sino
la forma en la que habla de Ucrania. Una Ucrania que
Vadym junto al sarcófago de la central nuclear de Chernóbil en 2016
Fotografía cedida por Vadym Pashuk.
podría haberse convertido en una de los países más
poderosos del mundo, pero que debido a la presión
y las barreras de la Unión Soviética todavía hoy está
en guerra.
Su padre vive con su abuela. Los dos tienen el mis-
mo problema: dolores insoportables en las piernas.
Les molesta que a los turistas les dejen hacer lo que
quieran y gente que lleve toda la vida viviendo allí
tenga que estar sujeta a normas que no tienen mucho
sentido.
Por ejemplo, su abuela está en un programa que
se llama ‘Organización de Recuperación de Chernó-
bil’. Ahí hacen pruebas de comida, de peces y de carne
para ver si se está limpiando. Incluso tiene una huerta
donde come todos los productos. No obstante, existe
una norma que prohíbe pescar en Chernóbil. Vadym
defiende que es una tontería porque los peces migran
y se van a todos los ríos.
Mientras su madre prepara café con remolacha para
amenizar la charla, el joven enseña, orgulloso, foto-
grafías junto al nuevo sarcófago de la central. Es in-
evitable preguntarle si tiene miedo a la radiación. “Yo
tengo más miedo de nuestras carreteras y autobuses
que de Chernóbil”, dice Vadym provocando las carca-
jadas de tres miedicas que no saben que la radiación
es más alta en Orane que en Chernóbil.
3ª parada: calle Naberezhna,
07250, Orane
45
L
a casa está completamente hecha de made-
ra, tanto por dentro como por fuera. Para
entrar en el acogedor habitáculo hay que
pasar el jardín. Hay provisiones de leña, por lo
menos, hasta 2025. En el exterior también hay
un corral para las gallinas y un pequeño baño.
Todavía no tienen agua corriente en casa.
Tras un cuerpo cansado y vestido con pantalón
militar, una mirada profunda y humilde, y unos
pies descalzos se erige Anatoli Rudenko. Un año
después del desastre nuclear que conmocionó al
mundo, este hombre midió la radiación de nume-
rosos transportes que partían de Chernóbil.
En el punto de verificación paró un día un
autobús lleno de niños que viajaban tanto sen-
tados como de pie. “El autobús tenía muchísi-
ma radiación: cinco roentgens [unidad utilizada
para medir el efecto de las radiaciones ionizantes
(que puede modificar los electrones de un áto-
mo)], unas 125 radiografías de tórax, algo que
podía ocasionar la muerte de los niños”, recuerda
Anatoli. “Mi jefe dijo que había que devolverlos.
Paró a un autobús que iba de Kiev a Chernóbil, y
los cambió”, añade. El 30 de agosto cerraron ese
punto y despidieron a su jefe. Casi lo encarcelan.
Tres meses más tarde, Anatoli se alistó en el
ejército. Apenas se había convertido en un adulto
cuando llegó a su destino: Kazajistán. Sus cono-
cimientos sobre radiación hicieron que fuese el
encargado de desarrollar un plan nuclear secre-
to. La población de Kazajistán protestó mucho.
Era noviembre de 1987. Querían cerrar el polí-
gono nuclear. Les estaban disparando. Ellos no
podían responder al ataque, sólo disparar al aire,
así que no les quedaba otro remedio que prote-
ger el avión del comandante. Dos años más tarde,
llevaron a cabo las tres últimas explosiones. En
cuanto se ejecutó la tercera, Anatoli y sus com-
pañeros se escaparon de la base militar. “Firmé
un papel en 1989 que me obligó a callar durante
quince años. Ahora ya puedo contar todo lo que
viví allí”, explica Anatoli ante la atenta mirada de
su hija de quince años.
Se levanta del sofá y busca algo en un armario. Se
reincorpora con una caja marrón entre sus ma-
nos. Cuando la abre, se le escapa una sonrisa. En
su interior hay cinco tubos que parecen bolígra-
fos y algo similar a una batería del coche. Se trata,
en realidad, de un dosímetro del 86. Los tubos
Provisiones de leña.
Al fondo, el aseo de los Rudenko.
Fotografía Javier Medrano.
Anatoli Rudenko en el salón de su casa.
Fotografía Silvia Sanz de Ayala,
Comdedor-salón de la familia Rudenko .
Fotografía Javier Medrano.
4ª parada: calle Soborno, 07250,
Ivankiv
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son recargables. Se mira al sol por la parte superior,
fácil de distinguir por parecer una lupa, y se mide el
nivel de radiación gracias a una pequeña gráfica que
se encuentra en el interior del artilugio. Más que una
caja, es un tesoro. Decide regalarnos uno a cada uno.
Al principio de los años noventa, cuando la Unión
Soviética se desintegró, le dijeron que era muy jo-
ven y que, por ello, no podía ser liquidador [nom-
bre que recibieron las personas que minimizaron las
consecuencias del desastre nuclear del 26 de abril de
1986 de Chernóbil. Entre ellos se encuentran bom-
beros, científicos, trabajadores, y especialistas de la
industria nuclear]. Al no haber ejercido como tal, en
la actualidad no puede cobrar una pensión compen-
satoria. Esto le ha pasado factura, y cuando se jubile
dentro de cinco años, recibirá una pensión de 1800
grivnas, lo que equivale a 65 euros. Por el momento,
se conforma con disponer de una pequeña huerta y
electricidad. “Lo más importante de mi vida es mi
hija”, dice Anatoli mientras mira, emocionado, a Ka-
terine.
Anatoli Rudenko y Katerine Rudenko en la fachada de su casa.
Fotografía Edel González.
Dosímetro utilizado en 1986 tras la catástrofe. Fotografía Silvia Sanz de Ayala.
47
L
a noche del 26 de abril de 1986, justo antes de
la 1.30 de la madrugada, sonó el teléfono de la
estación de bomberos de Ivankiv. La central
nuclear de la ciudad más nueva y moderna de Ucra-
nia estaba ardiendo.
Mykola Shumak, jefe del parque de bomberos
en el momento de la explosión, dormía. Su mujer
se alarmó. El oficial le dio un beso y se dirigió a la
estación. “Llegamos a la
central a las tres de la ma-
ñana. Los trabajadores sa-
lían corriendo y nosotros
atravesamos las llamas
sin pensarlo. Daba mucho
miedo”, recuerda. Aquel
joven envuelto en un tra-
je de bombero amarillo y
con una manguera bajo el
brazo intentaba apagar el
fuego y el miedo de miles
de personas.
El tejado de la central
saltó por los aires. El suelo
estaba inundado de grafi-
to. Mykola detalla que un
compañero se metió un
trocito de este mineral en
el bolsillo: “Tuvo muchas
quemaduras. A la gente
se le caía la piel, pero mi
amigo sobrevivió. Se murió el año pasado”. Los
bomberos de Ivankiv solo pudieron estar en Cher-
nóbil cuarenta minutos. En este tiempo recibieron
setenta roéntgens, lo que equivale a 150 000 ra-
diografías de tobillo.
Los bomberos tuvieron un papel clave en la ca-
tástrofe. Fueron la pieza más importante del puzle.
Mykola Shumak en el parque de boomberos de Ivankiv.
Fotografía Edel González.
“Había tantos que parecía una guerra. Disparábamos
sin armas”, relata el bombero. Cuando volvieron a la
central, les contaron que habían recibido mucha ra-
diación: “No sabemos qué cantidad podrán soportar
vuestros cuerpos, pero hay que dar la vida a otros”.
Mykola enseña una réplica del camión que con-
dujo aquel día. Recuerda cómo los trabajadores, los
bomberos y los ciudadanos se unieron para ayudar.
No les importó
la posibilidad
de morir aquella
noche. El Estado
valoró el trabajo
de Mykola y de
sus compañeros
y le otorgaron
una medalla ho-
norífica. Se sien-
te orgulloso por
su profesión y su
dedicación.
Mykola se
indigna porque
hay políticos en
su país que re-
ciben “300 000
euros por día” y
no se preocupan
por los bombe-
ros y soldados en
guerra. Ha visto la serie de HBO, Chernobyl, que relata
el accidente. “La administración de la central estaba
pendiente del reactor y de las máquinas. Nosotros solo
fuimos a apagar el fuego”, reflexiona.
Se siente olvidado: “Contadlo. Contadlo todo sobre
Chernóbil porque ninguna serie ni película podrá refle-
jar la magnitud real de la tragedia”.
Ninguna serie
ni película podrá
reflejar la magnitud
real de la tragedia“
“
5ª parada: calle smt. Ivankiv vul.
Teterivskii uzviz 37-A, 0725, Ivankiv
48
T
oca reponer fuerzas. Yuriy conduce por un
largo puente que comunica Ivankiv con
Stanyskivka. Un todoterreno blanco está
parado, inmovilizado en mitad del puente. El conductor
se acerca a la ventanilla del Volskwagen. Yuriy saca un
gancho del maletero y remolca el coche. Esto no se
puede hacer en España, pero es lo que ocurre cuando
el sistema no funciona: que los unos ayudan a los otros.
El restaurante está a las afueras de Ivankiv. Las
cuatro paredes deben estar llenas de recuerdos, ya que
Irina indica que es el lugar donde comen las familias
españolas cuando vienen a conocer a los niños que
adoptarán.
La comida ucraniana es variada. Irina y Yuriy se
encargan de decidir el menú: de entrante, ensaladas.
Para compartir: sopa roja, varenyky (una especie de
raviolis rellenos de carne) y deruny (tortitas de patata
con salsa de yogur). No había tiempo para el postre.
Debíamos continuar. Todavía quedaba la guinda del
pastel.
Varenyky, plato típico ucraniano.
Fotografía Javier Medrano.
Borscht, plato típico ucraniano.
Fotografía Javier Medrano.
Deruny, plato típico ucraniano.
Fotografía Edel González.
Deruny, plati típico ucraniano.
Fotografía Edel González.
6ª parada: calle Hryl’-Bar
“Zhuravli’’. P02 Kyiv Oblas,
07251, Ivankiv
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Séptima parada. Es la última. Al bajar del coche hay cinco personas esperando. Tres niños de entre cinco y doce años engalana-
dos para la ocasión. Una mujer muy joven, que no llegará a los treinta años, se emociona al vernos. Un padre, mayor que ella,
que aunque intente disimularlo también se enorgullece de recibir a sus visitantes.
Es la casa de los Palchynskyi.
En el exterior, un inodoro y un huerto descuidado son antesala de los cuatro muros de madera que sirven de hogar. Grygorly, el
padre, espera fuera junto a nuestro chófer Yuriy.
El resto, pasamos dentro.
Kostia, hermano de Denis, recibiéndonos.
Fotografía Edel González.
7ª parada: calle Musinska,
07254, Stanyshivka
50
1986
Las siguientes fotografías han sido cedidas por
las personas con las que convivimos durante
cinco días en Ucrania.
2019
Las siguientes fotografías has sido tomadas por
Silvia Sanz de Ayala, Edel González y Javier
Medrano durante su viaje a Ucrania.
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1. Reactor número 4 destruido tras la explosión el 26 de abril de 1986.
2. Trabajador de la central con muestras de agobio.
3. Evidencia del enorme tamaño de las grandes dimensiones de la central nuclear de
Chernóbil.
4. Un dosímetro mide los altos niveles que radiaba la central pese a la existencia del
primer sarcófago.
5. Niña recibe asistencia respiratoria.
6. Un bombero mide los niveles de radiación y a su alrededor gallinas.
7. Llamas en un bosque de la zona de exclusión de Chernóbil.
8. Mujer recibe asistencia médica.
9. Bomberos extinguen el fuego.
10. Liquidadores miden la radiación.
11. Mujer con un carrito de bebé en una de las calles principales de Prípiat.
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1. Recreación de la foto de una mujer con un carrito de bebé en una de las principales
calles de Prípiat.
2. Edel González se encuentra por primera vez con Viktoria Melnichik.
3. Cartel que enmarca la salida de la localidad de Chernóbil.
4. Partitura en la guardería de Kopachi.
5. Muñeca encontrada en la guardería de Kopachi.
6. El militar Anatoli Rudenko enseña sus dosímetros.
7. Restos del hotel Polyssia de Prípiat en la actualidad.
8. Anatoli Rudenko muestra los dosímetros que utilizó en Chernóbil.
9. Un puesto de antigüedades en Kiev.
10. El cuaderno que Viktoria Melnichik utiliza para estudiar español.
11. Detalle del dosímetro.
12. Viktoria Melnichik y Nazar Vilchynskyi consultan el móvil junto al cartel de entrada
a Prípiat.
13. Restos de la noria del parque de atracciones de Prípiat.
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Denis junto a su madre
en su casa en Stanyshivska.
Fotografía Edel González.
81
AIRE PURO A 3000
KILÓMETROS
Cada año, cientos de niñas y niños ucranianos tienen la oportunidad de dejar atrás, por unos meses,
el entorno en el que viven. Un entorno marcado por la falta de recursos económicos, la inestabilidad
emocional y la contaminación ambiental. Gracias a la Asociación Chernóbil Elkartea y a la solidaridad
de muchas familias del País Vasco y Navarra, Denis Palchynsky, Taya Holovach, Liubomyra Aliyeva e
Irina Oscáriz tienen entre sus manos la ilusión de un futuro mejor. Gracias a ellos, muchas familias han
recuperado la sonrisa.
82
Muriel Martín
Denis, junto a su familia,
en su casa de Stanyshivska,
a cincuenta y cinco
kilómetros de Chernóbil.
Fotografía Edel González
Denis tiene muy poco y al mismo tiempo lo tiene todo.
Denis tiene diez años. Y tiene vergüenza. Y siempre tiene
hambre. Denis tiene un mecanismo de defensa, la costum-
bre de agachar la cabeza y pasar, por detrás de su espalda,
su mano derecha en busca de su codo izquierdo. Denis dice
que tiene campo de fútbol en su colegio. Y amigos. Y desde
los seis años, campamentos de verano. Denis es el mayor de
tres hermanos. En su casa tienen dos colchones para dormir
cinco. Denis vive en una casa de madera. En una aldea. A
cincuenta y cinco kilómetros de Chernóbil. Denis no tiene
agua corriente. Ni inodoro. Pero Denis tiene suerte, tiene
una familia que le quiere.
Ganina, su madre, tiene treinta años y una sonrisa triste.
La expresión de felicidad que lucha contra un labio que, en
vez de despegar hacia arriba, lo hace hacia abajo. A pesar
de su juventud, le acompaña una mirada algo perdida. Las
sombras moradas de sus mejillas restan brillo al color verde
de sus ojos. Quizá sea la ausencia de luz dentro de una casa
con un par de ventanas. Quizá la falta de sueño. Un sueño
arrebatado por una única preocupación: que a sus hijos no
les falte qué llevarse a la boca. Ganina duerme entre ánge-
les y estampas de vírgenes a quienes les pide que los cuatro
ladrillos que ha puesto en el interior de su casa, con ayuda
de su marido, aguanten las tempestades. Trabaja en una fá-
brica de verduras congeladas. Su sueldo es miserable. Sus
manos hinchadas, ásperas y agrietadas son prueba de que
cada día busca, mediante trabajos manuales distintos, unas
monedas de más.
CUANDO VIAJAR NO ES HUIR
La historia de un niño que viaja con billete de ida y vuelta.
La historia de Denis Palchynsky
Aprender a despedirse
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Grygorly, su marido y padre de Denis, tiene cuarenta y dos
años y un semblante algo hosco y reflexivo. Trabaja en un
taller de madera. Con sus hijos más pequeños aún de lo que
son ahora, se alistó en las milicias ucranianas y empezó a
participar en la guerra contra los rusos. Vestirse de soldado
significaba correr un riesgo elevado, sin embargo, eso ga-
rantizaba llevar unos pocos grivnas a casa. Arriesgarlo todo
por su familia valía la pena.
Grygorly Palchinsky tenía nueve años cuando el reactor
4 de la central nuclear de Chernóbil saltó por los aires. Ga-
nina Palchinska nació tres años después de aquel accidente.
A pesar de que ella aún no había nacido, ambos son tanto
víctimas como supervivientes del mayor desastre nuclear de
la historia. La lluvia radiactiva lo destruyó todo y les dejó sin
nada. Sin embargo, sembró en sus hogares la semilla de la
pobreza. El motor de sus vidas son sus tres hijos: Denis, de
diez años, Bogdan, de ocho, y Kostia, de cinco. Juntos son el
ejemplo de que los débiles se convierten en fuertes cuando
están unidos.
El destino, en cambio, les puso a prueba. Tenían la opor-
tunidad de hacer realidad su sueño pero, a cambio, debían
separarse. La aprovecharon: sabían que dejar ir es, muchas
veces, el mayor acto de amor. Hace cuatro años, la Asocia-
ción Chernóbil Elkartea llegó a las vidas de Grygorly y Ga-
nina como una gota de agua en el desierto. Les ofreció la
posibilidad de que su hijo mayor, Denis, viajase a España
junto a cientos de niños que cada verano salen de Ucrania
en busca de aire puro. Con seis años, Denis dejó su casa,
se alejó de su familia por primera vez y recorrió 2600 ki-
lómetros. Un matrimonio de Pamplona y sus tres hijos le
abrieron las puertas de su casa; Denis y su familia biológica,
las de su corazón.
na infancia feliz
La primera vez que José Javier Esparza vio a Denis se topó
de frente con la nobleza, con un niño cuya mirada y sonrisa
le parecieron “la expresión de la satisfacción”. Cuando pien-
sa en el día que conoció a Denis, recuerda emocionado que
lo que más le llamó la atención fue su estilo, “muy conteni-
do”. Cuando piensa en ese momento, se le viene a la mente
la imagen de un niño tímido y cohibido, pero sobre todo,
honrado.
José Javier es arquitecto y Pilar, enfermera. Están casa-
dos y tienen tres hijos: Amaia, Ismael y Luis, de diecisiete,
quince y diez años respectivamente. Hace cuatro años to-
maron una decisión que cambió sus vidas. Gracias al ejem-
plo de otras familias que tenían cerca, se pusieron en con-
tacto con la Asociación Chernóbil Elkartea. Les informaron
de que la Asociación, mediante voluntarios tanto españoles
como ucranianos, visitan a familias que viven dentro del ra-
dio de 50 kilómetros de la zona contaminada. Comparten
con ellos varios días y valoran el estado de salud de los ni-
ños, así como su situación económica, la falta de recursos y
la calidad del entorno familiar. A los más necesitados se les
ofrece la posibilidad de encontrar en España una familia de
acogida durante los meses de verano. El objetivo prioritario
es que los niños disfruten, cojan fuerzas, coman bien y des-
cansen para afrontar el invierno con más energía.
U
Denis vive los veranos en Pamplona
como si fuese un buen campamento de
verano. A nosotros no nos llama papá
y mamá. Para él somos, simplemente,
Pili y Jose.
‘‘ ‘‘
José Javier Esparza,
padre de acogida de Denis
Ganina, madre de Denis,
con una mirada pensativa.
Fotografía Edel González.
84
Un día, José Javier y su mujer decidieron dar el paso. Tenían
ganas de ayudar y, además, les parecía interesante todo lo
valioso que esa experiencia podía aportar a la educación de
sus hijos. Ambos tenían claro que compartir una parte de su
vida con una persona tan diferente y con una situación vital
tan distinta a la suya podía servirles de lección. Después de
cuatro veranos junto a Denis, y tras verle crecer y madurar,
son conscientes de que esta realidad no está compuesta por
una parte que da y otra que recibe. La solidaridad de estas
familias consiste, más bien, en un acto de enriquecimiento
mutuo. Ellos han comprobado que dar va más de sumar y
multiplicar que de restar.
Lo que más le cuesta a Denis durante el verano es des-
pertarse por las mañanas y salir de la cama. Es un niño que
duerme “muy, muy, muy profundamente”. José Javier son-
ríe al recordar la imagen de un niño rubio, pequeño, muy
dormido, luchando por despegar sus pestañas pegadas y
lograr abrir sus ojos azules. Le invade una sensación de pro-
funda dulzura. Esa imagen le conduce a otra que, de nuevo,
le trasmite ternura: “Las personas tenemos la capacidad de
insertarnos inmediatamente, por el hecho de querer formar
parte del grupo”. Y explica cómo Denis se apunta a todas las
perezas de un niño de diez años: “Es el primero de todos que
se anima a no hacer la cama”. Denis pone a José Javier y a
Pilar a prueba constantemente. “Intenta comprobar si pue-
de comer más, si puede llegar más tarde o si puede incordiar
más…, como cualquier otro niño. Es inteligente y en poco
tiempo se aprende todos los trucos”.
Denis (pelota en mano) posa sonriente junto a las dos familias navarras con las que pasa los veranos.
Fotografía cedida por José Javier Esparza.
Denis intenta comprobar si puede comer más, si
puede llegar más tarde o si puede incordiar más,
como cualquier otro niño. Es inteligente y en poco
tiempo se aprende todos los trucos.
‘‘
‘‘José Javier Esparza,
padre de acogida de Denis
85
Al igual que el niño que se va de colonias y la primera noche
llama a su madre para que vaya a por él, para Denis tam-
bién es duro separarse de su familia biológica. Cuatro años
más tarde, los dos primeros días de cada verano, todavía
viven algún momento de crisis. Sin embargo, el tercer día
ya es completamente feliz aquí. Su familia de acogida se da
cuenta de que él enseguida percibe el ambiente de cariño
y aceptación y vuelve a recuperar la confianza en ellos. No
obstante, saben que Denis es feliz aquí y también allí. En
España y en Ucrania. Cuando está aquí, echa de menos a
su familia biológica. José Javier lo percibe constantemen-
te: “Hay niños que tienen una situación familiar mucho
más complicada y vienen aquí porque allí su situación es
límite. La pobreza nunca viene sola. Conocemos muchas
familias en las que, a la falta de recursos económicos, se
le suman los problemas de alcoholismo y la violencia o el
maltrato. En el caso de Denis, sabemos que vive en un en-
torno familiar muy humilde, es decir, son campesinos y
pobres, pero tiene una familia estructurada, una madre y
un padre que dan cariño a sus hijos. Los padres trabajaban
en todo lo que pueden para conseguir dinero”. Denis y sus
hermanos tienen la suerte de vivir en un entorno donde se
respira amor.
No conocen personalmente a la familia biológica de Denis,
pero hablan vía whatsapp y videollamada durante todo el
año. Al principio, se comunicaban por correo postal. Des-
de España les enviaban una carta al principio del verano y
otra al final. La madre de Denis, en una de esas postales,
les dio un número de teléfono móvil y les animó a que le
escribiesen por ahí. Ganina quería saberlo todo sobre su
hijo durante los meses que lo tenía lejos. José Javier y Pi-
lar evitan que sufra y, continuamente, le envían fotografías
de Denis: en San Fermín, paseando por el monte, jugando
a fútbol en San Sebastián, en la playa, en las piscinas del
pueblo, montando en barca… Pilar y José Javier no solo
cuidan de la felicidad de un niño, sino también del dolor
de una madre que sufre porque otra familia tenga que dar
a su hijo lo que ella no puede ofrecerle.
Muchos niños se ven obligados a empezar una nueva
vida lejos de su familia biológica y encontrar, junto a otras
personas, un entorno de cariño y estabilidad emocional.
La situación de Denis es más sencilla: “Denis vive los vera-
nos aquí como si fuese un buen campamento de verano. A
su familia la tiene en cuenta constantemente, nosotros no
los sustituimos. No nos llama papá y mamá. Nosotros para
él somos, simplemente, Pili y Jose”.
La pobreza nunca viene sola. Conocemos
muchas familias en las que, a la falta
de recursos económicos, se le suman los
problemas de alcoholismo y la violencia o el
maltrato. Pero en el caso de Denis, tiene una
familia estructurada, una madre y un padre
que dan cariño a sus hijos.
‘‘
‘‘
José Javier Esparza,
padre de acogida de Denis
José Javier Esparza, padre de acogida de Denis.
Fotografía Víctor Casales.
86
Cuatro motivos por los que regresar
El 19 de octubre, a las cinco de la tarde, Ganina y Grygorly
teníanunacita.Unosdíasatrás,habíanrecibidounmensaje
de parte de José Javier y Pilar. Por lo que entendían, unos
amigos de España se iban a desplazar a Kiev. Querían
conocer Chernóbil y, además, iban a aprovechar el viaje
para visitar las aldeas. Conocían la historia de la familia
Palchinsky, pero querían que fuesen ellos quienes se lo
contasen de primera mano. Habían oído hablar de Denis
y de lo mucho que disfrutaba de sus veranos en España.
Sin embargo, deseaban encontrarse con él cara a cara en
el lugar al que, por muy lejos que se fuese, deseaba volver
una y otra vez. Ese lugar era Stanyshivska, y era el hogar de
Denis porque allí estaban ellos: sus padres y sus hermanos.
Ganina no cabía en sí de la emoción. No eran José Javier
y su familia, a los que tantas ganas tenía de conocer, pero
venían de su parte y de España, ese lugar que les liberaba
del presente al que estaban condenados y que ofrecía a
Denis la posibilidad de soñar con un futuro mejor. Venían
de ese lugar tan lejano del que su hijo mayor regresaba cada
fin de verano con algo de dinero y con comida, juguetes y
ropa. Venían de ese lugar que le estaba ofreciendo a uno
de sus tres tesoros la posibilidad de vivir una infancia feliz.
Ahora Ganina tenía la oportunidad de agradecerles ese
inmenso regalo. No estaba dispuesta a desaprovecharla.
No tenía mucho, pero pretendía dárselo todo.
La ocasión lo merecía. Vistió a sus hijos con la mejor
ropa que tenía: camisetas, pantalones y deportivas que
a Luis e Ismael, sus hermanos españoles, se les habían
quedado pequeños y que Denis se había llevado a lo largo
de los veranos. Para su hijo mayor eligió una camiseta
blanca con el dibujo de un balón de fútbol. En inglés, un
idioma que Ganina no entendía, podía leerse: “Apunta a tu
La humildad de la casa de la
familia de Denis no impidió
que su madre, Ganina, pre-
parara una suculenta comida
que culminó con un brindis.
En la casa, que cuenta con
un jardín, residen los padres
con sus tres hijos. El mayor es
Denis, Bodgan el mediano y
Kostia el pequeño.
87
objetivo, juega bien”. Al más pequeño, una camisa azul
que cuidó de meter por dentro cuando la visita llegó.
Ganina se pintó los ojos y decidió preparar una comida
especial. Pensó que estaría bien disfrutar de una amable
conversación mientras los invitados probaban algunos
platos típicos de su país. Sobre las cinco de la tarde,
hora a la que le había dicho José Javier que llegarían, ya
lo tenía todo preparado. Junto a su marido y sus hijos
salieron a la puerta de su casa y decidieron esperarles
allí.
El encuentro fue muy emocionante para todos y, en
especial, para Ganina. No pudo contener sus lágrimas. Con
un abrazo superaron las barreras del idioma. Con los niños
se chocaron los cinco. Ella les invitó a pasar dentro de la
casa. Al atravesar la puerta de madera, se encontraron
con un espacio central donde compartían una especie
de cocina, el salón y unos colchones. En una habitación
aparte, tenían una cama de matrimonio. Las paredes no
estaban pintadas de modo uniforme, sino que dejaban al
descubierto el cemento y algunos ladrillos. El habitáculo
que tenían por baño estaba fuera. Muchas mantas y
alfombras cubrían el suelo de asfalto. La apariencia era
la de un lugar necesitado, algo indigente y pobre. Sin
embargo, poco importaba en ese instante el aspecto de
aquel humilde lugar. En el ambiente se podía sentir que
aquel matrimonio, junto a sus hijos, tenía entre sí una gran
fortuna: el calor y la ilusión de una familia unida. ¿Cómo
aquella casa no iba a ser hogar para Denis si lo había sido
para tres desconocidos?. Dicen que uno siempre vuelve a
los sitios donde fue feliz. Que uno siempre regresa a los
sitios donde amó la vida. ¿Cómo Denis no iba a querer
volver, una y otra vez, a aquella casa?
Fotografías Edel González.
88
UNA MIRADA
Taya Holovach, de once años, en Zizur Mayor, su pueblo navarro de acogida. Fotografía Leticia Brañas.
Amaya Méndez
89
Liubo y Taya, de diez y once años, nacieron en una zona de Ucrania donde impera la pobreza,
donde muchas familias lidian con el alcoholismo y hay un alto porcentaje de malos tratos en los
hogares. Hace cuatro años la Asociación Chernóbil llamó a la puerta de estas dos niñas y las
trajo a Navarra para que su salud y su infancia mejorasen.
AL FUTURO
Liubo Aliyeva, de diez años, durante el verano en la localidad de Leiza. Fotografía cedida por Mª Carmen Arregui.
90
Liubo, junto a Itziar, su hermana de acogida. Fotografía cedida por Mª Carmen Arregui.
Cuando Liubo vino, nos encon-
tramos con un bloque de hielo.
Con el tiempo se abrió. Ahora es
muy espontánea.
“
”
A3200 kilómetros de España, en
una aldea de Ucrania llamada Zoryn,
Liubomyra Aliyeva cuida a su hermana
pequeña mientras sus dos hermanos
mayores juegan en la calle. Liubo es tí-
mida y un poco bruta, pero cuando coge
confianza es muy pizpireta. Su sello de
identidad es un lunar que le abarca el
inicio de la ceja izquierda. Liubo tiene
10 años y vive en una casa que carece
de lavadora y de ducha, a 30 kilóme-
tros de distancia de Chernóbil. Zoryn es
una aldea muy pequeña que no dispone
de colegio. Aunque a Liubo no le guste
mucho ir, cada día se desplaza 4.4 ki-
lómetros hasta la aldea de Hornostaipil
para estudiar en la escuela.
De la aldea de Hornostaipil es Taya,
una niña de 11 años risueña y diverti-
da. Taya creció en una pequeña casa
con sus padres, Mijail y Gala, y sus
dos hermanos de 5 y 12 años. Su her-
mano mayor ya no vive con ellos, pero
mantienen el contacto. De la escuela de
Hornostaipil, Taya tiene muy buenos
recuerdos de sus compañeros y sus pro-
fesores.
Taya y Liubo son de la zona de exclu-
sión de Chernóbil, donde hay un ambien-
te desfavorable para la salud de los niños.
Hace cuatro años, a Taya y a Liubo la Aso-
ciación Chernóbil Elkartea les dio la opor-
tunidad de pasar los veranos en Navarra.
Sus padres aceptaron y las dos niñas pu-
sieron rumbo a España, y ni siquiera aquí
se separaron demasiado. Taya viajó hasta
Zizur Mayor y Liubo, a Leiza.
La primera vez que Mª Carmen Arre-
gui vio a Liubo estaba un poco nerviosa,
nunca antes había acogido a una niña
y no sabía lo que se iba a encontrar. La
familia de Mª Carmen es de Leiza. Ella
y su marido tienen dos hijos y viven en
un caserío con huerta. Esta familia fue
la asignada para Liubo. Tenían muchas
Mª Carmen Arregui, madre
de acogida de Liubo
91
Liubo engordó cuatro kilos en sus dos primeros meses en España.
Fotografía cedida por Mª Carmen Arregui.
Taya, sonriente durante la entrevista.
Fotografía Leticia Brañas.
ganas de acoger y cuidar a una chica de allá. “Cuando Liubo
vino, nos encontramos con un bloque de hielo. No se movía
para ningún lado. Con el tiempo se abrió. Ahora es muy es-
pontánea”, comenta Mª Carmen. En la casa de Arregui y en
su pueblo se habla euskera, y pensaron en cambiar su idio-
ma durante los meses de verano para que Liubo aprendiese
castellano, pero hablarlo se les hacía incómodo. Por lo tan-
to, le enseñaron el idioma del País Vasco. “Ahora el euskera
lo habla increíblemente bien y tiene una pronunciación de
nuestro pueblo”, explica Mª Carmen.
Hace cuatro años Taya entró por la puerta de su nueva
casa en Zizur Mayor para pasar su primer verano aquí. Ja-
vier Ilundain, sus dos hermanas y sus padres le recibieron
con los brazos abiertos. “Vino asustadísima. No decía nada
y no respondía ante nada. No sabíamos qué hacer y comen-
zamos a comunicarnos con ella mediante gestos, señalando
los objetos”, explica Javier. Poco a poco, escuchando a la
familia, Taya comenzó a aprender castellano.
Cuando Liubo pisó Leiza con 6 años estaba muy delgada,
no podía correr más de dos minutos porque se ahogaba. El
objetivo de la Asociación Chernóbil Elkartea es que los niños
cojan fuerzas para pasar el invierno en Ucrania. Y Liubo lo
hizo. En tan solo dos meses engordó cuatro kilos. “Ahora no
hay quien la siga cuando corre”, explica su madre de aco-
gida.
En 2016 estás dos niñas vieron por primera vez España.
Y a partir de ahí sus vidas dejaron de ser tan paralelas.
La familia de Mª Carmen ha traído a Liubomyra cuatro
veranos continuos. Además, también vino durante la Na-
vidad de 2016. Quisieron quitarle un frío diciembre ucra-
niano a 25 grados bajo cero, pero la situación laboral del
matrimonio hizo imposible que volviese más inviernos. Eso
no impidió que aprovechase otros meses. “Durante los ve-
ranos en Leiza participa en talleres en los que se relaciona
con muchos niños. Además tenemos una huerta. A Liubo le
encanta plantar patatas. En su casa son muy trabajadores y
le han enseñado eso”, cuenta Mª Carmen.
Liubo separa su vida de Ucrania de la de España. Para
ella son dos mundos diferentes. Por primera vez este verano
ha expresado su deseo de quedarse en Navarra a vivir. “Dice
que cuando cumpla los 16 va a trabajar en el Ogiberri del
pueblo”, comenta la madre. Pero cuando llega septiembre
y toca volver, no se pone triste porque concibe la vuelta con
92
ver a su familia. “Liubo dice que nunca
llora. En la despedida del primer año
mi hija Itziar no paraba de llorar y Liu-
bo se reía de ella por hacerlo”, cuen-
ta Mª Carmen. Y es que, a pesar de la
pobreza general que hay allá, ella vive
en Ucrania contenta y sin grandes pre-
ocupaciones.
La zona de donde son las niñas está
gravemente afectada por el alcoholis-
mo y el maltrato, además de la pobre-
za. Son muchos los hijos que no tienen
una infancia feliz porque estos factores
les afectan directamente.
Taya Holovach llegó a Zizur Mayor
con el objetivo de, como todos los ni-
ños, quedarse durante el verano y co-
ger fuerzas. Y así comenzó. Durante
2016, 2017 y 2018 los meses de vera-
no de la niña fueron muy beneficiosos
para ella. Pero la situación de la pe-
queña era un tanto excepcional. La fa-
milia Holovach tenía una mala condi-
ción económica y social. “Su familia es
especialmente problemática”, explica
el hermano de Taya, Javier Ilundain.
Esto la afectaba directamente. El
alcoholismo, el maltrato y la escasez
de recursos económicos de la familia
ucraniana hicieron imposible que vi-
viese allí.
A la Asociación Chernóbil Elkartea
se le ocurrió un cambio de planes para
Taya. Ofrecieron a los padres de Javier
Ilundain acoger a la niña en Zizur Ma-
yor durante el curso y que veranease
en su aldea. En un primer momen-
to la familia Ilundain decidió viajar
hasta Chernóbil para ver la situación
que tenía allí y para conseguir el con-
sentimiento de sus padres biológicos.
“Fuimos a Ucrania antes de acogerla
para conocer a su familia. Lamentable-
mente, no había disposición por parte
de ellos, no querían hablarnos”, explica
Javier. La familia de la niña no tenía una
buena situación mental, física ni social.
Taya posa sonriente con su familia de acogida: sus
padres y sus tres hermanos.
Fotografía cedida por Javier Ilundain.
Liubo se divierte durante las vacaciones con su familia navarra.
Fotografía cedida por Mª Carmen Arregui.
93
Cuando la familia navarra llegó a Hornostaipil se sor-
prendió con la frialdad de la sociedad, pero en particular
de la familia de la niña que iban a acoger. “La madre nos
hizo el mínimo caso, pero el padre nada. Iba a su bola. Nos
miraban como si no fuésemos nadie”, comenta el hermano
de Taya en Navarra.
A pesar de aquel encuentro, Taya se quedó más tranqui-
la cuando los Ilundain conocieron sus, no muy favorables,
condiciones de vida. Ambas familias aceptaron la acogida
de la niña.
En 2018 Taya comenzó a estudiar en el colegio Camino
de Santiago de Zizur Mayor. Ya lleva dos cursos y habla per-
fectamente el castellano. “No me gusta mucho el cole, tene-
mos examen tras examen y luego más exámenes”, contesta
la misma Taya mientras estudia Ciencias Naturales con su
madre.
Javier Ilundain pasa mucho tiempo con su hermana, jue-
gan mucho a cartas y al escondite. “Nos lo pasamos bien,
Taya vive en su mundo”, cuenta Javier. Pero, en realidad,
él sabe que no es fácil para Taya estar tanto tiempo separa-
da de su familia biológica. “Lo ha pasado muy mal y sigue
sufriendo. Alguna vez la hemos visto llorando por la noche
porque echa de menos a su mamá”, explica.
Pese a que su madre no responda a sus llamadas, la echa
mucho de menos. Le gusta volver en verano a verlos y a dis-
frutar de ellos a pesar de su situación. No les guarda rencor.
Fuimos a Ucrania antes de aco-
gerla para conocer a su familia.
Lamentablemente, no había
disposición por parte de ellos,
no querían hablarnos.
“
”Javier Ilundain, hermano de acogida
de Taya
Taya, que cuando llegó a Navarra se comunicaba con gestos, posa con Javier, su hermano de acogida.
Fotografía Leticia Brañas.
94
“MADRE no de tripa,
pero sí de CORAZÓN”
Mari Carmen, madre
adoptiva de
Irina, junto a ella.
Fotografía cedida por
Mari Carmen Oscáriz.
Irina Kurvanoba es hoy Irina
Oscáriz Yagüe. Nació en
Ucrania, pero se considera
navarra. Mari Carmen
Oscáriz Yagüe la adoptó
cuando tenía doce años
años.
95
Todos entienden que
si vas y les echas
una fotografía
significa que van a
volar de ahí..
Mari Carmen, voluntaria
de la Asociación Chernóbil Elkartea
“
”
Muriel Martín
Un viaje de ida y vuelta
L
a primera vez que Mari Carmen Oscáriz viajó a
Ucrania se sorprendió cuando vio que un litro
de vodka era más barato que un litro de leche.
Lo que más le impactó fueron las casas, a las
que llama casas, dice, “porque hay que llamar-
las de alguna manera”. Le ablandó el corazón
ver a familias que, por no tener, no tenían ni lo necesario.
Ni agua. Ni comida. Ni ropa. Para hacer sus necesidades
contaban, en el mejor de los casos, con una letrina fuera de
casa. Es decir, con un hoyo en el suelo. Quince años más
tarde, Mari Carmen no logra borrar de su mente las caritas
con las que cientos de niños, hacinados en orfanatos, se le
acercaban en busca de una caricia. Aquel cruce de miradas
fue suficiente para cambiar el rumbo de su vida y agarrar el
timón de la solidaridad.
Mari Carmen Oscáriz ha viajado más de diez veces a
Chernóbil. Ella es una de las personas que hace posible que
se haga realidad el gran sueño de muchos niños ucranianos:
montarse en un avión y viajar a España en verano. Lo que
esos niños no saben es que Mari Carmen y el resto de vo-
luntarios no solo cuidan de sus ilusiones, sino que también
velan por mantener encendida, en sus vidas y en la de sus
familias, la luz de la esperanza.
El trabajo de la Asociación Chernóbil Elkartea consiste
en visitar las aldeas que se encuentran dentro de un radio de
cincuenta kilómetros de la zona contaminada. Visitan casas
y los colegios y se acercan a las familias para ofrecerles cual-
quier tipo de ayuda humanitaria.
Les llevan comida, ropa, juguetes y medicamentos. Sin
embargo, Mari Carmen asegura que el mayor regalo que le
pueden hacer a esos niños es sacarles una fotografía. Sí. Una
fotografía. Ella ha repartido ya muchos de esos regalos. Sin
embargo, la primera vez, no entendía nada: “En mi primer
viaje le saqué una foto a un niño para poder enseñársela a la
vuelta a las posibles familias de acogida y empezó a hablar
muchísimo, a gritar y a saltar. No le entendía. La traducto-
ra me decía que estaba muy contento e ilusionado porque
él veía a un montón de niños que cada verano cogían un
avión y que ahora, por fin, él iba a ser uno de esos niños.
Todos entienden que si vas y le echas una foto significa que
van a volar de ahí...” La labor de los voluntarios consiste
en ayudar a estos niños a desplegar sus alas. Mari Carmen,
un año después de visitar Chernóbil por primera vez, estaba
convencida de que era el momento de acompañar a uno de
esos niños en el proceso de echar a volar.
Irina fue aquella niña afortunada. Mari Carmen, madre
soltera de una niña de ocho años, no sabía que aquella aven-
tura que empezaba como un fugaz amor de verano se con-
vertiría, junto a Lohitzune, en el amor de su vida. Cuando
piensa en sus primeros momentos junto a Irina, encuentra
en su memoria recuerdos cálidos de “una niña muy chiquiti-
ta, con la cara muy redondita y regordita” que le miraba con
constante gesto de asombro. Se topa con la imagen de una
niña que no dejaba de abrir el frigorífico y que se quedaba
hipnotizada en el momento de la ducha. Catorce años más
tarde, cuando recuerda el holaquetal, holaquetal, holaque-
tal que la Irina de cinco años les regaló nada más bajarse
del avión y verlas por primera vez, la voz de Mari Carmen se
convierte en la voz de la ternura.
Irina nació en Guta-Mezhegyrshka. Sus padres biológicos,
Shana, de 39 años y Anatholi, de 43, viven junto a diez de
sus once hijos y dos nietos en aquella aldea en la que Irina
vio por primera vez la luz. Su hermana mayor tuvo su pri-
mer bebé a los dieciséis años. Irina es la segunda. Shana
es madre y abuela de dos niños de la misma edad: un año.
Viven quince personas bajo el mismo techo. Un techo que se
tambalea cuando hay que repartir una comida, siempre es-
casa, entre tantas bocas, siempre hambrientas. Cuando por
las venas de alguno de los adultos corren altos grados de
alcohol, los cimientos de la casa también tiemblan.
Desde los cinco años hasta los doce, Irina estuvo inmersa
en un viaje de ida y vuelta entre Ucrania y Pamplona. Dis-
frutaba de los veranos y de la Navidad junto a Mari Carmen
y Lohitzune pero, cuando llegaba el invierno, tenía que re-
gresar junto a su familia biológica. Siempre debía volver. Sin
embargo, a medida que pasaban los años e iba creciendo,
nunca quería hacerlo. Catorce años más tarde, Irina recuer-
da su infancia en Ucrania: “A veces no iba a clase porque,
simplemente, me quedaba dormida. Encima en el colegio
me hacían bullying. Un día, una profesora me encontró un
piojo y lo enseñó a toda la clase. A raíz de ahí dejé de ir. Ade-
más, mi familia es muy pobre. No tenía dinero para hacer
nada”. Su niñez durante los meses que pasaba en España
era muy diferente. Dos mundos paralelos: “Cuando venía
aquí, lo que más impresionaba es que podía tener mi ropa.
No tenía ni que compartirla con otra persona, ni que utilizar
ropa que me daban de otra gente. Era nueva y era mi propia
ropa”. La Navidad, para Irina, era un momento mágico: “Lo
que vivía en Papá Noel era alucinante. En Ucrania tenemos
San Nicolás, pero no es ni parecido. Cuando llegaba aquí y
veía todas esas cajas de regalos, las luces, todo rosa…, me
quedaba impresionada… Me encantaba. No puedo explicar
lo que sentía”.
96
Cuando venía aquí, lo que
más impresionaba
era que podía tener mi
ropa. No tenía ni
que compartirla con otra
persona, ni que
utilizar ropa que me
daban de otra gente. Era
nueva y era mi propia
ropa.
“
”Irina, hija adoptiva de Mari Carmen Oscáriz
El regalo más grande
Irina en sus primeros días de colegio en España.
Fotografía cedida por Mari Carmen Oscáriz.
Cuando cumplió doce años, Irina re-
cibió un gran regalo: la posibilidad de
empezar una nueva vida, la certeza de
tener entre sus manos un futuro prós-
pero. Mari Carmen estaba dispuesta a
adoptarla, si Irina quería. Tanto la ma-
dre como su hija habían comprobado
a través de sus viajes a Ucrania que,
la mayoría de las adolescentes ucra-
nianas, con situaciones económicas
límites como la que tenía Irina, se ca-
saban muy pronto y se dedicaban ex-
clusivamente a tener hijos y a criarlos.
Mari Carmen y Lohitzune pensaron
que brindarle la posibilidad de em-
pezar unos estudios en España era el
regalo más grande que podían hacerle.
Tenían la firme convicción de que la
educación era ese arma tan poderosa
de la que ya hablaba Mandela, capaz
de cambiar el mundo. Irina lo tenía
claro. La respuesta fue un sí rotundo.
Necesitaba la aprobación de su familia
biológica para cumplir su sueño: “Con
mis viajes a España, en verano y en
Navidad, mi familia biológica estaba
feliz porque siempre han querido que
salgamos de allí y que podamos cono-
cer mundo. Sin embargo, cuando me
plantearon estudiar aquí no fue tan
fácil convencerles. Me decían que es-
taban tristes porque no me iban a ver
mucho. Les tuve que suplicar. Yo sen-
tía que era una gran oportunidad que
no podía rechazar. En Ucrania no es-
taba ni estudiando.”
La familia biológica de Irina acabó
aceptando. La valentía de Mari Car-
men jugó un papel principal. Ambas
familias habían tenido la oportunidad
de conocerse años atrás, en uno de los
viajes que Mari Carmen realiza cada
verano como voluntaria de la asocia-
ción. Cuando decidieron dar el paso
de adoptar a Irina, trató de acercarse
a la puerta de aquella casa y transmi-
tirles un mensaje: “Desde el primer
momento lo que yo busco es que sien-
tan calidez. Y, la madre de Irina, me
trasmite a mí lo mismo. Es una mujer
grande y fuerte y me da unos abrazos
de mamá oso increíbles. Continua-
mente he intentado explicarle que Iri-
na siempre va a ser su hija y que yo,
por mucho que la lleve en mi corazón,
nunca voy a ser su madre. También
trato de garantizarle que Irina va a se-
guir yendo a visitarles. Quiero expre-
sarle, por encima de todo, que esto no
es una cuestión ni de competencias, ni
mucho menos, de arrebatarse nada”.
Para Mari Carmen es muy importante
que Irina siga teniendo en cuenta a su
familia biológica. Considera que son
sus raíces y que ese vínculo no debe
perderlo “por nada del mundo”.
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Chernóbil: la vida tras la tragedia

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  • 2. 2 Queda prohibida cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, salvo autorización expresa por sus autores. Si desea fotocopiar, escanear o distribuir algún fragmento de esta obra, contacte con sus autores a través de la siguiente dirección de correo electrónico: edicion@suplementochernobil.com Facultad de Comunicación Universidad de Navarra Campus Universitario, s/n 31009 Pamplona (Navarra) España Tel. +34 948 42 56 00 Noviembre, 2019
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  • 4. 4 SUMARIO Regreso a Chernóbil, por EDEL GONZÁLEZ 1:23:40, por VICTOR CASALES Los liquidadores: El olvido de los vivos, por JAVIER MEDRANO Los liquidadores: Reconocimiento pasado, orgullo presente, por JAVIER MEDRANO Svetlana Alexiévich: “Las historias del pasado te torturan”, por ANA TERREROS Las cicatrices de la radiación, por SILVIA SANZ DE AYALA Álbum 1986-2019, por LETICIA BRAÑAS y VICTOR CASALES Cuando viajar no es huir, por MURIEL MARTÍN Una mirada al futuro, por AMAYA MÉNDEZ “Madre no de tripa, pero sí de corazón”, por MURIEL MARTÍN Mari Carmen Oscáriz: “Hay niños que vienen con sus mochilitas emocionales. Sus vidas allí son muy duras”, por MURIEL MARTÍN Anna Korolevska: “Los liquidadores vienen al museo para hablar con los turistas: son historia viva”, por MARÍA CANDAU Un paraíso en medio del desastre, por ANA TERREROS La ficción, al rescate del periodismo, por AMAIA CABEZÓN 8 18 22 30 34 38 50 82 94 100 88 104 Entre el azul y el rosa hay 3000 kilómetros. El color azul de las primeras páginas hace alusión al tono de la radioactividad. Al fisionarse el combustible nuclear, las partículas que se liberan van cargadas de una enorme cantidad de energía. En ese estado, cuando viajan más rápido que la luz, se produce el efecto Cherenkov, un efecto luminoso que el ojo humano percibe de color azul. En cambio, el uso del color rosa en las últimas páginas quiere representar la belleza de la que habla Svetlana Alexiévich en Voces de Chernóbil. Por ello, las historias que tienen detalles en rosa, reflejan el encanto, hasta ahora escondido, de la vida de las personas que sufrieron las consecuencias que ocasionó la catástrofe. 108 110
  • 5. 5 Detrás de cada persona, siempre hay una historia valiosa que contar. Allí donde ocurren hechos que cambian el curso de la vida, también hay voces presentes que se convierten en testigos. El 26 de abril de 1986, el reactor 4 de la central nuclear de Chernóbil explotó, haciendo saltar por los aires la vida de innumerables personas que se convirtieron en víctimas —más o menos directas— de la mayor catástrofe nuclear ocurrida hasta ahora. En el interior de este suplemento, los testigos de esa historia tienen nombres y apellidos. Ante las adversidades que irrumpen inesperadamente a lo largo del camino, hay diferentes formas de reaccionar. Los protagonistas de este suplemento eligieron dejar de ser únicamente víctimas del accidente nuclear de Chernóbil y convertirse en supervivientes que han alzado la voz para acercar y humanizar un hecho histórico que ocurrió a 3000 kilómetros de aquí hace 33 años. En mayo de 2019, al terminar los exámenes de 2º de Periodismo y con un pie puesto en verano, un gru- po de diez alumnos apuntó alto y comenzó a soñar. “¿Y si nos vamos a Chernóbil?”. El afán por hacer buen periodismo, como el que se respira en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Nava- rra, y el querer dar voz a un acontecimiento del que no se sabía demasiado inundó sus pensamientos. Y así es como, 170 días después, tras contactar con 65 personas y sobrevolar medio continente, ve la luz Chernóbil: la vida tras la tragedia. Leticia Brañas (diseñadora), Víctor Casales, Silvia Sanz de Ayala, María Candau, Edel González (director), Ana Terreros, Amaia Cabezón, Javier Medrano, Amaya Méndez, Muriel Martín. Fotografía Ignacio Sánchez-Reig. PERIODISMO A 3000 KILÓMETROS
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  • 7. 7 AGRADECIMIENTOS Álvaro Pérez-Arieta Anastasia Orlova Ander Izaguirre Ángel Arrese Antonio Martínez Illán Beatriz Gómez Cristina Pérez Guembe DJI ARS Madrid Eduardo Jiménez Fermín Torrano Flaticon Germán Orizaola Irina Oscáriz Javier Errea Javier Ilundáin Javier Marrodán José Ángel González Sáinz José Javier Esparza Josep Rey Juan Fernando Campos Lucía Gastón Mari Carmen Arregui Mari Carmen Oscáriz Maria Glyzina María Jiménez Ramos Marta Elgorriaga Miguel Ángel Jimeno Olatz Linacisoro Silvia Döllerer Taya Holovach Zuriñe Lafón Alexey Yaroshevsky Anatoli Rudenko Anna Korolevska Bogdan Palchinsky Denis Palchinsky Dmytro Mikhalkov Filip Ganina Palchinska Grygorly Palchinsky Ilata Iryna Dovmantovych Ivan Kuzmin Katerine Rudenko Kostia Palchinsky Mykola Shumak Nastia Kulyk Natalia Hmyzina Nazar Vilchinsky SoloEast Tours Svitlana Shmagailo Vadym Amirov Vadym Pashuk Valentyn Krupevych Victor Kulyk Vladyslav Kosukha Yevhen Fedchenko Yuriy Bulakh Detrás de cada una de las historias definitivas de este suplemento se esconden muchas personas que han contribuido a que puedan salir a la luz. Gracias.
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  • 9. 9 Regreso a Chernóbil Viktoria Melnichik fue evacuada el 2 de mayo de 1986 por el accidente nuclear de Chernóbil. Tres décadas después vuelve por primera vez a la que fue su casa
  • 10. 10 A la 1:23 del sábado 26 de abril de 1986, Viktoria Melnichik dormía en casa con sus padres. Ninguno se despertó por la explosión del reactor 4 de la central nuclear de Chernóbil. Por la mañana, las autoridades re- comendaron a los habitantes que no salieran de sus viviendas por precau- Edel González REPORTAJE ÍNTEGRO DISPONIBLE EN revista5w.com/who/regreso-chernobil
  • 11. 11 Viktoria Melnichik graba un vídeo de su casa para enviárse- lo a su madre. Fotografía Silvia Sanz de Ayala.
  • 12. 12 Dosis de radiación: 0,20 μsv/h 5 HORAS de exposición a esta dosis equivalen a una radiografía de tobillo
  • 13. 13 Nazar Vilchinsky Viktoria Melnichik pasea por Chernóbil. Al fondo, la escuela número 10. Fotografía Silvia Sanz de Ayala.
  • 14. 14 Dosis de radiación: 0,34 μsv/h 3 HORAS de exposición a esta dosis equivalen a una radiografía de tobillo Michael Pinchuk, padre de Viktoria, durante una de sus jornadas como liquidador. Fotografía cedida por Viktoria Melnichik.
  • 15. 15 Nazar Vilchinsky Dosis de radiación: 1,06 μsv/h 55 MINUTOS de exposición a esta dosis equivalen a una radiografía de tobillo Aula de la guardería de Kopachi. Fotografía Edel González. Dosímetro frente al sarcófago de la central nuclear de Chernóbil. Fotografía Edel González.
  • 16. 16 Nazar Vilchinsky Viktoria Melnichik y Nazar Vylchinski conversan. Al fondo, el hotel ‘Polyssia’. Fotografía Edel González.
  • 17. 17 25,58 μsv/h 2 MINUTOS de exposición a esta dosis equivalen a una radiografía de tobillo DOSIS MÁS ALTA REGISTRADA Prípiat, Ucrania CÓMO SE HIZO Viktoria Melnichik posa junto a su autobiografía. Fotografía Edel González.
  • 19. 19 En 1986, la central nuclear de Chernóbil era una de las más importantes en el mundo. Se construyó en 1972 con fines estratégicos para apoyar a la armada soviética. En la madrugada del 26 de abril, los trabajadores del turno de noche comenzaron un experimento para poner a prueba el nivel de seguridad de la central. Sin embargo, este equipo no había sido el encargado de la preparación previa del trabajo y, por lo tanto, no estaba cualificado para llevarlo a cabo. Estaba apunto de ocurrir la que, hasta hoy, es la mayor catástrofe nuclear de la historia.
  • 20. 20 “En dos horas estábamos allí. Permanecimos en el lugar solo 40 minutos, porque había mucha radiación y tuvimos que irnos. Cuando llegamos a la central, se llevaban a los bomberos de Prípiat al hospital y luego nos llevarían a nosotros”. “La central estaba en frentede la fábrica y ese día me tocó el tur- no de noche. Acababa de almor- zar cuando de repente se escuchó una explosión. No sólo hubo una, la segunda fue más alta, llegó hasta el cielo”. quemado. Sin embargo, esta maniobra empeo- ró todo porque provocó explosiones menores y una fuerte contaminación en el medio ambiente. Confusión en Prípiat Esamismanoche,algunosdeloshabitantesdePrípiat se levantaron de sus camas para convertirse en testi- gos de lo que sería una de las peores catástrofes hu- manas. Salieron a la calle sin tener nada claro. Creían que era un incendio, así que muchos continuaron en sus puestos de trabajo, como Natalia Hmyzina (2): “La central estaba en frente de la fábrica y ese día me tocó el turno de noche. Acababa de comer cuando de repente se escuchó una explosión. No solo hubo una, la segunda fue más alta, llegó hasta el cielo”. O como los habitantes de Ucrania, que hacían su vida normal cuando sucedió todo, como el militar Anatoli Rodenko (3): “Cuando pasó el accidente, trabajaba en una fábrica de pesca- dos en Kiev. Nadie sabía nada de lo que esta- ba ocurriendo. Lo supimos después de un mes”. Los niveles de radiación eran cada vez mayo- res, los bomberos agonizaban y los trabajadores de la central vomitaban sangre. No sabían qué pasa- ba exactamente, pero a esas alturas tenían sospe- chas de que no era un simple incendio. El fuego se E ra la 1:23 de la mañana y 40 segundos después de dar inicio a la prueba se sucedieron dos ex- plosiones en el cuarto bloque de la central. La segunda explosión provocó la apertura del núcleo del reactor, que a la vez estaba siendo devorado por el fuego. Como consecuencia, cientos de trozos de grafito, un mineral altamente contaminante, salie- ron propulsados hacia los alrededores de la central. Acababa de ocurrir, la que es hasta hoy, la catástrofe nuclear más grande la historia. La alarma de incendios saltó dos minutos des- pués. Inmediatamente, el departamento de bom- beros de la central nuclear comenzó la tarea de ex- tinción del fuego, que se expandía por la sala del reactor y el techo de la sala central de la maquinaria. A lo largo de la noche, llegaron desde Prí- piat, Ivankiv y Poliske refuerzos para re- levar a sus compañeros en esta tarea. Uno de los cientos de bomberos que trabajaron aquella noche fue Mykola Shumak (1), de Ivan- kiv: “En dos horas, estábamos allí. Permanecimos en el lugar solo 40 minutos, porque había mucha radiación y tuvimos que irnos. Cuando llegamos a la central, se llevaban a los bomberos de Prí- piat al hospital y luego nos llevarían a nosotros”. Los bomberos seguían las órdenes de la cen- tral y continuaron vertiendo agua sobre el reactor (1) Mykola Shumak (2) Natalia Hmyzina
  • 21. 21 extinguió tres horas más tarde, aunque el núcleo del reactor continuaba ardiendo debido a un conjun- to de masas nucleares compuestas de combustible. El equipo directivo de la central se dio cuen- ta de que lo que estaba ocurriendo era algo se- rio. Llegaron a la conclusión de que, para fre- nar la radiación masiva, debían arrojar una mezcla de boro, dolomita (elementos químicos) junto arena, barro y un compuesto de plomo des- de unos helicópteros que sobrevolarían el reactor. En las semanas siguientes se necesita- ron más de 5000 toneladas de este compues- to para disminuir las consecuencias fatídicas de la explosión. Pero, aún así, no fue suficiente. Contaminados hasta hoy Esto sería solo el inicio de una radiación que conti- núa en la actualidad. Las nubes, el viento, el suelo y las personas estaban ya contaminados. No había marcha atrás. Las partículas radioactivas alcan- zaron una altitud de 1,5 kilómetros y con la fuerza del viento viajaron por toda Europa, aunque los principales afectados fueron Ucrania y Bielorrusia. La agonía fue la protagonista de aquella noche en Chernóbil. Mientras una parte de la ciudad dormía, militares, bomberos y trabajadores de la central ha- “Cuando pasó el accidente trabajaba en una fábrica de pescados en Kiev. Nadie sabía nada de lo que estaba ocurriendo. Lo supimos después de un mes”. “No escuché nada raro. Estuve trabajando con el equipo de obras y tenía que ir al bloque 4. Cogí el autobús como todas las mañanas y en el camino veía fuego. El jefe nos dijo que nadie podía entrar en la central. Nos tuvimos que ir a casa. Esa misma tarde llevamos a nuestros hijos a los columpios”. cían todo lo posible para solucionar aquella catás- trofe. Incluso hubo trabajadores de la propia central que esa misma mañana se levantaron como todos los días para ir a trabajar, como es el caso de Ivan Kuz- min (4): “No escuché nada raro. Estuve trabajando con el equipo de obras y tenía que ir al bloque 4. Cogí el autobús como todas las mañanas y en el camino veía fuego. El jefe nos dijo que nadie podía entrar en la central. Nos tuvimos que ir a casa. Esa misma tarde llevamos a nuestros hijos a los columpios”. A las seis de la mañana murió la primera persona afectadaporlaradiación,segúndatosdelMuseoNacio- nal de Chernóbil. En los tres meses siguientes fallecie- ron 49 más debido a la alta exposición radioactiva. Los datos actuales sobre el número de personas afectadas son muy dispares. Según la Asociación Internacional de Médicos para la Prevención de la Guerra Nuclear, murieron entre 50 000 y 100 000 liquidadores que se encargaron de reducir las consecuencias del desastre, y más de 600 000 quedaron inválidos. Sin embargo, la Organización Mundial de la Salud declara que el número de fallecidos contabilizados y futuras muertes se estima en 4000 de los 600 000 afectados en total. (3) Anatoli Rodenko (4) Ivan Kuzmin
  • 23. 23 Se mudaron a Chernóbil en busca de oportunidades la- borales. Realizaron tareas de reconstrucción en la central tras la explosión. Continuaron trabajando en la zona du- rante años a pesar de la peligrosidad. Treinta y tres años más tarde, viven en Kiev aquejados de las enfermedades provocadas por la radiación. Olvidados por el gobierno y por la sociedad, ellos reivindican su recuerdo. Texto por JAVIER MEDRANO Dmytro Mikhalkov posa con rostro serio. Fotografía Javier Medrano.
  • 24. 24 N adie apostaría que Ivan Kuzmin es un in- válido de guerra. La estatura superior al metro noventa y su complexión corpulen- ta podrían confundirle con un antiguo ba- loncestista. O con un boxeador. No así con una per- sona de 61 años que llegó a absorber cuatro millones de microsieverts, una cantidad 500 000 veces supe- rior a la establecida como peligrosa. La historia de Ivan comienza en 1980 con el abandono de su Rusia natal destino Chernóbil. Le convenció su hermana, que ya vivía allí. Tardó poco tiempo en encontrar tra- bajo en la unidad de turbinas de la central. También encontró el amor. En la residencia en la que se hos- pedaba, una chica desatendida por su acompañante buscaba con quién ir al cine. Cuatro meses más tarde Ivan y Tatiana se casaron. Dmytro Mikhalkov tiene 65 años y vive a esca- sos metros del parque Desnyans´kyy. Alza el brazo y señala un bloque de apartamentos. A escasos me- tros del río la niebla es densa y por primera vez hace frío desde que llegamos a Kiev. Menos para Dmytro. Una fina chaqueta de chándal es lo único que viste para cubrir su torso. Si Ivan fuese boxeador, Dmytro hubiese sido el rival al que hubiese tumbado en la lona. Sus enormes ojos azules, su excéntrico cabello y, sobre todo, su dentadura dorada no le confieren el aspecto de quién ha sido un héroe para todo un continente. En 1974 realizó el servicio militar y en 1975 se mudó a Chernóbil. Trabajaba en construc- ción. De cualquier tipo. Desde escuelas y casas hasta la creación del primer y segundo reactor pasaron por sus manos. Posteriormente lo contrataron en una empresa estatal, lo que le obligó a viajar por toda la Unión Soviética. En el hipotético combate de boxeo, Vadym Amirov hubiese sido el árbitro. Aquel que vigila el cumplimiento de las normas del juego. Vadym traba- jó en la central de Chernóbil durante trece años. En la actualidad, jubilado por problemas de salud, lleva más de una década reivindicando las pensiones y derechos civiles que les habían prometido. En una de las mani- festaciones conoció a Dmytro y a Ivan. Cuando este úl- timo le llama por teléfono apenas tarda diez minutos en aparecer en el parque con una gorra azul claro. “Es mu- cho más fácil poner monumentos que cuidar de los vivos”, lamenta Dmytro recorriendo el entorno con la mirada. Repite la frase que dijo en diciembre de 2006 cuando el parque fue inaugurado por motivo del vigésimo aniversa- rio de la construcción del primer sarcófago. La explosión del reactor cuatro de la central nuclear de Chernóbil propició una situación devastado- ra para cientos de miles de personas. Aquel estallido desestabilizó los cimientos de la Unión Soviéti- ca y desestructuró las paredes de un estado federal cuyo último muro caería tres años más tarde en Berlín. Entre las más de 800 000 personas que trabajaron en las labores de contención de radiación y la reparación de la central nuclear figuran un puñado de protagonistas que emigraron a Chernóbil y Prípiat en busca de un futuro exitoso. Unos pocos ciudadanos se convirtieron en testigos de la ciu- dad más avanzada de toda la Unión Soviética. Un reducido número de seres humanos que vivieron de primera mano el antes, durante y después de una catástrofe que jamás debería haber ocurrido. El cauce del río Dnipro divide en dos la ciu- dad a su paso por Kiev. El margen izquier- do lo ocupan edificios gubernamentales, el centro de la ciudad y barrios residenciales. El margen derecho, barrios pobres como Troieshchyna, en el que muchos liquidadores han establecido su hogar. No es casualidad que el barrio albergue el parque que les rinde homenaje. De la misma manera que lo hace el río Dnipro, el 26 de abril de 1986 dividió la vida de miles de ciudadanos en dos márgenes. Opuestos el uno del otro, sus vidas las separó un caudal repleto de radiación.
  • 25. 25 La central nuclear de Chernóbil comenzó a funcionar en 1977. La idea inicial era contar con un total de doce reactores, de manera que los más nuevos fuesen más modernos y desarrollados. A pocos kilómetros se levantó una ciudad, Prípiat, que diese cabida a los miles de trabajadores que aglutinaban la central. Para Dmytro fueron con total seguridad los mejores años de su vida. Vi- vía en la calle Sportif de Prípiat junto a su mujer, Anna. Por aquel entonces, Prípiat contaba con todos los lujos y comodidades de la que fue la ciudad más cosmopolita de la Unión Soviética: había un café, un teatro e incluso un palacio de congresos. Pero lo que más le gustaba a Dmytro eran las po- sibilidades que ofrecía una urbe construida en medio del bosque. Le encantaba pescar y recoger setas. La noche previa a la explosión, Dmytro ce- lebró el cumpleaños de su sobrino. Le esperaban en casa su hijo Anton y su mujer embarazada. Ese mismo día por la mañana, Ivan estuvo trabajando junto al equipo de obras en el reactor cuatro de la central. Al acabar el turno, volvió a su apartamento. Tenía tres habitaciones: una para él y Tatiana, otra para su hijo Zhenia, de cinco años, y una tercera para su hijo Maxsim de dos. Cuando Ivan era pequeño, había un juego infan- til que permitía, con unas agujas, predecir el nú- mero de hijos que alguien iba a tener. A él le pro- nosticó que tendría dos hijos y una hija. El día que explotó el reactor, su mujer estaba embara- zada de una niña. Decidieron abortar por miedo a las consecuencias de la radiación. Aquella fatídica mañana, Ivan cogió el autobús para ir a trabajar. Había llamas en la central, por lo que su jefe les dijo que nadie podía entrar ahí. Pasó el resto del día con su familia. Pasearon junto a la noria, jugaron en los columpios y hasta tomaron helado. Esa misma tarde, una enfermera del hospital de Prípiat les comunicó que se prohibía salir de casa. Al día siguiente, su mujer y sus dos hijos fueron evacuados. Engañados por las autoridades, creyeron que se trataba de un desalojo de tan solo tres días. Ivan tardó casi tres meses en reencontrarse con ellos. Viaje en avión y trayecto en taxi de por medio, se reencontraron en Kazán (Rusia), donde vivían los padres de Tatiana. Dmytro tuvo la fortuna de poder abandonar la zona junto a su familia. El 27 de septiembre fueron evacuados a un pueblo cercano en la región de Polissia. Pero, consciente del riesgo real que su- ponía permanecer cerca de la central, se marcharon a Kiev y posteriormente al sur de Ucrania. Entonces su mujer estaba embarazada. Seis meses después nació su hija Valentyna. Estaba sana. Vadym Amyrov levanta el pelo de Dmytro Mikhalkov. Fotografía Javier Medrano.
  • 26. 26 Ivan Kuzmin, Dmytro Mikhalkov y Vadym Amyrov, liquidadores de la central de Chernóbil. Fotografía Javier Medrano.
  • 27. 27 El día de la evacuación de Prípiat, Ivan se despi- dió de su familia. También del color de su pelo. A sus parientes los volvería a ver en dos meses. Su cabello, sin embargo, se mantiene canoso 33 años después. Cuenta que, mientras veía los au- tobuses abandonar la ciudad, sintió que hubiera una pared delante suya. En ese momento, su pelo se convirtió en un montón de mechones grises. Desde el momento de la explosión hasta 1989, Ivan estuvo tra- bajando en labores de reconstrucción de la central. Su tarea: separar el tercer reactor, aún en funcionamiento, del reactor número 4 que había quedado destruido y emanaba radiación. Durante meses durmió en barcos que la Unión Soviética había desplazado a la zona afectada. Ivan era consciente del peligro de la radiación. Sin embargo, asegura que, de suceder de nuevo, “lo hubiera hecho otra vez”. Que la central funcionase de nuevo era trabajo suyo. Por ello, cuando nadie se atrevió a la desactivación de maquinaria pesa- da del reactor 4, él fue el único de su departamento dispuesto a dicho encargo. Los altos mandos del Gobierno establecieron los turnos de trabajo de quince días laborables y quince de descanso. Cuando Ivan no trabajaba, volvía a Kiev, donde su familia se estableció de manera definitiva. De los trece años que Vadym trabajó la central de Chernóbil, seis años y medio transcurrieron en el departamento de segu- ridad de radiación. Tan solo en mayo del 86 recibió más de la mitad de la dosis anual permitida. Cuando salía a medir los niveles de radiación se colocaba una mascarilla para poder res- pirar. Tenía filtros que le protegían del polvo. Pero Vadym era consciente de que los gases ionizantes atravesaban sin impedi- mento aquella mascarilla. Cuando esto ocurría, Vadym perdía la voz durante días. Dmytro, que pudo abandonar Chernóbil con su familia, de- cidió volver a principios de junio a trabajar. Lo hizo de manera ininterrumpida hasta 1989. Aquel año, tanto Ivan como Vadym y Dmytro seguían traba- jando en la central de Chernóbil. Las autoridades obligaron a todos los empleados de la central a irse a vivir a Slavutich, una ciudad construida tras la tragedia. Sin embargo, ninguno de los tres quiso vivir en una zona tan contaminada y tan cercana a la central, y dejaron su trabajo. En 1990 Ivan comenzó a trabajar en la administra- ción de almacenaje de datos sobre radiación. Se ju- biló en 1996 con una discapacidad de segundo grupo y el certificado de inválido de guerra. Tenía 38 años. Sufre dolores en la cabeza, brazos y rodillas y lleva prótesis dentales. Vadym sufrió una dolencia en las piernas y ha sido operado recientemente de cataratas. Se ha gastado más 10 000 euros en esta última operación. Para él los liquidadores ucranianos son los peores tratados. “En Lituania a un liquidador le costearon dos opera- ciones de corazón. Y Lituania también formó parte de la Unión Soviética”, comenta resignado. Dmytro fue el único en volver a trabajar en Cher- nóbil. Desde 1993 hasta 1999 se encargó del funcio- namiento de los sistemas de calefacción. Le despi- dieron por problemas de salud. Tenía 43 años. De sus trece compañeros solo cinco siguen con vida. Para Dmytro “no hay nada ahora. El gobierno espera que nos muramos, pero no lo vamos a hacer toda- vía”. En las aldeas cercanas a Chernóbil los inodoros se encuentran afuera de las casas y las alfombras tendi- das sobre el cemento cumplen el papel de suelo. En Kiev un trayecto en Uber cuesta dos euros y el salario medio son 12 000 grivnas, 450 euros. Ivan ha batallado en los juzgados durante diez años para demostrar que era liquidador. Durante esa década cobró la mitad de la pensión que le corres- pondía y que ahora asciende a 8200 grivnas (300 euros). Dmytro vivió el mismo proceso y ahora percibe 8200 grivnas (300 euros). Vive en un apartamento de tres habitaciones. En una duerme él; en otra su mujer, de la que está separado; en la habitación res- tante y en la sala de estar se las reparten dos de sus hijos con sus respectivas parejas e hijos. Vadym apenas recibe 3300 grivnas (130 euros). No ha podido certificar que trabajó como liquidador en la central tras la explosión. Vadym tuvo que gas- tar todos sus ahorros para pagar su operación de ca- taratas. Mientras tanto existen ciudadanos que com- pran certificados de liquidador y reciben pensiones de hasta 15 000 grivnas. a conocer al mundo. La central nuclear de Cher- nóbil se mantuvo operativa hasta 1999. Ciuda- danos ucranianos operaban en los reactores 1, 2 y 3 aún en funcionamiento. Sin embargo por primera vez fueron compañías extranjeras las responsables del recubrimiento del reactor nú- mero 4 con el nuevo sarcófago. El 24 de agosto de 1991 el Parlamento ucraniano aprobó la declaración de independencia del país. Dejaba de pertene- cer a la Unión Soviética 72 años después. Los noventa sir- vieron como década de transición para un país que se daba
  • 28. 28 Ivan Kuzmin, Dmytro Mikhalkov y Vadym Amyrov posan en el parque de Kiev que rinde homenaje a los liquidadores Fotografía Javier Medrano.
  • 29. 29 Ivan no va al médico: “Me caen mal”. Dice que son muy corruptos. Por su discapacidad debería reci- bir medicamentos gratis, pero para tener recetas, hay que dar sobornos. Un día, en la farmacia, le dieron dos lotes de medicamentos y el médico le llamó exigiéndole un lote. Ivan le entregó los dos y se fue. Ivan tiene muchas medallas, pero no se las pone: “Me da vergüenza, pensarán que estoy presumiendo”. Él no siente orgullo. Él siente olvi- do. Denuncia que tras la explosión todo el mundo ayudaba y mandaba dinero, pero que todo se lo quedaron los de arriba. Ivan espera que sus hijos lo hagan abuelo de una nieta en una familia de hombres. A Vadym le pedían 700 dólares por un certificado de enfermedad. Se negó a pagar y fue a hablar en per- sona con el viceministro de salud. Consiguió el certi- ficado en tres semanas y gratis. “Cuando vas camino a Chernóbil, hay un monumento a los liquidadores. En Ivankiv también. En total, tres monumentos en 70 km. Pero luego los liquidadores que siguen vivos nadie cuida de ellos”, lamenta Vadym. A Dmytro cualquiera lo tacharía de loco. Cuando va al psicólogo, le preguntan cómo duermen cinco familias en un apartamento. Él responde que los pri- meros ocupan el sofá y las camas y el resto, el suelo. Cuando le preguntan si bebe alcohol, él responde que a ver qué ofrece, que si ha preguntado es por- que tiene que tener. Para Dmytro, en la vida siempre hay que tener un objetivo: “Si tu objetivo es construir una casa, constrúyela. Solo así se puede vivir”. Su ob- jetivo personal es casar a los nietos y tener bisnietos.
  • 30. 30 LOS OTROS LIQUIDADORES: PRIVILEGIOS DE SER UN HÉROE Javier Medrano Valentyn Krupevich (izquierda) y Victor Kulyk (derecha) en Prípiat antes de ir a trabajar. Fotografía cedida por Valentyn Krupevich.
  • 31. 31 Valentyn Krupevich tiene 66 años. En 1987 co- menzó a trabajar en las labores de reconstrucción de la central nuclear de Chernóbil. Es ingenie- ro especializado en la instalación de plantas de energía nuclear. Fue supervisor en las obras que desarticularon el reactor número 4 y posterior- mente se encargó de la construcción del primer sarcófago de Chernóbil. Victor Kulyk tiene 65 años y es ingeniero ter- mofísico especializado en centrales nucleares.. Su trabajo: poner en funcionamiento dichas cen- trales. Victor trabajó en la puesta a punto del re- actor 3 y del reactor 4. Tras el accidente, volvió a Chernóbil en 1991 para supervisar la nueva ope- rativa de la central, vigente hasta el año 2000. Recientemente ha vuelto a la zona para construir una fábrica que elimine el fuel que permanece en la central desde 1986. Valentyn y Victor se desplazaron a Chernóbil por decisión propia y bajo su responsabilidad. Ambos tenían la mentalidad de que “había que ir para ayudar”. Pero no les obligaban. En aquel momento no sabían ni el tiempo que iban a pasar, ni el dinero que les iban a dar. Valentyn y Viktor llegaron a cobrar cinco veces el sueldo medio. Al momento del accidente y en los años cer- canos, reconocen que tanto el gobierno como la sociedad se portaban bien con ellos. “La gente te hacía honores, te dejaban el asiento del autobús y no pagabas”, cuenta Valentyn. Pero poco a poco su trabajo y valentía comenzaron a dar igual. El gobierno les quitó las ayudas y su salud se vio afectada por la radiación. Para Victor, su trabajo consiste en intentar resolver problemas. “No hay instrucciones exac- tas”. Por eso, para él “es un honor haber ayuda- do a tanta gente” . Valentyn Krupevich y Victor Kulyk posan con unos amigos. Al fondo, Prípiat. Fotografía cedida por Valentyn Krupevich. Victor Kulyk en su despacho de Prípiat. Fotografía cedida por Valentyn Krupevich. Valentyn Krupevich, Victor Kulyk y un amigo en un parque de Prípiat. Fotografía cedida por Valentyn Krupevich.
  • 32. 32 1. TRABAJAR CON PERSONAS RELEVANTES Cuando Valentyn Krupevych trabajó en Chernóbil en el año 87, lo hizo al lado de personalidades como Boris Shcherbina, vicepresidente del Consejo de Ministros, o Valery Legasov, jefe de la comisión investigadora del desastre de Chernóbil. “Shcherbina era una persona muy seria, muy fuerte. Legasov era muy amable, muy ligero. Él sufría muchísimo, era una persona muy fuerte para soportar todo eso, él sentía que era su culpa”. 9. LA EXPLOSIÓN QUE PASÓ DESAPERCIBIDA Valentyn cuenta que año y medio después del desastre, hacia oc- tubre o noviembre del año 87 se produjo una explosión que des- encadenó un enorme incendio en la sala de turbinas del bloque. Sin embargo, los medios nunca hablaron de dicho suceso. “No se hablaba de eso, todos callaban”. 10. UN HOGAR EN LA CIUDAD ABANDONADA Una vez Prípiat fue desalojada, algunos apartamentos fueron cedidos a los trabajadores destinados a la central. Valentyn pasó meses durmiendo en aquellas paredes que un día fueron de otros. “Uno o dos años después vinieron los dueños del apartamento en el que nos alojábamos gracias a un permiso. Cuando vieron que al contrario que la gran mayoría, el suyo estaba cuidado, rompie- ron a llorar”, sentencia sonriendo. 8. CUÁNTA CULPA TUVO LA URSS Para ambos, mucha culpa de las horribles consecuencias fue del sis- tema soviético. “Pero no eran el mal del mundo”, sentencia Valentyn. Para ellos la Unión Soviética también tenía cosas buenas. Tanto Victor como Valentyn coinciden en que a día de hoy sería imposible conse- guir una línea de 20 kilómetros de autobuses, para desalojar a 40 000 personas, en tan solo un día. 11. ¿A FAVOR O EN CONTRA DE LA ENERGÍA NUCLEAR? No dudan. No hay nada que pueda aportar la misma energía. “El viento y el sol son buenos, pero la energía nuclear es lo más rentable y potente” , dice Victor. Pero apunta que es imprescindible la seguridad. 13. REACCIÓN DEL CUERPO A LA RADIACIÓN La reacción del cuerpo a la radiación depende mucho de cada organismo. Valen- tyn conoce quien con transplante de médula vive a día de hoy y quien ha fallecido. Ambos tienen muchos amigos que han muerto, y que han pasado años y no se sabe exactamente por qué. “A un amigo le empezó a salir pelo por todo el cuerpo, se hinchó y murió”, explica Valentyn. Victor conoce a tres trabajadores que estudia- ron con él y que murieron poco después de la explosión. 12.LA RADIACIÓN A LARGO PLAZO Para la radiación ha pasado muy poco tiempo. No se sabe cómo Chernóbil va a influir en las futuras generaciones. “Ya se verá”, dice Victor. El cómo afecta la radiación a la gente está poco estudiado. Es muy costoso y muy difícil.
  • 33. 33 4. SU PRIMERA IMPRESIÓN DEL JUICIO El juicio se celebró en la localidad de Chernobyl en el año 1987. “Esperaba algo enorme y mediático. Sin embargo fue a puerta cerrada. Me pareció cutre y rápido, estaba decepcionado”, relata Valentyn. En la sala apenas había 60 personas. El proceso judicial era similar al de cualquier otro crimen. Ade- más, en la Unión Soviética las sentencias se hacían previas al juicio por lo que ya se sabía la condena. 5.VICTOR BRIUJANOV, ANATOLY DYATLOV Y NICOLAI FOMIN El 29 de julio de 1987 Briujanov, Dyatlov y Fomin fueron condenados a 10 años de reclusión en un campo de trabajos forzados por el Tribunal Supremo soviético como responsables del accidente ocurrido en esa planta el 26 de abril de 1986. Valentyn, presente durante el juicio, contradice la actitud de los condenados mostrada por HBO: “Al con- trario de lo que muestra la serie ellos no hablaban. Estaban cabizba- jos. Sabían y entendían que eran culpables. Era una culpa pero no era directa”. Diatlov falleció en 1995 y Briujanov y Fomin continúan con vida a día de hoy. 2. VALERY LEGASOV, UN HÉROE DE VERDAD Para Valentyn Krupevych, si existe un héroe por encima del resto, ese es Valery Legasov. “Lega- sov es un héroe de verdad”. En los meses posteriores a la explosión, los trabajadores realizaban turnos de quince días de trabajo y quince de descanso. Legasov llegó a Chernóbil en la primavera del 86 y hasta el otoño estuvo sin salir. “Como cada persona puede haber cometido errores pero él si que es un héroe. Solo él insistió en evacuar a la gente cuando el Gobierno quería tapar todo”. 3. EL PAPEL DE LEGASOV EN EL JUICIO Como trabajador de la central, Valentyn Krupevich consiguió una acreditación para asistir al juicio contra Nicolai Fomin, Anatoly Dyatlov y Victor Briujanov. El juicio se celebró ya en el año 1987 en el juzgado principal de Chernóbil. Va- lentyn corrobora que cómo sucede en la serie de HBO, Legasov “no culpaba, su papel era el de un experto que explicaba los peligros del accidente”. 7. QUÉ FALLOS PROVOCARON EL ACCIDENTE DEL 26 DE ABRIL DE 1986 Victor Kulyk es ingeniero termofísico encargado de poner en funcionamiento centrales nucleares a lo largo y ancho del mundo. Recientemente ha trabajado en Irán, donde el sueldo “es muy bueno”. Para Victor, existen dos grandes culpables del accidente del 26 de abril: las personas, que no cumplieron las normas de ma- nejo de la central y la construcción errónea de la propia central. 6. DIFERENCIAS ENTRE LA SERIE CHERNOBYL Y SUS VIVENCIAS Valentyn y Victor han visto la serie. Victor recuerda que lo primero que sintió fue “horror”. Aunque les ha gustado y opinan que refleja bien los hechos y da la sensación de la época, encuentran algunos fallos en la trama. “La historia de los buzos no es real, la central no estaba inundada. Además dos siguen con vida, y el que murió lo hizo en un accidente de tráfico”, cuenta Victor. Tam- bién cree que es mentira que se matara a los animales. Él llegó a ver lobos y ciervos y conoce trabajadores americanos que adoptaron perros y cachorros. Permisos de trabajo anuales y meda- llas al mérito de Valentyn Krupevich, junto a una foto de él trabajando en la central. Fotografía Edel González.
  • 34. 34 Svetlana Alexiévich, en su última visita a Madrid. Fotografía cedida por Fundación Telefónica.
  • 35. 35 SVETLANA ALEXIÉVICH Autora de Voces de Chernóbil La Premio Nobel de Literatura charla sobre el amor, la muerte y la necesidad de dar voz a los que no la tienen Ana Terreros E n el rostro de Svetlana Alexiévich (Stanis- lav, Ucrania, 1948) se adivina el peso de todos los testimonios que ha escuchado a lo largo de su vida. Es una mujer seria, de mirada cansada, pero que todavía le brilla al hablar de lo que más le apasiona: la escritura. Con la mirada fija en el suelo, Alexiévich habla pausada, pero sin tapujos, de cualquier tema, desde Trump al Kremlin. Su defensa y práctica de la honestidad periodística la han convertido en enemiga de las autoridades ru- sas, que han llegado a prohibir algunos de sus libros, como Voces de Chernóbil o Los muchachos del Zinc. En 2015, la escritora recibió el Premio Nobel de Literatura por su obra Voces de Chernóbil, publica- da en 1997. Durante diez años, Alexiévich se dedicó a recopilar historias para después plasmarlas en su obra y dar a conocer al mundo una verdad de la que no se sabía demasiado. Los escritores y periodistas, según ella, se deben encargar del trabajo que no inte- resa a los historiadores, “coleccionar los relatos poco heroicos, las pequeñas verdades”. La premio Nobel encuentra aquí el mayor problema de la historia: “Hoy, la gente quiere saber más sobre el mundo de los sentimientos —apunta—, pero la historia mira de lejos esas realidades humanas”. Por eso, como expli- có en la conferencia que dio el 4 de octubre en el Es- pacio Telefónica en Madrid, Alexiévich ha intentado a lo largo de su vida escuchar las voces del mundo entero, las que para ella son “portadoras de la gran verdad, no están manchadas por la propaganda y muestran la vida tal y como es”. El aumento de noti- cias falsas en los últimos años ha revalorizado la fi- gura del testigo. “Lo único que permanece constante es la vivencia del testigo; las circunstancias cambian, pero no lo que él vio en persona”, relata la bielorrusa. En la actualidad, Alexiévich dedica sus días a es- cribir dos libros al mismo tiempo. Uno sobre el amor, el otro sobre la muerte. Son dos temas que le generan incertidumbre porque, dice, “se escapan sin prestar- se a interpretaciones”. En su relato sobre el amor, la autora pretende plasmar este “milagro” a través de diferentes voces que hablan sobre muchos tipos de amor, pero sin querer caer en los cánones tradiciona- les. Lo verdaderamente enigmático para Alexiévich es la vejez y la muerte. “La ciencia nos ha regalado más años de vida”, explica. “Así, se acaba nuestro proyecto vital, pero aún te queda mucho tiempo por delante y, ¿cómo se sigue viviendo?”, continúa. Esa gente que se pregunta por qué sigue viva, que se plantea cómo aprovechar ese tiempo, es la que le interesa a la escri- tora para sus libros. Para ella, “el sentido de la litera- tura es aportar una nueva visión”, y eso es lo que trata de conseguir con sus obras: no repetir cosas banales. Aunque su verdadera pasión siempre haya sido la escritura, Alexiévich es periodista de formación. Inevitablemente, se muestra preocupada por una realidad cada vez más visible: la bajada del nivel inte- lectual que deriva en la banalización del periodismo. “Las historias del pasado te torturan”
  • 36. 36 La bielorrusa achaca a Internet parte de la culpa de esta caída de la cultura: “Es un vertedero de in- formación en el que nadie explica los motivos por los que actúa”. Para recuperar el buen periodismo, una de las soluciones que encuentra está en la empatía, cualidad imprescindible para aquellos que dediquen su vida al mundo de la comunicación. “La gente siempre está abierta al diálogo, pero tiene que ver que empatizas con ella para abrirse a ti”, relata. Esto lo recoge en sus diarios, en los que reflexiona sobre su manera de trabajar y que no descarta publicar en un futuro. La clave de su escritura, desvela, está en entender. “Yo no escribí Voces de Chernóbil para ganar el Nobel, sino para intentar comprender lo que había pasado allí”, afirma Alexiévich. Recuerda, por ejemplo, a algunos testigos de Chernóbil que, cuando le contaban sus historias, le pedían que las difundiera para que alguien buscase una explicación a lo que habían vivido. “La literatura es mi forma de ver y oír el mundo”, resalta. En Afganistán, Alexiévich estuvo cara a cara con La literatura es mi forma de ver y oír el mundo. la muerte, y desde entonces no ha olvidado su ros- tro. “¿Cómo voy a dejar de pensar en lo que he vis- to allí?”, se pregunta. Después de ver cómo alguien mata a su prójimo, continúa con su vida como si nada y además obtiene insignias y reconocimientos por ello, la periodista se ha convertido en rehén de una historia que vivió desde un segundo plano. “Es normal si te dedicas a esto”, añade. Lo mismo le ha ocurrido con Chernóbil. Al “entrometerse” en la vida de la gente, acabó por ser una más de los protagonis- tas de sus historias. “Para extirpar las profundidades de una persona, tienes que conocer esas oscurida- des”, explica la autora. “Recomponerse de escuchar tanta vida rota no es posible: esas historias del pasa- do te torturan”. El Premio Nobel de Literatura que recibió en 2015 hizo resurgir un tema que había permanecido Svetlana Alexiévich charla con el periodista de El Mundo Antonio Lucas. Fotografía cedida por Fundación Telefónica. “ ”
  • 37. 37 silenciado muchos años: el desastre de Chernóbil. Aunque quizá, lo que descubrió a muchos el trabajo de esta escrito- ra fue la serie Chernobyl, producida por HBO. Su guionis- ta, Craig Mazin, leyó Voces de Chernóbil porque encontró en él algo diferente al resto de libros sobre la catástrofe nu- clear: hablaba de belleza a la vez que de tristeza. “En todo lo que escribo tiene que haber ambas cosas —relata Alexié- vich— porque en el mal hay belleza, en el terror también”. Más de 650 millones de personas vieron la serie Chernob- yl, basada principalmente en su relato, aunque con ciertos toques ficticios. “Para mí es un misterio el porqué la han visto”, añade confundida Alexiévich. Admite que le ha gus- tado, aunque no trata algunos de los temas que a ella le interesan como escritora. No cree que sea cuestión de que el periodismo choque con unos límites que solo la ficción puede superar, sino que ve en este éxito un signo de algo que está surgiendo y desarrollándose en la actualidad: una nueva conciencia ecológica que no existía en 1986. Según la periodista, la herencia para los jóvenes es un mundo en mal estado. “Estamos en una época que necesita de gen- te como Greta Thunberg, que ha logrado levantar a toda la juventud”, relata. “Debemos asumir catástrofes como Fukushima y Chernóbil, y afrontar que tenemos que vivir en un mundo lleno de peligros para los que no estamos preparados”, concluye Alexiévich. Para extirpar las profundidades de una persona, tienes que conocer esas oscuridades. Al “entrometerse” en la vida de la gente, Svetlana acabó por ser una más de los protagonistas de sus historias. Alexiévich, junto a su traductora, firma libros tras su conferencia en la Fundación Telefónica, en Madrid.durante la firma de libros. Fotografía cedida por Fundación Telefónica. “ “ ” ”
  • 38. 38 LAS CICATRICES DE LA RADIACIÓN 1. Filip desayunando en casa de su abuela. Fotografía Edel González. 2. Letrero en el jardín de Vladyslav. Fotografía Silvia Sanz de Ayala. 3. Yuriy Bulakh en Hryl’-Bar “Zhuravli”. Fotografía Javier Medrano. 4. Vladyslav en el interior de su casa. Fotografía Edel González. 1 2 3 4
  • 39. 39 La explosión del reactor cuatro de la central nuclear de Chernóbil liberó trillones de par- tículas radiactivas. Harán falta más de 20 000 años para que las zonas cercanas a la central vuelvan a ser seguras para la vida humana. Sin embargo, los habitantes de los pueblos cercanos a la zona de exclusión no tienen tiempo para pararse a pensar en los niveles de radiación. Cuidar de los nietos, tener algo que comer a diario o permitir a sus hijos disfrutar la vida que ellos nunca pudieron ocupan todo su tiempo. A más de 3000 kilómetros, las familias de Ivankiv, Orane y Stanyshivska nos abren las puertas de sus casas, y también las de su corazón. 5. Mykola Shumak hablando de la tragedia de Chernóbil. Fotografía Javier Medrano. 6. Ilata desayunando en casa de su abuela. Fotografía Edel González. 7. Vadym Pashuk en su casa de Orane. Fotografía Silvia Sanz de Ayala. 8. Camión de bomberos de Ivankiv. Fotografía Javier Medrano. 5 6 7 8
  • 40. 40 Silvia Sanz de Ayala “¡Ah! ¿Vosotros sois los que me vais a entrevistar luego?”, exclama un joven dirigiéndose al fondo del autobús que realiza el trayecto Kiev-Ivankiv. Él es Vadym. Tiene veinte años y vive en la capital ucraniana, aunque ahora se dirige a Orane, una pequeña aldea al norte de Kiev, para visitar a su madre. Resulta curioso que, a 3000 kilómetros de casa, haya alguien que hable tan bien español, pero Vadym no es el único joven en la zona que, siendo ucraniano, habla tan bien esta lengua. Autobús línea Kiev-Ivankiv. Fotografía Edel González. 06.50 Irina es alta, tiene el pelo ondulado y los ojos azu- les. Llega puntual a la estación ‘Polyssia’ de Kiev. Es ucraniana y trabaja allí como intérprete. Al haber estudiado entre la Alhambra y la ría de Bilbao, sabe español a la perfección. Mientras se presenta, llega el autobús con destino a Orane. Es pequeño, amarillo y está un poco oxidado. Las cuatro plazas del fondo son las únicas libres. A medida que Kiev queda atrás, los altos edificios desaparecen y el paisaje se vuelve más triste y lúgubre. Tras una hora y cuarto de trayecto, el autobús se de- tiene en Orane. Allí, junto a un Volkswagen Passat negro y viejo, espera Yuriy Bulakh. Antes de poner- se en marcha, saca una tarjeta de la guantera. En ella están apuntados los nombres y direcciones de algunas familias ucranianas que, de una u otra for- ma, tienen presente en sus vidas el mayor accidente nuclear de la historia: Chernóbil. Algunos son liqui- dadores que lo vivieron en su propia piel, otros son niños que, aunque no conocieron el desastre en pri- mera persona, sufren las consecuencias que dejó en su tierra y en sus seres queridos. Yuriy e Irina yendo a la primera parada. Fotografía Edel González. Reportaje patrocinado por DJI ARS Madrid djiarsmadrid.es
  • 41. 41 Natalia Myzina en el salón de su casa. Fotografía Silvia Sanz de Ayala. E l edificio es viejo y está bastante deteriorado, el color de la pintu- ra está desgastado y las paredes de la escalera que lleva al primer piso están desconchadas. Tras una puerta delgada y de metal, aparece, sonriente, una señora de 69 años, cabello blanco y corta estatura. Es Natalia Hmyzi- na, una mujer que vivía en Chernóbil cuando explotó el reactor de la central de la ciudad. Al entrar, dejamos los zapatos junto a la puerta. El suelo, en lugar de tener baldosas, está cubierto por alfombras. Aunque están realizando obras y la casa no está demasiado ordenada, el apartamento es pequeño y acogedor. Las paredes empapeladas están lle- nas de recuerdos, como el de haber presenciado en 1986 la explosión del reactor cuatro de la central nuclear Vladímir Ilich Lenin. Natalia vive con sus dos nietos, Ila- ta y Filip, en este apartamento de no más de cincuenta metros cuadrados. Aunque la madre de los pequeños está viva, es frecuente que muchas no se ha- gan cargo de los hijos y sean los abue- los quienes se responsabilicen de ellos. Mientras habla, se sienta en el sofá porque, cuenta, se le cansan mucho las piernas. Podría pensarse que se debe a la edad, pero este es uno de los efectos más comunes de la radiación. Tenía 36 años y vivía en Chernóbil cuando tuvo lugar el accidente en la central. El 27 de abril de 1986, se hizo lle- gar un comunicado a los habitantes de la zona cercana al reactor: “Debi- do a un accidente en la central nu- clear, se desalojará la ciudad durante tres días”. Después de este periodo, supuestamente, volverían a la nor- malidad. Muy pocos lo sabían, pero desde entonces Chernóbil se convir- tió en una ciudad fantasma que nun- ca volvería a ser habitada. Solo podían llevarse lo esencial. Natalia estaba tan impresionada que no cogió nada, ni sus documentos de identidad, ni dinero… Pensó que el Primero de Mayo, el Día del Trabajo, estarían de vuelta en su casa. “Mi ma- rido era militar. Me dijo que volvería- mos en un par de días, pero luego me contó que sabía desde el principio que nunca lo haríamos. Lo recuerdo cada día”, relata con la mirada ausente. Tiempo después, su marido murió de cáncer debido a la radiación. A ella le extrajeron el útero y admite que, aun- que sea duro, no tiene otra opción más que continuar adelante. 1ª parada: calle Chervonyi shliakh, 07250, Orane
  • 42. 42 Llegó a su casa actual hace cinco años. No tenía ni ventanas, ni puertas. Ni siquiera llegaba agua corriente. Es más, actualmente solo dispone de ella a determina- das horas. Poco a poco, ha conseguido sacar adelante su hogar, pero tiene un sueño: “Quiero terminar de arre- glar la cocina antes de navidades. Quiero que mis nietos estén orgullosos de su abuela”, dice mientras sostiene a Ilata y Filip sentados en sus piernas. Hace 33 años de la catástrofe nuclear y, además de que le cuesta recordar lo que pasó, se emociona ante la mirada atenta de unos desconocidos. “Tienes, desde el principio, que dejar todo”, consigue decir con mucho esfuerzo. “Ojalá no hubiese pasado nada. Éramos muy felices allí”. Después de aquel trágico 26 de abril de 1986 que le arrebató a su marido y parte de su vida, Natalia tuvo que empezar de cero. No le ha quedado otra. Aun así, hoy tiene suerte de ser una de las personas que, habiendo vivido en primera persona el accidente, puede contar lo que experimentó entonces. Natalia dando el desayuno a Filip e Ilata. Fotografía Edel González. Natalia Myzina junto a su nieto, Filip, y su nieta, Ilata. Fotografía Edel González.
  • 43. 43 L a siguiente casa es de madera. Hay que atravesar parte del huerto cultivado con patatas, lechugas y zanahorias para llegar a la puerta de la vivienda. La abre un chico alto, moreno y delgado. Es Vladyslav Ko- sukha, tiene 16 años y ha disfrutado de más veranos en San Sebastián que en Orane. La casa es muy pequeña. En una misma habitación se encuentra la cocina, el salón y el dormitorio. El techo está pintado de azul y trata de disimular las goteras y el dete- rioro de las vigas. El dormitorio, al fondo, está compuesto por una mesa de escritorio que sostiene una televisión en la que la hermana pequeña de Vladyslav está viendo un programa de cocina. Enfrente, dos camas. El adolescente se acerca a la nevera y despega una foto tipo Polaroid. La enseña. Hay algo que resulta familiar. Se trata de la barandilla de la playa de La Concha de San Sebastián. Vladyslav forma parte del programa Asocia- ción Chernóbil Elkartea desde hace diez años. “Ahora es como mi otra familia. Me conocen muy bien, y yo a ellos. Estoy muy agradecido por esta oportunidad”, dice muy contento. Mientras busca en el móvil una foto de su último verano en la capital donostiarra, llaman a la puerta. Vladyslav no espera a nadie, pero un rostro conocido inunda la vi- vienda. Es una mujer alta, de pelo corto y negro, y una amplia sonrisa. Se trata de Svitlana Shmagailo, monitora de Asociación Chernóbil aquí en la aldea. “Vosotros sois los navarros. Me hace mucha ilusión estar con vosotros”, se atreve a decir con un español un poco ucranianizado. Nos abraza. Vladyslav comenta que le gustaría estudiar azafato de vuelo y, si puede, llegar a convertirse en un buen piloto. “Me encantaría estudiar en España. Tenéis mucha suerte de vivir allí”, reflexiona. Habla varios idiomas: ucrania- no, ruso, español, euskera. Y, ahora, está aprendiendo inglés. Gracias a Svitlana, Natalia y Vladyslav han podido contar su historia. A esta altura del día, todavía queda- rían diez personas por conocer. La visita de la monitora es muy corta. El ser uno de los testigos del accidente nu- clear hace que siempre tenga la agenda llena de compro- misos. Se marcha emocionada. Vladyslav y su hermana en su dormitorio. Fotografía Edel González. Vladyslav y su familia de San Sebastián. Fotografía Javier Medrano. 2ª parada: calle Naberezhna, 07250, Orane
  • 44. 44 E n la misma calle, pero un poco más adelante, vive Vadym Pashuk, el chico del autobús. Tras la verja verde que rodea todo el terreno, se en- cuentra una casa de ladrillo con el tejado de madera. Al entrar, huele a nuevo. El suelo es parquet y el techo, más bajo de lo que parecía. Se trata de una casa prefa- bricada debajo de la estructura de la anterior. La abuela de Vadym fue, y sigue siendo, liquida- dora. Es una de esas personas que no quisieron huir de la ciudad, a pesar de las consecuencias que eso acarreaba. Hoy disfruta del silencio y la naturaleza que han convertido Chernóbil en un paraíso natural radiactivo. “Mis padres me decían: ‘Vamos a Kiev a ver a la abuela’ y me montaban en el coche. Con seis años era consciente de que me estaban mintiendo. Me estaban llevando a Chernóbil, pero yo disimulaba”, comenta Vadym. Visita con regularidad Chernóbil y admite que se debe a la tranquilidad que le transmite. Nunca ha tenido miedo a la radiación. Sin embargo, lamenta que su futuro no esté en Ucrania: “Por mí digo en cualquier sentido que veo mi vida en España mucho mejor que aquí”. Lo que más llama la atención de Vadym no es la pe- culiaridad de no tener miedo sobre la radiación, sino la forma en la que habla de Ucrania. Una Ucrania que Vadym junto al sarcófago de la central nuclear de Chernóbil en 2016 Fotografía cedida por Vadym Pashuk. podría haberse convertido en una de los países más poderosos del mundo, pero que debido a la presión y las barreras de la Unión Soviética todavía hoy está en guerra. Su padre vive con su abuela. Los dos tienen el mis- mo problema: dolores insoportables en las piernas. Les molesta que a los turistas les dejen hacer lo que quieran y gente que lleve toda la vida viviendo allí tenga que estar sujeta a normas que no tienen mucho sentido. Por ejemplo, su abuela está en un programa que se llama ‘Organización de Recuperación de Chernó- bil’. Ahí hacen pruebas de comida, de peces y de carne para ver si se está limpiando. Incluso tiene una huerta donde come todos los productos. No obstante, existe una norma que prohíbe pescar en Chernóbil. Vadym defiende que es una tontería porque los peces migran y se van a todos los ríos. Mientras su madre prepara café con remolacha para amenizar la charla, el joven enseña, orgulloso, foto- grafías junto al nuevo sarcófago de la central. Es in- evitable preguntarle si tiene miedo a la radiación. “Yo tengo más miedo de nuestras carreteras y autobuses que de Chernóbil”, dice Vadym provocando las carca- jadas de tres miedicas que no saben que la radiación es más alta en Orane que en Chernóbil. 3ª parada: calle Naberezhna, 07250, Orane
  • 45. 45 L a casa está completamente hecha de made- ra, tanto por dentro como por fuera. Para entrar en el acogedor habitáculo hay que pasar el jardín. Hay provisiones de leña, por lo menos, hasta 2025. En el exterior también hay un corral para las gallinas y un pequeño baño. Todavía no tienen agua corriente en casa. Tras un cuerpo cansado y vestido con pantalón militar, una mirada profunda y humilde, y unos pies descalzos se erige Anatoli Rudenko. Un año después del desastre nuclear que conmocionó al mundo, este hombre midió la radiación de nume- rosos transportes que partían de Chernóbil. En el punto de verificación paró un día un autobús lleno de niños que viajaban tanto sen- tados como de pie. “El autobús tenía muchísi- ma radiación: cinco roentgens [unidad utilizada para medir el efecto de las radiaciones ionizantes (que puede modificar los electrones de un áto- mo)], unas 125 radiografías de tórax, algo que podía ocasionar la muerte de los niños”, recuerda Anatoli. “Mi jefe dijo que había que devolverlos. Paró a un autobús que iba de Kiev a Chernóbil, y los cambió”, añade. El 30 de agosto cerraron ese punto y despidieron a su jefe. Casi lo encarcelan. Tres meses más tarde, Anatoli se alistó en el ejército. Apenas se había convertido en un adulto cuando llegó a su destino: Kazajistán. Sus cono- cimientos sobre radiación hicieron que fuese el encargado de desarrollar un plan nuclear secre- to. La población de Kazajistán protestó mucho. Era noviembre de 1987. Querían cerrar el polí- gono nuclear. Les estaban disparando. Ellos no podían responder al ataque, sólo disparar al aire, así que no les quedaba otro remedio que prote- ger el avión del comandante. Dos años más tarde, llevaron a cabo las tres últimas explosiones. En cuanto se ejecutó la tercera, Anatoli y sus com- pañeros se escaparon de la base militar. “Firmé un papel en 1989 que me obligó a callar durante quince años. Ahora ya puedo contar todo lo que viví allí”, explica Anatoli ante la atenta mirada de su hija de quince años. Se levanta del sofá y busca algo en un armario. Se reincorpora con una caja marrón entre sus ma- nos. Cuando la abre, se le escapa una sonrisa. En su interior hay cinco tubos que parecen bolígra- fos y algo similar a una batería del coche. Se trata, en realidad, de un dosímetro del 86. Los tubos Provisiones de leña. Al fondo, el aseo de los Rudenko. Fotografía Javier Medrano. Anatoli Rudenko en el salón de su casa. Fotografía Silvia Sanz de Ayala, Comdedor-salón de la familia Rudenko . Fotografía Javier Medrano. 4ª parada: calle Soborno, 07250, Ivankiv
  • 46. 46 son recargables. Se mira al sol por la parte superior, fácil de distinguir por parecer una lupa, y se mide el nivel de radiación gracias a una pequeña gráfica que se encuentra en el interior del artilugio. Más que una caja, es un tesoro. Decide regalarnos uno a cada uno. Al principio de los años noventa, cuando la Unión Soviética se desintegró, le dijeron que era muy jo- ven y que, por ello, no podía ser liquidador [nom- bre que recibieron las personas que minimizaron las consecuencias del desastre nuclear del 26 de abril de 1986 de Chernóbil. Entre ellos se encuentran bom- beros, científicos, trabajadores, y especialistas de la industria nuclear]. Al no haber ejercido como tal, en la actualidad no puede cobrar una pensión compen- satoria. Esto le ha pasado factura, y cuando se jubile dentro de cinco años, recibirá una pensión de 1800 grivnas, lo que equivale a 65 euros. Por el momento, se conforma con disponer de una pequeña huerta y electricidad. “Lo más importante de mi vida es mi hija”, dice Anatoli mientras mira, emocionado, a Ka- terine. Anatoli Rudenko y Katerine Rudenko en la fachada de su casa. Fotografía Edel González. Dosímetro utilizado en 1986 tras la catástrofe. Fotografía Silvia Sanz de Ayala.
  • 47. 47 L a noche del 26 de abril de 1986, justo antes de la 1.30 de la madrugada, sonó el teléfono de la estación de bomberos de Ivankiv. La central nuclear de la ciudad más nueva y moderna de Ucra- nia estaba ardiendo. Mykola Shumak, jefe del parque de bomberos en el momento de la explosión, dormía. Su mujer se alarmó. El oficial le dio un beso y se dirigió a la estación. “Llegamos a la central a las tres de la ma- ñana. Los trabajadores sa- lían corriendo y nosotros atravesamos las llamas sin pensarlo. Daba mucho miedo”, recuerda. Aquel joven envuelto en un tra- je de bombero amarillo y con una manguera bajo el brazo intentaba apagar el fuego y el miedo de miles de personas. El tejado de la central saltó por los aires. El suelo estaba inundado de grafi- to. Mykola detalla que un compañero se metió un trocito de este mineral en el bolsillo: “Tuvo muchas quemaduras. A la gente se le caía la piel, pero mi amigo sobrevivió. Se murió el año pasado”. Los bomberos de Ivankiv solo pudieron estar en Cher- nóbil cuarenta minutos. En este tiempo recibieron setenta roéntgens, lo que equivale a 150 000 ra- diografías de tobillo. Los bomberos tuvieron un papel clave en la ca- tástrofe. Fueron la pieza más importante del puzle. Mykola Shumak en el parque de boomberos de Ivankiv. Fotografía Edel González. “Había tantos que parecía una guerra. Disparábamos sin armas”, relata el bombero. Cuando volvieron a la central, les contaron que habían recibido mucha ra- diación: “No sabemos qué cantidad podrán soportar vuestros cuerpos, pero hay que dar la vida a otros”. Mykola enseña una réplica del camión que con- dujo aquel día. Recuerda cómo los trabajadores, los bomberos y los ciudadanos se unieron para ayudar. No les importó la posibilidad de morir aquella noche. El Estado valoró el trabajo de Mykola y de sus compañeros y le otorgaron una medalla ho- norífica. Se sien- te orgulloso por su profesión y su dedicación. Mykola se indigna porque hay políticos en su país que re- ciben “300 000 euros por día” y no se preocupan por los bombe- ros y soldados en guerra. Ha visto la serie de HBO, Chernobyl, que relata el accidente. “La administración de la central estaba pendiente del reactor y de las máquinas. Nosotros solo fuimos a apagar el fuego”, reflexiona. Se siente olvidado: “Contadlo. Contadlo todo sobre Chernóbil porque ninguna serie ni película podrá refle- jar la magnitud real de la tragedia”. Ninguna serie ni película podrá reflejar la magnitud real de la tragedia“ “ 5ª parada: calle smt. Ivankiv vul. Teterivskii uzviz 37-A, 0725, Ivankiv
  • 48. 48 T oca reponer fuerzas. Yuriy conduce por un largo puente que comunica Ivankiv con Stanyskivka. Un todoterreno blanco está parado, inmovilizado en mitad del puente. El conductor se acerca a la ventanilla del Volskwagen. Yuriy saca un gancho del maletero y remolca el coche. Esto no se puede hacer en España, pero es lo que ocurre cuando el sistema no funciona: que los unos ayudan a los otros. El restaurante está a las afueras de Ivankiv. Las cuatro paredes deben estar llenas de recuerdos, ya que Irina indica que es el lugar donde comen las familias españolas cuando vienen a conocer a los niños que adoptarán. La comida ucraniana es variada. Irina y Yuriy se encargan de decidir el menú: de entrante, ensaladas. Para compartir: sopa roja, varenyky (una especie de raviolis rellenos de carne) y deruny (tortitas de patata con salsa de yogur). No había tiempo para el postre. Debíamos continuar. Todavía quedaba la guinda del pastel. Varenyky, plato típico ucraniano. Fotografía Javier Medrano. Borscht, plato típico ucraniano. Fotografía Javier Medrano. Deruny, plato típico ucraniano. Fotografía Edel González. Deruny, plati típico ucraniano. Fotografía Edel González. 6ª parada: calle Hryl’-Bar “Zhuravli’’. P02 Kyiv Oblas, 07251, Ivankiv
  • 49. 49 Séptima parada. Es la última. Al bajar del coche hay cinco personas esperando. Tres niños de entre cinco y doce años engalana- dos para la ocasión. Una mujer muy joven, que no llegará a los treinta años, se emociona al vernos. Un padre, mayor que ella, que aunque intente disimularlo también se enorgullece de recibir a sus visitantes. Es la casa de los Palchynskyi. En el exterior, un inodoro y un huerto descuidado son antesala de los cuatro muros de madera que sirven de hogar. Grygorly, el padre, espera fuera junto a nuestro chófer Yuriy. El resto, pasamos dentro. Kostia, hermano de Denis, recibiéndonos. Fotografía Edel González. 7ª parada: calle Musinska, 07254, Stanyshivka
  • 50. 50 1986 Las siguientes fotografías han sido cedidas por las personas con las que convivimos durante cinco días en Ucrania. 2019 Las siguientes fotografías has sido tomadas por Silvia Sanz de Ayala, Edel González y Javier Medrano durante su viaje a Ucrania.
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  • 67. 67 1. Reactor número 4 destruido tras la explosión el 26 de abril de 1986. 2. Trabajador de la central con muestras de agobio. 3. Evidencia del enorme tamaño de las grandes dimensiones de la central nuclear de Chernóbil. 4. Un dosímetro mide los altos niveles que radiaba la central pese a la existencia del primer sarcófago. 5. Niña recibe asistencia respiratoria. 6. Un bombero mide los niveles de radiación y a su alrededor gallinas. 7. Llamas en un bosque de la zona de exclusión de Chernóbil. 8. Mujer recibe asistencia médica. 9. Bomberos extinguen el fuego. 10. Liquidadores miden la radiación. 11. Mujer con un carrito de bebé en una de las calles principales de Prípiat.
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  • 79. 79 1. Recreación de la foto de una mujer con un carrito de bebé en una de las principales calles de Prípiat. 2. Edel González se encuentra por primera vez con Viktoria Melnichik. 3. Cartel que enmarca la salida de la localidad de Chernóbil. 4. Partitura en la guardería de Kopachi. 5. Muñeca encontrada en la guardería de Kopachi. 6. El militar Anatoli Rudenko enseña sus dosímetros. 7. Restos del hotel Polyssia de Prípiat en la actualidad. 8. Anatoli Rudenko muestra los dosímetros que utilizó en Chernóbil. 9. Un puesto de antigüedades en Kiev. 10. El cuaderno que Viktoria Melnichik utiliza para estudiar español. 11. Detalle del dosímetro. 12. Viktoria Melnichik y Nazar Vilchynskyi consultan el móvil junto al cartel de entrada a Prípiat. 13. Restos de la noria del parque de atracciones de Prípiat.
  • 80. 80 Denis junto a su madre en su casa en Stanyshivska. Fotografía Edel González.
  • 81. 81 AIRE PURO A 3000 KILÓMETROS Cada año, cientos de niñas y niños ucranianos tienen la oportunidad de dejar atrás, por unos meses, el entorno en el que viven. Un entorno marcado por la falta de recursos económicos, la inestabilidad emocional y la contaminación ambiental. Gracias a la Asociación Chernóbil Elkartea y a la solidaridad de muchas familias del País Vasco y Navarra, Denis Palchynsky, Taya Holovach, Liubomyra Aliyeva e Irina Oscáriz tienen entre sus manos la ilusión de un futuro mejor. Gracias a ellos, muchas familias han recuperado la sonrisa.
  • 82. 82 Muriel Martín Denis, junto a su familia, en su casa de Stanyshivska, a cincuenta y cinco kilómetros de Chernóbil. Fotografía Edel González Denis tiene muy poco y al mismo tiempo lo tiene todo. Denis tiene diez años. Y tiene vergüenza. Y siempre tiene hambre. Denis tiene un mecanismo de defensa, la costum- bre de agachar la cabeza y pasar, por detrás de su espalda, su mano derecha en busca de su codo izquierdo. Denis dice que tiene campo de fútbol en su colegio. Y amigos. Y desde los seis años, campamentos de verano. Denis es el mayor de tres hermanos. En su casa tienen dos colchones para dormir cinco. Denis vive en una casa de madera. En una aldea. A cincuenta y cinco kilómetros de Chernóbil. Denis no tiene agua corriente. Ni inodoro. Pero Denis tiene suerte, tiene una familia que le quiere. Ganina, su madre, tiene treinta años y una sonrisa triste. La expresión de felicidad que lucha contra un labio que, en vez de despegar hacia arriba, lo hace hacia abajo. A pesar de su juventud, le acompaña una mirada algo perdida. Las sombras moradas de sus mejillas restan brillo al color verde de sus ojos. Quizá sea la ausencia de luz dentro de una casa con un par de ventanas. Quizá la falta de sueño. Un sueño arrebatado por una única preocupación: que a sus hijos no les falte qué llevarse a la boca. Ganina duerme entre ánge- les y estampas de vírgenes a quienes les pide que los cuatro ladrillos que ha puesto en el interior de su casa, con ayuda de su marido, aguanten las tempestades. Trabaja en una fá- brica de verduras congeladas. Su sueldo es miserable. Sus manos hinchadas, ásperas y agrietadas son prueba de que cada día busca, mediante trabajos manuales distintos, unas monedas de más. CUANDO VIAJAR NO ES HUIR La historia de un niño que viaja con billete de ida y vuelta. La historia de Denis Palchynsky Aprender a despedirse
  • 83. 83 Grygorly, su marido y padre de Denis, tiene cuarenta y dos años y un semblante algo hosco y reflexivo. Trabaja en un taller de madera. Con sus hijos más pequeños aún de lo que son ahora, se alistó en las milicias ucranianas y empezó a participar en la guerra contra los rusos. Vestirse de soldado significaba correr un riesgo elevado, sin embargo, eso ga- rantizaba llevar unos pocos grivnas a casa. Arriesgarlo todo por su familia valía la pena. Grygorly Palchinsky tenía nueve años cuando el reactor 4 de la central nuclear de Chernóbil saltó por los aires. Ga- nina Palchinska nació tres años después de aquel accidente. A pesar de que ella aún no había nacido, ambos son tanto víctimas como supervivientes del mayor desastre nuclear de la historia. La lluvia radiactiva lo destruyó todo y les dejó sin nada. Sin embargo, sembró en sus hogares la semilla de la pobreza. El motor de sus vidas son sus tres hijos: Denis, de diez años, Bogdan, de ocho, y Kostia, de cinco. Juntos son el ejemplo de que los débiles se convierten en fuertes cuando están unidos. El destino, en cambio, les puso a prueba. Tenían la opor- tunidad de hacer realidad su sueño pero, a cambio, debían separarse. La aprovecharon: sabían que dejar ir es, muchas veces, el mayor acto de amor. Hace cuatro años, la Asocia- ción Chernóbil Elkartea llegó a las vidas de Grygorly y Ga- nina como una gota de agua en el desierto. Les ofreció la posibilidad de que su hijo mayor, Denis, viajase a España junto a cientos de niños que cada verano salen de Ucrania en busca de aire puro. Con seis años, Denis dejó su casa, se alejó de su familia por primera vez y recorrió 2600 ki- lómetros. Un matrimonio de Pamplona y sus tres hijos le abrieron las puertas de su casa; Denis y su familia biológica, las de su corazón. na infancia feliz La primera vez que José Javier Esparza vio a Denis se topó de frente con la nobleza, con un niño cuya mirada y sonrisa le parecieron “la expresión de la satisfacción”. Cuando pien- sa en el día que conoció a Denis, recuerda emocionado que lo que más le llamó la atención fue su estilo, “muy conteni- do”. Cuando piensa en ese momento, se le viene a la mente la imagen de un niño tímido y cohibido, pero sobre todo, honrado. José Javier es arquitecto y Pilar, enfermera. Están casa- dos y tienen tres hijos: Amaia, Ismael y Luis, de diecisiete, quince y diez años respectivamente. Hace cuatro años to- maron una decisión que cambió sus vidas. Gracias al ejem- plo de otras familias que tenían cerca, se pusieron en con- tacto con la Asociación Chernóbil Elkartea. Les informaron de que la Asociación, mediante voluntarios tanto españoles como ucranianos, visitan a familias que viven dentro del ra- dio de 50 kilómetros de la zona contaminada. Comparten con ellos varios días y valoran el estado de salud de los ni- ños, así como su situación económica, la falta de recursos y la calidad del entorno familiar. A los más necesitados se les ofrece la posibilidad de encontrar en España una familia de acogida durante los meses de verano. El objetivo prioritario es que los niños disfruten, cojan fuerzas, coman bien y des- cansen para afrontar el invierno con más energía. U Denis vive los veranos en Pamplona como si fuese un buen campamento de verano. A nosotros no nos llama papá y mamá. Para él somos, simplemente, Pili y Jose. ‘‘ ‘‘ José Javier Esparza, padre de acogida de Denis Ganina, madre de Denis, con una mirada pensativa. Fotografía Edel González.
  • 84. 84 Un día, José Javier y su mujer decidieron dar el paso. Tenían ganas de ayudar y, además, les parecía interesante todo lo valioso que esa experiencia podía aportar a la educación de sus hijos. Ambos tenían claro que compartir una parte de su vida con una persona tan diferente y con una situación vital tan distinta a la suya podía servirles de lección. Después de cuatro veranos junto a Denis, y tras verle crecer y madurar, son conscientes de que esta realidad no está compuesta por una parte que da y otra que recibe. La solidaridad de estas familias consiste, más bien, en un acto de enriquecimiento mutuo. Ellos han comprobado que dar va más de sumar y multiplicar que de restar. Lo que más le cuesta a Denis durante el verano es des- pertarse por las mañanas y salir de la cama. Es un niño que duerme “muy, muy, muy profundamente”. José Javier son- ríe al recordar la imagen de un niño rubio, pequeño, muy dormido, luchando por despegar sus pestañas pegadas y lograr abrir sus ojos azules. Le invade una sensación de pro- funda dulzura. Esa imagen le conduce a otra que, de nuevo, le trasmite ternura: “Las personas tenemos la capacidad de insertarnos inmediatamente, por el hecho de querer formar parte del grupo”. Y explica cómo Denis se apunta a todas las perezas de un niño de diez años: “Es el primero de todos que se anima a no hacer la cama”. Denis pone a José Javier y a Pilar a prueba constantemente. “Intenta comprobar si pue- de comer más, si puede llegar más tarde o si puede incordiar más…, como cualquier otro niño. Es inteligente y en poco tiempo se aprende todos los trucos”. Denis (pelota en mano) posa sonriente junto a las dos familias navarras con las que pasa los veranos. Fotografía cedida por José Javier Esparza. Denis intenta comprobar si puede comer más, si puede llegar más tarde o si puede incordiar más, como cualquier otro niño. Es inteligente y en poco tiempo se aprende todos los trucos. ‘‘ ‘‘José Javier Esparza, padre de acogida de Denis
  • 85. 85 Al igual que el niño que se va de colonias y la primera noche llama a su madre para que vaya a por él, para Denis tam- bién es duro separarse de su familia biológica. Cuatro años más tarde, los dos primeros días de cada verano, todavía viven algún momento de crisis. Sin embargo, el tercer día ya es completamente feliz aquí. Su familia de acogida se da cuenta de que él enseguida percibe el ambiente de cariño y aceptación y vuelve a recuperar la confianza en ellos. No obstante, saben que Denis es feliz aquí y también allí. En España y en Ucrania. Cuando está aquí, echa de menos a su familia biológica. José Javier lo percibe constantemen- te: “Hay niños que tienen una situación familiar mucho más complicada y vienen aquí porque allí su situación es límite. La pobreza nunca viene sola. Conocemos muchas familias en las que, a la falta de recursos económicos, se le suman los problemas de alcoholismo y la violencia o el maltrato. En el caso de Denis, sabemos que vive en un en- torno familiar muy humilde, es decir, son campesinos y pobres, pero tiene una familia estructurada, una madre y un padre que dan cariño a sus hijos. Los padres trabajaban en todo lo que pueden para conseguir dinero”. Denis y sus hermanos tienen la suerte de vivir en un entorno donde se respira amor. No conocen personalmente a la familia biológica de Denis, pero hablan vía whatsapp y videollamada durante todo el año. Al principio, se comunicaban por correo postal. Des- de España les enviaban una carta al principio del verano y otra al final. La madre de Denis, en una de esas postales, les dio un número de teléfono móvil y les animó a que le escribiesen por ahí. Ganina quería saberlo todo sobre su hijo durante los meses que lo tenía lejos. José Javier y Pi- lar evitan que sufra y, continuamente, le envían fotografías de Denis: en San Fermín, paseando por el monte, jugando a fútbol en San Sebastián, en la playa, en las piscinas del pueblo, montando en barca… Pilar y José Javier no solo cuidan de la felicidad de un niño, sino también del dolor de una madre que sufre porque otra familia tenga que dar a su hijo lo que ella no puede ofrecerle. Muchos niños se ven obligados a empezar una nueva vida lejos de su familia biológica y encontrar, junto a otras personas, un entorno de cariño y estabilidad emocional. La situación de Denis es más sencilla: “Denis vive los vera- nos aquí como si fuese un buen campamento de verano. A su familia la tiene en cuenta constantemente, nosotros no los sustituimos. No nos llama papá y mamá. Nosotros para él somos, simplemente, Pili y Jose”. La pobreza nunca viene sola. Conocemos muchas familias en las que, a la falta de recursos económicos, se le suman los problemas de alcoholismo y la violencia o el maltrato. Pero en el caso de Denis, tiene una familia estructurada, una madre y un padre que dan cariño a sus hijos. ‘‘ ‘‘ José Javier Esparza, padre de acogida de Denis José Javier Esparza, padre de acogida de Denis. Fotografía Víctor Casales.
  • 86. 86 Cuatro motivos por los que regresar El 19 de octubre, a las cinco de la tarde, Ganina y Grygorly teníanunacita.Unosdíasatrás,habíanrecibidounmensaje de parte de José Javier y Pilar. Por lo que entendían, unos amigos de España se iban a desplazar a Kiev. Querían conocer Chernóbil y, además, iban a aprovechar el viaje para visitar las aldeas. Conocían la historia de la familia Palchinsky, pero querían que fuesen ellos quienes se lo contasen de primera mano. Habían oído hablar de Denis y de lo mucho que disfrutaba de sus veranos en España. Sin embargo, deseaban encontrarse con él cara a cara en el lugar al que, por muy lejos que se fuese, deseaba volver una y otra vez. Ese lugar era Stanyshivska, y era el hogar de Denis porque allí estaban ellos: sus padres y sus hermanos. Ganina no cabía en sí de la emoción. No eran José Javier y su familia, a los que tantas ganas tenía de conocer, pero venían de su parte y de España, ese lugar que les liberaba del presente al que estaban condenados y que ofrecía a Denis la posibilidad de soñar con un futuro mejor. Venían de ese lugar tan lejano del que su hijo mayor regresaba cada fin de verano con algo de dinero y con comida, juguetes y ropa. Venían de ese lugar que le estaba ofreciendo a uno de sus tres tesoros la posibilidad de vivir una infancia feliz. Ahora Ganina tenía la oportunidad de agradecerles ese inmenso regalo. No estaba dispuesta a desaprovecharla. No tenía mucho, pero pretendía dárselo todo. La ocasión lo merecía. Vistió a sus hijos con la mejor ropa que tenía: camisetas, pantalones y deportivas que a Luis e Ismael, sus hermanos españoles, se les habían quedado pequeños y que Denis se había llevado a lo largo de los veranos. Para su hijo mayor eligió una camiseta blanca con el dibujo de un balón de fútbol. En inglés, un idioma que Ganina no entendía, podía leerse: “Apunta a tu La humildad de la casa de la familia de Denis no impidió que su madre, Ganina, pre- parara una suculenta comida que culminó con un brindis. En la casa, que cuenta con un jardín, residen los padres con sus tres hijos. El mayor es Denis, Bodgan el mediano y Kostia el pequeño.
  • 87. 87 objetivo, juega bien”. Al más pequeño, una camisa azul que cuidó de meter por dentro cuando la visita llegó. Ganina se pintó los ojos y decidió preparar una comida especial. Pensó que estaría bien disfrutar de una amable conversación mientras los invitados probaban algunos platos típicos de su país. Sobre las cinco de la tarde, hora a la que le había dicho José Javier que llegarían, ya lo tenía todo preparado. Junto a su marido y sus hijos salieron a la puerta de su casa y decidieron esperarles allí. El encuentro fue muy emocionante para todos y, en especial, para Ganina. No pudo contener sus lágrimas. Con un abrazo superaron las barreras del idioma. Con los niños se chocaron los cinco. Ella les invitó a pasar dentro de la casa. Al atravesar la puerta de madera, se encontraron con un espacio central donde compartían una especie de cocina, el salón y unos colchones. En una habitación aparte, tenían una cama de matrimonio. Las paredes no estaban pintadas de modo uniforme, sino que dejaban al descubierto el cemento y algunos ladrillos. El habitáculo que tenían por baño estaba fuera. Muchas mantas y alfombras cubrían el suelo de asfalto. La apariencia era la de un lugar necesitado, algo indigente y pobre. Sin embargo, poco importaba en ese instante el aspecto de aquel humilde lugar. En el ambiente se podía sentir que aquel matrimonio, junto a sus hijos, tenía entre sí una gran fortuna: el calor y la ilusión de una familia unida. ¿Cómo aquella casa no iba a ser hogar para Denis si lo había sido para tres desconocidos?. Dicen que uno siempre vuelve a los sitios donde fue feliz. Que uno siempre regresa a los sitios donde amó la vida. ¿Cómo Denis no iba a querer volver, una y otra vez, a aquella casa? Fotografías Edel González.
  • 88. 88 UNA MIRADA Taya Holovach, de once años, en Zizur Mayor, su pueblo navarro de acogida. Fotografía Leticia Brañas. Amaya Méndez
  • 89. 89 Liubo y Taya, de diez y once años, nacieron en una zona de Ucrania donde impera la pobreza, donde muchas familias lidian con el alcoholismo y hay un alto porcentaje de malos tratos en los hogares. Hace cuatro años la Asociación Chernóbil llamó a la puerta de estas dos niñas y las trajo a Navarra para que su salud y su infancia mejorasen. AL FUTURO Liubo Aliyeva, de diez años, durante el verano en la localidad de Leiza. Fotografía cedida por Mª Carmen Arregui.
  • 90. 90 Liubo, junto a Itziar, su hermana de acogida. Fotografía cedida por Mª Carmen Arregui. Cuando Liubo vino, nos encon- tramos con un bloque de hielo. Con el tiempo se abrió. Ahora es muy espontánea. “ ” A3200 kilómetros de España, en una aldea de Ucrania llamada Zoryn, Liubomyra Aliyeva cuida a su hermana pequeña mientras sus dos hermanos mayores juegan en la calle. Liubo es tí- mida y un poco bruta, pero cuando coge confianza es muy pizpireta. Su sello de identidad es un lunar que le abarca el inicio de la ceja izquierda. Liubo tiene 10 años y vive en una casa que carece de lavadora y de ducha, a 30 kilóme- tros de distancia de Chernóbil. Zoryn es una aldea muy pequeña que no dispone de colegio. Aunque a Liubo no le guste mucho ir, cada día se desplaza 4.4 ki- lómetros hasta la aldea de Hornostaipil para estudiar en la escuela. De la aldea de Hornostaipil es Taya, una niña de 11 años risueña y diverti- da. Taya creció en una pequeña casa con sus padres, Mijail y Gala, y sus dos hermanos de 5 y 12 años. Su her- mano mayor ya no vive con ellos, pero mantienen el contacto. De la escuela de Hornostaipil, Taya tiene muy buenos recuerdos de sus compañeros y sus pro- fesores. Taya y Liubo son de la zona de exclu- sión de Chernóbil, donde hay un ambien- te desfavorable para la salud de los niños. Hace cuatro años, a Taya y a Liubo la Aso- ciación Chernóbil Elkartea les dio la opor- tunidad de pasar los veranos en Navarra. Sus padres aceptaron y las dos niñas pu- sieron rumbo a España, y ni siquiera aquí se separaron demasiado. Taya viajó hasta Zizur Mayor y Liubo, a Leiza. La primera vez que Mª Carmen Arre- gui vio a Liubo estaba un poco nerviosa, nunca antes había acogido a una niña y no sabía lo que se iba a encontrar. La familia de Mª Carmen es de Leiza. Ella y su marido tienen dos hijos y viven en un caserío con huerta. Esta familia fue la asignada para Liubo. Tenían muchas Mª Carmen Arregui, madre de acogida de Liubo
  • 91. 91 Liubo engordó cuatro kilos en sus dos primeros meses en España. Fotografía cedida por Mª Carmen Arregui. Taya, sonriente durante la entrevista. Fotografía Leticia Brañas. ganas de acoger y cuidar a una chica de allá. “Cuando Liubo vino, nos encontramos con un bloque de hielo. No se movía para ningún lado. Con el tiempo se abrió. Ahora es muy es- pontánea”, comenta Mª Carmen. En la casa de Arregui y en su pueblo se habla euskera, y pensaron en cambiar su idio- ma durante los meses de verano para que Liubo aprendiese castellano, pero hablarlo se les hacía incómodo. Por lo tan- to, le enseñaron el idioma del País Vasco. “Ahora el euskera lo habla increíblemente bien y tiene una pronunciación de nuestro pueblo”, explica Mª Carmen. Hace cuatro años Taya entró por la puerta de su nueva casa en Zizur Mayor para pasar su primer verano aquí. Ja- vier Ilundain, sus dos hermanas y sus padres le recibieron con los brazos abiertos. “Vino asustadísima. No decía nada y no respondía ante nada. No sabíamos qué hacer y comen- zamos a comunicarnos con ella mediante gestos, señalando los objetos”, explica Javier. Poco a poco, escuchando a la familia, Taya comenzó a aprender castellano. Cuando Liubo pisó Leiza con 6 años estaba muy delgada, no podía correr más de dos minutos porque se ahogaba. El objetivo de la Asociación Chernóbil Elkartea es que los niños cojan fuerzas para pasar el invierno en Ucrania. Y Liubo lo hizo. En tan solo dos meses engordó cuatro kilos. “Ahora no hay quien la siga cuando corre”, explica su madre de aco- gida. En 2016 estás dos niñas vieron por primera vez España. Y a partir de ahí sus vidas dejaron de ser tan paralelas. La familia de Mª Carmen ha traído a Liubomyra cuatro veranos continuos. Además, también vino durante la Na- vidad de 2016. Quisieron quitarle un frío diciembre ucra- niano a 25 grados bajo cero, pero la situación laboral del matrimonio hizo imposible que volviese más inviernos. Eso no impidió que aprovechase otros meses. “Durante los ve- ranos en Leiza participa en talleres en los que se relaciona con muchos niños. Además tenemos una huerta. A Liubo le encanta plantar patatas. En su casa son muy trabajadores y le han enseñado eso”, cuenta Mª Carmen. Liubo separa su vida de Ucrania de la de España. Para ella son dos mundos diferentes. Por primera vez este verano ha expresado su deseo de quedarse en Navarra a vivir. “Dice que cuando cumpla los 16 va a trabajar en el Ogiberri del pueblo”, comenta la madre. Pero cuando llega septiembre y toca volver, no se pone triste porque concibe la vuelta con
  • 92. 92 ver a su familia. “Liubo dice que nunca llora. En la despedida del primer año mi hija Itziar no paraba de llorar y Liu- bo se reía de ella por hacerlo”, cuen- ta Mª Carmen. Y es que, a pesar de la pobreza general que hay allá, ella vive en Ucrania contenta y sin grandes pre- ocupaciones. La zona de donde son las niñas está gravemente afectada por el alcoholis- mo y el maltrato, además de la pobre- za. Son muchos los hijos que no tienen una infancia feliz porque estos factores les afectan directamente. Taya Holovach llegó a Zizur Mayor con el objetivo de, como todos los ni- ños, quedarse durante el verano y co- ger fuerzas. Y así comenzó. Durante 2016, 2017 y 2018 los meses de vera- no de la niña fueron muy beneficiosos para ella. Pero la situación de la pe- queña era un tanto excepcional. La fa- milia Holovach tenía una mala condi- ción económica y social. “Su familia es especialmente problemática”, explica el hermano de Taya, Javier Ilundain. Esto la afectaba directamente. El alcoholismo, el maltrato y la escasez de recursos económicos de la familia ucraniana hicieron imposible que vi- viese allí. A la Asociación Chernóbil Elkartea se le ocurrió un cambio de planes para Taya. Ofrecieron a los padres de Javier Ilundain acoger a la niña en Zizur Ma- yor durante el curso y que veranease en su aldea. En un primer momen- to la familia Ilundain decidió viajar hasta Chernóbil para ver la situación que tenía allí y para conseguir el con- sentimiento de sus padres biológicos. “Fuimos a Ucrania antes de acogerla para conocer a su familia. Lamentable- mente, no había disposición por parte de ellos, no querían hablarnos”, explica Javier. La familia de la niña no tenía una buena situación mental, física ni social. Taya posa sonriente con su familia de acogida: sus padres y sus tres hermanos. Fotografía cedida por Javier Ilundain. Liubo se divierte durante las vacaciones con su familia navarra. Fotografía cedida por Mª Carmen Arregui.
  • 93. 93 Cuando la familia navarra llegó a Hornostaipil se sor- prendió con la frialdad de la sociedad, pero en particular de la familia de la niña que iban a acoger. “La madre nos hizo el mínimo caso, pero el padre nada. Iba a su bola. Nos miraban como si no fuésemos nadie”, comenta el hermano de Taya en Navarra. A pesar de aquel encuentro, Taya se quedó más tranqui- la cuando los Ilundain conocieron sus, no muy favorables, condiciones de vida. Ambas familias aceptaron la acogida de la niña. En 2018 Taya comenzó a estudiar en el colegio Camino de Santiago de Zizur Mayor. Ya lleva dos cursos y habla per- fectamente el castellano. “No me gusta mucho el cole, tene- mos examen tras examen y luego más exámenes”, contesta la misma Taya mientras estudia Ciencias Naturales con su madre. Javier Ilundain pasa mucho tiempo con su hermana, jue- gan mucho a cartas y al escondite. “Nos lo pasamos bien, Taya vive en su mundo”, cuenta Javier. Pero, en realidad, él sabe que no es fácil para Taya estar tanto tiempo separa- da de su familia biológica. “Lo ha pasado muy mal y sigue sufriendo. Alguna vez la hemos visto llorando por la noche porque echa de menos a su mamá”, explica. Pese a que su madre no responda a sus llamadas, la echa mucho de menos. Le gusta volver en verano a verlos y a dis- frutar de ellos a pesar de su situación. No les guarda rencor. Fuimos a Ucrania antes de aco- gerla para conocer a su familia. Lamentablemente, no había disposición por parte de ellos, no querían hablarnos. “ ”Javier Ilundain, hermano de acogida de Taya Taya, que cuando llegó a Navarra se comunicaba con gestos, posa con Javier, su hermano de acogida. Fotografía Leticia Brañas.
  • 94. 94 “MADRE no de tripa, pero sí de CORAZÓN” Mari Carmen, madre adoptiva de Irina, junto a ella. Fotografía cedida por Mari Carmen Oscáriz. Irina Kurvanoba es hoy Irina Oscáriz Yagüe. Nació en Ucrania, pero se considera navarra. Mari Carmen Oscáriz Yagüe la adoptó cuando tenía doce años años.
  • 95. 95 Todos entienden que si vas y les echas una fotografía significa que van a volar de ahí.. Mari Carmen, voluntaria de la Asociación Chernóbil Elkartea “ ” Muriel Martín Un viaje de ida y vuelta L a primera vez que Mari Carmen Oscáriz viajó a Ucrania se sorprendió cuando vio que un litro de vodka era más barato que un litro de leche. Lo que más le impactó fueron las casas, a las que llama casas, dice, “porque hay que llamar- las de alguna manera”. Le ablandó el corazón ver a familias que, por no tener, no tenían ni lo necesario. Ni agua. Ni comida. Ni ropa. Para hacer sus necesidades contaban, en el mejor de los casos, con una letrina fuera de casa. Es decir, con un hoyo en el suelo. Quince años más tarde, Mari Carmen no logra borrar de su mente las caritas con las que cientos de niños, hacinados en orfanatos, se le acercaban en busca de una caricia. Aquel cruce de miradas fue suficiente para cambiar el rumbo de su vida y agarrar el timón de la solidaridad. Mari Carmen Oscáriz ha viajado más de diez veces a Chernóbil. Ella es una de las personas que hace posible que se haga realidad el gran sueño de muchos niños ucranianos: montarse en un avión y viajar a España en verano. Lo que esos niños no saben es que Mari Carmen y el resto de vo- luntarios no solo cuidan de sus ilusiones, sino que también velan por mantener encendida, en sus vidas y en la de sus familias, la luz de la esperanza. El trabajo de la Asociación Chernóbil Elkartea consiste en visitar las aldeas que se encuentran dentro de un radio de cincuenta kilómetros de la zona contaminada. Visitan casas y los colegios y se acercan a las familias para ofrecerles cual- quier tipo de ayuda humanitaria. Les llevan comida, ropa, juguetes y medicamentos. Sin embargo, Mari Carmen asegura que el mayor regalo que le pueden hacer a esos niños es sacarles una fotografía. Sí. Una fotografía. Ella ha repartido ya muchos de esos regalos. Sin embargo, la primera vez, no entendía nada: “En mi primer viaje le saqué una foto a un niño para poder enseñársela a la vuelta a las posibles familias de acogida y empezó a hablar muchísimo, a gritar y a saltar. No le entendía. La traducto- ra me decía que estaba muy contento e ilusionado porque él veía a un montón de niños que cada verano cogían un avión y que ahora, por fin, él iba a ser uno de esos niños. Todos entienden que si vas y le echas una foto significa que van a volar de ahí...” La labor de los voluntarios consiste en ayudar a estos niños a desplegar sus alas. Mari Carmen, un año después de visitar Chernóbil por primera vez, estaba convencida de que era el momento de acompañar a uno de esos niños en el proceso de echar a volar. Irina fue aquella niña afortunada. Mari Carmen, madre soltera de una niña de ocho años, no sabía que aquella aven- tura que empezaba como un fugaz amor de verano se con- vertiría, junto a Lohitzune, en el amor de su vida. Cuando piensa en sus primeros momentos junto a Irina, encuentra en su memoria recuerdos cálidos de “una niña muy chiquiti- ta, con la cara muy redondita y regordita” que le miraba con constante gesto de asombro. Se topa con la imagen de una niña que no dejaba de abrir el frigorífico y que se quedaba hipnotizada en el momento de la ducha. Catorce años más tarde, cuando recuerda el holaquetal, holaquetal, holaque- tal que la Irina de cinco años les regaló nada más bajarse del avión y verlas por primera vez, la voz de Mari Carmen se convierte en la voz de la ternura. Irina nació en Guta-Mezhegyrshka. Sus padres biológicos, Shana, de 39 años y Anatholi, de 43, viven junto a diez de sus once hijos y dos nietos en aquella aldea en la que Irina vio por primera vez la luz. Su hermana mayor tuvo su pri- mer bebé a los dieciséis años. Irina es la segunda. Shana es madre y abuela de dos niños de la misma edad: un año. Viven quince personas bajo el mismo techo. Un techo que se tambalea cuando hay que repartir una comida, siempre es- casa, entre tantas bocas, siempre hambrientas. Cuando por las venas de alguno de los adultos corren altos grados de alcohol, los cimientos de la casa también tiemblan. Desde los cinco años hasta los doce, Irina estuvo inmersa en un viaje de ida y vuelta entre Ucrania y Pamplona. Dis- frutaba de los veranos y de la Navidad junto a Mari Carmen y Lohitzune pero, cuando llegaba el invierno, tenía que re- gresar junto a su familia biológica. Siempre debía volver. Sin embargo, a medida que pasaban los años e iba creciendo, nunca quería hacerlo. Catorce años más tarde, Irina recuer- da su infancia en Ucrania: “A veces no iba a clase porque, simplemente, me quedaba dormida. Encima en el colegio me hacían bullying. Un día, una profesora me encontró un piojo y lo enseñó a toda la clase. A raíz de ahí dejé de ir. Ade- más, mi familia es muy pobre. No tenía dinero para hacer nada”. Su niñez durante los meses que pasaba en España era muy diferente. Dos mundos paralelos: “Cuando venía aquí, lo que más impresionaba es que podía tener mi ropa. No tenía ni que compartirla con otra persona, ni que utilizar ropa que me daban de otra gente. Era nueva y era mi propia ropa”. La Navidad, para Irina, era un momento mágico: “Lo que vivía en Papá Noel era alucinante. En Ucrania tenemos San Nicolás, pero no es ni parecido. Cuando llegaba aquí y veía todas esas cajas de regalos, las luces, todo rosa…, me quedaba impresionada… Me encantaba. No puedo explicar lo que sentía”.
  • 96. 96 Cuando venía aquí, lo que más impresionaba era que podía tener mi ropa. No tenía ni que compartirla con otra persona, ni que utilizar ropa que me daban de otra gente. Era nueva y era mi propia ropa. “ ”Irina, hija adoptiva de Mari Carmen Oscáriz El regalo más grande Irina en sus primeros días de colegio en España. Fotografía cedida por Mari Carmen Oscáriz. Cuando cumplió doce años, Irina re- cibió un gran regalo: la posibilidad de empezar una nueva vida, la certeza de tener entre sus manos un futuro prós- pero. Mari Carmen estaba dispuesta a adoptarla, si Irina quería. Tanto la ma- dre como su hija habían comprobado a través de sus viajes a Ucrania que, la mayoría de las adolescentes ucra- nianas, con situaciones económicas límites como la que tenía Irina, se ca- saban muy pronto y se dedicaban ex- clusivamente a tener hijos y a criarlos. Mari Carmen y Lohitzune pensaron que brindarle la posibilidad de em- pezar unos estudios en España era el regalo más grande que podían hacerle. Tenían la firme convicción de que la educación era ese arma tan poderosa de la que ya hablaba Mandela, capaz de cambiar el mundo. Irina lo tenía claro. La respuesta fue un sí rotundo. Necesitaba la aprobación de su familia biológica para cumplir su sueño: “Con mis viajes a España, en verano y en Navidad, mi familia biológica estaba feliz porque siempre han querido que salgamos de allí y que podamos cono- cer mundo. Sin embargo, cuando me plantearon estudiar aquí no fue tan fácil convencerles. Me decían que es- taban tristes porque no me iban a ver mucho. Les tuve que suplicar. Yo sen- tía que era una gran oportunidad que no podía rechazar. En Ucrania no es- taba ni estudiando.” La familia biológica de Irina acabó aceptando. La valentía de Mari Car- men jugó un papel principal. Ambas familias habían tenido la oportunidad de conocerse años atrás, en uno de los viajes que Mari Carmen realiza cada verano como voluntaria de la asocia- ción. Cuando decidieron dar el paso de adoptar a Irina, trató de acercarse a la puerta de aquella casa y transmi- tirles un mensaje: “Desde el primer momento lo que yo busco es que sien- tan calidez. Y, la madre de Irina, me trasmite a mí lo mismo. Es una mujer grande y fuerte y me da unos abrazos de mamá oso increíbles. Continua- mente he intentado explicarle que Iri- na siempre va a ser su hija y que yo, por mucho que la lleve en mi corazón, nunca voy a ser su madre. También trato de garantizarle que Irina va a se- guir yendo a visitarles. Quiero expre- sarle, por encima de todo, que esto no es una cuestión ni de competencias, ni mucho menos, de arrebatarse nada”. Para Mari Carmen es muy importante que Irina siga teniendo en cuenta a su familia biológica. Considera que son sus raíces y que ese vínculo no debe perderlo “por nada del mundo”.