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              SOBRE LA ESCRITURA EN “CRÓNICA DE UNA MUERTE
              ANUNCIADA”, DE GARCÍA MÁRQUEZ

                                                                                 Fernando Rodríguez Mansilla
                                                                                             Universidad de Navarra


                                                   BIBLID [0213-2370 (2006) 22-2; 299-306]

                       El artículo presenta un análisis de “Crónica de una muerte anunciada” de Gabriel García
                       Márquez a partir de la representación de la escritura y su función dentro del universo
                       narrativo que ofrece la novela.
                       This article presents an analysis of Gabriel García Márquez’s “Crónica de una muerte
                       anunciada” considering the representation of writing and its function inside the fictional
                       world of the novel.




              Este breve trabajo propone, como punto de partida, reflexionar sobre
              Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez teniendo en
              cuenta el género textual que usurpa, la crónica, y presentar una lectura a par-
              tir de dicho acto de usurpación, típicamente novelesco (ver González Eche-
              varría 30-33). En primer lugar, se plantea un enfrentamiento entre la crónica
              y el sumario, en el que la primera intenta sustituir al último. Sin embargo,
              veremos cómo el narrador se da por vencido al encontrarse con los mismos
              problemas que el autor del sumario. Este fracaso revelará las condiciones y
              límites de la escritura dentro del universo narrativo, cuyo análisis nos lleva a
              una conclusión acerca de la cruda realidad que se cierne en torno de la cró-
              nica, el cronista y sus alcances. Asimismo, comprobaremos que tal realidad
              incluye el rol de las mujeres, el espinoso tema de la honra y hasta el valor de
              las cartas amorosas; asuntos todos estos que confluyen en detrimento de los
              propósitos iniciales de la crónica.


              La crónica vs. el sumario

              A diferencia de las otras fuentes que le sirven al narrador, el sumario judicial
              es un texto que se catalogaría de ‘versión oficial’ de los hechos. Sin embargo,
              uno de los objetivos del narrador a lo largo de Crónica… es precisamente
              destruir la autoridad que detentaría el sumario. Así, la crónica desafía al
              documento legal. El narrador en tanto cronista se vuelve un investigador,


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             pues la elaboración de una crónica supone un ejercicio de indagación histó-
             rica y en ella se cuestiona en todo momento el contenido de dicho sumario a
             partir de hallazgos propios: “En el curso de las indagaciones para esta crónica
             recobré numerosas vivencias marginales” (ii, 60).1 Luego, refiriéndose a una
             información no consignada: “Este dato, como muchos otros, no fue registrado
             en el sumario” (iii, 68). Más adelante se insinúa la incapacidad del juez ins-
             tructor en el manejo del lenguaje: “El juez instructor lo dibujó [el cuchillo] en
             el sumario, tal vez porque no lo pudo describir y se arriesgó apenas a indicar
             que parecía un alfanje en miniatura” (iii, 79). Mediante esta denuncia de la
             presunta deficiencia léxica del juez (a los ojos del cronista, por supuesto) se evi-
             dencia, además de una inconformidad con los procedimientos legales, la segu-
             ridad de que él, el narrador, puede hacerlo mejor.
                 Posteriormente, se deja abierta la posibilidad de que el autor del sumario
             haya alterado datos: “Hay una declaración suya [del dueño del coche de
             bodas], pero es tan breve y convencional, que parece remendada a última
             hora para cumplir con una fórmula ineludible” (iv, 114). Así, el sumario se
             nos presenta como un mero protocolo, un texto mermado y defectuoso que
             se ha conservado a duras penas (ver v, 129). El movimiento de sustitución
             que pretende el narrador implica una réplica al rol del Estado realizada por un
             individuo cuya mirada pretende, al menos en principio, ser objetiva (aunque
             luego se verá que no). Este acto supone un escape de la autoridad para usur-
             par su rol, un alegato contra la indiferencia del centro de poder (cuyos repre-
             sentantes han reflejado esa indiferencia en su conducta: el coronel Aponte, el
             padre Amador Carmen). Como el Estado se hace presente mediante el autor
             del sumario, este y su texto se configuran como rivales por vencer. La lectura
             del documento legal lleva a nuestro narrador a afirmar: “Era [el autor del
             sumario] un hombre abrasado por la fiebre de la literatura” (v, 129). No se
             trata de un halago, pues esto no le permite cumplir adecuadamente su fun-
             ción: “Muchas veces incurrió en distracciones líricas contrarias al rigor de su
             oficio” (v, 130). Nuevamente el narrador presenta una actitud de no yo, que es
             una manera de comunicarle al lector que tales errores no los cometerá él.
                 Entonces, en su faceta de autor de crónica, el narrador está impedido de
             caer en los arrebatos en los que cae el contrincante y cuando está por hacerlo
             lo confiesa. En efecto, cuando vuelve a ver a Ángela Vicario y se sorprende de
             su aspecto asegura: “Me resistía a admitir que la vida terminara por parecerse
             tanto a la mala literatura”. Y, sin embargo, no puede impedirlo porque la cita
             prosigue: “Pero era ella: Ángela Vicario 23 años después del drama” (iv, 116).
                 Ya a estas alturas de su crónica, el narrador va descubriendo que, efectiva-
             mente, el rigor de su investigación es infructuoso: el encuentro con Ángela es
             revelador en ese sentido. La realidad seria, objetiva y fría se ha vuelto litera-

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              tura, aunque mala. Poco antes, además, el cronista ha calificado la muerte de
              Santiago a manos de los Vicario como tragedia: “Suponían [los habitantes del
              pueblo] que los otros protagonistas de la tragedia habían cumplido con digni-
              dad, y hasta con cierta grandeza, la parte de favor que la vida les tenía seña-
              lada” (iv, 109; subrayado nuestro). Según François Lopez, el propio relato,
              mediante la acumulación vertiginosa de acontecimientos fortuitos, “permet
              d’eriger en Destinée, en Fatalité, un enchaînement de faits où jamais le
              hasard n’a été aboli” (547). Obsérvese que hablar de “tragedia” involucra un
              desplazamiento de percepción frente a los hechos. Se pasa de la verdad parti-
              cular de la Historia, que se propone en principio la crónica, hacia la verdad
              universal de la Poesía. Téngase en cuenta también que, de acuerdo con el
              pacto narrativo, nuestro cronista no pretende escribir ficción: estamos
              leyendo una crónica, es decir un informe de hechos efectivamente ocurridos
              que intentan reconstruirse fielmente. Llamar tragedia al crimen es segura-
              mente un intento de sublimar el suceso (y de paso a sus personajes), pero ello
              no deja de ser una deformación subjetiva –una “distracción lírica” la llamaría
              el narrador– que atenta contra la objetividad de la representación.
                  Como tragedia con un fatum inexorable, nuestra historia posee catarsis y
              ofrece una purga para los espectadores. Así, recordemos que la verdad que
              busca el narrador no reside en averiguar quiénes son los asesinos “fácticos” de
              Santiago Nasar (los hermanos Vicario), sino cómo fue posible que se produjese
              una muerte tan anunciada. La respuesta a la que llegará al final de la narración
              no será otra que la siguiente: el crimen fue posible gracias a la complicidad del
              pueblo entero (ver Lopez 548, quien habla de una responsabilidad colectiva).
              Entonces la verdadera pregunta a la que responde el narrador es ¿quiénes,
              mediante su inoperancia, avalaron y cooperaron con Pedro y Pablo Vicario?
                  El asesinato de Nasar se representa como un verdadero holocausto. Sabido
              que iban a matar a Santiago, “[la gente] empezó a tomar posiciones en la
              plaza para presenciar el crimen” (v, 142). Cuando este se dirige a su casa
              huyendo de los Vicario, ya “la gente se había situado en la plaza como en los
              días de desfiles” (v, 149). Mientras se ejecuta el cruel asesinato una familia al
              escuchar el griterío lo confunde con la fiesta del obispo (ver v, 155) o la de la
              boda (ver i, 35). Esta confusión del asesinato con una fiesta se encuentra
              tanto en las primeras como en las últimas páginas de la crónica y coincide
              con las visiones contradictorias de testigos sobre los momentos finales de
              Santiago, pues unos lo ven desfalleciente y otros radiante (ver v, 155-56)
              Con ello, la crónica del narrador se cierra con las mismas imprecisiones con
              las que se abre: “Muchos coincidían en el recuerdo de que era una mañana
              radiante… pero la mayoría estaba de acuerdo en que era un tiempo fúnebre”
              (i, 10-11). Como se ve, la imposibilidad de una versión unívoca de los acon-

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             tecimientos atraviesa de principio a fin la crónica, que no puede evitar caer
             en los vacíos del sumario, lo cual representa la derrota del narrador y una
             grave lesión a su autoridad.


             Condiciones y límites de la escritura

             Este confuso panorama revela un desajuste entre las concepciones del mundo
             que poseen tanto el juez instructor como el cronista frente a las de la colecti-
             vidad, más preocupada en saber “cuál era el sitio y la misión que [a cada uno]
             le había asignado la fatalidad” (v, 126). Por ejemplo, sobre la serie de coinci-
             dencias que se produjeron para que aconteciese el crimen: “El juez instructor
             que vino de Riohacha debió sentirlas [las coincidencias], pues su interés de
             darles una explicación racional era evidente en el sumario” (i, 20). Dicha
             explicación es la que se propondría también el narrador, pero naufraga en el
             intento. Este último indaga cómo es posible que nadie le haya advertido a
             Santiago que están por matarlo dada la cantidad de gente que lo sabía y que
             lo estaba viendo. En este punto se reconoce un mérito del juez (mérito que se
             vuelve tal por compartirlo, claro está, el narrador): “El juez instructor buscó
             aunque fuera una persona que lo hubiera visto, y lo hizo con tanta persisten-
             cia como yo, pero no fue posible encontrarla” (v, 147). Esto solo se explica
             mediante una suerte de paradoja: puesto que todos lo veían, ninguno en par-
             ticular lo vio ni mucho menos estaba dispuesto a declarar que lo había visto.
             Tras esta indagación inútil, el juez se da por vencido en una nota marginal
             que encierra el fracaso de toda lectura racional de los hechos: “La fatalidad
             nos hace invisibles” (v, 147). Esta fatalidad, propia de la tragedia, es la única
             explicación posible, para nuestro cronista y para el autor del sumario, al
             absurdo que supone la muerte de Santiago. La objetividad del narrador se ha
             ido destruyendo conforme avanzaba la investigación. Ya para el momento en
             que se cuenta el pasaje en que Ángela Vicario denuncia a Santiago frente a
             sus hermanos, el narrador se deja llevar por lo fatal: “Lo dejó clavado [el
             nombre de Santiago] en la pared con su dardo certero, como a una mariposa
             sin albedrío, cuya sentencia estaba escrita desde siempre” (ii, 65).
                 De esa forma, el rigor en que pretendía sustentarse la crónica en oposición
             al documento legal se perjudica conforme ésta se desarrolla. Acusar al pueblo
             entero era inadmisible al principio, pues no se ajusta al horizonte de expecta-
             tivas del juez ni mucho menos a las del narrador, quien en una época de su
             vida vendió enciclopedias y libros de medicina (ver iv, 116). El saber letrado,
             que ambos rivales comparten, no tiene lugar en el mundo descrito en la
             novela. Recuérdese en qué estado se conservaba el sumario, que revelaría el

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              absoluto desinterés que éste ha generado a lo largo de los años en que ha
              estado archivado:
                  No existía clasificación alguna en los archivos, y más de un siglo de expedientes esta-
                  ban amontonados en el suelo del decrépito edificio colonial que fuera por dos días el
                  cuartel general de Francis Drake. La planta baja inundaba con el mar de leva, y los
                  volúmenes descosidos flotaban en las oficinas desiertas. Yo mismo exploré muchas
                  veces con las aguas hasta los tobillos aquel estanque de causas perdidas, y solo una
                  casualidad me permitió rescatar al cabo de cinco años de búsqueda unos 322 pliegos
                  salteados de los más de 500 que debió de tener el sumario. (v, 129)2

              Esta falta de interés en el texto es solidaria con el abandono del mismo, pues
              los asesinos fueron absueltos por un “tribunal de conciencia”, ya que su cri-
              men es considerado “homicidio en legítima defensa del honor” (iii, 66), con
              lo que se cerró el caso. Este hecho, así como la arbitraria ejecución de la
              autopsia ordenada por el coronel Aponte, alcalde del pueblo, es un reflejo del
              vacío legal, atestiguado por el padre Carmen Amador: “Pero era una orden
              del alcalde [el hacer la autopsia], y las órdenes de aquel bárbaro, por estúpi-
              das que fueran, había que cumplirlas” (iv, 98). En efecto, en la novela a nadie
              le interesa la ley, salvo para violarla, pues priman el autoritarismo, encarnado
              en este caso por Lázaro Aponte, y el hacer justicia de propia mano, como en
              el caso de los Vicario.
                  Ahora bien, en ese contexto se comprende el poco cuidado que ha mere-
              cido el sumario. La única forma de permitirse los remiendos y apostillas que
              se han hecho a éste (sin contar los errores que el cronista ha advertido) es
              sabiendo con seguridad que nadie lo va a consultar. ¿Para quién escribía, en
              última instancia, el autor del sumario? Para nadie, salvo para aquel “estanque
              de causas perdidas” donde yace su texto.
                  Bayardo San Román tampoco abre las cartas que le envía Ángela, pues
              parece ser que, más que valorar su contenido, valora su presencia, su calidad
              de objeto. Como sumarios judiciales, no obstante en mejores condiciones, las
              cartas “estaban ordenadas por sus fechas, en paquetes cosidos con cintas de
              colores, y todas sin abrir” (iv, 125). Tanto las misivas de Ángela como el
              sumario son reliquias, objetos cuyo valor reside en ser guardados y venera-
              dos;3 sólo que la veneración a la ley es falsa, un simple formalismo, pues la
              corrupción material desdice su supuesto respeto. Aunque las cartas son más
              estimadas que el sumario, todos los escritos comparten el hecho de que se les
              aprecia no por lo que encierran, sino por su calidad de “pruebas”.4 Las cartas
              que le envía Ángela a Bayardo son pruebas de su amor, más allá de lo que
              efectivamente se diga en ellas. Se trata de un auténtico “sumario amoroso”
              que, como el judicial, pretende esclarecer un acontecimiento pasado (i.e. su


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             noche de bodas) exponiendo aquellas “verdades amargas que llevaba podridas
             en el corazón desde su noche funesta [la de bodas]” (iv, 123).
                 Por esa misma causa –la condición de reliquia venerable que poseen los
             escritos– Flora Miguel no cata en que las cartas que su novio le manda sean
             escritas sin amor e igual las atesora. Prudentemente, el narrador guarda silen-
             cio sobre el estado de tales cartas (si están abiertas o no), pero le basta con
             indicar que están guardadas en un cofre y que se remontan a los tiempos en
             que Santiago Nasar estaba en el colegio (ver v, 146). De manera idéntica, el
             sumario judicial es prueba de que, al menos en apariencia, el Estado hizo jus-
             ticia y así, pese a estar en ruinas, dicho documento se conserva. El respeto
             que se le tiene al sumario es falso, por supuesto, pero sirve al menos para
             guardar las formas. La misma hipocresía, aunque invertida, se encuentra en el
             cofre de Flora Miguel. El sentido de posesión que connota el cofre pretende
             subsanar, con su presencia, la irrealidad de un vínculo verdadero entre la
             pareja, cuya boda fue acordada por sus padres muchos años antes.
                 Pero nadie contaba con el narrador, quien supone, dado tal vez su oficio
             de vendedor de enciclopedias, que los textos se leen y se interpretan. Enton-
             ces él considera que la verdadera justicia se realiza mediante un nuevo suma-
             rio, pues eso pretende ser su crónica, cuyo contenido debe ser legible. Pero el
             resultado es tan defectuoso como se ha visto: de una inicial fe en superar al
             sumario mediante una lectura racional (a la que, asimismo, aspiraba el autor
             del último, pero cuya “fiebre literaria” se lo habría impedido) se cae en el
             argumento de la fatalidad, aquel misterioso azar que no será abolido.
                 La escritura fallida de la crónica y la competencia que establece con el
             sumario revelan que el orden legal o el intento de recuperarlo (representados,
             respectivamente, por el documento judicial y la crónica) conviven pero no
             logran imponerse a la sociedad: nos hallamos tan sólo ante un orden sobre-
             puesto y no comprendido por nadie, pero respetado aparentemente por
             todos. ¿Se hizo justicia con los asesinos de Santiago Nasar? En efecto –nos
             podría decir un habitante del pueblo– allí está el sumario como prueba. El
             problema es que nadie lo ha leído, con lo que el texto ha perdido todo cré-
             dito frente al mundo que pretendía retratar. El no leerlo implica, cierta-
             mente, una absoluta falta de sentido crítico y una convicción, absurda, de
             que el valor del documento está en su carácter tangible más que en el legible.
             De esa forma, la escritura ya no aspira a representar, sino que ella misma es
             presentada como un objeto prestigioso (el sumario rescatado del agua, las car-
             tas en el cofre de Flora Miguel, las cartas en paquetes cosidos de Bayardo). El
             narrador es el único que se muestra rebelde a esta situación, la cual ha aca-
             bado por vencerlo.


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                           RODRÍGUEZ MANSILLA. SOBRE “CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA”       305


                  En suma, un asesinato vulgar en un pueblo perdido de Latinoamérica
              demuestra las fisuras del orden que se supone detenta el Estado frente a una
              población que, como el virrey de cierta tradición de Ricardo Palma, “acata y
              no cumple”. Un pueblo donde las mujeres, pese a estar aparentemente sojuz-
              gadas, conocen maneras de burlar a sus maridos en la noche de bodas y pasar
              por vírgenes sin serlo (ver ii, 53 y iv, 118-19 para los métodos exactos). Ade-
              más, son ellas las que defienden el estatuto de la honra y con ello el derecho
              privado, el cual respalda el asesinato cometido por los Vicario (ver iii, 84
              para la opinión de Prudencia Cotes y v, 127 para la opinión de la mayoría).
                  La excepción dentro de las mujeres del pueblo es la madre del narrador,
              Luisa Santiaga, quien afirma que “la honra es el amor” (v, 127), con lo que
              nos da la clave para entender que, en realidad, Ángela Vicario recupera la
              suya no mediante el crimen de Santiago, sino mediante el amor recobrado de
              Bayardo. Pero para hacerlo ha tenido que acatar el ordenamiento aparente y
              consignarlo por escrito ni más ni menos que en casi dos mil cartas. Como
              Penélope que teje y desteje, el oficio de Ángela en su exilio, el bordado a
              máquina, es el símbolo de su capacidad de generar su propia historia y por lo
              tanto su nuevo destino: va a reescribir su vida a través de las cartas. Su trabajo
              con hilos y puntadas refleja este poder.
                  Sin embargo, a la hora de estimar el “sumario de amor” de Ángela ha pri-
              mado también su condición de prueba más que su contenido, pues Bayardo
              no lee tales cartas, con lo que se cancela la posibilidad, sea en la esfera pública
              (el asesinato de Nasar) como en la privada (la relación Ángela-Bayardo), de
              cambiar en algo el estado de cosas y mucho menos las razones que subyacen a
              los actos de todos los personajes de la novela. Todos poseen un sentido prag-
              mático que los aleja de la re-presentación y la re-consideración de lo aconte-
              cido con Santiago Nasar y se conforman, simplemente, con la presentación y
              la consideración de los textos como reliquias, objetos que sirven de testimo-
              nio a una fe. La fe, necia, de que se hizo justicia con los Vicario: el sumario
              defectuoso. La fe de que Santiago se casará con Flora: allí están las cartas sin
              amor en el cofre. La fe recuperada por Bayardo de que Ángela lo ama, pese a
              no haber leído jamás lo que ella ha escrito: los dos millares de misivas.
                  Este ambiente desolador incluye y devora, malgré lui, al narrador, cuyo
              único triunfo sería reivindicar frente al lector a Santiago Nasar, aunque su
              pretensión de justicia choque contra el sistema de creencias de su comuni-
              dad, pues ni los habitantes del pueblo ni mucho menos las autoridades leerán
              su crónica. El triunfo es aparente. El excesivo respeto a la escritura encierra su
              desprecio y éste, a su vez, la falta de consideración que merece quien pre-
              tenda a través de ella erigirse como autor(idad).


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             306          RODRÍGUEZ MANSILLA. SOBRE “CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA”



             NOTAS

             1. Para las citas, consideraré la división de la novela en secuencias, las cuales indicaré en
                primer lugar con romanos, y luego el número de página respectivo en arábigos, de la
                edición que figura en nuestra bibliografía.
             2. Para un comentario de este fragmento en función de una original teoría de la narra-
                tiva hispanoamericana, véase González Echevarría 236-38.
             3. “Era como escribirle a nadie” (iv, 123) asegura el cronista cuando relata el episodio
                de la escritura en la vida de Ángela. Nótese que dicha afirmación también puede apli-
                carse al autor del sumario.
             4. La excepción son las cartas familiares que envía Luisa Santiaga Márquez al cronista
                cuando éste se hallaba en el colegio y cuyo contenido es evocado por él (ver ii, 37-
                39). Pero recordemos que se trata de un letrado, el único que en más de dos décadas
                ha leído y cuestionado el contenido del sumario. Por otro lado, y como refuerzo de lo
                dicho, no se nos informa si el narrador le contestaba las cartas a su madre y si ella las
                leía. Súmese a ello, el hecho de que Luisa Santiaga también representa una excepción
                frente a la opinión general respecto del caso de Ángela: “Mi madre fue la única que
                apreció como un acto de valor el que [Ángela] hubiera jugado sus cartas marcadas
                hasta las últimas consecuencias” (ii, 57).


             OBRAS CITADAS

             García Márquez, Gabriel. Crónica de una muerte anunciada. Bogotá: Oveja Negra,
                   1981.
             González Echevarría, Roberto. Mito y archivo: una teoría de la narrativa latinoameri-
                   cana. México: fce, 1998.
             Lopez, François. “Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez ou
                   Le crime était presque parfait”. Bulletin Hispanique 96.2 (1994): 545-61.




                                                        RILCE   22.2 (2006) 299-306

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Análisis de la escritura en Crónica de una muerte anunciada

  • 1. Rodr guez.fm Page 299 Thursday, May 25, 2006 12:00 PM SOBRE LA ESCRITURA EN “CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA”, DE GARCÍA MÁRQUEZ Fernando Rodríguez Mansilla Universidad de Navarra BIBLID [0213-2370 (2006) 22-2; 299-306] El artículo presenta un análisis de “Crónica de una muerte anunciada” de Gabriel García Márquez a partir de la representación de la escritura y su función dentro del universo narrativo que ofrece la novela. This article presents an analysis of Gabriel García Márquez’s “Crónica de una muerte anunciada” considering the representation of writing and its function inside the fictional world of the novel. Este breve trabajo propone, como punto de partida, reflexionar sobre Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez teniendo en cuenta el género textual que usurpa, la crónica, y presentar una lectura a par- tir de dicho acto de usurpación, típicamente novelesco (ver González Eche- varría 30-33). En primer lugar, se plantea un enfrentamiento entre la crónica y el sumario, en el que la primera intenta sustituir al último. Sin embargo, veremos cómo el narrador se da por vencido al encontrarse con los mismos problemas que el autor del sumario. Este fracaso revelará las condiciones y límites de la escritura dentro del universo narrativo, cuyo análisis nos lleva a una conclusión acerca de la cruda realidad que se cierne en torno de la cró- nica, el cronista y sus alcances. Asimismo, comprobaremos que tal realidad incluye el rol de las mujeres, el espinoso tema de la honra y hasta el valor de las cartas amorosas; asuntos todos estos que confluyen en detrimento de los propósitos iniciales de la crónica. La crónica vs. el sumario A diferencia de las otras fuentes que le sirven al narrador, el sumario judicial es un texto que se catalogaría de ‘versión oficial’ de los hechos. Sin embargo, uno de los objetivos del narrador a lo largo de Crónica… es precisamente destruir la autoridad que detentaría el sumario. Así, la crónica desafía al documento legal. El narrador en tanto cronista se vuelve un investigador, RILCE 22.2 (2006) 299-306
  • 2. Rodr guez.fm Page 300 Thursday, May 25, 2006 12:00 PM 300 RODRÍGUEZ MANSILLA. SOBRE “CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA” pues la elaboración de una crónica supone un ejercicio de indagación histó- rica y en ella se cuestiona en todo momento el contenido de dicho sumario a partir de hallazgos propios: “En el curso de las indagaciones para esta crónica recobré numerosas vivencias marginales” (ii, 60).1 Luego, refiriéndose a una información no consignada: “Este dato, como muchos otros, no fue registrado en el sumario” (iii, 68). Más adelante se insinúa la incapacidad del juez ins- tructor en el manejo del lenguaje: “El juez instructor lo dibujó [el cuchillo] en el sumario, tal vez porque no lo pudo describir y se arriesgó apenas a indicar que parecía un alfanje en miniatura” (iii, 79). Mediante esta denuncia de la presunta deficiencia léxica del juez (a los ojos del cronista, por supuesto) se evi- dencia, además de una inconformidad con los procedimientos legales, la segu- ridad de que él, el narrador, puede hacerlo mejor. Posteriormente, se deja abierta la posibilidad de que el autor del sumario haya alterado datos: “Hay una declaración suya [del dueño del coche de bodas], pero es tan breve y convencional, que parece remendada a última hora para cumplir con una fórmula ineludible” (iv, 114). Así, el sumario se nos presenta como un mero protocolo, un texto mermado y defectuoso que se ha conservado a duras penas (ver v, 129). El movimiento de sustitución que pretende el narrador implica una réplica al rol del Estado realizada por un individuo cuya mirada pretende, al menos en principio, ser objetiva (aunque luego se verá que no). Este acto supone un escape de la autoridad para usur- par su rol, un alegato contra la indiferencia del centro de poder (cuyos repre- sentantes han reflejado esa indiferencia en su conducta: el coronel Aponte, el padre Amador Carmen). Como el Estado se hace presente mediante el autor del sumario, este y su texto se configuran como rivales por vencer. La lectura del documento legal lleva a nuestro narrador a afirmar: “Era [el autor del sumario] un hombre abrasado por la fiebre de la literatura” (v, 129). No se trata de un halago, pues esto no le permite cumplir adecuadamente su fun- ción: “Muchas veces incurrió en distracciones líricas contrarias al rigor de su oficio” (v, 130). Nuevamente el narrador presenta una actitud de no yo, que es una manera de comunicarle al lector que tales errores no los cometerá él. Entonces, en su faceta de autor de crónica, el narrador está impedido de caer en los arrebatos en los que cae el contrincante y cuando está por hacerlo lo confiesa. En efecto, cuando vuelve a ver a Ángela Vicario y se sorprende de su aspecto asegura: “Me resistía a admitir que la vida terminara por parecerse tanto a la mala literatura”. Y, sin embargo, no puede impedirlo porque la cita prosigue: “Pero era ella: Ángela Vicario 23 años después del drama” (iv, 116). Ya a estas alturas de su crónica, el narrador va descubriendo que, efectiva- mente, el rigor de su investigación es infructuoso: el encuentro con Ángela es revelador en ese sentido. La realidad seria, objetiva y fría se ha vuelto litera- RILCE 22.2 (2006) 299-306
  • 3. Rodr guez.fm Page 301 Thursday, May 25, 2006 12:00 PM RODRÍGUEZ MANSILLA. SOBRE “CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA” 301 tura, aunque mala. Poco antes, además, el cronista ha calificado la muerte de Santiago a manos de los Vicario como tragedia: “Suponían [los habitantes del pueblo] que los otros protagonistas de la tragedia habían cumplido con digni- dad, y hasta con cierta grandeza, la parte de favor que la vida les tenía seña- lada” (iv, 109; subrayado nuestro). Según François Lopez, el propio relato, mediante la acumulación vertiginosa de acontecimientos fortuitos, “permet d’eriger en Destinée, en Fatalité, un enchaînement de faits où jamais le hasard n’a été aboli” (547). Obsérvese que hablar de “tragedia” involucra un desplazamiento de percepción frente a los hechos. Se pasa de la verdad parti- cular de la Historia, que se propone en principio la crónica, hacia la verdad universal de la Poesía. Téngase en cuenta también que, de acuerdo con el pacto narrativo, nuestro cronista no pretende escribir ficción: estamos leyendo una crónica, es decir un informe de hechos efectivamente ocurridos que intentan reconstruirse fielmente. Llamar tragedia al crimen es segura- mente un intento de sublimar el suceso (y de paso a sus personajes), pero ello no deja de ser una deformación subjetiva –una “distracción lírica” la llamaría el narrador– que atenta contra la objetividad de la representación. Como tragedia con un fatum inexorable, nuestra historia posee catarsis y ofrece una purga para los espectadores. Así, recordemos que la verdad que busca el narrador no reside en averiguar quiénes son los asesinos “fácticos” de Santiago Nasar (los hermanos Vicario), sino cómo fue posible que se produjese una muerte tan anunciada. La respuesta a la que llegará al final de la narración no será otra que la siguiente: el crimen fue posible gracias a la complicidad del pueblo entero (ver Lopez 548, quien habla de una responsabilidad colectiva). Entonces la verdadera pregunta a la que responde el narrador es ¿quiénes, mediante su inoperancia, avalaron y cooperaron con Pedro y Pablo Vicario? El asesinato de Nasar se representa como un verdadero holocausto. Sabido que iban a matar a Santiago, “[la gente] empezó a tomar posiciones en la plaza para presenciar el crimen” (v, 142). Cuando este se dirige a su casa huyendo de los Vicario, ya “la gente se había situado en la plaza como en los días de desfiles” (v, 149). Mientras se ejecuta el cruel asesinato una familia al escuchar el griterío lo confunde con la fiesta del obispo (ver v, 155) o la de la boda (ver i, 35). Esta confusión del asesinato con una fiesta se encuentra tanto en las primeras como en las últimas páginas de la crónica y coincide con las visiones contradictorias de testigos sobre los momentos finales de Santiago, pues unos lo ven desfalleciente y otros radiante (ver v, 155-56) Con ello, la crónica del narrador se cierra con las mismas imprecisiones con las que se abre: “Muchos coincidían en el recuerdo de que era una mañana radiante… pero la mayoría estaba de acuerdo en que era un tiempo fúnebre” (i, 10-11). Como se ve, la imposibilidad de una versión unívoca de los acon- RILCE 22.2 (2006) 299-306
  • 4. Rodr guez.fm Page 302 Thursday, May 25, 2006 12:00 PM 302 RODRÍGUEZ MANSILLA. SOBRE “CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA” tecimientos atraviesa de principio a fin la crónica, que no puede evitar caer en los vacíos del sumario, lo cual representa la derrota del narrador y una grave lesión a su autoridad. Condiciones y límites de la escritura Este confuso panorama revela un desajuste entre las concepciones del mundo que poseen tanto el juez instructor como el cronista frente a las de la colecti- vidad, más preocupada en saber “cuál era el sitio y la misión que [a cada uno] le había asignado la fatalidad” (v, 126). Por ejemplo, sobre la serie de coinci- dencias que se produjeron para que aconteciese el crimen: “El juez instructor que vino de Riohacha debió sentirlas [las coincidencias], pues su interés de darles una explicación racional era evidente en el sumario” (i, 20). Dicha explicación es la que se propondría también el narrador, pero naufraga en el intento. Este último indaga cómo es posible que nadie le haya advertido a Santiago que están por matarlo dada la cantidad de gente que lo sabía y que lo estaba viendo. En este punto se reconoce un mérito del juez (mérito que se vuelve tal por compartirlo, claro está, el narrador): “El juez instructor buscó aunque fuera una persona que lo hubiera visto, y lo hizo con tanta persisten- cia como yo, pero no fue posible encontrarla” (v, 147). Esto solo se explica mediante una suerte de paradoja: puesto que todos lo veían, ninguno en par- ticular lo vio ni mucho menos estaba dispuesto a declarar que lo había visto. Tras esta indagación inútil, el juez se da por vencido en una nota marginal que encierra el fracaso de toda lectura racional de los hechos: “La fatalidad nos hace invisibles” (v, 147). Esta fatalidad, propia de la tragedia, es la única explicación posible, para nuestro cronista y para el autor del sumario, al absurdo que supone la muerte de Santiago. La objetividad del narrador se ha ido destruyendo conforme avanzaba la investigación. Ya para el momento en que se cuenta el pasaje en que Ángela Vicario denuncia a Santiago frente a sus hermanos, el narrador se deja llevar por lo fatal: “Lo dejó clavado [el nombre de Santiago] en la pared con su dardo certero, como a una mariposa sin albedrío, cuya sentencia estaba escrita desde siempre” (ii, 65). De esa forma, el rigor en que pretendía sustentarse la crónica en oposición al documento legal se perjudica conforme ésta se desarrolla. Acusar al pueblo entero era inadmisible al principio, pues no se ajusta al horizonte de expecta- tivas del juez ni mucho menos a las del narrador, quien en una época de su vida vendió enciclopedias y libros de medicina (ver iv, 116). El saber letrado, que ambos rivales comparten, no tiene lugar en el mundo descrito en la novela. Recuérdese en qué estado se conservaba el sumario, que revelaría el RILCE 22.2 (2006) 299-306
  • 5. Rodr guez.fm Page 303 Thursday, May 25, 2006 12:00 PM RODRÍGUEZ MANSILLA. SOBRE “CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA” 303 absoluto desinterés que éste ha generado a lo largo de los años en que ha estado archivado: No existía clasificación alguna en los archivos, y más de un siglo de expedientes esta- ban amontonados en el suelo del decrépito edificio colonial que fuera por dos días el cuartel general de Francis Drake. La planta baja inundaba con el mar de leva, y los volúmenes descosidos flotaban en las oficinas desiertas. Yo mismo exploré muchas veces con las aguas hasta los tobillos aquel estanque de causas perdidas, y solo una casualidad me permitió rescatar al cabo de cinco años de búsqueda unos 322 pliegos salteados de los más de 500 que debió de tener el sumario. (v, 129)2 Esta falta de interés en el texto es solidaria con el abandono del mismo, pues los asesinos fueron absueltos por un “tribunal de conciencia”, ya que su cri- men es considerado “homicidio en legítima defensa del honor” (iii, 66), con lo que se cerró el caso. Este hecho, así como la arbitraria ejecución de la autopsia ordenada por el coronel Aponte, alcalde del pueblo, es un reflejo del vacío legal, atestiguado por el padre Carmen Amador: “Pero era una orden del alcalde [el hacer la autopsia], y las órdenes de aquel bárbaro, por estúpi- das que fueran, había que cumplirlas” (iv, 98). En efecto, en la novela a nadie le interesa la ley, salvo para violarla, pues priman el autoritarismo, encarnado en este caso por Lázaro Aponte, y el hacer justicia de propia mano, como en el caso de los Vicario. Ahora bien, en ese contexto se comprende el poco cuidado que ha mere- cido el sumario. La única forma de permitirse los remiendos y apostillas que se han hecho a éste (sin contar los errores que el cronista ha advertido) es sabiendo con seguridad que nadie lo va a consultar. ¿Para quién escribía, en última instancia, el autor del sumario? Para nadie, salvo para aquel “estanque de causas perdidas” donde yace su texto. Bayardo San Román tampoco abre las cartas que le envía Ángela, pues parece ser que, más que valorar su contenido, valora su presencia, su calidad de objeto. Como sumarios judiciales, no obstante en mejores condiciones, las cartas “estaban ordenadas por sus fechas, en paquetes cosidos con cintas de colores, y todas sin abrir” (iv, 125). Tanto las misivas de Ángela como el sumario son reliquias, objetos cuyo valor reside en ser guardados y venera- dos;3 sólo que la veneración a la ley es falsa, un simple formalismo, pues la corrupción material desdice su supuesto respeto. Aunque las cartas son más estimadas que el sumario, todos los escritos comparten el hecho de que se les aprecia no por lo que encierran, sino por su calidad de “pruebas”.4 Las cartas que le envía Ángela a Bayardo son pruebas de su amor, más allá de lo que efectivamente se diga en ellas. Se trata de un auténtico “sumario amoroso” que, como el judicial, pretende esclarecer un acontecimiento pasado (i.e. su RILCE 22.2 (2006) 299-306
  • 6. Rodr guez.fm Page 304 Thursday, May 25, 2006 12:00 PM 304 RODRÍGUEZ MANSILLA. SOBRE “CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA” noche de bodas) exponiendo aquellas “verdades amargas que llevaba podridas en el corazón desde su noche funesta [la de bodas]” (iv, 123). Por esa misma causa –la condición de reliquia venerable que poseen los escritos– Flora Miguel no cata en que las cartas que su novio le manda sean escritas sin amor e igual las atesora. Prudentemente, el narrador guarda silen- cio sobre el estado de tales cartas (si están abiertas o no), pero le basta con indicar que están guardadas en un cofre y que se remontan a los tiempos en que Santiago Nasar estaba en el colegio (ver v, 146). De manera idéntica, el sumario judicial es prueba de que, al menos en apariencia, el Estado hizo jus- ticia y así, pese a estar en ruinas, dicho documento se conserva. El respeto que se le tiene al sumario es falso, por supuesto, pero sirve al menos para guardar las formas. La misma hipocresía, aunque invertida, se encuentra en el cofre de Flora Miguel. El sentido de posesión que connota el cofre pretende subsanar, con su presencia, la irrealidad de un vínculo verdadero entre la pareja, cuya boda fue acordada por sus padres muchos años antes. Pero nadie contaba con el narrador, quien supone, dado tal vez su oficio de vendedor de enciclopedias, que los textos se leen y se interpretan. Enton- ces él considera que la verdadera justicia se realiza mediante un nuevo suma- rio, pues eso pretende ser su crónica, cuyo contenido debe ser legible. Pero el resultado es tan defectuoso como se ha visto: de una inicial fe en superar al sumario mediante una lectura racional (a la que, asimismo, aspiraba el autor del último, pero cuya “fiebre literaria” se lo habría impedido) se cae en el argumento de la fatalidad, aquel misterioso azar que no será abolido. La escritura fallida de la crónica y la competencia que establece con el sumario revelan que el orden legal o el intento de recuperarlo (representados, respectivamente, por el documento judicial y la crónica) conviven pero no logran imponerse a la sociedad: nos hallamos tan sólo ante un orden sobre- puesto y no comprendido por nadie, pero respetado aparentemente por todos. ¿Se hizo justicia con los asesinos de Santiago Nasar? En efecto –nos podría decir un habitante del pueblo– allí está el sumario como prueba. El problema es que nadie lo ha leído, con lo que el texto ha perdido todo cré- dito frente al mundo que pretendía retratar. El no leerlo implica, cierta- mente, una absoluta falta de sentido crítico y una convicción, absurda, de que el valor del documento está en su carácter tangible más que en el legible. De esa forma, la escritura ya no aspira a representar, sino que ella misma es presentada como un objeto prestigioso (el sumario rescatado del agua, las car- tas en el cofre de Flora Miguel, las cartas en paquetes cosidos de Bayardo). El narrador es el único que se muestra rebelde a esta situación, la cual ha aca- bado por vencerlo. RILCE 22.2 (2006) 299-306
  • 7. Rodr guez.fm Page 305 Thursday, May 25, 2006 12:00 PM RODRÍGUEZ MANSILLA. SOBRE “CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA” 305 En suma, un asesinato vulgar en un pueblo perdido de Latinoamérica demuestra las fisuras del orden que se supone detenta el Estado frente a una población que, como el virrey de cierta tradición de Ricardo Palma, “acata y no cumple”. Un pueblo donde las mujeres, pese a estar aparentemente sojuz- gadas, conocen maneras de burlar a sus maridos en la noche de bodas y pasar por vírgenes sin serlo (ver ii, 53 y iv, 118-19 para los métodos exactos). Ade- más, son ellas las que defienden el estatuto de la honra y con ello el derecho privado, el cual respalda el asesinato cometido por los Vicario (ver iii, 84 para la opinión de Prudencia Cotes y v, 127 para la opinión de la mayoría). La excepción dentro de las mujeres del pueblo es la madre del narrador, Luisa Santiaga, quien afirma que “la honra es el amor” (v, 127), con lo que nos da la clave para entender que, en realidad, Ángela Vicario recupera la suya no mediante el crimen de Santiago, sino mediante el amor recobrado de Bayardo. Pero para hacerlo ha tenido que acatar el ordenamiento aparente y consignarlo por escrito ni más ni menos que en casi dos mil cartas. Como Penélope que teje y desteje, el oficio de Ángela en su exilio, el bordado a máquina, es el símbolo de su capacidad de generar su propia historia y por lo tanto su nuevo destino: va a reescribir su vida a través de las cartas. Su trabajo con hilos y puntadas refleja este poder. Sin embargo, a la hora de estimar el “sumario de amor” de Ángela ha pri- mado también su condición de prueba más que su contenido, pues Bayardo no lee tales cartas, con lo que se cancela la posibilidad, sea en la esfera pública (el asesinato de Nasar) como en la privada (la relación Ángela-Bayardo), de cambiar en algo el estado de cosas y mucho menos las razones que subyacen a los actos de todos los personajes de la novela. Todos poseen un sentido prag- mático que los aleja de la re-presentación y la re-consideración de lo aconte- cido con Santiago Nasar y se conforman, simplemente, con la presentación y la consideración de los textos como reliquias, objetos que sirven de testimo- nio a una fe. La fe, necia, de que se hizo justicia con los Vicario: el sumario defectuoso. La fe de que Santiago se casará con Flora: allí están las cartas sin amor en el cofre. La fe recuperada por Bayardo de que Ángela lo ama, pese a no haber leído jamás lo que ella ha escrito: los dos millares de misivas. Este ambiente desolador incluye y devora, malgré lui, al narrador, cuyo único triunfo sería reivindicar frente al lector a Santiago Nasar, aunque su pretensión de justicia choque contra el sistema de creencias de su comuni- dad, pues ni los habitantes del pueblo ni mucho menos las autoridades leerán su crónica. El triunfo es aparente. El excesivo respeto a la escritura encierra su desprecio y éste, a su vez, la falta de consideración que merece quien pre- tenda a través de ella erigirse como autor(idad). RILCE 22.2 (2006) 299-306
  • 8. Rodr guez.fm Page 306 Thursday, May 25, 2006 12:00 PM 306 RODRÍGUEZ MANSILLA. SOBRE “CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA” NOTAS 1. Para las citas, consideraré la división de la novela en secuencias, las cuales indicaré en primer lugar con romanos, y luego el número de página respectivo en arábigos, de la edición que figura en nuestra bibliografía. 2. Para un comentario de este fragmento en función de una original teoría de la narra- tiva hispanoamericana, véase González Echevarría 236-38. 3. “Era como escribirle a nadie” (iv, 123) asegura el cronista cuando relata el episodio de la escritura en la vida de Ángela. Nótese que dicha afirmación también puede apli- carse al autor del sumario. 4. La excepción son las cartas familiares que envía Luisa Santiaga Márquez al cronista cuando éste se hallaba en el colegio y cuyo contenido es evocado por él (ver ii, 37- 39). Pero recordemos que se trata de un letrado, el único que en más de dos décadas ha leído y cuestionado el contenido del sumario. Por otro lado, y como refuerzo de lo dicho, no se nos informa si el narrador le contestaba las cartas a su madre y si ella las leía. Súmese a ello, el hecho de que Luisa Santiaga también representa una excepción frente a la opinión general respecto del caso de Ángela: “Mi madre fue la única que apreció como un acto de valor el que [Ángela] hubiera jugado sus cartas marcadas hasta las últimas consecuencias” (ii, 57). OBRAS CITADAS García Márquez, Gabriel. Crónica de una muerte anunciada. Bogotá: Oveja Negra, 1981. González Echevarría, Roberto. Mito y archivo: una teoría de la narrativa latinoameri- cana. México: fce, 1998. Lopez, François. “Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez ou Le crime était presque parfait”. Bulletin Hispanique 96.2 (1994): 545-61. RILCE 22.2 (2006) 299-306