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AGUA.
Helder Amado.
Para Clara.
PRÓLOGO
Teletransportación cuántica, capacidad computacional de la materia, arenas
bituminosas, nuevas formas de obtención de energía, altruismo, amor, amistad, codicia y una
persecución implacable, una carrera sin tregua por escapar de los insospechados recursos que
pone en juego el sistema cuando se siente amenazado. Todo esto y más vivirá Kolya, un
brillante científico ruso, físico de partículas, criado en España e hijo de uno de los héroes de
Chernobil, cuyo descubrimiento en el campo de la mecánica cuántica puede cambiar
literalmente el orden mundial tal como lo conocemos. Junto a él, Sofía, una joven enfermera del
Hospital Gregorio Marañón de Madrid, que verá cómo su vida repentinamente da un vuelco en
una espiral imparable de acontecimientos. Resignada, decide dejar de luchar en contra de su
propia naturaleza, acepta lo que el destino quiere para ella y descubre por primera vez la vida,
en su plenitud, al margen de la opinión de los demás, sin seguridad alguna, sin certezas, sin
miedo. La CIA norteamericana, el SVR, el Servicio de Inteligencia Extranjera de Rusia, antiguo
KGB, y Claire, maquiavélica directora del Instituto Nacional de Nanotecnología de los Estados
Unidos, en Palo Alto, California, tienen sus propios planes para el descubrimiento científico de
Kolya, lo que provocará que nada ocurra como debería y la historia salte en giros inesperados,
de casilla en casilla, hasta el Jaque Mate de una de las partes. Abróchese el cinturón,
comenzamos…
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CAPÍTULO -1-.
Tras un largo día de trabajo, el conductor de metro paró el convoy en la última estación
de la línea tres del Metro de Madrid. Sobre las dos y cinco de la madrugada de un frío nueve de
enero, apagó el ordenador de a bordo, retiró la llave que habría de entregar minutos más tarde
para poder irse a casa, y con ojos rojos y cansados bajó de la locomotora. Únicamente
quedaba una última revisión de los vagones, y ya podría irse a descansar. Con paso lento y
acompasado, en una liturgia mil veces repetida, revisó los vagones uno a uno.
—¡No puede ser! ¡Pero qué gentuza me toca siempre! —, exclamó irritado al descubrir
a un vagabundo dormido en el vagón número cinco.
—Seguridad, por favor —.
—Aquí seguridad, ¿qué ocurre? —, respondió una voz metálica en el walkie talkie,
entre interferencias.
—Tenemos un código azul, llama al Samur —.
—Bien, vamos para allá…—.
El guardia de seguridad llegó en dos minutos al vagón donde se encontraba el
vagabundo. Siguiendo las instrucciones para un caso como ese, se cercioró de que el hombre
respiraba, pero no lo tocó a la espera del equipo médico que ya estaba en camino. En sus años
de servicio se había encontrado de todo en los vagones, vagabundos, comas etílicos, personas
dormidas y hasta embarazadas a punto de dar a luz. Sin embargo, algo en su interior, su
intuición profesional, le decía que ese hombre no era un vagabundo. Su ropa sí estaba
arrugada y algo sucia, y tenía barba de tres o cuatro días, pero el pelo rubio de aquel hombre
joven estaba bien cortado y las uñas estaban bien cuidadas. Al trabajar en seguridad había
aprendido a revisar a fondo la fisonomía de las personas. Las personas mienten, pero los
detalles pueden aportar información valiosa, cuando tu vida depende de las reacciones de los
demás. Además, estaba el tema del color. Ese color en la piel…
A las dos y veinte de la madrugada ya habían llegado los efectivos del Samur en la
ambulancia de soporte vital básico. Llegaron al vagón con todo el equipo necesario, camilla,
desfibrilador manual, analizador de sangre Epoc, y diverso material médico.
—Buenas noches, ¿qué tenemos? —, preguntó la médico del Samur, con paso firme al
llegar al vagón.
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—Es un vagabundo de…, lo de siempre —, dijo el conductor de metro, molesto por
terminar más tarde su jornada por el incidente.
El guardia de seguridad le lanzó una mirada de reprobación, pues era evidente de que
no se trataba de lo de siempre. Además, él provenía de un barrio humilde y había visto muchas
veces a personas que habían sucumbido ante el peso de la vida, personas como él, pero cuyo
destino había conjurado en un determinado momento demasiados elementos adversos. Cada
persona, bien lo sabía él, por muy fuerte que parezca, tolera una cantidad determinada de
presión. Luego se rompe.
El enfermero técnico en emergencias comenzó rápidamente el protocolo mientras la
médico recababa información de los dos hombres que estaban allí.
—¿Qué sabemos de este hombre? —, preguntó.
—Nada, simplemente estaba ahí, en el vagón —¿Puedo irme? Ese tío está bien, le
habrá dado un mareo o algo —, dijo el conductor.
La doctora intercambió una mirada con el guardia de seguridad, que asintió, y tras unos
segundos, miró al conductor a los ojos y le dijo secamente —Puede irse —.
—¿Presión? —, preguntó la doctora.
—Algo alta —, respondió el enfermero, que ya había obtenido los datos esenciales
para valorar la gravedad del estado físico de aquel hombre.
—¿Ritmo cardíaco? —.
—Ciento sesenta pulsaciones por minuto. Muy acelerado.
—¿Has analizado el tipo sanguíneo con el Epoc? —, siguió preguntando la médico.
—Sí, pero no da ninguna lectura. Debe estar estropeado —, dijo el técnico.
—¿No da lectura? ¿Estás seguro? —.
—Sí —.
—Pásame el tubo endotraqueal. Hay que estabilizar su respiración —, le dijo la médico
al enfermero.
En apenas quince minutos habían estabilizado al paciente y tenían todo listo para su
traslado al hospital.
—Ya está todo. Nos vamos. Apunte sus datos en este documento para el parte de la
policía —, indicó la médico del Samur al guardia de seguridad.
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—Así lo haré —.
Una vez en el hospital, el equipo médico se hizo cargo de la situación. Ubicaron al
hombre inconsciente en una de las salas de una abarrotada planta de urgencias. Sin duda, ese
no era el caso más grave al que se tenían que enfrentar esa noche, así que debería esperar.
El hombre recobró mínimamente la consciencia. La fría luz de los fluorescentes le
produjo un dolor agudo en los ojos. En un primer momento los cerró fuertemente para
protegerse, pero haciendo un colosal esfuerzo logró abrirlos un poco. Lo primero que vio fue la
pared blanca y fría. Sintió también el gélido tacto de la camilla y el olor a yodo en el ambiente.
El lugar le produjo rechazo. Giró lentamente la cabeza, que le pesaba una tonelada, y vio
diverso material médico, sueros, cajetines con todo tipo de medicamentos, el
electrocardiógrafo…
Sabía perfectamente que allí no podrían ayudarle, y en un esfuerzo sobrehumano
intentó levantarse para alertar al personal médico. Se giró sacando apenas un pie de la camilla,
pero las fuerzas no le respondieron y cayó al suelo llevándose consigo el soporte para suero
que había al lado de la camilla, cuyos ganchos fueron a parar a una vitrina que se hizo añicos
en el acto.
El sonido de los cristales alertó a todo el mundo y rápidamente se personó el personal
sanitario de urgencias y un paciente curioso cuya dolencia permitía la movilidad.
—Dextemetomidina. ¡Rápido! —, ordenó el médico de urgencias a una enfermera. —
Vamos a sedar —.
—¡Espere Doctor! ¡Este hombre está hablando! —, contestó la enfermera acercando su
oído a la cara del hombre que yacía en el suelo. Claramente estaba intentando decir algo,
movía la boca, pero a penas emitía sonidos.
En un susurro apenas audible, el hombre pronunció unas palabras.
—Me llamo Nikolay Yurievich Boronov. Soy investigador, físico de mecánica
ondulatoria. He sido envenenado. A menos que me sometan a una resonancia magnética
completa estaré muerto antes de doce horas… —.
—¿Una resonancia? ¡Este hombre delira! —, dijo el médico.
—Señor, ¿de qué tipo de envenenamiento se trata? ¿Cianuro, arsénico, hongos…?
Necesitamos buscar el antídoto —, inquirió la enfermera.
—Son… —, intentó responder el hombre, cuyas fuerzas estaban ya al límite.
—¡Vamos! ¡Despierte! ¿De qué veneno se trata? —.
—Son… son nanorobots. La resonancia los… —, susurró el hombre.
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Acto seguido, se desmayó.
CAPÍTULO -2-.
El tomógrafo axial computerizado comenzó a lanzar sus ráfagas de rayos X sobre
Nikolay. Cambiando el ángulo de inclinación de los rayos y analizando la parte de los mismos
no absorbidos por el cuerpo, el enorme ordenador de última generación iba construyendo la
imagen completa del paciente. Sin embargo, en este caso lo importante era la parte de los
rayos X que no reflejaba el paciente para construir la imagen…
El tipo de envenenamiento al que había sido sometido Nikolay era indetectable con los
medios que la medicina forense posee. Sin embargo, en relación con la enorme potencialidad
que los nanorobots darían en las próximas décadas, esa primera generación de robots de
escala nanométrica era burda, casi pueril. Varios millones de diminutos artefactos habían sido
introducidos en el torrente sanguíneo del científico a través de la comida. Estos robots o “Red
Hunters” como los llamaba su creadora, a similitud con los robots actuales de mayor tamaño,
no tenían ninguna capacidad de decisión o replicación. Con el poder computacional del ARN
vírico como base, las nanomáquinas, del tamaño de tres micrones, sólo sabían hacer una cosa,
adherirse a los glóbulos rojos, a los cuales identificaban por su forma y doblaban en tamaño.
Una vez adheridos, impedían la función principal de estos, captar el oxígeno que respiramos y
llevarlo a todas las células del cuerpo. Nikolay estaba empezando a no poder respirar,
literalmente el aire que insuflaba a sus pulmones le servía cada vez menos. Se estaba
asfixiando literalmente.
El científico cuántico conocía perfectamente el mundo atómico y sus avances, y sabía
que cada ráfaga de rayos X recibida por las nanomáquinas desestabilizaba su estructura,
haciendo que se soltasen de los glóbulos que tenían atrapados con sus seis patas. En un
futuro, la tecnología desecharía los materiales de origen metálico en la construcción de
nanomateriales, pero ese momento aún no había llegado.
—¿Cómo se encuentra señor? Ya le está volviendo el color a la piel, se le ve mucho
mejor —, dijo la enfermera de la planta seis del hospital Gregorio Marañón de Madrid.
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—Estoy cansado —, respondió Nikolay
—En una media hora viene la comida señor… Yurievich —dijo la enfermera
comprobando la tablilla de datos del paciente.
—¿Dónde está mi ropa, señorita…? —.
—Sofía. Mi nombre es Sofía —, respondió la enfermera sin hacer mucho caso al
paciente, mientras anotaba algún dato en la tablilla.
—Dígame, ¿dónde está mi ropa?, necesito vestirme —, respondió el demacrado
científico.
—Usted necesita descansar, no vestirse —.
La joven enfermera salió de la habitación sin dejar tiempo al científico para articular
respuesta. En su corta experiencia en el hospital ya se había acostumbrado a ignorar a los
pacientes que querían marcharse a la primera de cambio, cuya mente no aceptaba la situación
de encontrarse allí por mucho que su cuerpo lo necesitara. Sofía tenía una mente privilegiada.
Había estudiado enfermería en la Universidad Alfonso X el Sabio de Madrid, pero siempre
quiso ser médico. La medicina le ofrecería la posibilidad de trabajar en un quirófano, con el
paciente dormido, pero unas décimas en su nota de acceso a la universidad, debido a algunas
asignaturas que nada tendrían que ver con su profesión la dejaron fuera. Se reprochaba no
haber estudiado más, y aunque se esforzó al máximo, seguía culpándose, y el castigo era
tener que tratar con la gente. Para ella era demasiado castigo, detestaba hablar con los demás.
Sin embargo, en una pirueta de las que sólo el destino es capaz de comprender en su grotesco
plan para cada uno de nosotros, había dotado a Sofía de una belleza especial, lo cual hacía
que otras personas quisieran constantemente acercarse a ella. Doble castigo. Su pelo negro,
azabache, salvaje, combinaba en una suerte de antagonismo con una cara angelical, de tez
clara, simétrica. Ella siempre se preguntaba por qué el canon imperante de belleza le había
tocado a ella. No siempre había sido así, en otras épocas no habría destacado tanto, pero
ahora, cada vez que levantaba la mirada, sus ojos verdes y su media sonrisa nerviosa,
producto de su dificultad de tratar con los demás, provocaba una y otra vez la misma
respuesta, un anhelo de protegerla, …de poseerla.
Desde su época de estudiante había vivido en un mundo de relaciones sociales, donde
lo que se esperaba de ella es que usara su belleza para conseguir salir con el chico más
atractivo. Los chicos la buscaban con la mirada, mientras que sus compañeras trataban de
estar lo más cerca posible de ella, pues sabían que era un imán para los chicos guapos. Sin
embargo, su mente no entendía nada de aquello, y cuanto más presionada se sentía, más se
encerraba en sí misma.
—Hola de nuevo Señor Yurievich. Tengo que tomar sus constantes antes de que le
traigan la comida —, dijo la enfermera.
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—Ese es mi segundo nombre. Es así porque mi padre se llamaba Yuri. Yo me llamo
Nikolay, pero puede llamarme Kolya —, dijo el enfermo, esbozando algo parecido a una sonrisa
cansada.
Con aire indolente, y para evitar los incómodos silencios, la enfermera dijo —Habla un
perfecto español señor Nikolay —.
—Soy español —, respondió Kolya.
—Pero su nombre… —.
—También soy ruso. Es una larga historia. Ahora tengo que conseguir mi ropa. Créame
enfermera, es vital que salga de este hospital cuanto antes —.
En una fracción de segundo, las miradas se entrecruzaron, y la enfermera percibió la
rotundidad de las palabras del paciente, cuyos ojos marrones no dejaban lugar a la duda. Este
hombre, a pesar de su juventud, no la miraba como los otros siempre lo hacían. Estaba
agotado, pero había calidez en su rostro. Su mirada le estaba pidiendo ayuda a gritos.
Sofía salió de la habitación tras el silencio que se había producido. No contestó al
científico ante su petición acerca de su ropa, pero paradójicamente en ese silencio había
percibido más comunicación que nunca antes. Avanzaba por el pasillo de la planta justo
cuando pasó a lado de ella un hombre vestido con traje, camisa blanca y corbata negra.
Parecía ese tipo de hombres que llevaban la ropa elegante por obligación, por ser parte de su
trabajo, de su personalidad, pero la opacidad de su rostro desconcertó a Sofía.
El hombre del traje entró en la habitación seiscientos dos, donde estaba Kolya y cerró
la puerta.
—¿Quién es ese tío? —, preguntó Sofía a las dos compañeras que estaban en la
recepción de la planta.
—Es un amigo de trabajo del paciente de la habitación seiscientos dos. Nos ha dicho
que estaban preocupados en la empresa y que quería hablar un rato con él tranquilamente —,
dijo una de las enfermeras.
—¿Un amigo de trabajo? Si ese tío es amigo de trabajo del ruso, yo soy la Madre
Teresa de Calculta —, Pensó Sofía.
—Buenas tardes Nikolay. ¿Cómo te encuentras? —, preguntó el hombre del traje.
—¿Quién es usted? —, respondió Kolya.
—Me han enviado del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Llevas varias
semanas sin aparecer por el National Institute for Nanotechnology Research, en California y
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han avisado a tu departamento del CSIC a ver si sabían algo. Por eso estoy aquí —, dijo el
hombre del traje, tratando de forzar una torpe sonrisa empática.
—¿Cómo me han localizado? —, dijo Kolya.
—¡Vamos, eres una persona importante Nikolay!. Le dijiste al personal de seguridad
que eras científico. Ellos dieron parte del incidente a la Policía Nacional, que nos avisó
inmediatamente —.
—¡Quién coño eres tú! Quiero que venga el profesor Gámez inmediatamente. Quiero
hablar con él —, dijo Kolya visiblemente nervioso.
—El profesor está ocupado dando unas conferencias fuera de Madrid. Me ha pedido
que venga personalmente para asegurarme de que estás bien —, dijo el hombre del traje,
tratando de calmar a Kolya.
—¡Enfermera! ¡Enfermera! —, comenzó a gritar Kolya, pulsando insistentemente el
interruptor de aviso de emergencia.
—¿Qué está pasando? —, preguntó Sofía, entrando apresuradamente en la habitación.
—No pasa nada enfermera. Mi amigo debe sufrir algún tipo de amnesia. Le dejaré
descansar, ya me voy —, dijo el hombre del traje.
Y con un gesto ensayado, cogió la mano de Kolya y frotándola suavemente le dijo —
Recupérate amigo —.
Sofía y Kolya se miraron durante unos segundos, los suficientes para que ella
percibiera de nuevo aquella extraña sensación. Normalmente ni se inmutaba con los problemas
de los demás, pero aquel paciente era diferente, algo raro estaba pasando y en su interior se
activó un mecanismo de protección que jamás había sentido. Estaba desconcertaba y sentía
curiosidad por aquel hombre.
—Verás, Sofía, debo salir de este hospital inmediatamente. Algo muy grave está
ocurriendo, pero no puedo hablar de ello —, le dijo Kolya haciendo el gesto de incorporarse, -
aunque realmente estaba muy débil para hacerlo-. Los millones de nanorobots que habían sido
introducidos en su cuerpo habían hecho muy bien su trabajo. Tenían la capacidad de anular
cada glóbulo rojo al que se adherían, y en un alarde de maquiavelismo su creadora les había
dotado de una estructura en forma de gancho, de tal forma que unos se enganchaban por
contacto con otros, formando un coagulo cada vez mayor que terminaría por provocar la
muerte del paciente por obstrucción arterial. Caso cerrado. Sin embargo, una vez desactivados
los microartefactos, iban siendo retirados del torrente sanguíneo por los linfocitos, que
cuadriplicaban en tamaño a las inertes nanomáquinas. Kolya estaba muy débil, y aunque
tardaría en recuperarse únicamente unos días, no disponía de ese tiempo.
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—O me cuentas lo que ocurre o no podré ayudarte. Todo esto es muy raro —, le
contestó Sofía fulminándolo con la mirada.
—No quiero involucrarte en esto, pero necesito confiar en alguien. Trabajo en el
Consejo Superior de Investigaciones Científicas, mis investigaciones pueden ayudar a millones
de personas. Hay mucho en juego, sin embargo no tengo tiempo de explicarte ahora. —, dijo
Kolya intentando de nuevo levantarse, sin éxito.
—¿Quién es el hombre del traje que vino a verte? —, preguntó Sofía.
—¡Ese hombre ha venido a matarme y volverá hoy mismo si no me ayudas! Confía en
mí, te lo explicaré todo —.
Sofía seguía mirando fijamente a Kolya, pero las ideas bullían en su interior. Era una
locura, jugarse su carrera por ayudar a un desconocido que bien podría estar loco. Además, en
caso de que él tuviera razón, ella se vería involucrada en un asunto peligroso. Tras unos
segundos de reflexión, y sin ninguna razón que ella pudiera comprender, pero con la certeza de
que hacía lo correcto, por fin le dijo:
—¡Qué demonios! ¡Te ayudaré! —.
Sofía salió al pasillo de la planta a buscar una silla de ruedas con la que trasladar a
Kolya, al parecer no había tiempo que perder. Ya vendrían las respuestas más tarde.
—. ¡Sofía! —, gritó la enfermera jefe desde el fondo del pasillo.
—¿Si? —.
—¿Has pasado por todas las habitaciones? Me acaban de llamar de la seiscientos
ocho. ¡Tenían el suero agotado! —, espetó la enfermera jefe.
—Esto, …si, lo siento, voy ya —, contestó Sofía, con una sensación de irrealidad en su
cabeza producto de los nervios.
—¡No quiero volver a decírtelo! ¡Que no vuelva a ocurrir!. —, comentó la jefa, ya
cansada de lidiar con aquella joven enfermera tan rara. —¡Estos jóvenes! Tienen tantas
distracciones que no saben estar en un sitio solo. La próxima vez ésta se va de patitas a la
calle —, pensó la enfermera jefe de planta.
—¿Por cierto, qué haces con esa silla? ¿Para quién es? — espetó la jefa.
—Es para el paciente de la seiscientos dos. Le esperan en rayos —, contestó Sofía,
intentando inútilmente disimular la tensión en sus cuerdas vocales.
—¡Vete a la seiscientos ocho! Es más urgente —.
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—Pero es que…—.
—¡Ni peros ni nada! ¡Tú haces lo que yo te diga! Y punto —, dijo la enfermera jefe
empezando a enfadarse de verdad.
—Voy a cambiar el suero, luego llevaré al paciente a rayos —, contestó Sofía
agachando la cabeza. Diez minutos más no tendrían consecuencia —Pensó —. Pero se
equivocaba.
Cuando Sofía entró en la habitación seiscientos ocho, el hombre del traje oscuro
apareció de nuevo por el pasillo, y con paso firme, pero aparentando tranquilidad, avanzó hacia
la habitación seiscientos dos. Era todo un profesional. Toda una vida dedicado a limpiar las
impurezas del sistema, y ahí seguía, al pie del cañón. Su trabajo era fácil: alguien le hacía una
llamada, le indicaban un objetivo y el precio acordado. Él no hacía preguntas, se limitaba a
hacer su trabajo. Sabía perfectamente que todo sistema necesita gente que se ocupe de
aquellos que lo ponen en riesgo. Y a él le iba bien. Estaba orgulloso de ser una parte
importante de la sociedad; cada vez que entraba en un gran almacén, en el metro, o paseando
por la calle, veía a la masa, a los miles de ciudadanos que vivían su vida más o menos
tranquila, con unas reglas definidas que les permitían llevar a cabo sus absurdos y aburridos
proyectos de vida, carentes de emoción, de sentido, como piezas de un gran juego, simples
peones en un tablero complejo; hormigas moviendo el gran engranaje sin notar siquiera sus
cadenas. El diseño del sistema era sublime, y él, su gran valedor. Además, le encantaba su
trabajo, la adrenalina que inundaba su cuerpo en los momentos de acción era su droga. Si no
pudieran pagarle, lo haría gratis.
El asesino entró en la habitación y ya no disimuló frente a Kolya.
—No sé qué coño has hecho, pero tienes a mucha gente muy cabreada —, le dijo con
una mirada que paralizó a Kolya por su determinación. Iba a matarle.
Con la mano izquierda tapó la boca de Kolya, haciendo alarde de una fuerza
descomunal. La energía de la adrenalina multiplicaba por diez la fuerza muscular del asesino,
mientras que la víctima sentía sus músculos sin fuerza alguna, paralizado por el miedo. Con la
derecha sacó del bolsillo de su traje una jeringuilla que contenía un líquido color ámbar. Quitó
con el pulgar la tapa que cubría la aguja y justo cuando iba a terminar su trabajo apareció la
enfermera jefe, a quien un sexto sentido le decía que algo extraño estaba ocurriendo en su
planta.
—¡Pero qué coño…! — gritó la jefe de planta haciendo un ademán para coger la
jeringuilla de la mano del asesino.
En un instante del que ella jamás sería consciente, el hombre clavó la aguja en el
cuello de la enfermera, que se desplomó en el suelo, quedando tumbada boca arriba, con las
rodillas dobladas y los ojos abiertos, en blanco.
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—¡Ya te pillaré a ti! ¡Eres muy fácil de cazar! —, le dijo el asesino a Kolya, y
desapareció de la habitación.
A los pocos minutos, la planta era un hervidero de personas que iban y venían,
pacientes curiosos, enfermeras y enfermeros perplejos por lo ocurrido, y varios policías
haciendo preguntas.
—Buenas tardes señor… Boronov. Soy el inspector Manrique. Cuénteme qué ha
pasado aquí —, pregúntó el inspector de policía, con una pequeña libreta en la mano para
tomar nota de todo y empezar a bosquejar el puzle que habría de completar.
—Han intentado matarme —, respondió Kolya.
—¿A usted? ¿Y qué me dice de la enfermera jefe? —.
—Entró en un mal momento para el asesino. Se topó con él y este la mató. Si no
hubiera entrado yo estaría …muerto —, dijo Kolya sin comprender aún por qué la vida le había
llevado a esta situación límite.
—Dígame señor …Boronov. ¿cómo era la persona que ha intentado matarle? —,
inquirió el inspector.
—Unos cincuenta años. Rostro macilento, inexpresivo. Pelo cano. No sé, no recuerdo
mucho más, todo fue muy rápido —, contestó Kolya.
—Muy rápido. Ya. Y dígame ¿por qué alguien querría matarle? —, preguntó el
inspector tomando notas, pero mirando de soslayo a Kolya, activando el lector innato de
lenguaje corporal que todo policía tiene. Las palabras mienten. El rostro, rara vez.
—Verá inspector Manrique, es una historia muy larga para explicar ahora. Soy
investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Trabajo en el IMM …—.
—¿IMM? —, interrumpió el inspector.
—Instituto de Microelectrónica de Madrid, en la localidad de Tres Cantos —, continuó
Kolya —La gente no lo sabe, pero somos pioneros a nivel mundial en ciertas técnicas de
nanociencia y nanotecnología. Una de mis investigaciones dio lugar al descubrimiento de una
técnica que combina nanotecnología y entrelazamiento cuántico de fotones. La publicación en
una revista especializada de mi trabajo…—.
—¿Y por eso le quieren matar? ¿Por investigar? —, interrumpió de nuevo el inspector,
a quien no le interesaba lo más mínimo el trabajo del investigador. Él estaba allí para resolver
un crimen.
—Le decía inspector, que la publicación en la revista Science de mi trabajo llamó la
atención del mayor centro de investigación de nanotecnología del mundo, el National Institute
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for Nanotechnology Research, o NINRE, en California. Me llamaron y he estado trabajando con
ellos seis meses. Con mi técnica basada en la teletransportación y la nano…—.
—¿Teletransportación? ¿Entrelazamiento cuántico de …fotones? Vaya al grano,
Boronov—, espetó el inspector, quien estaba empezando a perder la paciencia.
—Mi descubrimiento es muy importante inspector. Puede cambiarlo todo. Literalmente.
—, contestó Kolya, irritado por la estrechez de miras del policía.
—¿Quién quiere matarle, señor Boronov? ¿Los americanos, por su descubrimiento? —
, preguntó el inspector.
—No lo sé inspector. Lo único que sé es que me tiene que sacarme de aquí, o
acabarán por lograr su objetivo —, respondió Kolya.
—Bien, le asignaré un agente. Se situará a la entrada de esta planta. Puede estar
tranquilo. Mañana seguiremos hablando —, dijo el inspector. El inspector pensaba ir al CSIC y
averiguar si el científico decía la verdad o realmente había perdido la cabeza. A estos
cerebritos a veces les pasa —pensó —, se vuelven majaras.
—Eso no es suficiente, debe trasladarme a una instalación más segura —, le dijo
Kolya.
—¿Trasladarle? Su seguridad está garantizada. Intente descansar señor Boronov —,
dijo el inspector saliendo de la habitación.
—No lo está —, pensó Kolya.
Sofía entró en la habitación en un momento en que las cosas se habían calmado un
poco. Debía averiguar si la situación ya estaba controlada para aquel paciente con el que
percibía una conexión especial que no podía explicarse.
—¿Cómo estás Kolya?, He oído que van a poner a un policía en la entrada de la
planta. Me alegro de que todo esté controlado —, dijo Sofía aproximándose a la cama.
—No hay nada controlado. Necesito tu ayuda. Sólo te pido que me traigas mi ropa y me
ayudes a subir a un taxi. A partir de ahí no me verás más, no quiero ser un problema para ti —,
le contestó Kolya con una mirada de súplica.
—Vengo ahora—, dijo Sofía aún bastante confusa consigo misma, pues todos los
argumentos de pros y contras que esgrimía en su cabeza le decían que saliera inmediatamente
de aquella habitación y se fuera a casa. ¿Ayudar a un desconocido arriesgando su carrera? No
tenía el menor sentido. Sin embargo, una sensación interior le decía sin la menor duda, sin
debate interno, que tenía que hacerlo. No había motivos lógicos para la razón, pero el corazón
le hablaba alto y claro. ¡Vive la vida, Sofía! La vida no es para pensarla, no es para complacer
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los deseos de los demás, que te dan su aprobación en la medida en encajas en un plan que no
es el tuyo. La vida es acción. Justo lo que no había hecho en toda su vida. Algo mareada por la
tensión que le producía la lucha interior, salió de la habitación.
Pasados veinte minutos entró Sofía con una bata de hospital y una silla de ruedas.
—¡Ponte esto! —, le dijo a Kolya.
—Sí —, respondió el científico con una mirada de gratitud.
—¡Siéntate aquí y ni se te ocurra abrir la boca! Nos vamos —, le dijo Sofía tratando por
todos los medios de tener el control de la delicada situación.
Kolya se sentó en la silla. Su mente de científico le pedía evaluar todas las opciones
posibles, pero no estaba en un experimento controlado de laboratorio. Con el corazón
acelerado, encaró la situación.
Una de las enfermeras que estaban en el pasillo, al verlos salir preguntó:
—¿No has terminado ya tu turno, Sofía? Yo puedo llevar al paciente —.
—No. Lo haré yo —, contestó Sofía.
—¿A dónde vas? —, preguntó la compañera.
—A Rayos —.
—¿A rayos? ¿Para un paciente de planta? ¿Ahora? —, preguntó la enfermera
percatándose de lo inusual de la situación.
Sofía no contestó. Con paso firme avanzó hasta el final del pasillo, donde se levantó un
policía que custodiaba la entrada.
—¡Alto! Esta persona no puede salir de la planta. Debo garantizar su seguridad —, dijo
asertivamente el policía.
—He de llevar a este paciente a hacer una prueba, estaremos aquí en media hora —,
contestó Sofía.
El policía se dio cuenta de que tanto Sofía como Kolya estaban visiblemente tensos,
aquello no le daba buenas sensaciones. Sin embargo, el respeto por las decisiones médicas le
hacía dudar.
—Yo iré con ustedes —.
Los tres entraron en el ascensor, y conforme iba descendiendo de plantas el silencio se
hacía más y más tenso allí dentro.
14
—¿De qué es esa prueba? —, preguntó el policía.
—Rayos. Hay que confirmar el estado de las articulaciones. El doctor quiere ver la
prueba mañana por la mañana —, mintió Sofía. Hasta a ella misma le había parecido un
argumento poco convincente. Sabía que una de las salas de pruebas con mayor actividad era
la de radiología, ya que la mayoría de entradas en el hospital por la tarde y por la noche se
debía a traumatismos. Por eso había utilizado ese argumento.
El ascensor llegó a la planta menos dos de radiología. Sofía debía sortear otro
obstáculo: el hecho de que allí nadie tuviera indicación médica para esa prueba.
—Sujete la silla por favor, voy a entrar a hablar con los compañeros, a ver si tenemos
algún aparato de rayos libre —, indicó Sofía al policía, lo cual le infundió un poco más de
confianza al ver que él se quedaba con la persona que debía proteger.
El radiólogo, un hombre de unos cincuenta y pico años, de escaso pelo y con barriga,
estaba observando unas radiografías que acababa de hacer y se disponía a escribir el
correspondiente informe para el médico cuando vio entrar a Sofía en la estancia.
—Buenas tardes enfermera, ¿qué le trae por aquí? —, preguntó.
—Traigo un paciente para hacerle unas placas —, contestó Sofía.
—No tengo constancia, enséñeme la orden del médico —, contestó el radiólogo.
—Verá, es una orden verbal. Se trata de un asunto extraordinario. ¿Hay oído hablar de
lo que ha pasado hoy en la planta sexta? —, preguntó Sofía.
—Sí —.
—Pues le traigo al paciente objeto de la agresión. El criminal le golpeó en la pierna
derecha antes de irse y el paciente tiene mucho dolor. Tengo indicación del doctor Martín de
que se le realice una radiografía y se la lleve para asegurarse de que está todo bien —, le dijo
Sofía.
—¿Llevársela? ¿Ahora? —, preguntó el radiólogo.
—Sí. El doctor tiene guardia en urgencias y quiere ver la prueba hoy. Y este es un caso
excepcional. El director del hospital no quiere más noticias negativas y le ha dado máxima
prioridad. — continuó Sofía, cuyo plan era llegar hasta urgencias a través del montacargas
auxiliar que tenían internamente en Radiología para los casos de fracturas graves y
politraumatismos. Una vez allí, tendría que llegar hasta el parking, donde tenía aparcado su
Mini Cooper rojo.
—Quiero hablar con el doctor Martín. Páseme el teléfono —, le dijo el radiólogo a Sofía,
algo extrañado por todo lo que estaba oyendo.
15
Sofía sabía que no podía permitir que se hiciera esa llamada. Estaba empezando a
estar desesperada, pero de alguna manera se sentía ya cómplice de aquel científico, y su
sentido de la ética no le permitía abandonarlo a su suerte.
—¡Espere! —, le gritó Sofía al tiempo que comenzó a desabrocharse la bata blanca. —
Ante situaciones desesperadas, medidas desesperadas —pensó.
—¡Pero qué hace enfermera! —, dijo el radiólogo, quién jamás se había visto en una
situación parecida. La belleza de aquella enfermera, la sensualidad de su cuerpo perfecto, la
simple posibilidad de revivir la sensación ya olvidada de tocar una piel joven de mujer lo
perturbó en lo más hondo de su ser, en esa parte del ser humano que procede de su más baja
naturaleza animal, tan ancestral, tan poderosa como la vida misma. El radiólogo apoyo sus
manos en la mesa que tenía detrás, paralizado ante la situación que estaba viviendo. Estaba
confundido y asustado, pero era ya una marioneta de su profundo deseo.
Sofía se acercó despacio al radiólogo, desabrochando suavemente el primer botón de
su camisa. Cogió la cabeza del médico radiólogo con ambas manos y lo besó.
Después de besarlo comenzó a clavar sus uñas en la cabeza del radiólogo. Éste le
cogió las manos a Sofía, retirándolas de su cabeza sin oposición en lo que él pensaba que era
un juego sensual. Acto seguido, Sofía llevó sus manos al segundo botón de su camisa, y con
un tirón seco la rompió.
—O me ayudas o te acuso ahora mismo de intento de violación —, le dijo Sofía
mirándolo directamente a los ojos, sin la menor vacilación.
—Pero… yo… —apenas acertó a decir el radiólogo.
—Tengo tu ADN en mi boca. En mis uñas ya que me tuve que defender, y has roto mi
camisa —.
—Pero yo no he roto… —.
—Piensa en tu familia, en tus hijos. ¿De verdad crees que alguien te creería a ti? —, le
espetó Sofía cogiendo la fotografía enmarcada que tenía el radiólogo en su mesa.
—¿Qué tengo que hacer…? —, se avino el doctor, aterrado.
—Quiero que salgas a por el paciente y lo traigas. Hay un policía con él, dile que se
espere fuera. Luego nos permitirás irnos por el ascensor de urgencias —, le ordenó Sofía
mientras se abotonaba la bata.
—Pero…—.
—¡Haz lo que te digo! —.
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El radiólogo salió a por Kolya. Le dijo al policía que esperara fuera para no exponerse a
la radiación electromagnética. Que no tardaría. Una vez dentro de la sala de rayos, subieron
por el ascensor auxiliar hasta la planta de urgencias. Allí no llamaría la atención con un
paciente en silla de ruedas, y todo el mundo está muy ocupado, por lo que pudieron salir por la
puerta principal de ambulancias sin ser molestados por nadie.
Pasado un buen rato, el policía se dijo a sí mismo que algo raro estaba pasando. No
era normal tanta espera. Entró bruscamente a la sala de rayos donde se encontró al radiólogo
sentado en el suelo, con las manos en la cara, llorando. En ese mismo momento, el Mini
Cooper rojo de la enfermera volaba por la carretera M-30 de Madrid.
CAPÍTULO -3-.
A primera hora del día siguiente, diez de enero, el inspector Manrique tomó la carretera
de Colmenar Viejo. En una media hora estaría en de Tres Cantos, localidad madrileña
privilegiada, tanto por sus cercanos montes, como por su bien planificado diseño. Al ser una
ciudad de únicamente treinta años de existencia, contaba con preciosas avenidas repletas de
árboles de hoja perenne, simétricos edificios de ladrillo rojo, un cielo azul y un aire puro
proveniente de las enormes extensiones boscosas cercanas. El inspector fue cambiando de
humor conforme avanzaban los kilómetros al volante de su Seat Toledo. No le vendría mal salir
durante un par de horas de la gran urbe, con su cielo grisáceo aún sin nubes, la prisa de sus
habitantes y el submundo de inconfesables intenciones que él bien conocía.
El inspector aparcó en la calle de Einstein, a escasos metros del enorme monte de El
Pardo. A pie recorrió los cincuenta metros que lo separaban de la Calle de Isaac Newton,
donde se encuentra el Instituto de Microelectrónica de Madrid, dependiente del Consejo
Nacional de Investigaciones Científicas. El edificio blanco de cristales de espejo con reflejos de
nácar lucía brillante con los tibios reflejos del sol de invierno, bajo un cielo azul con un fondo de
ligeros jirones de nubes altas. El ambiente era de pura armonía. El inspector, acostumbrado al
inhumano nivel de ruido de la gran ciudad, se detuvo un instante para escuchar el silencio.
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—Buenos días, soy el Inspector Manrique de la Policía Nacional —, dijo al vigilante de
seguridad que custodiaba la entrada, mostrando su placa —Quiero ver al profesor Alberto
Gámez —.
—Un momento, por favor —, respondió el vigilante, algo intimidado por la presencia del
Inspector.
—El profesor Gámez saldrá a recibirle en unos minutos, señor Manrique —, le indicó el
vigilante colgando el teléfono.
El inspector, un hombre delgado, alto, de abundante pelo negro peinado con la raya a
un lado era lo que se dice un hombre clásico. Vestido con un traje sin corbata y camisa negra,
era uno de esos tipos de rostro adusto, que no bromea, a los que les gusta siempre tener el
control. Su trabajo en la policía había sido impecable, en su hoja de servicio eran incontables
los casos resueltos. Como un cazador, rastreaba las pistas en busca de su presa hasta
localizarla y darle alcance. Era incansable en su búsqueda, y si tenía que perseguir a un
sospechoso hasta los confines de la tierra, allí iría.
Tras unos minutos de espera, apareció tras una puerta de apertura automática el
profesor Alberto Gámez.
—Buenos días. Me han dicho que preguntaba por mí —, dijo el profesor, un poco
extrañado por la visita.
El inspector, tras escrutar la estancia con la mirada, y comprobar que en la puerta de
acceso además del vigilante entraba o salía algún que otro investigador, comentó:
—Profesor, querría hablar con Usted unos minutos. En privado —, su directa mirada y
su tono de voz no dejaban lugar a la duda.
—Sí sí, claro señor…—.
—Inspector Manrique —.
—Venga por aquí, Inspector. Estaremos mejor en mi despacho —, dijo el profesor, con
una sensación de verdadera incomodidad por esa inesperada visita.
El despacho del profesor en nada se parecía a lo que la gente entiende por un
despacho. Más bien parecía el cuarto de un adolescente, con todo tirado, solo que en vez de
póster y juegos de ordenador, el desorden provenía de libros, revistas especializadas, y más
libros. Sobre la mesa, en un espacio hecho a base de apilar centenares de folios en uno de los
lados de la mesa, probablemente apartados de la zona de trabajo con el brazo, sin orden
aparente, había un ordenador portátil, bastante grueso, y con varios cables acoplados. Daba la
sensación de cualquier cosa, menos portátil.
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En cuanto entraron en el despacho, el profesor retiró una pila de papeles de una de las
dos sillas atestadas de documentos.
—Siéntese, por favor —.
El inspector se sentó sin decir nada. Analizando cada rincón de aquella ratonera,
obteniendo los datos necesarios para saber con qué clase de persona iba a tratar, y como
abordarlo para obtener las respuestas que quería.
—Profesor, quiero que me hable de Nikolay Boronov —, preguntó el inspector, sacando
del bolsillo interior de su chaqueta negra un bolígrafo y una pequeña libreta gastada, repleta de
datos, pero sin perder de vista la cara del profesor.
—¿De Kolya? —, se sorprendió el profesor. El lenguaje corporal, perfectamente
analizado por el inspector, hacía indicar que la sorpresa no era fingida, el tiempo de reacción
hacía imposible una respuesta planificada. Al inspector le pareció que no tenía ni la menor idea
de lo que estaba pasando, pero aún debería concluir su análisis.
—Kolya o Nikolay. ¿Qué nombre es correcto, profesor? —, inquirió el inspector.
—Bueno, su nombre es Nikolay, pero él prefiere que le llamemos Kolya, como lo hacía
su madre. Es un diminutivo cariñoso. No tiene ni treinta años, inspector. Fui su tutor en el
doctorado, para mí es como un hijo —, contestó el profesor, algo dubitativo por la presencia del
inspector.
—¿Cuál es el trabajo de Nikolay Boronov, profesor? —, preguntó el inspector
Manrique, a quien no le gustaban los diminutivos.
—¿Por qué? ¿ha pasado algo? —, preguntó Gámez.
—Ha recibido alguna amenaza, y queremos protegerlo —, contestó el inspector,
eligiendo esa media verdad.
—Es doctor en el campo de la mecánica ondulatoria, inspector —.
La mirada impasible del inspector hizo comprender al profesor Gámez que iba a tener
que explicarlo de una forma sencilla, o ese hombre no iba a comprender nada.
—Empecemos por el principio, —dijo el profesor —, todos nosotros estamos sometidos
a unas fuerzas en la naturaleza, fuerzas que nos guste o no están ahí y rigen nuestras vidas.
Vivimos pegados a la superficie de un planeta, que nos atrae con una fuerza proporcional a su
masa. Todo lo que hacemos, comer, dormir, coger el coche para ir al trabajo, incluso estar
sentado aquí hablando es gobernado por cuatro fuerzas fundamentales, no solo la gravedad
terrestre, que tienen sus propias reglas de funcionamiento —. En ese momento, el profesor
hizo rodar su lápiz por la mesa en dirección al inspector, quien lo paró con la mano. —Acaba
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de demostrar, inspector, la primera ley de Newton. Todo cuerpo persevera en su estado de
reposo o movimiento uniforme y rectilíneo a no ser que sea obligado a cambiar su estado por
fuerzas impresas en él —, dijo el profesor, interrumpido en ese momento por el inspector…
—Gracias por la clase, profesor, —dijo el inspector en un tono sarcástico, —pero ¿a
dónde nos lleva todo esto? —.
—Simplemente le estoy situando en un marco de referencia para que pueda
comprender el trabajo de Kolya. Es un buen chico. Inspector, si está en problemas, por favor le
ruego que le ayude —, dijo el profesor en tono de súplica.
—Tiene mi palabra, profesor —.
—Gracias. Como le iba diciendo, inspector, todos nosotros percibimos el mundo sujeto
a esas reglas que podemos notar, que nos son aplicadas en nuestro día a día y que
comprendemos bastante bien, aunque no sepamos su formulación matemática. Por ejemplo, si
un sospechoso se aleja en exceso ¿cómo le dispararía a la pierna, inspector? —.
—Elevaría el disparo —, contestó el inspector, asumiendo que aquello le iba a llevar su
tiempo. Era evidente que aquel científico no tenía la noción de la prisa entre sus principales
inquietudes, así que se reclinó en el asiento, dejó la libreta, aún en blanco, en la desordenada
mesa del profesor y decidió darse un tiempo.
—Efectivamente, dijo el profesor, —efectuaría un disparo calculando con precisión la
trayectoria para contrarrestar el efecto gravitatorio. Principio elemental en balística. Y la bala
iría desde el punto A al punto B, a través del aire, en una trayectoria curva, ¿no es así,
inspector? —.
—Sí, así es —.
—Ese mundo que percibimos con los sentidos está gobernado por las leyes de la
mecánica clásica o newtoniana, inspector —.
—¿Qué tiene que ver eso con el trabajo de Nikolay, señor Gámez? —, inquirió el
inspector.
—Kolya es físico, pero no le interesa ni lo más mínimo las leyes que gobiernan el
mundo que vemos, inspector. Existe otro mundo que no vemos, pero que también rige nuestras
vidas. Se trata del mundo de lo muy pequeño. Estamos hablando de una escala a nivel
atómico, mil veces más pequeño que el grosor de un cabello humano. A esa escala ocurren
cosas sorprendentes, inspector —continuó el profesor reclinándose hacia delante, en un gesto
que indicaba claramente que estaba empezando a hablar de una materia que le apasionaba. —
En el mundo cuántico una partícula puede estar en un número infinito de lugares. En el ejemplo
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de la bala, si estuviéramos en el universo cuántico, y la bala fuera una partícula subatómica,
podría ir desde el punto A al punto B sin pasar por medio de los dos —.
—¿Una partícula va de A a B sin pasar por el medio? —, preguntó el inspector, quien
definitivamente había decidido hacer un descanso en su estresante agenda. Un rato de charla
no le vendría mal. Además, le estaba empezando a caer bien aquel tipo, le parecía curioso en
su ingenuidad.
—Así es. Además, si podemos saber la posición de una partícula será imposible
determinar su trayectoria, y si conocemos su trayectoria será imposible determinar su posición.
En el mundo subatómico no hay verdades absolutas, solo probabilidades de que algo ocurra —
, dijo el profesor.
—Pero, eso es imposible —, respondió el inspector.
—¡Ajá! Otro Einstein —, soltó jocosamente el profesor, quien ya casi se había olvidado
de con quién estaba hablando, tan absorto en su mundo de conjeturas físicas.
—¿Disculpe? —.
—Inspector, ¿ha oído alguna vez la frase de Albert Einstein que dice “Dios no juega a
los dados”? —, preguntó el profesor.
—Pues sí, me suena bastante. ¿Así que se refiere a esto? — respondió el inspector.
—Sí inspector, se trata del principio de incertidumbre de Heisenberg. Hasta el propio
Einstein, con su descomunal capacidad de comprensión, no podía dar crédito a esta forma
caprichosa de comportamiento de la materia, lo cual le costó bastantes críticas, especialmente
de otro de los padres de la mecánica cuántica, Niels Bohr, quien le respondió en una carta:
“Señor Einstein, deje de decirle a Dios lo que debe hacer”.
—¿Heisenberg no era un nazi, profesor? Lo vi en un documental —, preguntó el
inspector.
—¿Un nazi? En realidad no, inspector. —, dijo el profesor un tanto sorprendido por los
conocimientos del inspector. —Trabajó para Hitler en la construcción de la bomba atómica,
pero nunca consiguieron desarrollarla. Cuando los británicos recluyeron al grupo de científicos
alemanes que habían estado trabajando en la construcción de la bomba atómica para Hitler, en
una casa de la campiña inglesa dispusieron micrófonos por toda la casa, ¿y sabe qué? —.
—¿Qué? —.
—Tenían los conocimientos necesarios para hacer con éxito bombas atómicas.
Posteriormente, el propio Heisenberg dijo que se había dado cuenta del poder destructor de
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Hitler y había decidido que aquel proyecto nunca viera la luz. ¿Héroe o villano?, nunca lo
sabremos —, concluyó el profesor.
—La charla está siendo agradable, profesor —dijo Manrique sinceramente —, pero
¿qué tiene que ver todo esto con Nikolay? —.
—Nikolay… ah sí. Disculpe inspector, a veces me voy por las ramas. Kolya tiene un
talento increíble inspector. Su mente procesa la información de una forma en que los demás no
podemos. Hay un nivel en la comprensión del conocimiento al cual nuestro cerebro racional no
puede llegar, hay ciertos temas que sólo pueden ser comprendidos con el poder de la intuición.
Y esa capacidad de pensar con la parte más potente de nuestra mente, que no es parte
racional, inspector, está al alcance de muy pocos. Yo me di cuenta de su capacidad
excepcional cuando le impartí una asignatura en cuarto de carrera, en la Facultad de Ciencias
Físicas de la Universidad Complutense, donde doy clase. Recuerdo que hablamos del teorema
de Fermat en clase, esa simple fórmula matemática sin solución durante más de trescientos
años, desde su formulación en mil seiscientos treinta y siete hasta mil novecientos noventa y
cinco, año en que el profesor Andrew Wiles lo resolvió. Pues bien, uno de los problemas a que
dio lugar la resolución de ese teorema es que muy pocos matemáticos en el mundo eran
capaces de seguir la explicación del profesor Wiles y por eso no se dio por bueno el resultado
de forma inmediata. Hablamos de ello en clase, y proyectamos un vídeo en que se veía al
profesor Wiles en la Universidad de Cambridge explicando la solución al teorema. Ese fue un
momento mágico en la vida de un matemático, y quería compartirlo con mis alumnos. Lo
curioso del caso es que ninguno de los que estábamos en la clase pudimos seguir la
explicación, cosa que tampoco tenía importancia, pues no éramos matemáticos. Sin embargo,
a la semana siguiente Kolya me preguntó si podía subir a la pizarra. Le dije que sí, y comenzó
a explicarnos paso a paso la resolución del Último Teorema de Fermat. No sé si él era
consciente de lo que aquello significaba, creo que no, imagino que había sido un reto para su
mente y le pareció divertido ir más allá. En ese momento decidí que dirigiría su tesis doctoral —
.
—Profesor, vaya al grano —, inquirió el inspector, cambiando de postura en la silla,
pensando que no sacaría nada en claro de la entrevista con aquel chiflado de los números.
—De acuerdo, inspector. Kolya hizo su tesis doctoral sobre la teleportación o
teletransportación cuántica… —.
—¿Teletransportación? ¿Se refiere al tipo de teletransportación que sale en la película
La Mosca, profesor? —interrumpió el inspector.
—No exactamente. Esto ocurre a escala subatómica. Las partículas a veces son
materia, a veces energía, y pueden trasladar sus propiedades de un punto a otro sin tomar
ninguna ruta, sin caminos intermedios —, continuó explicando el profesor.
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—Masa y energía, masa y energía… —, caviló en voz alta el inspector Manrique,
intentando establecer un punto de conexión entre la mente del científico y el intento de
asesinato que debía resolver.
—Sí, inspector, ¿Conoce la famosa fórmula E = mc²? —.
—La he visto en camisetas, sí —, contestó el inspector.
—La masa y la energía son dos manifestaciones de una misma cosa inspector. El
mundo no es tal como parece, como alcanzamos a comprender. La materia es pura energía,
vibrando de una forma determinada. Simplemente es así. —, dijo el profesor.
—Eso podría explicar algunos fenómenos extraños que he visto. He visto morir gente,
profesor, y le aseguro que hay sensaciones que no se pueden explicar… —, comentó el
inspector, mirándose las uñas de una mano, en un gesto reflexivo, como si estuviera solo.
Pensando en voz alta.
—Como científico no doy credibilidad a lo que no pueda medir, inspector —, contestó el
profesor Gámez, sacando de sus pensamientos al inspector.
—Prosiga profesor, ¿tiene entonces que ver con la energía? —, preguntó el inspector.
—¡Bingo inspector! —.
—Continúe —.
—Kolya ha publicado varios trabajos importantes sobre teletransportación cuántica. Se
trata de fotones de baja energía que se entrelazan y se transmiten información
automáticamente. Si un fotón sufre una variación, su fotón entrelazado la sufre también,
automáticamente, en la distancia —, continuó explicando el profesor.
—¿Es una realidad, entonces? —, preguntó el inspector.
—Sí. De hecho el récord de distancia de entrelazamiento cuántico se ha batido
recientemente en Canarias, inspector. Kolya colaboró con dicho experimento en la Estación
Óptica Terrestre de la Agencia Europea del Espacio, en Tenerife. Aunque este hecho no es
nuevo para la comunidad científica, es posible que Kolya haya conseguido… No…, es
físicamente imposible—.
—¿Qué es físicamente imposible, profesor? —.
—Atrapar la energía del espacio, inspector. Él ya tenía esa idea en mente cuando
estaba preparando la tesis doctoral, pero no estamos tan avanzados tecnológicamente para
eso. —, dijo el profesor, con la mirada fija en los papeles de la mesa, haciendo cálculos
internos, absorto en ellos. Finalmente concluyó —…es imposible. —.
23
—Explíquemelo un poco mejor, profesor, no le sigo —, dijo el inspector, incorporándose
en la silla.
—Kolya tenía un sueño, acabar con las miserias humanas. Contribuir de alguna
manera a mejorar el mundo. ¿Y qué es lo que mueve el mundo? —, preguntó el profesor.
—¿La energía? —.
—Correcto inspector. ¿Ha oído hablar al reputado científico Michio Kaku de los tres
tipos posibles de civilizaciones?, Están las civilizaciones que obtienen la energía almacenada
en su propio planeta, por ejemplo quemando hidrocarburos, que son básicamente plantas
muertas, las que obtienen la energía directamente de su estrella, como ya estamos empezando
a hacer al aprovechar la energía solar, y las que obtienen la energía de la galaxia, capturando
para su provecho las ondas energéticas que viajan por el universo. Esto último es en lo que
estaba trabajando Kolya. Al menos en su mente —.
—¿Cómo que en su mente? —, preguntó el inspector.
—Sí. Me refiero como concepto teórico. Cuando se produce un entrelazamiento
cuántico podemos transmitir información de una partícula a otra, pero no energía. Digamos que
es como si tenemos una silla en este edificio y otra en su comisaría, inspector. Si estuvieran
entrelazadas, si yo moviera mi silla que está en mi oficina usted vería moverse
automáticamente la que está en la suya. Así de simple, sin trasvase de energía de un punto a
otro, sin que nada viaje por el camino —, continuó explicando el profesor.
—Pero, …eso que me cuenta parece imposible, profesor —.
—Es parte del mundo en que vivimos, inspector. En realidad hay más energía que
materia, o dicho de otro modo, sea lo que sea lo que existe, se manifiesta más como energía
que como materia. De hecho, a todos nosotros nos parece que el universo está vacío, con
vastísimos espacios vacíos entre cuerpos celestes, ¿no le parece? —.
—Así es —, contestó el inspector Manrique, en un intento de seguir el argumento de
aquel profesor ensimismado en su propio conocimiento.
—¿Y cómo es que los planetas están “pegados” a su estrella, y ésta está “pegada” a su
correspondiente galaxia, y las galaxias están a su vez se ven impulsadas por el tirón
gravitacional de otras galaxias, en una danza de fuerzas de las que no puede escapar? ¿Y
cómo es posible, inspector, que si el espacio está vacío, le llegue el calor del sol? —.
—Pues… —.
—La respuesta es simple. Porque el universo que conocemos no está vacío, es pura
energía. Incluso cuando usted golpea una pared con un martillo, percibirá el choque entre la
pared y el martillo porque el campo de fuerza nuclear de los átomos que conforman su martillo
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chocan con el campo de fuerza nuclear que mantiene unidos a los elementos atómicos de la
pared, chocan fuerzas, energías, no partículas. Si usted pudiera hacerse tan pequeño como un
electrón y se infiltrara entre los átomos que configuran la pared, le aseguro profesor que vería
un lugar muy muy vacío —.
—La charla está siendo muy interesante profesor, pero yo tengo que volver al mundo
real. No se ofenda, pero no hay más tiempo para sus explicaciones —, inquirió el inspector,
sabiendo que no sacaría nada más de allí. —Una última pregunta. Y vaya al grano ¿Qué ha
descubierto Nicolay? —, preguntó secamente el inspector Manrique.
—No sé cómo lo ha hecho, inspector, pero si Kolya ha conseguido obtener energía del
universo a través de la teletransportación cuántica, el mundo que usted y yo conocemos
desaparecerá de un plumazo y pasaremos a nuevo nivel. ¿Se ha preguntado alguna vez qué
se podría hacer con energía inagotable, limpia y barata? Estamos hablando del mayor salto
evolutivo del planteta. Con esa energía inagotable podríamos obtener prácticamente gratis
agua potable de los océanos, regar desiertos, alimentar a toda la población mundial, que
estaría más repartida por el planeta, cada persona podría trabajar su propia subsistencia sin
problemas, nuestro planeta visto desde el espacio sería un vergel inmenso, un planeta verde…
—.
Un martilleante sonido metálico proveniente del teléfono móvil del inspector sacó al
profesor Gámez de sus pensamientos sobre el paraíso terrenal.
—Disculpe profesor. Esta llamada es importante —, dijo el inspector abriendo la tapa
de su anticuado teléfono.
—Aquí Manrique, ¿qué ocurre? ¿Qué? ¿Es una broma? De acuerdo, voy para allá —.
—Profesor, no sé en qué anda metido su pupilo, pero esto es muy gordo. En este
momento tengo sentado a un agente de la CIA en mi despacho. Quiero que esté totalmente
disponible, aquí tiene mi tarjeta. Si va a moverse de Madrid, comuníquemelo. Volveremos a
hablar —, dijo el inspector Manrique en un tono que no admitía réplica.
—¿Ha dicho la CIA? — preguntó atónito el profesor.
—Sí —.
—¿La agencia de inteligencia de los Estados Unidos? —, volvió a preguntar el
profesor.
—Así es. Esto se puede poner feo para Nikolay. Esté localizable —, dijo el inspector
saliendo del despacho del profesor.
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CAPÍTULO -4-.
En poco menos de media hora, el Mini Cooper rojo de Sofía estaba aparcado en una
céntrica calle del barrio madrileño de Argüelles, donde vivía con su madre. Hasta ese
momento, la vida de Sofía había transcurrido de una forma mecánica, inercial. Colegio,
instituto, universidad. Todo era un continuo que se sucedía por la única razón de que a los ojos
de los demás debía ser así. Incluso había salido muchas veces de fiesta con sus amigas a los
cercanos bares del barrio Moncloa, donde aparentemente se lo habían pasado muy bien. Pero
sólo aparentemente. Fingía estar integrada porque para ella eso era mucho más sencillo que
destacar por reivindicar su derecho a negarse a ser una oveja más del rebaño. Sin embargo,
en su interior, una voz le decía que ella no había nacido para eso, que la vida es demasiado
valiosa para desperdiciarla sin hacer lo que de verdad quiere el corazón. Tener la sensación de
estar viviendo una vida que han diseñado otros era para Sofía un motivo de infelicidad. Guapa,
joven, con estudios y trabajo, —¿pero a qué espera esta niña para tener novio y casarse? —,
se preguntaban a menudo las amigas de su madre, las cuales habían sido criadas en una
permanente omisión de sus deseos, y habían asumido en una suerte de síndrome de
Estocolmo su destino, como una prueba palpable de que hacían lo correcto, sometiéndose a la
aprobación de otras personas como sistema de referencia en el que medir su valía. Sin
embargo, Juana, la madre de Sofía, con la sabiduría fruto de callar y observar durante toda una
vida, con esa comprensión de las cosas que no se aprende en los libros, percibía algo de forma
clara en los ojos de su hija: veía la tristeza, y eso era algo que la corroía por dentro, pues la
misión de toda madre no es que sus hijos se adapten a un patrón preestablecido superando lo
que ella no pudo lograr, en un intento de tener en persona ajena una segunda oportunidad. La
misión de toda madre es criar a sus hijos para que sean personas felices. Lo demás, es
secundario.
—Buenas noches mamá, vengo con alguien —, saludó Sofía entrando con Kolya, a
quien sujetaba por la cintura ayudando a su ya algo recuperada movilidad.
Juana salió del salón al recibidor, donde contempló la sorprendente e inusual escena.
Su hija venía con alguien a su casa. Alguien que apenas podía sostenerse.
—¡Pero hija! Cómo es que… —, acertó a decir Juana, en una primera reacción, algo
confusa.
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—¡Necesito tu ayuda, mamá. Calienta una de las latas de lentejas que tenemos… y
también necesito un filete de ternera poco hecho! —, le pidió Sofía a su madre, en un tono que
no dejaba lugar a la discusión.
—Pero… ¿Ahora? —, contestó la madre, todavía más perpleja.
—Hazlo, por favor. Te explicaré todo luego —, dijo Sofía.
Juana fue a la cocina aún sorprendida, pero sin dudas de que era lo que tenía que
hacer. Conocía muy bien a su hija, y jamás había hecho nada que no tuviera sentido. Confiaba
en ella plenamente.
—Hija, es hora de que me empieces a explicar —, dijo Juana portando en una bandeja
la comida que le había pedido su hija.
—Tienes razón mamá. Siento mucho todo este jaleo —, contestó Sofía.
—Lo siento mucho señora. Le prometo que en un par de horas me iré de aquí —, le
dijo Kolya a la madre de Sofía.
—¿Y tú eres…? —, preguntó Juana.
—Él es quien se va a comer ahora mismo esta comida —, dijo Sofía acomodando la
bandeja en las rodillas de Kolya, a quien había sentado en un sillón orejero que normalmente
utilizaba Juana para leer.
—Gracias Sofía, pero no tengo hambre —, respondió Kolya.
—Me da igual que no tengas hambre. Necesitas hierro, y en cantidades industriales. Tu
médula está produciendo glóbulos rojos, pero necesita materia prima, Kolya. Esto no es
comida, es lo que necesitas para recuperarte. Espero que tu estado vaya mejorando por horas
—, repuso Sofía.
—No sé cómo agradecerte lo que estás haciendo por mí. Estoy en deuda contigo —,
dijo Kolya al tiempo que empezaba a ingerir el necesario alimento.
—Mamá, él es Kolya, es un paciente del hospital que está siendo objeto de una
persecución injusta, y yo le he ayudado —.
—¿Un paciente objeto de una persecución…? —, preguntó Juana, aún sin hacerse una
verdadera composición de lugar de lo que estaba sucediendo.
—Sí. Lo verás en la tele. Hoy han intentado matarle —.
—¿Qué han intentado matarle? ¿Y qué pintas tú en eso? —, inquirió la madre,
preocupada por ver a su hija involucrada en un caso de intento de asesinato.
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—Mamá, Kolya es un científico cuya investigación puede salvar muchas vidas,
necesitaba la ayuda de alguien y he sentido que tenía que ayudarlo. Lo siento mamá, he hecho
lo que creía que tenía que hacer —.
—¿Por qué puede salvar muchas vidas su investigación, señor… Kolya? —, preguntó
Juana, ante la atenta mirada de Sofía, quien tampoco había tenido tiempo de preguntarse qué
hacía exactamente ese científico.
—No sé por qué razón, pero me ha tocado a mi hacer un descubrimiento que puede
cambiar la vida tal como la conocemos, no entiendo por qué yo… —, comenzó a explicar Kolya
con la mirada perdida en la inmóvil cuchara que sujetaba. Tenía la sensación de que él no era
el artífice de sus descubrimientos, sino que era simplemente el mensajero, el medio para que
algo ocurriera, pues era incapaz de controlar ni lo más mínimo los acontecimientos en los que
estaba involucrado. La vida se desarrollaba a su alrededor, y a través de su persona, sin
pedirle permiso. —Siempre he querido ser científico, investigador, como mi padre…—, continuó
Kolya, interrumpido por Juana, quien quería saber más acerca de ese hombre. Necesitaba la
información para proteger a su hija.
—¿Su padre era científico? —.
—Sí. Mi padre fue uno de los héroes de Chernobil —, contestó Kolya, evocando a
quien era su referente en la vida, aunque a penas lo recordara.
—¿Chernobil? ¿No fue ahí el accidente catastrófico en la central nuclear? —, preguntó
Sofía.
—Mi padre era físico nuclear —continuó Kolya—, y trabajaba en la central nuclear
ucraniana de Chernobil. Las instalaciones no estaban en buenas condiciones. En esa época y
en una empobrecida Ucrania no había dinero para las inversiones millonarias que necesita una
central nuclear para ser segura, aunque los científicos de la Unión Soviética siempre han
destacado por su profesionalidad y sacrificio, a pesar de lo que habitualmente sale en las
películas…
—Kolya, ¿murió allí tu padre? —, preguntó Juana, aunque ya sabía la respuesta.
—El veintiséis de abril de mil novecientos ochenta y seis ocurrió el accidente. La
energía nuclear se produce por reacciones de fisión de los átomos del combustible radiactivo, y
eso genera muchísimo calor. Estaban en un ejercicio de simulación de un corte de energía
eléctrica y algo falló. Se cortó la refrigeración del reactor cuatro y ello provocó la explosión y la
expulsión de material radiactivo. Mi padre no estaba ese día en la central. Lo llamaron a casa.
Le dio un beso a mi madre y salió para la central. Allí todo era un caos. Tras la explosión hubo
incendios simultáneos, fuga de material radiactivo y descontrol absoluto. Los trabajadores
especializados se reunieron para evaluar los daños y planificar las acciones a llevar a cabo. En
tan solo una hora de reunión todos estuvieron de acuerdo en una cosa: si bien el daño
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producido era colosal, debían a toda costa neutralizar el núcleo del reactor y seguir
refrigerando los demás reactores, o las proporciones de la catástrofe serían apocalípticas. Mi
padre reflexionó durante un rato y tomó la decisión más difícil de su vida, y por eso le admiro —
.
—¿Se quedó para ayudar? —, preguntó Sofía, con un nudo en la garganta de sólo
imaginar por lo que había pasado esa familia.
—Sí. Mi padre es uno de los treinta héroes de Chernobil. Sabían perfectamente que la
radiación era letal, no había escapatoria para una exposición tan brutal a los isótopos de yodo y
xenón en plena descomposición radiactiva. Lo sabían y se quedaron. Conservo una nota que
me dio mi tía. La escribió mi padre para mí, pero no me la entregaron hasta que fui mayor de
edad. Es muy simple pero refleja el tipo de persona que fue —continuó Kolya con lágrimas en
los ojos, a pesar de la frialdad de su carácter —, la nota dice: “Querido Kolya, hijo mío, espero
que leas esta nota cuando seas mayor, entonces sabrás lo que ha pasado aquí hoy. Debo
quedarme a pesar de todos los años que te estoy robando con mi decisión. El sacrificio no es
solo mío, es también tuyo. Sin embargo, con nuestro sacrificio salvaremos a centenares de
miles de vidas. Personas que jamás sabrán lo que hemos hecho por ellos, pero nosotros sí, y
debes estar orgulloso por ello. Jamás te culpes o te sientas mal por lo que ha pasado, lucha en
la vida y no olvides que el amor que siente tu padre por ti siempre te acompañará” —.
—Murió el doce de mayo de mil novecientos ochenta y seis, producto de una radiación
letal masiva —, concluyó Kolya.
Juana entendió que ese hombre era especial, que mientras que la mayoría de nosotros
vive una vida insustancial, rellena de momentos de presente, para ese muchacho, apenas un
niño, la vida tenía un sentido desde casi la fecha de su nacimiento. Vivía, como los demás,
sujeto a las leyes del día a día, pero una fuerza latía dentro de su corazón, una fuerza, la
fuerza del amor por su padre, que jamás podrían comprender los demás.
—Ahora entiendo que te hayas dedicado a la ciencia, pero escúchame bien aunque
apenas te conozca: no te culpes, tal como te dejó escrito tu padre —, le dijo Juana, en un
intento de proteger a aquel muchacho cuyo destino había sido tan cruel.
—No me culpo, señora, pero desde que tengo uso de razón he querido ser tan buen
científico como mi padre, y desde que conocí la nota que dejó, mi máxima aspiración ha sido
dedicar mi vida, a través de mi investigación, para beneficio de los demás. Quiero sumarme a
ellos, a los que dieron su vida por mejorar la de otros. De esa forma, cuando muera y me
encuentre con mi padre, le diré que yo también dejé un mundo mucho mejor que el que me
encontré al llegar —, dijo Kolya, recuperando la entereza.
—Y has encontrado la forma de hacerlo. Lo sé —, le dijo Sofía mirándolo a los ojos, en
un gesto de complicidad.
29
Kolya, esbozando una amplia sonrisa, con una mirada radiante, llena de luz, miró a
Sofía a los ojos y contestó lacónicamente: —Sí —.
—¿De qué se trata, Kolya? —, preguntó Sofía.
—Siempre que trato de explicarlo me cuesta hacerme entender, por eso os lo contaré
en la versión sencilla, prescindiendo de tecnicismos… —, respondió Kolya con el brillo en los
ojos que produce la emoción, fruto de haber obtenido un resultado tras miles de horas de
investigación. Él sabía que la mayoría de los investigadores podían pasarse toda una vida
investigando, sin resultados. Y por eso se consideraba un elegido.
—Sí, mejor —, dijo Sofía, pues sabía que el campo de la física cuántica es
especialmente complejo, y quería entender el objeto de toda aquella persecución.
—¿Conoces la teletransportación cuántica? —, preguntó Kolya, en un intento de
entender qué es lo que sabían de su trabajo las dos mujeres.
—No, no sé lo que es —, dijo Sofía.
—Yo sí —, comentó Juana, para sorpresa de su hija que la miró elevando las cejas.
—¿Tú sí mamá? —.
—Sí. No te sorprendas hija. Ha salido en todos los telediarios últimamente. Se trata de
que lanzan algo en una parte y aparece en otra automáticamente —, respondió Juana algo
divertida por la perplejidad de su hija.
—Algo así—, continuó Kolya —En realidad lo que se “lanza” no es materia sino un
estado, básicamente información. Somos capaces de enviar información de forma automática
de un lado a otro y cambiar la estructura de la materia que tenemos en un punto, llamémosle B,
actuando únicamente en un punto, llamémosle A, y sin correa de transmisión por medio —.
—¿Y qué se consigue con eso? —, preguntó Sofía.
—Pues verás, la mayoría de las investigaciones se centran en un uso futuro de dicha
propiedad, que es la de pasar información de un punto a otro, de forma instantánea y en una
escala subatómica. La aplicación en este campo puede cambiar por completo la computación
tal como la conocemos. Los ordenadores del futuro cercano tendrán una capacidad decenas de
miles de veces mayor que los actuales. Realmente es una rama interesantísima, pues eso hará
posible la tan ansiada, para algunos, singularidad —, siguió explicando Kolya.
—Yo ya me he perdido hijo —, dijo Juana.
—Sigue, ¿Qué es la singularidad? —, preguntó Sofía, a quien le producía mucha
curiosidad estos temas. Además, había encontrado en Kolya a alguien que se explicaba muy
bien.
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—Todos sabemos que los ordenadores tienen cada vez más capacidad, y dominan
más y más nuestro mundo. Cuando accedes a tu cuenta bancaria o cuando sacas una tarjeta
de embarque online, estás ya interactuando con una máquina, que puede poner límites a tus
acciones. En una escala pequeña, gobierna tu vida. La singularidad se producirá cuando el
nivel de los ordenadores sea miles de veces el actual superando la inteligencia humana y
tengamos que tratar con ellos de tú a tú —.
—¿De tú a tú? ¿Pero no programamos nosotros lo que ellos han de hacer? —,
preguntó Sofía.
—De momento sí, pero algún día ellos pueden tomar conciencia de sí mismos y
volverse contra su creador. Pero bueno, estamos divagando un poco —, dijo Kolya mientras
terminaba con la comida que le había traído Juana, como pez en el agua en los temas
científicos y técnicos, su verdadera pasión.
—Pero bueno, mi estudio no va por ahí. ¿Conoces la primera ley de la termodinámica?
—, preguntó Kolya.
—Pues no —, dijo Sofía, con una medio sonrisa, pues le pareció curioso que hiciera
una pregunta técnica como si estuviera preguntando sobre el horario del metro.
—Pues básicamente indica que si se realiza trabajo sobre un sistema, la energía del
sistema variará —, continuó Kolya.
—No te sigo —, dijo Sofía, haciendo todo el esfuerzo del que era capaz para entender
a Kolya.
—¿Has oído alguna vez que la energía no se crea ni se destruye, que solamente se
transforma? —, preguntó Kolya.
—Sí, eso sí —, contestó Sofía, retomando el hilo de la conversación.
—Pues eso significa que para obtener energía de un sistema hay que introducir
previamente energía en el sistema —.
—Pero la energía del petróleo…—, dijo Sofía.
—La energía del petróleo es energía proveniente de luz solar, captada por las plantas y
almacenada durante eones. El sueño de los científicos ha sido siempre obtener una máquina
de movimiento perpetuo, es decir, que no necesitara energía exterior para funcionar, sino que
su propia actividad produjera la energía que necesita. Pero eso es físicamente imposible. Sin
embargo…—, dijo Kolya sin terminar la frase a propósito.
—Sin embargo…—, dijo Sofía, instando a Kolya a continuar.
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—Pues que mi investigación tiene como resultado una máquina que produce más
energía que la que consume, aunque en realidad no la produce sino que la capta de las
estrellas para nuestro uso —.
—Mi tesis doctoral versaba sobre la teletransportación cuántica…, continuó Kolya,
interrumpido por Sofía, en un divertido gesto de niña mala.
—Así que eres un doctor… —.
Kolya captó la broma y siguió explicando en aquel ambiente distendido —En mi tesis
explicaba cómo mejorar la teletransportación de fotones, aporté algo a ese campo. Pero en mi
mente había una pregunta que no era capaz de resolver… en ese entonces —.
—¿Y es? —, preguntó Sofía, cada vez más intrigada.
—Al mover una partícula entrelazada, un fotón, se produce el movimiento de su otro
fotón hermano a pequeñísima escala, pero no se producía pérdida de energía en el sistema del
punto A. O mejor dicho, la energía entregada en el primer sistema es la misma que la que el
propio sistema emite en forma de calor. Me preguntaba cómo era posible que si el sistema A
no perdía energía, pudiera haber de repente energía cinética al moverse el fotón del sistema B.
Según mis cálculos, se producía un exceso de energía, y eso es imposible. El efecto es tan
insignificante que ningún investigador ha caído en esa cuenta. Entonces descubrí la respuesta.
Los fotones se alimentan de la energía de los neutrinos, que es infinitesimal, pero constante.
¿Me sigues? —, preguntó Kolya.
Sí —, mintió Sofía, esperando aclararse según avanzara la explicación.
—Normalmente los investigadores tratan de obtener records en cuanto a la distancia en
que pueden lograr mover fotones entrelazados, pero yo estaba investigando con distancias
cada vez más cortas. Lo que hice fue juntar mucho los fotones y moverlos a una velocidad
cada vez mayor, con lo que conseguí obtener energía liberada en el proceso —.
—¿O sea que pudiste obtener energía de ese experimento? —, preguntó Sofía.
—Realmente no. La cantidad era tan pequeña que no tenía aplicaciones en el mundo
real. Si bien la energía obtenida era insignificante, era una energía obtenida del universo, es
decir, una vez superado el coste energético de poner en marcha el sistema se podía capturar,
en teoría, una cantidad infinita de energía, pues con la propia energía obtenida se podría
alimentar el sistema. Es una energía inagotable, limpia, y gratis —, concluyó Kolya, con una
media sonrisa de satisfacción.
—¿Pero no tiene aplicación práctica, por el momento? ¿no? —, dijo Sofía.
La media sonrisa de Kolya se convirtió en una sonrisa amplia, exultante: —Sí, Sofía, sí
la tiene. Al hacer mi descubrimiento lo día a conocer en un artículo de la revista Science, en
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junio del año pasado. No pasó ni un mes cuando de repente me vi acosado por varias
instituciones de investigación del más alto nivel. Dos laboratorios en Europa, uno en Japón,
otro en China que ni siquiera sabía que existía, y dos en laboratorios en América me
presionaron para que desarrollara con ellos mi investigación. Fue muy estresante. Tenía
inclinación a trabajar con Sumio Lijima, a quien admiro por el descubrimiento de los nanotubos
de carbono. Casi me había decantado por trabajar con él en el Instituto Avanzado de
Nanotecnología de la Universidad de Sungkyunkwan, en Seúl, pero finalmente terminé
aceptando la oferta del Instituto Nacional de Nanotecnología, en California. Ellos fueron
quienes me lo pusieron más fácil, sólo tenía que coger un avión, que tenían a mi disposición en
la base aérea de Torrejón, aquí en Madrid, y el resto del papeleo estaba solucionado. Cuando
los americanos quieren algo, eliminan las barreras que hay por medio. Fue la forma más rápida
de quitarme de encima la presión. Ellos me dieron lo que les pedí, quería tranquilidad y un
buen centro para desarrollar mi idea. Me ofrecieron todo eso y más, así que cogí el avión —,
dijo Kolya, rememorando como si hubiera ocurrido hace un lustro, lo que había ocurrido apenas
seis meses antes.
—¿Y qué pasó entonces? —, preguntó Sofía, intentando hacer avanzar la increíble
historia de aquel hombre.
—Comencé a trabajar con ellos en julio. No me equivoqué de elección, Sofía. No
creerías el nivel de medios que tienen. Tenía gente trabajando para mí por la que sentía
verdadera admiración. Trabajamos duro, dormía incluso en una estancia habilitada para ello en
el edificio del Instituto. Llegué a la extenuación, pero no me importaba lo más mínimo, pues iba
a desarrollar para la humanidad un descubrimiento con aplicaciones increíbles. Imagina tener
toda la energía que quieras, prácticamente gratis. Podemos eliminar el hambre en el mundo,
Sofía. Por fin es posible. Podemos tener un mundo mejor en el que no se compita por los
recursos, y si se compite, al menos que la base sea la subsistencia completa, con agua,
alimentos y cobijo para todos. No hay derecho a que millones de personas vivan sin comida
que llevarse a la boca ni agua disponible, y sin posibilidad alguna de escapar de esa gran
trampa en la que se han visto metidos desde su nacimiento, mientras la minoría de la población
del planeta derrocha recursos. Todo eso podía cambiar. El desarrollo tecnológico iba a ser
importante para el futuro de la humanidad, control de enfermedades, modificación genética de
plantas y animales en nuestro provecho. Podemos cambiar el mundo —.
—¿Consiguieron desarrollar tu sistema a gran escala? —, preguntó Sofía.
—El gran reto era conseguir un sistema autoabastecido, es decir, que produjera más
energía que la que necesitaba para funcionar. Eso lo conseguimos en septiembre. En octubre
ya éramos capaces de producir cantidades apreciable de energía —, continuó Kolya —Yo
estaba en un estado de euforia, quería compartir con los demás aquello que iba a ser tan
importante para todos los habitantes del planeta. Publiqué un artículo explicando que mi idea
teórica del artículo publicado en junio tenía desarrollo práctico, y todas las maravillosas
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consecuencias que tendría dicha aplicación. Yo soy un científico, no un político, pero parece
ser que en las altas esferas mucha gente se puso muy nerviosa con mi descubrimiento.
Entonces la enviaron, y todo empezó a desvanecerse en una pesadilla dentro de otra pesadilla,
de la cual aún no he salido —.
—¿Enviaron a quién? —, preguntó Sofía.
—A Claire. Ella intentó matarme, pero no lo he sabido hasta ahora…—.
CAPÍTULO -5-.
El manos libres sacó al inspector Manrique de sus pensamientos. Nunca en su vida se
había visto envuelto en un caso tan extraño de intento de asesinato. Ramificaciones
internacionales, descubrimientos científicos de primer orden, la CIA…
“Tiene una llamada entrante de …’Ministerio’, diga aceptar o rechazar”, chisporrotearon
los altavoces del Seat Toledo del inspector camino de la Comisaría Centro. —Joder, el
Ministerio del Interior, esta sí que es buena —, pensó el inspector diciendo en voz alta la
palabra “aceptar” para que la telefonista de silicio le diera paso a la llamada.
—Soy Álvaro, ¿Qué coño está pasando, Manrique? —, dijo la voz enlatada al otro lado
de la línea.
—No lo sé Comandante, dígamelo Usted, porque esto está empezando a preocuparme
—, contestó Manrique.
—He recibido una llamada del Ministro —.
—¿Del Ministro? —, se sorprendió Manrique.
—Sí. ¿De qué carajo se trata Manrique? ¡Hay gente nerviosa por aquí! —, espetó el
comandante Álvaro Torres, enlace de la inteligencia española con el Gobierno.
—Me llamaron por un intento de asesinato en el Doce de Octubre. Al parecer la víctima
es un investigador del CSIC. No sé por qué han querido acabar con él, pero podría tratarse de
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alguna patente —, dijo el inspector, sabiendo que detrás de cada crimen, salvo los pasionales,
hay un conflicto de intereses. La pasión o la codicia. En este caso tocaba codicia. —Tengo al
científico bajo vigilancia policial —, continuó el inspector.
—¡Y una mierda bajo vigilancia! —, gritó el comandante, poco acostumbrado a no
tener las situaciones bajo control.
—¿Qué? —, contestó atónito el inspector, encendiendo nerviosamente un cigarrillo.
—¡Su hombre se fugó ayer por la noche del hospital! ¡Y va con él una enfermera! —.
—Yo no sabía… —, dijo el inspector, interrumpido por el comandante.
—¿No le han informado? ¿Así es como controla usted a su gente? —, inquirió irritado
el comandante.
—Van a rodar cabezas —, pensó el inspector, muy cabreado por la falta de diligencia
de sus subordinados.
—Voy camino de la comisaría comandante, le aseguro que voy a arreglar esta
situación —.
—¡Inspector, le voy a meter un paquete bien gordo como no resuelva este asunto!
Tiene a un agente de la CIA esperando en su despacho, el Ministerio quiere que le
dispensemos la máxima colaboración. No están las cosas como para tocarle los cojones a los
americanos. ¿Ha quedado claro? —, preguntó tajantemente el comandante Álvaro Torres.
—Sí señor. Clarísimo —, contestó el inspector Manrique, acatando plenamente la
jerarquía propia de su trabajo.
—¡Resuelva esto ya! —, gritó el comandante en una suerte de cacofonía metálica a
través de los altavoces. Sin dejar tiempo de respuesta al inspector, el comandante colgó el
teléfono.
El inspector aparcó su coche en el parking de la Comisaría Centro. Entró con paso
firme en el edificio beige de pequeñas ventanas de madera donde tenía su despacho.
—Buenos días Inspector —, saludó el agente que custodiaba la entrada.
El inspector Manrique no saludó. Ignorando el cartel que indicaba que por ley no se
podía fumar en aquél edificio se encendió su tercer cigarrillo desde que recibió la llamada del
comandante. Cogió el ascensor que lo dejó en la planta tercera, donde estaba la sección de
homicidios, donde él trabajaba. Su secretaria le salió al paso —Señor, tiene esperándole …, —
comentó la secretaria interrumpido bruscamente por su jefe.
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—¡Dígale al policía que estaba anoche en el hospital que venga inmediatamente! ¡Y
que traiga su placa y su pistola! —.
—Sí, señor —, respondió nerviosa la secretaria, quien jamás había visto a su jefe en
ese estado.
El inspector Manrique entró en su despacho, estirándose la americana del traje,
tratando de calmarse, plenamente consciente de la importancia que había adquirido todo
aquello. Al entrar vio a un hombre alto, pelirrojo, con el pelo muy corto, bastante corpulento y
vistiendo un traje gris que parecía de buena calidad, sentado en su silla, de espaldas a la
mesa, mirando por la ventana.
—Buenos días —, dijo el inspector al entrar.
—Buenos días —, contestó el agente, en un español pasable, al tiempo que se daba la
vuelta en la silla. Tenía el gesto serio, y las manos en ojiva, dibujando un triángulo, con los
dedos índice y corazón apoyados en la barbilla.
—Soy el agente especial Peter Smith-Jones. Trabajo para el Gobierno de los Estados
Unidos —.
—¿Tiene la CIA jurisdicción en España? —, preguntó el inspector lamentando
automáticamente su falta de tacto.
—Inspector —continuó el agente, —en nuestro país estamos investigando un caso que
nos preocupa bastante. La jurisdicción queda dentro de nuestras fronteras, pero nuestros
países son aliados. Sólo pedimos un poco de colaboración. Nuestros gobiernos trabajan
conjuntamente en muchas materias Señor Manrique, ¿o cómo cree usted que localizan a los
terroristas que capturan fuera de su país? —, contestó el agente, sin mover ni un músculo de la
cara ni alterarse lo más mínimo.
—Claro Sr. Smith, le ayudaré en lo que pueda —, respondió el inspector, tratando de
evaluar al agente, cuyo rostro pétreo daba lugar a pocas lecturas.
—Llámeme Peter —, dijo el agente, en un intento de ganarse la confianza del español.
—Bien, Peter ¿Qué desea saber? —, preguntó Manrique.
—¿Dónde está el señor Boronov? ¿Qué están haciendo para localizarlo? —, inquirió el
agente Smith-Jones.
—Verá señor Smith, …Peter. El señor Boronov ha sido objeto de un intento de
asesinato. ¿No cree que deberíamos centrarnos en el asesino y no en la víctima? —, preguntó
algo molesto el inspector Manrique. Debía colaborar, pero no veía a ese hombre como un
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superior. Ya les gustaría en los Estados Unidos tener un inspector de homicidios como él —
pensó —.
—Sí claro, estamos en ello —, contestó Smith-Jones con un gesto displicente.
—¿Están en ello? ¡Yo debería estar en ello! ¿No cree que deberíamos intercambiar
información, señor Smith? —, protestó el inspector.
—Inspector, tenemos información clasificada de seguridad nacional que no puedo
compartir con Usted. Según las informaciones de que dispongo, no volverán a intentar atentar
contra la vida del señor Boronov —.
—¿Qué informaciones, agente? ¿Quién intentó matarlo? —, preguntó el inspector,
tratando de controlarse.
—Ya le he dicho que es información reservada. Lo mejor, inspector, es que terminemos
con esto cuanto antes. Queremos proteger al señor Boronov, y para ello tenemos que
encontrarlo —, dijo el agente de la CIA sin perder ni un ápice la compostura. Era uno de esos
tipos que sería capaz de pasar el detector de mentiras en una situación altamente estresante.
Sin duda, los entrenaban bien —pensó el inspector —.
—Lo único que sé es que no está en el hospital, y que han intentado asesinarlo por
algún asunto relacionado con su investigación científica —, dijo el inspector callándose
deliberadamente la información que había obtenido de su charla con el profesor Gámez.
Aquello no le olía bien, y aunque estuviera su puesto en juego, su sentido de la ética y su
intuición le decían que no colaboraría con aquel tipo salvo que tuviera claro que el ciudadano
español Boronov estaría a salvo.
—Inspector, como Usted ha dicho, no tenemos jurisdicción para perseguir a un
sospechoso en otro país, pero creo que está informado de que nuestros gobiernos esperan la
máxima colaboración entre nosotros, así que busque inmediatamente al señor Boronov, por su
propia seguridad —, ordenó el agente, satisfecho con su primera toma de contacto con el
Inspector. Si la petición no funcionaba, ya pasarían a otro nivel de presión.
—¿Sospechoso… ? —pensó el inspector.
—De acuerdo Peter, voy a mandar dos patrullas inmediatamente. Le informaré en
cuanto tenga localizado al señor Boronov. Déjelo de mi mano —, dijo el inspector, quien
también había iniciado el juego de ganarse la confianza del agente. Se dio cuenta de que en el
tablero se estaba desarrollando una partida compleja, y debía ocultar de inmediato cualquier
pensamiento o sentimiento y actuar estratégicamente.
—Gracias inspector. Confío en Usted —, dijo finalmente el agente, en un tono sereno.
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El inspector llamó a dos de sus mejores hombres y les encargó la tarea de localizar al
científico y a la enfermera. Había que adelantarse y conocer cuanto antes el paradero de los
dos jóvenes. Cuando los agentes se disponían a salir del despacho del inspector, éste les dio
una última orden de forma tajante:
—Cualquier avance en la investigación, me lo comunican en mi móvil personal —.
—¿No quiere que le llamemos al móvil de trabajo? —, preguntó extrañado uno de los
dos agentes de paisano que intervendrían en la operación.
—Ni al de trabajo ni a la oficina. ¿Cuántos años llevamos trabajando juntos? —,
preguntó el inspector a sus subordinados.
—Muchos, Inspector —, dijo uno de los agentes de policía.
—¿Confían en mí? —, preguntó el inspector.
—Inspector, nos hemos jugado el tipo juntos. ¿En qué otra persona íbamos a confiar?
—, respondió el otro agente.
—Bien muchachos. Mucho cuidado ahí fuera —.
CAPÍTULO -6-.
La noche, con su frío y oscuro manto, fue suavizando el frenético ritmo de la ciudad.
Los dos grados centígrados que marcaban los termómetros en la calle invitaban a la gente a
llegar a su casa cuanto antes al finalizar esa jornada de nueve de enero. El ruido de la vecina
calle de La Princesa pronto daría paso a una irreconocible calle, en silencio, como si la propia
ciudad necesitara su descanso para afrontar el día siguiente en un eterno ciclo de día y noche,
actividad y descanso, personas imbuidas en la prisa de sus propias preocupaciones y personas
nocturnas, sombras que viven más allá del propio sistema, que huyen de él y se alimentan de
los subproductos que el gran monstruo deja caer de su gran saco de codicia, lleno de agujeros.
Sobre las once de la noche, y tras varias horas de conversación, Juana entendió que ya era
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hora de que los chicos descansaran. Por la mañana acudiría a la policía y todo quedaría
resuelto. Su hija había actuado por un impulso, quiso ayudar a una persona con problemas y
todo eso estaba bien, pero ya era hora de poner en orden las cosas, de evitar que aquella sana
locura de su hija fuera más allá.
—Es tarde Kolya. Necesitas descansar y recuperar fuerzas. Puedes quedarte en el
sillón-cama del salón. En seguida te traigo la ropa de cama y un par de mantas. Mañana
aclararemos todo esto con la policía, ya verás como todo se arregla. Ahora descansa —, dijo
Juana levantándose para traer la ropa de cama para que descansara el muchacho.
—Doña Juana, es usted muy amable, no me extraña que su hija sea una gran persona,
tiene buena maestra —, dijo Kolya con la mirada de aprobación de Sofía que sabía que un
gesto de reconocimiento a su madre era justo, que siempre había estado ahí para ella, dando
lo mejor de sí y sin pedir nada a cambio.
—Pues venga, a descansar —, dijo apresuradamente Juana, algo incómoda, a quien
nunca habían enseñado a recibir un halago o recompensa. Su educación en la cultura del
sacrificio no le permitía pararse en mitad del camino, mirar hacia atrás y simplemente disfrutar
de lo conseguido. Sin más.
—Doña Juana, Sofía, gracias. Estoy en deuda con vosotras, espero algún día
devolveros el favor. Ya me encuentro algo mejor, tenías razón, Sofía, mi cuerpo debe estar
generando glóbulos rojos por minutos, creo que ya puedo caminar por mí mismo. No quiero
causaros más inconvenientes. Debo irme —, contestó Kolya, con la serenidad en el rostro que
aquellas mujeres le proporcionaban. Se sentía sereno, en calma, a pesar de que sabía que lo
peor estaba por llegar. Estaba inmerso en un juego de suma cero, no tenía ninguna duda. O
eliminaba la amenaza o sería eliminado por ella.
—¿Qué? —, dijo Sofía, —¿A estas horas? —.
—Sí, Sofía. Para la gente que me persigue la policía no es un obstáculo. Debo
conseguir suficientes pruebas de lo que está pasando y luego lanzar la información a los cuatro
vientos. Lo único que puede protegerme es una reacción global y la máxima difusión de todo lo
ocurrido y de la nueva capacidad de la humanidad para resolver sus problemas. Si no lo
consigo, me temo que mi investigación se quedará en un cajón por mucho mucho tiempo,
quizás para siempre. Necesito solo dos pequeños favores, —continuó Kolya —, una gran taza
de café caliente y que llames a un taxi. Tengo que ir al aeropuerto —.
—¿A dónde irás? —, preguntó Sofía, quien había entendido perfectamente que aquel
científico estaba en un verdadero atolladero, pero cuya brillantez le había hecho diseñar un
plan de escape. Sí, tenía que irse si quería tener una oportunidad.
—A los Estados Unidos. Necesito conseguir pruebas de mi investigación. Con mi sola
palabra no me creerán. Allí tengo algunos conocidos de confianza. Me ayudarán. En cuanto a
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ti, puedes decir a la policía que te amenacé con una jeringuilla, no quiero que tengas
problemas por haberme ayudado. Lo mencionaré en la versión que daré de todo esto —.
A pesar de la frialdad del carácter de Kolya y de la natural desconfianza de Sofía, se
fundieron en un abrazo tan fuerte como inevitable. Su destino estaba sellado por fuerzas tan
fuertes y desconocidas como las que gobernaban el resto de los fenómenos del mundo que
Kolya investigaba de forma racional.
—Mamá, me voy con él —, le dijo Sofía a su madre con lágrimas en los ojos. El amor
que sentía por su madre le partía el corazón en ese momento, pero por una vez en su vida
tenía la inconmensurable sensación de hacer lo que ella quería hacer, no lo que los demás
deseaban.
Juana se quedó sin palabras, dándole vueltas al anillo que tenía en el anular de su
mano izquierda. Con lágrimas en los ojos y también con la determinación que la intuición tiene
sobre la razón, dijo, para sorpresa de Sofía:
—Hija mía, jamás he visto esa mirada en ti, jamás te había visto así. Siempre has sido
una buena hija y una excelente persona, pero no has sido feliz. Eso lo sé. Sí, debes irte y
descubrir aquello que llena tu corazón, y no pares de buscarlo hasta que lo consigas. No
cometas el error que yo he cometido y que casi te obligo a cometer. Lucha por aquello que
haga brillar tus ojos, y no mires atrás. No escuches a los demás intentando proyectar en ti sus
propios miedos. Te quiero con todo mi corazón, hija. Debes irte —.
Madre e hija se fundieron en un abrazo que las llevó más allá del espacio y del tiempo.
—Sofía… —, interrumpió Kolya.
—Dime —, contestó Sofía aún con lágrimas en los ojos.
—Coge todo el dinero en efectivo que tengas, nos hará falta. Te lo devolveré con
creces —, dijo Kolya.
—En efectivo… No tengo gran cosa —, dijo Sofía más bien pensando en alto,
moviendo la cabeza de un lado a otro.
—Hija, el que guarda siempre tiene —, dijo Juana, portando una caja de zapatos con
varios sobres de billetes. —Coge el dinero, siempre lo he guardado por si algún día estábamos
en dificultades. Hoy es el día —, sentenció.
Sobre las doce y media de la noche llegaron al aeropuerto de Madrid Barajas. La noche
daba un aspecto inusual a la gigantesca instalación. Normalmente el tráfico y el trasiego de
gente inundaba el ambiente, cargado de decibelios y de prisas, de vendedores de tarjetas de
crédito, empaquetadores de maletas en plástico, policías paseando y miles de pasajeros
acostumbrados al roce y a la cercanía de los demás ignorando por necesidad que se está
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invadiendo su espacio vital personal. Sin embargo, a esa hora, lo más ruidoso que se podía
escuchar eran las intrascendentes conversaciones de los taxistas, en la interminable cola de
coches esperando como el maná a los miles de turistas que llegan cada día a la capital. En la
zona de salida de vuelos internacionales había algo más movimiento, decenas de personas
zombies iban y venían sin expresión en el rostro con el único objetivo de trasladarse cuanto
antes al lugar de destino, donde recuperarían como por arte de magia su vitalidad. Kolya y
Sofía recorrieron las ventanillas de los mostradores de aerolíneas con vuelo directo a los
Estados Unidos, hasta que encontraron un vuelo de United Airlines que saldría en una hora, sin
escalas, directo a Nueva York.
—¿Vamos a Nueva York, Kolya? ¿No trabajas en California? —, preguntó Sofía,
extrañada pero con plena confianza en el hombre al que estaba acompañando.
—No tenemos tiempo Sofía. El vuelo a Los Ángeles tarda doce horas más escalas, así
que lo más seguro es que tengamos a la policía o a alguien peor esperándonos en la escalerilla
del avión. Si vamos a Nueva York, tenemos una oportunidad de que comprueben los listados
del aeropuerto mañana por la mañana, y nosotros ya estaremos fuera del aeropuerto JFK. Allí
alquilaremos un coche y pondremos rumbo a California. ¿No te apetece hacer la ruta 66? —,
bromeó Kolya para relajar la tensión de su compañera y, en tan corto espacio de tiempo, buena
amiga.
Sofía simplemente le miró con una sonrisa cansada. Iría donde él le dijera.
—¿Cuánto tardaremos hasta Nueva York? —, preguntó Sofía.
—Unas seis o siete horas. El vuelo sale a la una y media, así que estaremos allí a las
ocho y media hora española, dos y media hora de la Costa Este. Una hora excelente para
iniciar el camino. Nos dirigiremos al Estado de Pennsylvania, no quiero hacer una ruta directa.
Allí descansaremos en algún motel donde no pidan registrarse. Necesitamos recuperar fuerzas
y jugar esta partida en las mejores condiciones posibles —, contestó Kolya, cuya mente ya
funcionaba al cien por cien. Estudiaba la estrategia como un buen ajedrecista, juego que
dominaba a la perfección, pues había llegado al grado de Maestro cuando jugaba en el equipo
de la Universidad. Estaba realizando una buena apertura, descansar y reponer fuerzas era una
buena forma de dominar el centro del tablero, y a partir de ahí no sólo tendría que tener en
cuenta sus movimientos, sino observar detenidamente los movimientos de su oponente.
Debería obtener la máxima información posible sin ser detectado.
—Veo que lo tienes todo controlado… —, dijo Sofía.
—Eso intento —, dijo Kolya, mirándola con un gesto de cariño, de protección.
—Pero hay algo en lo que no has pensado —, comentó Sofía con evidente
preocupación.
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—¿El qué? —, quiso saber Kolya.
—No tenemos visado. No saldremos nunca del Aeropuerto —, dijo Sofía.
Kolya la miró con una sonrisa que le transmitió confianza, a pesar de que la situación
legal de ella no estaría nada clara cuando llegaran a los EEUU. Le puso la mano en el hombro
y le dijo:
—Sofía, tengo una tarjeta especial de investigador científico de primer orden. Trabajo
en un Instituto Nacional de Investigación dirigiendo un proyecto y eso me da ciertos derechos.
No sé lo que tendrá mi tarjeta, pero cada vez que me ha parado la policía por algo, me han
tratado como a una celebridad. Una vez me paró la policía en control que había en una
carretera tras un accidente, todo estaba atascado, y al ver mi estatus, me escoltaron con un
coche patrulla hasta dejarme más allá de donde había ocurrido el accidente. Diremos que eres
mi novia y estamos de visita turística a Nueva York. Ellos tienen una base de datos y podrán
comprobar que no estás en ella como una amenaza. Conozco ese país, trabajo en un asunto
de importancia nacional, no nos pondrán pegas. Además, compré el billete de ida y vuelta para
darles la confianza de que es un viaje turístico —, argumentó Kolya.
—Pues sí que está en todo —, pensó Sofía, asintiendo sin dejar de sorprenderse de la
creciente demostración de capacidad de Kolya.
El Boeing 747 gris de United Airlines despegó por la pista dos del aeropuerto de Madrid
Barajas a la una treinta hora de Madrid. Kolya solicitó a una de las azafatas en un perfecto
inglés una manta y una almohada para Sofía. También pidió unos folios y un bolígrafo.
Mientras ella dormía, él prepararía su estrategia en un esquema de diagramas y símbolos,
controlando todas las variables, todas sus opciones. Por sí mismo, por el amor que tenía por su
padre, por el bien de los habitantes del planeta, no debía pensar en el cansancio o en el precio
que debía pagar. Iba a demostrar que se habían equivocado de oponente. Y lo iban a pagar
caro…
La azafata le trajo todo lo que había pedido. Las luces del avión se atenuaron para que
los pasajeros pudieran descansar. Kolya, encendió su luz de lectura, arropó a su compañera y
en un gesto de protección le dio un beso en la frente.
—Descansa Sofi —.
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  • 1. 1 AGUA. Helder Amado. Para Clara. PRÓLOGO Teletransportación cuántica, capacidad computacional de la materia, arenas bituminosas, nuevas formas de obtención de energía, altruismo, amor, amistad, codicia y una persecución implacable, una carrera sin tregua por escapar de los insospechados recursos que pone en juego el sistema cuando se siente amenazado. Todo esto y más vivirá Kolya, un brillante científico ruso, físico de partículas, criado en España e hijo de uno de los héroes de Chernobil, cuyo descubrimiento en el campo de la mecánica cuántica puede cambiar literalmente el orden mundial tal como lo conocemos. Junto a él, Sofía, una joven enfermera del Hospital Gregorio Marañón de Madrid, que verá cómo su vida repentinamente da un vuelco en una espiral imparable de acontecimientos. Resignada, decide dejar de luchar en contra de su propia naturaleza, acepta lo que el destino quiere para ella y descubre por primera vez la vida, en su plenitud, al margen de la opinión de los demás, sin seguridad alguna, sin certezas, sin miedo. La CIA norteamericana, el SVR, el Servicio de Inteligencia Extranjera de Rusia, antiguo KGB, y Claire, maquiavélica directora del Instituto Nacional de Nanotecnología de los Estados Unidos, en Palo Alto, California, tienen sus propios planes para el descubrimiento científico de Kolya, lo que provocará que nada ocurra como debería y la historia salte en giros inesperados, de casilla en casilla, hasta el Jaque Mate de una de las partes. Abróchese el cinturón, comenzamos…
  • 2. 2 CAPÍTULO -1-. Tras un largo día de trabajo, el conductor de metro paró el convoy en la última estación de la línea tres del Metro de Madrid. Sobre las dos y cinco de la madrugada de un frío nueve de enero, apagó el ordenador de a bordo, retiró la llave que habría de entregar minutos más tarde para poder irse a casa, y con ojos rojos y cansados bajó de la locomotora. Únicamente quedaba una última revisión de los vagones, y ya podría irse a descansar. Con paso lento y acompasado, en una liturgia mil veces repetida, revisó los vagones uno a uno. —¡No puede ser! ¡Pero qué gentuza me toca siempre! —, exclamó irritado al descubrir a un vagabundo dormido en el vagón número cinco. —Seguridad, por favor —. —Aquí seguridad, ¿qué ocurre? —, respondió una voz metálica en el walkie talkie, entre interferencias. —Tenemos un código azul, llama al Samur —. —Bien, vamos para allá…—. El guardia de seguridad llegó en dos minutos al vagón donde se encontraba el vagabundo. Siguiendo las instrucciones para un caso como ese, se cercioró de que el hombre respiraba, pero no lo tocó a la espera del equipo médico que ya estaba en camino. En sus años de servicio se había encontrado de todo en los vagones, vagabundos, comas etílicos, personas dormidas y hasta embarazadas a punto de dar a luz. Sin embargo, algo en su interior, su intuición profesional, le decía que ese hombre no era un vagabundo. Su ropa sí estaba arrugada y algo sucia, y tenía barba de tres o cuatro días, pero el pelo rubio de aquel hombre joven estaba bien cortado y las uñas estaban bien cuidadas. Al trabajar en seguridad había aprendido a revisar a fondo la fisonomía de las personas. Las personas mienten, pero los detalles pueden aportar información valiosa, cuando tu vida depende de las reacciones de los demás. Además, estaba el tema del color. Ese color en la piel… A las dos y veinte de la madrugada ya habían llegado los efectivos del Samur en la ambulancia de soporte vital básico. Llegaron al vagón con todo el equipo necesario, camilla, desfibrilador manual, analizador de sangre Epoc, y diverso material médico. —Buenas noches, ¿qué tenemos? —, preguntó la médico del Samur, con paso firme al llegar al vagón.
  • 3. 3 —Es un vagabundo de…, lo de siempre —, dijo el conductor de metro, molesto por terminar más tarde su jornada por el incidente. El guardia de seguridad le lanzó una mirada de reprobación, pues era evidente de que no se trataba de lo de siempre. Además, él provenía de un barrio humilde y había visto muchas veces a personas que habían sucumbido ante el peso de la vida, personas como él, pero cuyo destino había conjurado en un determinado momento demasiados elementos adversos. Cada persona, bien lo sabía él, por muy fuerte que parezca, tolera una cantidad determinada de presión. Luego se rompe. El enfermero técnico en emergencias comenzó rápidamente el protocolo mientras la médico recababa información de los dos hombres que estaban allí. —¿Qué sabemos de este hombre? —, preguntó. —Nada, simplemente estaba ahí, en el vagón —¿Puedo irme? Ese tío está bien, le habrá dado un mareo o algo —, dijo el conductor. La doctora intercambió una mirada con el guardia de seguridad, que asintió, y tras unos segundos, miró al conductor a los ojos y le dijo secamente —Puede irse —. —¿Presión? —, preguntó la doctora. —Algo alta —, respondió el enfermero, que ya había obtenido los datos esenciales para valorar la gravedad del estado físico de aquel hombre. —¿Ritmo cardíaco? —. —Ciento sesenta pulsaciones por minuto. Muy acelerado. —¿Has analizado el tipo sanguíneo con el Epoc? —, siguió preguntando la médico. —Sí, pero no da ninguna lectura. Debe estar estropeado —, dijo el técnico. —¿No da lectura? ¿Estás seguro? —. —Sí —. —Pásame el tubo endotraqueal. Hay que estabilizar su respiración —, le dijo la médico al enfermero. En apenas quince minutos habían estabilizado al paciente y tenían todo listo para su traslado al hospital. —Ya está todo. Nos vamos. Apunte sus datos en este documento para el parte de la policía —, indicó la médico del Samur al guardia de seguridad.
  • 4. 4 —Así lo haré —. Una vez en el hospital, el equipo médico se hizo cargo de la situación. Ubicaron al hombre inconsciente en una de las salas de una abarrotada planta de urgencias. Sin duda, ese no era el caso más grave al que se tenían que enfrentar esa noche, así que debería esperar. El hombre recobró mínimamente la consciencia. La fría luz de los fluorescentes le produjo un dolor agudo en los ojos. En un primer momento los cerró fuertemente para protegerse, pero haciendo un colosal esfuerzo logró abrirlos un poco. Lo primero que vio fue la pared blanca y fría. Sintió también el gélido tacto de la camilla y el olor a yodo en el ambiente. El lugar le produjo rechazo. Giró lentamente la cabeza, que le pesaba una tonelada, y vio diverso material médico, sueros, cajetines con todo tipo de medicamentos, el electrocardiógrafo… Sabía perfectamente que allí no podrían ayudarle, y en un esfuerzo sobrehumano intentó levantarse para alertar al personal médico. Se giró sacando apenas un pie de la camilla, pero las fuerzas no le respondieron y cayó al suelo llevándose consigo el soporte para suero que había al lado de la camilla, cuyos ganchos fueron a parar a una vitrina que se hizo añicos en el acto. El sonido de los cristales alertó a todo el mundo y rápidamente se personó el personal sanitario de urgencias y un paciente curioso cuya dolencia permitía la movilidad. —Dextemetomidina. ¡Rápido! —, ordenó el médico de urgencias a una enfermera. — Vamos a sedar —. —¡Espere Doctor! ¡Este hombre está hablando! —, contestó la enfermera acercando su oído a la cara del hombre que yacía en el suelo. Claramente estaba intentando decir algo, movía la boca, pero a penas emitía sonidos. En un susurro apenas audible, el hombre pronunció unas palabras. —Me llamo Nikolay Yurievich Boronov. Soy investigador, físico de mecánica ondulatoria. He sido envenenado. A menos que me sometan a una resonancia magnética completa estaré muerto antes de doce horas… —. —¿Una resonancia? ¡Este hombre delira! —, dijo el médico. —Señor, ¿de qué tipo de envenenamiento se trata? ¿Cianuro, arsénico, hongos…? Necesitamos buscar el antídoto —, inquirió la enfermera. —Son… —, intentó responder el hombre, cuyas fuerzas estaban ya al límite. —¡Vamos! ¡Despierte! ¿De qué veneno se trata? —. —Son… son nanorobots. La resonancia los… —, susurró el hombre.
  • 5. 5 Acto seguido, se desmayó. CAPÍTULO -2-. El tomógrafo axial computerizado comenzó a lanzar sus ráfagas de rayos X sobre Nikolay. Cambiando el ángulo de inclinación de los rayos y analizando la parte de los mismos no absorbidos por el cuerpo, el enorme ordenador de última generación iba construyendo la imagen completa del paciente. Sin embargo, en este caso lo importante era la parte de los rayos X que no reflejaba el paciente para construir la imagen… El tipo de envenenamiento al que había sido sometido Nikolay era indetectable con los medios que la medicina forense posee. Sin embargo, en relación con la enorme potencialidad que los nanorobots darían en las próximas décadas, esa primera generación de robots de escala nanométrica era burda, casi pueril. Varios millones de diminutos artefactos habían sido introducidos en el torrente sanguíneo del científico a través de la comida. Estos robots o “Red Hunters” como los llamaba su creadora, a similitud con los robots actuales de mayor tamaño, no tenían ninguna capacidad de decisión o replicación. Con el poder computacional del ARN vírico como base, las nanomáquinas, del tamaño de tres micrones, sólo sabían hacer una cosa, adherirse a los glóbulos rojos, a los cuales identificaban por su forma y doblaban en tamaño. Una vez adheridos, impedían la función principal de estos, captar el oxígeno que respiramos y llevarlo a todas las células del cuerpo. Nikolay estaba empezando a no poder respirar, literalmente el aire que insuflaba a sus pulmones le servía cada vez menos. Se estaba asfixiando literalmente. El científico cuántico conocía perfectamente el mundo atómico y sus avances, y sabía que cada ráfaga de rayos X recibida por las nanomáquinas desestabilizaba su estructura, haciendo que se soltasen de los glóbulos que tenían atrapados con sus seis patas. En un futuro, la tecnología desecharía los materiales de origen metálico en la construcción de nanomateriales, pero ese momento aún no había llegado. —¿Cómo se encuentra señor? Ya le está volviendo el color a la piel, se le ve mucho mejor —, dijo la enfermera de la planta seis del hospital Gregorio Marañón de Madrid.
  • 6. 6 —Estoy cansado —, respondió Nikolay —En una media hora viene la comida señor… Yurievich —dijo la enfermera comprobando la tablilla de datos del paciente. —¿Dónde está mi ropa, señorita…? —. —Sofía. Mi nombre es Sofía —, respondió la enfermera sin hacer mucho caso al paciente, mientras anotaba algún dato en la tablilla. —Dígame, ¿dónde está mi ropa?, necesito vestirme —, respondió el demacrado científico. —Usted necesita descansar, no vestirse —. La joven enfermera salió de la habitación sin dejar tiempo al científico para articular respuesta. En su corta experiencia en el hospital ya se había acostumbrado a ignorar a los pacientes que querían marcharse a la primera de cambio, cuya mente no aceptaba la situación de encontrarse allí por mucho que su cuerpo lo necesitara. Sofía tenía una mente privilegiada. Había estudiado enfermería en la Universidad Alfonso X el Sabio de Madrid, pero siempre quiso ser médico. La medicina le ofrecería la posibilidad de trabajar en un quirófano, con el paciente dormido, pero unas décimas en su nota de acceso a la universidad, debido a algunas asignaturas que nada tendrían que ver con su profesión la dejaron fuera. Se reprochaba no haber estudiado más, y aunque se esforzó al máximo, seguía culpándose, y el castigo era tener que tratar con la gente. Para ella era demasiado castigo, detestaba hablar con los demás. Sin embargo, en una pirueta de las que sólo el destino es capaz de comprender en su grotesco plan para cada uno de nosotros, había dotado a Sofía de una belleza especial, lo cual hacía que otras personas quisieran constantemente acercarse a ella. Doble castigo. Su pelo negro, azabache, salvaje, combinaba en una suerte de antagonismo con una cara angelical, de tez clara, simétrica. Ella siempre se preguntaba por qué el canon imperante de belleza le había tocado a ella. No siempre había sido así, en otras épocas no habría destacado tanto, pero ahora, cada vez que levantaba la mirada, sus ojos verdes y su media sonrisa nerviosa, producto de su dificultad de tratar con los demás, provocaba una y otra vez la misma respuesta, un anhelo de protegerla, …de poseerla. Desde su época de estudiante había vivido en un mundo de relaciones sociales, donde lo que se esperaba de ella es que usara su belleza para conseguir salir con el chico más atractivo. Los chicos la buscaban con la mirada, mientras que sus compañeras trataban de estar lo más cerca posible de ella, pues sabían que era un imán para los chicos guapos. Sin embargo, su mente no entendía nada de aquello, y cuanto más presionada se sentía, más se encerraba en sí misma. —Hola de nuevo Señor Yurievich. Tengo que tomar sus constantes antes de que le traigan la comida —, dijo la enfermera.
  • 7. 7 —Ese es mi segundo nombre. Es así porque mi padre se llamaba Yuri. Yo me llamo Nikolay, pero puede llamarme Kolya —, dijo el enfermo, esbozando algo parecido a una sonrisa cansada. Con aire indolente, y para evitar los incómodos silencios, la enfermera dijo —Habla un perfecto español señor Nikolay —. —Soy español —, respondió Kolya. —Pero su nombre… —. —También soy ruso. Es una larga historia. Ahora tengo que conseguir mi ropa. Créame enfermera, es vital que salga de este hospital cuanto antes —. En una fracción de segundo, las miradas se entrecruzaron, y la enfermera percibió la rotundidad de las palabras del paciente, cuyos ojos marrones no dejaban lugar a la duda. Este hombre, a pesar de su juventud, no la miraba como los otros siempre lo hacían. Estaba agotado, pero había calidez en su rostro. Su mirada le estaba pidiendo ayuda a gritos. Sofía salió de la habitación tras el silencio que se había producido. No contestó al científico ante su petición acerca de su ropa, pero paradójicamente en ese silencio había percibido más comunicación que nunca antes. Avanzaba por el pasillo de la planta justo cuando pasó a lado de ella un hombre vestido con traje, camisa blanca y corbata negra. Parecía ese tipo de hombres que llevaban la ropa elegante por obligación, por ser parte de su trabajo, de su personalidad, pero la opacidad de su rostro desconcertó a Sofía. El hombre del traje entró en la habitación seiscientos dos, donde estaba Kolya y cerró la puerta. —¿Quién es ese tío? —, preguntó Sofía a las dos compañeras que estaban en la recepción de la planta. —Es un amigo de trabajo del paciente de la habitación seiscientos dos. Nos ha dicho que estaban preocupados en la empresa y que quería hablar un rato con él tranquilamente —, dijo una de las enfermeras. —¿Un amigo de trabajo? Si ese tío es amigo de trabajo del ruso, yo soy la Madre Teresa de Calculta —, Pensó Sofía. —Buenas tardes Nikolay. ¿Cómo te encuentras? —, preguntó el hombre del traje. —¿Quién es usted? —, respondió Kolya. —Me han enviado del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Llevas varias semanas sin aparecer por el National Institute for Nanotechnology Research, en California y
  • 8. 8 han avisado a tu departamento del CSIC a ver si sabían algo. Por eso estoy aquí —, dijo el hombre del traje, tratando de forzar una torpe sonrisa empática. —¿Cómo me han localizado? —, dijo Kolya. —¡Vamos, eres una persona importante Nikolay!. Le dijiste al personal de seguridad que eras científico. Ellos dieron parte del incidente a la Policía Nacional, que nos avisó inmediatamente —. —¡Quién coño eres tú! Quiero que venga el profesor Gámez inmediatamente. Quiero hablar con él —, dijo Kolya visiblemente nervioso. —El profesor está ocupado dando unas conferencias fuera de Madrid. Me ha pedido que venga personalmente para asegurarme de que estás bien —, dijo el hombre del traje, tratando de calmar a Kolya. —¡Enfermera! ¡Enfermera! —, comenzó a gritar Kolya, pulsando insistentemente el interruptor de aviso de emergencia. —¿Qué está pasando? —, preguntó Sofía, entrando apresuradamente en la habitación. —No pasa nada enfermera. Mi amigo debe sufrir algún tipo de amnesia. Le dejaré descansar, ya me voy —, dijo el hombre del traje. Y con un gesto ensayado, cogió la mano de Kolya y frotándola suavemente le dijo — Recupérate amigo —. Sofía y Kolya se miraron durante unos segundos, los suficientes para que ella percibiera de nuevo aquella extraña sensación. Normalmente ni se inmutaba con los problemas de los demás, pero aquel paciente era diferente, algo raro estaba pasando y en su interior se activó un mecanismo de protección que jamás había sentido. Estaba desconcertaba y sentía curiosidad por aquel hombre. —Verás, Sofía, debo salir de este hospital inmediatamente. Algo muy grave está ocurriendo, pero no puedo hablar de ello —, le dijo Kolya haciendo el gesto de incorporarse, - aunque realmente estaba muy débil para hacerlo-. Los millones de nanorobots que habían sido introducidos en su cuerpo habían hecho muy bien su trabajo. Tenían la capacidad de anular cada glóbulo rojo al que se adherían, y en un alarde de maquiavelismo su creadora les había dotado de una estructura en forma de gancho, de tal forma que unos se enganchaban por contacto con otros, formando un coagulo cada vez mayor que terminaría por provocar la muerte del paciente por obstrucción arterial. Caso cerrado. Sin embargo, una vez desactivados los microartefactos, iban siendo retirados del torrente sanguíneo por los linfocitos, que cuadriplicaban en tamaño a las inertes nanomáquinas. Kolya estaba muy débil, y aunque tardaría en recuperarse únicamente unos días, no disponía de ese tiempo.
  • 9. 9 —O me cuentas lo que ocurre o no podré ayudarte. Todo esto es muy raro —, le contestó Sofía fulminándolo con la mirada. —No quiero involucrarte en esto, pero necesito confiar en alguien. Trabajo en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, mis investigaciones pueden ayudar a millones de personas. Hay mucho en juego, sin embargo no tengo tiempo de explicarte ahora. —, dijo Kolya intentando de nuevo levantarse, sin éxito. —¿Quién es el hombre del traje que vino a verte? —, preguntó Sofía. —¡Ese hombre ha venido a matarme y volverá hoy mismo si no me ayudas! Confía en mí, te lo explicaré todo —. Sofía seguía mirando fijamente a Kolya, pero las ideas bullían en su interior. Era una locura, jugarse su carrera por ayudar a un desconocido que bien podría estar loco. Además, en caso de que él tuviera razón, ella se vería involucrada en un asunto peligroso. Tras unos segundos de reflexión, y sin ninguna razón que ella pudiera comprender, pero con la certeza de que hacía lo correcto, por fin le dijo: —¡Qué demonios! ¡Te ayudaré! —. Sofía salió al pasillo de la planta a buscar una silla de ruedas con la que trasladar a Kolya, al parecer no había tiempo que perder. Ya vendrían las respuestas más tarde. —. ¡Sofía! —, gritó la enfermera jefe desde el fondo del pasillo. —¿Si? —. —¿Has pasado por todas las habitaciones? Me acaban de llamar de la seiscientos ocho. ¡Tenían el suero agotado! —, espetó la enfermera jefe. —Esto, …si, lo siento, voy ya —, contestó Sofía, con una sensación de irrealidad en su cabeza producto de los nervios. —¡No quiero volver a decírtelo! ¡Que no vuelva a ocurrir!. —, comentó la jefa, ya cansada de lidiar con aquella joven enfermera tan rara. —¡Estos jóvenes! Tienen tantas distracciones que no saben estar en un sitio solo. La próxima vez ésta se va de patitas a la calle —, pensó la enfermera jefe de planta. —¿Por cierto, qué haces con esa silla? ¿Para quién es? — espetó la jefa. —Es para el paciente de la seiscientos dos. Le esperan en rayos —, contestó Sofía, intentando inútilmente disimular la tensión en sus cuerdas vocales. —¡Vete a la seiscientos ocho! Es más urgente —.
  • 10. 10 —Pero es que…—. —¡Ni peros ni nada! ¡Tú haces lo que yo te diga! Y punto —, dijo la enfermera jefe empezando a enfadarse de verdad. —Voy a cambiar el suero, luego llevaré al paciente a rayos —, contestó Sofía agachando la cabeza. Diez minutos más no tendrían consecuencia —Pensó —. Pero se equivocaba. Cuando Sofía entró en la habitación seiscientos ocho, el hombre del traje oscuro apareció de nuevo por el pasillo, y con paso firme, pero aparentando tranquilidad, avanzó hacia la habitación seiscientos dos. Era todo un profesional. Toda una vida dedicado a limpiar las impurezas del sistema, y ahí seguía, al pie del cañón. Su trabajo era fácil: alguien le hacía una llamada, le indicaban un objetivo y el precio acordado. Él no hacía preguntas, se limitaba a hacer su trabajo. Sabía perfectamente que todo sistema necesita gente que se ocupe de aquellos que lo ponen en riesgo. Y a él le iba bien. Estaba orgulloso de ser una parte importante de la sociedad; cada vez que entraba en un gran almacén, en el metro, o paseando por la calle, veía a la masa, a los miles de ciudadanos que vivían su vida más o menos tranquila, con unas reglas definidas que les permitían llevar a cabo sus absurdos y aburridos proyectos de vida, carentes de emoción, de sentido, como piezas de un gran juego, simples peones en un tablero complejo; hormigas moviendo el gran engranaje sin notar siquiera sus cadenas. El diseño del sistema era sublime, y él, su gran valedor. Además, le encantaba su trabajo, la adrenalina que inundaba su cuerpo en los momentos de acción era su droga. Si no pudieran pagarle, lo haría gratis. El asesino entró en la habitación y ya no disimuló frente a Kolya. —No sé qué coño has hecho, pero tienes a mucha gente muy cabreada —, le dijo con una mirada que paralizó a Kolya por su determinación. Iba a matarle. Con la mano izquierda tapó la boca de Kolya, haciendo alarde de una fuerza descomunal. La energía de la adrenalina multiplicaba por diez la fuerza muscular del asesino, mientras que la víctima sentía sus músculos sin fuerza alguna, paralizado por el miedo. Con la derecha sacó del bolsillo de su traje una jeringuilla que contenía un líquido color ámbar. Quitó con el pulgar la tapa que cubría la aguja y justo cuando iba a terminar su trabajo apareció la enfermera jefe, a quien un sexto sentido le decía que algo extraño estaba ocurriendo en su planta. —¡Pero qué coño…! — gritó la jefe de planta haciendo un ademán para coger la jeringuilla de la mano del asesino. En un instante del que ella jamás sería consciente, el hombre clavó la aguja en el cuello de la enfermera, que se desplomó en el suelo, quedando tumbada boca arriba, con las rodillas dobladas y los ojos abiertos, en blanco.
  • 11. 11 —¡Ya te pillaré a ti! ¡Eres muy fácil de cazar! —, le dijo el asesino a Kolya, y desapareció de la habitación. A los pocos minutos, la planta era un hervidero de personas que iban y venían, pacientes curiosos, enfermeras y enfermeros perplejos por lo ocurrido, y varios policías haciendo preguntas. —Buenas tardes señor… Boronov. Soy el inspector Manrique. Cuénteme qué ha pasado aquí —, pregúntó el inspector de policía, con una pequeña libreta en la mano para tomar nota de todo y empezar a bosquejar el puzle que habría de completar. —Han intentado matarme —, respondió Kolya. —¿A usted? ¿Y qué me dice de la enfermera jefe? —. —Entró en un mal momento para el asesino. Se topó con él y este la mató. Si no hubiera entrado yo estaría …muerto —, dijo Kolya sin comprender aún por qué la vida le había llevado a esta situación límite. —Dígame señor …Boronov. ¿cómo era la persona que ha intentado matarle? —, inquirió el inspector. —Unos cincuenta años. Rostro macilento, inexpresivo. Pelo cano. No sé, no recuerdo mucho más, todo fue muy rápido —, contestó Kolya. —Muy rápido. Ya. Y dígame ¿por qué alguien querría matarle? —, preguntó el inspector tomando notas, pero mirando de soslayo a Kolya, activando el lector innato de lenguaje corporal que todo policía tiene. Las palabras mienten. El rostro, rara vez. —Verá inspector Manrique, es una historia muy larga para explicar ahora. Soy investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Trabajo en el IMM …—. —¿IMM? —, interrumpió el inspector. —Instituto de Microelectrónica de Madrid, en la localidad de Tres Cantos —, continuó Kolya —La gente no lo sabe, pero somos pioneros a nivel mundial en ciertas técnicas de nanociencia y nanotecnología. Una de mis investigaciones dio lugar al descubrimiento de una técnica que combina nanotecnología y entrelazamiento cuántico de fotones. La publicación en una revista especializada de mi trabajo…—. —¿Y por eso le quieren matar? ¿Por investigar? —, interrumpió de nuevo el inspector, a quien no le interesaba lo más mínimo el trabajo del investigador. Él estaba allí para resolver un crimen. —Le decía inspector, que la publicación en la revista Science de mi trabajo llamó la atención del mayor centro de investigación de nanotecnología del mundo, el National Institute
  • 12. 12 for Nanotechnology Research, o NINRE, en California. Me llamaron y he estado trabajando con ellos seis meses. Con mi técnica basada en la teletransportación y la nano…—. —¿Teletransportación? ¿Entrelazamiento cuántico de …fotones? Vaya al grano, Boronov—, espetó el inspector, quien estaba empezando a perder la paciencia. —Mi descubrimiento es muy importante inspector. Puede cambiarlo todo. Literalmente. —, contestó Kolya, irritado por la estrechez de miras del policía. —¿Quién quiere matarle, señor Boronov? ¿Los americanos, por su descubrimiento? — , preguntó el inspector. —No lo sé inspector. Lo único que sé es que me tiene que sacarme de aquí, o acabarán por lograr su objetivo —, respondió Kolya. —Bien, le asignaré un agente. Se situará a la entrada de esta planta. Puede estar tranquilo. Mañana seguiremos hablando —, dijo el inspector. El inspector pensaba ir al CSIC y averiguar si el científico decía la verdad o realmente había perdido la cabeza. A estos cerebritos a veces les pasa —pensó —, se vuelven majaras. —Eso no es suficiente, debe trasladarme a una instalación más segura —, le dijo Kolya. —¿Trasladarle? Su seguridad está garantizada. Intente descansar señor Boronov —, dijo el inspector saliendo de la habitación. —No lo está —, pensó Kolya. Sofía entró en la habitación en un momento en que las cosas se habían calmado un poco. Debía averiguar si la situación ya estaba controlada para aquel paciente con el que percibía una conexión especial que no podía explicarse. —¿Cómo estás Kolya?, He oído que van a poner a un policía en la entrada de la planta. Me alegro de que todo esté controlado —, dijo Sofía aproximándose a la cama. —No hay nada controlado. Necesito tu ayuda. Sólo te pido que me traigas mi ropa y me ayudes a subir a un taxi. A partir de ahí no me verás más, no quiero ser un problema para ti —, le contestó Kolya con una mirada de súplica. —Vengo ahora—, dijo Sofía aún bastante confusa consigo misma, pues todos los argumentos de pros y contras que esgrimía en su cabeza le decían que saliera inmediatamente de aquella habitación y se fuera a casa. ¿Ayudar a un desconocido arriesgando su carrera? No tenía el menor sentido. Sin embargo, una sensación interior le decía sin la menor duda, sin debate interno, que tenía que hacerlo. No había motivos lógicos para la razón, pero el corazón le hablaba alto y claro. ¡Vive la vida, Sofía! La vida no es para pensarla, no es para complacer
  • 13. 13 los deseos de los demás, que te dan su aprobación en la medida en encajas en un plan que no es el tuyo. La vida es acción. Justo lo que no había hecho en toda su vida. Algo mareada por la tensión que le producía la lucha interior, salió de la habitación. Pasados veinte minutos entró Sofía con una bata de hospital y una silla de ruedas. —¡Ponte esto! —, le dijo a Kolya. —Sí —, respondió el científico con una mirada de gratitud. —¡Siéntate aquí y ni se te ocurra abrir la boca! Nos vamos —, le dijo Sofía tratando por todos los medios de tener el control de la delicada situación. Kolya se sentó en la silla. Su mente de científico le pedía evaluar todas las opciones posibles, pero no estaba en un experimento controlado de laboratorio. Con el corazón acelerado, encaró la situación. Una de las enfermeras que estaban en el pasillo, al verlos salir preguntó: —¿No has terminado ya tu turno, Sofía? Yo puedo llevar al paciente —. —No. Lo haré yo —, contestó Sofía. —¿A dónde vas? —, preguntó la compañera. —A Rayos —. —¿A rayos? ¿Para un paciente de planta? ¿Ahora? —, preguntó la enfermera percatándose de lo inusual de la situación. Sofía no contestó. Con paso firme avanzó hasta el final del pasillo, donde se levantó un policía que custodiaba la entrada. —¡Alto! Esta persona no puede salir de la planta. Debo garantizar su seguridad —, dijo asertivamente el policía. —He de llevar a este paciente a hacer una prueba, estaremos aquí en media hora —, contestó Sofía. El policía se dio cuenta de que tanto Sofía como Kolya estaban visiblemente tensos, aquello no le daba buenas sensaciones. Sin embargo, el respeto por las decisiones médicas le hacía dudar. —Yo iré con ustedes —. Los tres entraron en el ascensor, y conforme iba descendiendo de plantas el silencio se hacía más y más tenso allí dentro.
  • 14. 14 —¿De qué es esa prueba? —, preguntó el policía. —Rayos. Hay que confirmar el estado de las articulaciones. El doctor quiere ver la prueba mañana por la mañana —, mintió Sofía. Hasta a ella misma le había parecido un argumento poco convincente. Sabía que una de las salas de pruebas con mayor actividad era la de radiología, ya que la mayoría de entradas en el hospital por la tarde y por la noche se debía a traumatismos. Por eso había utilizado ese argumento. El ascensor llegó a la planta menos dos de radiología. Sofía debía sortear otro obstáculo: el hecho de que allí nadie tuviera indicación médica para esa prueba. —Sujete la silla por favor, voy a entrar a hablar con los compañeros, a ver si tenemos algún aparato de rayos libre —, indicó Sofía al policía, lo cual le infundió un poco más de confianza al ver que él se quedaba con la persona que debía proteger. El radiólogo, un hombre de unos cincuenta y pico años, de escaso pelo y con barriga, estaba observando unas radiografías que acababa de hacer y se disponía a escribir el correspondiente informe para el médico cuando vio entrar a Sofía en la estancia. —Buenas tardes enfermera, ¿qué le trae por aquí? —, preguntó. —Traigo un paciente para hacerle unas placas —, contestó Sofía. —No tengo constancia, enséñeme la orden del médico —, contestó el radiólogo. —Verá, es una orden verbal. Se trata de un asunto extraordinario. ¿Hay oído hablar de lo que ha pasado hoy en la planta sexta? —, preguntó Sofía. —Sí —. —Pues le traigo al paciente objeto de la agresión. El criminal le golpeó en la pierna derecha antes de irse y el paciente tiene mucho dolor. Tengo indicación del doctor Martín de que se le realice una radiografía y se la lleve para asegurarse de que está todo bien —, le dijo Sofía. —¿Llevársela? ¿Ahora? —, preguntó el radiólogo. —Sí. El doctor tiene guardia en urgencias y quiere ver la prueba hoy. Y este es un caso excepcional. El director del hospital no quiere más noticias negativas y le ha dado máxima prioridad. — continuó Sofía, cuyo plan era llegar hasta urgencias a través del montacargas auxiliar que tenían internamente en Radiología para los casos de fracturas graves y politraumatismos. Una vez allí, tendría que llegar hasta el parking, donde tenía aparcado su Mini Cooper rojo. —Quiero hablar con el doctor Martín. Páseme el teléfono —, le dijo el radiólogo a Sofía, algo extrañado por todo lo que estaba oyendo.
  • 15. 15 Sofía sabía que no podía permitir que se hiciera esa llamada. Estaba empezando a estar desesperada, pero de alguna manera se sentía ya cómplice de aquel científico, y su sentido de la ética no le permitía abandonarlo a su suerte. —¡Espere! —, le gritó Sofía al tiempo que comenzó a desabrocharse la bata blanca. — Ante situaciones desesperadas, medidas desesperadas —pensó. —¡Pero qué hace enfermera! —, dijo el radiólogo, quién jamás se había visto en una situación parecida. La belleza de aquella enfermera, la sensualidad de su cuerpo perfecto, la simple posibilidad de revivir la sensación ya olvidada de tocar una piel joven de mujer lo perturbó en lo más hondo de su ser, en esa parte del ser humano que procede de su más baja naturaleza animal, tan ancestral, tan poderosa como la vida misma. El radiólogo apoyo sus manos en la mesa que tenía detrás, paralizado ante la situación que estaba viviendo. Estaba confundido y asustado, pero era ya una marioneta de su profundo deseo. Sofía se acercó despacio al radiólogo, desabrochando suavemente el primer botón de su camisa. Cogió la cabeza del médico radiólogo con ambas manos y lo besó. Después de besarlo comenzó a clavar sus uñas en la cabeza del radiólogo. Éste le cogió las manos a Sofía, retirándolas de su cabeza sin oposición en lo que él pensaba que era un juego sensual. Acto seguido, Sofía llevó sus manos al segundo botón de su camisa, y con un tirón seco la rompió. —O me ayudas o te acuso ahora mismo de intento de violación —, le dijo Sofía mirándolo directamente a los ojos, sin la menor vacilación. —Pero… yo… —apenas acertó a decir el radiólogo. —Tengo tu ADN en mi boca. En mis uñas ya que me tuve que defender, y has roto mi camisa —. —Pero yo no he roto… —. —Piensa en tu familia, en tus hijos. ¿De verdad crees que alguien te creería a ti? —, le espetó Sofía cogiendo la fotografía enmarcada que tenía el radiólogo en su mesa. —¿Qué tengo que hacer…? —, se avino el doctor, aterrado. —Quiero que salgas a por el paciente y lo traigas. Hay un policía con él, dile que se espere fuera. Luego nos permitirás irnos por el ascensor de urgencias —, le ordenó Sofía mientras se abotonaba la bata. —Pero…—. —¡Haz lo que te digo! —.
  • 16. 16 El radiólogo salió a por Kolya. Le dijo al policía que esperara fuera para no exponerse a la radiación electromagnética. Que no tardaría. Una vez dentro de la sala de rayos, subieron por el ascensor auxiliar hasta la planta de urgencias. Allí no llamaría la atención con un paciente en silla de ruedas, y todo el mundo está muy ocupado, por lo que pudieron salir por la puerta principal de ambulancias sin ser molestados por nadie. Pasado un buen rato, el policía se dijo a sí mismo que algo raro estaba pasando. No era normal tanta espera. Entró bruscamente a la sala de rayos donde se encontró al radiólogo sentado en el suelo, con las manos en la cara, llorando. En ese mismo momento, el Mini Cooper rojo de la enfermera volaba por la carretera M-30 de Madrid. CAPÍTULO -3-. A primera hora del día siguiente, diez de enero, el inspector Manrique tomó la carretera de Colmenar Viejo. En una media hora estaría en de Tres Cantos, localidad madrileña privilegiada, tanto por sus cercanos montes, como por su bien planificado diseño. Al ser una ciudad de únicamente treinta años de existencia, contaba con preciosas avenidas repletas de árboles de hoja perenne, simétricos edificios de ladrillo rojo, un cielo azul y un aire puro proveniente de las enormes extensiones boscosas cercanas. El inspector fue cambiando de humor conforme avanzaban los kilómetros al volante de su Seat Toledo. No le vendría mal salir durante un par de horas de la gran urbe, con su cielo grisáceo aún sin nubes, la prisa de sus habitantes y el submundo de inconfesables intenciones que él bien conocía. El inspector aparcó en la calle de Einstein, a escasos metros del enorme monte de El Pardo. A pie recorrió los cincuenta metros que lo separaban de la Calle de Isaac Newton, donde se encuentra el Instituto de Microelectrónica de Madrid, dependiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas. El edificio blanco de cristales de espejo con reflejos de nácar lucía brillante con los tibios reflejos del sol de invierno, bajo un cielo azul con un fondo de ligeros jirones de nubes altas. El ambiente era de pura armonía. El inspector, acostumbrado al inhumano nivel de ruido de la gran ciudad, se detuvo un instante para escuchar el silencio.
  • 17. 17 —Buenos días, soy el Inspector Manrique de la Policía Nacional —, dijo al vigilante de seguridad que custodiaba la entrada, mostrando su placa —Quiero ver al profesor Alberto Gámez —. —Un momento, por favor —, respondió el vigilante, algo intimidado por la presencia del Inspector. —El profesor Gámez saldrá a recibirle en unos minutos, señor Manrique —, le indicó el vigilante colgando el teléfono. El inspector, un hombre delgado, alto, de abundante pelo negro peinado con la raya a un lado era lo que se dice un hombre clásico. Vestido con un traje sin corbata y camisa negra, era uno de esos tipos de rostro adusto, que no bromea, a los que les gusta siempre tener el control. Su trabajo en la policía había sido impecable, en su hoja de servicio eran incontables los casos resueltos. Como un cazador, rastreaba las pistas en busca de su presa hasta localizarla y darle alcance. Era incansable en su búsqueda, y si tenía que perseguir a un sospechoso hasta los confines de la tierra, allí iría. Tras unos minutos de espera, apareció tras una puerta de apertura automática el profesor Alberto Gámez. —Buenos días. Me han dicho que preguntaba por mí —, dijo el profesor, un poco extrañado por la visita. El inspector, tras escrutar la estancia con la mirada, y comprobar que en la puerta de acceso además del vigilante entraba o salía algún que otro investigador, comentó: —Profesor, querría hablar con Usted unos minutos. En privado —, su directa mirada y su tono de voz no dejaban lugar a la duda. —Sí sí, claro señor…—. —Inspector Manrique —. —Venga por aquí, Inspector. Estaremos mejor en mi despacho —, dijo el profesor, con una sensación de verdadera incomodidad por esa inesperada visita. El despacho del profesor en nada se parecía a lo que la gente entiende por un despacho. Más bien parecía el cuarto de un adolescente, con todo tirado, solo que en vez de póster y juegos de ordenador, el desorden provenía de libros, revistas especializadas, y más libros. Sobre la mesa, en un espacio hecho a base de apilar centenares de folios en uno de los lados de la mesa, probablemente apartados de la zona de trabajo con el brazo, sin orden aparente, había un ordenador portátil, bastante grueso, y con varios cables acoplados. Daba la sensación de cualquier cosa, menos portátil.
  • 18. 18 En cuanto entraron en el despacho, el profesor retiró una pila de papeles de una de las dos sillas atestadas de documentos. —Siéntese, por favor —. El inspector se sentó sin decir nada. Analizando cada rincón de aquella ratonera, obteniendo los datos necesarios para saber con qué clase de persona iba a tratar, y como abordarlo para obtener las respuestas que quería. —Profesor, quiero que me hable de Nikolay Boronov —, preguntó el inspector, sacando del bolsillo interior de su chaqueta negra un bolígrafo y una pequeña libreta gastada, repleta de datos, pero sin perder de vista la cara del profesor. —¿De Kolya? —, se sorprendió el profesor. El lenguaje corporal, perfectamente analizado por el inspector, hacía indicar que la sorpresa no era fingida, el tiempo de reacción hacía imposible una respuesta planificada. Al inspector le pareció que no tenía ni la menor idea de lo que estaba pasando, pero aún debería concluir su análisis. —Kolya o Nikolay. ¿Qué nombre es correcto, profesor? —, inquirió el inspector. —Bueno, su nombre es Nikolay, pero él prefiere que le llamemos Kolya, como lo hacía su madre. Es un diminutivo cariñoso. No tiene ni treinta años, inspector. Fui su tutor en el doctorado, para mí es como un hijo —, contestó el profesor, algo dubitativo por la presencia del inspector. —¿Cuál es el trabajo de Nikolay Boronov, profesor? —, preguntó el inspector Manrique, a quien no le gustaban los diminutivos. —¿Por qué? ¿ha pasado algo? —, preguntó Gámez. —Ha recibido alguna amenaza, y queremos protegerlo —, contestó el inspector, eligiendo esa media verdad. —Es doctor en el campo de la mecánica ondulatoria, inspector —. La mirada impasible del inspector hizo comprender al profesor Gámez que iba a tener que explicarlo de una forma sencilla, o ese hombre no iba a comprender nada. —Empecemos por el principio, —dijo el profesor —, todos nosotros estamos sometidos a unas fuerzas en la naturaleza, fuerzas que nos guste o no están ahí y rigen nuestras vidas. Vivimos pegados a la superficie de un planeta, que nos atrae con una fuerza proporcional a su masa. Todo lo que hacemos, comer, dormir, coger el coche para ir al trabajo, incluso estar sentado aquí hablando es gobernado por cuatro fuerzas fundamentales, no solo la gravedad terrestre, que tienen sus propias reglas de funcionamiento —. En ese momento, el profesor hizo rodar su lápiz por la mesa en dirección al inspector, quien lo paró con la mano. —Acaba
  • 19. 19 de demostrar, inspector, la primera ley de Newton. Todo cuerpo persevera en su estado de reposo o movimiento uniforme y rectilíneo a no ser que sea obligado a cambiar su estado por fuerzas impresas en él —, dijo el profesor, interrumpido en ese momento por el inspector… —Gracias por la clase, profesor, —dijo el inspector en un tono sarcástico, —pero ¿a dónde nos lleva todo esto? —. —Simplemente le estoy situando en un marco de referencia para que pueda comprender el trabajo de Kolya. Es un buen chico. Inspector, si está en problemas, por favor le ruego que le ayude —, dijo el profesor en tono de súplica. —Tiene mi palabra, profesor —. —Gracias. Como le iba diciendo, inspector, todos nosotros percibimos el mundo sujeto a esas reglas que podemos notar, que nos son aplicadas en nuestro día a día y que comprendemos bastante bien, aunque no sepamos su formulación matemática. Por ejemplo, si un sospechoso se aleja en exceso ¿cómo le dispararía a la pierna, inspector? —. —Elevaría el disparo —, contestó el inspector, asumiendo que aquello le iba a llevar su tiempo. Era evidente que aquel científico no tenía la noción de la prisa entre sus principales inquietudes, así que se reclinó en el asiento, dejó la libreta, aún en blanco, en la desordenada mesa del profesor y decidió darse un tiempo. —Efectivamente, dijo el profesor, —efectuaría un disparo calculando con precisión la trayectoria para contrarrestar el efecto gravitatorio. Principio elemental en balística. Y la bala iría desde el punto A al punto B, a través del aire, en una trayectoria curva, ¿no es así, inspector? —. —Sí, así es —. —Ese mundo que percibimos con los sentidos está gobernado por las leyes de la mecánica clásica o newtoniana, inspector —. —¿Qué tiene que ver eso con el trabajo de Nikolay, señor Gámez? —, inquirió el inspector. —Kolya es físico, pero no le interesa ni lo más mínimo las leyes que gobiernan el mundo que vemos, inspector. Existe otro mundo que no vemos, pero que también rige nuestras vidas. Se trata del mundo de lo muy pequeño. Estamos hablando de una escala a nivel atómico, mil veces más pequeño que el grosor de un cabello humano. A esa escala ocurren cosas sorprendentes, inspector —continuó el profesor reclinándose hacia delante, en un gesto que indicaba claramente que estaba empezando a hablar de una materia que le apasionaba. — En el mundo cuántico una partícula puede estar en un número infinito de lugares. En el ejemplo
  • 20. 20 de la bala, si estuviéramos en el universo cuántico, y la bala fuera una partícula subatómica, podría ir desde el punto A al punto B sin pasar por medio de los dos —. —¿Una partícula va de A a B sin pasar por el medio? —, preguntó el inspector, quien definitivamente había decidido hacer un descanso en su estresante agenda. Un rato de charla no le vendría mal. Además, le estaba empezando a caer bien aquel tipo, le parecía curioso en su ingenuidad. —Así es. Además, si podemos saber la posición de una partícula será imposible determinar su trayectoria, y si conocemos su trayectoria será imposible determinar su posición. En el mundo subatómico no hay verdades absolutas, solo probabilidades de que algo ocurra — , dijo el profesor. —Pero, eso es imposible —, respondió el inspector. —¡Ajá! Otro Einstein —, soltó jocosamente el profesor, quien ya casi se había olvidado de con quién estaba hablando, tan absorto en su mundo de conjeturas físicas. —¿Disculpe? —. —Inspector, ¿ha oído alguna vez la frase de Albert Einstein que dice “Dios no juega a los dados”? —, preguntó el profesor. —Pues sí, me suena bastante. ¿Así que se refiere a esto? — respondió el inspector. —Sí inspector, se trata del principio de incertidumbre de Heisenberg. Hasta el propio Einstein, con su descomunal capacidad de comprensión, no podía dar crédito a esta forma caprichosa de comportamiento de la materia, lo cual le costó bastantes críticas, especialmente de otro de los padres de la mecánica cuántica, Niels Bohr, quien le respondió en una carta: “Señor Einstein, deje de decirle a Dios lo que debe hacer”. —¿Heisenberg no era un nazi, profesor? Lo vi en un documental —, preguntó el inspector. —¿Un nazi? En realidad no, inspector. —, dijo el profesor un tanto sorprendido por los conocimientos del inspector. —Trabajó para Hitler en la construcción de la bomba atómica, pero nunca consiguieron desarrollarla. Cuando los británicos recluyeron al grupo de científicos alemanes que habían estado trabajando en la construcción de la bomba atómica para Hitler, en una casa de la campiña inglesa dispusieron micrófonos por toda la casa, ¿y sabe qué? —. —¿Qué? —. —Tenían los conocimientos necesarios para hacer con éxito bombas atómicas. Posteriormente, el propio Heisenberg dijo que se había dado cuenta del poder destructor de
  • 21. 21 Hitler y había decidido que aquel proyecto nunca viera la luz. ¿Héroe o villano?, nunca lo sabremos —, concluyó el profesor. —La charla está siendo agradable, profesor —dijo Manrique sinceramente —, pero ¿qué tiene que ver todo esto con Nikolay? —. —Nikolay… ah sí. Disculpe inspector, a veces me voy por las ramas. Kolya tiene un talento increíble inspector. Su mente procesa la información de una forma en que los demás no podemos. Hay un nivel en la comprensión del conocimiento al cual nuestro cerebro racional no puede llegar, hay ciertos temas que sólo pueden ser comprendidos con el poder de la intuición. Y esa capacidad de pensar con la parte más potente de nuestra mente, que no es parte racional, inspector, está al alcance de muy pocos. Yo me di cuenta de su capacidad excepcional cuando le impartí una asignatura en cuarto de carrera, en la Facultad de Ciencias Físicas de la Universidad Complutense, donde doy clase. Recuerdo que hablamos del teorema de Fermat en clase, esa simple fórmula matemática sin solución durante más de trescientos años, desde su formulación en mil seiscientos treinta y siete hasta mil novecientos noventa y cinco, año en que el profesor Andrew Wiles lo resolvió. Pues bien, uno de los problemas a que dio lugar la resolución de ese teorema es que muy pocos matemáticos en el mundo eran capaces de seguir la explicación del profesor Wiles y por eso no se dio por bueno el resultado de forma inmediata. Hablamos de ello en clase, y proyectamos un vídeo en que se veía al profesor Wiles en la Universidad de Cambridge explicando la solución al teorema. Ese fue un momento mágico en la vida de un matemático, y quería compartirlo con mis alumnos. Lo curioso del caso es que ninguno de los que estábamos en la clase pudimos seguir la explicación, cosa que tampoco tenía importancia, pues no éramos matemáticos. Sin embargo, a la semana siguiente Kolya me preguntó si podía subir a la pizarra. Le dije que sí, y comenzó a explicarnos paso a paso la resolución del Último Teorema de Fermat. No sé si él era consciente de lo que aquello significaba, creo que no, imagino que había sido un reto para su mente y le pareció divertido ir más allá. En ese momento decidí que dirigiría su tesis doctoral — . —Profesor, vaya al grano —, inquirió el inspector, cambiando de postura en la silla, pensando que no sacaría nada en claro de la entrevista con aquel chiflado de los números. —De acuerdo, inspector. Kolya hizo su tesis doctoral sobre la teleportación o teletransportación cuántica… —. —¿Teletransportación? ¿Se refiere al tipo de teletransportación que sale en la película La Mosca, profesor? —interrumpió el inspector. —No exactamente. Esto ocurre a escala subatómica. Las partículas a veces son materia, a veces energía, y pueden trasladar sus propiedades de un punto a otro sin tomar ninguna ruta, sin caminos intermedios —, continuó explicando el profesor.
  • 22. 22 —Masa y energía, masa y energía… —, caviló en voz alta el inspector Manrique, intentando establecer un punto de conexión entre la mente del científico y el intento de asesinato que debía resolver. —Sí, inspector, ¿Conoce la famosa fórmula E = mc²? —. —La he visto en camisetas, sí —, contestó el inspector. —La masa y la energía son dos manifestaciones de una misma cosa inspector. El mundo no es tal como parece, como alcanzamos a comprender. La materia es pura energía, vibrando de una forma determinada. Simplemente es así. —, dijo el profesor. —Eso podría explicar algunos fenómenos extraños que he visto. He visto morir gente, profesor, y le aseguro que hay sensaciones que no se pueden explicar… —, comentó el inspector, mirándose las uñas de una mano, en un gesto reflexivo, como si estuviera solo. Pensando en voz alta. —Como científico no doy credibilidad a lo que no pueda medir, inspector —, contestó el profesor Gámez, sacando de sus pensamientos al inspector. —Prosiga profesor, ¿tiene entonces que ver con la energía? —, preguntó el inspector. —¡Bingo inspector! —. —Continúe —. —Kolya ha publicado varios trabajos importantes sobre teletransportación cuántica. Se trata de fotones de baja energía que se entrelazan y se transmiten información automáticamente. Si un fotón sufre una variación, su fotón entrelazado la sufre también, automáticamente, en la distancia —, continuó explicando el profesor. —¿Es una realidad, entonces? —, preguntó el inspector. —Sí. De hecho el récord de distancia de entrelazamiento cuántico se ha batido recientemente en Canarias, inspector. Kolya colaboró con dicho experimento en la Estación Óptica Terrestre de la Agencia Europea del Espacio, en Tenerife. Aunque este hecho no es nuevo para la comunidad científica, es posible que Kolya haya conseguido… No…, es físicamente imposible—. —¿Qué es físicamente imposible, profesor? —. —Atrapar la energía del espacio, inspector. Él ya tenía esa idea en mente cuando estaba preparando la tesis doctoral, pero no estamos tan avanzados tecnológicamente para eso. —, dijo el profesor, con la mirada fija en los papeles de la mesa, haciendo cálculos internos, absorto en ellos. Finalmente concluyó —…es imposible. —.
  • 23. 23 —Explíquemelo un poco mejor, profesor, no le sigo —, dijo el inspector, incorporándose en la silla. —Kolya tenía un sueño, acabar con las miserias humanas. Contribuir de alguna manera a mejorar el mundo. ¿Y qué es lo que mueve el mundo? —, preguntó el profesor. —¿La energía? —. —Correcto inspector. ¿Ha oído hablar al reputado científico Michio Kaku de los tres tipos posibles de civilizaciones?, Están las civilizaciones que obtienen la energía almacenada en su propio planeta, por ejemplo quemando hidrocarburos, que son básicamente plantas muertas, las que obtienen la energía directamente de su estrella, como ya estamos empezando a hacer al aprovechar la energía solar, y las que obtienen la energía de la galaxia, capturando para su provecho las ondas energéticas que viajan por el universo. Esto último es en lo que estaba trabajando Kolya. Al menos en su mente —. —¿Cómo que en su mente? —, preguntó el inspector. —Sí. Me refiero como concepto teórico. Cuando se produce un entrelazamiento cuántico podemos transmitir información de una partícula a otra, pero no energía. Digamos que es como si tenemos una silla en este edificio y otra en su comisaría, inspector. Si estuvieran entrelazadas, si yo moviera mi silla que está en mi oficina usted vería moverse automáticamente la que está en la suya. Así de simple, sin trasvase de energía de un punto a otro, sin que nada viaje por el camino —, continuó explicando el profesor. —Pero, …eso que me cuenta parece imposible, profesor —. —Es parte del mundo en que vivimos, inspector. En realidad hay más energía que materia, o dicho de otro modo, sea lo que sea lo que existe, se manifiesta más como energía que como materia. De hecho, a todos nosotros nos parece que el universo está vacío, con vastísimos espacios vacíos entre cuerpos celestes, ¿no le parece? —. —Así es —, contestó el inspector Manrique, en un intento de seguir el argumento de aquel profesor ensimismado en su propio conocimiento. —¿Y cómo es que los planetas están “pegados” a su estrella, y ésta está “pegada” a su correspondiente galaxia, y las galaxias están a su vez se ven impulsadas por el tirón gravitacional de otras galaxias, en una danza de fuerzas de las que no puede escapar? ¿Y cómo es posible, inspector, que si el espacio está vacío, le llegue el calor del sol? —. —Pues… —. —La respuesta es simple. Porque el universo que conocemos no está vacío, es pura energía. Incluso cuando usted golpea una pared con un martillo, percibirá el choque entre la pared y el martillo porque el campo de fuerza nuclear de los átomos que conforman su martillo
  • 24. 24 chocan con el campo de fuerza nuclear que mantiene unidos a los elementos atómicos de la pared, chocan fuerzas, energías, no partículas. Si usted pudiera hacerse tan pequeño como un electrón y se infiltrara entre los átomos que configuran la pared, le aseguro profesor que vería un lugar muy muy vacío —. —La charla está siendo muy interesante profesor, pero yo tengo que volver al mundo real. No se ofenda, pero no hay más tiempo para sus explicaciones —, inquirió el inspector, sabiendo que no sacaría nada más de allí. —Una última pregunta. Y vaya al grano ¿Qué ha descubierto Nicolay? —, preguntó secamente el inspector Manrique. —No sé cómo lo ha hecho, inspector, pero si Kolya ha conseguido obtener energía del universo a través de la teletransportación cuántica, el mundo que usted y yo conocemos desaparecerá de un plumazo y pasaremos a nuevo nivel. ¿Se ha preguntado alguna vez qué se podría hacer con energía inagotable, limpia y barata? Estamos hablando del mayor salto evolutivo del planteta. Con esa energía inagotable podríamos obtener prácticamente gratis agua potable de los océanos, regar desiertos, alimentar a toda la población mundial, que estaría más repartida por el planeta, cada persona podría trabajar su propia subsistencia sin problemas, nuestro planeta visto desde el espacio sería un vergel inmenso, un planeta verde… —. Un martilleante sonido metálico proveniente del teléfono móvil del inspector sacó al profesor Gámez de sus pensamientos sobre el paraíso terrenal. —Disculpe profesor. Esta llamada es importante —, dijo el inspector abriendo la tapa de su anticuado teléfono. —Aquí Manrique, ¿qué ocurre? ¿Qué? ¿Es una broma? De acuerdo, voy para allá —. —Profesor, no sé en qué anda metido su pupilo, pero esto es muy gordo. En este momento tengo sentado a un agente de la CIA en mi despacho. Quiero que esté totalmente disponible, aquí tiene mi tarjeta. Si va a moverse de Madrid, comuníquemelo. Volveremos a hablar —, dijo el inspector Manrique en un tono que no admitía réplica. —¿Ha dicho la CIA? — preguntó atónito el profesor. —Sí —. —¿La agencia de inteligencia de los Estados Unidos? —, volvió a preguntar el profesor. —Así es. Esto se puede poner feo para Nikolay. Esté localizable —, dijo el inspector saliendo del despacho del profesor.
  • 25. 25 CAPÍTULO -4-. En poco menos de media hora, el Mini Cooper rojo de Sofía estaba aparcado en una céntrica calle del barrio madrileño de Argüelles, donde vivía con su madre. Hasta ese momento, la vida de Sofía había transcurrido de una forma mecánica, inercial. Colegio, instituto, universidad. Todo era un continuo que se sucedía por la única razón de que a los ojos de los demás debía ser así. Incluso había salido muchas veces de fiesta con sus amigas a los cercanos bares del barrio Moncloa, donde aparentemente se lo habían pasado muy bien. Pero sólo aparentemente. Fingía estar integrada porque para ella eso era mucho más sencillo que destacar por reivindicar su derecho a negarse a ser una oveja más del rebaño. Sin embargo, en su interior, una voz le decía que ella no había nacido para eso, que la vida es demasiado valiosa para desperdiciarla sin hacer lo que de verdad quiere el corazón. Tener la sensación de estar viviendo una vida que han diseñado otros era para Sofía un motivo de infelicidad. Guapa, joven, con estudios y trabajo, —¿pero a qué espera esta niña para tener novio y casarse? —, se preguntaban a menudo las amigas de su madre, las cuales habían sido criadas en una permanente omisión de sus deseos, y habían asumido en una suerte de síndrome de Estocolmo su destino, como una prueba palpable de que hacían lo correcto, sometiéndose a la aprobación de otras personas como sistema de referencia en el que medir su valía. Sin embargo, Juana, la madre de Sofía, con la sabiduría fruto de callar y observar durante toda una vida, con esa comprensión de las cosas que no se aprende en los libros, percibía algo de forma clara en los ojos de su hija: veía la tristeza, y eso era algo que la corroía por dentro, pues la misión de toda madre no es que sus hijos se adapten a un patrón preestablecido superando lo que ella no pudo lograr, en un intento de tener en persona ajena una segunda oportunidad. La misión de toda madre es criar a sus hijos para que sean personas felices. Lo demás, es secundario. —Buenas noches mamá, vengo con alguien —, saludó Sofía entrando con Kolya, a quien sujetaba por la cintura ayudando a su ya algo recuperada movilidad. Juana salió del salón al recibidor, donde contempló la sorprendente e inusual escena. Su hija venía con alguien a su casa. Alguien que apenas podía sostenerse. —¡Pero hija! Cómo es que… —, acertó a decir Juana, en una primera reacción, algo confusa.
  • 26. 26 —¡Necesito tu ayuda, mamá. Calienta una de las latas de lentejas que tenemos… y también necesito un filete de ternera poco hecho! —, le pidió Sofía a su madre, en un tono que no dejaba lugar a la discusión. —Pero… ¿Ahora? —, contestó la madre, todavía más perpleja. —Hazlo, por favor. Te explicaré todo luego —, dijo Sofía. Juana fue a la cocina aún sorprendida, pero sin dudas de que era lo que tenía que hacer. Conocía muy bien a su hija, y jamás había hecho nada que no tuviera sentido. Confiaba en ella plenamente. —Hija, es hora de que me empieces a explicar —, dijo Juana portando en una bandeja la comida que le había pedido su hija. —Tienes razón mamá. Siento mucho todo este jaleo —, contestó Sofía. —Lo siento mucho señora. Le prometo que en un par de horas me iré de aquí —, le dijo Kolya a la madre de Sofía. —¿Y tú eres…? —, preguntó Juana. —Él es quien se va a comer ahora mismo esta comida —, dijo Sofía acomodando la bandeja en las rodillas de Kolya, a quien había sentado en un sillón orejero que normalmente utilizaba Juana para leer. —Gracias Sofía, pero no tengo hambre —, respondió Kolya. —Me da igual que no tengas hambre. Necesitas hierro, y en cantidades industriales. Tu médula está produciendo glóbulos rojos, pero necesita materia prima, Kolya. Esto no es comida, es lo que necesitas para recuperarte. Espero que tu estado vaya mejorando por horas —, repuso Sofía. —No sé cómo agradecerte lo que estás haciendo por mí. Estoy en deuda contigo —, dijo Kolya al tiempo que empezaba a ingerir el necesario alimento. —Mamá, él es Kolya, es un paciente del hospital que está siendo objeto de una persecución injusta, y yo le he ayudado —. —¿Un paciente objeto de una persecución…? —, preguntó Juana, aún sin hacerse una verdadera composición de lugar de lo que estaba sucediendo. —Sí. Lo verás en la tele. Hoy han intentado matarle —. —¿Qué han intentado matarle? ¿Y qué pintas tú en eso? —, inquirió la madre, preocupada por ver a su hija involucrada en un caso de intento de asesinato.
  • 27. 27 —Mamá, Kolya es un científico cuya investigación puede salvar muchas vidas, necesitaba la ayuda de alguien y he sentido que tenía que ayudarlo. Lo siento mamá, he hecho lo que creía que tenía que hacer —. —¿Por qué puede salvar muchas vidas su investigación, señor… Kolya? —, preguntó Juana, ante la atenta mirada de Sofía, quien tampoco había tenido tiempo de preguntarse qué hacía exactamente ese científico. —No sé por qué razón, pero me ha tocado a mi hacer un descubrimiento que puede cambiar la vida tal como la conocemos, no entiendo por qué yo… —, comenzó a explicar Kolya con la mirada perdida en la inmóvil cuchara que sujetaba. Tenía la sensación de que él no era el artífice de sus descubrimientos, sino que era simplemente el mensajero, el medio para que algo ocurriera, pues era incapaz de controlar ni lo más mínimo los acontecimientos en los que estaba involucrado. La vida se desarrollaba a su alrededor, y a través de su persona, sin pedirle permiso. —Siempre he querido ser científico, investigador, como mi padre…—, continuó Kolya, interrumpido por Juana, quien quería saber más acerca de ese hombre. Necesitaba la información para proteger a su hija. —¿Su padre era científico? —. —Sí. Mi padre fue uno de los héroes de Chernobil —, contestó Kolya, evocando a quien era su referente en la vida, aunque a penas lo recordara. —¿Chernobil? ¿No fue ahí el accidente catastrófico en la central nuclear? —, preguntó Sofía. —Mi padre era físico nuclear —continuó Kolya—, y trabajaba en la central nuclear ucraniana de Chernobil. Las instalaciones no estaban en buenas condiciones. En esa época y en una empobrecida Ucrania no había dinero para las inversiones millonarias que necesita una central nuclear para ser segura, aunque los científicos de la Unión Soviética siempre han destacado por su profesionalidad y sacrificio, a pesar de lo que habitualmente sale en las películas… —Kolya, ¿murió allí tu padre? —, preguntó Juana, aunque ya sabía la respuesta. —El veintiséis de abril de mil novecientos ochenta y seis ocurrió el accidente. La energía nuclear se produce por reacciones de fisión de los átomos del combustible radiactivo, y eso genera muchísimo calor. Estaban en un ejercicio de simulación de un corte de energía eléctrica y algo falló. Se cortó la refrigeración del reactor cuatro y ello provocó la explosión y la expulsión de material radiactivo. Mi padre no estaba ese día en la central. Lo llamaron a casa. Le dio un beso a mi madre y salió para la central. Allí todo era un caos. Tras la explosión hubo incendios simultáneos, fuga de material radiactivo y descontrol absoluto. Los trabajadores especializados se reunieron para evaluar los daños y planificar las acciones a llevar a cabo. En tan solo una hora de reunión todos estuvieron de acuerdo en una cosa: si bien el daño
  • 28. 28 producido era colosal, debían a toda costa neutralizar el núcleo del reactor y seguir refrigerando los demás reactores, o las proporciones de la catástrofe serían apocalípticas. Mi padre reflexionó durante un rato y tomó la decisión más difícil de su vida, y por eso le admiro — . —¿Se quedó para ayudar? —, preguntó Sofía, con un nudo en la garganta de sólo imaginar por lo que había pasado esa familia. —Sí. Mi padre es uno de los treinta héroes de Chernobil. Sabían perfectamente que la radiación era letal, no había escapatoria para una exposición tan brutal a los isótopos de yodo y xenón en plena descomposición radiactiva. Lo sabían y se quedaron. Conservo una nota que me dio mi tía. La escribió mi padre para mí, pero no me la entregaron hasta que fui mayor de edad. Es muy simple pero refleja el tipo de persona que fue —continuó Kolya con lágrimas en los ojos, a pesar de la frialdad de su carácter —, la nota dice: “Querido Kolya, hijo mío, espero que leas esta nota cuando seas mayor, entonces sabrás lo que ha pasado aquí hoy. Debo quedarme a pesar de todos los años que te estoy robando con mi decisión. El sacrificio no es solo mío, es también tuyo. Sin embargo, con nuestro sacrificio salvaremos a centenares de miles de vidas. Personas que jamás sabrán lo que hemos hecho por ellos, pero nosotros sí, y debes estar orgulloso por ello. Jamás te culpes o te sientas mal por lo que ha pasado, lucha en la vida y no olvides que el amor que siente tu padre por ti siempre te acompañará” —. —Murió el doce de mayo de mil novecientos ochenta y seis, producto de una radiación letal masiva —, concluyó Kolya. Juana entendió que ese hombre era especial, que mientras que la mayoría de nosotros vive una vida insustancial, rellena de momentos de presente, para ese muchacho, apenas un niño, la vida tenía un sentido desde casi la fecha de su nacimiento. Vivía, como los demás, sujeto a las leyes del día a día, pero una fuerza latía dentro de su corazón, una fuerza, la fuerza del amor por su padre, que jamás podrían comprender los demás. —Ahora entiendo que te hayas dedicado a la ciencia, pero escúchame bien aunque apenas te conozca: no te culpes, tal como te dejó escrito tu padre —, le dijo Juana, en un intento de proteger a aquel muchacho cuyo destino había sido tan cruel. —No me culpo, señora, pero desde que tengo uso de razón he querido ser tan buen científico como mi padre, y desde que conocí la nota que dejó, mi máxima aspiración ha sido dedicar mi vida, a través de mi investigación, para beneficio de los demás. Quiero sumarme a ellos, a los que dieron su vida por mejorar la de otros. De esa forma, cuando muera y me encuentre con mi padre, le diré que yo también dejé un mundo mucho mejor que el que me encontré al llegar —, dijo Kolya, recuperando la entereza. —Y has encontrado la forma de hacerlo. Lo sé —, le dijo Sofía mirándolo a los ojos, en un gesto de complicidad.
  • 29. 29 Kolya, esbozando una amplia sonrisa, con una mirada radiante, llena de luz, miró a Sofía a los ojos y contestó lacónicamente: —Sí —. —¿De qué se trata, Kolya? —, preguntó Sofía. —Siempre que trato de explicarlo me cuesta hacerme entender, por eso os lo contaré en la versión sencilla, prescindiendo de tecnicismos… —, respondió Kolya con el brillo en los ojos que produce la emoción, fruto de haber obtenido un resultado tras miles de horas de investigación. Él sabía que la mayoría de los investigadores podían pasarse toda una vida investigando, sin resultados. Y por eso se consideraba un elegido. —Sí, mejor —, dijo Sofía, pues sabía que el campo de la física cuántica es especialmente complejo, y quería entender el objeto de toda aquella persecución. —¿Conoces la teletransportación cuántica? —, preguntó Kolya, en un intento de entender qué es lo que sabían de su trabajo las dos mujeres. —No, no sé lo que es —, dijo Sofía. —Yo sí —, comentó Juana, para sorpresa de su hija que la miró elevando las cejas. —¿Tú sí mamá? —. —Sí. No te sorprendas hija. Ha salido en todos los telediarios últimamente. Se trata de que lanzan algo en una parte y aparece en otra automáticamente —, respondió Juana algo divertida por la perplejidad de su hija. —Algo así—, continuó Kolya —En realidad lo que se “lanza” no es materia sino un estado, básicamente información. Somos capaces de enviar información de forma automática de un lado a otro y cambiar la estructura de la materia que tenemos en un punto, llamémosle B, actuando únicamente en un punto, llamémosle A, y sin correa de transmisión por medio —. —¿Y qué se consigue con eso? —, preguntó Sofía. —Pues verás, la mayoría de las investigaciones se centran en un uso futuro de dicha propiedad, que es la de pasar información de un punto a otro, de forma instantánea y en una escala subatómica. La aplicación en este campo puede cambiar por completo la computación tal como la conocemos. Los ordenadores del futuro cercano tendrán una capacidad decenas de miles de veces mayor que los actuales. Realmente es una rama interesantísima, pues eso hará posible la tan ansiada, para algunos, singularidad —, siguió explicando Kolya. —Yo ya me he perdido hijo —, dijo Juana. —Sigue, ¿Qué es la singularidad? —, preguntó Sofía, a quien le producía mucha curiosidad estos temas. Además, había encontrado en Kolya a alguien que se explicaba muy bien.
  • 30. 30 —Todos sabemos que los ordenadores tienen cada vez más capacidad, y dominan más y más nuestro mundo. Cuando accedes a tu cuenta bancaria o cuando sacas una tarjeta de embarque online, estás ya interactuando con una máquina, que puede poner límites a tus acciones. En una escala pequeña, gobierna tu vida. La singularidad se producirá cuando el nivel de los ordenadores sea miles de veces el actual superando la inteligencia humana y tengamos que tratar con ellos de tú a tú —. —¿De tú a tú? ¿Pero no programamos nosotros lo que ellos han de hacer? —, preguntó Sofía. —De momento sí, pero algún día ellos pueden tomar conciencia de sí mismos y volverse contra su creador. Pero bueno, estamos divagando un poco —, dijo Kolya mientras terminaba con la comida que le había traído Juana, como pez en el agua en los temas científicos y técnicos, su verdadera pasión. —Pero bueno, mi estudio no va por ahí. ¿Conoces la primera ley de la termodinámica? —, preguntó Kolya. —Pues no —, dijo Sofía, con una medio sonrisa, pues le pareció curioso que hiciera una pregunta técnica como si estuviera preguntando sobre el horario del metro. —Pues básicamente indica que si se realiza trabajo sobre un sistema, la energía del sistema variará —, continuó Kolya. —No te sigo —, dijo Sofía, haciendo todo el esfuerzo del que era capaz para entender a Kolya. —¿Has oído alguna vez que la energía no se crea ni se destruye, que solamente se transforma? —, preguntó Kolya. —Sí, eso sí —, contestó Sofía, retomando el hilo de la conversación. —Pues eso significa que para obtener energía de un sistema hay que introducir previamente energía en el sistema —. —Pero la energía del petróleo…—, dijo Sofía. —La energía del petróleo es energía proveniente de luz solar, captada por las plantas y almacenada durante eones. El sueño de los científicos ha sido siempre obtener una máquina de movimiento perpetuo, es decir, que no necesitara energía exterior para funcionar, sino que su propia actividad produjera la energía que necesita. Pero eso es físicamente imposible. Sin embargo…—, dijo Kolya sin terminar la frase a propósito. —Sin embargo…—, dijo Sofía, instando a Kolya a continuar.
  • 31. 31 —Pues que mi investigación tiene como resultado una máquina que produce más energía que la que consume, aunque en realidad no la produce sino que la capta de las estrellas para nuestro uso —. —Mi tesis doctoral versaba sobre la teletransportación cuántica…, continuó Kolya, interrumpido por Sofía, en un divertido gesto de niña mala. —Así que eres un doctor… —. Kolya captó la broma y siguió explicando en aquel ambiente distendido —En mi tesis explicaba cómo mejorar la teletransportación de fotones, aporté algo a ese campo. Pero en mi mente había una pregunta que no era capaz de resolver… en ese entonces —. —¿Y es? —, preguntó Sofía, cada vez más intrigada. —Al mover una partícula entrelazada, un fotón, se produce el movimiento de su otro fotón hermano a pequeñísima escala, pero no se producía pérdida de energía en el sistema del punto A. O mejor dicho, la energía entregada en el primer sistema es la misma que la que el propio sistema emite en forma de calor. Me preguntaba cómo era posible que si el sistema A no perdía energía, pudiera haber de repente energía cinética al moverse el fotón del sistema B. Según mis cálculos, se producía un exceso de energía, y eso es imposible. El efecto es tan insignificante que ningún investigador ha caído en esa cuenta. Entonces descubrí la respuesta. Los fotones se alimentan de la energía de los neutrinos, que es infinitesimal, pero constante. ¿Me sigues? —, preguntó Kolya. Sí —, mintió Sofía, esperando aclararse según avanzara la explicación. —Normalmente los investigadores tratan de obtener records en cuanto a la distancia en que pueden lograr mover fotones entrelazados, pero yo estaba investigando con distancias cada vez más cortas. Lo que hice fue juntar mucho los fotones y moverlos a una velocidad cada vez mayor, con lo que conseguí obtener energía liberada en el proceso —. —¿O sea que pudiste obtener energía de ese experimento? —, preguntó Sofía. —Realmente no. La cantidad era tan pequeña que no tenía aplicaciones en el mundo real. Si bien la energía obtenida era insignificante, era una energía obtenida del universo, es decir, una vez superado el coste energético de poner en marcha el sistema se podía capturar, en teoría, una cantidad infinita de energía, pues con la propia energía obtenida se podría alimentar el sistema. Es una energía inagotable, limpia, y gratis —, concluyó Kolya, con una media sonrisa de satisfacción. —¿Pero no tiene aplicación práctica, por el momento? ¿no? —, dijo Sofía. La media sonrisa de Kolya se convirtió en una sonrisa amplia, exultante: —Sí, Sofía, sí la tiene. Al hacer mi descubrimiento lo día a conocer en un artículo de la revista Science, en
  • 32. 32 junio del año pasado. No pasó ni un mes cuando de repente me vi acosado por varias instituciones de investigación del más alto nivel. Dos laboratorios en Europa, uno en Japón, otro en China que ni siquiera sabía que existía, y dos en laboratorios en América me presionaron para que desarrollara con ellos mi investigación. Fue muy estresante. Tenía inclinación a trabajar con Sumio Lijima, a quien admiro por el descubrimiento de los nanotubos de carbono. Casi me había decantado por trabajar con él en el Instituto Avanzado de Nanotecnología de la Universidad de Sungkyunkwan, en Seúl, pero finalmente terminé aceptando la oferta del Instituto Nacional de Nanotecnología, en California. Ellos fueron quienes me lo pusieron más fácil, sólo tenía que coger un avión, que tenían a mi disposición en la base aérea de Torrejón, aquí en Madrid, y el resto del papeleo estaba solucionado. Cuando los americanos quieren algo, eliminan las barreras que hay por medio. Fue la forma más rápida de quitarme de encima la presión. Ellos me dieron lo que les pedí, quería tranquilidad y un buen centro para desarrollar mi idea. Me ofrecieron todo eso y más, así que cogí el avión —, dijo Kolya, rememorando como si hubiera ocurrido hace un lustro, lo que había ocurrido apenas seis meses antes. —¿Y qué pasó entonces? —, preguntó Sofía, intentando hacer avanzar la increíble historia de aquel hombre. —Comencé a trabajar con ellos en julio. No me equivoqué de elección, Sofía. No creerías el nivel de medios que tienen. Tenía gente trabajando para mí por la que sentía verdadera admiración. Trabajamos duro, dormía incluso en una estancia habilitada para ello en el edificio del Instituto. Llegué a la extenuación, pero no me importaba lo más mínimo, pues iba a desarrollar para la humanidad un descubrimiento con aplicaciones increíbles. Imagina tener toda la energía que quieras, prácticamente gratis. Podemos eliminar el hambre en el mundo, Sofía. Por fin es posible. Podemos tener un mundo mejor en el que no se compita por los recursos, y si se compite, al menos que la base sea la subsistencia completa, con agua, alimentos y cobijo para todos. No hay derecho a que millones de personas vivan sin comida que llevarse a la boca ni agua disponible, y sin posibilidad alguna de escapar de esa gran trampa en la que se han visto metidos desde su nacimiento, mientras la minoría de la población del planeta derrocha recursos. Todo eso podía cambiar. El desarrollo tecnológico iba a ser importante para el futuro de la humanidad, control de enfermedades, modificación genética de plantas y animales en nuestro provecho. Podemos cambiar el mundo —. —¿Consiguieron desarrollar tu sistema a gran escala? —, preguntó Sofía. —El gran reto era conseguir un sistema autoabastecido, es decir, que produjera más energía que la que necesitaba para funcionar. Eso lo conseguimos en septiembre. En octubre ya éramos capaces de producir cantidades apreciable de energía —, continuó Kolya —Yo estaba en un estado de euforia, quería compartir con los demás aquello que iba a ser tan importante para todos los habitantes del planeta. Publiqué un artículo explicando que mi idea teórica del artículo publicado en junio tenía desarrollo práctico, y todas las maravillosas
  • 33. 33 consecuencias que tendría dicha aplicación. Yo soy un científico, no un político, pero parece ser que en las altas esferas mucha gente se puso muy nerviosa con mi descubrimiento. Entonces la enviaron, y todo empezó a desvanecerse en una pesadilla dentro de otra pesadilla, de la cual aún no he salido —. —¿Enviaron a quién? —, preguntó Sofía. —A Claire. Ella intentó matarme, pero no lo he sabido hasta ahora…—. CAPÍTULO -5-. El manos libres sacó al inspector Manrique de sus pensamientos. Nunca en su vida se había visto envuelto en un caso tan extraño de intento de asesinato. Ramificaciones internacionales, descubrimientos científicos de primer orden, la CIA… “Tiene una llamada entrante de …’Ministerio’, diga aceptar o rechazar”, chisporrotearon los altavoces del Seat Toledo del inspector camino de la Comisaría Centro. —Joder, el Ministerio del Interior, esta sí que es buena —, pensó el inspector diciendo en voz alta la palabra “aceptar” para que la telefonista de silicio le diera paso a la llamada. —Soy Álvaro, ¿Qué coño está pasando, Manrique? —, dijo la voz enlatada al otro lado de la línea. —No lo sé Comandante, dígamelo Usted, porque esto está empezando a preocuparme —, contestó Manrique. —He recibido una llamada del Ministro —. —¿Del Ministro? —, se sorprendió Manrique. —Sí. ¿De qué carajo se trata Manrique? ¡Hay gente nerviosa por aquí! —, espetó el comandante Álvaro Torres, enlace de la inteligencia española con el Gobierno. —Me llamaron por un intento de asesinato en el Doce de Octubre. Al parecer la víctima es un investigador del CSIC. No sé por qué han querido acabar con él, pero podría tratarse de
  • 34. 34 alguna patente —, dijo el inspector, sabiendo que detrás de cada crimen, salvo los pasionales, hay un conflicto de intereses. La pasión o la codicia. En este caso tocaba codicia. —Tengo al científico bajo vigilancia policial —, continuó el inspector. —¡Y una mierda bajo vigilancia! —, gritó el comandante, poco acostumbrado a no tener las situaciones bajo control. —¿Qué? —, contestó atónito el inspector, encendiendo nerviosamente un cigarrillo. —¡Su hombre se fugó ayer por la noche del hospital! ¡Y va con él una enfermera! —. —Yo no sabía… —, dijo el inspector, interrumpido por el comandante. —¿No le han informado? ¿Así es como controla usted a su gente? —, inquirió irritado el comandante. —Van a rodar cabezas —, pensó el inspector, muy cabreado por la falta de diligencia de sus subordinados. —Voy camino de la comisaría comandante, le aseguro que voy a arreglar esta situación —. —¡Inspector, le voy a meter un paquete bien gordo como no resuelva este asunto! Tiene a un agente de la CIA esperando en su despacho, el Ministerio quiere que le dispensemos la máxima colaboración. No están las cosas como para tocarle los cojones a los americanos. ¿Ha quedado claro? —, preguntó tajantemente el comandante Álvaro Torres. —Sí señor. Clarísimo —, contestó el inspector Manrique, acatando plenamente la jerarquía propia de su trabajo. —¡Resuelva esto ya! —, gritó el comandante en una suerte de cacofonía metálica a través de los altavoces. Sin dejar tiempo de respuesta al inspector, el comandante colgó el teléfono. El inspector aparcó su coche en el parking de la Comisaría Centro. Entró con paso firme en el edificio beige de pequeñas ventanas de madera donde tenía su despacho. —Buenos días Inspector —, saludó el agente que custodiaba la entrada. El inspector Manrique no saludó. Ignorando el cartel que indicaba que por ley no se podía fumar en aquél edificio se encendió su tercer cigarrillo desde que recibió la llamada del comandante. Cogió el ascensor que lo dejó en la planta tercera, donde estaba la sección de homicidios, donde él trabajaba. Su secretaria le salió al paso —Señor, tiene esperándole …, — comentó la secretaria interrumpido bruscamente por su jefe.
  • 35. 35 —¡Dígale al policía que estaba anoche en el hospital que venga inmediatamente! ¡Y que traiga su placa y su pistola! —. —Sí, señor —, respondió nerviosa la secretaria, quien jamás había visto a su jefe en ese estado. El inspector Manrique entró en su despacho, estirándose la americana del traje, tratando de calmarse, plenamente consciente de la importancia que había adquirido todo aquello. Al entrar vio a un hombre alto, pelirrojo, con el pelo muy corto, bastante corpulento y vistiendo un traje gris que parecía de buena calidad, sentado en su silla, de espaldas a la mesa, mirando por la ventana. —Buenos días —, dijo el inspector al entrar. —Buenos días —, contestó el agente, en un español pasable, al tiempo que se daba la vuelta en la silla. Tenía el gesto serio, y las manos en ojiva, dibujando un triángulo, con los dedos índice y corazón apoyados en la barbilla. —Soy el agente especial Peter Smith-Jones. Trabajo para el Gobierno de los Estados Unidos —. —¿Tiene la CIA jurisdicción en España? —, preguntó el inspector lamentando automáticamente su falta de tacto. —Inspector —continuó el agente, —en nuestro país estamos investigando un caso que nos preocupa bastante. La jurisdicción queda dentro de nuestras fronteras, pero nuestros países son aliados. Sólo pedimos un poco de colaboración. Nuestros gobiernos trabajan conjuntamente en muchas materias Señor Manrique, ¿o cómo cree usted que localizan a los terroristas que capturan fuera de su país? —, contestó el agente, sin mover ni un músculo de la cara ni alterarse lo más mínimo. —Claro Sr. Smith, le ayudaré en lo que pueda —, respondió el inspector, tratando de evaluar al agente, cuyo rostro pétreo daba lugar a pocas lecturas. —Llámeme Peter —, dijo el agente, en un intento de ganarse la confianza del español. —Bien, Peter ¿Qué desea saber? —, preguntó Manrique. —¿Dónde está el señor Boronov? ¿Qué están haciendo para localizarlo? —, inquirió el agente Smith-Jones. —Verá señor Smith, …Peter. El señor Boronov ha sido objeto de un intento de asesinato. ¿No cree que deberíamos centrarnos en el asesino y no en la víctima? —, preguntó algo molesto el inspector Manrique. Debía colaborar, pero no veía a ese hombre como un
  • 36. 36 superior. Ya les gustaría en los Estados Unidos tener un inspector de homicidios como él — pensó —. —Sí claro, estamos en ello —, contestó Smith-Jones con un gesto displicente. —¿Están en ello? ¡Yo debería estar en ello! ¿No cree que deberíamos intercambiar información, señor Smith? —, protestó el inspector. —Inspector, tenemos información clasificada de seguridad nacional que no puedo compartir con Usted. Según las informaciones de que dispongo, no volverán a intentar atentar contra la vida del señor Boronov —. —¿Qué informaciones, agente? ¿Quién intentó matarlo? —, preguntó el inspector, tratando de controlarse. —Ya le he dicho que es información reservada. Lo mejor, inspector, es que terminemos con esto cuanto antes. Queremos proteger al señor Boronov, y para ello tenemos que encontrarlo —, dijo el agente de la CIA sin perder ni un ápice la compostura. Era uno de esos tipos que sería capaz de pasar el detector de mentiras en una situación altamente estresante. Sin duda, los entrenaban bien —pensó el inspector —. —Lo único que sé es que no está en el hospital, y que han intentado asesinarlo por algún asunto relacionado con su investigación científica —, dijo el inspector callándose deliberadamente la información que había obtenido de su charla con el profesor Gámez. Aquello no le olía bien, y aunque estuviera su puesto en juego, su sentido de la ética y su intuición le decían que no colaboraría con aquel tipo salvo que tuviera claro que el ciudadano español Boronov estaría a salvo. —Inspector, como Usted ha dicho, no tenemos jurisdicción para perseguir a un sospechoso en otro país, pero creo que está informado de que nuestros gobiernos esperan la máxima colaboración entre nosotros, así que busque inmediatamente al señor Boronov, por su propia seguridad —, ordenó el agente, satisfecho con su primera toma de contacto con el Inspector. Si la petición no funcionaba, ya pasarían a otro nivel de presión. —¿Sospechoso… ? —pensó el inspector. —De acuerdo Peter, voy a mandar dos patrullas inmediatamente. Le informaré en cuanto tenga localizado al señor Boronov. Déjelo de mi mano —, dijo el inspector, quien también había iniciado el juego de ganarse la confianza del agente. Se dio cuenta de que en el tablero se estaba desarrollando una partida compleja, y debía ocultar de inmediato cualquier pensamiento o sentimiento y actuar estratégicamente. —Gracias inspector. Confío en Usted —, dijo finalmente el agente, en un tono sereno.
  • 37. 37 El inspector llamó a dos de sus mejores hombres y les encargó la tarea de localizar al científico y a la enfermera. Había que adelantarse y conocer cuanto antes el paradero de los dos jóvenes. Cuando los agentes se disponían a salir del despacho del inspector, éste les dio una última orden de forma tajante: —Cualquier avance en la investigación, me lo comunican en mi móvil personal —. —¿No quiere que le llamemos al móvil de trabajo? —, preguntó extrañado uno de los dos agentes de paisano que intervendrían en la operación. —Ni al de trabajo ni a la oficina. ¿Cuántos años llevamos trabajando juntos? —, preguntó el inspector a sus subordinados. —Muchos, Inspector —, dijo uno de los agentes de policía. —¿Confían en mí? —, preguntó el inspector. —Inspector, nos hemos jugado el tipo juntos. ¿En qué otra persona íbamos a confiar? —, respondió el otro agente. —Bien muchachos. Mucho cuidado ahí fuera —. CAPÍTULO -6-. La noche, con su frío y oscuro manto, fue suavizando el frenético ritmo de la ciudad. Los dos grados centígrados que marcaban los termómetros en la calle invitaban a la gente a llegar a su casa cuanto antes al finalizar esa jornada de nueve de enero. El ruido de la vecina calle de La Princesa pronto daría paso a una irreconocible calle, en silencio, como si la propia ciudad necesitara su descanso para afrontar el día siguiente en un eterno ciclo de día y noche, actividad y descanso, personas imbuidas en la prisa de sus propias preocupaciones y personas nocturnas, sombras que viven más allá del propio sistema, que huyen de él y se alimentan de los subproductos que el gran monstruo deja caer de su gran saco de codicia, lleno de agujeros. Sobre las once de la noche, y tras varias horas de conversación, Juana entendió que ya era
  • 38. 38 hora de que los chicos descansaran. Por la mañana acudiría a la policía y todo quedaría resuelto. Su hija había actuado por un impulso, quiso ayudar a una persona con problemas y todo eso estaba bien, pero ya era hora de poner en orden las cosas, de evitar que aquella sana locura de su hija fuera más allá. —Es tarde Kolya. Necesitas descansar y recuperar fuerzas. Puedes quedarte en el sillón-cama del salón. En seguida te traigo la ropa de cama y un par de mantas. Mañana aclararemos todo esto con la policía, ya verás como todo se arregla. Ahora descansa —, dijo Juana levantándose para traer la ropa de cama para que descansara el muchacho. —Doña Juana, es usted muy amable, no me extraña que su hija sea una gran persona, tiene buena maestra —, dijo Kolya con la mirada de aprobación de Sofía que sabía que un gesto de reconocimiento a su madre era justo, que siempre había estado ahí para ella, dando lo mejor de sí y sin pedir nada a cambio. —Pues venga, a descansar —, dijo apresuradamente Juana, algo incómoda, a quien nunca habían enseñado a recibir un halago o recompensa. Su educación en la cultura del sacrificio no le permitía pararse en mitad del camino, mirar hacia atrás y simplemente disfrutar de lo conseguido. Sin más. —Doña Juana, Sofía, gracias. Estoy en deuda con vosotras, espero algún día devolveros el favor. Ya me encuentro algo mejor, tenías razón, Sofía, mi cuerpo debe estar generando glóbulos rojos por minutos, creo que ya puedo caminar por mí mismo. No quiero causaros más inconvenientes. Debo irme —, contestó Kolya, con la serenidad en el rostro que aquellas mujeres le proporcionaban. Se sentía sereno, en calma, a pesar de que sabía que lo peor estaba por llegar. Estaba inmerso en un juego de suma cero, no tenía ninguna duda. O eliminaba la amenaza o sería eliminado por ella. —¿Qué? —, dijo Sofía, —¿A estas horas? —. —Sí, Sofía. Para la gente que me persigue la policía no es un obstáculo. Debo conseguir suficientes pruebas de lo que está pasando y luego lanzar la información a los cuatro vientos. Lo único que puede protegerme es una reacción global y la máxima difusión de todo lo ocurrido y de la nueva capacidad de la humanidad para resolver sus problemas. Si no lo consigo, me temo que mi investigación se quedará en un cajón por mucho mucho tiempo, quizás para siempre. Necesito solo dos pequeños favores, —continuó Kolya —, una gran taza de café caliente y que llames a un taxi. Tengo que ir al aeropuerto —. —¿A dónde irás? —, preguntó Sofía, quien había entendido perfectamente que aquel científico estaba en un verdadero atolladero, pero cuya brillantez le había hecho diseñar un plan de escape. Sí, tenía que irse si quería tener una oportunidad. —A los Estados Unidos. Necesito conseguir pruebas de mi investigación. Con mi sola palabra no me creerán. Allí tengo algunos conocidos de confianza. Me ayudarán. En cuanto a
  • 39. 39 ti, puedes decir a la policía que te amenacé con una jeringuilla, no quiero que tengas problemas por haberme ayudado. Lo mencionaré en la versión que daré de todo esto —. A pesar de la frialdad del carácter de Kolya y de la natural desconfianza de Sofía, se fundieron en un abrazo tan fuerte como inevitable. Su destino estaba sellado por fuerzas tan fuertes y desconocidas como las que gobernaban el resto de los fenómenos del mundo que Kolya investigaba de forma racional. —Mamá, me voy con él —, le dijo Sofía a su madre con lágrimas en los ojos. El amor que sentía por su madre le partía el corazón en ese momento, pero por una vez en su vida tenía la inconmensurable sensación de hacer lo que ella quería hacer, no lo que los demás deseaban. Juana se quedó sin palabras, dándole vueltas al anillo que tenía en el anular de su mano izquierda. Con lágrimas en los ojos y también con la determinación que la intuición tiene sobre la razón, dijo, para sorpresa de Sofía: —Hija mía, jamás he visto esa mirada en ti, jamás te había visto así. Siempre has sido una buena hija y una excelente persona, pero no has sido feliz. Eso lo sé. Sí, debes irte y descubrir aquello que llena tu corazón, y no pares de buscarlo hasta que lo consigas. No cometas el error que yo he cometido y que casi te obligo a cometer. Lucha por aquello que haga brillar tus ojos, y no mires atrás. No escuches a los demás intentando proyectar en ti sus propios miedos. Te quiero con todo mi corazón, hija. Debes irte —. Madre e hija se fundieron en un abrazo que las llevó más allá del espacio y del tiempo. —Sofía… —, interrumpió Kolya. —Dime —, contestó Sofía aún con lágrimas en los ojos. —Coge todo el dinero en efectivo que tengas, nos hará falta. Te lo devolveré con creces —, dijo Kolya. —En efectivo… No tengo gran cosa —, dijo Sofía más bien pensando en alto, moviendo la cabeza de un lado a otro. —Hija, el que guarda siempre tiene —, dijo Juana, portando una caja de zapatos con varios sobres de billetes. —Coge el dinero, siempre lo he guardado por si algún día estábamos en dificultades. Hoy es el día —, sentenció. Sobre las doce y media de la noche llegaron al aeropuerto de Madrid Barajas. La noche daba un aspecto inusual a la gigantesca instalación. Normalmente el tráfico y el trasiego de gente inundaba el ambiente, cargado de decibelios y de prisas, de vendedores de tarjetas de crédito, empaquetadores de maletas en plástico, policías paseando y miles de pasajeros acostumbrados al roce y a la cercanía de los demás ignorando por necesidad que se está
  • 40. 40 invadiendo su espacio vital personal. Sin embargo, a esa hora, lo más ruidoso que se podía escuchar eran las intrascendentes conversaciones de los taxistas, en la interminable cola de coches esperando como el maná a los miles de turistas que llegan cada día a la capital. En la zona de salida de vuelos internacionales había algo más movimiento, decenas de personas zombies iban y venían sin expresión en el rostro con el único objetivo de trasladarse cuanto antes al lugar de destino, donde recuperarían como por arte de magia su vitalidad. Kolya y Sofía recorrieron las ventanillas de los mostradores de aerolíneas con vuelo directo a los Estados Unidos, hasta que encontraron un vuelo de United Airlines que saldría en una hora, sin escalas, directo a Nueva York. —¿Vamos a Nueva York, Kolya? ¿No trabajas en California? —, preguntó Sofía, extrañada pero con plena confianza en el hombre al que estaba acompañando. —No tenemos tiempo Sofía. El vuelo a Los Ángeles tarda doce horas más escalas, así que lo más seguro es que tengamos a la policía o a alguien peor esperándonos en la escalerilla del avión. Si vamos a Nueva York, tenemos una oportunidad de que comprueben los listados del aeropuerto mañana por la mañana, y nosotros ya estaremos fuera del aeropuerto JFK. Allí alquilaremos un coche y pondremos rumbo a California. ¿No te apetece hacer la ruta 66? —, bromeó Kolya para relajar la tensión de su compañera y, en tan corto espacio de tiempo, buena amiga. Sofía simplemente le miró con una sonrisa cansada. Iría donde él le dijera. —¿Cuánto tardaremos hasta Nueva York? —, preguntó Sofía. —Unas seis o siete horas. El vuelo sale a la una y media, así que estaremos allí a las ocho y media hora española, dos y media hora de la Costa Este. Una hora excelente para iniciar el camino. Nos dirigiremos al Estado de Pennsylvania, no quiero hacer una ruta directa. Allí descansaremos en algún motel donde no pidan registrarse. Necesitamos recuperar fuerzas y jugar esta partida en las mejores condiciones posibles —, contestó Kolya, cuya mente ya funcionaba al cien por cien. Estudiaba la estrategia como un buen ajedrecista, juego que dominaba a la perfección, pues había llegado al grado de Maestro cuando jugaba en el equipo de la Universidad. Estaba realizando una buena apertura, descansar y reponer fuerzas era una buena forma de dominar el centro del tablero, y a partir de ahí no sólo tendría que tener en cuenta sus movimientos, sino observar detenidamente los movimientos de su oponente. Debería obtener la máxima información posible sin ser detectado. —Veo que lo tienes todo controlado… —, dijo Sofía. —Eso intento —, dijo Kolya, mirándola con un gesto de cariño, de protección. —Pero hay algo en lo que no has pensado —, comentó Sofía con evidente preocupación.
  • 41. 41 —¿El qué? —, quiso saber Kolya. —No tenemos visado. No saldremos nunca del Aeropuerto —, dijo Sofía. Kolya la miró con una sonrisa que le transmitió confianza, a pesar de que la situación legal de ella no estaría nada clara cuando llegaran a los EEUU. Le puso la mano en el hombro y le dijo: —Sofía, tengo una tarjeta especial de investigador científico de primer orden. Trabajo en un Instituto Nacional de Investigación dirigiendo un proyecto y eso me da ciertos derechos. No sé lo que tendrá mi tarjeta, pero cada vez que me ha parado la policía por algo, me han tratado como a una celebridad. Una vez me paró la policía en control que había en una carretera tras un accidente, todo estaba atascado, y al ver mi estatus, me escoltaron con un coche patrulla hasta dejarme más allá de donde había ocurrido el accidente. Diremos que eres mi novia y estamos de visita turística a Nueva York. Ellos tienen una base de datos y podrán comprobar que no estás en ella como una amenaza. Conozco ese país, trabajo en un asunto de importancia nacional, no nos pondrán pegas. Además, compré el billete de ida y vuelta para darles la confianza de que es un viaje turístico —, argumentó Kolya. —Pues sí que está en todo —, pensó Sofía, asintiendo sin dejar de sorprenderse de la creciente demostración de capacidad de Kolya. El Boeing 747 gris de United Airlines despegó por la pista dos del aeropuerto de Madrid Barajas a la una treinta hora de Madrid. Kolya solicitó a una de las azafatas en un perfecto inglés una manta y una almohada para Sofía. También pidió unos folios y un bolígrafo. Mientras ella dormía, él prepararía su estrategia en un esquema de diagramas y símbolos, controlando todas las variables, todas sus opciones. Por sí mismo, por el amor que tenía por su padre, por el bien de los habitantes del planeta, no debía pensar en el cansancio o en el precio que debía pagar. Iba a demostrar que se habían equivocado de oponente. Y lo iban a pagar caro… La azafata le trajo todo lo que había pedido. Las luces del avión se atenuaron para que los pasajeros pudieran descansar. Kolya, encendió su luz de lectura, arropó a su compañera y en un gesto de protección le dio un beso en la frente. —Descansa Sofi —.