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Cirugía estética
La encrucijada de Medicina y belleza en el siglo XXI
José Mª Gonzalez de Echavarri Gómez
Camilo Eduardo Castro Alvarado
Víctor Pereira Sánchez
Juan Sebastián Vázquez Alarcón
Introducción
La eterna admiración del ser humano por la belleza corporal, presente desde los más primi-
tivos hallazgos de la arqueología, encuentra en el siglo XXI instrumentos jamás sospecha-
dos para su conservación y mejora, de modo que el viejo mito del elixir de la juventud pa-
rece más que nunca al alcance de la ciencia.
En el contexto de una Medicina en atomización constante, es la especialidad de Cirugía
Plástica Reparadora y Estética una de las más crecientes tanto en demanda como en des-
pliegue de servicios. Los mejores expedientes de las pruebas MIR en España agotan esta
especialidad con una rapidez incomparable con el resto (1), y en los últimos años son mu-
chos los profesionales de otras áreas, incluso no médicas, los que han encontrado en ella su
vocación o negocio, lo que replantea una discusión sobre los fines y medios de la Medicina.
La prensa de tinte rosa, en pleno apogeo, no cesa de presentar ejemplos casi milagrosos de
cómo la técnica quirúrgica y la cosmética logran resultados de un provecho no sólo físico,
sino también social y psicológico. Los beneficiarios ocupan a menudo altas esferas en la
vida política y artística, con lo que su imagen se propone como exponente de los cánones
de belleza imperantes. A este respecto se hace inevitable la referencia al lucro médico y la
justicia distributiva, al tratarse por lo general de intervenciones poco asequibles a un mayo-
ritario público de escasos recursos.
La cuestión de la belleza física y su manipulación, por su fuerte carácter antropológico no
está exenta de una discusión religiosa. La Iglesia Católica ha concedido a la Cirugía estética
desde el siglo pasado una acogida calurosa, que alaba su potencial terapéutico y artístico al
tiempo que advierte del abuso potencial y actual que esta nueva ciencia ofrece a la Huma-
nidad.
Belleza del cuerpo humano y el crisol de la juventud. Vida y belleza
La belleza en el ser humano fascinó a nuestros más remotos antepasados en no menor me-
dida en la que hoy día sigue alagando los sentidos y perforando sus estrechos límites para
invocar al corazón e incluso cautivar el espíritu.
La reflexión en torno a esta realidad siguió un desarrollo paralelo a las grandes cuestiones
filosóficas. Si bien desde tiempos inmemoriales fue uno de los constantes sellos grabados
en la más augusta mitología, la incipiente filosofía en Grecia y su posterior exégesis latina
reconocieron la trascendencia de la belleza, el Pulchrum, plasmada en las criaturas raciona-
les.
La belleza fue cantada además por los artistas, que asumían en su pintura y escultura la
simetría y proporción como características fundamentales de lo bello, cuyo interés geomé-
trico, no obstante, no desfiguraba una realidad que exaltaba la sublimidad de la juventud y
la lujuria.
Los alquimistas del Medievo buscaron con afán lo que suponían como la solución a los
males de la Humanidad: la piedra filosofal, capaz de convertir los metales en oro; y el elixir
de la vida, que traería la inmortalidad y la eterna juventud.
“Coged de vuestra alegre primavera
el dulce fruto, antes que el tiempo airado
cubra de nieve la hermosa cumbre;”
Con estas palabras del Soneto XXIII, el poeta renacentista Garcilaso de la Vega plasma en
verso el clásico tema del Carpe diem que anima a degustar los frutos de la belleza y juven-
tud antes de que un tiempo fugitivo los malogre para siempre.
Siglos más tarde, la admiración de los clásicos y el afán de la alquimia resultan muy acerta-
dos precursores. El ser humano del tercer milenio ha encontrado en la Medicina una fuente
en crecimiento de dilatación y mejora de la vida y de perduración de la belleza y la juven-
tud. No obstante, la discusión filosófica de antaño no ha perdido vigor.
Se plantea, ante todo, el significado y alcance real de la belleza en los humanos, y a este
respecto se constata la insuficiencia de los iconos que la definen en función del atractivo
sensorial-lascivo que despiertan en el perceptor una combinación de juventud y proporcio-
nalidad, a través de aún desconocidos mecanismos neurobiológicos cuyo último fin es la
promoción de la pervivencia de la especie.
Esto ha llevado a nuestra cultura a admitir la existencia e incluso preponderancia de lo que
se ha llamado belleza interior, o la distinción que los cirujanos plásticos Hontanilla y Aubá
reconocen entre belleza y hermosura (2). “Una rosa roja, brillante, es hermosa. Un lirio
pálido, casi lívido, es bello. Una joven que ríe nos da la idea de la hermosura; una madre
que llora nos da la emoción de la belleza. La hermosura es Venus; la belleza es Minerva. La
mujer es hermosa, la virgen es bella. Nos enamoramos de lo hermoso pero amamos lo be-
llo.”
Se resalta, dentro de estas perspectivas, que también las cualidades psíquicas y espirituales,
aún en mayor medida, dan a la persona un valor digno del deleite estético. La majestuosi-
dad de Hera no sería ajena a la natural admiración que despiertan la voluptuosidad de Afro-
dita y la juventud de Hebe.
Cultura de la imagen en el mundo contemporáneo
Vivimos en un mundo esclavo de la imagen y el culto al cuerpo. Lamentaciones como ésta
son muy frecuentes de las últimas décadas y hoy nos resultan más que acertadas. Occidente
en particular parece inmerso en la continua búsqueda de una belleza vacía y lejos de satis-
facer, abandona a la persona a una soledad que lo cierra al mundo en torno a sí.
La apoteosis actual de los medios de comunicación e interacción global permite a un públi-
co masivo el acceso a una puesta en común de conocimientos científicos, cultura y modos
de vida en todo el planeta. Ello conduce al establecimiento de modelos a todos los niveles.
Este despliegue coincide con un auge del mundo del espectáculo y la industria de la moda,
que encumbran la opulencia y la belleza como modelo deseable para la felicidad de las per-
sonas.
Hoy se habla de celebrities, Miss o Míster Universo, sex simbols... Expresiones y espectá-
culos que interpretan la belleza, sobre todo femenina, en clave de sensualidad y apariencia.
La pornografía, lejos de ser desterrada de una sociedad culta y defensora de la dignidad
humana, expone a la admiración proporciones las proporciones corporales perfectas. A ni-
veles de mayor decencia, la abundante prensa rosa enfoca su atención en los looks de los
famosos con una obsesión en ocasiones rayana a la patología.
En este contexto, toda cosmética e incluso Cirugía parecen escasas para cumplir con los
estándares aceptables. El hombre contemporáneo, y en mayor medida aún la mujer, son con
facilidad arrastrados por los halagos de este ambiente, que en cambio aporta no pequeña
insatisfacción. La hermosura en la vida de algunos famosos y personas corrientes, parece
convertirse en una maldición que los condena a la persecución irresponsable de los medios,
la inestabilidad matrimonial y a la infelicidad, con resultados muy dramáticos e incluso
trágicos.
La belleza no obedece simplificaciones matemáticas, es un elemento que se intuye como
matriz de todo. La belleza tiene que ver con todo, no solo con aquello que obedece a nues-
tro volátil sentido de belleza en tanto que algo es más o menos adaptado a una idea de algo
bello.
Todos hemos tenido ocasión de compartir el mundo con una persona que en un primer
momento quizás destaque por alejarse considerablemente de los avatares armónicos del
momento, pero que con el trato cercano y personal somos capaces de intuir sino de identifi-
car como algo propio y común, algo armónico atrayente y vivo que yace en esa persona en
su personalidad. Y esto está al alcance de todos.
La belleza no es, y nunca ha sido patrimonio de un lujoso comité de moda y estética en
Milán o en Paris, la belleza es el ámbito de lo positivo y lo bueno. De la armonía, la armon-
ía del espíritu y del cuerpo. Siempre nos resultaran más atractivos unos labios que versan
sobre bondad, humildad y sinceridad que unos labios perfectamente tensos por los diecisie-
te músculos implicados en sonreír de algún anuncio cargado de empacho erótico y ceguera
mental perfilado por una meticulosa edición digital y, muchas veces, un profesional de la
cirugía plástica.
Una pincelada asimétrica que quiere invocar la imagen de una gota de agua que cae sobre
una tosca roca en la pintura más bella que puedas imaginar, sigue siendo la más horrenda
pincelada. Pero nadie al ver la pintura completa la desecharía. No es admisible descartar el
todo por la parte. Nadie puede ser descartado por la parte. La belleza se ve y se intuye, pero
solo es visible a ojos bellos.
La belleza es la intuición del las personas de aquel orden y un ordenamiento de las partes.
La intuición de que las cosas encajan, cada una en su lugar. Y de aquí deriva su implicación
más familiar y práctica, la simetría. La belleza tiene que ver con entender que cada pieza
del puzzle solo tiene una posición... somos bellos. Somos una pieza del puzzle, una nota en
de la sinfonía. Y muchas veces somos un Re que sueña con ser la Octava. La belleza se
conquista en la batalla de la humildad.
Medicina y cirugía estética: mejorar o curar
Mientras que nuestros antepasados mejoraban su imagen con formas externas, tatuajes,
complementos que aumentaban o les dotaban de belleza, hoy en día se nos plantea como
posible no solo añadir amuletos o talismanes de belleza sobre un sustrato más o menos in-
amovible -nuestro cuerpo- sino que podemos actuar sobre él mismo cambiándolo radical-
mente.
En el ámbito sanitario estamos siendo testigos de cómo el paciente es cada vez menos tole-
rante a aquellos defectos cultivados en la edad con el paso del tiempo y reclaman solucio-
nes más certeras incluso para aquellas patologías que sus abuelos jamás imaginaron tratar-
se. También ha aumentado la sensibilidad e incluso el rechazo hacia las variaciones no pa-
tológicas del cuerpo como las proporciones y contornos de los órganos externos.
Llegados a este punto cabe plantearse la pregunta acerca de cuál es el fin de la medicina.
Hasta hace no mucho tiempo no se concebía la posibilidad de mejorar al cuerpo humano
por encima de lo que podríamos llamar fisiológico. Al fin y al cabo parece patente que la
lucha encarnizada y enfermiza contra todos estos “desperfectos” fuera del estándar de la
época, nos traen más desordenes -a todos los niveles- que disciplina.
Hoy en día muchas veces la apariencia física es un determinante de las potencialidades de
una persona. Por ejemplo, muchos estarán de acuerdo que un bailarín no puede ser una per-
sona pobre en estatura y poco esbelta, ya que no entraría dentro de los cánones establecidos
acerca de cómo debe ser un bailarín. Esta idea se he difundido y establecido como un
estándar hasta el punto que los desordenes alimentarios y la cirugía se han convertido en el
estigma, el cáncer y el sida, de las clases más opulenta y de quienes pretenden ganarse la
vida con sus facultades físicas.
De alguna manera cuando una persona se somete a un cambio en su apariencia física se
produce un fuerte cambio en la autopercepción de su propio cuerpo que ha de ser aceptado
con su nueva imagen. Esto supone un impacto psicológico fuerte que es posible que una
persona no sea capaz de llevarlo con la fortaleza mental adecuada. Quizá cabe plantearse de
si sería necesario evaluar psicológicamente a un paciente que desea cambiar su imagen, ya
que es posible que no la acepte, de la misma manera que no acepta su imagen antes de ope-
rarse, puesto que por eso quiere operarse. Es muy importante evaluar los motivos persona-
les para llevar a cabo un cambio de imagen, ya que puede desestabilizar a una persona si no
consigue aceptar su nueva imagen, siempre ha de haber una intención recta y unos motivos
proporcionados a la intervención y los riesgos que supone.
Cabe la posibilidad de que un médico se aproveche de la necesidad de algunas personas
hacia la belleza a cualquier precio, y contribuyan sólo a satisfacer esos deseos de aquellos
que viven continuamente detrás de su propia soberbia y sin ver nada más allá de su propia
imagen. La situación del médico sobre sus pacientes le otorga un poder que puede usar en
beneficio propio con el objetivo de ganar el máximo dinero posible. La belleza, que ha de
estar ordenada a la totalidad del ser humano, no es el valor superior del ser humano, sino
que está al nivel de los bienes físicos, y como todos ellos es susceptible de abusos. Así que
debemos valorar estas intervenciones a la luz de la ética, que está estrechamente relaciona-
da con la estética.
En la valoración moral, las principales condiciones más pertinentes a la materia que se pre-
sentan a la cirugía estética, son las siguientes: “que la intención sea recta, que la salud gene-
ral del sujeto esté defendida contra notables riesgos, que los motivos sean razonables y pro-
porcionados al "medio extraordinario" a que se recurre. Es evidente, por ejemplo, la ilicitud
de una intervención requerida con el propósito de acrecentar la propia fuerza de seducción
o de inducir así más fácilmente a otros al pecado; o, exclusivamente, para sustraer un reo a
la justicia; o que cause daño a las funciones regulares de los órganos físicos; o que se quiera
por mera vanidad o capricho de la moda” (3).
Cristianismo y belleza: legitimidad de la Cirugía estética
“Cuando el moderno desarrollo de la Cirugía estética pide a la moral cristiana su pensa-
miento, no hace sino preguntarle en qué gradación de los valores debe colocarse la belleza
física. La moral cristiana responde que ésta es un bien, pero corporal, ordenado a todo el
hombre y, como los otros bienes del mismo género, susceptible de abusos” (3). Estas pala-
bras, dirigidas por el Papa Pío XII a la Sociedad Mundial de Cirugía Plástica, congregada
en Roma en el lejano 1958, sintetizan la doctrina católica a este respecto aún a más de cin-
cuenta años de progresos en este área médica.
El cristianismo, a la luz de la exégesis bíblica, ha considerado siempre al ser humano como
imagen de Dios, quien lo creó a su semejanza y lo juzgó como muy bueno (Cfr. Génesis 1,
26-27; 31). La belleza corporal es, por tanto, un don del Creador y una referencia constante
hacia Él, como reconoce el Catecismo: “podemos nombrar a Dios a partir de las perfeccio-
nes de sus criaturas, “pues de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analog-
ía, a contemplar a su Autor” (Sabiduría 13,5)”. (4). Con tan sólidos fundamentos, no en
falso la Teología católica reconoce en la “via pulchritudinis” (5) un seguro camino hacia el
encuentro con Dios.
Tal belleza, no obstante, está condicionada por su naturaleza física y por ende limitada y no
preeminente sobre la integridad de cuerpo y espíritu en la persona humana. Ya en el cristia-
nismo primitivo encontramos claras exhortaciones en este sentido. Así, San Pablo de Tarso
escribe al Obispo Timoteo que en la oración, las mujeres deben presentarse “vestidas deco-
rosamente, arregladas con modestia y sobriedad, sin trenzar el cabello con oro, sin perlas ni
aderezos caros, sino como corresponde a mujeres que manifiestan la piedad por medio de
obras buenas” (6). En el mismo sentido, San Pedro, en calidad de primer Vicario de Cristo,
recomienda a las mujeres: “Que vuestro adorno no sea el de fuera, peinados, joyas de oro,
vestidos llamativos, sino lo más íntimo vuestro, lo oculto en el corazón, ataviado con la
incorruptibilidad de un alma apacible y serena. Esto es de inmenso valor a los ojos de Dios”
(7).
La experiencia espiritual de la Iglesia en siglos posteriores ha sido muy acorde a estas ide-
as. Así se ha plasmado en la vida de algunos de los santos más destacados. San Agustín de
Hipona, filósofo en constante búsqueda de la más genuina belleza, califica las hermosuras
del mundo como “bellezas inferiores” (8), no obstante en clara referencia al Pulcher, la
“Suma Belleza” (9). También Santa Teresita de Lisieux, una de las figuras más entrañables
de la religiosidad católica, afirmaba del mundo antes de abandonarlo hacia el convento:“Mi
corazón aspiraba a otras maravillas. Había contemplado ya bastante las bellezas de la tierra,
y sólo las del cielo eran ya el objeto de sus deseos” (10).
Más allá de la necesaria contextualización de estas exigencias y testimonios, se constata en
el espíritu cristiano un constante afán en la búsqueda de la plena unión con Dios en la san-
tidad, que satisface por completo todos los anhelos del corazón. ¿Acaso la Iglesia, inspirada
en las Escrituras, no venera a su mayor modelo de santidad, la Virgen María, como la “tota
pulchra” (11)?
Cae, por ende, en descrédito moral, cualquier idolatría o amor desmesurado al cuerpo, que
debe ser valorado y cuidado como un don del Señor. La Cirugía estética, si en lugar de
acercar a los hombres al poder santificador de la belleza creadora, sirve a su propio engrei-
miento, se contradice con aquella fe que con apremio aclama “aspirad a los carismas mayo-
res” (12), aspirad a la excelencia del Amor.
Conclusión
La Cirugía estética se encuentra hoy en una encrucijada decisiva. El transcurso de este siglo
quizá demuestre cómo todo su ingente potencial , artístico, social y terapéutico se decanta
en beneficio integral de la Humanidad o cómo, por el contrario, degenera en una poderosa
arma de la crisis posmoderna al servicio de su destrucción moral.
El valor de la belleza física debe ser preservado a través de un cuidado y mejora que cada
persona y la sociedad deben procurar como una manifestación externa de su propia digni-
dad. La Cirugía queda, pues, como un justificado instrumento que favorezca tal expresión
en casos refractarios a las medidas ordinarias, siempre que sea compatible con la indicación
médica oportuna y el beneficio físico y psicológico supere con creces los riesgos y su
práctica no resulte en una discriminación económica excesiva.
El cirujano estético está llamado a volcar todo su arte y ciencia en una praxis respetuosa
con la dignidad de la persona y acorde con los principios éticos que durante siglos han ilu-
minado el ejercicio de la Medicina. Ello requiere una preparación técnica competente y una
amplia visión del paciente como un todo, agudizando su atención en los aspectos psicológi-
cos que motivan la consulta.
El cristianismo siempre verá en la belleza física un reflejo fiel del Creador. La Cirugía, por
tanto, puede ser un excelente instrumento a su servicio, como una participación del poder
divino sobre las criaturas. Se descarta, por tanto, cualquier pretensión de pura vanidad, que
en cambio heriría de muerte la armonía de la naturaleza y alejaría al ser humano de la ima-
gen íntegra de belleza que a todos los hombres llama Dios.
Bibliografía
(1) Matas Aguilera, V. Informe “Distribución de las peticiones de plazas MIR en el año
2011”. Centro de Estudios Sindicato Médico de Granada.
(2) Hontanilla B, Aubá C. Belleza y cirugía estética: consideraciones psicológicas y mora-
les. Rev Med Univ Navarra/Vol 46, nº 3, 2002, 45-51.
(3) Alocución del Papa Pío XII durante el X Congreso Mundial de la Sociedad Mundial de
Cirugía Plástica. Roma, 4 de octubre de 1958.
(4) Catecismo de la Iglesia Católica n. 39.
(5) Benedicto XVI. Audiencia general del 18 de noviembre de 2009.
(6) 1 Timoteo, 2, 9-10.
(7) 1 Pedro 3, 3-4.
(8) San Agustín. Confesiones. Libro II, capítulo 5.
(9) Íbid. Sermo 241, 2.
(10) Santa Teresita de Liseux. Historia de un alma. Capítulo VI, 67rº.
(11) Cantar de los cantares 4, 7.
(12) 1 Corintios 12, 31.

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Cirugía estética. la encrucijada de medicina y belleza en el siglo xxi

  • 1. Cirugía estética La encrucijada de Medicina y belleza en el siglo XXI José Mª Gonzalez de Echavarri Gómez Camilo Eduardo Castro Alvarado Víctor Pereira Sánchez Juan Sebastián Vázquez Alarcón
  • 2. Introducción La eterna admiración del ser humano por la belleza corporal, presente desde los más primi- tivos hallazgos de la arqueología, encuentra en el siglo XXI instrumentos jamás sospecha- dos para su conservación y mejora, de modo que el viejo mito del elixir de la juventud pa- rece más que nunca al alcance de la ciencia. En el contexto de una Medicina en atomización constante, es la especialidad de Cirugía Plástica Reparadora y Estética una de las más crecientes tanto en demanda como en des- pliegue de servicios. Los mejores expedientes de las pruebas MIR en España agotan esta especialidad con una rapidez incomparable con el resto (1), y en los últimos años son mu- chos los profesionales de otras áreas, incluso no médicas, los que han encontrado en ella su vocación o negocio, lo que replantea una discusión sobre los fines y medios de la Medicina. La prensa de tinte rosa, en pleno apogeo, no cesa de presentar ejemplos casi milagrosos de cómo la técnica quirúrgica y la cosmética logran resultados de un provecho no sólo físico, sino también social y psicológico. Los beneficiarios ocupan a menudo altas esferas en la vida política y artística, con lo que su imagen se propone como exponente de los cánones de belleza imperantes. A este respecto se hace inevitable la referencia al lucro médico y la justicia distributiva, al tratarse por lo general de intervenciones poco asequibles a un mayo- ritario público de escasos recursos. La cuestión de la belleza física y su manipulación, por su fuerte carácter antropológico no está exenta de una discusión religiosa. La Iglesia Católica ha concedido a la Cirugía estética desde el siglo pasado una acogida calurosa, que alaba su potencial terapéutico y artístico al tiempo que advierte del abuso potencial y actual que esta nueva ciencia ofrece a la Huma- nidad. Belleza del cuerpo humano y el crisol de la juventud. Vida y belleza La belleza en el ser humano fascinó a nuestros más remotos antepasados en no menor me- dida en la que hoy día sigue alagando los sentidos y perforando sus estrechos límites para invocar al corazón e incluso cautivar el espíritu. La reflexión en torno a esta realidad siguió un desarrollo paralelo a las grandes cuestiones filosóficas. Si bien desde tiempos inmemoriales fue uno de los constantes sellos grabados en la más augusta mitología, la incipiente filosofía en Grecia y su posterior exégesis latina reconocieron la trascendencia de la belleza, el Pulchrum, plasmada en las criaturas raciona- les. La belleza fue cantada además por los artistas, que asumían en su pintura y escultura la simetría y proporción como características fundamentales de lo bello, cuyo interés geomé-
  • 3. trico, no obstante, no desfiguraba una realidad que exaltaba la sublimidad de la juventud y la lujuria. Los alquimistas del Medievo buscaron con afán lo que suponían como la solución a los males de la Humanidad: la piedra filosofal, capaz de convertir los metales en oro; y el elixir de la vida, que traería la inmortalidad y la eterna juventud. “Coged de vuestra alegre primavera el dulce fruto, antes que el tiempo airado cubra de nieve la hermosa cumbre;” Con estas palabras del Soneto XXIII, el poeta renacentista Garcilaso de la Vega plasma en verso el clásico tema del Carpe diem que anima a degustar los frutos de la belleza y juven- tud antes de que un tiempo fugitivo los malogre para siempre. Siglos más tarde, la admiración de los clásicos y el afán de la alquimia resultan muy acerta- dos precursores. El ser humano del tercer milenio ha encontrado en la Medicina una fuente en crecimiento de dilatación y mejora de la vida y de perduración de la belleza y la juven- tud. No obstante, la discusión filosófica de antaño no ha perdido vigor. Se plantea, ante todo, el significado y alcance real de la belleza en los humanos, y a este respecto se constata la insuficiencia de los iconos que la definen en función del atractivo sensorial-lascivo que despiertan en el perceptor una combinación de juventud y proporcio- nalidad, a través de aún desconocidos mecanismos neurobiológicos cuyo último fin es la promoción de la pervivencia de la especie. Esto ha llevado a nuestra cultura a admitir la existencia e incluso preponderancia de lo que se ha llamado belleza interior, o la distinción que los cirujanos plásticos Hontanilla y Aubá reconocen entre belleza y hermosura (2). “Una rosa roja, brillante, es hermosa. Un lirio pálido, casi lívido, es bello. Una joven que ríe nos da la idea de la hermosura; una madre que llora nos da la emoción de la belleza. La hermosura es Venus; la belleza es Minerva. La mujer es hermosa, la virgen es bella. Nos enamoramos de lo hermoso pero amamos lo be- llo.” Se resalta, dentro de estas perspectivas, que también las cualidades psíquicas y espirituales, aún en mayor medida, dan a la persona un valor digno del deleite estético. La majestuosi- dad de Hera no sería ajena a la natural admiración que despiertan la voluptuosidad de Afro- dita y la juventud de Hebe. Cultura de la imagen en el mundo contemporáneo Vivimos en un mundo esclavo de la imagen y el culto al cuerpo. Lamentaciones como ésta son muy frecuentes de las últimas décadas y hoy nos resultan más que acertadas. Occidente
  • 4. en particular parece inmerso en la continua búsqueda de una belleza vacía y lejos de satis- facer, abandona a la persona a una soledad que lo cierra al mundo en torno a sí. La apoteosis actual de los medios de comunicación e interacción global permite a un públi- co masivo el acceso a una puesta en común de conocimientos científicos, cultura y modos de vida en todo el planeta. Ello conduce al establecimiento de modelos a todos los niveles. Este despliegue coincide con un auge del mundo del espectáculo y la industria de la moda, que encumbran la opulencia y la belleza como modelo deseable para la felicidad de las per- sonas. Hoy se habla de celebrities, Miss o Míster Universo, sex simbols... Expresiones y espectá- culos que interpretan la belleza, sobre todo femenina, en clave de sensualidad y apariencia. La pornografía, lejos de ser desterrada de una sociedad culta y defensora de la dignidad humana, expone a la admiración proporciones las proporciones corporales perfectas. A ni- veles de mayor decencia, la abundante prensa rosa enfoca su atención en los looks de los famosos con una obsesión en ocasiones rayana a la patología. En este contexto, toda cosmética e incluso Cirugía parecen escasas para cumplir con los estándares aceptables. El hombre contemporáneo, y en mayor medida aún la mujer, son con facilidad arrastrados por los halagos de este ambiente, que en cambio aporta no pequeña insatisfacción. La hermosura en la vida de algunos famosos y personas corrientes, parece convertirse en una maldición que los condena a la persecución irresponsable de los medios, la inestabilidad matrimonial y a la infelicidad, con resultados muy dramáticos e incluso trágicos. La belleza no obedece simplificaciones matemáticas, es un elemento que se intuye como matriz de todo. La belleza tiene que ver con todo, no solo con aquello que obedece a nues- tro volátil sentido de belleza en tanto que algo es más o menos adaptado a una idea de algo bello. Todos hemos tenido ocasión de compartir el mundo con una persona que en un primer momento quizás destaque por alejarse considerablemente de los avatares armónicos del momento, pero que con el trato cercano y personal somos capaces de intuir sino de identifi- car como algo propio y común, algo armónico atrayente y vivo que yace en esa persona en su personalidad. Y esto está al alcance de todos. La belleza no es, y nunca ha sido patrimonio de un lujoso comité de moda y estética en Milán o en Paris, la belleza es el ámbito de lo positivo y lo bueno. De la armonía, la armon- ía del espíritu y del cuerpo. Siempre nos resultaran más atractivos unos labios que versan sobre bondad, humildad y sinceridad que unos labios perfectamente tensos por los diecisie- te músculos implicados en sonreír de algún anuncio cargado de empacho erótico y ceguera mental perfilado por una meticulosa edición digital y, muchas veces, un profesional de la cirugía plástica.
  • 5. Una pincelada asimétrica que quiere invocar la imagen de una gota de agua que cae sobre una tosca roca en la pintura más bella que puedas imaginar, sigue siendo la más horrenda pincelada. Pero nadie al ver la pintura completa la desecharía. No es admisible descartar el todo por la parte. Nadie puede ser descartado por la parte. La belleza se ve y se intuye, pero solo es visible a ojos bellos. La belleza es la intuición del las personas de aquel orden y un ordenamiento de las partes. La intuición de que las cosas encajan, cada una en su lugar. Y de aquí deriva su implicación más familiar y práctica, la simetría. La belleza tiene que ver con entender que cada pieza del puzzle solo tiene una posición... somos bellos. Somos una pieza del puzzle, una nota en de la sinfonía. Y muchas veces somos un Re que sueña con ser la Octava. La belleza se conquista en la batalla de la humildad. Medicina y cirugía estética: mejorar o curar Mientras que nuestros antepasados mejoraban su imagen con formas externas, tatuajes, complementos que aumentaban o les dotaban de belleza, hoy en día se nos plantea como posible no solo añadir amuletos o talismanes de belleza sobre un sustrato más o menos in- amovible -nuestro cuerpo- sino que podemos actuar sobre él mismo cambiándolo radical- mente. En el ámbito sanitario estamos siendo testigos de cómo el paciente es cada vez menos tole- rante a aquellos defectos cultivados en la edad con el paso del tiempo y reclaman solucio- nes más certeras incluso para aquellas patologías que sus abuelos jamás imaginaron tratar- se. También ha aumentado la sensibilidad e incluso el rechazo hacia las variaciones no pa- tológicas del cuerpo como las proporciones y contornos de los órganos externos. Llegados a este punto cabe plantearse la pregunta acerca de cuál es el fin de la medicina. Hasta hace no mucho tiempo no se concebía la posibilidad de mejorar al cuerpo humano por encima de lo que podríamos llamar fisiológico. Al fin y al cabo parece patente que la lucha encarnizada y enfermiza contra todos estos “desperfectos” fuera del estándar de la época, nos traen más desordenes -a todos los niveles- que disciplina. Hoy en día muchas veces la apariencia física es un determinante de las potencialidades de una persona. Por ejemplo, muchos estarán de acuerdo que un bailarín no puede ser una per- sona pobre en estatura y poco esbelta, ya que no entraría dentro de los cánones establecidos acerca de cómo debe ser un bailarín. Esta idea se he difundido y establecido como un estándar hasta el punto que los desordenes alimentarios y la cirugía se han convertido en el estigma, el cáncer y el sida, de las clases más opulenta y de quienes pretenden ganarse la vida con sus facultades físicas. De alguna manera cuando una persona se somete a un cambio en su apariencia física se produce un fuerte cambio en la autopercepción de su propio cuerpo que ha de ser aceptado con su nueva imagen. Esto supone un impacto psicológico fuerte que es posible que una
  • 6. persona no sea capaz de llevarlo con la fortaleza mental adecuada. Quizá cabe plantearse de si sería necesario evaluar psicológicamente a un paciente que desea cambiar su imagen, ya que es posible que no la acepte, de la misma manera que no acepta su imagen antes de ope- rarse, puesto que por eso quiere operarse. Es muy importante evaluar los motivos persona- les para llevar a cabo un cambio de imagen, ya que puede desestabilizar a una persona si no consigue aceptar su nueva imagen, siempre ha de haber una intención recta y unos motivos proporcionados a la intervención y los riesgos que supone. Cabe la posibilidad de que un médico se aproveche de la necesidad de algunas personas hacia la belleza a cualquier precio, y contribuyan sólo a satisfacer esos deseos de aquellos que viven continuamente detrás de su propia soberbia y sin ver nada más allá de su propia imagen. La situación del médico sobre sus pacientes le otorga un poder que puede usar en beneficio propio con el objetivo de ganar el máximo dinero posible. La belleza, que ha de estar ordenada a la totalidad del ser humano, no es el valor superior del ser humano, sino que está al nivel de los bienes físicos, y como todos ellos es susceptible de abusos. Así que debemos valorar estas intervenciones a la luz de la ética, que está estrechamente relaciona- da con la estética. En la valoración moral, las principales condiciones más pertinentes a la materia que se pre- sentan a la cirugía estética, son las siguientes: “que la intención sea recta, que la salud gene- ral del sujeto esté defendida contra notables riesgos, que los motivos sean razonables y pro- porcionados al "medio extraordinario" a que se recurre. Es evidente, por ejemplo, la ilicitud de una intervención requerida con el propósito de acrecentar la propia fuerza de seducción o de inducir así más fácilmente a otros al pecado; o, exclusivamente, para sustraer un reo a la justicia; o que cause daño a las funciones regulares de los órganos físicos; o que se quiera por mera vanidad o capricho de la moda” (3). Cristianismo y belleza: legitimidad de la Cirugía estética “Cuando el moderno desarrollo de la Cirugía estética pide a la moral cristiana su pensa- miento, no hace sino preguntarle en qué gradación de los valores debe colocarse la belleza física. La moral cristiana responde que ésta es un bien, pero corporal, ordenado a todo el hombre y, como los otros bienes del mismo género, susceptible de abusos” (3). Estas pala- bras, dirigidas por el Papa Pío XII a la Sociedad Mundial de Cirugía Plástica, congregada en Roma en el lejano 1958, sintetizan la doctrina católica a este respecto aún a más de cin- cuenta años de progresos en este área médica. El cristianismo, a la luz de la exégesis bíblica, ha considerado siempre al ser humano como imagen de Dios, quien lo creó a su semejanza y lo juzgó como muy bueno (Cfr. Génesis 1, 26-27; 31). La belleza corporal es, por tanto, un don del Creador y una referencia constante hacia Él, como reconoce el Catecismo: “podemos nombrar a Dios a partir de las perfeccio- nes de sus criaturas, “pues de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analog- ía, a contemplar a su Autor” (Sabiduría 13,5)”. (4). Con tan sólidos fundamentos, no en
  • 7. falso la Teología católica reconoce en la “via pulchritudinis” (5) un seguro camino hacia el encuentro con Dios. Tal belleza, no obstante, está condicionada por su naturaleza física y por ende limitada y no preeminente sobre la integridad de cuerpo y espíritu en la persona humana. Ya en el cristia- nismo primitivo encontramos claras exhortaciones en este sentido. Así, San Pablo de Tarso escribe al Obispo Timoteo que en la oración, las mujeres deben presentarse “vestidas deco- rosamente, arregladas con modestia y sobriedad, sin trenzar el cabello con oro, sin perlas ni aderezos caros, sino como corresponde a mujeres que manifiestan la piedad por medio de obras buenas” (6). En el mismo sentido, San Pedro, en calidad de primer Vicario de Cristo, recomienda a las mujeres: “Que vuestro adorno no sea el de fuera, peinados, joyas de oro, vestidos llamativos, sino lo más íntimo vuestro, lo oculto en el corazón, ataviado con la incorruptibilidad de un alma apacible y serena. Esto es de inmenso valor a los ojos de Dios” (7). La experiencia espiritual de la Iglesia en siglos posteriores ha sido muy acorde a estas ide- as. Así se ha plasmado en la vida de algunos de los santos más destacados. San Agustín de Hipona, filósofo en constante búsqueda de la más genuina belleza, califica las hermosuras del mundo como “bellezas inferiores” (8), no obstante en clara referencia al Pulcher, la “Suma Belleza” (9). También Santa Teresita de Lisieux, una de las figuras más entrañables de la religiosidad católica, afirmaba del mundo antes de abandonarlo hacia el convento:“Mi corazón aspiraba a otras maravillas. Había contemplado ya bastante las bellezas de la tierra, y sólo las del cielo eran ya el objeto de sus deseos” (10). Más allá de la necesaria contextualización de estas exigencias y testimonios, se constata en el espíritu cristiano un constante afán en la búsqueda de la plena unión con Dios en la san- tidad, que satisface por completo todos los anhelos del corazón. ¿Acaso la Iglesia, inspirada en las Escrituras, no venera a su mayor modelo de santidad, la Virgen María, como la “tota pulchra” (11)? Cae, por ende, en descrédito moral, cualquier idolatría o amor desmesurado al cuerpo, que debe ser valorado y cuidado como un don del Señor. La Cirugía estética, si en lugar de acercar a los hombres al poder santificador de la belleza creadora, sirve a su propio engrei- miento, se contradice con aquella fe que con apremio aclama “aspirad a los carismas mayo- res” (12), aspirad a la excelencia del Amor. Conclusión La Cirugía estética se encuentra hoy en una encrucijada decisiva. El transcurso de este siglo quizá demuestre cómo todo su ingente potencial , artístico, social y terapéutico se decanta en beneficio integral de la Humanidad o cómo, por el contrario, degenera en una poderosa arma de la crisis posmoderna al servicio de su destrucción moral.
  • 8. El valor de la belleza física debe ser preservado a través de un cuidado y mejora que cada persona y la sociedad deben procurar como una manifestación externa de su propia digni- dad. La Cirugía queda, pues, como un justificado instrumento que favorezca tal expresión en casos refractarios a las medidas ordinarias, siempre que sea compatible con la indicación médica oportuna y el beneficio físico y psicológico supere con creces los riesgos y su práctica no resulte en una discriminación económica excesiva. El cirujano estético está llamado a volcar todo su arte y ciencia en una praxis respetuosa con la dignidad de la persona y acorde con los principios éticos que durante siglos han ilu- minado el ejercicio de la Medicina. Ello requiere una preparación técnica competente y una amplia visión del paciente como un todo, agudizando su atención en los aspectos psicológi- cos que motivan la consulta. El cristianismo siempre verá en la belleza física un reflejo fiel del Creador. La Cirugía, por tanto, puede ser un excelente instrumento a su servicio, como una participación del poder divino sobre las criaturas. Se descarta, por tanto, cualquier pretensión de pura vanidad, que en cambio heriría de muerte la armonía de la naturaleza y alejaría al ser humano de la ima- gen íntegra de belleza que a todos los hombres llama Dios. Bibliografía (1) Matas Aguilera, V. Informe “Distribución de las peticiones de plazas MIR en el año 2011”. Centro de Estudios Sindicato Médico de Granada. (2) Hontanilla B, Aubá C. Belleza y cirugía estética: consideraciones psicológicas y mora- les. Rev Med Univ Navarra/Vol 46, nº 3, 2002, 45-51. (3) Alocución del Papa Pío XII durante el X Congreso Mundial de la Sociedad Mundial de Cirugía Plástica. Roma, 4 de octubre de 1958. (4) Catecismo de la Iglesia Católica n. 39. (5) Benedicto XVI. Audiencia general del 18 de noviembre de 2009. (6) 1 Timoteo, 2, 9-10. (7) 1 Pedro 3, 3-4. (8) San Agustín. Confesiones. Libro II, capítulo 5. (9) Íbid. Sermo 241, 2. (10) Santa Teresita de Liseux. Historia de un alma. Capítulo VI, 67rº. (11) Cantar de los cantares 4, 7. (12) 1 Corintios 12, 31.