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MARIA, PARADIGMA DE MUJER CONSAGRADA EN LA
IGLESIA.
Hablar de María, como modelo de la mujer consagrada requiere
acercarnos a sus cualidades y observar que éstas eran en Ella verdaderas
virtudes. Es decir, valores vividos, encarnados en la vida real, no sólo valores
como excelencia del ser, cualidades estimables de las cosas ..., sino vivencias
que se convierten realmente en formas de ser, dones, alegrías para compartir,
miradas transformadoras de nuestro vivir.
Más aún, hablar de María como modelo de la vida consagrada es
también hablar de la persona, y no referirnos sólo a la mujer o sólo al varón.
De aquí, que queramos atender a las raíces antropológicas de su vivencia,
porque así veremos su forma de vivir como persona creyente. En ella fue un
vivir extraordinariamente singular, porque también hay un plan divino
singularísimo sobre Ella; no obstante, es modelo para todos nosotros porque
en nuestra raíz antropológica encontramos también la capacidad de ser como
Ella.
Mirando nuestro momento histórico y algunas formas de nuestra
sociedad actual y de nuestra vida religiosa, quisiéramos resaltar algunos
rasgos de la consagración que podrían iluminar nuestro vivir. Ante un mundo
bullicioso nos gustaría hablar del silencio de María; ante un mundo confuso
quisiéramos destacar su fe; ante un mundo deseoso de poder quisiéramos
subrayar la humildad de María; ante un mundo individualista nos gustaría
exponer su sentir comunitario y su apostolicidad.
1. El silencio de María.
Hablar de vida religiosa requiere comenzar por la oración. Y la oración
nos lleva al silencio. Porque la oración es un diálogo amoroso con Dios, pero
en todo diálogo hay mucho de escucha. El diálogo expresa deseos de relación
y deseos de encuentro y escucha del otro. El diálogo pide también una actitud
de disponibilidad para que se dé un encuentro.
Para dialogar,
preguntad primero;
luego, escuchar.
(Antonio Machado)
2. 2
Porque en la oración hay deseos de encuentro con Dios, hay
necesidad de escucharle y de conocerle. La oración es obra de amor. En la
oración, nuestra inteligencia afectiva busca comprender y amar. Desde esta
inteligencia vamos a tratar de distinguir las actitudes que mejor ahondan en
la oración.
Dice el Catecismo que orar es elevar el corazón a Dios. Así pues si nos
referimos a esta oración del corazón comprenderemos que nuestra oración,
nuestro diálogo, nuestro encuentro con Dios debe ser afectuoso, debe ser
desde el corazón.
“En los atardeceres Yahvé se aparecía a Adán y a Eva y paseaba
con ellos en el Paraíso. ¿Qué se decían, antes de perpetrado el
“pecado original”, Dios y ellos? ¿Era un diálogo de ideas o era
un diálogo de afecto? Pienso que el diálogo era, más bien, una
comunicación de afecto” (Fernando Rielo).
1.1 Interiorización.
En momentos tan bulliciosos, como los nuestros, María reclama una
vida interior. Porque difícilmente se puede acometer una tarea, un proyecto
de vida serio e importante, si nuestro vivir se queda siempre en el exterior.
La experiencia humana que no se interioriza, se empobrece, no forma a la
persona y ésta crece sin desplegar su madurez.
Vivir una consagración a Dios supone que cada una de nosotras, hemos
vivido la experiencia de haber entrado en nosotras mismas y haber
descubierto una verdad radical, originaria, fundamental y, por tanto, capaz de
interpretar de forma integradora lo que va aconteciendo en nuesto exterior,
en tanto que puede dar razón de ello. Hemos vivido esa experiencia nuclear
que reorientó nuestra vida y dió sentido a la diversidad de nuestra
experiencia vital.
El silencio, pues, se hace claridad, luz, palabra elocuente que, como
decimos de la fe, puede ir dando razón de cada uno de nuestros sentires y
aconteceres. Y más aún, de María se dice en Lc 2,51 “María conservaba
cuidadosamente todas las cosas en su corazón”. El verbo συµβαλλω es de
origen griego y significa “lanzar”, es decir, el silencio de María no era sólo
pasividad, síno que era reinterpretación, símbolo, realidad que envía a otra,
porque es relación y pone en comunicación creadora lo que se vive con lo
que anuncia dicha vivencia.
El silencio es, así, interioridad creadora y profética, capacidad de vivir
en plenitud el hoy y anunciar lo que está por venir. La vida consagrada es
3. 3
evidencia de que hemos degustado la experiencia de recogernos en
nuestro interior para descubrir el Amor. La oración es evocación y
convocatoria de un Amor que nos trasciende y, al mismo tiempo, nos realiza
desde nuestro ser más íntimo. Es decir, esta experiencia fundante, origen y
sustancia de nuestras vidas, parte de El hacia nosotras y no al revés. Porque
somos constitutivamente relación, íntima referencia a una otredad.
"esencialmente éxtasis" (Fernando Rielo) que es salida de uno mismo y
también prendimiento, toque, unidad en el Otro. El éxtasis es relación que
forma a la persona, su ser-con-el-otro y, al mismo tiempo, realización de sí
mismo.
“María conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón”,
porque su diálogo amoroso con la Santísima Trinidad era comunicación y
profecía. Silencio y claridad, que le enseñaba el sentido de la misión, la
intimidad del amor de Dios, símbolos de una forma de vivir que hizo posible
que todos los discípulos de Cristo le rodearan a fin de conocer y conocerse,
de ahondar en el saber y proyectarse en la misión que tenían que acometer.
¿Quienes somos y cómo queremos ser las mujeres consagradas hoy?
Ante nuestros jóvenes confusos ¿acaso confundimos por nuestra escasa vida
de oración?; ante nuestros jóvenes y mayores bulliciosos y perplejos sabemos
transmitirle el Amor, la Paz, la Esperanza de nuestro Padre hacia cada uno de
ellos; ¿les llevamos hasta El? o, confundidos en su misma confusión, nos
falta la claridad para captar su sed y guiarles hasta la fuente que les saciará
hata la Vida Eterna.
Decía Sta. Teresa en las Moradas 4, 1,7.
“No está la cosa en pensar mucho sino en amar mucho”.
“Vayamos procediendo de lo menos a lo más y de lo más
exterior a lo más interior, hasta llegar al íntimo recogimiento
donde el alma se une a Dios” (San Juan de la Cruz. Subida, II,
12,1).
1. 2. Dios actúa en nosotros.
La oración, hemos dicho, es un hecho amoroso. Nos lleva a la Unión
con Dios. Las personas consagradas desarrollan una razón unítiva, que no es
solamente ni intelectiva ni solamente sensitiva. Y desde esa Unión que es
Amor se transforman y transforman este mundo, en el ir construyendo el
Reino de Dios. La oración es gracia, es potencia que nos entrega esta nueva
mirada.
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Por el contrario, la ausencia de silencio nos llevaría a estar
siempre “al cabo de la calle’, sin comprender, sin saber, sin madurar.
Nuestras actitudes serían de perplejidad, de sospecha, de amenaza ... la vida
nos pasaría como algo que discurre desde fuera, sin advertirla, sin conocerla.
Y sin acercarnos al misterio, estaríamos acercándonos siempre al absurdo.
La oración es conocimiento y sabor de Dios, posibilidad también de
mayor conocimiento de sí.“El Reino de Dios está en vosotros” (Lc 17,21) y,
sobre todo, comprensión clara de que Dios actúa siempre y está actuando en
nosotros. Este reconocimiento, que la psicología evolutiva dice que es tan
importante para la maduración personal, que la ética actual estima como la
raíz antropológica que completa a la persona en su initimidad y en su
socialización y realización con los demás, es desde nuestra fe aceptación de
la revelación, de un Padre que nos constituye y nos llena de posibilidades,
"¿No sabeís que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en
vosotros?" (1 Cor 3,16). Esta relación nos posibilita vivir lo mejor de la
inmanencia y de la trascendencia, es decir, alejarnos por igual del
autocentramiento narcisista y de la arrogancia. "El Reino de los Cielos no es
logro humano, es gracia" (José R. Busto). Y este conocimiento que a María
le hace cantar el Magnificat y que centra su fidelidad a la Palabra y su
expansiva felicidad, también ha de posibilitarnos a nosotros un proyecto de
felicidad en el que nuestro bien es el bien de los demás, nuestro amor y
nuestra esperanza son los otros en una expansión sin límites, porque nuestro
Dios así se nos entrega.
Esta es la experiencia mística singularísima de María: la donación de
Dios mismo. Fue su oración, su vida de Unión a El quien le llevó a
corresponder, que es más que comprender y es comprender, al Plan de Dios.
Nuestra vida de oración nos entrega también el don de Dios y en nosotras la
posibilidad de dejarle hacer, de dejar a Dios ser Dios y que cumpla en
nuestras vidas su proyecto, que también es "hacer en nosotras maravillas".
La oración es, pues, ofrenda, de todo un Dios que se nos entrega y por
nuestra parte, de una respuesta que es la conversión, porque el que ora es
aquel o aquella que se dispone a dar.
2.La fe de María.
En el Libro de la Sabiduría hay una pregunta constante acerca de qué es
la verdadera sabiduría. La respuesta está en las Personas Divinas y en María.
Ella es Maestra, conoció la verdadera Sabiduría, porque sólo se alcanza dicha
Sabiduría desde el Fiat , desde la vivencia de la virtud y, especialmente, se
me sugiere que en ese Fiat de María hay mucho de fe.
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En la Carta a los Hebreos, San Pablo nos dice: "La fe es seguridad
de los bienes que esperamos, la convicción de las realidades que no vemos"
(Hb 11,1). La fe es, por tanto, seguridad en la bondad de Dios. No es de
ninguna manera una falacia, una invención o una mera ilusión propia de
alguna mente rica en fantasía. La fe es seguridad, porque estamos
convencidos de que Dios trabaja siempre por nuestro bien, de que Dios actúa
siempre a nuestro favor.
Esta vivencia no es jamás un mero cálculo, ni resultado de cábalas
humanas sino que es fruto del Amor. Quien ama realmente a Dios va
aprendiendo cómo El nos trata, va conociendo su bondad y sabe que, en las
dificultades y en las limitaciones propias de nuestra vida, Dios está a nuestro
lado enseñándonos siempre, alentándonos y proponiéndonos el mayor bien.
María había aprendido de Dios mismo este don. Sabía que su bondad y
sus bendiciones vienen siempre sobre el mundo y sobre cada uno de sus
hijos, que es la humanidad en su totalidad, y esta fe y esta esperanza, que es
verdadera convicción de su Bondad le proporciona auténtica sabiduría. De
ahí que María es y pueda ser Madre, modelo y mediadora de nuestra
vocación. Ella conoce, mejor que ninguna otra criatura el sentido final de
nuestras vidas, y, sobre todo su plenitud. Ella es, por tanto, quién ostenta la
suprema Cátedra: la del amor. La sabiduría de María, plena de fe, hizo
posible que conociera de forma íntegra y radical el origen mismo del amor de
Dios y que, además, tuviera también sabiduría para sortear la dificultades de
la vida y los sinsabores que comportaron su vivir inocente en medio de otras
vidas mucho menos virtuosas. Por ello, Isabel le saluda con estas palabras a
María: "Bienaventurada tú porque has creído" (Lc 1,45).
La fe es un don que atesora en aquellos que creen un sin fin de actitudes,
marcadas todas ella con el signo de la benevolencia, la confianza, la
paciencia, la entrega generosa y alegre, la misericordia, el amor. Desterrando
así otras actitudes despersonalizantes que ni enriquecen a la persona ni crean
comunidad como son la malicia, la sospecha, la amenaza, la desonfianza, el
egoísmo, ...
La fe que es seguridad, es sabiduría, porque al fin se descubre que lo
realmente importante es tener a Cristo y no andar perdidos entre tesoros que
se convierten en polillas o en sentimientos que nunca nos hacen mejores.
María sólo supo de una entrega: la Voluntad Divina y recibió al mismo Dios.
Por lo tanto, a quíen podía temer, cuál era su carencia. Dios se ha hecho
presente y hace presente su bondad y su libertad. Ya nada más se puede vivir
sino en la fe y en la esperanza.
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Convendría también recordar que el término sabiduría en la
cultura judía se refiere a un vivir concreto, al vivir de cada día, a un saber
cercano que da sentido a la vida cotidiana del ser humano aunque, eso sí,
impregnado siempre de un profundo sentir religioso. Esta vivencia significa
que el mundo en el que vivimos no debe estar separado de lo sagrado, no
debe haber dos mundos el del de lo sagrado y el de lo cotidiano, sino que la
verdadera espiritualidad expresa que vivimos una sola vida y desde El hemos
de vivir todas nuestras tareas, porque nada del sentir humano le es ajeno a
Dios. La persona espiritual escudriña las claves de su tiempo para exponer su
sentir religado a Dios de modo que pueda ser entendido por los hombres; así
el arte, las ciencias, las humanidades se revisten en cada época del sentir
religioso gracias a personas con sabiduría, con sensibilidad, con verdadera
espiritualidad. Espiritualidad significa que nuestra vivencia de la fe,
verdadera experiencia de Dios, ha de hacer comunicable y entendible la
sencillez y la maravilla de lo que vivimos.
Porque la sabiduría de Dios es ante todo sencilla. El Evangelio lo puede
entender un niño. Esta simplicidad permite la universalidad, que es propia de
la verdadera sabiduría, que expone en palabras entendibles aquello mismo
que ya está escrito en nuestra naturaleza y que gracias a la inocencia
podemos descubrir en una plenitud, realmente, reveladora. Y este saber tan
sencillo, tan universal, es, al mismo tiempo, como dice el Evangelio, “un
tesoro del que siempre podemos sacar de cosas viejas cosas nuevas”, porque
nuestra edad, nuestra madurez, nuestra unión con El nos irá descubriendo
nuevas verdades de ese tesoro inconmensurable que es la Verdad y que está
ahí, y que según nuestras edades, nuestro proceso lo vamos poco a poco
reconociendo en su inmensa riqueza.
La fe que es seguridad en el amor de Dios, no es, por otra parte,
automatismo, ni mecanicismo, ni deseos de solución de ambiciones
personales. Porque desde la vivencia de la fe se aprende qué es lo realmente
importante y entonces se entiende por qué nos ha dicho Cristo que "pedimos,
pero pedimos mal". La fe nos enseña a descubrir qué es lo importante y qué
queremos pedirle a nuestro Padre.
Vivir la fe favorece el crecer por dentro, acrecentar en nosotros la
capacidad creativa, generar vida, desterrando miedos, fantasmas, sospechas,
limitaciones ... confíados en que la Luz de Cristo ilumina y gratifica nuestra
casa. Acogerle a El en nuestros pensamientos ilumina el sentido de nuestra
vidas, porque el silencio de nuestro interior nos permite oir que El baja cada
tarde y nos explica su sentido con el mismo cuidado que atiende a los lirios
del campo y los viste mejor que a Salomón en todas sus riquezas.
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Dejarnos iluminar por el Amor de Dios y sentir en nosotros su
misericordia nos descubre nuevos perfiles de nosotros mismos: más gratos,
más humanos, más creadores y también nos da una nueva visión que nos
lleva a la comunión con los otros. Nos enseña a creer más en nuestros
hermanos, a confiar en sus capacidades, a estimularles en sus decisiones y
nos conduce a una fe más viva en todos los seres humanos, a quienes hemos
de transmitir este mensaje. Los expertos de autoestima saben cuánto
crecemos cada uno de nosotros, cuando nos sentimos amados o bien mirados
por alguien. Más aún si les enseñamos a percibir el amor misericordioso de
Dios en sus vidas.
Cristo confiaba en la salvación de los que hasta El se acercaban, y les
hacía notar que era preciso que ellos mismos confiaran en ese Fe que
demostraban hacia Cristo. Y esta misma impresión tuvimos cada uno de
nosotros al conocer al apóstol que nos habló de Dios: su palabra nos
mostraba a un Dios, que estaba a nuestro lado y entraba en nuestras vidas
para entregarnos un mensaje sencillo y urgente donde El ponía toda su
confianza. Y nosotros, a pesar de las dificultades, creíamos también que su
Gracia iba a realizar el milagro de centrar para siempre nuestra mirada en el
cielo.
3.La humildad de María.
Se dice que mucho de los males de nuestros días se deben a la creencia
fatua de que la grandeza del mundo se realiza en torno a nosotros. En el
fondo de esta creencia persiste con fuerza el egoísmo humano, que ha
llegado a creerse centro del universo al tiempo que ha ido creciendo en
ignorancia, olvidando que la vida de la gracia es nuestra vocación y destino.
Las bellas palabras de San Pablo “en El vivimos y nos movemos”, nos
recuerdan que sólo centrados en la única comprensión que es poner a Dios
como centro de nuestras vidas podemos aspirar a crecer en sabiduría. Si
hemos afirmado que es importante vivir en fe igualmente lo es vivir en
humildad.
Porque la humildad es signo externo, señal inequívoca de que se ha
conocido, en algún modo la intimidad de Dios. ¿Pues quién se atrevería a
vanagloriarse de una cualidad personal cuando se ha conocido de alguna
manera la luz, el resplandor que emana del Amor, la Bondad, la Belleza de
Dios? ¿Quién podrá atribuirse a sí mismo alguna virtud o algún don cuando
se siente beneficiado constantemente de la misericordia divina que pone paz
a sus desconsuelos y ánimo en sus tareas? ¿Acaso, los santos no han sido
áquellos que han vivido en tal grado la impotencia, que reconociendo que
ninguna virtud puede venir de ellos han sabido atribuir a Dios mismo hasta el
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poder de pronunciar su Nombre? Las empresas, las misiones
apostólicas que acometieron, las virtudes que sin límites desplegaron y que
constituyen nuestra sorpresa y edificación constantes, jamás se las pudieron
atribuir a sí mismos porque realmente conocían el sabor de su impotencia, es
decir, conocieron la gracia de Dios en sus vidas.
Los apóstoles debiéramos ser humildes, vulnerables. Vulnerabilidad que
es despojo del ego para vivir el yo. Es abandono, porque se ama en la medida
que se entrega y se es feliz no por lo que se tiene sino por lo que se da y por
el compromiso por una vida más amorosa “poniéndolo todo bajo el signo de
la bendición”. Vulnerabilidad es creencia y apertura en Dios y en favor de los
demás.
La humildad no puede asemejarse tampoco a ningún complejo de
inferioridad, porque los complejos acarrean siempre un descontento de sí
mismos, que es ajeno a la alegría del que conoce sus límites y siente la dicha
de saber que todo un Dios está obrando en él maravillas. Esta es la feliz
confesión de la impotencia.
La humildad es así esplendor y no sólo reconocimiento de la propia
miseria, la cual en María no existió. La humildad de María es fruto del amor,
de su estado de amor en Dios, de una fascinación en la experiencia de
sentirse amada de un modo tal que su único vivir es mirarle a El. Si en María
la asunción de Dios es total, su humildad es, pues, pura entrega, absoluta
salida de sí misma y acercamiento a Dios. En nosotros, la humildad crece en
la medida que vivamos fuera de nosotros mismos y en generosa entrega a
Dios. Podríamos decir que la humildad es señal, signo externo, carisma que
proclama la acogida en el ser finito del Ser Absoluto. Sólo es humilde quien
vive una relación continua con Dios. Pues si se dice que para amar hay que
ser dos, para ser humildes también hay que ser dos. Si los mejores hombres o
mujeres de ciencia, si los mejores profesionales llegan a ser personas
realmente humildes, gracias a la dedicación, al ejercicio generoso de sus
vidas, a la entrega, a la relación amorosa que guardan con su ciencia o con su
dedicación cuánto más los santos que vivieron una única entrega y vocación:
crecer en la unión con Dios.
Los que presumen de sí mismos o los que viven descontentos y con
amarguras son, en última instancia, unos pobres solitarios que no han sabido
o no han podido contribuir a creer y crear, una empresa común, una tarea en
equipo, que en la vida religiosa es el ideal de alcanzar como única meta: vivir
y transmitir el Amor de Dios.
La humildad es como una ola que pareciéndonos cercana, al divisarla
desde la orilla, sin embargo observamos que lleva dentro un mensaje hondo
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que nos llega desde lejos, si entendemos ahora por lejanía, la
inmensidad inconmensurable del Amor de Dios que se realiza en nosotros.
Sólo en la humildad se produce la verdadera historia de salvación, el
verdadero acontecimiento, la palabra reveladora que viene de Dios y que
hace de nuestras vidas no una suma de sucesos sino el don de un
descubrimiento: hallar el sentido, la orientación y la plenitud del vivir.
Cuando oimos las auténticas conversiones de los santos podemos creer que
éstas han sido posibles, supuesta la singular llamada de Dios, gracias a que
estos hombres y mujeres estaban viviendo o anhelaban vivir la humildad. Sin
embargo, las falsas conversiones que, como dice San Pablo, “siempre están
aprendiendo, pero nunca terminan de saber" o la prepotencia de tantos
hombres y mujeres que se creen conocedores de todo, jueces de todas las
causas y hasta virtuosos, éstos, aunque dicen hablar de Dios, los demás sólo
ven su particularísima personalidad, que consta de cualidades y defectos,
pero no reconocen, en modo alguno, el misterio de la bondad de Dios en sus
vidas.
Dice nuestro Padre Fundador que "La humildad, lejos de toda
servidumbre, es el gesto aristocrático del amor" (Fernando Rielo). Así
podemos compreder las palabras de María: "Miró la pequeñez de su
esclava... Hizo en mí cosas grandes el Todopoderoso". El Magnificat es un
canto nuevo para un pueblo nuevo. María es Modelo de este nuevo pueblo,
del nuevo pueblo de Dios, que se salvará si vive desde la humildad, desde un
corazón misericordioso. Ella ha sabido como nadie "participar en la
revelación de la misericordia divina...fue llamada también de manera
especial a acercar a los hombres al amor que el Hijo había venido a encender
en el mundo" (Dives in misericordia). Nuestro Padre Fundador la denomina
Madre de la Vida Mística.
4. El vivir comunitario.
Santa Teresa aún se pregunta si vivimos de verdad el Amor. Esta
pregunta hemos de hacérnosla, nosotras que, como ella, nos hemos
dispuestos a vivir para el Amor.
Quizá no sabemos lo que es amar y no me espanto mucho;
porque no está en el mayor gusto, sino en la mayor
determinación de desear contentar a Dios en todo y procurar en
cuanto pudiéramos no ofenderle (Santa Teresa. Moradas, 4, 1,7).
A veces nos surgen dudas de si estamos cumpliendo la voluntad de Dios
y, más aún, nos preguntamos si podremos cumplirla: "He aquí, oh Dios, que
vengo para cumplir tu voluntad" (Heb 10. 5,7). Estas palabras de Isaías, las
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repetirá exactamente igual María "He aquí la esclava del Señor; hágase 0
en mí según tu palabra"(Lc 1,38).
Empezamos a hablar de la oración porque ella nos descubre la necesidad
de cambiar y la posibilidad de abrirnos al don amoroso de Dios para que El
nos descubra qué hemos de hacer y cómo hemos de amar. Y abandonados en
El destierre El, mejor que nosotros, las baratijas que nos separan de su Amor.
Quisiera subrayar estas distintas acciones que acabamos de mencionar:
a) No sabemos, según Santa Teresa, qué es amar.
b) Como no sabemos amar tampoco hemos descubierto cuál es y cómo
cumplir su voluntad.
c) Aprender, descubrir... supone un abandonarnos en El, experiencia de
Amor inigualable, abandono necesario para poder escribir nuestra historia de
amor. Historia que nos personaliza y a la que hemos sido llamadas.
a) No sabemos amar si no hemos conocido su Amor. Esta es nuestra
primera experiencia vital, originaria: descubrir el rostro de nuestro Padre.
Esta confianza radical que los psicólogos, como Erik Erikson, ponen en el
niño como raíz constitutiva de la naturaleza humana, antes que toda acción y
atribuyen al rostro de la madre "verdadero sacramento de Dios". Nosotras
sabemos y reconocemos que es el rostro de nuestro Padre Celestial, raíz
constitutiva de nuestra vida, que habita en nosotros.
Sabemos que sin su experiencia de amor, no conoceríamos al Amor. Y
aún más, que en lo poco que amamos ha sido gracias a esta experiencia, que
con El y por El hemos aprendido a amar a cambio de nada, las contadas
veces que lo practicamos; a amar a quien nos persigue; a perdonar las
ofensas; a devolver bien por mal;...
Pero si, como consagradas somos experiencia de este contemplar el
rostro de Dios, nuestra misión es descubrirselo a todos, para que saboreen
esta experiencia de amor que requiere ser conocida a fin de que cayendo en
la cuenta se la pueda prolongar y enriquecer.
b) Si hemos aprendido a amar, sabemos ya cuál es su voluntad y
sabemos que gracias a El podremos cumplirla. Pues esta experiencia de
amor, experiencia mística, es experiencia de participación. Nuestro Dios es
comunitario y su voluntad es que participemos de su Amor. Y los que
participan de su Amor apuestan sus vidas por crear comunidad, siempre y
con todos.
11. 1
La filosofía ya nos ha dicho, lo que por fe sabíamos, que ser 1
persona es ser relacional. El rechazo actual a la filosofía ilustrada es debido a
aquella diatriba autonomía/heteronomía, que hoy nos parece inadecuada.
Porque si es cierto que se requiere autonomía o mayoría de edad para
alcanzar la dignidad humana, sin embargo no admitimos la autonomía como
sinónimo de autocentramiento en sí mismo, o aislamiento, como si el ser
humano pudiera atribuirse a sí mismo todo lo que es, o pérdida de referencia
a lo religioso, porque el ser persona, ya lo hemos dicho, es constitutivamente
un ser relacional. Y este dato de la experiencia es además punto de partida de
nuestra única y mejor riqueza, vivir relacionándonos, ser respuesta y
responsable del otro es vivir creando nuestra propia humanidad. Lo contrario
es autocentramiento narcisista y regresión de la propia humanidad. Porque el
ser humano es aquel que tiene en cuenta al otro (Levinas).
Un hombre no es un hombre
hasta que no oye su nombre
de labios de una mujer.
(Antonio Machado).
Esta perspectiva de la filosofía y de la ética actual se centra en el más
puro sentir místico, es decir, desde el vivir divino como guía que esclarece y
realiza a la persona humana y, en ningún sentido, como una pesada carga.
Porque desde la relación se entiende el autocentramiento como pérdida y
nunca como ganancia. El estado ontológico es el éxtasis que significa
capacidad humanizante de hacerse a sí mismo, es decir, alcanzar la
personalización, dándose, en una relelación de entrega. El éxtasis es amor,
confianza abandonada que lleva a la entrega sin límites, tras ser herido por
una elección que significa plenitud, compromiso, aventura, proyecto
insaciable pero pacífico e integrador de sí mismo. El éxtasis es unión y desde
la unidad interior podemos, por fin, reconocernos como persona y participar
de Aquel que es nuestro Reconocedor incondicional.
Esta experiencia mística es experiencia de participación, porque desde
este ser relacional que nos une al Padre, observamos que somos en El y
desde El reconocemos a los otros. Desprendernos de El rebaja también
nuestra solidaridad y desgasta nuestra auténtica libertad. Sin libertad somos
menos nosotros y menos solidarios. “He venido para que tengan vida y vida
plena” (Jn 6,40)
La participación no implica pérdida sino realización. En la actualidad
existen muchos pensadores que desde las éticas del diálogo o filosofías
humanistas tratan temas acuciantes como la angustia, la soledad, la
plenitud... y proponen soluciones extáticas como un bien deseable para la
vida humana, aunque no hablen del éxtasis propiamente religioso. Gadamer,
12. 1
por ejemplo, realiza un análisis fenomenológico del juego y explica 2
que los jugadores son absorbidos por el juego, de modo que se sienten
fascinados, teniendo la experiencia de ser jugados más que de jugar. Este
olvido que el jugador puede sentir de sí mismo no constriñe su libertad, sino
que legitima su propia realización1. Jossua, el teólogo francés, refiere así la
experiencia del éxtasis: “Es lo que sucede cuando después de haber
escuchado maravillado los últimos cuartetos de Beethoven, se considera que
ignorarlos es una pérdida y descubrirlos repreenta una gran alegría. Sin
embargo el plus que aportan en capacidad creadora, belleza y emoción es tal
que no se puede imaginar que desapareciesen, que no se puede privar de ellos
a ningún precio, y que se debe acoger debidmente su testimonio sobre los
valores latentes, en el ser humano”2 Ahora, nuestra pregunta es ¿qué persona
humana ha vivido este grado de participación con El, expresión también de
su entrega incondicional a los demás? ¿Quien ha vivido la Alegría del Amor
en una fe y esperanza sin fisuras, creyéndose agraciada y agradecida de
tantas maravillas?
María es ejemplo de participación. Supo qué es ser comunitario.
Comprendió que era pieza ineludible de un proyecto inigualable de Amor
entre Dios y sus hijos y sin entender, aceptó. Aunque también podríamos
decir aceptó porque entendió. Pues, había comprendido lo fundamental que
la única voluntad divina es participar de su amor. He aquí su misericordia, he
aquí su amor sin medida pues desde el Amor jamás podría contabilizarse el
gesto torpe o la palabra balbuciente, sino nuestros deseos de amarle. Esta
llamada a la participación constituye nuestra grandeza "En efecto, todos los
que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no
recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien,
recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abba,
Padre! " (Gal 4,4-7).
Sin embargo, esta grandeza, siempre creciente, requiere de esa dinámica
que le permita crecer y desarrollarse. Pues, nuestra humanidad no es total,
sino que necesita vivir esa orientación que le lleva a la plenitud, porque, de lo
contrario decrece, se deshumaniza, se despersonaliza, regresa. Esta es la
condición humana: posibilidad de una trascendencia ilimitada o, por el
contrario, regresión vegetativa o narcisista, ambas son peligrosas.
Se nos pide ser, porque desde nuestra libertad podemos no seguir este
camino que nos lleva de ser a más ser. La persona consagrada participa de
1 Gadamer, H-G. Verdad y Método, I y II, Sígueme, Salamnca, 1994.
2 Jossua,J.P. La condición de testigo, p.28
13. 1
este Amor, un día se unió a esta fuerza atrayente que le llevaba a 3
participar más y más del Amor de Dios y aprender desde ahí actitudes más
comunitarias, más sencillas, más vulnerables. Vulnerables que es
disponibilidad a abrirse a Dios para seguir participando de su amor y a los
demás para crear comunidad y desarrollar actitudes significativas,
alentadoras, utópicas.
Cuando María dice Sí a la participación del amor divino, caracteriza
toda su vida en un constante servicio, diakonia, a los demás, tomando,
además un papel activo. Señalaremos momentos especialmente
significativos: al comienzo de la vida pública de Jesús, en las Bodas de Caná,
al pie de la Cruz y al inicio de la Iglesia en Pentecostés.
Igualmente nosotras, se nos pide participar, ir hacia adelante, nunca
regresar a aquel estado natural, antes de ser conscientes de su elección y
tampoco parar, detener en algún sentido nuestra misión porque esto sería
regresar. Participar tampoco significa nada que tenga que ver con la
contabilidad, porque no se nos habla de un día, ni de un puesto, ni de un
lugar, ni de una tarea concreta que cumplir, medidas, por cierto, todas muy
esquematizabes, sino de que seamos en el Amor.
A María tampoco le vemos en los evangelios con tareas concretas,
palabras abundantes, intervenciones constantes. Pero está en todo momento,
sobre todo participando de su Amor.
Participar, por último es alejarse de ese sentimiento actualísimo e
individualista, de la privacidad que enmascara un narcisismo insolidario, y
que lleva siempre a la huida egoista para evitar el compromiso, en un ansia
de una libertad sin cuidado, que es el esqueleto de la verdadera libertad.
Porque la participación del Amor de Dios es participación cuidadosa,
solícita, atenta y feliz. Si entendemos la felicidad como proyecto de un Bien
que queremos compartir. Ante la sociedad individualista que vivimos,
podríamos deducir:
a) Carece de felicidad,
b) Porque la felicidad lleva a crear actitudes comunitarias. La constante
visión de la paja del ojo ajeno, la incomodidad pegijera, la contrariedad
discordante, la murmuración fácil, la crítica incontinente... nos impiden
actitudes más acogedoras, más receptivas, palabras y sentimientos más
esperanzados y creativos, prestos a cnstruir, edificar, restaurar, liberar ...
4. María, en el misterio de Dios.
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"Cuando llegó la plenitud de los tiempos Dios envió a su Hijo, 4
nacido de mujer" (Gal 4, 4-5). Este es el designio del Padre. María cumple
así la profecía de una nueva humanidad. También a nosotras se nos dice en el
documento de la Vita Consecrata, que somos signo, anuncio, profecía de un
mundo que nuestra presencia testifica.
La vida consagrada pone de manfiesto que la participación en la
comunión trinitaria puede transformar las relaciones humanas,
creando un nuevo tipo de solidaridad. Ella indica a los hombres
tanto la belleza de la comunión fraterna como los caminos
concretos que a ésta conducen (Vita Consecrata, n.41)
Sin María, nuestra historia de salvación sería distinta. Desde los Padres
de la Iglesia, los cristianos hemos reconocido que María es la personificación
de la nueva Eva, de la nueva Alianza marcada, ahora sí, por la fidelidad. Si
Cristo nos enseña una y otra vez que su único propósito es hablarnos de
nuestro Padre y hablarnos del Cielo, recordarnos que hemos de ascender
hasta él, que es donde nos tiene preparada nuestra morada, María debió ir
narrando las mil formas de acercar el Cielo hasta nosotros y recordarles
cuanto Jesús había dicho.
Esta es la historia de amor a la que hemos sido llamadas y los nuevos
apóstoles o los apóstoles de hoy tendríamos que vivir una fe y una esperanza
en El capaz de llevar a nuestras vidas y a la de los demás esta creencia, que
se hace realidad. Juan Pablo II nos exhorta:
¡Vosotros no solamente tenéis una historia gloriosa par recordar
y contar, sino una gran historia que construir! Poned los ojos en
el futuro, hacia el que el Espíritu os impulsa para seguir
haciendo con vosotros grandes cosas... Que este nuestro mundo
confiado a la mano del hombre, y que está entrando en el nuevo
milenio, sea cada vez más humano y justo, signo y antcipación
del mundo futuro, en el cual El, el Señor ... será el gozo pleno y
perdurable para nosotros y para nuestros hermanos y
hermanas...!" (Vita Consecrata, n.110)
La vivencia de este Amor nos hace constructores ya aquí del Reino de
Dios. Este Amor, que inhabita en nosotros, es la señal que permite discernir
el amor auténtico del que no lo es, el cielo de la tierra, con todas las
virtualidades del cielo distintas a la medida humana de las cosas, pero con
una sutilísima precisión: que aquel que saborea el cielo no destruye nada de
la tierra.
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Hoy, por tanto nos parece descubrir aspectos nuevos desde las 5
ciencias y las letras, que los cristianos observamos ya estaban en Cristo. En
efecto, Cristo pone el gesto adecuado, el tacto, la cercanía con cada una de las
personas que se encuentra, a ellas se dirige, las busca, conocedor, sin
embargo, de que en muchos casos se encontrará en medio de un conflicto y,
en todos los casos, su modo de ser produce una auténtica comunicación. Es,
por tanto, ejemplo de diálogo porque sabe escuchar, no detenta ningún poder
encubridor de intereses ni de traumas despersonalizantes, sino que se
aproxima al otro, se pone en su lugar y busca descubrirle su propio miedo y
su propio deseo de liberación. Cristo le habla entonces, desde su propio dolor,
le entrega su propia revelación no le habla con palabras estereotipadas, con
lecciones aprendidas o, ocurrencias que sólo a sí mismo pueden interesar
sino que se sumerge en el mundo subjetivo del otro para narrarle a él su
propia historia de salvación.
Esta es la razón narrativa que tanto se habla. Cristo cuenta, por medio de
parábolas, historias que retratan nuestra personal trayectoria y la urgencia con
la que hemos de resolver nuestra vida; nos retrata nuestro destino y el modo
de alcanzar nuestra salvación. Al intuir esta rica personalidad de Cristo nos
parece claro que hemos de aprender mucho de los demás, que hemos de
desterrar prejuicios culturales, geográficos, de raza, políticos, de religiones...
en los que también Cristo se cuida de alertarnos y enseñarnos.
En María se entrelazan estos dos hechos tan significativos de la vida del
que ama a Cristo: su vivencia extática y su vivencia de apóstol-testigo del
Evangelio. La primera, la de sabernos amados y tocados por su Gracia es una
experiencia tan atrayente que nos lleva a contagiar a otros del ambiente de
libertad, gozo y ternura que produce en nosotros el amor de Dios. El “Id y
predicad el Evangelio...” se hace así comunicación gratuita de un don, que
creemos poseer y que crece cuando se comunica. El “mirad como se aman...”
de Cristo tiene el sentido de banquete participativo de una Vida Nueva a la
que hemos sido destinados.
Estos mandatos de Cristo están en la misión de María, porque es ante
todo nuestra Madre. Por ser nuestra madre y, por ser especialmente Madre de
Dios, es nuestra Mediadora y nos enseña de modo singular cómo hemos de
vivir nuestra vocación de hijos de Dios, santos, apostóles y doctores de una
única cátedra: nuestro amor a Dios.
María está también en el origen y razón de ser de la Iglesia. El evangelio
de Lucas acaba con la Ascensión y los Hechos con el comienzo de la Iglesia.
Los apostóles se vuelven a Jerusalén y se reúnen en oración. "Todos ellos
perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas
mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos" (Hech 1,14).
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Tras el momento de la Ascensión de Cristo a los Cielos queda, 6
pues, este mandato de ser Iglesia, de ser Comunidad. Y en medio de esta
comunidad, está María. Aquélla que se dejó amar por Dios, nos ama. Ella es
la Mediadora entre Dios y la humanidad. Mediadora significa receptividad,
acogida. Y hoy, no se puede entender nuestra condición de apóstoles, de
consagrados sino es desde esta actitud mediadora, de testigo, que hace
posible que veamos la gracia, el rostro del Padre. Mediadora es dejar percibir
el amor, la ternura de Dios. Y esto, una vez más lo decimos, sólo se puede
ver si antes nos hemos vueltos recptivos, acogedores, mediadores.
Si decimos que el perdón es un signo totalmente cristiano, María es
ejemplo vivo de la reconciliación y del perdón, de la paz engendrada en el
amor, de la comunión.
Conclusiones.
María es, una vez más, es decir, interpretemos con la teología más
clásica, más actual, ratificación del proyecto de Dios para la Humanidad. Es
gracia y, a través de ella, todos los seres humanos, podemos ser también
gracia. Con ello queremos decir que bajo su forma personal de creyente llena
de fe, humildad, comunitaria y orante que es su vida de Gracia, nosotras
también podríamos vivir con nueva mirada nuestra experiencia de hombres y
mujeres consagradas.
Nuestra propuesta estima que si consideramos estos valores como
positivos tendríamos que vivirlos y transmitirlos con sentido universal.
Comunicar no es, en modo alguno, imponer pero si contagiar y
enriquecernos con y de ese mismo contagio.
El énfasis de la acción comunitaria ayudaría a la creación de una nueva
cultura, que es tarea evangélica y de la mejor educación humana.
Este discurso del amor, supone consentir en la diferencia y apostar por
la singularidad. Todo lo cual atrae a una vivencia más enriquecida y una
convivencia mucho más amplia. Me gustaría traer unas palabras de una
autora que propone una nueva educación moral, que nos parece tiene mucho
que ver con la vivencia que ya hemos hablado de María
Personalmente, sugiero a las madres actuales que no enseñen a
sus hijas a ser como los hombres, por el contrario, que eduquen a
los hijos varones en las virtudes sociales propias de las hijas
manteniéndose sexualmente masculinos: saber estar en silencio,
tranquilos, hablar suavemente, abstenerse de juegos ruidosos y
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violentos, estar atentos a los demás, practicar la humildad y 7
la paciencia etc3
Esta cultura del amor, esta apuesta por la vida, esta recuperación de
unmundo más afectivo y más espiritual pretende el enriquecimiento de
capacidades, lengua, mundo simbólico, etc ... La toma de conciencia de
nuestra vida de consagradas, de la importancia de nuestra vida de fe implica
también el refuerzo de la subjetividad, la atención a las diferencias
cualitativas y un aprendizaje en amarse a sí mismas como necesidad para
recuperar el sentido social.
La búsqueda de esta razón más vital o más amorosa, supone también
sentirse conocedora de que el crecimiento se lleva a cabo desde el aprendizaje
del amor y del dolor. Porque se trata de adquirir algo más y de abandonar y
ser capaces de algo menos, de sentirse más libres ante los miedos, antes los
fantasmas, ante lo inútil.
Nuestra vida de oración ha de ser una propuesta desde nuestra fe clara en
el crecimiento de la espiritualidad, para pensar que lo importante no se puede
“dejar para más tarde". La vida consagrada es testimonio de que las
relaciones humanas pueden ser mejores y que muchos falsos problemas
pueden desaparecer. La oración, como dice la psicología evolutiva, es
también reflexión que se plantea en una interrogación constante, que se
refiere al conocimiento como reconocimiento.
Si hoy se habla de qué ha aportado la mirada de la mujer a la sociedad
actual, también tendríamos que pensar qué puede y qué debe aportar la vida
consagrada. Nuestra propuesta hoy ha sido la de crecer en espiritualidad y en
espíritu comunitario.
En definitiva, es vivir el Amor como único valor. Hoy lo expondríamos
diciendo que es necesario recuperar una sociedad más humana, más
compasiva, bajo unas relaciones más afectivas, más intuitivas con las cosas,
en un lenguaje más concreto y con un especial escepticismo ante el poder.
Desde este Amor hemos de vivir el compromiso de forma clara,
con una vivencia entrañada, que nos lleve también a proclamar nuestra
vivencia con nuestras vidas y con nuestra palabra.
Hay autores como Levinas, como Simone Weil que han expuesto
su vivencia religiosa. Han hablado de sus preocupaciones por querer hacer
algo por los demás y alcanzar los valores más humanos: la dignidad, la
3 Irigaray, L. Yo, tu, nosotras. Cátedra, Madrid, 1982. p. 61
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libertad, la igualdad, la justicia, la paz, la verdad, el amor, el 8
conocimiento, la ciencia... Estos tienen siempre para ella una dimensión
pública. Ello me hace pensar que, de ningún modo, podemos entender
nuestra fe como una vivencia privada.
Junto al amor, nuestra esperanza tiene que estar en El, contra toda
esperanza. Me duelen las críticas destructivas, las murmuraciones sin sentido
y, sobre todo, la rutina y esa forma triste y escéptica de vivir nuestra fe, señal
inequívoca de no vivirla y haber olvidado que un día fuimos llamadas y
llenas de su Amor dijimos que Sí.
Dra. Juana Sánchez- Gey, España