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La Hidra de Mil Cabezas 
ESCRITURAS TANGENCIALES (18)
El Heródoto del anarquismo pampeano
Homenaje a JORGE ETCHENIQUE (1947-2013)
La Hidra de Mil Cabezas
historia de los movimientos sociales 
Portal digital: www.lahidrademilcabezas.com.ar
Correo electrónico: hidra_mc@yahoo.com.ar
Facebook: “Hidra de Mil Cabezas”
El presente ejemplar fue impreso en Godoy Cruz, Provincia de Mendoza, Argentina, en marzo de 2014.
1
 
EL MEMORIOSO QUIJOTE DE LA PAMPA
(A MODO DE PRÓLOGO Y DESPEDIDA)
Hubo un tiempo en que La Pampa no era aún una provincia. Hubo un tiempo en que el
lejano oeste de la región pampeana se hallaba bajo la administración directa del gobierno federal, y
en que muchos de sus habitantes todavía eran contemporáneos al hecho maldito que había sellado
para siempre su anexión a la emergente República Argentina: la Conquista del Desierto, la campaña
genocida del Gral. Roca y su ejército de winkas contra las tribus ranqueles, allá por 1879. El Mamüll
Mapu, con sus inmensas planicies de clima templado cubiertas de pastizales y salpicadas de
montes, quedó incorporado a nuestro país como Territorio Nacional de la Pampa Central. Repartido
como botín de guerra entre los oficiales vencedores y los grandes terratenientes, integrado manu
militari al modelo capitalista agroexportador propugnado por la Generación del 80, experimentó,
en el tránsito del siglo XIX al XX, un acelerado proceso de crecimiento demográfico, progreso
económico y transformación social merced al aluvión inmigratorio de criollos (migrantes de otras
provincias) y gringos (migrantes europeos, italianos y españoles principalmente), el tendido de
líneas férreas y telegráficas, la aparición de enormes estancias ganaderas y pequeñas chacras
cerealícolas, la explotación de las salinas y los caldenares, el establecimiento de núcleos urbanos, la
consolidación del aparato estatal y el desarrollo de los servicios públicos modernos.
Pero, al igual que en tantísimas otras partes del orbe, la irrupción del capitalismo trajo
aparejado —cual caja de Pandora— un cúmulo tremendo de calamidades: la denominada cuestión
social. Empleos precarizados, explotación salvaje de las masas productoras, jornadas de trabajo
interminables y extenuantes, salarios bajísimos, condiciones de labor riesgosas e insalubres,
miseria y subnutrición, hacinamiento, analfabetismo, ausencia de políticas sanitarias y de
seguridad social, etc. Y con la cuestión social advinieron también, indefectiblemente, los conflictos
obrero-patronales; que fueron, a su vez, caldo de cultivo para la recepción, difusión y adopción tanto
de las doctrinas políticas de izquierda (socialismo y anarquismo), como de las prácticas asociativas
proletarias (sindicalismo y mutualismo).
Esa tan lejana —y a la vez tan cercana— Pampa Central galvanizada por los adelantos
capitalistas, transfigurada por las oleadas inmigratorias, desgarrada por las injusticias sociales y
convulsionada por la lucha de clases es el peculiar territorio historiográfico en el que Jorge
Etchenique, a lo largo de muchísimos años de trayectoria intelectual, ha desplegado todo su amor
por Clío. Amor profundamente benjaminiano y no superficialmente sorbonesco, porque no se
limitaba al mero acto epistémico de conocer y comprender objetivamente el pasado de la sociedad,
sino que, además, pretendía rememorarlo. No bastaba, para él, con describir y explicar
científicamente los procesos históricos. No bastaba, no, ni como fin en sí mismo, ni tampoco como
medio para hallar las claves etiológicas del presente —las causas o porqués de que nuestro mundo
sea actualmente como es y no de otro modo—.
Evitemos cualquier malinterpretación: Jorge era perfectamente capaz de experimentar el
deleite dianoético cuando investigaba el pasado, y estaba firmemente convencido de la utilidad que
reporta el saber historiográfico para la dilucidación de la compleja realidad de estos tiempos. Pero
el encorsetamiento teórico y práctico del homo academicus no iba con él. Albergaba en su mente y en
su corazón horizontes más amplios. Veía en el pasado algo más que una oportunidad de disfrute
libresco individual y una fórmula de autoexplicación colectiva. Veía en él la materia prima
necesaria para producir sentido, tanto a nivel personal como comunitario. No «sentido» en la
fatalista acepción teleológica o finalista de las clásicas filosofías de la historia —un destino histórico
predeterminado e inexorable—, sino, simplemente, en tanto razón de ser libremente construida y
asumida, es decir, un propósito existencial fundado en la autodeterminación.
¿Cuál era exactamente el sentido histórico que a Jorge le gustaba producir? Un sentido
histórico contestatario, rebelde, contrahegemónico. Un sentido histórico de utopía y revolución. El
pasado histórico era para él una cornucopia de dones: materia prima para la invención de
tradiciones subversivas, árbol genealógico de la nueva humanidad emancipada, espejo prometeico
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de afirmación identitaria, crisol de la conciencia para sí, cantera inagotable de lecciones provechosas,
fuente perenne de inspiración y exaltación… Pero ese pasado histórico que tanto nos prodiga, al
mismo tiempo nos impone una elevada obligación moral, un compromiso sagrado, un deber ético
imposible de eludir o postergar: la memoria.
Mas no cualquier memoria. No la memoria recluida en la torre de marfil, no la memoria
«aséptica» del anticuario endurecido en la gimnasia arrogante e insensible del contemptu mundi,
sino la memoria de extramuros, la memoria-pasión que desciende al llano y se entrevera, cual
tribuno de la plebe, en las luchas subalternas del aquí y ahora. Y esta memoria terrenal y militante es
—como bien lo explicó Walter Benjamin— una memoria íncitamente martirológica y vindicatoria. Su
accionar, su despliegue, su manifestación, es la Eingedenken, la «rememoración» como acto solidario
de rescate y reparación. Combatir el olvido, luchar contra la desmemoria impuesta por el poder, es,
al mismo tiempo, devolverle la vida a nuestros muertos y hacerle justicia a la causa por la que
murieron, que es nuestra propia causa.
Así entendía el quehacer historiográfico Jorge Etchenique. Rememoraba a nuestros ancestros
anarquistas de la Pampa Central —los ferroviarios de Gral. Pico, los hacheros de Anzoátegui y
Gamay, los bolseros de Alpachiri, los mártires de Jacinto Arauz, los editores del periódico Pampa
Libre y tantos otros— para revivirlos y redimirlos, firmemente convencido de que en ese peculiar
modo de ejercitar la memoria radica, en no poca medida, la clave subjetiva de nuestra propia
redención. Veía en la Eingedenken la mejor propedéutica posible para la creación de nuevas
conciencias utópico-revolucionarias.
Jorge ha partido, cierto. Pero queda entre nosotros su obra —sus libros, sus artículos y sus
cuentos, su ensayística historiográfica y su literatura narrativa—. Cada vez que la leamos,
estudiemos y difundamos, y, sobre todo, cada vez que la continuemos —que es lo mismo que decir:
cada vez que la hagamos nuestra—, la estaremos trayendo de nuevo a la vida. Y traer de nuevo a la
vida una obra es, al fin de cuentas (¿cuándo ha sido otra cosa?), traer de nuevo a la vida a su autor.
Jorge Etchenique, memorioso Quijote de La Pampa siempre lanzado al pasado y siempre vuelto al
presente para desfacer agravios y enderezar entuertos, historiador y escritor de noble estirpe
benjaminiana, infatigable Heródoto del anarquismo pampeano, compañero del Ideal de aurora,
amigo entrañable, por siempre vivirás en nuestra memoria.
* * *
Dan comienzo al presente cuadernillo de homenaje el obituario Memorias sobre Jorge Raúl
Etchenique (1947-2013), un apasionado de la solidaridad humana, del escritor e historiador porteño
Horacio Silva; y la elegía Pasionario, de la poetisa mendocina Nora Bruccoleri. Ambos autores son
integrantes de nuestro colectivo y redactaron sus textos especialmente para esta publicación. Una
publicación que incluye, además, otros dos escritos de alto valor: el ensayo De trovas y troveros: «la
copla arisca» y el poema inédito Hijo del Pueblo, del gran literato pampeano Edgar Morisoli. La
primera composición, que el autor dedicó especialmente a Jorge —su amigo y compañero—
cuando éste aún vivía, forma parte del libro ¿De quién es el aire?, publicado el año pasado. Y la
segunda, integrará la obra Para los días que vendrán, que se halla en proceso de edición.
El cuadernillo concluye con una breve antología de la prosa corta más reciente de Jorge,
tanto ensayística como semificcional; prosa a la que dio difusión mayormente a través de su blog
personal. Los textos seleccionados han sido los cuentos Los «Hijos del Pueblo»… y sus madres, Los
desaforados y El vestido rojo, junto a los artículos Vidas en fuga y González Tuñón: periodismo y poesía.
El bellísimo dibujo en lápiz y acuarela que ilustra la portada pertenece a la artista plástica
mendocina Mª Marta Ochoa, cuya colaboración fraternal valoramos y agradecemos profundamente.
Federico Mare – LHdMC
Godoy Cruz, Mendoza, febrero de 2014
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MEMORIAS SOBRE JORGE RAÚL ETCHENIQUE (1947-2013),
UN APASIONADO DE LA SOLIDARIDAD HUMANA
El 13 de diciembre de 2013, a los 66 años de edad, partió en vuelo eterno este gran amigo,
colega y compañero. A Jorge le encantaba la gesta del anarquismo en La Pampa, y supo contar con
maestría sus historias, en rigurosos ensayos históricos, y en textos semificcionales. Como herencia
suya, quedaron obras tales como Pampa Libre: anarquistas en la Pampa argentina y El vestido rojo,
entre muchas otras.
Con él compartimos también el espacio de historia social La Hidra De Mil Cabezas,
orientado por el entrañable amigo Federico Mare, que fue quien nos vinculó. Y tuve el gran honor
de que fuera Jorge quien presentara en Santa Rosa mi libro Días rojos, verano negro: enero de 1919, la
Semana Trágica de Buenos Aires, en mayo de 2012.
Aún lo recuerdo, con su gorra en la cabeza, la fría y soleada mañana del 26 de abril de ese
año, acompañando a una manifestación de trabajadores municipales; porque para él, las luchas
obreras de principios del siglo XX no eran un mero objeto de estudio, sino parte integrante de la
línea que une pasado, presente y futuro de la humanidad. Es que Jorge era una de esas personas
cuyo paso por la vida, deja su impronta.
La poeta revolucionaria Nora Bruccoleri, al enterarse de su partida, escribió:
Me puse a leer Pampa Libre y así acompañarlo en su partida. Después me fui a la plaza de enfrente de mi
casa, con mis dos perros, la brisa, los árboles, un lucero intenso, la luna entre nubes con un círculo
luminoso. Todo me traía al amigo. Nuestro río de pájaros ahora ennoblece a nuestros corazones con su
herencia viva.
Asimismo Osvaldo Bayer, maestro de periodistas e historiadores, lo recordó en su habitual
contratapa del diario Página/12, edición del 21 de diciembre:
Para terminar, no quisiera aquí dejar de recordar a un gran escritor que nos acaba de dejar para siempre: el
pampeano Jorge Etchenique, escritor de las pampas argentinas, de su historia, de su gente. Sus libros van a
quedar para siempre con ese aire pampeano, esas llanuras verdes interminables y ese sublime aire de
libertad. Gracias por tu vida, Jorge.
Sí, quien lo haya conocido, no podrá olvidarlo fácilmente. Incluso para quienes, como yo,
cultivaron su amistad desde hacía muy poco tiempo, apenas escasos dos años.
Supe de él en 2010 a raíz de su primera colaboración con La Hidra, ese magnífico trabajo
sobre la masacre de Jacinto Arauz llamado “Flores rojas hasta el tallo”: la masacre de Jacinto Arauz (La
Pampa, 1921), que Federico editó acompañado del texto semificcional Rojo mujer; y quedé
gratamente sorprendido de encontrar allí a uno de los pocos autores en este oficio, para quienes la
rigurosidad del ensayo histórico no abolía el uso de la recreación literaria.
Pero no tuve oportunidad de conocerlo personalmente hasta que un pequeño e insignificante
burócrata, metido a ministro de Educación en La Pampa, decidió en 2011 suprimir la presentación
de Pampa Libre en la Feria del Libro de Buenos Aires. Le escribí para solidarizarme con él, y me
invitó a una «contra-presentación» que se realizó el 6 de mayo de aquel año. Ese día comenzó
nuestra amistad, sostenida a través de una nutrida correspondencia, que siguió casi
ininterrumpida hasta el final.
Volvimos a vernos pocos días después, el 28 de mayo, en la sede de la FORA, con motivo de
una nueva presentación de Pampa Libre. Allí me expresó su deseo de «cambiar figuritas», en materia
de las dos pasiones que nos unían: la investigación histórica y la narrativa. Jorge era muy generoso
con el material que conseguía en los amarillentos biblioratos de los archivos, una cualidad que lo
diferenciaba de la mayoría de los colegas del oficio. En ocasión de mi viaje a Montevideo para
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presentar mi libro, me dio un legajo de época sobre la solidaridad de los obreros uruguayos con los
pampeanos, para que se los entregara a los anarquistas orientales, con estas palabras:
Va por adjunto un regalo, ya que vas a Montevideo. Podemos unir Jacinto Arauz y Montevideo a través de
ese texto que rescata una publicación montevideana —El Hombre— de otro enero, pero de 1922. Convoca a
boicotear a los turistas argentinos en razón de los sufrimientos que padecían los bolseros de Jacinto Arauz
y —como estaban terminando los fusilamientos en Santa Cruz— alude en el párrafo final a los peones de
la lana de la Patagonia Trágica. Es conmovedor, ¿no?
Así era Jorge, un hombre que sabía conmoverse con la solidaridad humana, y practicarla.
Al enterarse de que pensaba hacer un trabajo sobre Horacio Quiroga y las huelgas de los
mensúes misioneros, me escribió:
¡Qué bueno lo de Horacio Quiroga! Recuerdo cuando estuve en San Ignacio, qué emoción estar en la casa
de H. Quiroga. También recuerdo un primer cuento de un libro suyo sobre los carnavales en Concordia,
cosa que viví de muy chico. Lamentablemente, no conozco gente de Misiones que pueda darte una mano
en la estadía, pero si en algo pueda ayudar, avisame.
En marzo de 2012 me contó, entusiasmado, que estaba construyendo su propio blog de autor,
http://jorgeetchenique.wordpress.com, en el cual llegó a publicar 34 de sus trabajos, entre cuentos,
notas históricas y de actualidad.
Por esos días, la anarquista Lidia Moroziuk nos invitó a participar en un acto de solidaridad
en beneficio de José Piñol, el viejo encargado de la Biblioteca Popular José Ingenieros de Buenos
Aires, cuya salud quedó delicada a causa de un accidente. Jorge fue el primero en dar el sí. Y
aunque después se cambió la fecha del evento y él no pudo estar presente, se ocupó de enviar
ejemplares de su libro para donar a José el producto de la venta.
Fue en abril de ese año cuando Jorge presentó mi libro en el local de la APE, en Santa Rosa; el
primer punto de una gira que se prolongaría por un mes. Allí conocí a su compañera, la actriz y
dramaturga Mirtha Maraschio, en un almuerzo en el cálido ámbito de la casa familiar.
Compartimos, además de la presentación, la manifestación de los trabajadores municipales en
lucha, y una jornada radial por el 1° de mayo, en la FM amiga Radio La Tosca, ubicada en la sede
del Sindicato de Luz y Fuerza pampeano.
Luego partí hacia la ciudad de Río Colorado, siguiendo la gira por el Valle del Río Negro.
Jorge me escribía cada tanto para saber cómo me estaba yendo. Tenía esa particular veta de
sensibilidad, la de ocuparse de los amigos. Poco después, el 17 de mayo, me escribía desde
Viedma, feliz de haber hallado «un tesoro» histórico en los expedientes de 1921/23: una huelga de
bolseros del Valle, que esperaba desde hacía 90 años la llegada del historiador que la rescatara del
olvido.
Hacia julio, Jorge se hallaba colaborando en la lucha por cambiar el nombre de la avenida
principal de Santa Rosa, llamada Gral. Roca en recuerdo del autor de la masacre aborigen conocida
como Conquista del Desierto. La campaña tuvo éxito, y en enero de 2013 le fue impuesto el nombre
de Gral. San Martín.
En el mes de octubre, una amiga cubana —periodista del diario La Vanguardia de Santa
Clara— me pidió que le consiguiera un libro sobre José Martí publicado por un escritor pampeano.
Naturalmente le escribí a Jorge, pidiéndole que me consiguiera el contacto. Al día siguiente, me
escribió un correo electrónico pasándome el contacto del escritor; y por si eso fuera poco, un día
después me volvía a escribir; para evitarme el gasto de la comunicación telefónica a larga
distancia, él mismo había llamado a ese autor pampeano. Así de generoso era Jorge, un hombre
fuera de serie, un canto a la solidaridad humana, en un mundo hostil que la niega
permanentemente.
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Hacia diciembre, publicó el hermoso cuento Libertad, basado en aquella jovencita de Gral.
Pico que detuvo con su cuerpo un tren repleto de policías y rompehuelgas. Y en enero salió a la luz
esa hermosa “variación en rojo” —como él la llamó— de su recordado cuento Rojo mujer, titulada El
vestido rojo.
Poco tiempo después publicó un magnífico cuento, en clave de humor: Los hijos del pueblo...
y sus madres, basado también en un hecho real, mixturado con una experiencia de su
adolescencia. La trama del relato hace referencia a una representación teatral efectuada en pleno
monte de Gral. Pico por un cuadro filodramático anarquista, durante los años ’20. El protagonista
es un joven militante cuya madre le implora que abandone sus ideas, y «siente cabeza». De
pronto, una mujer del público se levanta de su silla y, olvidando que se trata de una pieza
teatral, comienza a gritarle al actor que le haga caso a su madre... Acción que es secundada por
otras varias mujeres del público, armándose un zafarrancho de ribetes cómicos, propio del
neorrealismo italiano.
Al leer el cuento le comenté a Jorge que, en efecto, algo así había ocurrido con el estreno de
Juan Moreira en los picaderos criollos: desbande general de los actores cuando un paisano del
público, facón en mano, saltó a la arena para enfrentar a un empalidecido sargento Chirino, al grito
de “¡Maula, a ver si te atrevés con un hombre armado!”. Y aquí Jorge me contó su propia anécdota, que
vale la pena transcribir íntegra, por su nostálgica y cándida dulzura:
Bueno, a mí me ocurrió ser testigo de un caso así (si seré antiguo). Cuando tenía 12 ó 13 años (1960), la
gran atracción de las familias eran los radioteatros. Yo vivía en Colón (Entre Ríos) y todos escuchábamos
los radioteatros, tanto de Buenos Aires como de la radio de Concepción del Uruguay, ciudad más grande a
35 km de Colón. Los de este último medio salían de gira para escenificar en las tablas la obra, una vez
terminada en radio. Cuando llegó a Colón El Rubio Millán de Juan Carlos Chiappe, el escenario se levantó
en una cancha de básquet y la función se hizo de noche. Algunas escenas eran tan dramáticas que algunas
personas se iban a lo más profundo y oscuro de la cancha de pelota a paleta, que estaba pegada a la de
básquet, para llorar a gusto sin ser vistos. Recuerdo también una escena en que el villano, haciéndose el
bueno, quería conquistar a la muchachita con frases dulces. Como ésta estaba aflojando y parecía que lo
aceptaba, una vieja se levantó de la silla de lata, se acercó al escenario y le pegó el grito: “¡No, m’hija que te
va a culear!”. Algunos nos reímos... pero la mayoría asintió, como una advertencia necesaria. Los actores,
también aquí, tardaron varios segundos en retomar el hilo del libreto, luego de quedar morados por la
palabrota.
La temática de género también formó parte de sus intereses y preocupaciones: en julio de
2013 publicaba en su blog el estremecedor relato Independencia, la historia de una prostituta
apaleada por su proxeneta, que encuentra en la sangre una salida para su triste y violenta
situación.
Un mes después publicaba Panorama desde el molino, un relato de espanto sobre la miserable
condición del ser humano, que valora en casi nada la vida de sus semejantes; y en septiembre, el
día 13, el que sería el último de sus cuentos, Los desaforados, cuya primera frase basta para generar
el interés del lector en conocer su desenlace: “El Francesito y El Oriental Crevani tenían que morar en
peligro para que sus vidas tuvieran sentido. Sí, hacían del arrebato un culto; y para ellos, la cárcel y la
muerte representaban costos menores, comparados con el verdadero infierno que para ellos era la paz del
sosiego”.
En octubre Jorge se hallaba en Buenos Aires, librando la que sería su última batalla por su
salud, resentida desde un año atrás. Y apenas dos meses después, las plumas fértiles de sus alas se
desplegarían, para iniciar el vuelo hacia la eternidad.
La vida de Jorge no ha desaparecido con su muerte, porque la luz de su mente brilla en sus
escritos, y en cada uno de los actos de su vida. Y basta con releerlo, como hizo Norita Bruccoleri al
enterarse de su partida, para reencontrarse con él.
Para mí, su imagen eterna, viva, es esa mala fotografía que conservo de ambos, en la marcha
de los trabajadores municipales santarroseños del 26 de abril de 2012. Esa imagen me recuerda a la
6
 
canción Joe Hill, compuesta en memoria de un obrero sueco fusilado en EE.UU. en 1915, y cantada
por Joan Báez en el Festival de Woodstock de 1969,* que así me enorgullezco de parafrasear:
Donde los trabajadores defiendan sus derechos
allí te encontrarás, Jorge.
Hay frases hechas, de ocasión, que suelen decirse en estos casos. Pero para mí, aquella frase
recobra la diamantina originalidad que debió haber tenido ese lejano día en que alguien la concibió
y pronunció por primera vez.
Horacio R. Silva – LHdMC
                                     
                                                            
* Para mayor información, vid. artículo “El obrero sueco Joe Hill, compositor y militante anarquista de la IWW, era fusilado en Utah
(EE.UU.) el 19 de noviembre de 1915”, publicado en la revista anarquista mexicana Verbo Libertario, nº 4, Guadalajara, abril de 2008, pp.
18-22. En Internet: http://saccoyvanzetti.files.wordpress.com/2008/04/revista-verbo-libertario-no-4.pdf (N. del A.).
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PASIONARIO
A Jorge Etchenique
Nunca fue un forastero
en lo preciso de La Pampa,
día a día ordeñó su densidad
con la reparadora constelación
del caldenar.
Y lo sabíamos ocupado
entre molinos de frescor
a la orilla de esos instantes,
venturosos instantes
cuando zambullía su cabeza
volando a ras del agua
como un biguá del Uruguay,
su río de pájaros,
el que historió la hechura
de tesones cotidianos
ante el palmar de la nostalgia.
Jorge dragaba en lo recóndito
desde el rigor de su decencia
y con el énfasis de lo libertario
encontraba llaves cual navíos
para abrir y llevar anales
que echan anclas
estibando al asombro
en el obraje de sus libros.
Comarcano de la modestia.
Resguardó alegorías
entre aldabas de belleza y emoción.
Su apeo era lo auténtico
que encendía fogatas,
para arrancar del frío
a las hazañas
de los que fecundan relatos
en las señales del hartazgo
haciendo posible lo imposible
por el relámpago que subleva.
Entre los cantos rodados
de su litoral de sauces
y el solar que estruja sales
en el horizonte pampeano,
enalteció a los hijos del pueblo
desde la cumbre de equidad
que conjugaban.
Ella sobrevive
en la bandera de sus páginas
y en la faz de aquellas rosas,
las de rojo linaje,
atrevido,
sereno foro de la verdad,
elocuente tablado de amor.
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Surubí en lo llano de la escritura.
Heraldo de vascas honras.
Expropiador en la búsqueda
de lo mayúsculo.
Saxo que estremece
a la Cruz del Sur.
Jorge, el Pasionario
que embolsó lo épico
en la tribuna de la fortaleza,
hachando a pura tinta
montes de opresión,
para ofrendar carburos fraternales
desde el alcázar de la libertad.
Nora Bruccoleri – LHdMC
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DE TROVAS Y TROVEROS: «LA COPLA ARISCA»*
A Jorge Etchenique
1. Guitarras insumisas, sí, transparentes de tan sinceras. Por cifra, por milonga o por estilo,
entonaron sus décimas y cuartetas libertarias en los actos de las bibliotecas barriales, de los
cuadros filodramáticos, de los sindicatos de oficios varios, de las sociedades de resistencia. Fueron
incautadas, destrozadas, quemadas por las policías bravas, los crumiros, las Ligas Patrióticas y —ya
modernamente—, por los Planes CONINTES o Cóndor, por las Tres A.
Vienen del fondo de la historia con minúscula, la historia silenciada —la de los pobres—,
porque la otra, la que usa ostentosa mayúscula, las ignoró siempre, quizás intuyendo que esa
rebelde musa criolla conoce muy bien sus añejas mentiras, su parche-en-el-ojo de pirata, su
esencial cobardía como vocera de un orden que no busca la verdad ni la justicia, sino la mezquina
perpetuación de sus privilegios.
Se las escuchó cantar en las tribunas callejeras, en el corralón del herrero las noches de
enllantada, en las ollas populares, en las pulperías y almacenes de campaña, en las cantinas de los
clubes de suburbio, en los puestos y chacras, en el galpón o la crotera de alguna estancia vieja, en
fogones errantes, pero también en teatros, cines-bares y circos, animando la escena del picadero
desde los míticos tiempos de Pepe Podestá y su Juan Moreira.
Acompañaron la vigilia alerta de las grandes huelgas obreras, desde La Forestal a la
Patagonia Trágica, desde la movilización de los ferroviarios contra la Guerra de Corea o el Plan
Larkin, hasta SITRAC-SITRAM y el Cordobazo:
Payador de copla arisca,
blanca paloma de un sueño,
horizontes que se buscan
en el hombre y en el tiempo.
Sus nombres no serán ilustres en las academias de letras, pero lo son en el corazón de nuestra
gente: Luis Acosta García, Martín Castro, Atahualpa Yupanqui, José Larralde, Osiris Rodríguez
Castillo, Samuel Aguayo, Alfredo Zitarrosa, Carlos Molina… Frente a tanto cantor y payador
domesticado, bien valgan los indómitos, cuya lista afortunadamente es larga, y cuyo cancionero
testimonial perdurará sin duda alguna. En esta y en la otra banda se multiplican los retoños de esa
estirpe insurgente, al parecer inmortal. El viejo algarrobo del canto del pueblo sigue dando
chauchas.
2. Juan Gelman, en su extenso poema “Pensamientos”, recordó a Carlos Molina. Recordó la ocasión
en que Carlos Molina entonó sus coplas en homenaje al Comandante Guevara, y por ese «grave
delito» fue arrestado por la policía:
Soy de un país donde hace poco Carlos Molina
uruguayo anarquista y payador
fue detenido
en Bahía Blanca al sur del sur
frente al inmenso mar como se dice
fue detenido por la policía
Carlos Molina estaba
cantando hilando coplas
sobre el océano enorme los viajes
los monstruos del océano enorme
                                                            
* Ensayo originalmente publicado por el autor en su libro ¿De quién es el aire? Santa Rosa de La Pampa, Amerindia, 2013 (N. del E.).
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o coplas por ejemplo
sobre el caballo que se acuesta en la pampa
o sobre el cielo un suponer Carlos Molina
cantaba como siempre bellezas y dolores cuando
de pronto el Che empezó a vivir a morir en su guitarra
y así la policía lo detuvo
Al leer a Gelman, me acordé de algo ocurrido mucho antes del episodio de Bahía Blanca.
Cincuenta años atrás. Fue cuando escuché por primera vez los versos del cantor de Cerro Largo, en
Rosario de Santa Fe, allá en las aulas fraternas de la Universidad Popular «Solidaridad Social»
(creación y brega de un gran luchador casi olvidado: el socialista libertario Andrés Calabrese). En
su sede de la calle Paraguay, a pocos metros del Boulevard 27 de Febrero —verde dosel de tipas y
palmeras—, conocí a comienzos de los ’50 las estrofas bravías de aquel trovero oriental,
compatriota de mi abuelo:
Aquí en los ranchos de Cerro Largo,
al calorcito de su fogón,
entre las ruedas de mate amargo
se alzó chispeante de su letargo
la hoguera roja del corazón…
Supe de sus andanzas, de algunos de sus libros: Yunta y Surco, Tierra Libre, Hachando los
alambrados, Rebeldía del camino, Yunques rojos. Bien dice Gelman que esa voz cantaba bellezas y
dolores. Las bellezas del pago natal (cerros y cuchillas, montes, cielos, el rumor de las aguas del
Tacuarí: “Por dónde irá atravesando / tu cantito barullento, / camoatí de miel agreste…”), pero junto a
ellos el vivo rescoldo del dolor y la epopeya populares, la gesta anónima de peones y obreros:
Luna manchada de sangre,
rojo potro montonero,
vamo’ a prenderle hasta el alba
que pa’ descansar hay tiempo.
Pena del galón pegada
con el tufo de los cueros,
¡arriba que está aclarando
Vamos que está amaneciendo!
Al momento comprendí que no era sólo un sentimiento individual lo que expresaba esa
poesía combatiente, ese rostro montaraz. Desde el Cantaclaro de Rómulo Gallegos en Venezuela, o
el Ramón Cantaliso de Nicolás Guillén en el Caribe, hasta el Itinerario del Payador del entrerriano
Marcelino Román (quien rescató y revalorizó dicho acervo en ambas bandas de la Cuenca del
Plata), la identidad múltiple-y-una de América oprimida, esa larga cadena de cantores y guitarras
en pos de la liberación, hablaba, en ese momento, por las coplas de Carlos Molina.
Soy un cantor sin historia
que ni apelativo tengo
unos me dicen Juan Naide
otros me llaman Juan Pueblo
Sin duda, el genearca de los payadores rioplatenses fue Bartolomé Hidalgo, quien marcó
rumbos en los días heroicos de la emancipación. Rumbos de forma y fondo, estética y ética a la
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vez, de conducta. Como lo señala Juan José Morosoli en su ejemplar ensayo sobre el autor de los
Cielitos y los Diálogos, al concluir la evaluación de su obra.
La poesía verdadera es siempre militante. A veces lucha para lejanas generaciones. Siempre lucha para
vencer objetivos que limitan el vuelo del pensamiento. Es, como toda obra creadora, una victoria sobre la
muerte. Tiene una substancia que vence al tiempo y pregona siempre el triunfo del espíritu.*
Addenda
Había cerrado hace tiempo estos ligeros apuntes sobre Carlos Molina, cuando hoy, en
vísperas de la primavera de 2006, recibo un envío de mi amiga Ercilia Moreno Cha (a quien tanto
debe la cultura de La Pampa). Se trata de su trabajo Homenaje al payador rioplatense, resultado de
casi quince años de investigación sobre el tema que incluye: el libro homónimo, un disco compacto
y un folleto desplegable con los textos de las payadas seleccionadas.
Esta obra reúne veinte payadores, en su casi totalidad argentinos y orientales, con la
excepción del cubano Alexis Díaz-Pimienta. Entre nuestros compatriotas se cuenta un pampeano,
nativo de la Colonia Coli Leufú, en la zona rural de La Japonesa (hoy Gobernador Duval), el
conocido Saúl Huenchul. Pues bien, allí aparece también en primer término Carlos Molina, no sólo
a través de una interpretación de contrapunto, sino en la transcripción de fragmentos de una
extensa entrevista que Ercilia Moreno Cha le realizara en Montevideo en 1998. Acerca de la
interpretación incluida, la autora del recordado Documental Folklórico Pampeano, dice al
caracterizarla: “Carlos Molina/Carlos Rodríguez. Milonga. Dos payadores de distinta ideología se
enfrentan en un tema recurrente del payador: la libertad”.
Y con respecto al primero de los nombrados, anota:
Carlos Molina (1927-1998). Nacido en Melo, Cerro Largo, Uruguay, se caracterizó por su gran compromiso
ideológico con el anarquismo y por su carácter de payador imbatible y sagaz que era reforzado por su
gran formación intelectual. Con su poesía plagada de imágenes y su estilo tan personal influyó,
notablemente, sobre los payadores de su tiempo. Llevó su arte a diversos países y dejó su pensamiento en
once libros de poesía.
El payador de Cerro Largo vuelve así a acompañarme de «viva voz» desde la placa
discográfica, como lo hace calladamente, desde hace años, en las páginas ya algo amarillentas de
un viejo ejemplar de Yunques rojos, que en tiempos de requisas confió a mi cuidado —y después
me obsequió— Julio Domínguez, «el Bardino».
Edgar Morisoli
                                                            
* MOROSOLI, Juan J., “Bartolomé Hidalgo”, en Obras, t. V. Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 1999 (N. del A.).
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HIJO DEL PUEBLO*
A Jorge Etchenique, gudari
Nació a orillas del río-de-los-pájaros.
Su amistad fue un honor. Si algo encarnaba
era la dignidad del pensamiento,
la lealtad a su visión del hombre.
Le conocí el humor y la alegría.
¡Tardes de mate y sueños compartidos
frente al rostro del Che,
en las que alguna vez, por un instante,
dejó entreabierto apenas
el portillo del alma que daba a un dolor viejo,
y a una clara ternura!
Mano tendida, en el solar del viento
vivió y luchó. Que aquí quede su lámpara
encendida en la arena.
Edgar Morisoli
                                                            
* Poema extraído del libro inédito Para los días que vendrán, que será publicado en 2016 (N. del E.).
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LOS HIJOS DEL PUEBLO… Y SUS MADRES
El cuadro filodramático La Fraternidad de Colonia Castex había resuelto dos cosas: poner en
escena una obra en pleno monte y que fuera de Rodolfo González Pacheco, título a elegir. De la
primera decisión, el grupo estaba consciente de los riesgos que suponía hacerlo en octubre, ya que
el viento pampa no perdona ni las causas nobles, se podía llevar todo. De la segunda, una vez
puestas a votación varias propuestas, nunca imaginaron el descalabro que podía provocar la
elegida: Hijos del pueblo, así, igual que el himno.*
En un recodo de caldenes, en las afueras de General Pico, el escenario fue levantado sobre
tres chatas arrimadas y atadas. A manera de decorado, las telas —que pintaban los contornos de
diversos ambientes de una casa urbana humilde— fueron amarradas a las ramas más fuertes,
mientras el viento ya empezaba a ondular la cocina y la entrada a un dormitorio.
El público fue llegando en sulky, a pie, en carros y a caballo para presenciar la función. Un
rato antes, el Conjunto Artístico Libertario, del que formaba parte Libertad Ferrini, cumplió con
la ayuda que le había requerido el grupo que interpretaría la obra, esto es, encargarse de
recolectar los elementos de la escenografía. El autor los había resumido en pocas palabras: “de
todo un poco y nada completamente”**, ya que era “sala de recibo, comedor y biblioteca en una habitación
en una casa de inquilinato”. De modo que llevaron al monte, para que La Fraternidad distribuyera
en el escenario,
Una mesa con carpeta al centro, con un servicio de mate, un sillón de mimbre junto a una máquina de
coser. Sobre el lateral izquierdo una estantería rústica henchida de tomos sin encuadernar; sobre el fondo
una cómoda con un espejo de pie encima, una polvera. Almohadilla de pinches, caja de cintas y de hilos;
chucherías. Sobre el lateral derecho, un baúl con herramientas. Sillas, perchas, oleografías. Al foro, pasillo
por el que se ve otra sala.
El balcón a la calle que pedía el autor fue improvisado en el decorado, pero no sabían qué iba
a pasar cuando su uso fuera requerido por la trama de la obra, porque las telas seguían
zarandeadas por el viento.
Los músicos, en cambio, habían recorrido los 50 kilómetros con los cuatro varones y tres
mujeres que desempeñarían los papeles, pero no debían ser vistos; de modo que, tras el decorado,
                                                            
* N. del E.: “En el drama Hijos del Pueblo (1921), González Pacheco cuenta la historia de Claudio Méndez, un militante anarquista que,
tras cinco años de calvario en el Penal de Ushuaia —la Siberia argentina—, ha regresado al hogar con la salud quebrantada y el ánimo
abatido en busca de la contención y el cuidado de su entrañable madre, quien mucho ha lamentado su prolongada ausencia. María,
viendo cómo su maltrecho hijo es requerido una y otra vez por los compañeros del gremio nuevamente en huelga, y temiendo un nuevo
arresto, intenta por todos los medios disuadirlo de que vuelva a la lucha. Pero Claudio, de nuevo embargado por el entusiasmo, desoye
los ruegos maternos y se reintegra al movimiento.
“El argumento de esta breve pieza teatral tiene una impronta fuertemente autobiográfica: diez años antes de su composición y estreno,
el autor había estado recluido en el remoto presidio de Tierra del Fuego a raíz de su intenso activismo libertario como periodista y
orador. Fueron meses desoladores, signados por terribles sufrimientos. Como si la doble condena del destierro y el encierro fuera
insuficiente, debió soportar además un cúmulo tremendo de maltratos, suplicios y humillaciones por parte de carceleros feroces como
cancerberos: raciones de hambre, interminables vigilias forzosas, amenazas de muerte, plantones bajo la nieve, golpizas salvajes,
penitencias en el triángulo —una minúscula y gélida celda de aislamiento—, extenuantes jornadas de trabajo a la intemperie con
temperaturas de frío polar… Y a la salida de ese infierno helado —verdadera anábasis de preso político—, y de nuevo en la agitada
Buenos Aires, esa suerte de rito de pasaje a la libertad de tantos exconvictos que es el reencuentro sanador con la madre. A esa
experiencia refundacional, le sigue pronto la trágica disyuntiva existencial entre —parafraseando a Max Weber— la Gesinnungsethik o
«ética de las convicciones», que lo impele a retomar sin dilación la vida de activista —con todos los riesgos que ella entrañaba en
aquellos años violentos de censura y persecución (máxime para quien ya estaba marcado por su frondoso prontuario y había quedado
frágil de salud por su reciente paso por la cárcel)—, y la Verantwortungsethik o «ética de la responsabilidad», que le impide ser insensible
al sufrimiento, los temores y la desesperación de su progenitora, y a los reclamos que ella le hace; unos reclamos que, aunque
comprende y compadece como hijo, como militante sabe que no puede, por desgracia, satisfacer.
“De su traumática experiencia penitenciaria en el lejano sur patagónico, González Pacheco dejó testimonio no sólo en el precitado
drama sino también en los Carteles de Ushuaia (‘El centinela’, ‘Los castigos’, ‘El frío’, etc.). Mas no escarmentó, y habiéndose sobrepuesto
de las secuelas del cautiverio, retornó con renovado vigor a la lid revolucionaria” (MARE, Federico, “Ama-gi”, en Prosas numantinas:
librepensamiento y utopía, obra inédita). 
** Las citas pertenecen a la obra (N. del A.).
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entre las ramas, se ubicaron un guitarrista, un violinista, un acordeonista y uno que se animaba a
tocar la flauta.
La obra, de un acto, plantea los esfuerzos de una madre por retener a su hijo junto a ella, ya
que la militancia anarquista lo hizo habitar más las cárceles que su propio hogar. El personaje
principal regresa tras cinco años en el penal de Ushuaia y duda entre el amor filial y la necesidad
de proseguir la lucha contra los explotadores. Los otros personajes están en función de ese dilema,
alentando o desalentando los llamados del sindicato, de la calle, hacia Claudio, el protagonista.
—”Me ha prometido dejar todas esas cosas. Reportarse. Ser un hombre de su casa”, se ilusiona la
madre, para quien la militancia es una máquina tragahijos.
El vallado que quiere tender en torno a su hijo le hace mentir negando su presencia en la casa,
ante el desfile de compañeros que acuden a saludar a alguien que por el solo hecho de haber
compartido durante 5 años el mismo penal que atenaza a Radowitzky, tiene que ser también un héroe.
Para colmo, el novio de su hija profesa las mismas ideas, de modo que es previsible que se
produzca un traspaso de sinsabores. Por eso la madre le aconseja: “Si no luchas, si no vences,
tendrás que irte tras él; seguirle de prisión en prisión, de sombra en sombra…Pero lucharás ¿verdad? ¡Y
venceremos!”.
Unos leves aplausos aislados del público no llamaron la atención porque se confundieron
con el batir de palmas de otro compañero que llega a la casa. Luego de preguntar por Claudio, la
madre insiste: “Sí, sí, bien (le ataja el paso) Ahora ha salido; no está”, a lo que un ¡Bien hecho! resonó
entre el público alterando el silencio. Dos o tres segundos de desconcentración de los actores fue el
tiempo de duda que les llevó retomar la letra y un alerta intuitivo de que algo estaba pasando. La
voz anónima era femenina, quizás de edad avanzada y así quedó un dejo de incertidumbre.
El compañero, sabedor de este recurso de negar presencias, le dice a la madre de Claudio
desde la puerta: “Yo también tengo madre y cuando estoy con ella resulta que no estoy para nadie. Ella, lo
mismo que usted, no quiere que el hijo de sus entrañas sea también hijo del pueblo. Ustedes son todas iguales”.
Un nuevo motivo de preocupación para el elenco fue el murmullo que despertaron estas
palabras entre varias madres del público, que ya no podían acallar sus acusaciones de ¡Mal hijo! al
compañero. Algunas descargaban su disgusto ya a viva voz y una, muy tocada por la situación, se
acercó a un borde del escenario y le gritó ¡Sinvergüenza! al actor, que no tuvo más remedio que
mirarla, y al volver la vista sobre la actriz que representaba a la madre de Claudio, le imploró con
la mirada que le dé un pie de letra para seguir con su parlamento.
Los miembros del grupo La Fraternidad que no actuaban y los locales de Libertad Ferrini no
sabían cómo enfrentar una situación inédita, ya que debían impedir que se expresaran las madres
que hacían peligrar la continuidad de la obra, justamente ellos que eran censurados en otros
ámbitos y hacían un culto de la libertad de palabra. Como la necesidad tiene cara de hereje,
primero con chistidos y luego con frases disuasivas al oído de las más afligidas —como citarles el
ejemplo de La madre de Máximo Gorki— terminaron haciendo un cerco en torno al escenario. De
este modo, deseaban evitar cualquier intento de trepar para ayudar a la madre de Claudio en su
lucha para que no le arrebataran una vez más a su hijo.
Y el resto de la trama no ayudaba en nada a calmar los ánimos. Ya nadie sabía dónde
transcurría la obra, si en el escenario o si entre el público o si entre ambos. Los actores no habían
previsto que el drama de esa casa era un reflejo de conflictos entre madres e hijos militantes en la
vida real. O bien habían programado una discusión posterior en buenos términos, desapasionados.
* * *
El sindicato de los metalúrgicos —al que pertenecía Claudio— se encontraba inmerso en un
conflicto, y en su sede estaba por comenzar una asamblea para decidir medidas de fuerza tan
15
 
duras como la toma de los talleres. La madre no pudo evitar que el llamado a participar llegara a
oídos de su hijo.
—”Allá no irá —dijo casi gritando—. ¡Aquí es su casa!”.
¡Bien dicho!, ¡Es la pura verdad!, ¡No lo deje ir!, ¡No afloje!, ¡Manténgase firme!, ¡Enciérrelo bajo
llave!, fueron algunos de los gritos de las más exaltadas que ya se habían ubicado lo más cerca
posible de la madre para que no hubiera ninguna duda de que serían escuchadas, ante las
miradas de reprobación de los anarquistas que buscaban impedir el asedio, por ahora verbal, sin
éxito.
Claudio debía mostrarse nervioso, pero a la exigencia del libreto se sumaba la azarosa
situación que creaban las madres de abajo. Por ello, dirigiéndose a la suya pero de frente al público
aclaró que “No iré con ellos, no escribiré más periódicos, no subiré a las tribunas. Pero recluirme, negarme,
esconderme ¡Eso es ridículo! ¿No comprende?”. En vez de gritos de protesta, un murmullo reveló que
las madres dolidas discutían en voz baja, lo que era todo un síntoma de que se habían abierto
grietas en las identificaciones.
Sin embargo, como si la madre del escenario quisiera desalentar a las confundidas del
público, descree del discurso de su hijo y vuelve a la carga entre suspiros: “Tú, a la cárcel; nosotras,
al abandono; tú, a sufrir y yo… (llorando mansamente) ¡Debieras tenerme lástima, hijito!”. A estas
palabras se sumó su hija, quien busca desacreditar una figura sagrada y le grita a su novio: “¿Ve?,
¿ve?¡El compañero! El compañero que pone su garra negra entre la madre y el hijo, entre el hermano y la
hermana, ¡entre… usted y yo!”.
Claudio, conmovido, siguió argumentado, pero su madre lanzó entonces un lapidario “Las
madres somos para sufrir…”, lo que provocó no una nueva versión del griterío anterior, sino un
lamento quedo, lastimero. Tomadas del brazo, las madres no tardaron en abandonar el estado
piadoso, pues el libreto de Rodolfo González Pacheco sólo le concedía breves recreos a la
congoja.
Justo cuando el viento ofrecía una tregua y dejaba en paz a las telas del decorado, llegó la
escena del balcón. Por él se filtraban los ruidos del choque de los metalúrgicos con los cosacos que
habían acordonado la manzana del sindicato.
También por el balcón percibieron que los obreros habían roto la barrera y avanzaban, pero
no en silencio. Claudio, “enderezándose de a poco”, dice emocionado “¿Oye mamá? Vienen cantando
Hijos del Pueblo. ¡Cinco años que no lo oía! ¡Lo cantan mis compañeros!”, al mismo tiempo que los
cuatro instrumentos que aguardaban pacientemente entre el follaje arrancaron con la
interpretación del himno anarquista. Los actores parecían contagiados del efecto, pero la madre
no se podía permitir esas conmociones. Abrazando a su hijo le señala: “Sí, sí, oigo, hijito, sí. Pero
serénate; queda quieto”.
Las madres del público aguardaban con tensa expectativa el desenlace porque intuían que
nada bueno podía venir ante semejante despliegue. Y así fue. Claudio “(moviéndose hacia la puerta)
alcanza a decir ¡Hijos del Pueblo, te oprimen cadenas! ¡Vamos! ¡Vamos!”.
Madre e hija, imploran al unísono: “¡No, no! ¡Acuérdense! ¡No!”, y eso solo bastó para que
las señoras del público presente hicieran del ¡No! la consigna única, precisa, y la repitieran una y
otra vez, pese a que tanto los actores como los obreros sueltos y los militantes replicaran con un
¡Sí!, en un intenso duelo de adverbios. A la batahola se sumó la orquesta, que sin dejar la
espesura de su ocultamiento, arremetió con otros himnos anarquistas para no quedar fuera de la
historia.
No pasó de ahí. Cada madre se retiró discutiendo con su hijo o con otro hijo del pueblo, o bien,
coincidiendo con otra madre. El cuadro filodramático La Fraternidad y los actores locales, sentados
todos en el escenario, se miraban sin decir palabras, y en medio del estupor no atinaban a
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desarmar la escenografía, ni a desunir las chatas, ni a desatar de los caldenes lo que quedaba del
decorado.
Jorge R. Etchenique
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LOS DESAFORADOS
El Francesito y El Oriental Crevani tenían que morar en peligro para que sus vidas tuvieran
sentido. Sí, hacían del arrebato un culto; y para ellos, la cárcel y la muerte representaban costos
menores, comparados con el verdadero infierno que era la paz del sosiego.
Los momentos de quietud que ellos diseñaban no estaban signados por la placidez sino por
la tensión que precede a las tormentas, especie de ceremonia cuya única razón de ser era
desembocar en la acción de riesgo.
Con esa premisa entraron al almacén y fonda de Floro Moscardi, en un estratégico cruce de
los caminos que conducen a Alta Italia, Vértiz, Caleufú y Trenel. La Colonia —tal era su nombre—
resultó una encrucijada no sólo de viajes sino también en sus vidas de máximo nomadismo. El
negocio estaba por cerrar, pero aun así pidieron y lograron cenar en aparente calma, departieron
con el dueño, su señora y hasta le auguraron “Bueno, amigo, que Dios lo ayude” al dependiente que
les confió que ése era su último día de trabajo en el lugar.
Era uno de esos momentos especiales en que nadie —excepto ellos— esperaba que la quietud
se quiebre en mil pedazos, y era ésa una parte inseparable del hechizo, su llamador. Habían dejado
muchas señales de que allí estarían. Para ello, se empeñaron los dos días anteriores en asaltar
colonos, la mayoría italianos, en los caminos vecinales. En todos los casos habían preguntado por
el boliche, y de ese modo la policía estuvo sobre aviso de que allí los encontraría. Por boca de las
víctimas sabía también la policía —y lo sabían en todos los pueblos— de quiénes se trataba y hasta
cómo iban vestidos.
El Francesito vestía ropa de trabajo, blusa corralera, bombacha de corderoy y jockey,
mientras que El Oriental lo hacía con bombacha negra, blusa color café y gorra de visera verde.
Ambos calzaban alpargatas blancas, y —lo que había sorprendido a todos— montaban caballos
zainos —uno negro, el otro colorado— con muy buenos recados.
La policía comenzó a converger hacia La Colonia sabiendo que El Francesito era en realidad
Martín Alzogaray, tenía en ese momento 24 años y era nacido nada menos que en París. Había
llegado a la Argentina con 14 años y su apodo se fue armando sobre la base de su baja estatura y
un temprano trajín de forajido. La llanura lo llevó a trashumar en busca de razones para vivir y lo
encontró en una vorágine de acción y peligro que tuvo su momento cumbre en la fuga de la cárcel
de General Acha, hacía tan solo tres meses.
Si deambular fuera de la ley le produjo una vida de ocultamientos y huidas precipitadas,
desertar del llamado al servicio militar lo convirtió en un errante crónico. Sabía que la Gran Guerra
estaba lejos, muy lejos, justamente en la zona que había abandonado hacía unos diez años, pero ya
cargaba en su corta vida argentina un estigma gauchesco: no aguantaría la disciplina del ejército ni
ninguna otra. Si éste era su panorama, escapar de una cárcel lo llevó a un frenesí tal, que la leyenda
“sin domicilio fijo” en su prontuario parecía una obviedad.
En ese rodar por los campos, encontró a un hermano del peligro, alguien con quien
compartir —y competir— la exposición constante al riesgo, la seducción de lo imprevisible: El
Oriental, El Oriental Crevani.
Francisco Victoriano Macedo Crevani, más alto y cuatro años mayor que El Francesito, ya
tenía una cuenta por homicidio, y desde que llegó del Uruguay que merodeaba por las pampas,
no tan diferentes de su Mercedes. Llegó a trabajar de peón en un campo cercano a esta zona,
pero pronto sintió a los alambrados como el encierro de un establo. No era lo suyo, se excusó.
También era más extrovertido, provocador y dispuesto a poner a prueba el valor de su
compinche.
—Si es cierto que te gusta tanto el peligro, vamos a verlo —le dijo a El Francesito una tarde,
de paso por Monte Nievas, cuando vieron un policía caminando por una vereda—.
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Para cortarle el camino, eligieron un boliche donde, sin apearse de sus caballos, pidieron
cerveza. Sin miramientos, El Oriental hizo puntería en un brazo y El Francesito en el otro, mientras
el policía —un turco con sólo seis años de residencia— balbuceaba palabras en un idioma
indefinido. No pudo hacer uso de su revólver, y los parroquianos que lo hicieron por él ya tenían a
los dos bandidos a mucha distancia, al galope largo y disfrutando del vértigo.
No faltaron ocasiones en que otros nómades quisieron acoplarse al dúo. Sin embargo, el
acompañamiento duraba poco. Si bien El Oriental y El Francesito vivían sin las ataduras que
muchos querían evitar, ¿cómo soportar la furia sin remansos?
Es probable que a similares palabras hubiese llegado Juan Bautista Vairoleto, quien en esos
meses trabajaba como arreador, parvero, auxiliar de trilladoras, carrero, en fin, changas variadas.
No imaginaba —¿tal vez sí?— que dos años después iniciaría un destino análogo de violencia
errante, tras desgraciarse con un uniformado. En esa etapa los conoció sólo de mentas, y nunca
opinó sobre sus iracundias. Aun así, su mirada reflejaba una mezcla de desaprobación y
comprensión hacia ese par que pretendió vivir desaforadamente, no ciertos momentos, sino toda
la vida.
* * *
Mientras cenaban en La Colonia, no dejaron de examinar todo lo que se moviera en la calle y
en el trozo de campo que se avistaba desde la ventana. Estaban viviendo la razón misma del raid:
hacer de la fonda, con su encrucijada de caminos, un gran escenario donde la excitación del
peligro, y luego la excitación de la acción, actuaran a su manera, sin bordes.
Si brotaba el terreno que habían abonado, estaban convencidos de que la policía iba a llegar
de un momento a otro. Sin embargo, como para matizar la espera, apuntaron y ataron a un
sorprendido Floro Moscardi. No había muchos lugares donde buscar dinero, de modo que la caja
del mostrador y un sobre debajo del colchón fueron rigurosamente apropiados. El saqueo se
completó con un winchester, botellas de vermouth y marsala, chafalonías y cigarrillos.
El Francesito, con el sobre del colchón en la mano, descubrió un billete de lotería y le dijo a El
Oriental:
—Lo llevamos; y si sale premiado, venimos a darle una propina.
El Oriental no era de risa fácil, y la sonrisa que apenas insinuó se apagó rápidamente al
registrar la ausencia de la mujer. La esposa de Floro Moscardi, al ver a su marido encañonado,
había huido sin ser vista y encontró refugio en una chacra vecina, el sitio al que llegaron los
primeros policías luego de hacer una pasada por el frente del negocio.
—Ya están aquí —fue lo que dijo rápido y escueto El Oriental ante esa alentada presencia, en
un auto que no tenía signos policiales, y que había sido cedido por Estancias y Colonias Trenel, el
emporio comercial y propietario de tierras más grande de la zona—.
En la chacra, el comisario Degreef hizo detener el auto, escuchó la versión que a los gritos dio
la mujer e hizo apagar tanto los faros del coche, así como todo otro indicio de luz, para que no
fuera descubierta la posición. Al pasar frente al negocio, habían quedado alumbrados los dos
caballos identificados por todos los asaltados los días previos, y con esa certeza supuso que el
factor sorpresa estaba de su parte. No era así. Lejos se hallaba de imaginar que la escena estaba
largamente preparada y que la presencia de los policías había sido ya advertida.
Con su gente, cortando camino por un rastrojo de trigo, el comisario llegó hasta una esquina
del negocio, donde creyó establecer una cabecera de playa. Otros policías, la mayoría armados con
remingtons, completaron el cerco con el auxilio de algunos peones —órdenes de los dueños de
campos mediante— y particulares que voluntariamente se ofrecieron.
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Sin embargo, El Oriental y El Francesito ya habían reparado en todos esos movimientos, y lo
hacían sin señales de alarma. Al contrario, parecían disfrutar de la tensión y hasta del ambiente:
una noche muy oscura, con amenazas de lluvia inminente.
El impulso inicial no fue encerrarse y resistir, sino salir a enfrentar a los sitiadores,
doblegarlos a balazos limpios, huir y hacerlo todo a ritmo de balacera. El tamaño del triunfo se
mediría por la cuantía del riesgo corrido. Salieron portando revólveres calibre 38 en cada mano,
disparando hacia los sitios donde los policías aguardaban al acecho, y sin atisbo alguno de que
hubieran sido descubiertos. Lo hacían al mismo tiempo que corrían hacia el palenque, en medio de
un tiroteo que no tardó en generalizarse. Pese a la oscuridad, y a que los fogonazos fueran la única
referencia para disparar, no tardaron en producirse los primeros heridos. Un oficial quedó con la
cara bañada en sangre, surcada por delgadas canaletas.
Todo ello revelaba que los bandidos también disparaban sus winchesters cuando los 38
quedaban sin carga, a la par que otras situaciones iban inclinando la balanza a su favor. Un
particular gritó al recibir un balazo en una pierna, y más de un Remington quedó inutilizado con
una cápsula trabada en el caño. Los desaforados percibieron esta situación y trataron de apurar su
llegada al palenque, pero no contaron con la decisión del comisario Degreef de disparar contra los
caballos, un blanco más seguro. El zaino colorado se desparramó fulminado, y al restante se
treparon El Francesito y El Oriental, quienes al galope y a los gritos, sin dejar de disparar, se
alejaron por el camino de Trenel a Alta Italia.
La victoria no había sido total. La sangre del caballo ejecutado se mezcló con otra. La policía
no tomó nota del hecho, pero los bandidos no tardaron en detenerse. El Oriental tenía el hombro
izquierdo deshecho por uno o dos balazos —no sabían bien—, lo que le produjo una pérdida de
sangre alarmante. Pese a que para ellos era uno de esos momentos tan buscados en que la vida y la
muerte pulsan el destino, no dejaba de ser patético. La lluvia estuvo precedida por un viento
huracanado que, si bien retrasó a los perseguidores, impedía pensar cómo tratar la herida. Como lo
suyo era la acción, cortaron los cinco hilos de un alambrado y robaron un caballo de una chacra
para suplantar al caído junto al palenque. El dato agregaba un nerviosismo extra para los
hacendados: la llave de torniquetear era tan peligrosa como las armas. En el orden de las
representaciones, derribar alambrados equivalía a un ataque a la propiedad privada tan grave
como un asalto.
El Francesito vendó como pudo la herida con una vieja camisa que encontró en su morral,
pero la lesión era importante. El Oriental no quiso que esa carga fuera compartida y se alejó tras
dejar en manos de su compinche un recuerdo, una daga célebre, a modo de palabras.
* * *
Partidas policiales salieron de todos los destacamentos, subcomisarías y comisarías. Casas
comerciales donaron nafta y vehículos. Todos los que tenían cierta cuota de autoridad o poder
querían participar en el escarmiento ante tamaña osadía, tanto desafío.
Una de esas partidas encontró a El Francesito en un toldo de hacheros en el paraje Jagüel
Grande, de la zona de Conhello. No tuvo con qué oponer resistencia, pues había escondido todas
las armas de fuego y hasta la daga con mango de plata en un tanque para agua. Uno de los policías
la tomó para quedársela, y hasta discutió con otro sobre ello, lo que a nadie extrañó porque era una
de las posesiones más emblemáticas de El Oriental.
—¿Qué hace esta daga aquí? —inquirió.
El Francesito, combinando una dosis de resignación ante el revés con otra de orgullo por lo
que consideró una epopeya, no respondió sino que a su vez afirmó convencido:
—Usted, ni nadie de ustedes, la merece.
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Más allá del castigo físico que siguió a esa respuesta, no le hicieron caso. La daga quedó
fuera del inventario policial.
El Oriental, con la herida que se le reabría en cada galope tenso de perseguido, sentía el dolor
en el hombro, la sangre tibia que resbalaba por su cuerpo y el viento fuerte en la cara. También en
él convivía una vaga sensación de derrota con la exaltación liberadora del peligro.
La diferencia con las encrucijadas anteriores sería que esta vez el escenario habría de estar
preparado por otros. Hacia allí se encaminaba el Oriental Crevani, hacia “el boliche de El Carbón y de
la muerte”*.
Jorge R. Etchenique
                                                            
* Estas últimas palabras entrecomilladas pertenecen al título de un cuento de Walter Cazenave sobre este episodio final en la vida de El
Oriental.
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EL VESTIDO ROJO
Mi marido estuvo en líos de bolseros en otros pueblos como Alpachiri, sin ir más lejos.
Venían allí con un tire y afloje de dos años, y el Carmen se decidió a ir cuando la cosa se puso
violenta. No fue el único. Otros de Jacinto Arauz, Villa Alba, Villa Iris y Darregueira fueron,
porque la solidaridad entre bolseros es sagrada, créame.
En medio de esos españoles, tan anarquistas como exaltados, el Carmen era un caso aparte.
Taciturno y criollo, santiagueño como yo. ¿Qué hace entre esa gente?, me preguntaban los vecinos.
Yo sé lo que hacía porque a él lo conversaron y él me iba conversando a mí, hasta que yo también
me hice libertaria. No lo comenté mucho, y menos desparramé que soy de corazón caliente,
aunque ya se habían dado cuenta.
Acá lo que no faltan son noticias. No se cómo se enteran de lo que pasa, pero de los
fusilamientos en la Patagonia hablaban todos. Es como un estado de bronca que se contagia. El
asunto es que aquí también se estaba poniendo pesado. Yo lo veía venir. Cuando salimos de
Santiago con el Carmen la idea de ir al sur no me gustaba nada. Claro, si el trabajo estaba donde
hay trigo, pero veía la desgracia al alcance de la mano.
—Quinteros —porque para mis adentros es el Carmen, pero a él le decía Quinteros—,
tenemos dos criaturas —le dije—.
Lejos de escucharme, cada vez nos fuimos metiendo más en las llanuras pampeanas y
recalamos en Jacinto Arauz, bien al sur, aunque parece que hay más sur todavía.
—La vista no choca con nada —me dijo un día el Carmen luego de horas de caminar
callados, alternando trenes y carros—.
Así que aquí se me hizo bolsero, bolsero de galpón de estación. Los españoles no lo
buscaron. Él fue directo a ellos. Llamaban la atención porque no se cansaban de discutir, pero eran
defensores del que trabaja, sin concesiones. Cuando llegamos a Arauz, el pliego de condiciones ya
estaba firmado, pero al Carmen algo le llamó la atención. Había cosas elementales como que la
bolsa no pesara más de 70 kilos, o que se les permitiera llevarla al hombro caminando y no al trote,
o las ocho horas, pero eso de que no hubiera capataz no lo habíamos visto nunca. El pliego lo decía
clarito y así empezó su charla con los españoles. El anarquismo le entró por ahí. Le dijeron —luego
me lo repitió como pudo— que no es necesario el látigo de una autoridad para trabajar, que
nosotros podemos organizarlo, que la misma Sociedad de Resistencia puede hacer los turnos y
distribuir las tareas, todo en asambleas. Al principio no creí mucho porque eran dos cuadrillas de
80 bolseros cada una y claro, para que funcione todos tenían que estar federados, ¿me entiende?
Pertenecer al sindicato, y por él, a la FORA. Y por ahí vino el lío: los patrones querían obreros
«libres», sin sindicalizar; y el asunto era que si aceptaban eso, la fuerza no iba a ser la misma, ¿me
sigue?
La cuestión es que en esa tirantez llegaron los crumiros, mercenarios como les decía la Zoila
Fernández, la compañera del secretario de la Sociedad de Resistencia. Con ella y un par de mujeres
más nos juntamos para ver qué podíamos hacer, pero la verdad es que todo fue pasando
demasiado rápido, nos quedamos en palabras. Sí sabíamos que el pliego firmado se había ido a la
mierda y que eso quería decir mucho lío en puerta, primero con los crumiros, luego vaya a saber
con quién.
Tuve el primer presagio de la tragedia cuando vi que el Carmen sacaba el revólver de un
cajón y se lo metía en la cintura. No había que ser muy avispada para saber que lo primero era
impedir que los crumiros empezaran a trabajar, pero eso del revólver me revolvió por dentro. Eran
como las 6 de la mañana y lo acompañé unas cuadras rumbo a la estación. Callado todo el tiempo,
sólo abrió la boca para decirme:
—Si muero, que me entierren en cualquier parte.
22
 
Me dejó helada, y más helada quedé cuando cuatro horas más tarde la policía me llevó a los
empujones a la comisaría (todavía había sangre por todos lados) para que diga por qué Carmen
Quinteros había dicho esas palabras. La puta, ¿cómo se enteraron?, todavía me pregunto. Querían
que les dijera que todo estaba preparado para asaltar la comisaría, una mentira total. Peor la pasó
la Zoila. La encerraron en el calabozo y le hicieron cualquier cosa. Ella creía que como su
compañero estaba prófugo, sus hijos habían quedado solos y estaban pasando hambre. No sabía
que yo me los había llevado y que estaban a salvo conmigo. Bueno, a salvo hasta por ahí nomás.
Hasta donde yo sabía en ese momento, los crumiros que habían llegado desde Bahía Blanca
con un capataz —un tipo de Paysandú, Cataldi de apellido— no pudieron hacerse cargo del
trabajo porque los de la Sociedad de Resistencia no se cuidaron de mostrar que iban armados.
Entonces, por la diferencia de número, se tuvieron que retirar. Cuando liberaron a la Zoila supe
algo más: el comisario los había llamado a dialogar en la misma comisaría, y allí se habían
enterado de que el objetivo real era desarmarlos. Se armó un tiroteo infernal en el que hubo
muertos y muchos heridos. Por sobre todas las cosas, lo que me reventó la vida fue que, atravesado
por no sé cuántas balas de winchester, el Carmen quedó tendido, muerto sin remedio. Claro, ahora
han pasado tres años y se lo cuento así como así. Pero cuando lo vi desde la calle, a través del
alambrado, me volví rabiosa de dolor y de sufrir la madre de las injusticias. También pasó un
tiempo hasta que me contaran que en el instante mismo en que recibía la descarga, alcanzó a
gatillar y, a medio ver, medio imaginar, vislumbró que un uniforme se desplomaba.
La confusión era total, pero de hecho la policía perdió no sólo cuatro de los suyos sino el
control de la comisaría. Y el Carmen ahí tirado, ¿cómo hacía para llevármelo? Cuando las balas
empezaron a ralear, y cuando llegaron policías de otros pueblos, se desató una venganza tan
grande que nadie se ocupaba de los muertos. Las torturas en el mismo patio, a metros del Carmen,
fueron de no creer, asquerosas. Prefiero no hablar de eso. La cosa es que con la llegada del juez
pararon por unas horas, y luego siguieron cuando se fue. Por eso aproveché ese tiempo para poner
al Carmen en un carrito de la estación para llevar encomiendas, y como justo habían liberado a la
Zoila, ella me ayudó a llevarlo hasta mi casa. Tenía que hacer todo rápido. Sin embargo, más que
eso me preguntaba qué hacer para que mi furia se vea, para mostrarles en la cara que la rebeldía
del Carmen no había muerto.
Sé que agarraron a varios compañeros en la misma comisaría. A otros, en los montes
cercanos en medio del desbande. Y hasta se dice que hubo un fusilamiento. Por eso el miedo era
grande. En ese ambiente, lejos de apichonarme, me parecía que debía levantarme desde el dolor y
enrostrarles una bandera libertaria.
Esa era una deuda mía, personal, porque los otros, los compañeros, hacían lo que podían.
Ya se estaban organizando colectas por todos lados para sostener a las familias de los caídos,
muertos o presos. Y hasta me dijeron que en el Uruguay se armaba un boicot a turistas
argentinos, en protesta por lo que había pasado con los bolseros de Arauz. Pero yo, yo, ¿qué
podía hacer? Me dieron un certificado de defunción donde fui leyendo de a poco que el Carmen
había muerto el 9 de diciembre de 1921 a las 9.30 horas por heridas de bala, y punto. Me acuerdo
que ahí me detuve y pegué los primeros gritos. ¿Por qué no dicen quién lo mató? ¿Con qué
engaño lo llevaron a la muerte? Seguí. Unos supuestos vecinos, a los que nunca había escuchado
el nombre, firmaban luego de haber visto el cadáver, decía el acta. ¿Con qué ojos, será posible?
Ojos de cuervo, serían. Después sí lo tuve conmigo en casa, tendido en nuestra cama. Y nos
dispusimos a pasar la última noche juntos. Como si me siguiera conversando, salí al patio, y a los
pocos compañeros que entrada la noche se iban acercando —con miedo, la verdad es ésa, con
miedo— les dije:
—¡Ahora van a ver!
Debajo de los cajones de la ropa, en una caja chata tenía un vestido rojo, que había usado
algunas veces, pero que al Carmen no le gustaba porque llamaba mucho la atención. El color, claro,
era el nuestro, de modo que los ojos mustios del Carmen no me reprendieron con la mirada
23
 
cuando me saqué lo que tenía y empecé a calzarme el vestido que fue encendiendo la pieza a
medida que llegaba a los botones de arriba. Salí otra vez. Los compañeros derramaron algunas
gotas de sus vasos al retroceder, y los vecinos apoyados en el alambrado de sus fondos dieron un
paso atrás. Con la voz más fuerte que pude anuncié a todos que el negro era para los que mueren
para siempre, pero el Carmen merecía el rojo por valiente y anarquista, que por tres días no me
sacaría el vestido y que si a alguien incomodaba, que viniera y me lo dijera.
La rueda se fue acercando, y la Zoila fue la primera en tocarme el vestido como una
reverencia, desde la cintura hasta el ruedo. Y hasta algunos hombres estiraron la mano para
quedar a centímetros de la tela, con cierto temor a mi audacia o al Carmen que seguía tendido en la
cama en medio de los murmullos de los que ya habían entrado y el silencio de los dos hijos
sentados a ambos lados de la cama con la vista fija en las paredes. No querían mirar al padre, y me
dije para qué tenerlos allí. Los despaché al patio y les acomodé un rincón de la pieza para dormir.
La noche se venía larga y se imaginará que no había otro sitio, pobres ángeles.
A eso de las 3 de la mañana quedé sola con el Carmen. Puse mis manos sobres las suyas, y
apoyando mi frente sobre las cuatro, ahí sí lloré.
Como no me puse el vestido rojo para vivir un velorio silencioso, cada tanto salía al patio, en
medio del silencio de la noche, a pegar unos gritos contra el comisario y su engaño, contra su
winchester siempre apuntado a los obreros, contra los esclavistas… Qué quiere que le diga, la lista
era larga pero ya no me acuerdo de todos. No recibí un solo chistido de los vecinos. Todos sabían
que no estaba loca sino rabiosa, y pensaban que ya se me iba a pasar. Con la llegada de las
primeras luces del día ya no me moví de mi silla a un costado del Carmen, y no sabía bien si quería
o no quería que llegara la hora de sacarlo de allí. Pero la duda no me hizo mella, pues me dediqué
a las flores. Cómo es eso de las flores, después le cuento.
El momento llegó cuando varios compañeros aparecieron con un cajón que habían comprado
con una parte de la colecta. Era tan pobre que las juntas de los listones de madera no ajustaban
bien, y por ellos se filtraba la luz afligida del amanecer. Ningún cura se dejó ver. Tampoco lo
habíamos llamado, porque era éste un muerto condenado al infierno sin necesidad de juicio final.
De modo que entre varios levantamos al Carmen, lo depositamos en el cajón y a pulso lo llevamos
al carro que aguardaba en la calle.
¡Qué valientes!, me dije. Además de la Zoila, la única mujer que me acompañaba, entre el
carrero y los hombres que me seguían detrás seríamos unos diez o doce, a los que aguardaban toda
clase de represalias ni bien dejáramos el cementerio. Sin embargo, allí estaban, a paso lento,
cerrando filas, hasta que nos detuvimos en una esquina. Con asombro, ése que paraliza, nos
topamos con una larga procesión de autos negros, brillantes, con los cromados lustrosos.
Marchaban detrás de cuatro coches fúnebres, cada uno con dos caballos negros, percherones,
patudos, tan brillosos como las chapas de los autos y los trajes de los señores que iban muy
derechos en sus asientos. La mayoría de ellos había llegado de pueblos vecinos, tanto pampeanos
como de la provincia de Buenos Aires: Villa Iris, Darregueira, Rivera, Tornquist y varios más. Todo
parecía un anticipo del gran mausoleo que ahora se levanta en el cementerio de Arauz, con los
restos de los dos oficiales y de los dos policías rasos que habían muerto en el tiroteo que también
se llevó al Carmen.
Quedamos tiesos, sin siquiera hablar entre nosotros mientras pasaba delante nuestro
semejante cosa. Claro, tampoco retrocedimos, ni hizo falta porque los señores y las señoras no nos
miraron, o simularon no hacerlo. Esa sonora indiferencia, créame, me dejó tan roja como el vestido,
y le pedí al carrero que acelerara el paso del caballo para llegar antes que ellos. Lo que faltaba —me
dije—. Esperar horas y horas hasta que termine el entierro oficial.
Como vivíamos en los suburbios del pueblo, a los arrabales del cementerio fuimos a dar. Todos
cavaron un poco, y cuando con las piolas estaban descendiendo el cajón, vimos que los brillos de la
pompa entraban con paso ceremonioso y hacían suyo el centro selecto de los panteones.
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Le dije antes que el asunto de las flores lo dejaría para después. Bueno, en esa alborada del
velorio me dediqué a hacer unas cuantas flores rojas con papel crepé. ¡Hasta los tallos rojos tenían!
Las metí en una bolsa que ubiqué en el carro, junto al cajón. Nadie sabía, salvo la Zoila, que la
tumba sería una bandera a la vista de todos. Sin prisa, como si fuera una misa de las nuestras, fui
arrojando las flores rojas sobre la tierra removida hasta cubrirla. No está bien que lo diga, pero me
sentía orgullosa porque el Carmen estaba vengado hasta donde una podía hacer. Cada dos o tres
días volvía, y las flores no estaban más. Como podrá imaginar, arrojaba una nueva tanda porque a
tozuda no me iban a ganar.
Después de tres años, vuelvo sólo de vez en cuando y renuevo las flores rojas. Me tuve que ir
del pueblo sobre todo por los chicos. La escuela se había convertido en un tormento para ellos. ¿El
vestido rojo? No lo tengo más. Cierta vez quería reponer las flores pero no tenía. Entonces lo
busqué y lo dejé tendido sobre la tierra de la tumba. Bien tendido, ¿eh?
Jorge R. Etchenique
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VIDAS EN FUGA*
Tras vidas tan y no tan diferentes, una encrucijada de sus destinos hizo que Marcos Vallejos
y Ramón Silveyra compartieran, desde los últimos días de marzo de 1923, una celda de la
Penitenciaría Nacional de la avenida Las Heras, en la ciudad de Buenos Aires.
Marcos Vallejos
Jornalero según los partes policiales, bandido rural de oficio real, podía contar sus fechorías
sin deshonor, pero sus experiencias de fuga eran impresentables. Marcos Vallejos y sus hermanos
habían llevado una vida errante, a cielo abierto, pero ya eran así antes de delinquir. No en vano
Gastón Gori advierte en Vagos y mal entretenidos que para ser sospechoso bastaba con merodear.
También Pedro Orgambide llamó a estos criollos “nómades de las llanuras”, y nos remite a los relatos
de Carlos Bustamante Concolorcorvo sobre los gauderios de hace doscientos años (“…mala camisa y
peor vestido… hacen cama con el sudadero del caballo, sirviéndoles de almohada la silla”). Tal semblanza
podría aplicarse al gaucho Vallejos, un apodo que traía de las pampas y que atravesó las murallas
de la penitenciaría. Si bien era analfabeto, la prensa le había otorgado un título: “profesional del
asalto en despoblados”, aunque una preocupación quizás superior era que no respetaba los
alambrados, es decir la propiedad privada. Su llave de torniquetear alambres era una herramienta
tan vital como el caballo y el winchester.
Capturados al fin, había estado detenido junto a su hermano Pablo en la cárcel de Villa
Mercedes, en la provincia de San Luis —ambos eran oriundos de allí— por una serie de robos y
asaltos en el sur puntano y el norte pampeano entre los años 1917 y 1919. La condena de Marcos
fue ratificada en 1921 con prisión por tiempo indeterminado, pues tenía cuentas pendientes por
la muerte de un sargento durante una refriega en pleno monte. La cuestión es que se les ocurrió
hacer un túnel desde un taller de la cárcel, con tan mala fortuna que cuando la excavación estaba
terminada casi al nivel de la calle, pasó un jinete cuyo caballo enterró dos de sus patas en la
tierra suelta de lo que, en pocos minutos más, sería el boquete de salida. Abortada así la fuga, y
sin desanimarse, los hermanos Vallejos —obsesionados con un afuera de llanuras interminables
en el que la vista no choca con nada— decidieron abordar la muralla perimetral de 8 metros,
arrojarse desde su cima y de ese modo vencerla. Lo hicieron, pero una levísima inclinación de la
vertical de Marcos en pleno descenso hizo que su tobillo quedara hecho trizas contra la vereda.
Allí quedó tendido.
Las autoridades del penal no encontraron mejor salida que su traslado a la Penitenciaría
Nacional un año después, en los aledaños de la asunción de la presidencia por parte de Marcelo T.
de Alvear. Si Marcos Vallejos nunca había pisado Buenos Aires, donde todo era inmenso, tampoco
pudo imaginar un monstruo con 750 celdas, garitas de vigilancia, torres, talleres… Todo un
panóptico rodeado por otro cerco de cemento y, como si fuera poco, rejas entre ese murallón y las
calles. Claro, los que hoy caminan sobre el Parque Las Heras no imaginan que debajo del césped
subsisten secciones subterráneas de la penitenciaría, ni que en 1931 fueron fusilados allí Severino
Di Giovanni y Paulino Scarfó, ni que en 1956 hubo nuevos fusilamientos, entre ellos el del general
Juan José Valle. Ni tampoco esta historia.
Ramón Silveyra
Gallego de Orense, carrero y anarquista de 27 años —la misma edad de Marcos Vallejos—,
Ramón Silveyra también sabía de calabozos. Dos años antes había puesto una bomba en una
panadería porteña de la calle Estados Unidos al 1.800, en conflicto con sus obreros, sin poder evitar
que una vecina quedara estampada contra la pared, herida de pólvora y abombada del estruendo.
Para mayor infortunio, y al margen de los 20 años de condena, lo esperaba Sierra Chica con su
manía de entretener a los presos picando piedras a mazazos en las canteras graníticas de Olavarría.
                                                            
* Artículo originalmente publicado en la revista Sudestada, nº 106, marzo de 2012 (N. del E.).
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De aquí escapó caminando a paso calmo, cuando comenzaba marzo de 1923, por la puerta
principal y saludando a los guardias a medida que dejaba atrás ocho puertas enrejadas. ¿Cómo
hizo? Un supuesto familiar introdujo debajo de sus ropas domingueras un segundo traje que
Silveyra pudo calzarse encima de su uniforme presidiario. La tarjeta de entrada y salida fue
duplicada en una de las tantas imprentas anarquistas.
Los tentáculos policiales de la Dirección de Orden Social llegaron hasta Carmelo, Uruguay,
donde fue capturado con el mismo traje con que se había fugado. Y como trascendió que ácratas
uruguayos y argentinos habían planeado el rescate, lo fue a buscar nada menos que un buque de la
Marina de Guerra a fin de garantizar la extradición. Cuando la nave fue avistada en el acceso al
puerto de Buenos Aires, de los restantes barcos y remolcadores partieron fuertes sirenazos
saludando a un Ramón Silveyra de oídos exultantes.
¿Cómo coincidieron en una misma celda? Por azar, aunque de todos modos no resulta
extraña la mutua atracción entre bandidos rurales y anarquistas, unos y otros siempre dispuestos a
valorizar la libertad individual y a rechazar la disciplina de cualquier sistema. La vida al margen
de toda institución era total en Vallejos: nunca había ido a una escuela ni a una iglesia, como
tampoco a cuartel alguno, por ser desertor del servicio militar. Y Ramón Silveyra resumía todas
esas vivencias en consignas y racionalizaciones que el gaucho, pese a admirarlo, nunca pudo
comprender del todo.
Vallejos y Silveyra + 2 + 4
¿Qué hacer? O mejor dicho, ¿cómo hacer? La situación era difícil, pues Marcos Vallejos
arrastraba un antecedente de fugas precipitadas por abajo y por arriba de una muralla, y Ramón
Silveyra era, por lejos, el preso-estrella que había abochornado al sistema penitenciario argentino.
Mientras era doblemente vigilado, Silveyra pensaba y repensaba que algo tenía que hacer antes de
que se le aplicara la Ley de Residencia. Además, encontrar el punto débil de todo sistema de
autoridad era una cuestión de principios…
Concebir una fuga era imposible sin tener un panorama del espacio donde estaban ubicados,
teniendo en cuenta que no veían más que cielorrasos y herrajes. Por los presos que salían a la
intemperie a cultivar las huertas, y por una visita que recibió Ramón Silveyra, tuvieron noticias de
que el pabellón que habitaban —el n° 3— partía desde un centro común e iba en dirección
contraria a la avenida Las Heras, es decir que apuntaba hacia la calle Juncal. En abril de 1923,
cuando aún todo era incertidumbre, confiaron la idea de fuga a otros dos presos a quienes también
aguardaba toda una vida entre rejas: Domingo Rodríguez, con 25 años de condena, y Laureano
Fernández Macaya, con reclusión perpetua.
Durante todo un mes recorrieron con la vista cada metro del pabellón a medida que lo
transitaban obligados por alguna tarea. Ya casi desalentados, y cuando los dos presos sumados al
proyecto llevaban desde su trabajo —la panadería— los elementos de limpieza a su lugar de
depósito, encontraron el punto débil. Las medidas del cuarto eran reducidas (5 x 3,5 m), pero éste
se hallaba emplazado casi en un extremo del pabellón, el que daba no al centro de la penitenciaría
sino a la calle Juncal. Entonces, ya no hubo dudas: el escape podía, tenía que ser un túnel.
Otros cálculos realizados con ayuda externa los llevaron a inferir que la escobería —así
llamaban al sitio— distaba a unos 25 metros de la muralla. También, que entre ésta y la verja había
un espacio de pasto donde podría aparecer el boquete de escape, a pasos de la calle Juncal y a
escasos 20 metros de Bulnes. Fijados estos parámetros, sólo faltaba organizar el trabajo.
Ante todo, tenían que conseguir las herramientas básicas, y al pensar en ellas tomaron
conciencia de que cuatro personas no alcanzaban. Había que duplicar el número de excavadores y
ejecutantes de tareas conexas. Las condiciones eran que también debían guardar los elementos de
limpieza en la escobería, estar recluidos en celdas cercanas y arrastrar largas condenas. Esta
búsqueda de recursos humanos y materiales, que debía hacerse sin provocar sospechas, hizo que
la tarea concreta comenzara recién el 13 de mayo de 1923.
27
 
Rumbo a la muralla
Levantar la capa de cemento de la escobería para hacer una abertura de unos 65 ó 70
centímetros no fue tarea sencilla, y para ello se emplearon tres días a puro martillo y cortafrío
forrado en trapos mojados. Por seguridad, pegaron los trozos de cemento sobre papeles de diario y
éstos sobre una hojalata, de tal manera que todo hacía de tapa. El operativo dependía de que se
pudieran armar turnos de excavación entre las 6 de la mañana y las 4 de la tarde, momento en que
los guardias cerraban con llave las celdas. Aunque suene cinematográfico, las fuentes consultadas
indican que los complotados, en horarios clave, colocaban muñecos tapados en las tarimas de los
que estaban trabajando en el túnel. También se habían prometido algo que desbarató más de un
plan: no cometer errores por ansiedad.
Mientras una larga manguera llevaba agua para facilitar el trabajo, la tierra removida era
extraída mediante un balde con una correa. Como era inimaginable arrojarla en las huertas, se optó
por almacenarla en unas bolsas vacías de harina que habían conseguido, y que los que trabajaban
en la panadería la transportaran con sumo sigilo debajo de sus uniformes a raya.
Estaba claro que la excavación del túnel debía prever el obstáculo de los cimientos de la
muralla. Era vital tener en cuenta los metros que tendría ésta bajo tierra (calcularon que no podía
ser más de dos). De modo que, en base a esa mera suposición, fue fijada la orientación. Para
facilitar las cosas, fue desechado el plano inclinado. Era más práctico excavar unos dos metros en
forma perpendicular y luego otros 25 de tramo horizontal. A medida que progresaba el túnel, la
atmósfera se tornaba enrarecida, irrespirable. También dificultaba la respiración la forma de
iluminar que habían ideado, improvisando pequeñas botellas alimentadas con aceite. Para superar
este escollo, se apropiaron de un aparato para matar hormigas, a cuyo pico adosaron un caño de
bronce de dos metros de largo, y al que luego fueron añadiendo segmentos de goma a medida que
podían robarlos. Entonces, cuando se necesitaba inyectar aire, uno de los presos accionaba el
émbolo de la máquina.
El trabajo continuó, pesada pero pausadamente, hasta que tocaron la muralla, momento en
que la estiba de bolsas de tierra amenazó con cubrir casi toda la escobería. Para no llamar la
atención, se acudió a fundas de almohadas sustraídas de la lavandería, sitio que estaba reservado
para procurarse la ropa de escape. Facilitaba esta organización el hecho de que Silveyra se
abstuviera de participar en las tareas a fin de no alertar a los guardias (estaba sometido a una
vigilancia reforzada), pues eso le permitía ocuparse de detalles como los antes mencionados.
A medida que la excavación de la galería entraba en su tercer mes, fueron necesarias otras
previsiones, por ejemplo, saber cuántos metros habría entre la muralla y la verja, pues dentro de
ese margen debía aparecer la abertura de escape. Cuando lograron finalmente traspasar la línea de
los cimientos, optaron por continuar el túnel en un plano inclinado ascendente —otros tres metros
más, según las consultas—. Por indicación de Marcos Vallejos, la excavación se detuvo a 50
centímetros de donde —calculaban— se produciría la salida.
Había llegado el momento de estimar el día de la fuga. Quedó fijada para el 23 de agosto,
tres meses y diez días después del inicio de la faena. Sin embargo, el día anterior sucedió algo que
hizo peligrar todo el esfuerzo. Los excavadores perforaron un caño de agua y, como resultado,
disminuyó el caudal de agua que salía de las canillas de la penitenciaría. Las autoridades
convocaron a varios mecánicos para que recorrieran el sistema en búsqueda del desperfecto, y dos
de ellos amagaron con entrar a la escobería, con la imaginable angustia de los presos que a duras
penas lograron disuadirlos con el argumento de que ya habían revisado voluntariamente ese
sector. Finalmente, el desperfecto fue reparado por los mismos excavadores con mucho esfuerzo,
arpillera, brea y lodo, sin alterarse, por lo tanto, la fecha de fuga.
La hora de escape fue fijada entre las 18.50 y las 19.00, momento en que los presos
abandonaban las celdas para trasladarse a las aulas y aumentaba el movimiento en el pabellón. El
operativo era ignorado por los guardias y también por la mayoría de los presos. Media hora antes,
los ocho implicados les comunicaron la novedad a algunos otros convictos de su mayor confianza,
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aunque no les indicaron el sitio exacto de escape. Resultó a todos natural que Marcos Vallejos
encabezara el cortejo portando un barrote de hierro con el que tenía que perforar los 50 centímetros
faltantes. Entraban de cabeza, con poco espacio entre unos y otros, y se arrastraban en fila, boca
abajo, para cubrir la distancia entre las dos bocas —28 metros—, lo que podía insumirles hasta 15
minutos.
Del otro lado de la muralla
Así, 14 presos lograron deslizarse por el túnel y salir por el boquete, hasta que el siguiente no
respetó la consigna de entrar de cabeza y lo hizo con los pies para adelante. Provocó un
atascamiento y una demora fatal, de modo que cuando pudo reingresar y salir, ya el fusil de un
guardia —advertido de los movimientos para saltar la reja— lo estaba apuntando desde una
torreta de vigilancia. La parafernalia de alarma no se hizo esperar, y los primeros que irrumpieron
en el cuarto de las escobas encontraron unos pocos presos apiñados esperando su turno, más de 50
bolsas de tierra y todo el instrumental utilizado. Los fugados aparecieron frente a Juncal 3.170, y
de ellos, los cuatro iniciadores del plan no tardaron en subir a un vehículo dispuesto para la fuga
por los anarquistas, el cual los esperaba estacionado sobre la calle Bulnes. Marcos Vallejos no
podía contener el alivio de haber vencido el estigma de la fuga anterior en San Luis, y Ramón
Silveyra pudo leer en el periódico La Protesta que lo ubicaban en un pedestal similar al del
justiciero Kurt Wilckens, asesinado en la cárcel dos meses atrás. La edición del 26 de agosto de
1923 afirmaba: “Silveyra se transforma, gracias a su segunda evasión, en un símbolo. Es la encarnación
del espíritu de libertad, de la voluntad indomable del rebelde que no se resigna a una vida vegetativa y
miserable”.
En realidad, toda la prensa se hizo eco de la fuga con gran despliegue, de modo que el
boquete de salida se convirtió pronto en una atracción pública. La Nación y La Prensa volcaron
detalladas descripciones del túnel y de los antecedentes de Vallejos y Silveyra. Caras y Caretas, fiel
a su estilo visual, presentó un dibujo con políticos conocidos gateando en varios túneles y La
Protesta le dio un tono de hazaña: “¡El túnel! Esa obra que es de topos y que es de gigantes… esa vía
subterránea con una boca en la libertad y otra en la mazmorra”.
Unos pocos evadidos fueron recapturados, pero la espina clavada era la forma en que los
cuatro, en especial Ramón Silveyra, escapaban a los allanamientos y razzias que se realizaban en su
búsqueda. Sólo los prolegómenos de la pelea de Luis Ángel Firpo y Jack Dempsey, anunciada para
el 14 de setiembre, competía en centimetraje.
Luego que los cuatro cambiaran de escondite varias veces en Buenos Aires y Rosario, Marcos
Vallejos se las ingenió para llegar al oeste pampeano, última guarida de los gauchos alzados. Allí
conoció a Juan Bautista Vairoleto, con quien realizó varios asaltos entre 1928 y 1930, para luego
cruzar la cordillera. Ramón Silveyra, por su parte, inició un épico escape hacia el norte andino
desde Tucumán. Los diarios anunciaban su captura en cuestión de horas por parte de partidas que
estaban sobre sus talones. Finalmente, tras pasar por Rosario de la Frontera, llegó al límite con
Chile y desde allí dejó este mensaje:
Al abandonar estas tierras quiero estrechar en un gran abrazo a todos los que hiciéronme gustar el pan de
los dioses: la solidaridad… Voy rumbo a lejanas tierras. ¡Ande irá el buey que no are y dónde un libertario
que no sea peligroso para los gobiernos!
¡Salud hermanos!
Jorge R. Etchenique
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GONZÁLEZ TUÑÓN: PERIODISMO Y POESÍA
Con motivo de cumplirse el 14 de agosto un nuevo aniversario de la muerte de Raúl
González Tuñón (1905-1974),* consideramos necesario volver sobre los pasos de este poeta,
periodista y dramaturgo, autor —entre otros libros— de El violín del diablo, La calle del agujero en la
media y La rosa blindada. ¿Cómo olvidar de este último el poema dedicado a su abuelo Manuel
(“Pena grande que no viva/para verla como yo/a Asturias en pie de sangre/para la revolución”) cuando los
mineros asturianos vuelven hoy a sus batallas épicas?
Tan importante como su dimensión poética es su trabajo en los medios de prensa. Para los
que quieran conocer esta veta, encontrarán un camino en la lectura del libro Raúl González Tuñón,
periodista de Germán Ferrari (Ediciones del Centro Cultural de la Cooperación, 2005), quien
precisamente en el prólogo señala que “es imposible separar al González Tuñón-periodista del González
Tuñón-poeta. Todo el tiempo se cruzan, se saludan y se abrazan”.
Ferrari define su trabajo como una “reconstrucción arqueológica” sobre este singular personaje
que tuvo un alter ego viajero y poético —Juancito Caminador— y fuera amigo de Federico García
Lorca, Miguel Hernández y Pablo Neruda, como asimismo corresponsal durante la Guerra Civil
Española. Con su nomadismo a cuestas, aceptó viajar a Santa Rosa de La Pampa a comienzos de
los ‘70 —junto a un grupo de escritores de Buenos Aires, entre ellos Luis Lucchi— invitado por el
colectivo cultural Alpataco. Los que —como Walter Cazenave— recuerdan sus largas charlas con
poetas pampeanos en esos días, destacan su humildad, ya que viajó con la condición de que no se
le hiciera reconocimiento alguno. Y la genuina modestia es precisamente uno de los valores
centrales que le adjudica Ferrari.
Antes de bucear en el prólogo del libro (una somera síntesis transcribiremos más abajo), nos
interesa mencionar tres facetas que definen a González Tuñón: “Fue un proletario de la máquina de
escribir cuando un buen poema era la mejor carta de presentación de un periodista”, opinó Natalio Botana,
el dueño del diario Crítica, donde publicó sus primeros trabajos en 1925. Por otro lado, y así lo
considera Ferrari, “una de las marcas [de su escritura] es el involucramiento con el acontecimiento que está
registrando”. Muestra de ello son sus textos sobre Villa Desocupación, que escribiera en base a
experiencias similares a las que su hermano Enrique reflejara en Camas desde un peso. Por último, la
reivindicación de su obra como un anticipo de lo que, décadas después —a partir de Rodolfo
Walsh y su Operación Masacre—, se conocería como nuevo periodismo.
A continuación, algunos extractos de la introducción al libro Raúl González Tuñón, periodista
de Germán Ferrari:
Nunca se tentó con los resplandores del poder o de la gloria que suelen enceguecer a algunos escritores
(buenos, mediocres o malos) y los convierten en estatuas o en personajes de las revistas de frivolidades.
No fue un pragmático festejante de los gobiernos ocasionales. Sufrió cárcel y persecuciones por su fe en el
comunismo y esa coherencia lo obligó a enfrentarse varias veces con la realidad implacable. No gozó de
los favores de las grandes editoriales. Pudo ocupar puestos de relevancia en el periodismo argentino, pero
prefirió ser un cronista, eterno caminante de las calles, antes que un jefe aferrado a la rutina burocrática.
Fue un poeta admirado por muchos de sus compañeros de generación y por jóvenes que comenzaban a
habitar la República de las Letras, aunque careció de la «buena prensa» conseguida por otros.
Quizás la frase suene categórica: Raúl González Tuñón está entre los mejores poetas del siglo XX.
[…] Muchos de sus libros son inhallables. Sólo hay primeras ediciones en pocas bibliotecas o en las
estanterías de coleccionistas o amantes de su obra.
Este porteño “triste y cordial como un legítimo argentino” se expandió más allá de estas pampas y se largó a
recorrer los caminos del país y del mundo. Se convirtió en Juancito Caminador para retener ese asombro
infantil que lo llevó a deslumbrarse con los paisajes y las gentes más dispares y lejanos. A veces, el mundo
podía resumirse en una calle, un anticuario, una feria, un circo o un puerto. El surrealismo que explotaba
en su poesía, sus artículos periodísticos, sus amigos, sus mujeres, la gente, la revolución. […]
                                                            
* El articulista hace referencia al 38º aniversario de la muerte de González Tuñón, dado que publicó el artículo en su blog el 5 de agosto
de 2012, nueve días antes de la efeméride (N. del E.).
30
 
“Raúl González Tuñón, hombre del pueblo, se ha levantado una cultura y una propia visión de la vida con más
rapidez que otros hombres de pueblo levantan a veces su fortuna. Y como no ha perdido nunca el contacto con los
humildes, él, poeta, no compadece con lejana piedad los males del pueblo sino que participa de ellos y ha abrazado con
fe de iluminado la doctrina de redención del proletariado… Y los que lo combaten sin respeto, con animosidad, con
rencor pequeño, tienen la sensación de su propia derrota en el hecho de que no pueden restarle su admiración al poeta
de La Calle del Agujero en la Media”. El testimonio pertenece al Núcleo de Escritores y Actores (NEA),
nacido en plena «década infame».
[…] Amó la bohemia porteña de los años ’20, cuando en los cafés se juntaban periodistas, escritores,
tangueros, músicos y hombres del teatro para prolongar la noche entre discusiones, copas, mujeres y
droga. Luego, con los años, la vida nocturna quedó en el recuerdo amable de la juventud.
* * *
—¿El señor Jorge Luis Borges se encuentra?
—Borges habla.
—De la revista Suburbio de Avellaneda. Estamos preparando un homenaje a Raúl González Tuñón en el quinto
aniversario de su fallecimiento y como usted lo conoció queríamos hacerle algunas preguntas sobre él.
—Discúlpenme, pero yo a González Tuñón lo conocí poco, no creo poder decir mucho sobre él; por otra parte
González Tuñón no ha muerto y todos los que yo conocí están muertos.
Estas declaraciones típicamente borgeanas fueron publicadas en el número 17 de la revista Suburbio, en
octubre de 1979. Borges y González Tuñón compartieron la guerrilla literaria de la década del ’20 del
bando de Florida, en la revista Martín Fierro. […] Luego, las diferencias políticas los fueron separando,
aunque no dejaron de admirarse. En cierta oportunidad, Borges dijo: “Creo que Tuñón fue el más poeta de
nosotros, no sé si por persistencia o por incandescencia. Yo tengo algunos poemas perdonables y alguno perdurable.
Raúl tiene los perdonables de rigor, pero muchos perdurables”.
La poesía de González Tuñón influyó en Pablo Neruda y Miguel Hernández, que comenzaron a escribir de
una manera distinta después de conocer los poemas sociales y políticos que el argentino escribió al calor
de la Guerra Civil Española. Y esa influencia también es reconocida en representantes de generaciones
posteriores, como Juan Gelman, y en cantantes que siguen musicalizando sus poemas, en la tradición
inaugurada por el Tata Cedrón.
En cierta oportunidad, le preguntaron a Julio Cortázar cuáles hubieran sido sus maestros en caso de
dedicarse a la poesía y respondió: “Creo que mi cuerda en la lira hubiera estado —desafinando— entre la de Raúl
y la de Oliverio (Girondo)”.
Jorge R. Etchenique
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El Heródoto del anarquismo pampeano - Homenaje a Jorge Etchenique

  • 1. La Hidra de Mil Cabezas  ESCRITURAS TANGENCIALES (18) El Heródoto del anarquismo pampeano Homenaje a JORGE ETCHENIQUE (1947-2013)
  • 2. La Hidra de Mil Cabezas historia de los movimientos sociales  Portal digital: www.lahidrademilcabezas.com.ar Correo electrónico: hidra_mc@yahoo.com.ar Facebook: “Hidra de Mil Cabezas” El presente ejemplar fue impreso en Godoy Cruz, Provincia de Mendoza, Argentina, en marzo de 2014.
  • 3. 1   EL MEMORIOSO QUIJOTE DE LA PAMPA (A MODO DE PRÓLOGO Y DESPEDIDA) Hubo un tiempo en que La Pampa no era aún una provincia. Hubo un tiempo en que el lejano oeste de la región pampeana se hallaba bajo la administración directa del gobierno federal, y en que muchos de sus habitantes todavía eran contemporáneos al hecho maldito que había sellado para siempre su anexión a la emergente República Argentina: la Conquista del Desierto, la campaña genocida del Gral. Roca y su ejército de winkas contra las tribus ranqueles, allá por 1879. El Mamüll Mapu, con sus inmensas planicies de clima templado cubiertas de pastizales y salpicadas de montes, quedó incorporado a nuestro país como Territorio Nacional de la Pampa Central. Repartido como botín de guerra entre los oficiales vencedores y los grandes terratenientes, integrado manu militari al modelo capitalista agroexportador propugnado por la Generación del 80, experimentó, en el tránsito del siglo XIX al XX, un acelerado proceso de crecimiento demográfico, progreso económico y transformación social merced al aluvión inmigratorio de criollos (migrantes de otras provincias) y gringos (migrantes europeos, italianos y españoles principalmente), el tendido de líneas férreas y telegráficas, la aparición de enormes estancias ganaderas y pequeñas chacras cerealícolas, la explotación de las salinas y los caldenares, el establecimiento de núcleos urbanos, la consolidación del aparato estatal y el desarrollo de los servicios públicos modernos. Pero, al igual que en tantísimas otras partes del orbe, la irrupción del capitalismo trajo aparejado —cual caja de Pandora— un cúmulo tremendo de calamidades: la denominada cuestión social. Empleos precarizados, explotación salvaje de las masas productoras, jornadas de trabajo interminables y extenuantes, salarios bajísimos, condiciones de labor riesgosas e insalubres, miseria y subnutrición, hacinamiento, analfabetismo, ausencia de políticas sanitarias y de seguridad social, etc. Y con la cuestión social advinieron también, indefectiblemente, los conflictos obrero-patronales; que fueron, a su vez, caldo de cultivo para la recepción, difusión y adopción tanto de las doctrinas políticas de izquierda (socialismo y anarquismo), como de las prácticas asociativas proletarias (sindicalismo y mutualismo). Esa tan lejana —y a la vez tan cercana— Pampa Central galvanizada por los adelantos capitalistas, transfigurada por las oleadas inmigratorias, desgarrada por las injusticias sociales y convulsionada por la lucha de clases es el peculiar territorio historiográfico en el que Jorge Etchenique, a lo largo de muchísimos años de trayectoria intelectual, ha desplegado todo su amor por Clío. Amor profundamente benjaminiano y no superficialmente sorbonesco, porque no se limitaba al mero acto epistémico de conocer y comprender objetivamente el pasado de la sociedad, sino que, además, pretendía rememorarlo. No bastaba, para él, con describir y explicar científicamente los procesos históricos. No bastaba, no, ni como fin en sí mismo, ni tampoco como medio para hallar las claves etiológicas del presente —las causas o porqués de que nuestro mundo sea actualmente como es y no de otro modo—. Evitemos cualquier malinterpretación: Jorge era perfectamente capaz de experimentar el deleite dianoético cuando investigaba el pasado, y estaba firmemente convencido de la utilidad que reporta el saber historiográfico para la dilucidación de la compleja realidad de estos tiempos. Pero el encorsetamiento teórico y práctico del homo academicus no iba con él. Albergaba en su mente y en su corazón horizontes más amplios. Veía en el pasado algo más que una oportunidad de disfrute libresco individual y una fórmula de autoexplicación colectiva. Veía en él la materia prima necesaria para producir sentido, tanto a nivel personal como comunitario. No «sentido» en la fatalista acepción teleológica o finalista de las clásicas filosofías de la historia —un destino histórico predeterminado e inexorable—, sino, simplemente, en tanto razón de ser libremente construida y asumida, es decir, un propósito existencial fundado en la autodeterminación. ¿Cuál era exactamente el sentido histórico que a Jorge le gustaba producir? Un sentido histórico contestatario, rebelde, contrahegemónico. Un sentido histórico de utopía y revolución. El pasado histórico era para él una cornucopia de dones: materia prima para la invención de tradiciones subversivas, árbol genealógico de la nueva humanidad emancipada, espejo prometeico
  • 4. 2   de afirmación identitaria, crisol de la conciencia para sí, cantera inagotable de lecciones provechosas, fuente perenne de inspiración y exaltación… Pero ese pasado histórico que tanto nos prodiga, al mismo tiempo nos impone una elevada obligación moral, un compromiso sagrado, un deber ético imposible de eludir o postergar: la memoria. Mas no cualquier memoria. No la memoria recluida en la torre de marfil, no la memoria «aséptica» del anticuario endurecido en la gimnasia arrogante e insensible del contemptu mundi, sino la memoria de extramuros, la memoria-pasión que desciende al llano y se entrevera, cual tribuno de la plebe, en las luchas subalternas del aquí y ahora. Y esta memoria terrenal y militante es —como bien lo explicó Walter Benjamin— una memoria íncitamente martirológica y vindicatoria. Su accionar, su despliegue, su manifestación, es la Eingedenken, la «rememoración» como acto solidario de rescate y reparación. Combatir el olvido, luchar contra la desmemoria impuesta por el poder, es, al mismo tiempo, devolverle la vida a nuestros muertos y hacerle justicia a la causa por la que murieron, que es nuestra propia causa. Así entendía el quehacer historiográfico Jorge Etchenique. Rememoraba a nuestros ancestros anarquistas de la Pampa Central —los ferroviarios de Gral. Pico, los hacheros de Anzoátegui y Gamay, los bolseros de Alpachiri, los mártires de Jacinto Arauz, los editores del periódico Pampa Libre y tantos otros— para revivirlos y redimirlos, firmemente convencido de que en ese peculiar modo de ejercitar la memoria radica, en no poca medida, la clave subjetiva de nuestra propia redención. Veía en la Eingedenken la mejor propedéutica posible para la creación de nuevas conciencias utópico-revolucionarias. Jorge ha partido, cierto. Pero queda entre nosotros su obra —sus libros, sus artículos y sus cuentos, su ensayística historiográfica y su literatura narrativa—. Cada vez que la leamos, estudiemos y difundamos, y, sobre todo, cada vez que la continuemos —que es lo mismo que decir: cada vez que la hagamos nuestra—, la estaremos trayendo de nuevo a la vida. Y traer de nuevo a la vida una obra es, al fin de cuentas (¿cuándo ha sido otra cosa?), traer de nuevo a la vida a su autor. Jorge Etchenique, memorioso Quijote de La Pampa siempre lanzado al pasado y siempre vuelto al presente para desfacer agravios y enderezar entuertos, historiador y escritor de noble estirpe benjaminiana, infatigable Heródoto del anarquismo pampeano, compañero del Ideal de aurora, amigo entrañable, por siempre vivirás en nuestra memoria. * * * Dan comienzo al presente cuadernillo de homenaje el obituario Memorias sobre Jorge Raúl Etchenique (1947-2013), un apasionado de la solidaridad humana, del escritor e historiador porteño Horacio Silva; y la elegía Pasionario, de la poetisa mendocina Nora Bruccoleri. Ambos autores son integrantes de nuestro colectivo y redactaron sus textos especialmente para esta publicación. Una publicación que incluye, además, otros dos escritos de alto valor: el ensayo De trovas y troveros: «la copla arisca» y el poema inédito Hijo del Pueblo, del gran literato pampeano Edgar Morisoli. La primera composición, que el autor dedicó especialmente a Jorge —su amigo y compañero— cuando éste aún vivía, forma parte del libro ¿De quién es el aire?, publicado el año pasado. Y la segunda, integrará la obra Para los días que vendrán, que se halla en proceso de edición. El cuadernillo concluye con una breve antología de la prosa corta más reciente de Jorge, tanto ensayística como semificcional; prosa a la que dio difusión mayormente a través de su blog personal. Los textos seleccionados han sido los cuentos Los «Hijos del Pueblo»… y sus madres, Los desaforados y El vestido rojo, junto a los artículos Vidas en fuga y González Tuñón: periodismo y poesía. El bellísimo dibujo en lápiz y acuarela que ilustra la portada pertenece a la artista plástica mendocina Mª Marta Ochoa, cuya colaboración fraternal valoramos y agradecemos profundamente. Federico Mare – LHdMC Godoy Cruz, Mendoza, febrero de 2014
  • 5. 3   MEMORIAS SOBRE JORGE RAÚL ETCHENIQUE (1947-2013), UN APASIONADO DE LA SOLIDARIDAD HUMANA El 13 de diciembre de 2013, a los 66 años de edad, partió en vuelo eterno este gran amigo, colega y compañero. A Jorge le encantaba la gesta del anarquismo en La Pampa, y supo contar con maestría sus historias, en rigurosos ensayos históricos, y en textos semificcionales. Como herencia suya, quedaron obras tales como Pampa Libre: anarquistas en la Pampa argentina y El vestido rojo, entre muchas otras. Con él compartimos también el espacio de historia social La Hidra De Mil Cabezas, orientado por el entrañable amigo Federico Mare, que fue quien nos vinculó. Y tuve el gran honor de que fuera Jorge quien presentara en Santa Rosa mi libro Días rojos, verano negro: enero de 1919, la Semana Trágica de Buenos Aires, en mayo de 2012. Aún lo recuerdo, con su gorra en la cabeza, la fría y soleada mañana del 26 de abril de ese año, acompañando a una manifestación de trabajadores municipales; porque para él, las luchas obreras de principios del siglo XX no eran un mero objeto de estudio, sino parte integrante de la línea que une pasado, presente y futuro de la humanidad. Es que Jorge era una de esas personas cuyo paso por la vida, deja su impronta. La poeta revolucionaria Nora Bruccoleri, al enterarse de su partida, escribió: Me puse a leer Pampa Libre y así acompañarlo en su partida. Después me fui a la plaza de enfrente de mi casa, con mis dos perros, la brisa, los árboles, un lucero intenso, la luna entre nubes con un círculo luminoso. Todo me traía al amigo. Nuestro río de pájaros ahora ennoblece a nuestros corazones con su herencia viva. Asimismo Osvaldo Bayer, maestro de periodistas e historiadores, lo recordó en su habitual contratapa del diario Página/12, edición del 21 de diciembre: Para terminar, no quisiera aquí dejar de recordar a un gran escritor que nos acaba de dejar para siempre: el pampeano Jorge Etchenique, escritor de las pampas argentinas, de su historia, de su gente. Sus libros van a quedar para siempre con ese aire pampeano, esas llanuras verdes interminables y ese sublime aire de libertad. Gracias por tu vida, Jorge. Sí, quien lo haya conocido, no podrá olvidarlo fácilmente. Incluso para quienes, como yo, cultivaron su amistad desde hacía muy poco tiempo, apenas escasos dos años. Supe de él en 2010 a raíz de su primera colaboración con La Hidra, ese magnífico trabajo sobre la masacre de Jacinto Arauz llamado “Flores rojas hasta el tallo”: la masacre de Jacinto Arauz (La Pampa, 1921), que Federico editó acompañado del texto semificcional Rojo mujer; y quedé gratamente sorprendido de encontrar allí a uno de los pocos autores en este oficio, para quienes la rigurosidad del ensayo histórico no abolía el uso de la recreación literaria. Pero no tuve oportunidad de conocerlo personalmente hasta que un pequeño e insignificante burócrata, metido a ministro de Educación en La Pampa, decidió en 2011 suprimir la presentación de Pampa Libre en la Feria del Libro de Buenos Aires. Le escribí para solidarizarme con él, y me invitó a una «contra-presentación» que se realizó el 6 de mayo de aquel año. Ese día comenzó nuestra amistad, sostenida a través de una nutrida correspondencia, que siguió casi ininterrumpida hasta el final. Volvimos a vernos pocos días después, el 28 de mayo, en la sede de la FORA, con motivo de una nueva presentación de Pampa Libre. Allí me expresó su deseo de «cambiar figuritas», en materia de las dos pasiones que nos unían: la investigación histórica y la narrativa. Jorge era muy generoso con el material que conseguía en los amarillentos biblioratos de los archivos, una cualidad que lo diferenciaba de la mayoría de los colegas del oficio. En ocasión de mi viaje a Montevideo para
  • 6. 4   presentar mi libro, me dio un legajo de época sobre la solidaridad de los obreros uruguayos con los pampeanos, para que se los entregara a los anarquistas orientales, con estas palabras: Va por adjunto un regalo, ya que vas a Montevideo. Podemos unir Jacinto Arauz y Montevideo a través de ese texto que rescata una publicación montevideana —El Hombre— de otro enero, pero de 1922. Convoca a boicotear a los turistas argentinos en razón de los sufrimientos que padecían los bolseros de Jacinto Arauz y —como estaban terminando los fusilamientos en Santa Cruz— alude en el párrafo final a los peones de la lana de la Patagonia Trágica. Es conmovedor, ¿no? Así era Jorge, un hombre que sabía conmoverse con la solidaridad humana, y practicarla. Al enterarse de que pensaba hacer un trabajo sobre Horacio Quiroga y las huelgas de los mensúes misioneros, me escribió: ¡Qué bueno lo de Horacio Quiroga! Recuerdo cuando estuve en San Ignacio, qué emoción estar en la casa de H. Quiroga. También recuerdo un primer cuento de un libro suyo sobre los carnavales en Concordia, cosa que viví de muy chico. Lamentablemente, no conozco gente de Misiones que pueda darte una mano en la estadía, pero si en algo pueda ayudar, avisame. En marzo de 2012 me contó, entusiasmado, que estaba construyendo su propio blog de autor, http://jorgeetchenique.wordpress.com, en el cual llegó a publicar 34 de sus trabajos, entre cuentos, notas históricas y de actualidad. Por esos días, la anarquista Lidia Moroziuk nos invitó a participar en un acto de solidaridad en beneficio de José Piñol, el viejo encargado de la Biblioteca Popular José Ingenieros de Buenos Aires, cuya salud quedó delicada a causa de un accidente. Jorge fue el primero en dar el sí. Y aunque después se cambió la fecha del evento y él no pudo estar presente, se ocupó de enviar ejemplares de su libro para donar a José el producto de la venta. Fue en abril de ese año cuando Jorge presentó mi libro en el local de la APE, en Santa Rosa; el primer punto de una gira que se prolongaría por un mes. Allí conocí a su compañera, la actriz y dramaturga Mirtha Maraschio, en un almuerzo en el cálido ámbito de la casa familiar. Compartimos, además de la presentación, la manifestación de los trabajadores municipales en lucha, y una jornada radial por el 1° de mayo, en la FM amiga Radio La Tosca, ubicada en la sede del Sindicato de Luz y Fuerza pampeano. Luego partí hacia la ciudad de Río Colorado, siguiendo la gira por el Valle del Río Negro. Jorge me escribía cada tanto para saber cómo me estaba yendo. Tenía esa particular veta de sensibilidad, la de ocuparse de los amigos. Poco después, el 17 de mayo, me escribía desde Viedma, feliz de haber hallado «un tesoro» histórico en los expedientes de 1921/23: una huelga de bolseros del Valle, que esperaba desde hacía 90 años la llegada del historiador que la rescatara del olvido. Hacia julio, Jorge se hallaba colaborando en la lucha por cambiar el nombre de la avenida principal de Santa Rosa, llamada Gral. Roca en recuerdo del autor de la masacre aborigen conocida como Conquista del Desierto. La campaña tuvo éxito, y en enero de 2013 le fue impuesto el nombre de Gral. San Martín. En el mes de octubre, una amiga cubana —periodista del diario La Vanguardia de Santa Clara— me pidió que le consiguiera un libro sobre José Martí publicado por un escritor pampeano. Naturalmente le escribí a Jorge, pidiéndole que me consiguiera el contacto. Al día siguiente, me escribió un correo electrónico pasándome el contacto del escritor; y por si eso fuera poco, un día después me volvía a escribir; para evitarme el gasto de la comunicación telefónica a larga distancia, él mismo había llamado a ese autor pampeano. Así de generoso era Jorge, un hombre fuera de serie, un canto a la solidaridad humana, en un mundo hostil que la niega permanentemente.
  • 7. 5   Hacia diciembre, publicó el hermoso cuento Libertad, basado en aquella jovencita de Gral. Pico que detuvo con su cuerpo un tren repleto de policías y rompehuelgas. Y en enero salió a la luz esa hermosa “variación en rojo” —como él la llamó— de su recordado cuento Rojo mujer, titulada El vestido rojo. Poco tiempo después publicó un magnífico cuento, en clave de humor: Los hijos del pueblo... y sus madres, basado también en un hecho real, mixturado con una experiencia de su adolescencia. La trama del relato hace referencia a una representación teatral efectuada en pleno monte de Gral. Pico por un cuadro filodramático anarquista, durante los años ’20. El protagonista es un joven militante cuya madre le implora que abandone sus ideas, y «siente cabeza». De pronto, una mujer del público se levanta de su silla y, olvidando que se trata de una pieza teatral, comienza a gritarle al actor que le haga caso a su madre... Acción que es secundada por otras varias mujeres del público, armándose un zafarrancho de ribetes cómicos, propio del neorrealismo italiano. Al leer el cuento le comenté a Jorge que, en efecto, algo así había ocurrido con el estreno de Juan Moreira en los picaderos criollos: desbande general de los actores cuando un paisano del público, facón en mano, saltó a la arena para enfrentar a un empalidecido sargento Chirino, al grito de “¡Maula, a ver si te atrevés con un hombre armado!”. Y aquí Jorge me contó su propia anécdota, que vale la pena transcribir íntegra, por su nostálgica y cándida dulzura: Bueno, a mí me ocurrió ser testigo de un caso así (si seré antiguo). Cuando tenía 12 ó 13 años (1960), la gran atracción de las familias eran los radioteatros. Yo vivía en Colón (Entre Ríos) y todos escuchábamos los radioteatros, tanto de Buenos Aires como de la radio de Concepción del Uruguay, ciudad más grande a 35 km de Colón. Los de este último medio salían de gira para escenificar en las tablas la obra, una vez terminada en radio. Cuando llegó a Colón El Rubio Millán de Juan Carlos Chiappe, el escenario se levantó en una cancha de básquet y la función se hizo de noche. Algunas escenas eran tan dramáticas que algunas personas se iban a lo más profundo y oscuro de la cancha de pelota a paleta, que estaba pegada a la de básquet, para llorar a gusto sin ser vistos. Recuerdo también una escena en que el villano, haciéndose el bueno, quería conquistar a la muchachita con frases dulces. Como ésta estaba aflojando y parecía que lo aceptaba, una vieja se levantó de la silla de lata, se acercó al escenario y le pegó el grito: “¡No, m’hija que te va a culear!”. Algunos nos reímos... pero la mayoría asintió, como una advertencia necesaria. Los actores, también aquí, tardaron varios segundos en retomar el hilo del libreto, luego de quedar morados por la palabrota. La temática de género también formó parte de sus intereses y preocupaciones: en julio de 2013 publicaba en su blog el estremecedor relato Independencia, la historia de una prostituta apaleada por su proxeneta, que encuentra en la sangre una salida para su triste y violenta situación. Un mes después publicaba Panorama desde el molino, un relato de espanto sobre la miserable condición del ser humano, que valora en casi nada la vida de sus semejantes; y en septiembre, el día 13, el que sería el último de sus cuentos, Los desaforados, cuya primera frase basta para generar el interés del lector en conocer su desenlace: “El Francesito y El Oriental Crevani tenían que morar en peligro para que sus vidas tuvieran sentido. Sí, hacían del arrebato un culto; y para ellos, la cárcel y la muerte representaban costos menores, comparados con el verdadero infierno que para ellos era la paz del sosiego”. En octubre Jorge se hallaba en Buenos Aires, librando la que sería su última batalla por su salud, resentida desde un año atrás. Y apenas dos meses después, las plumas fértiles de sus alas se desplegarían, para iniciar el vuelo hacia la eternidad. La vida de Jorge no ha desaparecido con su muerte, porque la luz de su mente brilla en sus escritos, y en cada uno de los actos de su vida. Y basta con releerlo, como hizo Norita Bruccoleri al enterarse de su partida, para reencontrarse con él. Para mí, su imagen eterna, viva, es esa mala fotografía que conservo de ambos, en la marcha de los trabajadores municipales santarroseños del 26 de abril de 2012. Esa imagen me recuerda a la
  • 8. 6   canción Joe Hill, compuesta en memoria de un obrero sueco fusilado en EE.UU. en 1915, y cantada por Joan Báez en el Festival de Woodstock de 1969,* que así me enorgullezco de parafrasear: Donde los trabajadores defiendan sus derechos allí te encontrarás, Jorge. Hay frases hechas, de ocasión, que suelen decirse en estos casos. Pero para mí, aquella frase recobra la diamantina originalidad que debió haber tenido ese lejano día en que alguien la concibió y pronunció por primera vez. Horacio R. Silva – LHdMC                                                                                                    * Para mayor información, vid. artículo “El obrero sueco Joe Hill, compositor y militante anarquista de la IWW, era fusilado en Utah (EE.UU.) el 19 de noviembre de 1915”, publicado en la revista anarquista mexicana Verbo Libertario, nº 4, Guadalajara, abril de 2008, pp. 18-22. En Internet: http://saccoyvanzetti.files.wordpress.com/2008/04/revista-verbo-libertario-no-4.pdf (N. del A.).
  • 9. 7   PASIONARIO A Jorge Etchenique Nunca fue un forastero en lo preciso de La Pampa, día a día ordeñó su densidad con la reparadora constelación del caldenar. Y lo sabíamos ocupado entre molinos de frescor a la orilla de esos instantes, venturosos instantes cuando zambullía su cabeza volando a ras del agua como un biguá del Uruguay, su río de pájaros, el que historió la hechura de tesones cotidianos ante el palmar de la nostalgia. Jorge dragaba en lo recóndito desde el rigor de su decencia y con el énfasis de lo libertario encontraba llaves cual navíos para abrir y llevar anales que echan anclas estibando al asombro en el obraje de sus libros. Comarcano de la modestia. Resguardó alegorías entre aldabas de belleza y emoción. Su apeo era lo auténtico que encendía fogatas, para arrancar del frío a las hazañas de los que fecundan relatos en las señales del hartazgo haciendo posible lo imposible por el relámpago que subleva. Entre los cantos rodados de su litoral de sauces y el solar que estruja sales en el horizonte pampeano, enalteció a los hijos del pueblo desde la cumbre de equidad que conjugaban. Ella sobrevive en la bandera de sus páginas y en la faz de aquellas rosas, las de rojo linaje, atrevido, sereno foro de la verdad, elocuente tablado de amor.
  • 10. 8   Surubí en lo llano de la escritura. Heraldo de vascas honras. Expropiador en la búsqueda de lo mayúsculo. Saxo que estremece a la Cruz del Sur. Jorge, el Pasionario que embolsó lo épico en la tribuna de la fortaleza, hachando a pura tinta montes de opresión, para ofrendar carburos fraternales desde el alcázar de la libertad. Nora Bruccoleri – LHdMC
  • 11. 9   DE TROVAS Y TROVEROS: «LA COPLA ARISCA»* A Jorge Etchenique 1. Guitarras insumisas, sí, transparentes de tan sinceras. Por cifra, por milonga o por estilo, entonaron sus décimas y cuartetas libertarias en los actos de las bibliotecas barriales, de los cuadros filodramáticos, de los sindicatos de oficios varios, de las sociedades de resistencia. Fueron incautadas, destrozadas, quemadas por las policías bravas, los crumiros, las Ligas Patrióticas y —ya modernamente—, por los Planes CONINTES o Cóndor, por las Tres A. Vienen del fondo de la historia con minúscula, la historia silenciada —la de los pobres—, porque la otra, la que usa ostentosa mayúscula, las ignoró siempre, quizás intuyendo que esa rebelde musa criolla conoce muy bien sus añejas mentiras, su parche-en-el-ojo de pirata, su esencial cobardía como vocera de un orden que no busca la verdad ni la justicia, sino la mezquina perpetuación de sus privilegios. Se las escuchó cantar en las tribunas callejeras, en el corralón del herrero las noches de enllantada, en las ollas populares, en las pulperías y almacenes de campaña, en las cantinas de los clubes de suburbio, en los puestos y chacras, en el galpón o la crotera de alguna estancia vieja, en fogones errantes, pero también en teatros, cines-bares y circos, animando la escena del picadero desde los míticos tiempos de Pepe Podestá y su Juan Moreira. Acompañaron la vigilia alerta de las grandes huelgas obreras, desde La Forestal a la Patagonia Trágica, desde la movilización de los ferroviarios contra la Guerra de Corea o el Plan Larkin, hasta SITRAC-SITRAM y el Cordobazo: Payador de copla arisca, blanca paloma de un sueño, horizontes que se buscan en el hombre y en el tiempo. Sus nombres no serán ilustres en las academias de letras, pero lo son en el corazón de nuestra gente: Luis Acosta García, Martín Castro, Atahualpa Yupanqui, José Larralde, Osiris Rodríguez Castillo, Samuel Aguayo, Alfredo Zitarrosa, Carlos Molina… Frente a tanto cantor y payador domesticado, bien valgan los indómitos, cuya lista afortunadamente es larga, y cuyo cancionero testimonial perdurará sin duda alguna. En esta y en la otra banda se multiplican los retoños de esa estirpe insurgente, al parecer inmortal. El viejo algarrobo del canto del pueblo sigue dando chauchas. 2. Juan Gelman, en su extenso poema “Pensamientos”, recordó a Carlos Molina. Recordó la ocasión en que Carlos Molina entonó sus coplas en homenaje al Comandante Guevara, y por ese «grave delito» fue arrestado por la policía: Soy de un país donde hace poco Carlos Molina uruguayo anarquista y payador fue detenido en Bahía Blanca al sur del sur frente al inmenso mar como se dice fue detenido por la policía Carlos Molina estaba cantando hilando coplas sobre el océano enorme los viajes los monstruos del océano enorme                                                              * Ensayo originalmente publicado por el autor en su libro ¿De quién es el aire? Santa Rosa de La Pampa, Amerindia, 2013 (N. del E.).
  • 12. 10   o coplas por ejemplo sobre el caballo que se acuesta en la pampa o sobre el cielo un suponer Carlos Molina cantaba como siempre bellezas y dolores cuando de pronto el Che empezó a vivir a morir en su guitarra y así la policía lo detuvo Al leer a Gelman, me acordé de algo ocurrido mucho antes del episodio de Bahía Blanca. Cincuenta años atrás. Fue cuando escuché por primera vez los versos del cantor de Cerro Largo, en Rosario de Santa Fe, allá en las aulas fraternas de la Universidad Popular «Solidaridad Social» (creación y brega de un gran luchador casi olvidado: el socialista libertario Andrés Calabrese). En su sede de la calle Paraguay, a pocos metros del Boulevard 27 de Febrero —verde dosel de tipas y palmeras—, conocí a comienzos de los ’50 las estrofas bravías de aquel trovero oriental, compatriota de mi abuelo: Aquí en los ranchos de Cerro Largo, al calorcito de su fogón, entre las ruedas de mate amargo se alzó chispeante de su letargo la hoguera roja del corazón… Supe de sus andanzas, de algunos de sus libros: Yunta y Surco, Tierra Libre, Hachando los alambrados, Rebeldía del camino, Yunques rojos. Bien dice Gelman que esa voz cantaba bellezas y dolores. Las bellezas del pago natal (cerros y cuchillas, montes, cielos, el rumor de las aguas del Tacuarí: “Por dónde irá atravesando / tu cantito barullento, / camoatí de miel agreste…”), pero junto a ellos el vivo rescoldo del dolor y la epopeya populares, la gesta anónima de peones y obreros: Luna manchada de sangre, rojo potro montonero, vamo’ a prenderle hasta el alba que pa’ descansar hay tiempo. Pena del galón pegada con el tufo de los cueros, ¡arriba que está aclarando Vamos que está amaneciendo! Al momento comprendí que no era sólo un sentimiento individual lo que expresaba esa poesía combatiente, ese rostro montaraz. Desde el Cantaclaro de Rómulo Gallegos en Venezuela, o el Ramón Cantaliso de Nicolás Guillén en el Caribe, hasta el Itinerario del Payador del entrerriano Marcelino Román (quien rescató y revalorizó dicho acervo en ambas bandas de la Cuenca del Plata), la identidad múltiple-y-una de América oprimida, esa larga cadena de cantores y guitarras en pos de la liberación, hablaba, en ese momento, por las coplas de Carlos Molina. Soy un cantor sin historia que ni apelativo tengo unos me dicen Juan Naide otros me llaman Juan Pueblo Sin duda, el genearca de los payadores rioplatenses fue Bartolomé Hidalgo, quien marcó rumbos en los días heroicos de la emancipación. Rumbos de forma y fondo, estética y ética a la
  • 13. 11   vez, de conducta. Como lo señala Juan José Morosoli en su ejemplar ensayo sobre el autor de los Cielitos y los Diálogos, al concluir la evaluación de su obra. La poesía verdadera es siempre militante. A veces lucha para lejanas generaciones. Siempre lucha para vencer objetivos que limitan el vuelo del pensamiento. Es, como toda obra creadora, una victoria sobre la muerte. Tiene una substancia que vence al tiempo y pregona siempre el triunfo del espíritu.* Addenda Había cerrado hace tiempo estos ligeros apuntes sobre Carlos Molina, cuando hoy, en vísperas de la primavera de 2006, recibo un envío de mi amiga Ercilia Moreno Cha (a quien tanto debe la cultura de La Pampa). Se trata de su trabajo Homenaje al payador rioplatense, resultado de casi quince años de investigación sobre el tema que incluye: el libro homónimo, un disco compacto y un folleto desplegable con los textos de las payadas seleccionadas. Esta obra reúne veinte payadores, en su casi totalidad argentinos y orientales, con la excepción del cubano Alexis Díaz-Pimienta. Entre nuestros compatriotas se cuenta un pampeano, nativo de la Colonia Coli Leufú, en la zona rural de La Japonesa (hoy Gobernador Duval), el conocido Saúl Huenchul. Pues bien, allí aparece también en primer término Carlos Molina, no sólo a través de una interpretación de contrapunto, sino en la transcripción de fragmentos de una extensa entrevista que Ercilia Moreno Cha le realizara en Montevideo en 1998. Acerca de la interpretación incluida, la autora del recordado Documental Folklórico Pampeano, dice al caracterizarla: “Carlos Molina/Carlos Rodríguez. Milonga. Dos payadores de distinta ideología se enfrentan en un tema recurrente del payador: la libertad”. Y con respecto al primero de los nombrados, anota: Carlos Molina (1927-1998). Nacido en Melo, Cerro Largo, Uruguay, se caracterizó por su gran compromiso ideológico con el anarquismo y por su carácter de payador imbatible y sagaz que era reforzado por su gran formación intelectual. Con su poesía plagada de imágenes y su estilo tan personal influyó, notablemente, sobre los payadores de su tiempo. Llevó su arte a diversos países y dejó su pensamiento en once libros de poesía. El payador de Cerro Largo vuelve así a acompañarme de «viva voz» desde la placa discográfica, como lo hace calladamente, desde hace años, en las páginas ya algo amarillentas de un viejo ejemplar de Yunques rojos, que en tiempos de requisas confió a mi cuidado —y después me obsequió— Julio Domínguez, «el Bardino». Edgar Morisoli                                                              * MOROSOLI, Juan J., “Bartolomé Hidalgo”, en Obras, t. V. Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 1999 (N. del A.).
  • 14. 12   HIJO DEL PUEBLO* A Jorge Etchenique, gudari Nació a orillas del río-de-los-pájaros. Su amistad fue un honor. Si algo encarnaba era la dignidad del pensamiento, la lealtad a su visión del hombre. Le conocí el humor y la alegría. ¡Tardes de mate y sueños compartidos frente al rostro del Che, en las que alguna vez, por un instante, dejó entreabierto apenas el portillo del alma que daba a un dolor viejo, y a una clara ternura! Mano tendida, en el solar del viento vivió y luchó. Que aquí quede su lámpara encendida en la arena. Edgar Morisoli                                                              * Poema extraído del libro inédito Para los días que vendrán, que será publicado en 2016 (N. del E.).
  • 15. 13   LOS HIJOS DEL PUEBLO… Y SUS MADRES El cuadro filodramático La Fraternidad de Colonia Castex había resuelto dos cosas: poner en escena una obra en pleno monte y que fuera de Rodolfo González Pacheco, título a elegir. De la primera decisión, el grupo estaba consciente de los riesgos que suponía hacerlo en octubre, ya que el viento pampa no perdona ni las causas nobles, se podía llevar todo. De la segunda, una vez puestas a votación varias propuestas, nunca imaginaron el descalabro que podía provocar la elegida: Hijos del pueblo, así, igual que el himno.* En un recodo de caldenes, en las afueras de General Pico, el escenario fue levantado sobre tres chatas arrimadas y atadas. A manera de decorado, las telas —que pintaban los contornos de diversos ambientes de una casa urbana humilde— fueron amarradas a las ramas más fuertes, mientras el viento ya empezaba a ondular la cocina y la entrada a un dormitorio. El público fue llegando en sulky, a pie, en carros y a caballo para presenciar la función. Un rato antes, el Conjunto Artístico Libertario, del que formaba parte Libertad Ferrini, cumplió con la ayuda que le había requerido el grupo que interpretaría la obra, esto es, encargarse de recolectar los elementos de la escenografía. El autor los había resumido en pocas palabras: “de todo un poco y nada completamente”**, ya que era “sala de recibo, comedor y biblioteca en una habitación en una casa de inquilinato”. De modo que llevaron al monte, para que La Fraternidad distribuyera en el escenario, Una mesa con carpeta al centro, con un servicio de mate, un sillón de mimbre junto a una máquina de coser. Sobre el lateral izquierdo una estantería rústica henchida de tomos sin encuadernar; sobre el fondo una cómoda con un espejo de pie encima, una polvera. Almohadilla de pinches, caja de cintas y de hilos; chucherías. Sobre el lateral derecho, un baúl con herramientas. Sillas, perchas, oleografías. Al foro, pasillo por el que se ve otra sala. El balcón a la calle que pedía el autor fue improvisado en el decorado, pero no sabían qué iba a pasar cuando su uso fuera requerido por la trama de la obra, porque las telas seguían zarandeadas por el viento. Los músicos, en cambio, habían recorrido los 50 kilómetros con los cuatro varones y tres mujeres que desempeñarían los papeles, pero no debían ser vistos; de modo que, tras el decorado,                                                              * N. del E.: “En el drama Hijos del Pueblo (1921), González Pacheco cuenta la historia de Claudio Méndez, un militante anarquista que, tras cinco años de calvario en el Penal de Ushuaia —la Siberia argentina—, ha regresado al hogar con la salud quebrantada y el ánimo abatido en busca de la contención y el cuidado de su entrañable madre, quien mucho ha lamentado su prolongada ausencia. María, viendo cómo su maltrecho hijo es requerido una y otra vez por los compañeros del gremio nuevamente en huelga, y temiendo un nuevo arresto, intenta por todos los medios disuadirlo de que vuelva a la lucha. Pero Claudio, de nuevo embargado por el entusiasmo, desoye los ruegos maternos y se reintegra al movimiento. “El argumento de esta breve pieza teatral tiene una impronta fuertemente autobiográfica: diez años antes de su composición y estreno, el autor había estado recluido en el remoto presidio de Tierra del Fuego a raíz de su intenso activismo libertario como periodista y orador. Fueron meses desoladores, signados por terribles sufrimientos. Como si la doble condena del destierro y el encierro fuera insuficiente, debió soportar además un cúmulo tremendo de maltratos, suplicios y humillaciones por parte de carceleros feroces como cancerberos: raciones de hambre, interminables vigilias forzosas, amenazas de muerte, plantones bajo la nieve, golpizas salvajes, penitencias en el triángulo —una minúscula y gélida celda de aislamiento—, extenuantes jornadas de trabajo a la intemperie con temperaturas de frío polar… Y a la salida de ese infierno helado —verdadera anábasis de preso político—, y de nuevo en la agitada Buenos Aires, esa suerte de rito de pasaje a la libertad de tantos exconvictos que es el reencuentro sanador con la madre. A esa experiencia refundacional, le sigue pronto la trágica disyuntiva existencial entre —parafraseando a Max Weber— la Gesinnungsethik o «ética de las convicciones», que lo impele a retomar sin dilación la vida de activista —con todos los riesgos que ella entrañaba en aquellos años violentos de censura y persecución (máxime para quien ya estaba marcado por su frondoso prontuario y había quedado frágil de salud por su reciente paso por la cárcel)—, y la Verantwortungsethik o «ética de la responsabilidad», que le impide ser insensible al sufrimiento, los temores y la desesperación de su progenitora, y a los reclamos que ella le hace; unos reclamos que, aunque comprende y compadece como hijo, como militante sabe que no puede, por desgracia, satisfacer. “De su traumática experiencia penitenciaria en el lejano sur patagónico, González Pacheco dejó testimonio no sólo en el precitado drama sino también en los Carteles de Ushuaia (‘El centinela’, ‘Los castigos’, ‘El frío’, etc.). Mas no escarmentó, y habiéndose sobrepuesto de las secuelas del cautiverio, retornó con renovado vigor a la lid revolucionaria” (MARE, Federico, “Ama-gi”, en Prosas numantinas: librepensamiento y utopía, obra inédita).  ** Las citas pertenecen a la obra (N. del A.).
  • 16. 14   entre las ramas, se ubicaron un guitarrista, un violinista, un acordeonista y uno que se animaba a tocar la flauta. La obra, de un acto, plantea los esfuerzos de una madre por retener a su hijo junto a ella, ya que la militancia anarquista lo hizo habitar más las cárceles que su propio hogar. El personaje principal regresa tras cinco años en el penal de Ushuaia y duda entre el amor filial y la necesidad de proseguir la lucha contra los explotadores. Los otros personajes están en función de ese dilema, alentando o desalentando los llamados del sindicato, de la calle, hacia Claudio, el protagonista. —”Me ha prometido dejar todas esas cosas. Reportarse. Ser un hombre de su casa”, se ilusiona la madre, para quien la militancia es una máquina tragahijos. El vallado que quiere tender en torno a su hijo le hace mentir negando su presencia en la casa, ante el desfile de compañeros que acuden a saludar a alguien que por el solo hecho de haber compartido durante 5 años el mismo penal que atenaza a Radowitzky, tiene que ser también un héroe. Para colmo, el novio de su hija profesa las mismas ideas, de modo que es previsible que se produzca un traspaso de sinsabores. Por eso la madre le aconseja: “Si no luchas, si no vences, tendrás que irte tras él; seguirle de prisión en prisión, de sombra en sombra…Pero lucharás ¿verdad? ¡Y venceremos!”. Unos leves aplausos aislados del público no llamaron la atención porque se confundieron con el batir de palmas de otro compañero que llega a la casa. Luego de preguntar por Claudio, la madre insiste: “Sí, sí, bien (le ataja el paso) Ahora ha salido; no está”, a lo que un ¡Bien hecho! resonó entre el público alterando el silencio. Dos o tres segundos de desconcentración de los actores fue el tiempo de duda que les llevó retomar la letra y un alerta intuitivo de que algo estaba pasando. La voz anónima era femenina, quizás de edad avanzada y así quedó un dejo de incertidumbre. El compañero, sabedor de este recurso de negar presencias, le dice a la madre de Claudio desde la puerta: “Yo también tengo madre y cuando estoy con ella resulta que no estoy para nadie. Ella, lo mismo que usted, no quiere que el hijo de sus entrañas sea también hijo del pueblo. Ustedes son todas iguales”. Un nuevo motivo de preocupación para el elenco fue el murmullo que despertaron estas palabras entre varias madres del público, que ya no podían acallar sus acusaciones de ¡Mal hijo! al compañero. Algunas descargaban su disgusto ya a viva voz y una, muy tocada por la situación, se acercó a un borde del escenario y le gritó ¡Sinvergüenza! al actor, que no tuvo más remedio que mirarla, y al volver la vista sobre la actriz que representaba a la madre de Claudio, le imploró con la mirada que le dé un pie de letra para seguir con su parlamento. Los miembros del grupo La Fraternidad que no actuaban y los locales de Libertad Ferrini no sabían cómo enfrentar una situación inédita, ya que debían impedir que se expresaran las madres que hacían peligrar la continuidad de la obra, justamente ellos que eran censurados en otros ámbitos y hacían un culto de la libertad de palabra. Como la necesidad tiene cara de hereje, primero con chistidos y luego con frases disuasivas al oído de las más afligidas —como citarles el ejemplo de La madre de Máximo Gorki— terminaron haciendo un cerco en torno al escenario. De este modo, deseaban evitar cualquier intento de trepar para ayudar a la madre de Claudio en su lucha para que no le arrebataran una vez más a su hijo. Y el resto de la trama no ayudaba en nada a calmar los ánimos. Ya nadie sabía dónde transcurría la obra, si en el escenario o si entre el público o si entre ambos. Los actores no habían previsto que el drama de esa casa era un reflejo de conflictos entre madres e hijos militantes en la vida real. O bien habían programado una discusión posterior en buenos términos, desapasionados. * * * El sindicato de los metalúrgicos —al que pertenecía Claudio— se encontraba inmerso en un conflicto, y en su sede estaba por comenzar una asamblea para decidir medidas de fuerza tan
  • 17. 15   duras como la toma de los talleres. La madre no pudo evitar que el llamado a participar llegara a oídos de su hijo. —”Allá no irá —dijo casi gritando—. ¡Aquí es su casa!”. ¡Bien dicho!, ¡Es la pura verdad!, ¡No lo deje ir!, ¡No afloje!, ¡Manténgase firme!, ¡Enciérrelo bajo llave!, fueron algunos de los gritos de las más exaltadas que ya se habían ubicado lo más cerca posible de la madre para que no hubiera ninguna duda de que serían escuchadas, ante las miradas de reprobación de los anarquistas que buscaban impedir el asedio, por ahora verbal, sin éxito. Claudio debía mostrarse nervioso, pero a la exigencia del libreto se sumaba la azarosa situación que creaban las madres de abajo. Por ello, dirigiéndose a la suya pero de frente al público aclaró que “No iré con ellos, no escribiré más periódicos, no subiré a las tribunas. Pero recluirme, negarme, esconderme ¡Eso es ridículo! ¿No comprende?”. En vez de gritos de protesta, un murmullo reveló que las madres dolidas discutían en voz baja, lo que era todo un síntoma de que se habían abierto grietas en las identificaciones. Sin embargo, como si la madre del escenario quisiera desalentar a las confundidas del público, descree del discurso de su hijo y vuelve a la carga entre suspiros: “Tú, a la cárcel; nosotras, al abandono; tú, a sufrir y yo… (llorando mansamente) ¡Debieras tenerme lástima, hijito!”. A estas palabras se sumó su hija, quien busca desacreditar una figura sagrada y le grita a su novio: “¿Ve?, ¿ve?¡El compañero! El compañero que pone su garra negra entre la madre y el hijo, entre el hermano y la hermana, ¡entre… usted y yo!”. Claudio, conmovido, siguió argumentado, pero su madre lanzó entonces un lapidario “Las madres somos para sufrir…”, lo que provocó no una nueva versión del griterío anterior, sino un lamento quedo, lastimero. Tomadas del brazo, las madres no tardaron en abandonar el estado piadoso, pues el libreto de Rodolfo González Pacheco sólo le concedía breves recreos a la congoja. Justo cuando el viento ofrecía una tregua y dejaba en paz a las telas del decorado, llegó la escena del balcón. Por él se filtraban los ruidos del choque de los metalúrgicos con los cosacos que habían acordonado la manzana del sindicato. También por el balcón percibieron que los obreros habían roto la barrera y avanzaban, pero no en silencio. Claudio, “enderezándose de a poco”, dice emocionado “¿Oye mamá? Vienen cantando Hijos del Pueblo. ¡Cinco años que no lo oía! ¡Lo cantan mis compañeros!”, al mismo tiempo que los cuatro instrumentos que aguardaban pacientemente entre el follaje arrancaron con la interpretación del himno anarquista. Los actores parecían contagiados del efecto, pero la madre no se podía permitir esas conmociones. Abrazando a su hijo le señala: “Sí, sí, oigo, hijito, sí. Pero serénate; queda quieto”. Las madres del público aguardaban con tensa expectativa el desenlace porque intuían que nada bueno podía venir ante semejante despliegue. Y así fue. Claudio “(moviéndose hacia la puerta) alcanza a decir ¡Hijos del Pueblo, te oprimen cadenas! ¡Vamos! ¡Vamos!”. Madre e hija, imploran al unísono: “¡No, no! ¡Acuérdense! ¡No!”, y eso solo bastó para que las señoras del público presente hicieran del ¡No! la consigna única, precisa, y la repitieran una y otra vez, pese a que tanto los actores como los obreros sueltos y los militantes replicaran con un ¡Sí!, en un intenso duelo de adverbios. A la batahola se sumó la orquesta, que sin dejar la espesura de su ocultamiento, arremetió con otros himnos anarquistas para no quedar fuera de la historia. No pasó de ahí. Cada madre se retiró discutiendo con su hijo o con otro hijo del pueblo, o bien, coincidiendo con otra madre. El cuadro filodramático La Fraternidad y los actores locales, sentados todos en el escenario, se miraban sin decir palabras, y en medio del estupor no atinaban a
  • 18. 16   desarmar la escenografía, ni a desunir las chatas, ni a desatar de los caldenes lo que quedaba del decorado. Jorge R. Etchenique
  • 19. 17   LOS DESAFORADOS El Francesito y El Oriental Crevani tenían que morar en peligro para que sus vidas tuvieran sentido. Sí, hacían del arrebato un culto; y para ellos, la cárcel y la muerte representaban costos menores, comparados con el verdadero infierno que era la paz del sosiego. Los momentos de quietud que ellos diseñaban no estaban signados por la placidez sino por la tensión que precede a las tormentas, especie de ceremonia cuya única razón de ser era desembocar en la acción de riesgo. Con esa premisa entraron al almacén y fonda de Floro Moscardi, en un estratégico cruce de los caminos que conducen a Alta Italia, Vértiz, Caleufú y Trenel. La Colonia —tal era su nombre— resultó una encrucijada no sólo de viajes sino también en sus vidas de máximo nomadismo. El negocio estaba por cerrar, pero aun así pidieron y lograron cenar en aparente calma, departieron con el dueño, su señora y hasta le auguraron “Bueno, amigo, que Dios lo ayude” al dependiente que les confió que ése era su último día de trabajo en el lugar. Era uno de esos momentos especiales en que nadie —excepto ellos— esperaba que la quietud se quiebre en mil pedazos, y era ésa una parte inseparable del hechizo, su llamador. Habían dejado muchas señales de que allí estarían. Para ello, se empeñaron los dos días anteriores en asaltar colonos, la mayoría italianos, en los caminos vecinales. En todos los casos habían preguntado por el boliche, y de ese modo la policía estuvo sobre aviso de que allí los encontraría. Por boca de las víctimas sabía también la policía —y lo sabían en todos los pueblos— de quiénes se trataba y hasta cómo iban vestidos. El Francesito vestía ropa de trabajo, blusa corralera, bombacha de corderoy y jockey, mientras que El Oriental lo hacía con bombacha negra, blusa color café y gorra de visera verde. Ambos calzaban alpargatas blancas, y —lo que había sorprendido a todos— montaban caballos zainos —uno negro, el otro colorado— con muy buenos recados. La policía comenzó a converger hacia La Colonia sabiendo que El Francesito era en realidad Martín Alzogaray, tenía en ese momento 24 años y era nacido nada menos que en París. Había llegado a la Argentina con 14 años y su apodo se fue armando sobre la base de su baja estatura y un temprano trajín de forajido. La llanura lo llevó a trashumar en busca de razones para vivir y lo encontró en una vorágine de acción y peligro que tuvo su momento cumbre en la fuga de la cárcel de General Acha, hacía tan solo tres meses. Si deambular fuera de la ley le produjo una vida de ocultamientos y huidas precipitadas, desertar del llamado al servicio militar lo convirtió en un errante crónico. Sabía que la Gran Guerra estaba lejos, muy lejos, justamente en la zona que había abandonado hacía unos diez años, pero ya cargaba en su corta vida argentina un estigma gauchesco: no aguantaría la disciplina del ejército ni ninguna otra. Si éste era su panorama, escapar de una cárcel lo llevó a un frenesí tal, que la leyenda “sin domicilio fijo” en su prontuario parecía una obviedad. En ese rodar por los campos, encontró a un hermano del peligro, alguien con quien compartir —y competir— la exposición constante al riesgo, la seducción de lo imprevisible: El Oriental, El Oriental Crevani. Francisco Victoriano Macedo Crevani, más alto y cuatro años mayor que El Francesito, ya tenía una cuenta por homicidio, y desde que llegó del Uruguay que merodeaba por las pampas, no tan diferentes de su Mercedes. Llegó a trabajar de peón en un campo cercano a esta zona, pero pronto sintió a los alambrados como el encierro de un establo. No era lo suyo, se excusó. También era más extrovertido, provocador y dispuesto a poner a prueba el valor de su compinche. —Si es cierto que te gusta tanto el peligro, vamos a verlo —le dijo a El Francesito una tarde, de paso por Monte Nievas, cuando vieron un policía caminando por una vereda—.
  • 20. 18   Para cortarle el camino, eligieron un boliche donde, sin apearse de sus caballos, pidieron cerveza. Sin miramientos, El Oriental hizo puntería en un brazo y El Francesito en el otro, mientras el policía —un turco con sólo seis años de residencia— balbuceaba palabras en un idioma indefinido. No pudo hacer uso de su revólver, y los parroquianos que lo hicieron por él ya tenían a los dos bandidos a mucha distancia, al galope largo y disfrutando del vértigo. No faltaron ocasiones en que otros nómades quisieron acoplarse al dúo. Sin embargo, el acompañamiento duraba poco. Si bien El Oriental y El Francesito vivían sin las ataduras que muchos querían evitar, ¿cómo soportar la furia sin remansos? Es probable que a similares palabras hubiese llegado Juan Bautista Vairoleto, quien en esos meses trabajaba como arreador, parvero, auxiliar de trilladoras, carrero, en fin, changas variadas. No imaginaba —¿tal vez sí?— que dos años después iniciaría un destino análogo de violencia errante, tras desgraciarse con un uniformado. En esa etapa los conoció sólo de mentas, y nunca opinó sobre sus iracundias. Aun así, su mirada reflejaba una mezcla de desaprobación y comprensión hacia ese par que pretendió vivir desaforadamente, no ciertos momentos, sino toda la vida. * * * Mientras cenaban en La Colonia, no dejaron de examinar todo lo que se moviera en la calle y en el trozo de campo que se avistaba desde la ventana. Estaban viviendo la razón misma del raid: hacer de la fonda, con su encrucijada de caminos, un gran escenario donde la excitación del peligro, y luego la excitación de la acción, actuaran a su manera, sin bordes. Si brotaba el terreno que habían abonado, estaban convencidos de que la policía iba a llegar de un momento a otro. Sin embargo, como para matizar la espera, apuntaron y ataron a un sorprendido Floro Moscardi. No había muchos lugares donde buscar dinero, de modo que la caja del mostrador y un sobre debajo del colchón fueron rigurosamente apropiados. El saqueo se completó con un winchester, botellas de vermouth y marsala, chafalonías y cigarrillos. El Francesito, con el sobre del colchón en la mano, descubrió un billete de lotería y le dijo a El Oriental: —Lo llevamos; y si sale premiado, venimos a darle una propina. El Oriental no era de risa fácil, y la sonrisa que apenas insinuó se apagó rápidamente al registrar la ausencia de la mujer. La esposa de Floro Moscardi, al ver a su marido encañonado, había huido sin ser vista y encontró refugio en una chacra vecina, el sitio al que llegaron los primeros policías luego de hacer una pasada por el frente del negocio. —Ya están aquí —fue lo que dijo rápido y escueto El Oriental ante esa alentada presencia, en un auto que no tenía signos policiales, y que había sido cedido por Estancias y Colonias Trenel, el emporio comercial y propietario de tierras más grande de la zona—. En la chacra, el comisario Degreef hizo detener el auto, escuchó la versión que a los gritos dio la mujer e hizo apagar tanto los faros del coche, así como todo otro indicio de luz, para que no fuera descubierta la posición. Al pasar frente al negocio, habían quedado alumbrados los dos caballos identificados por todos los asaltados los días previos, y con esa certeza supuso que el factor sorpresa estaba de su parte. No era así. Lejos se hallaba de imaginar que la escena estaba largamente preparada y que la presencia de los policías había sido ya advertida. Con su gente, cortando camino por un rastrojo de trigo, el comisario llegó hasta una esquina del negocio, donde creyó establecer una cabecera de playa. Otros policías, la mayoría armados con remingtons, completaron el cerco con el auxilio de algunos peones —órdenes de los dueños de campos mediante— y particulares que voluntariamente se ofrecieron.
  • 21. 19   Sin embargo, El Oriental y El Francesito ya habían reparado en todos esos movimientos, y lo hacían sin señales de alarma. Al contrario, parecían disfrutar de la tensión y hasta del ambiente: una noche muy oscura, con amenazas de lluvia inminente. El impulso inicial no fue encerrarse y resistir, sino salir a enfrentar a los sitiadores, doblegarlos a balazos limpios, huir y hacerlo todo a ritmo de balacera. El tamaño del triunfo se mediría por la cuantía del riesgo corrido. Salieron portando revólveres calibre 38 en cada mano, disparando hacia los sitios donde los policías aguardaban al acecho, y sin atisbo alguno de que hubieran sido descubiertos. Lo hacían al mismo tiempo que corrían hacia el palenque, en medio de un tiroteo que no tardó en generalizarse. Pese a la oscuridad, y a que los fogonazos fueran la única referencia para disparar, no tardaron en producirse los primeros heridos. Un oficial quedó con la cara bañada en sangre, surcada por delgadas canaletas. Todo ello revelaba que los bandidos también disparaban sus winchesters cuando los 38 quedaban sin carga, a la par que otras situaciones iban inclinando la balanza a su favor. Un particular gritó al recibir un balazo en una pierna, y más de un Remington quedó inutilizado con una cápsula trabada en el caño. Los desaforados percibieron esta situación y trataron de apurar su llegada al palenque, pero no contaron con la decisión del comisario Degreef de disparar contra los caballos, un blanco más seguro. El zaino colorado se desparramó fulminado, y al restante se treparon El Francesito y El Oriental, quienes al galope y a los gritos, sin dejar de disparar, se alejaron por el camino de Trenel a Alta Italia. La victoria no había sido total. La sangre del caballo ejecutado se mezcló con otra. La policía no tomó nota del hecho, pero los bandidos no tardaron en detenerse. El Oriental tenía el hombro izquierdo deshecho por uno o dos balazos —no sabían bien—, lo que le produjo una pérdida de sangre alarmante. Pese a que para ellos era uno de esos momentos tan buscados en que la vida y la muerte pulsan el destino, no dejaba de ser patético. La lluvia estuvo precedida por un viento huracanado que, si bien retrasó a los perseguidores, impedía pensar cómo tratar la herida. Como lo suyo era la acción, cortaron los cinco hilos de un alambrado y robaron un caballo de una chacra para suplantar al caído junto al palenque. El dato agregaba un nerviosismo extra para los hacendados: la llave de torniquetear era tan peligrosa como las armas. En el orden de las representaciones, derribar alambrados equivalía a un ataque a la propiedad privada tan grave como un asalto. El Francesito vendó como pudo la herida con una vieja camisa que encontró en su morral, pero la lesión era importante. El Oriental no quiso que esa carga fuera compartida y se alejó tras dejar en manos de su compinche un recuerdo, una daga célebre, a modo de palabras. * * * Partidas policiales salieron de todos los destacamentos, subcomisarías y comisarías. Casas comerciales donaron nafta y vehículos. Todos los que tenían cierta cuota de autoridad o poder querían participar en el escarmiento ante tamaña osadía, tanto desafío. Una de esas partidas encontró a El Francesito en un toldo de hacheros en el paraje Jagüel Grande, de la zona de Conhello. No tuvo con qué oponer resistencia, pues había escondido todas las armas de fuego y hasta la daga con mango de plata en un tanque para agua. Uno de los policías la tomó para quedársela, y hasta discutió con otro sobre ello, lo que a nadie extrañó porque era una de las posesiones más emblemáticas de El Oriental. —¿Qué hace esta daga aquí? —inquirió. El Francesito, combinando una dosis de resignación ante el revés con otra de orgullo por lo que consideró una epopeya, no respondió sino que a su vez afirmó convencido: —Usted, ni nadie de ustedes, la merece.
  • 22. 20   Más allá del castigo físico que siguió a esa respuesta, no le hicieron caso. La daga quedó fuera del inventario policial. El Oriental, con la herida que se le reabría en cada galope tenso de perseguido, sentía el dolor en el hombro, la sangre tibia que resbalaba por su cuerpo y el viento fuerte en la cara. También en él convivía una vaga sensación de derrota con la exaltación liberadora del peligro. La diferencia con las encrucijadas anteriores sería que esta vez el escenario habría de estar preparado por otros. Hacia allí se encaminaba el Oriental Crevani, hacia “el boliche de El Carbón y de la muerte”*. Jorge R. Etchenique                                                              * Estas últimas palabras entrecomilladas pertenecen al título de un cuento de Walter Cazenave sobre este episodio final en la vida de El Oriental.
  • 23. 21   EL VESTIDO ROJO Mi marido estuvo en líos de bolseros en otros pueblos como Alpachiri, sin ir más lejos. Venían allí con un tire y afloje de dos años, y el Carmen se decidió a ir cuando la cosa se puso violenta. No fue el único. Otros de Jacinto Arauz, Villa Alba, Villa Iris y Darregueira fueron, porque la solidaridad entre bolseros es sagrada, créame. En medio de esos españoles, tan anarquistas como exaltados, el Carmen era un caso aparte. Taciturno y criollo, santiagueño como yo. ¿Qué hace entre esa gente?, me preguntaban los vecinos. Yo sé lo que hacía porque a él lo conversaron y él me iba conversando a mí, hasta que yo también me hice libertaria. No lo comenté mucho, y menos desparramé que soy de corazón caliente, aunque ya se habían dado cuenta. Acá lo que no faltan son noticias. No se cómo se enteran de lo que pasa, pero de los fusilamientos en la Patagonia hablaban todos. Es como un estado de bronca que se contagia. El asunto es que aquí también se estaba poniendo pesado. Yo lo veía venir. Cuando salimos de Santiago con el Carmen la idea de ir al sur no me gustaba nada. Claro, si el trabajo estaba donde hay trigo, pero veía la desgracia al alcance de la mano. —Quinteros —porque para mis adentros es el Carmen, pero a él le decía Quinteros—, tenemos dos criaturas —le dije—. Lejos de escucharme, cada vez nos fuimos metiendo más en las llanuras pampeanas y recalamos en Jacinto Arauz, bien al sur, aunque parece que hay más sur todavía. —La vista no choca con nada —me dijo un día el Carmen luego de horas de caminar callados, alternando trenes y carros—. Así que aquí se me hizo bolsero, bolsero de galpón de estación. Los españoles no lo buscaron. Él fue directo a ellos. Llamaban la atención porque no se cansaban de discutir, pero eran defensores del que trabaja, sin concesiones. Cuando llegamos a Arauz, el pliego de condiciones ya estaba firmado, pero al Carmen algo le llamó la atención. Había cosas elementales como que la bolsa no pesara más de 70 kilos, o que se les permitiera llevarla al hombro caminando y no al trote, o las ocho horas, pero eso de que no hubiera capataz no lo habíamos visto nunca. El pliego lo decía clarito y así empezó su charla con los españoles. El anarquismo le entró por ahí. Le dijeron —luego me lo repitió como pudo— que no es necesario el látigo de una autoridad para trabajar, que nosotros podemos organizarlo, que la misma Sociedad de Resistencia puede hacer los turnos y distribuir las tareas, todo en asambleas. Al principio no creí mucho porque eran dos cuadrillas de 80 bolseros cada una y claro, para que funcione todos tenían que estar federados, ¿me entiende? Pertenecer al sindicato, y por él, a la FORA. Y por ahí vino el lío: los patrones querían obreros «libres», sin sindicalizar; y el asunto era que si aceptaban eso, la fuerza no iba a ser la misma, ¿me sigue? La cuestión es que en esa tirantez llegaron los crumiros, mercenarios como les decía la Zoila Fernández, la compañera del secretario de la Sociedad de Resistencia. Con ella y un par de mujeres más nos juntamos para ver qué podíamos hacer, pero la verdad es que todo fue pasando demasiado rápido, nos quedamos en palabras. Sí sabíamos que el pliego firmado se había ido a la mierda y que eso quería decir mucho lío en puerta, primero con los crumiros, luego vaya a saber con quién. Tuve el primer presagio de la tragedia cuando vi que el Carmen sacaba el revólver de un cajón y se lo metía en la cintura. No había que ser muy avispada para saber que lo primero era impedir que los crumiros empezaran a trabajar, pero eso del revólver me revolvió por dentro. Eran como las 6 de la mañana y lo acompañé unas cuadras rumbo a la estación. Callado todo el tiempo, sólo abrió la boca para decirme: —Si muero, que me entierren en cualquier parte.
  • 24. 22   Me dejó helada, y más helada quedé cuando cuatro horas más tarde la policía me llevó a los empujones a la comisaría (todavía había sangre por todos lados) para que diga por qué Carmen Quinteros había dicho esas palabras. La puta, ¿cómo se enteraron?, todavía me pregunto. Querían que les dijera que todo estaba preparado para asaltar la comisaría, una mentira total. Peor la pasó la Zoila. La encerraron en el calabozo y le hicieron cualquier cosa. Ella creía que como su compañero estaba prófugo, sus hijos habían quedado solos y estaban pasando hambre. No sabía que yo me los había llevado y que estaban a salvo conmigo. Bueno, a salvo hasta por ahí nomás. Hasta donde yo sabía en ese momento, los crumiros que habían llegado desde Bahía Blanca con un capataz —un tipo de Paysandú, Cataldi de apellido— no pudieron hacerse cargo del trabajo porque los de la Sociedad de Resistencia no se cuidaron de mostrar que iban armados. Entonces, por la diferencia de número, se tuvieron que retirar. Cuando liberaron a la Zoila supe algo más: el comisario los había llamado a dialogar en la misma comisaría, y allí se habían enterado de que el objetivo real era desarmarlos. Se armó un tiroteo infernal en el que hubo muertos y muchos heridos. Por sobre todas las cosas, lo que me reventó la vida fue que, atravesado por no sé cuántas balas de winchester, el Carmen quedó tendido, muerto sin remedio. Claro, ahora han pasado tres años y se lo cuento así como así. Pero cuando lo vi desde la calle, a través del alambrado, me volví rabiosa de dolor y de sufrir la madre de las injusticias. También pasó un tiempo hasta que me contaran que en el instante mismo en que recibía la descarga, alcanzó a gatillar y, a medio ver, medio imaginar, vislumbró que un uniforme se desplomaba. La confusión era total, pero de hecho la policía perdió no sólo cuatro de los suyos sino el control de la comisaría. Y el Carmen ahí tirado, ¿cómo hacía para llevármelo? Cuando las balas empezaron a ralear, y cuando llegaron policías de otros pueblos, se desató una venganza tan grande que nadie se ocupaba de los muertos. Las torturas en el mismo patio, a metros del Carmen, fueron de no creer, asquerosas. Prefiero no hablar de eso. La cosa es que con la llegada del juez pararon por unas horas, y luego siguieron cuando se fue. Por eso aproveché ese tiempo para poner al Carmen en un carrito de la estación para llevar encomiendas, y como justo habían liberado a la Zoila, ella me ayudó a llevarlo hasta mi casa. Tenía que hacer todo rápido. Sin embargo, más que eso me preguntaba qué hacer para que mi furia se vea, para mostrarles en la cara que la rebeldía del Carmen no había muerto. Sé que agarraron a varios compañeros en la misma comisaría. A otros, en los montes cercanos en medio del desbande. Y hasta se dice que hubo un fusilamiento. Por eso el miedo era grande. En ese ambiente, lejos de apichonarme, me parecía que debía levantarme desde el dolor y enrostrarles una bandera libertaria. Esa era una deuda mía, personal, porque los otros, los compañeros, hacían lo que podían. Ya se estaban organizando colectas por todos lados para sostener a las familias de los caídos, muertos o presos. Y hasta me dijeron que en el Uruguay se armaba un boicot a turistas argentinos, en protesta por lo que había pasado con los bolseros de Arauz. Pero yo, yo, ¿qué podía hacer? Me dieron un certificado de defunción donde fui leyendo de a poco que el Carmen había muerto el 9 de diciembre de 1921 a las 9.30 horas por heridas de bala, y punto. Me acuerdo que ahí me detuve y pegué los primeros gritos. ¿Por qué no dicen quién lo mató? ¿Con qué engaño lo llevaron a la muerte? Seguí. Unos supuestos vecinos, a los que nunca había escuchado el nombre, firmaban luego de haber visto el cadáver, decía el acta. ¿Con qué ojos, será posible? Ojos de cuervo, serían. Después sí lo tuve conmigo en casa, tendido en nuestra cama. Y nos dispusimos a pasar la última noche juntos. Como si me siguiera conversando, salí al patio, y a los pocos compañeros que entrada la noche se iban acercando —con miedo, la verdad es ésa, con miedo— les dije: —¡Ahora van a ver! Debajo de los cajones de la ropa, en una caja chata tenía un vestido rojo, que había usado algunas veces, pero que al Carmen no le gustaba porque llamaba mucho la atención. El color, claro, era el nuestro, de modo que los ojos mustios del Carmen no me reprendieron con la mirada
  • 25. 23   cuando me saqué lo que tenía y empecé a calzarme el vestido que fue encendiendo la pieza a medida que llegaba a los botones de arriba. Salí otra vez. Los compañeros derramaron algunas gotas de sus vasos al retroceder, y los vecinos apoyados en el alambrado de sus fondos dieron un paso atrás. Con la voz más fuerte que pude anuncié a todos que el negro era para los que mueren para siempre, pero el Carmen merecía el rojo por valiente y anarquista, que por tres días no me sacaría el vestido y que si a alguien incomodaba, que viniera y me lo dijera. La rueda se fue acercando, y la Zoila fue la primera en tocarme el vestido como una reverencia, desde la cintura hasta el ruedo. Y hasta algunos hombres estiraron la mano para quedar a centímetros de la tela, con cierto temor a mi audacia o al Carmen que seguía tendido en la cama en medio de los murmullos de los que ya habían entrado y el silencio de los dos hijos sentados a ambos lados de la cama con la vista fija en las paredes. No querían mirar al padre, y me dije para qué tenerlos allí. Los despaché al patio y les acomodé un rincón de la pieza para dormir. La noche se venía larga y se imaginará que no había otro sitio, pobres ángeles. A eso de las 3 de la mañana quedé sola con el Carmen. Puse mis manos sobres las suyas, y apoyando mi frente sobre las cuatro, ahí sí lloré. Como no me puse el vestido rojo para vivir un velorio silencioso, cada tanto salía al patio, en medio del silencio de la noche, a pegar unos gritos contra el comisario y su engaño, contra su winchester siempre apuntado a los obreros, contra los esclavistas… Qué quiere que le diga, la lista era larga pero ya no me acuerdo de todos. No recibí un solo chistido de los vecinos. Todos sabían que no estaba loca sino rabiosa, y pensaban que ya se me iba a pasar. Con la llegada de las primeras luces del día ya no me moví de mi silla a un costado del Carmen, y no sabía bien si quería o no quería que llegara la hora de sacarlo de allí. Pero la duda no me hizo mella, pues me dediqué a las flores. Cómo es eso de las flores, después le cuento. El momento llegó cuando varios compañeros aparecieron con un cajón que habían comprado con una parte de la colecta. Era tan pobre que las juntas de los listones de madera no ajustaban bien, y por ellos se filtraba la luz afligida del amanecer. Ningún cura se dejó ver. Tampoco lo habíamos llamado, porque era éste un muerto condenado al infierno sin necesidad de juicio final. De modo que entre varios levantamos al Carmen, lo depositamos en el cajón y a pulso lo llevamos al carro que aguardaba en la calle. ¡Qué valientes!, me dije. Además de la Zoila, la única mujer que me acompañaba, entre el carrero y los hombres que me seguían detrás seríamos unos diez o doce, a los que aguardaban toda clase de represalias ni bien dejáramos el cementerio. Sin embargo, allí estaban, a paso lento, cerrando filas, hasta que nos detuvimos en una esquina. Con asombro, ése que paraliza, nos topamos con una larga procesión de autos negros, brillantes, con los cromados lustrosos. Marchaban detrás de cuatro coches fúnebres, cada uno con dos caballos negros, percherones, patudos, tan brillosos como las chapas de los autos y los trajes de los señores que iban muy derechos en sus asientos. La mayoría de ellos había llegado de pueblos vecinos, tanto pampeanos como de la provincia de Buenos Aires: Villa Iris, Darregueira, Rivera, Tornquist y varios más. Todo parecía un anticipo del gran mausoleo que ahora se levanta en el cementerio de Arauz, con los restos de los dos oficiales y de los dos policías rasos que habían muerto en el tiroteo que también se llevó al Carmen. Quedamos tiesos, sin siquiera hablar entre nosotros mientras pasaba delante nuestro semejante cosa. Claro, tampoco retrocedimos, ni hizo falta porque los señores y las señoras no nos miraron, o simularon no hacerlo. Esa sonora indiferencia, créame, me dejó tan roja como el vestido, y le pedí al carrero que acelerara el paso del caballo para llegar antes que ellos. Lo que faltaba —me dije—. Esperar horas y horas hasta que termine el entierro oficial. Como vivíamos en los suburbios del pueblo, a los arrabales del cementerio fuimos a dar. Todos cavaron un poco, y cuando con las piolas estaban descendiendo el cajón, vimos que los brillos de la pompa entraban con paso ceremonioso y hacían suyo el centro selecto de los panteones.
  • 26. 24   Le dije antes que el asunto de las flores lo dejaría para después. Bueno, en esa alborada del velorio me dediqué a hacer unas cuantas flores rojas con papel crepé. ¡Hasta los tallos rojos tenían! Las metí en una bolsa que ubiqué en el carro, junto al cajón. Nadie sabía, salvo la Zoila, que la tumba sería una bandera a la vista de todos. Sin prisa, como si fuera una misa de las nuestras, fui arrojando las flores rojas sobre la tierra removida hasta cubrirla. No está bien que lo diga, pero me sentía orgullosa porque el Carmen estaba vengado hasta donde una podía hacer. Cada dos o tres días volvía, y las flores no estaban más. Como podrá imaginar, arrojaba una nueva tanda porque a tozuda no me iban a ganar. Después de tres años, vuelvo sólo de vez en cuando y renuevo las flores rojas. Me tuve que ir del pueblo sobre todo por los chicos. La escuela se había convertido en un tormento para ellos. ¿El vestido rojo? No lo tengo más. Cierta vez quería reponer las flores pero no tenía. Entonces lo busqué y lo dejé tendido sobre la tierra de la tumba. Bien tendido, ¿eh? Jorge R. Etchenique
  • 27. 25   VIDAS EN FUGA* Tras vidas tan y no tan diferentes, una encrucijada de sus destinos hizo que Marcos Vallejos y Ramón Silveyra compartieran, desde los últimos días de marzo de 1923, una celda de la Penitenciaría Nacional de la avenida Las Heras, en la ciudad de Buenos Aires. Marcos Vallejos Jornalero según los partes policiales, bandido rural de oficio real, podía contar sus fechorías sin deshonor, pero sus experiencias de fuga eran impresentables. Marcos Vallejos y sus hermanos habían llevado una vida errante, a cielo abierto, pero ya eran así antes de delinquir. No en vano Gastón Gori advierte en Vagos y mal entretenidos que para ser sospechoso bastaba con merodear. También Pedro Orgambide llamó a estos criollos “nómades de las llanuras”, y nos remite a los relatos de Carlos Bustamante Concolorcorvo sobre los gauderios de hace doscientos años (“…mala camisa y peor vestido… hacen cama con el sudadero del caballo, sirviéndoles de almohada la silla”). Tal semblanza podría aplicarse al gaucho Vallejos, un apodo que traía de las pampas y que atravesó las murallas de la penitenciaría. Si bien era analfabeto, la prensa le había otorgado un título: “profesional del asalto en despoblados”, aunque una preocupación quizás superior era que no respetaba los alambrados, es decir la propiedad privada. Su llave de torniquetear alambres era una herramienta tan vital como el caballo y el winchester. Capturados al fin, había estado detenido junto a su hermano Pablo en la cárcel de Villa Mercedes, en la provincia de San Luis —ambos eran oriundos de allí— por una serie de robos y asaltos en el sur puntano y el norte pampeano entre los años 1917 y 1919. La condena de Marcos fue ratificada en 1921 con prisión por tiempo indeterminado, pues tenía cuentas pendientes por la muerte de un sargento durante una refriega en pleno monte. La cuestión es que se les ocurrió hacer un túnel desde un taller de la cárcel, con tan mala fortuna que cuando la excavación estaba terminada casi al nivel de la calle, pasó un jinete cuyo caballo enterró dos de sus patas en la tierra suelta de lo que, en pocos minutos más, sería el boquete de salida. Abortada así la fuga, y sin desanimarse, los hermanos Vallejos —obsesionados con un afuera de llanuras interminables en el que la vista no choca con nada— decidieron abordar la muralla perimetral de 8 metros, arrojarse desde su cima y de ese modo vencerla. Lo hicieron, pero una levísima inclinación de la vertical de Marcos en pleno descenso hizo que su tobillo quedara hecho trizas contra la vereda. Allí quedó tendido. Las autoridades del penal no encontraron mejor salida que su traslado a la Penitenciaría Nacional un año después, en los aledaños de la asunción de la presidencia por parte de Marcelo T. de Alvear. Si Marcos Vallejos nunca había pisado Buenos Aires, donde todo era inmenso, tampoco pudo imaginar un monstruo con 750 celdas, garitas de vigilancia, torres, talleres… Todo un panóptico rodeado por otro cerco de cemento y, como si fuera poco, rejas entre ese murallón y las calles. Claro, los que hoy caminan sobre el Parque Las Heras no imaginan que debajo del césped subsisten secciones subterráneas de la penitenciaría, ni que en 1931 fueron fusilados allí Severino Di Giovanni y Paulino Scarfó, ni que en 1956 hubo nuevos fusilamientos, entre ellos el del general Juan José Valle. Ni tampoco esta historia. Ramón Silveyra Gallego de Orense, carrero y anarquista de 27 años —la misma edad de Marcos Vallejos—, Ramón Silveyra también sabía de calabozos. Dos años antes había puesto una bomba en una panadería porteña de la calle Estados Unidos al 1.800, en conflicto con sus obreros, sin poder evitar que una vecina quedara estampada contra la pared, herida de pólvora y abombada del estruendo. Para mayor infortunio, y al margen de los 20 años de condena, lo esperaba Sierra Chica con su manía de entretener a los presos picando piedras a mazazos en las canteras graníticas de Olavarría.                                                              * Artículo originalmente publicado en la revista Sudestada, nº 106, marzo de 2012 (N. del E.).
  • 28. 26   De aquí escapó caminando a paso calmo, cuando comenzaba marzo de 1923, por la puerta principal y saludando a los guardias a medida que dejaba atrás ocho puertas enrejadas. ¿Cómo hizo? Un supuesto familiar introdujo debajo de sus ropas domingueras un segundo traje que Silveyra pudo calzarse encima de su uniforme presidiario. La tarjeta de entrada y salida fue duplicada en una de las tantas imprentas anarquistas. Los tentáculos policiales de la Dirección de Orden Social llegaron hasta Carmelo, Uruguay, donde fue capturado con el mismo traje con que se había fugado. Y como trascendió que ácratas uruguayos y argentinos habían planeado el rescate, lo fue a buscar nada menos que un buque de la Marina de Guerra a fin de garantizar la extradición. Cuando la nave fue avistada en el acceso al puerto de Buenos Aires, de los restantes barcos y remolcadores partieron fuertes sirenazos saludando a un Ramón Silveyra de oídos exultantes. ¿Cómo coincidieron en una misma celda? Por azar, aunque de todos modos no resulta extraña la mutua atracción entre bandidos rurales y anarquistas, unos y otros siempre dispuestos a valorizar la libertad individual y a rechazar la disciplina de cualquier sistema. La vida al margen de toda institución era total en Vallejos: nunca había ido a una escuela ni a una iglesia, como tampoco a cuartel alguno, por ser desertor del servicio militar. Y Ramón Silveyra resumía todas esas vivencias en consignas y racionalizaciones que el gaucho, pese a admirarlo, nunca pudo comprender del todo. Vallejos y Silveyra + 2 + 4 ¿Qué hacer? O mejor dicho, ¿cómo hacer? La situación era difícil, pues Marcos Vallejos arrastraba un antecedente de fugas precipitadas por abajo y por arriba de una muralla, y Ramón Silveyra era, por lejos, el preso-estrella que había abochornado al sistema penitenciario argentino. Mientras era doblemente vigilado, Silveyra pensaba y repensaba que algo tenía que hacer antes de que se le aplicara la Ley de Residencia. Además, encontrar el punto débil de todo sistema de autoridad era una cuestión de principios… Concebir una fuga era imposible sin tener un panorama del espacio donde estaban ubicados, teniendo en cuenta que no veían más que cielorrasos y herrajes. Por los presos que salían a la intemperie a cultivar las huertas, y por una visita que recibió Ramón Silveyra, tuvieron noticias de que el pabellón que habitaban —el n° 3— partía desde un centro común e iba en dirección contraria a la avenida Las Heras, es decir que apuntaba hacia la calle Juncal. En abril de 1923, cuando aún todo era incertidumbre, confiaron la idea de fuga a otros dos presos a quienes también aguardaba toda una vida entre rejas: Domingo Rodríguez, con 25 años de condena, y Laureano Fernández Macaya, con reclusión perpetua. Durante todo un mes recorrieron con la vista cada metro del pabellón a medida que lo transitaban obligados por alguna tarea. Ya casi desalentados, y cuando los dos presos sumados al proyecto llevaban desde su trabajo —la panadería— los elementos de limpieza a su lugar de depósito, encontraron el punto débil. Las medidas del cuarto eran reducidas (5 x 3,5 m), pero éste se hallaba emplazado casi en un extremo del pabellón, el que daba no al centro de la penitenciaría sino a la calle Juncal. Entonces, ya no hubo dudas: el escape podía, tenía que ser un túnel. Otros cálculos realizados con ayuda externa los llevaron a inferir que la escobería —así llamaban al sitio— distaba a unos 25 metros de la muralla. También, que entre ésta y la verja había un espacio de pasto donde podría aparecer el boquete de escape, a pasos de la calle Juncal y a escasos 20 metros de Bulnes. Fijados estos parámetros, sólo faltaba organizar el trabajo. Ante todo, tenían que conseguir las herramientas básicas, y al pensar en ellas tomaron conciencia de que cuatro personas no alcanzaban. Había que duplicar el número de excavadores y ejecutantes de tareas conexas. Las condiciones eran que también debían guardar los elementos de limpieza en la escobería, estar recluidos en celdas cercanas y arrastrar largas condenas. Esta búsqueda de recursos humanos y materiales, que debía hacerse sin provocar sospechas, hizo que la tarea concreta comenzara recién el 13 de mayo de 1923.
  • 29. 27   Rumbo a la muralla Levantar la capa de cemento de la escobería para hacer una abertura de unos 65 ó 70 centímetros no fue tarea sencilla, y para ello se emplearon tres días a puro martillo y cortafrío forrado en trapos mojados. Por seguridad, pegaron los trozos de cemento sobre papeles de diario y éstos sobre una hojalata, de tal manera que todo hacía de tapa. El operativo dependía de que se pudieran armar turnos de excavación entre las 6 de la mañana y las 4 de la tarde, momento en que los guardias cerraban con llave las celdas. Aunque suene cinematográfico, las fuentes consultadas indican que los complotados, en horarios clave, colocaban muñecos tapados en las tarimas de los que estaban trabajando en el túnel. También se habían prometido algo que desbarató más de un plan: no cometer errores por ansiedad. Mientras una larga manguera llevaba agua para facilitar el trabajo, la tierra removida era extraída mediante un balde con una correa. Como era inimaginable arrojarla en las huertas, se optó por almacenarla en unas bolsas vacías de harina que habían conseguido, y que los que trabajaban en la panadería la transportaran con sumo sigilo debajo de sus uniformes a raya. Estaba claro que la excavación del túnel debía prever el obstáculo de los cimientos de la muralla. Era vital tener en cuenta los metros que tendría ésta bajo tierra (calcularon que no podía ser más de dos). De modo que, en base a esa mera suposición, fue fijada la orientación. Para facilitar las cosas, fue desechado el plano inclinado. Era más práctico excavar unos dos metros en forma perpendicular y luego otros 25 de tramo horizontal. A medida que progresaba el túnel, la atmósfera se tornaba enrarecida, irrespirable. También dificultaba la respiración la forma de iluminar que habían ideado, improvisando pequeñas botellas alimentadas con aceite. Para superar este escollo, se apropiaron de un aparato para matar hormigas, a cuyo pico adosaron un caño de bronce de dos metros de largo, y al que luego fueron añadiendo segmentos de goma a medida que podían robarlos. Entonces, cuando se necesitaba inyectar aire, uno de los presos accionaba el émbolo de la máquina. El trabajo continuó, pesada pero pausadamente, hasta que tocaron la muralla, momento en que la estiba de bolsas de tierra amenazó con cubrir casi toda la escobería. Para no llamar la atención, se acudió a fundas de almohadas sustraídas de la lavandería, sitio que estaba reservado para procurarse la ropa de escape. Facilitaba esta organización el hecho de que Silveyra se abstuviera de participar en las tareas a fin de no alertar a los guardias (estaba sometido a una vigilancia reforzada), pues eso le permitía ocuparse de detalles como los antes mencionados. A medida que la excavación de la galería entraba en su tercer mes, fueron necesarias otras previsiones, por ejemplo, saber cuántos metros habría entre la muralla y la verja, pues dentro de ese margen debía aparecer la abertura de escape. Cuando lograron finalmente traspasar la línea de los cimientos, optaron por continuar el túnel en un plano inclinado ascendente —otros tres metros más, según las consultas—. Por indicación de Marcos Vallejos, la excavación se detuvo a 50 centímetros de donde —calculaban— se produciría la salida. Había llegado el momento de estimar el día de la fuga. Quedó fijada para el 23 de agosto, tres meses y diez días después del inicio de la faena. Sin embargo, el día anterior sucedió algo que hizo peligrar todo el esfuerzo. Los excavadores perforaron un caño de agua y, como resultado, disminuyó el caudal de agua que salía de las canillas de la penitenciaría. Las autoridades convocaron a varios mecánicos para que recorrieran el sistema en búsqueda del desperfecto, y dos de ellos amagaron con entrar a la escobería, con la imaginable angustia de los presos que a duras penas lograron disuadirlos con el argumento de que ya habían revisado voluntariamente ese sector. Finalmente, el desperfecto fue reparado por los mismos excavadores con mucho esfuerzo, arpillera, brea y lodo, sin alterarse, por lo tanto, la fecha de fuga. La hora de escape fue fijada entre las 18.50 y las 19.00, momento en que los presos abandonaban las celdas para trasladarse a las aulas y aumentaba el movimiento en el pabellón. El operativo era ignorado por los guardias y también por la mayoría de los presos. Media hora antes, los ocho implicados les comunicaron la novedad a algunos otros convictos de su mayor confianza,
  • 30. 28   aunque no les indicaron el sitio exacto de escape. Resultó a todos natural que Marcos Vallejos encabezara el cortejo portando un barrote de hierro con el que tenía que perforar los 50 centímetros faltantes. Entraban de cabeza, con poco espacio entre unos y otros, y se arrastraban en fila, boca abajo, para cubrir la distancia entre las dos bocas —28 metros—, lo que podía insumirles hasta 15 minutos. Del otro lado de la muralla Así, 14 presos lograron deslizarse por el túnel y salir por el boquete, hasta que el siguiente no respetó la consigna de entrar de cabeza y lo hizo con los pies para adelante. Provocó un atascamiento y una demora fatal, de modo que cuando pudo reingresar y salir, ya el fusil de un guardia —advertido de los movimientos para saltar la reja— lo estaba apuntando desde una torreta de vigilancia. La parafernalia de alarma no se hizo esperar, y los primeros que irrumpieron en el cuarto de las escobas encontraron unos pocos presos apiñados esperando su turno, más de 50 bolsas de tierra y todo el instrumental utilizado. Los fugados aparecieron frente a Juncal 3.170, y de ellos, los cuatro iniciadores del plan no tardaron en subir a un vehículo dispuesto para la fuga por los anarquistas, el cual los esperaba estacionado sobre la calle Bulnes. Marcos Vallejos no podía contener el alivio de haber vencido el estigma de la fuga anterior en San Luis, y Ramón Silveyra pudo leer en el periódico La Protesta que lo ubicaban en un pedestal similar al del justiciero Kurt Wilckens, asesinado en la cárcel dos meses atrás. La edición del 26 de agosto de 1923 afirmaba: “Silveyra se transforma, gracias a su segunda evasión, en un símbolo. Es la encarnación del espíritu de libertad, de la voluntad indomable del rebelde que no se resigna a una vida vegetativa y miserable”. En realidad, toda la prensa se hizo eco de la fuga con gran despliegue, de modo que el boquete de salida se convirtió pronto en una atracción pública. La Nación y La Prensa volcaron detalladas descripciones del túnel y de los antecedentes de Vallejos y Silveyra. Caras y Caretas, fiel a su estilo visual, presentó un dibujo con políticos conocidos gateando en varios túneles y La Protesta le dio un tono de hazaña: “¡El túnel! Esa obra que es de topos y que es de gigantes… esa vía subterránea con una boca en la libertad y otra en la mazmorra”. Unos pocos evadidos fueron recapturados, pero la espina clavada era la forma en que los cuatro, en especial Ramón Silveyra, escapaban a los allanamientos y razzias que se realizaban en su búsqueda. Sólo los prolegómenos de la pelea de Luis Ángel Firpo y Jack Dempsey, anunciada para el 14 de setiembre, competía en centimetraje. Luego que los cuatro cambiaran de escondite varias veces en Buenos Aires y Rosario, Marcos Vallejos se las ingenió para llegar al oeste pampeano, última guarida de los gauchos alzados. Allí conoció a Juan Bautista Vairoleto, con quien realizó varios asaltos entre 1928 y 1930, para luego cruzar la cordillera. Ramón Silveyra, por su parte, inició un épico escape hacia el norte andino desde Tucumán. Los diarios anunciaban su captura en cuestión de horas por parte de partidas que estaban sobre sus talones. Finalmente, tras pasar por Rosario de la Frontera, llegó al límite con Chile y desde allí dejó este mensaje: Al abandonar estas tierras quiero estrechar en un gran abrazo a todos los que hiciéronme gustar el pan de los dioses: la solidaridad… Voy rumbo a lejanas tierras. ¡Ande irá el buey que no are y dónde un libertario que no sea peligroso para los gobiernos! ¡Salud hermanos! Jorge R. Etchenique
  • 31. 29   GONZÁLEZ TUÑÓN: PERIODISMO Y POESÍA Con motivo de cumplirse el 14 de agosto un nuevo aniversario de la muerte de Raúl González Tuñón (1905-1974),* consideramos necesario volver sobre los pasos de este poeta, periodista y dramaturgo, autor —entre otros libros— de El violín del diablo, La calle del agujero en la media y La rosa blindada. ¿Cómo olvidar de este último el poema dedicado a su abuelo Manuel (“Pena grande que no viva/para verla como yo/a Asturias en pie de sangre/para la revolución”) cuando los mineros asturianos vuelven hoy a sus batallas épicas? Tan importante como su dimensión poética es su trabajo en los medios de prensa. Para los que quieran conocer esta veta, encontrarán un camino en la lectura del libro Raúl González Tuñón, periodista de Germán Ferrari (Ediciones del Centro Cultural de la Cooperación, 2005), quien precisamente en el prólogo señala que “es imposible separar al González Tuñón-periodista del González Tuñón-poeta. Todo el tiempo se cruzan, se saludan y se abrazan”. Ferrari define su trabajo como una “reconstrucción arqueológica” sobre este singular personaje que tuvo un alter ego viajero y poético —Juancito Caminador— y fuera amigo de Federico García Lorca, Miguel Hernández y Pablo Neruda, como asimismo corresponsal durante la Guerra Civil Española. Con su nomadismo a cuestas, aceptó viajar a Santa Rosa de La Pampa a comienzos de los ‘70 —junto a un grupo de escritores de Buenos Aires, entre ellos Luis Lucchi— invitado por el colectivo cultural Alpataco. Los que —como Walter Cazenave— recuerdan sus largas charlas con poetas pampeanos en esos días, destacan su humildad, ya que viajó con la condición de que no se le hiciera reconocimiento alguno. Y la genuina modestia es precisamente uno de los valores centrales que le adjudica Ferrari. Antes de bucear en el prólogo del libro (una somera síntesis transcribiremos más abajo), nos interesa mencionar tres facetas que definen a González Tuñón: “Fue un proletario de la máquina de escribir cuando un buen poema era la mejor carta de presentación de un periodista”, opinó Natalio Botana, el dueño del diario Crítica, donde publicó sus primeros trabajos en 1925. Por otro lado, y así lo considera Ferrari, “una de las marcas [de su escritura] es el involucramiento con el acontecimiento que está registrando”. Muestra de ello son sus textos sobre Villa Desocupación, que escribiera en base a experiencias similares a las que su hermano Enrique reflejara en Camas desde un peso. Por último, la reivindicación de su obra como un anticipo de lo que, décadas después —a partir de Rodolfo Walsh y su Operación Masacre—, se conocería como nuevo periodismo. A continuación, algunos extractos de la introducción al libro Raúl González Tuñón, periodista de Germán Ferrari: Nunca se tentó con los resplandores del poder o de la gloria que suelen enceguecer a algunos escritores (buenos, mediocres o malos) y los convierten en estatuas o en personajes de las revistas de frivolidades. No fue un pragmático festejante de los gobiernos ocasionales. Sufrió cárcel y persecuciones por su fe en el comunismo y esa coherencia lo obligó a enfrentarse varias veces con la realidad implacable. No gozó de los favores de las grandes editoriales. Pudo ocupar puestos de relevancia en el periodismo argentino, pero prefirió ser un cronista, eterno caminante de las calles, antes que un jefe aferrado a la rutina burocrática. Fue un poeta admirado por muchos de sus compañeros de generación y por jóvenes que comenzaban a habitar la República de las Letras, aunque careció de la «buena prensa» conseguida por otros. Quizás la frase suene categórica: Raúl González Tuñón está entre los mejores poetas del siglo XX. […] Muchos de sus libros son inhallables. Sólo hay primeras ediciones en pocas bibliotecas o en las estanterías de coleccionistas o amantes de su obra. Este porteño “triste y cordial como un legítimo argentino” se expandió más allá de estas pampas y se largó a recorrer los caminos del país y del mundo. Se convirtió en Juancito Caminador para retener ese asombro infantil que lo llevó a deslumbrarse con los paisajes y las gentes más dispares y lejanos. A veces, el mundo podía resumirse en una calle, un anticuario, una feria, un circo o un puerto. El surrealismo que explotaba en su poesía, sus artículos periodísticos, sus amigos, sus mujeres, la gente, la revolución. […]                                                              * El articulista hace referencia al 38º aniversario de la muerte de González Tuñón, dado que publicó el artículo en su blog el 5 de agosto de 2012, nueve días antes de la efeméride (N. del E.).
  • 32. 30   “Raúl González Tuñón, hombre del pueblo, se ha levantado una cultura y una propia visión de la vida con más rapidez que otros hombres de pueblo levantan a veces su fortuna. Y como no ha perdido nunca el contacto con los humildes, él, poeta, no compadece con lejana piedad los males del pueblo sino que participa de ellos y ha abrazado con fe de iluminado la doctrina de redención del proletariado… Y los que lo combaten sin respeto, con animosidad, con rencor pequeño, tienen la sensación de su propia derrota en el hecho de que no pueden restarle su admiración al poeta de La Calle del Agujero en la Media”. El testimonio pertenece al Núcleo de Escritores y Actores (NEA), nacido en plena «década infame». […] Amó la bohemia porteña de los años ’20, cuando en los cafés se juntaban periodistas, escritores, tangueros, músicos y hombres del teatro para prolongar la noche entre discusiones, copas, mujeres y droga. Luego, con los años, la vida nocturna quedó en el recuerdo amable de la juventud. * * * —¿El señor Jorge Luis Borges se encuentra? —Borges habla. —De la revista Suburbio de Avellaneda. Estamos preparando un homenaje a Raúl González Tuñón en el quinto aniversario de su fallecimiento y como usted lo conoció queríamos hacerle algunas preguntas sobre él. —Discúlpenme, pero yo a González Tuñón lo conocí poco, no creo poder decir mucho sobre él; por otra parte González Tuñón no ha muerto y todos los que yo conocí están muertos. Estas declaraciones típicamente borgeanas fueron publicadas en el número 17 de la revista Suburbio, en octubre de 1979. Borges y González Tuñón compartieron la guerrilla literaria de la década del ’20 del bando de Florida, en la revista Martín Fierro. […] Luego, las diferencias políticas los fueron separando, aunque no dejaron de admirarse. En cierta oportunidad, Borges dijo: “Creo que Tuñón fue el más poeta de nosotros, no sé si por persistencia o por incandescencia. Yo tengo algunos poemas perdonables y alguno perdurable. Raúl tiene los perdonables de rigor, pero muchos perdurables”. La poesía de González Tuñón influyó en Pablo Neruda y Miguel Hernández, que comenzaron a escribir de una manera distinta después de conocer los poemas sociales y políticos que el argentino escribió al calor de la Guerra Civil Española. Y esa influencia también es reconocida en representantes de generaciones posteriores, como Juan Gelman, y en cantantes que siguen musicalizando sus poemas, en la tradición inaugurada por el Tata Cedrón. En cierta oportunidad, le preguntaron a Julio Cortázar cuáles hubieran sido sus maestros en caso de dedicarse a la poesía y respondió: “Creo que mi cuerda en la lira hubiera estado —desafinando— entre la de Raúl y la de Oliverio (Girondo)”. Jorge R. Etchenique