Queridos amigos:
Se ve que vamos progresando, porque el número de vehículos aumenta de manera
sorprendente. Se ven coches por todos los lados, algunos nuevos, pero la mayor parte de ellos,
de segunda, tercera o quinta mano, que los han comprado en África del Sur o en los Emiratos
Árabes. Ha proliferado tanto la circulación que debemos aparcar sobre la acera, bajo pena de
multa, para dejar la calzada libre para que los que circulan puedan tener espacio para hacerlo.
Muchos, no necesitan claxon porque el ruido de sus desvencijadas carrocerías
denuncia su presencia por donde vayan. Otros, van fumigando las calles, como queriendo
limpiar la ciudad de mosquitos, quemando el poco aceite que ponen en sus motores,
intentando siempre escabullirse de los numerosos policías que inundan las calles,
especialmente en los cruces, porque siempre están dispuestos para echar multas por cometer
verdaderas infracciones o ficticias, inventadas por ellos mismos con el fin de meter miedo a los
chóferes para que les dejen “la pasta” y evitar que tengan que pasar por comisaría, donde las
multas serían más cuantiosas.
Precisamente por eso,
procuro ir a Lubumbashi lo menos
posible y cuando tengo que hacer
algún recado, prefiero coger un taxi
que moverme con mi coche porque
sé que no llegaría a tiempo a mi
destino. Eso me pasó la última vez.
Yo tenía mis planes, pero el tráfico
tenía los suyos. Era la hora punta y
todo el mundo quería llegar pronto a
su destino. Estábamos parados. Los
transeúntes eran numerosos e
invadían cualquier espacio sobre el que se pudiera caminar. Había vendedores que iban
ofreciendo sus mercancías entre los coches aprovechando los atascos que bloqueaban las
calles.
Algunos semáforos funcionan y el nuestro parecía estar eternamente en rojo. El policía
de tráfico jugueteaba con su teléfono sin que el atasco organizado le distrajera su atención.. El
cruce era un amasijo de coches, furgonetas, camiones y motos que intentaban girar en todas
las direcciones al mismo tiempo. Cuando el de atrás tocaba la bocina, el chofer no hacía más
que encogerse de hombros y señalar la masa que se extendía delante de su parabrisas. “No
hay nada que yo pueda hacer”.
De vez en cuando saludaba a alguno de los caminantes o se ponía a hablar con él
mientras a mí se me retorcían las tripas. El calor apretaba de lo lindo. En un momento dado
parece que hay un ligero movimiento. Le digo que coja una calle paralela, pero sigue por la
principal sin hacer caso de mis insinuaciones. Si le digo que gire a la derecha, él sigue todo
recto y el conductor me responde: “No se apure, yo ya sé lo que tengo que hacer". No hay
forma de darle un consejo. Estoy apurado porque creo que no voy a llegar a tiempo y van a
cerrar la tienda, y encima me va a cobrar un pastón por todo el tiempo que llevo en el taxi.
De pronto, cuando ya estaba cansado de darle mis consejos, gira a la derecha, sale del
atasco, toma calles secundarias menos transitadas y aunque me parece que va en dirección
contraria a la que quería ir, de pronto, se para justo delante del establecimiento al que quería
llegar y que todavía no habían cerrado. Uuufff… ¡Qué descanso! Vivimos en mundos distintos
pero intentando seguir al Único Dios Verdadero a quien escuchamos gustosos sus palabras,
aunque luego se nos olviden sus deseos, a la hora de ponerlos en práctica.
Ya tenemos un angelito de color en el cielo, cuyo nombre es Galilée. Había aprobado el
examen de secundaria y ahora podría inscribirse en la Universidad, donde estudiaría
psicología, que es lo que le gustaba.
Me pidió permiso para ir donde su hermana a Lubumbashi donde quería pasar sus
vacaciones. Le di una buena propina por el éxito de sus estudios y la recomendé que no
esperara a última hora para hacer todos los papeleos que se requieren para la entrada en la
Universidad. Me prometió que así lo haría, le pagué el viaje y marchó feliz para pasar unos días
con sus sobrinos.
Las vacaciones tocaban a su fin y debía volver para inscribirse en la Universidad, pagar
las cuotas que estaban establecidas para la
inscripción .Sin embargo nos sorprendieron el
martes con la noticia de que Galilée había
fallecido.
¿Qué es lo que había sucedido?. Ella
era la pequeña de la familia. Su padre murió
hace muchos años atacado por el Sida. Su
madre lo hizo poco después como
consecuencia de la misma enfermedad. Los
dos pequeños de la familia nacieron
contagiados. El anterior a Galilée, un chico,
murió hace unos cinco años.
Como es costumbre entre los
africanos, a la muerte de los padres, los hermanos de ellos se reparten los hijos para que de
esta forma la carga sea más llevadera. Ellos eran cinco hermanos en ese momento y ninguna
familia está capacitada para alimentar cinco bocas más que les llegan de la noche a la
mañana. Es la razón por la que les distribuyeron también a ellos entre los tíos y las tías para
que todos pudieran vivir una vida normal.
A Galilée y a una hermana suya, les tocó ir a vivir a casa de una tía, hermana de su
madre pero en la que la situación económica dejaba mucho que desear. La tía tenía muchas
dificultades para alimentar a sus propios hijos, pagarles la escuela, alimentarles, etc. y les
trataba a las advenedizas de forma un tanto criminal. Unas veces las dejaba sin comer, otras,
las maltrataba sin motivo alguno, se tenían que ocupar de los trabajos de la casa, una especie
de lo que cuentan de la Cenicienta, pero de carne y hueso.
Las monjas que se ocupan de nuestro Centro para Discapacitados Físicos, se
enteraron de lo que ocurría y fueron a visitar a la tía. Comprobaron que lo que les habían
contado era verdad y con el permiso y la satisfacción de dicha tía, se trajeron a las dos niñas a
casa. Galilée tendría en aquel momento unos 5 años y su hermana 12.
Dicha hermana estudiaba en nuestra escuela y todo iba bien hasta que empezó a sacar
malas notas y a ocuparse de lo que todavía no debía. Los chicos comenzaban a preocuparla y
a distraerla. Un día que faltó a clase porque tenía una cita con uno de sus pretendientes,
temiendo que recibiría una bronca por lo que había hecho, decidió escaparse de casa y
desapareció sin dejar rastro. Nos enteramos más tarde que se encontraba en Lubumbashi (a
125Km) y un traficante o estraperlista, la había cogido en su casa. Se ocupaba de los hijos de
su primera mujer y atendía su negocio. Galilée
se entendía de maravilla con esta hermana e
iba a su casa siempre que podía.
Una cosa que les extrañaba a las
monjas era que Galilée cogía toda clase de
enfermedades, algunas, impropias para su
edad. Fue operada de cataratas de los dos
ojos, le sacaron varias muelas, si no era
atacada por la malaria sufría de problemas
intestinales… y así hasta que decidieron
hacerla unos análisis más profundos y es entonces cuando descubrieron que ella sufría
también el Sida. Comenzaron el tratamiento adecuado y la pusieron en manos de un médico
que la asistía regularmente.
Ella se extrañaba que tuviera que tomar una medicación todos los días. Y pensaba
para sus adentros: s:i esto es así, ¿quién se va a ocupar de mi cuando sea mayor y saliera de
nuestra casa? ¿Contaría con medios suficientes para seguir el tratamiento? ¿Podría ser
madre? ¿Podría casarse? ¿Quién la iba a quererla si estaba siempre enferma?
Durante muchos años ha estado tomando el
tratamiento con seriedad, pero una serie de dudas que
no quería o no se atrevía a expresarlas, la
atormentaban interiormente y hacía que un espíritu de
rebeldía surgiese en ella hasta hacerla abandonar el
tratamiento que estaba tomando.
Hace un par de años, a la vuelta de sus
vacaciones, la encontramos totalmente cambiada. No
era ya la señorita a la que estábamos acostumbrados a
verla, sino una niña, con un cuerpo reducido y nos
temimos lo peor. Su pecho, sus caderas, no mostraban el paso de los años, sino que más bien
parecían el comienzo de la pubertad. Su peso apenas superaba los 40 kg. Después de un
pequeño “interrogatorio” confesó que había dejado de tomar la medicación. Desde aquel
momento, y siguiendo los consejos que recibió, comenzó de nuevo a tomar la medicación pero
le sirvió de poco. No aumentaba su peso ni cambiaba su apariencia. Eso llegó ahora a
preocuparla a ella misma, pero era demasiado tarde.
Marchó de casa contenta, iba donde su hermana, había aprobado los exámenes, se iba
a encontrar con sus sobrinos, pero una triste malaria terminó con ella. Le agarró fuertemente la
fiebre, trataron de ayudarla con las medicinas que se compran en cualquier farmacia en
circunstancias parecidas, pero como la fiebre no descendía la llevaron al hospital. Apenas duró
24 horas y dejó de respirar. Eso ocurrió como a las dos de la tarde.
Una hora más tarde estábamos al corriente de lo sucedido. Pronto comenzaron en casa
los gritos y los lloros de cuantos se acercaban, como es costumbre hacerlo en estas ocasiones.
Yo estaba en las cercanías, pero fuera de casa. Les oí llorar y por la forma de hacerlo me di
cuenta que había ocurrido alguna desgracia. Me acerqué y pregunté por la causa de tal
algarabía.
Me dijeron entre lloros y suspiros, “Galilée ha muerto”. Recibí la noticia como un
mazazo porque no me lo esperaba, pero me di cuenta que esa circunstancia podía ocurrir en
cualquier momento dada la situación de la chavala.
Después de llorar al menos durante una hora, había que prepararse para celebrar el
duelo. Sacaron todos los muebles del salón. Afortunadamente, disponía de un gran toldo de un
vagón de mercancías que jamás se había usado, lo pusimos en el suelo para proteger a la
gente que vendría del frío del cemento del suelo del salón, extendieron unas colchonetas
encima, y siguieron llorando, pero al menos
ahora podrían recibir a quienes vinieran a
dar el pésame y a llorar por la
desaparecida.
Los hombres se sentarían fuera, en
unas sillas y con unas leñas que teníamos
almacenadas, encenderían fuego para
calentarse contra el frío de la noche. Cada
uno vendría con una gabardina, manta o
una prenda pesada para protegerse de la
intemperie y las mujeres llegaban con una
especie de paquetón sobre sus cabezas, en el que también traían alguna manta o algunos
paños para cubrirse. Se tumbaban sobre esa especie de estera preparada de antemano con el
toldo del vagón y después de un largo rato de charloteo se iban durmiendo poco a poco. A la
mañana siguiente había que prepararles un buen vaso de té o café caliente para ponerles en
forma, bien cargado de azúcar, con un panecillo para engañar al hambre que padecían en sus
casas.
El miércoles se iban a juntar los miembros de la familia e iban a decidir la forma en la
que tendría lugar el entierro, la compra del féretro, el coche fúnebre, etc., que si no ocurría
alguna cosa imprevista, se celebraría el jueves. Todos ellos tenían que cotizar para hacer
frente a los gastos y encima, tener siempre a punto un plato de comida para los que pudieran
llegar a sus casas con motivo del fallecimiento de la pequeña.
El jueves por la mañana nos pusimos en movimiento en dirección de Lubumbashi. Las
monjas llevaban su coche y yo el mío.
Nos acompañaban todos los críos de
nuestra casa y algunos trabajadores del
Centro que habían conocido a Galilée
desde su infancia. Su cuerpo estaba
depositado en la morgue del hospital
Sendwe de Lubumbashi. Es el hospital
más grande de la ciudad al que llegan
pacientes de toda la provincia. Cada día
se producen al menos una docena de
fallecimientos y todos se depositan en el
mismo lugar, a partir del cual cada familia
se va a hacer cargo de su finado y
llevarlo a enterrar, si es que ha pagado los gastos ocasionados por la permanencia en el frigo,
los gastos de luz, agua, etc.. Es de lo que viven los funcionarios de la morgue que no reciben
ningún otro tratamiento por parte del hospital.
El lugar, era como un patio cerrado, abarrotado de gente, cada cual llorando a su
difunto. Unos, cantaban y bailaban en memoria del fallecido, otros, hacían otro tanto pero con
un ritmo distinto, los demás lloraban y todo ello en voz alta. Era muy difícil entenderse. Yo era
el único blanco en aquel lugar en el que habría más de un millar de personas.
Afortunadamente, todo el muro del patio estaba protegido por una cubierta metálica para
protegerse de los rayos del sol. Yo entraba rodeado de todos los críos, mirando a derecha e
izquierda en busca de una cara conocida que nos indicara el lugar en el que se encontraba la
familia de Galilée.
Así íbamos avanzando por aquella especie de patio, cuando una mujer joven se me
acercó para preguntarme: “¿Tu eres el Baba François, verdad?” “Sí” “Ven a sentarte con
nosotras, somos de la familia de Galilée”. Era una de las tantas madres de las que gozan los
africanos, porque todas las hermanas de la auténtica madre son también madres con idénticas
obligaciones y derechos. También los hermanos del padre son auténticamente padres.
De vez en cuando se me acercaba una mujer, que era una que de niña había crecido
en nuestra casa y ahora vivía, casada, en
Lubumbashi. Se me abrazaba llorando
desconsoladamente, hasta que algunas
mujeres conocidas venían a separarla
después de un tiempo para que no me
molestara más. La verdad es que viendo
sus lágrimas y oyendo sus gritos, también
yo sentía que las lágrimas subían a mis ojos
y se disponían a correr mejilla abajo.
Intentaba llorar hacia adentro, contagiado
por los lloros de la mujer que me tenía
abrazado y por el recuerdo de la pobre
fallecida. ¿Qué pensarían los allí presentes al ver a una mujer africana abrazada
estrechamente a un blanco, viejo y calvo, que se sentaba en aquel lugar?
Allí conocí a los hermanos mayores de Galilée. Habían terminado la Universidad y
buscaban un empleo. Me enteré también que el padre había tenido otras mujeres, cuyos hijos
se encontraban también allí. Estos, trabajaban en algún sitio porque se les veía bien vestidos.
Entre todos compraron el ataúd y alquilaron el coche fúnebre para conducir el cadáver al
cementerio.
Todos los fallecidos se encontraban en el depósito de cadáveres y cada familia se
encargaba de preparar los cuerpos y ponerlos en el ataúd para sacarlos luego al exterior y
llorar sus muertos durante un rato, hasta que se decidiera su entierro, llevándolos en alguno de
los coches que estaban esperando fuera para ser alquilados con ese fin.
El ataúd que habían comprado era muy bonito. Desconozco la clase de madera, muy
acolchada de blanco por dentro, pero tenía la cubierta tallada y se podía abrir la mitad superior
y en su interior estaba protegida por una cristalera para que no tocaran el cuerpo del fallecido.
Galilée, con la cabeza reposada sobre una almohada, con la cara espolvoreada de blanco,
reducida de dimensiones, parecía una muñeca, una Blancanieves que espera el beso del
príncipe que la hará revivir al final de los tiempos.
Yo me retiré para que las mujeres que se agolpaban en el lugar pudieran llorar a sus
anchas. Me fui al coche y esperé el paso del coche fúnebre para ir con ellos al cementerio, que
se encuentra a unos 15 Km de Lubumbashi.
Las paredes laterales del foso las habían construido de ladrillo y luego encalarlas. Allí
depositaron el féretro y el representante de la familia, una persona mayor pronunció una
especie de panegírico y luego me pasó la palabra, cosa que no me esperaba. No tenía mucho
humor para hablar, pero en la medida en la que salían las palabras, me iba animando y les
hablé de que no merece la pena llorar si durante la vida hemos permanecido como
desconocidos sin preocuparnos del que ahora lloramos. Taparon la tumba con una losa de
cemento, depositaron sobre ella unas flores y unas coronas que habían traído y nos retiramos
cada cual a su casa.
Nosotros, les compramos un saco de harina a la familia para que pudieran celebrar el
duelo y nos volvimos con todos los críos y los que nos habían acompañado. La carretera está
muy desagradable porque la están arreglando y el paso de los grandes camiones que
transportan los minerales
levantan un polvo que
impide ver el coche que va
delante.
Ahora, ya en casa, la
gente de la parroquia viene a
mi casa para darme el
pésame. Galilée era una
niña que creció en casa y yo
era como su padre. Como ha
sido un hecho inopinado,
todavía me cuesta creer en
su desaparición. Ella era la
última de entre las mayores,
y ahora la casa queda sólo
con las pequeñas, se nota
su falta.
Galilée se ha ido al
encuentro de Dios que nos creó a todos nosotros y estoy seguro que ella se acordará de su
“padre” de Bilbao del que tan ufana se sentía.
Un abrazo.
Xabier