Messaggio della Consigliera per le Missioni_14 agosto 2021 por
10° Domingo Ordinario - Ciclo C
1. 1
LECTIO DIVINA, X Dom, Ciclo ‘C’
(Lc 7, 11- 17)
Juan José Bartolomé, sdb
Jesús realiza esta vez un estupendo milagro, la resurrección del hijo de la vida,
solo por compasión; no exigió la fe como requisito. No ha hecho falta que la
madre deseara su intervención, porque Jesús no ha resistido, actuó
misericordiosamente con ella y a favor del hijo muerto. El pueblo reconoció
atónito, que Dios es el único que puede dar vida, y que se estaba haciendo
presente en su persona.
Jesús no rogó a Dios en privado, como lo hizo el profeta Elías, cuando pidió la
reanimación de un muerto. Jesús ordenó públicamente al joven muerto que
volviera a la vida. Tal victoria sobre la muerte fue razón más que suficiente como
para alabar al Señor de vivos y muertos.
Dios, siempre compasivo ante nuestros males, no espera que le pidamos su intervención. Así es Él; esos son
sus caminos; para poder alabarlo hay que experimentar la salvación que sólo Él puede darnos; no es
necesario que le pidamos que nos cure, basta, que como en Naín, reconozcamos nuestra incapacidad para
vivir por nuestros propios medios. No hay que convencer a Dios para que intervenga, solo hay que dejarlo
actuar y saber que Él, como nadie, conoce nuestras necesidades y quiere y puede hacerlo a nuestro favor.
Seguimiento:
11. En aquel tiempo, iba Jesús camino a una ciudad llamada Naín, e iban con Él sus discípulos y
mucho gentío.
12. Cuando se acercaba a la entrada de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de
su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba.
13. Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo: «¡No llores!»
14. Se acercó al ataúd, lo toco (los que lo llevaban se pararon) y dijo:«¡Muchacho, a ti te lo digo,
levántate!»
15. El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre.
16. Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios, diciendo: «Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios
ha visitado a su pueblo.»
17. La noticia del hecho se divulgó por toda la comarca y por Judea entera.
LECTURA: ENTENDER LO QUE DICE EL TEXTO FIJÁNDOSE EN CÓMO LO DICE
Tras narrar la curación del siervo del centurión, un moribundo sin esperanzas, (Lc 7,1-10; cf. 2 Re 5,1-14),
el evangelista presenta a Jesús que puede incluso resucitar un muerto (Lc 7,11-17; cf. 1 Re 17,20-24: Elías).
El milagro no tiene paralelo en la tradición evangélica, que conoce sólo otros dos casos de resurrección (la
hija de Jairo: Lc 8,40-42.49-56 y la de Lázaro: Jn 11).
2. 2
Lucas deja ver sus preferencias, al combinar un milagro a favor de un hombre con otro a favor de una
mujer, ambos socialmente marginados, un pagano y una mujer viuda.
Los dos milagros prueban que a través de la actuación de Jesús, Dios sigue visitando a su pueblo (cf Lc
4,25-27); el pueblo, testigo de ambos prodigios, confiesa que Jesús es un gran profeta, reconocimiento que
se divulga por Galilea y Judea.
La diferencia entre ambos episodios no radica en este poder sin precedentes, que Jesús desplegó en ambos
casos; estriba, más bien, en su gratuidad absoluta. El milagro que consiguió el pagano fue consecuencia de
su fe en la palabra de Jesús, la resurrección del hijo de la viuda, se realizó, en cambio, a iniciativa personal
de Jesús.
Aunque el redactor anote que los discípulos acompañaban a Jesús, es el gentío quien le importa. Su
presencia es advertida repetidamente: será el pueblo, no sus seguidores, quien descubra la presencia de Dios
en la persona de Jesús.
El hecho, un luctuoso suceso en la vida de una pequeña aldea, está narrado con rapidez y verosimilitud. La
entrada de Jesús en Naín coincide con la salida de un cortejo fúnebre.
La narración subraya la iniciativa de Jesús, llamado por vez primera en el evangelio Señor (Lc 7,13): es
quien ve a la viuda y su estado de necesidad, quien siente compasión, se acerca al ataúd y lo toca; es Él
quien habla al muerto, le manda levantarse y se lo devuelve a la madre.
El Señor no exigió fe por parte de la madre, pero obliga al hijo muerto a obedecerle. Este milagro fue su
primer triunfo sobre la muerte. Nadie se lo había pedido; nadie se imaginaba que tuviera semejante poder,
que se sabía estaba reservado solo a Dios. No fue necesario que la madre manifestara fe para llamar a
compasión a Jesús. Él actuó porque quiso y pudo hacerlo, al fin era Dios y tenía todo el poder para hacer
eso y más.
MEDITACIÓN: APLICAR LO QUE DICE EL TEXTO A LA VIDA
Para comprender el milagro operado por Jesús hay que conocer la situación social de una viuda en Israel: en
una sociedad patriarcal, la mujer tenía importancia en cuanto esposa y madre; una viuda dependía de sus
hijos. La viuda de Naín, habiendo perdido esposo e hijo, quedaba expuesta a la mayor inseguridad y a la
pobreza; no valía nada socialmente, porque no contaba ya con quien respondiera por ella.
Esta pobre mujer encuentra a Jesús. Podría aparecer como una persona insignificante, que lo único que tenía
era su dolor presente y la angustia por un futuro sin hijos. Y sin que mediara una sola palabra de su parte,
sin que existiera el mínimo deseo de que operara un milagro a su favor, sin haberlo pedido y menos todavía,
sin soñarlo, Jesús quiso devolverle al hijo que había perdido.
El relato nos recuerda un detalle importantísimo: no hubo petición expresa por parte de la viuda, pero hubo
conmiseración por parte de Jesús. Cabe recordar que Lucas es el evangelista que mejor recuerda la
misericordia de Dios. Él nos dice: "al verla el Señor, le tuvo lástima y le dijo: ‘no llores’ ". El Maestro no
quería verla sufrir. Antes de que se dirigiera al muerto con el mandato de levantarse de nuevo a la vida,
prohibió a su madre la tristeza. Él fue el Señor de la alegría, de la vida, del triunfo sobre el mal y el pecado
y por eso pudo imponerle que viviera libre del llanto, y actuó, sabiendo que bien podía devolverle vivo a su
hijo y con él, la valía para su existencia.
3. 3
La alegría de la madre fue posible, porque tuvo la suerte de encontrarse en el camino con un el Señor, que
quiso y pudo ayudarla en su tristeza. La vio, se compadeció y actuó a su favor.
Recordando este episodio de la vida de Jesús, tenemos que contar con Alguien que viene a nuestro
encuentro cuando más desolados estamos, que nos tiene compasión, Alguien que no permanece
insensible cuando nos ve sufrir; que se decide a intervenir, aunque no se lo hayamos pedido, cuando ve
que estamos solos y desvalidos. La madre tuvo la suerte de toparse con Jesús, mientras conducía al
cementerio a su hijo. No era una buena ocasión, ciertamente. No necesitó adivinar quién era ni tuvo
que atreverse a pedirle un milagro. No escondió su pena y Jesús no pudo esconder su conmisericordia.
Pensemos: ¿Llevamos a Jesús nuestras penas, y dejamos que Él actúe cuando nos dejamos conocer por Él?
¿Por qué no logramos que nos consuele cuando tenemos tantos sufrimientos? ¿Por qué no despertamos su
compasión, porque le escondemos nuestro dolor y sus causas? Podemos decir que estamos en su
seguimiento, pero de verdad no dejamos que Él entre a nuestra intimidad. Nos hemos familiarizado con su
persona, pero no le hemos permitido que Él sea familiarice con nuestras faltas ni con nuestro dolor. Nos
quejamos de no haber obtenido la ayuda que queremos recibir de Él, pero no hace más milagros en nuestro
favor, no porque no se los pidamos, sino porque le estamos dando la impresión de que no los necesitamos,
porque tenemos todo para vivir satisfechos. Decimos que todo nos va bien, que no tenemos problemas y
que si los tenemos, los podemos solucionar por nosotros mismos, ¿para qué lo necesitamos?
El Dios en quien creemos es un Dios que se manifestó en Jesús, un hombre que se compadece de quien
sufre e que goza interviniendo aunque no se le pida, para superar la desgracia. Si esto es el Jesús del
evangelio, pensemos seriamente, ¿por qué no es así con nosotros?
Poder contar con un Dios compasivo, que no soporta que se sufra a su lado, es una garantía para quien
sufre: la pérdida de un ser querido, de algún bien material, de cierto cargo o trabajo nos tendría que hacer
descubrir que Dios está con nosotros y que nuestros sentimientos, no es solo nuestro, porque él sufre nuestra
pérdida y está dispuesto a devolvernos lo que hemos perdido. Pero, más allá de ufanarnos con tener a Dios
con nosotros, tenemos que gozar sabiendo que su deseo es estar con los hijos de los hombres. “Quien no
aprende en su compañía qué es vivir la misericordia, no es digno de Él”.
Seguramente una de las tareas más urgentes hoy, uno de los testimonios más necesarios, que el cristiano
debe dar, es el de ser también compasivo, misericordioso. El Papa Francisco ve la urgencia de que la
humanidad no solo use el poder, sino sobre todo la misericordia. No hay razón alguna que legitime al
creyente el hacerse insolidario con el que sufre, insensible ante el llanto del prójimo.
Por desgracia los cristianos aparecemos con frecuencia ante la sociedad como aquellos que tienen las
entrañas más duras, los más inmisericordes. Pasar rozando las desgracias de los demás sin conmoverse,
justificar el dolor ajeno como merecido sólo porque no nos toca de lleno, sin caer en la cuenta de que
todo sufrimiento humano nos pertenece, no es propio de cristianos. La indiferencia y, mucho pero, la
inmisericordia no pueden esperarse de los discípulos de un Jesús que intervenía contra el sufrimiento,
allí donde lo encontraba, sin pararse a preguntar si era justo o no, si era inevitable o no, si su ayuda
había sido deseada y cuánto se deseaba.
Nuestra sociedad hoy es, probablemente, más igualitaria, menos injusta quizá que en épocas anteriores.
Pero no por eso la hemos hecho más humana, más fraterna, simplemente solidaria. La misión del cristiano
hoy es hacerse más sensible al dolor y hacer que nuestro mundo no pase del sufrimiento ajeno. No podemos
olvidar que si el sufrimiento, el dolor, la muerte, nos hermana a todos, patrimonio común en esta vida, la
compasión, la misericordia, la atención al más pequeño y al desvalido, por pequeña que sea, es deber del
cristiano: nos hace más semejantes a Cristo en esta vida y nos ganará la otra.
4. 4
No es lícito entusiasmarse con tener un Jesús a quien lastima nuestro dolor, sin sentirnos también nosotros
lastimados por el dolor del prójimo. Y nuestro Señor fue un hombre misericordioso, que no esperó para
intervenir ser deseado, que no exigía recibir la petición concreta antes de responder a la necesidad que
encontraba.
¿Cómo es posible que los cristianos nos distingamos por ser más sensibles al orden que a la misericordia, a
la condena que a la comprensión, al recuerdo de la ofensa que a su olvido voluntario? Cada desgracia
presenciada, cada persona desgraciada conocida, debería representar para nosotros, en realidad, una llamada
a la compasión, una invitación a ser lo que decimos ser: ‘discípulos de Jesús’. No sería justo que
contáramos con Dios para solucionar nuestras desgracias, si nuestro prójimo sabe que no puede contar con
nosotros en la suya.
El examen final, la reválida del cristiano, nos preanunció Jesús, será sobre la misericordia que ofrecimos y
no sobre la justicia que hayamos vivido: todos los fallos quedarán olvidados, si no le fallamos al prójimo en
necesidad. No podemos quejarnos de un Dios que no cuida de nosotros, si no nos cuidamos de los hombre
que sufren a nuestro alrededor.
No hace falta ser Jesús, ni pasar por la aldea de Naín para ir al encuentro de personas necesitadas, porque
ellas esperan consuelo: encontrarlas y acompañarlas en su dolor, tener tiempo y atenciones para con ellas,
hace encontrar a Dios y sentir sus atenciones.
La gente hoy, aunque haya aprendido a esconderlo, sufre de soledad y menosprecio: dediquemos una
parte de nuestro tiempo a curar heridas y sanar espíritus. Y el mundo sabrá que Cristo está con Él. Dios
lo visita cuando nosotros sabemos visitar a quien está en necesidad.
ORAMOS NUESTRA VIDA DESDE ESTE TEXTO:
Dios Bueno, qué lección tan clara nos das este domingo. Qué importante es
encontrarte en el hermano que sufre, en el que siente la pena, el dolor, la soledad, la
impotencia… Tú sigues saliendo al encuentro de nuestras necesidades cuando hay
personas que saben salir a nuestro encuentro.
Que sepamos escuchar, acompañar dejándonos guiar por tu Espíritu, para ser
diferentes, prolongando la vida de Jesús en la nuestra. ¡Así sea!