1. Registro de propiedad
Boris Briones intelectual Nº: 201374
brionesinvestigacion@gmail.com
¿Crees que la vida es injusta contigo?
Lee estos dos paralelos
Paralelo 1
“Mamá, tengo hambre”, repetía una y otra vez el niño, el más pequeño de la
familia. Eran en total cinco hermanos, dos mujeres y tres hombres que vivían en
una mediagua con su madre; su padre los había abandonado hace ya un año,
cuando consiguió un trabajo en el norte y le gustó tanto que se quedó por allá,
pero los seguía amando a todos; al menos eso le contaba la madre a los
pequeños, omitiendo la información de que su padre era un mujeriego que había
encontrado una nueva mujer, que era feliz y que ya los había olvidado.
La madre debía levantarse a las seis de la mañana para alcanzar un lugar en el
lavadero del campamento, donde pudiera remojar la ropa sucia de los niños,
quienes debían esperar en la pieza durmiendo en sus camitas. Era una habitación
solamente, en la que había una cama de dos plazas donde dormían la madre y las
dos niñas; al lado estaba el camarote: arriba dormía el más grande, que tenía siete
años, y abajo los dos pequeñines, abrazados el uno del otro; eran los hermanos
inseparables.
Durante la mañana, cuando la madre retornaba de lavar la ropa los levantaba uno
por uno, mientras aún tenían los ojos pegados; los vestía mientras iban
despertándolos de a poco, aún sin ganas. En una mesa muy pequeña les
preparaba un té con abundante agua; usaba la misma bolsa para las cinco tazas y
les daba media rebanada de pan a cada uno, pan solo, sin nada, porque no tenían
con qué acompañarlo; eran tan pobres que ni las ratas pasaban por su mediagua,
ya que no había nada que roer allí.
La madre no desayunaba, ya que apenas le alcanzaban los pocos alimentos para
los cinco; ella era grande y se aguantaba el hambre; a veces, el hijo de siete años
actuaba casi como adulto y le daba su parte de pan a la mamá, para que comiera
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algo; él resistía; cuando esto ocurría, a la madre se le anegaban los ojos de
lágrimas por ver tan buenas intenciones en su hijito mayor.
Luego de tomar un esquivo desayuno, la madre debía salir en busca de dinero,
como fuera. A veces trabajaba sacando la basura de un restaurant; otras veces
limpiaba los baños, o cosas así. Durante el día, los pequeños se quedaban en el
campamento, salían a jugar al barro con los demás niños, o a veces recorrían el
centro en busca de algo para almorzar; entraban a los locales de comida rápida a
ver si les daban algo y muchas veces no tenían suerte, sobre todo porque eran
tantos. Con un dinerillo que juntaban de las limosnas callejeras recibidas,
compraban calendarios con frases célebres que nadie de ellos entendía, porque
ninguno sabía leer. Se los vendían a la gente rica, decían ellos. Cada hermano
tomaba unos diez y se acercaban a los transeúntes en la calle o mientras comían
en restaurantes y les ofrecían los calendarios a cambio de una moneda. Qué
tristeza más grande era la vida de estos pequeños; muchas veces los guardias los
expulsaban de los locales o los agentes de seguridad los seguían todo el rato por
los pasillos de los centros comerciales, pero ellos no robaban, solo pedían ayuda.
La madre llegaba a casa a eso de las diez de la noche. Trabajaba todo el día por
una suma de dinero que parece un chiste; le pagaban el día y después del trabajo
pasaba a comprar pan y té al mismo negocio de siempre. Una vez hizo un doble
turno, trabajó en el mismo horario de siempre, pero hizo el trabajo de dos
personas, así que le pagaron el doble; estaba feliz y cuando llegó a la casa lo hizo
con jamón; los pequeños estaban felices, ya que por fin comieron pan con algo
adentro y les pareció fantástico; disfrutaron tanto el sabor, que sus papilas
gustativas querían explotar.
A pesar de todo lo malo que ocurría, eran felices. Los pequeños adoraban a su
madre y entendían el sacrificio que ella hacía para poder cuidarlos y darles de
comer. Ninguno iba al colegio, y no sabían leer ni escribir; la madre no podía
educarlos; en este país si no hay dinero no hay educación, pero la madre no se
sentía culpable; tampoco había sido educada y podía trabajar igual; solo le pedía a
Dios que sus hijos no fueran delincuentes y que tuvieran un mejor destino que el
que ella tuvo.
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En unos días sería el cumpleaños del más pequeño, que cumpliría cuatro años. La
madre no podía comprarle ningún regalo, pero estaba ahorrando para comprar
una torta, un sueño que tenía para que los pequeñitos probaran un pastel; así que
durante varios días llegaba una hora más temprano al trabajo y se iba dos horas
más tarde para ganar un dinero extra para comprarles la torta. Pasaba por una
pastelería todos los días y la veía en la vitrina, la anhelaba. Juntó el dinero para
comprarla y la llevó la tarde del cumpleaños a su hijo. Los pequeños no sabían
qué era, pues nunca habían visto algo así; cuando probaron lo dulce de su sabor,
el chocolate, la crema, quedaron fascinados. No sabían que algo podía tener ese
gustillo. Estaban felices, festejaron y rieron hasta quedarse dormidos en la miseria
de siempre, y su madre, a la que ya no le alcanzaba la energía ni para cansarse,
durmió también.
Paralelo 2
“Mamá, estoy aburrido de comer lo mismo”, repetía una y otra vez el pequeño; era
una familia de tres hermanos y vivían en una gran casa con sus padres. La nana
llegaba en la mañana y preparaba el desayuno en una mesa enorme. Había de
todo para comer: té, café, jugos naturales de diversos sabores, pan por montón,
jamones de todo tipo, queso, y huevos revueltos. No obstante, el más pequeño se
aburría de toda esta variedad y le servían cereal con leche.
La madre se levantaba temprano, a eso de las ocho de la mañana, se vestía y se
iba al gimnasio. En casa, la nana preparaba a los niños para ir al colegio, los
vestía, guardaba sus cuadernos y libros en la mochila; además les preparaba la
comida que llevarían.
El padre salía en su auto y los llevaba al colegio; él era un abogado de prestigio;
por tanto, sus hijos estudiaban en un colegio particular inigualable, donde la
educación sí es educación.
El papá estaba en la oficina todo el día y a veces iba a los tribunales. La madre
pasaba una gran parte de la mañana en el gimnasio con las amigas, luego en la
peluquería y en una que otra reunión de su club social.
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En casa, la nana debía preocuparse por realizar todo, hasta el momento en que se
fueran a dormir.
Faltaban pocos días para el cumpleaños de la hija de la familia; era la del medio.
Estaban organizando una gran fiesta, pues cumplía quince años. En la casa, que
adornaban con globos, los padres habían contratado a unos especialistas en
fiestas, que montaron en el patio un gran equipo de sonido y hasta un escenario,
en el que actuaría un grupo musical en vivo.
La fiesta sería en la noche y estaba todo preparado; en la tarde, cuando el hijo
menor iba en el auto con la madre, al detenerse en un semáforo se acercan unos
pequeños a hablarle por la ventana; la madre, asustada, la cierra rápidamente
porque los vio mal vestidos, sucios y se les notaba que eran pobres. Uno de los
pequeños le ofreció un calendario y le dijo que se lo entregaba a cambio de una
moneda; ella, atemorizada, y para que se fueran luego, les dio una por una
pequeña abertura del vidrio y recibió el calendario; era de quinientos pesos y los
pequeños se fueron corriendo y saltando. Ella soltó el calendario en el interior del
auto y avanzó cuando el semáforo cambió a la luz verde.
Su hijo menor recogió el calendario al llegar a casa y fue a la habitación de su
hermana que estaba de cumpleaños; ella se estaba arreglando y hablaba por
teléfono; el niño tiernamente entró, le regaló el pequeño calendario y le dio un
beso en la mejilla, mientras le decía, “feliz cumpleaños”; ella no interrumpió su
animada conversación telefónica y cuando el niño se fue corriendo de la
habitación, ella tomó el calendario, lo vio rápidamente y lo arrojó al basurero de su
habitación.
Luego la nana pasó por la habitación y retiró la basura depositándola en una gran
bolsa; al vaciar el basurero de la niña vio el calendario, le llamó la atención por su
color rojizo, lo tomó y leyó que decía: “La vida es una sola, no te des el lujo de
pasarla mal”. Un tigre sonreía. Se dio cuenta de que era del año pasado, lo arrojó
a la bolsa y se fue.
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