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LA ULTIMA PROFECIA DE LA CUE TA LARGA –(ALVARO A CO A)

(PREMIO ESTATAL DE LITERATURA DE YUCATAN – MEXICO- 1997 Y
MENCION HONORIFICA.-




La última profecía de la cuenta larga


… y las grandes aguas se desbordarán y cubrirán la tierra
en el día Terminal trece Baktún,
del término del gran ciclo de la cuenta larga
del año del señor de 2013

Después de ochenta horas ininterrumpidas de trabajo, la espalda reclamaba a su fuerza
de voluntad: abusivo, negrero, señor feudal. Era demasiado. Sólo uno de los dibujantes
había dado el ancho y seguía pegándole a los últimos detalles. Los demás fueron
cayendo poco a poco. Los cuerpos estaban regados por toda la oficina que parecía un
campo de batalla. Un mes antes, habían presentado el anteproyecto al concurso de
diseño y construcción de un centro comercial y habitacional. Sorpresivamente fueron
elegidos entre decenas de empresas constructoras, lo que los obligó a sustituir su escasa
infraestructura con riñones. El cliente era el más importante desarrollador inmobiliario
del país, uno de los hombres más ricos de América Latina, legendario y caprichoso
creador de fraccionamientos y clubes de golf en todo el mundo. El despacho de
Luciano, con apenas seis empleados, ganó el concurso. El empresario mostró de
inmediato su temperamento, sugiriendo decenas de reformas. Les otorgó un plazo de
ocho días para realizarlas y desplegar la propuesta final. Terminaron justo a tiempo.
Decidió ir a su casa para darse un baño y cambiar de ropa antes de la presentación. Si se
apresuraba podría dormir un par de horas y llegar en mejores condiciones. Su mente
estaba atrapada en un torbellino de: alzados, plantas, perspectivas, materiales, acabados
y, orgullo por haber ganado. No le cabían más pensamientos.
El sonido del celular lo asustó. Era Margarita, su prometida, abandonada por más de
veinticuatro horas. No le había contestado en toda la noche.
—¿Cómo está el más brillante y amado arquitecto de la Vía Láctea?
—Sentado.
—¿Volviste a pasar la noche en vela?
—Me temo que sí. Hace apenas unos minutos terminamos las correcciones. Las tengo
que entregar en menos de tres horas.
—Pobrecito, debes estar muerto. No vas a poder descansar.
—Si todo sale bien, podré dormir algunas horas después de la junta y visitarte en la
noche.
—Lo menos que deseo es presionarte, amor, pero hace dos semanas que no te veo. Se
me está olvidando tu cara. Los preparativos de la boda están echando el segundo hervor.
Faltan solamente veintiocho días, seis horas y treinta minutos para que me convierta en
la señora de Arteaga, la dama más afortunada de todo el cosmos. Necesitamos ir a
comprar tu frac y los muebles que faltan.
—Por eso me caso contigo, porque estás pendiente de todo. En tres semanas estaremos
de luna de miel y dedicaré veinticuatro horas al día a reivindicarme.
—¡Te amo! Moriría hoy mismo sin ti.

Margarita Santibáñez, después de colgar, se quedó mirando el dosel de su tálamo del
siglo XIX. Para ella, Luciano Arteaga era el mundo entero. Los seis mil quinientos
millones de seres humanos restantes le importaban nada; un conglomerado gris y
anodino que representaba la línea del coro de su drama. La obra se iniciaba y llegaba a
su fin con Luciano. Su familia, sus amigas, su carrera de intérprete traductora, formaban
parte del pasado, un inocuo prefacio a la llegada del actor principal.
Los recuerdos navegaron en el aire como papalote desandando su biografía. No había
hombres en su pasado. Su infancia transcurrió entre tres mujeres que moldearon su
personalidad de acuerdo a normas e ideas muy particulares: la abuela, matriarca
indiscutible de la familia, originaria de un pueblo perdido en la Península de Yucatán;
su madre, doña Teresita del Niño Jesús, y la nana Isabel, india maya pura que hacía el
papel de chichíhua, nodriza a prueba de fuego. La abuela era un personaje difícil de
asimilar; le inspiraba temor desde que era niña, pero también seguridad. Ante el menor
indicio de miedo recurría a su égida, escudo protector contra cualquier demonio.
Representaba la figura paterna, figura sólo existente en su imaginación; era un guerrero
invencible disfrazado de anciana. Varona fuerte que no conocía la ternura, capaz de
dominar con la mirada a quien se le pusiera enfrente. Su ambigüedad física provocaba
reacciones diversas a cualquier mortal que la observara. Doña Soledad Santibáñez era
una mujer alta, contradiciendo su ascendencia maya, de piel lechosa y ojos azules. Tenía
el porte de una aristócrata española del siglo XVI, pero, observándola con detenimiento,
podía hallarse en su interior también una india maya auténtica. Dos personas diferentes
habitaban en ella y se reflejaban de manera casi sobrenatural en su fachada. Esta
vaguedad, aunada al carácter férreo que no tardaba en demostrar a cada instante,
provocaba temor a la gente que la rodeaba.
Combinaba el porte de una dama de la más pura estofa de la corte, con el gesto adusto y
taciturno de las indias, que cargaban en sus espaldas cinco siglos de vasallaje y
segregación. Giraba órdenes a su hija, nieta y sirvientes, al más puro estilo de los
hacendados del siglo XIX. Su pasado era un misterio, un tema vedado en el ámbito
familiar.
La segunda en la línea generacional era su mamá: doña Teresita del Niño Jesús
Santibáñez. Margarita la reconocía como su madre biológica, pero aceptaba que su
personalidad era la de una solterona que jamás hubiera conocido hombre. Timidez
extrema, estilo de las muchachas piadosas de principios de siglo. Debía obediencia y
disciplina incuestionable a los mayores, resultando en una vida cuadriculada de normas
y paradigmas inflexibles. Jamás miraba a los ojos, mucho menos a la matriarca cuyos
mandatos eran ley que debía seguirse al pie de la letra sin chistar. Eran parecidas
físicamente, pero Teresita del Niño Jesús no tenía el porte altivo de su madre. Era de
menor estatura. Con el cuerpo típico de su generación: busto y caderas enormes, piernas
sólidas y cintura mínima, incólume a fuerza de presión, ceñidores y frugalidad. Sus ojos
eran del mismo azul de las demás, pero pocos lo sabían porque siempre miraban al
suelo. Hablaba en tono inaudible y, en presencia de su madre tartamudeaba desde los
cinco años. A los quince, ya era doña Teresita. Estaba graduada como doña y sus días se
perdían en labores propias de una moza de buena clase: bordaba con primor, leía poesía
decente, pasada por el tamiz del Index librorum prohibitorum de la abuela, y
demostraba a diario sus habilidades gastronómicas y culinarias, preparando platillos y
postres que nadie probaba, con excepción de la nana y el resto de los lacayos del
servicio. Margarita vivía convencida de haber sido concebida por un pariente lejano del
espíritu santo. Ni en sus pesadillas podía imaginar a su madre compartiendo el lecho
nupcial con un hombre. Su labor toral era cuidar a la infanta Margarita. Asistirla como
al más preciado de los tesoros. Le preparaba el baño, esparciendo sales balsámicas y
pétalos de rosas blancas en la tina renacentista y calentando las toallas; la peinaba
durante horas, esculpiendo rebuscados bucles; le leía poesía del siglo de oro español:
Garcilazo de la Vega, Fray Luis de León, Calderón de la Barca, o de la generación del
veintisiete: León Felipe, Jorge Guillén, García Lorca.
La tercera mujer en la vida de Margarita era la nana Isabel. India maya sin resquicio
alguno de mestizaje. Parecía rescatada del pasado, de algún pueblo escondido de
Yucatán antes de la llegada de los conquistadores. Isabel fue la persona más cercana a la
intimidad de Margarita desde el día de su nacimiento. India ágrafa, que hablaba un
español aderezado con sus esenciales voces mayas. En el misérrimo cuarto de servicio,
rezaba durante la noche al dios católico, impuesto en sus creencias por la abuela, pero
también a sus dioses ancestrales, Kukulkán y Cháac, en una argamasa tan profana que
ponía los pelos de punta a todos. Impresionaba a Margarita la dualidad, de la ignorancia
académica de la nana Isabel, con la sabiduría substancial que aportaba el instinto. Tenía
siempre a mano un antídoto contra cualquier mal, muy lejano de la moderna ciencia de
la medicina, pero siempre eficaz. Su habitación era un herbolario repleto de remedios
naturales para todas las dolencias. Cuidaba a sus niñas de dos generaciones como si
fueran esmeraldas, y era la única que había osado enfrentar la dictadura de doña
Soledad.
Margarita solía atiborrarla de preguntas sobre su origen y el de la abuela, pero se
enfrentaba al mutismo voluntario de Isabel. Era un tema proscrito.

Se levantó y procedió a la cotidiana ablución en la tina, que le hacía recordar los
sofisticados instrumentos de tortura que Torquemada puso de moda en la edad oscura de
la mitad del milenio. Aprovechó el tiempo de remojo entre burbujas de colores, para
transitar al más excitante momento de su vida. Al día en que un capricho del destino la
hizo coincidir en el tiempo y el espacio con Luciano Arteaga. Ese instante cambió su
suerte, borró el pasado y dibujó el futuro. Lo demás pasó a formar la escenografía
secundaria. Su amiga Fátima, cómplice de correrías juveniles, la sonsacó de las clases
de la academia y la llevó, ante sus protestas de alumna disciplinada, a la cafetería que
estaba a dos cuadras. En el camino de regreso, Margarita se volvió a recoger el bolso
que había tirado a media calle, provocando que un automovilista tuviera que realizar
una espectacular maniobra para no atropellarla. Perdió el conocimiento, y despertó
minutos después en la enfermería de la escuela. Encontró un panorama de gestos de
preocupación en las caras de Fátima, un par de maestras y un médico vecino. El galeno
decretó que había sido un desmayo provocado por la impresión y la dio de alta de
inmediato. Una vez solas, Fátima le dijo.
—Qué susto nos diste, creí que te mataban.
—Yo también.
—No sé por qué te desmayaste, ni siquiera te tocó el coche.
—No tiene nada de extraño. Desde niña me mareo cada que tengo una impresión fuerte.
Mi abuela dice que es porque soy muy sensible.
—¡Qué sensible ni qué ojo de hacha! Deberías ver a un especialista. Tu abuela es la
típica matriarca del siglo XIX. Debe tener por lo menos ciento treinta años.
Margarita manifestó su recuperación con una carcajada de hiena.
—Cómo eres mala, Fátima. Mejor dime, ¿quién me trajo?
—El muchacho que te iba a atropellar. Estaba más asustado que todos los demás. Bajó
de su coche, un deportivo de concurso, te levantó en sus brazos de Hércules
depositándote con suavidad en la enfermería. Me dejó su tarjeta.
Margarita analizó la tarjeta de presentación del héroe que con su habilidad la había
salvado: Luciano Arteaga. Arquitecto.
—¿Cómo es?
—Guapísimo. Un sueño. Arquitecto, soltero, ojos negros, unas pestañotas de las que me
gustaría colgarme, una sonrisa que asesina.
—Vaya, ¿cómo estás tan enterada?
—Estuvo aquí hasta que el doctor informó que no tenías nada. Aparte de guapo es un
caballero.

Relató con detalles la experiencia a su mamá y a la abuela. Ambas sugirieron —Soledad
en realidad ordenó— que llamara al amable señor que la había salvado para invitarlo a
tomar el té y agradecer como correspondía a sus amabilidades. Luciano accedió a la
invitación, y la cita quedó programada para el siguiente día a las seis de la tarde.
Margarita fue vestida para la cita por la tríada de asesoras, con un vaporoso vestido
blanco y puso a prueba la habilidad de Teresita del Niño Jesús para cincelarle unos
bucles que parecían resortes, a la usanza de su tocaya, la Infanta Margarita,
inmortalizada por Velázquez en Las Meninas.

El arquitecto reprimió la risa al verla. Parecía la reencarnación de Marguerite Gautier, la
Dame aux Camelias, famosa cortesana emergida de la pluma de Alexandre Dumas en el
siglo diecinueve; su casa era una copia de la suite de habitaciones del número once del
boulevard de La Madelaine.
Paredes tapizadas con seda de dibujos barrocos y muebles Luis XV. Ingentes floreros
chinos albergaban plantas que parecía que le iban a dar una mordida, y multiplicaban su
imagen reflejándose en los espejos venecianos que ornamentaban la sala. Tapices
asiáticos, tapetes persas, bártulos de plata amarillenta y libros antiguos complementaban
la decoración, espectacular contraste de claroscuros, que daban marco a la belleza de la
infanta.
Cuando lo sentaron en la antesala, supuso que en cualquier momento aparecerían los
lacayos vestidos de librea, o el mismísimo Hernán Cortés, que seguramente había
frecuentado la casa en sus mocedades.
Apareció primero la abuela, en seguida, la mamá, y cerrando el desfile, una octogenaria
criada de marcadas facciones indias, más vieja incluso que la abuela, portando una
charola de porcelana con el té y las pastitas. Luciano se preguntó qué carajos estaba
haciendo allí, permitiendo que tres ancianas lo analizaran como si fuera un insecto
tropical. Por qué diablos no estaba en ese momento jugando dominó con sus amigos, y
tomando una cubalibre en lugar de ese té con nube. Sin embargo, las momias regresaron
a sus sarcófagos, dejándolo a solas con la Dama de las Camelias
—Suplico que disculpes las formas de mi familia, son un poco tradicionales.
—No te preocupes, Margarita. Es interesante conocer personas tan diferentes.
—Quiero darte las gracias. Fátima me contó que prácticamente salvaste mi vida.
—Es una exageración. Simplemente te vi y frené a tiempo.
La conversación fue formal y solemne, pero a Luciano se le despertó la curiosidad. La
chica tenía cara de virgen y un aura misteriosa que no dejaba de ser atractiva. Cuando se
levantó para despedir a sus parientes, pudo observarla con detenimiento: tenía el cabello
muy largo y, a pesar de los obsoletos rizos, muy hermoso. Su cara era un óvalo, como
de fotografía de credencial, pero poseía una expresión enigmática, gesto de Monalisa,
dulce y lánguido. Sus ojos navegaban en el azul transparente, jugaban a las mareas. Las
pestañas negras contrastaban con el cabello rubio, torrente de espirales que se
derramaba sobre la espalda. Los labios delgados no perdían la sonrisa, una sonrisa que
retaba, invitaba a ser interpretada. Era una chica alta —unosetenta calculó Luciano— y
escondido en la tormenta de olanes, podía adivinarse un cuerpo bien formado. Las capas
de blanco tul no podían disimular el pecho y las caderas clásicas.
Margarita, por su parte, analizó al héroe que en su caballo blanco la había salvado de
morir como los cruzados del medioevo. Se veía cómodo, desenvuelto, vestido con
prendas sueltas y libres, pero no exentas de casual elegancia. El cabello era más largo de
lo esperado en un profesionista, las facciones de su cara, suaves pero varoniles. Tenía
razón Fátima, es un hombre atractivo. Diferente a los muchachos que conozco, sus
manos son hermosas, dan ganas de acariciarlas.

Después de una hora de conversación solemne, Luciano iba a despedirse, pero decidió
invitarla al cine al día siguiente. Algo tenía esa niña y lo iba a descubrir.

Puntual, la recogió a las cinco de la tarde del sábado. Margarita salió con un vestido
floreado, lo suficientemente ajustado para permitir lucir su sorprendente cuerpo. La
pequeña porción de piernas que alcanzaba a apreciarse, era un espectáculo erótico;
debajo del disfraz de monja cartuja se escondía una belleza.
Se sentaron en la tercera fila de la segunda sección del primer cine que encontraron.
Aprovechando Luciano el ambiente romántico de la película, osó tomarle la mano. Ella
lo miró sonriente y no sólo se la concedió, sino que apoyó la cabeza en el hombro del
audaz galán. Le dio valor suficiente para intentar besarla; Margarita respondió con tal
pasión que sorprendió al pretendiente.
Durante los tres meses siguientes, Luciano abandonó su pasión por la arquitectura, por
los deportes, por los amigos, sustituyendo todo por la Dama de las Camelias, que resultó
un estuche de sorpresas: inteligente, tierna, apasionada. Los empresarios de las
compañías de teléfonos móviles encontraron un filón de oro en sólo dos líneas. Luciano
y Margarita se llamaban cada hora por lo menos, durante el día y la noche. Se buscaron
sin descanso por noventa días. Luciano, convencido de haber hallado a la pareja
adecuada para compartir su vida, decidió pedirle que fuera su esposa. Conociendo el
espíritu romántico de su novia, planeó, cuidando cada detalle, el momento adecuado
para la proposición. Fue un viernes. La invitó a cenar. Pasó por ella a las ocho de la
noche. Tuvo que cumplir con los cánones sociales y tomar el té con las doñas. Después
de poner sus manos al fuego, y prometer que regresarían a las doce en punto, pudieron
salir. Luciano había cumplido estoicamente con las reglas familiares, aunque en el
fondo estaba convencido de que doña Soledad había sido Ujier de la Santa Inquisición,
alumna consentida de Torquemada, y que tenía en los sótanos de la mansión, una sala
completa de tortura, aceitada y lista para usarse contra el plebeyo que osara acercarse
más de lo permitido a la virginidad impoluta de su heredera universal.
En el coche se relajó y pudo disfrutar de la belleza de su novia. Margarita había sufrido
una metamorfosis total desde que empezaron el romance. Salía de la casa vestida de
monja, con falda larga y cara blanca, cubierta hasta el cuello. Se metía a cualquier baño
público y se transmutaba en la chica moderna y atractiva que lo traía besando el
pavimento. Antes de regresar a su casa y que el coche del novio se convirtiera en
calabaza, retomaba su atuendo de Carmelita Descalza.
—¿Cómo estás, amor de mis amores? —saludó acariciando la mejilla de su adorado
Luciano—. Nunca te había extrañado tanto. Las horas que paso lejos de ti tienen
doscientos minutos.
—Bien, princesa, muy entusiasmado. Mi despacho fue invitado a concursar el proyecto
más ambicioso que puedas imaginar. Un centro comercial que va a revolucionar el
concepto de construcción en el país. Una ciudad completa tipo Beverly Hills: bancos,
parques, clubes deportivos, campo de golf, escuelas, desde kinder hasta universidad.
Una ciudad dentro de una ciudad. Ni en mis más calientes sueños imaginé que mi
modestísima empresa fuera preseleccionada por los empresarios.
Margarita, un poco desilusionada, escuchó durante todo el trayecto los pormenores del
proyecto. Pensé, cuando me dijo que tenía algo muy importante que comunicarme, que
me iba a proponer matrimonio. Pero no, no puede sustraerse a su sino de ser primate y
enloquecer por el poder o el dinero. A mí nada me importa más que Luciano. La
arquitectura, la política, mi familia, mi carrera, todo significa menos que cero junto al
amor, lo único que vale la pena.

Llegaron a casa de Fátima, la alcahueta. Luciano permaneció en el coche, mientras
Margarita gastaba treinta minutos en salir de su capullo. La espera valió la pena. Salió
deslumbrante, con un vestido de raso negro y peinada con audacia. Sonreía, esperando
la aprobación del novio ante la mirada cómplice de su amiga. Unos minutos después,
entraban al exclusivo restaurante que Luciano había elegido para el gran momento. Sólo
le faltó ponerse la armadura para ser un verdadero caballero de la mesa redonda.
Seleccionó el menú con cuidado, los vinos, los postres. Está raro —pensó Margarita—
no suele comportarse así. Siempre es lindo y educado, pero natural. Hoy está actuando,
está nervioso, algo se trae entre manos.
A los postres hizo una señal al capitán, que presto, trajo a la mesa una botella del vino
espumoso que inmortalizó al fraile Dom Pérignon en la Francia antigua. Escanció las
copas siguiendo las reglas del protocolo y se retiró discreto. Luciano, solemne, propuso
un brindis.
—Margarita. Hace sólo unos meses tuve la fortuna de que te atravesaras en el camino de
mi automóvil. Entre más de seis mil quinientos millones de pobladores de este planeta,
y miles de años de existencia humana, el dedo mágico del destino nos puso en el lugar
idóneo y en el momento exacto para que nuestros destinos se mezclaran. Si hubiera
pasado por esa calle diez segundos antes, o diez segundos después, en estos momentos
estaríamos viviendo nuestras vidas como líneas paralelas, incapaces de juntarse. Pero no
fue así. ¿Quiénes somos nosotros para contravenir los designios del destino? No estoy
dispuesto a despertar sin que estés junto a mí. ¿Aceptarías ser mi esposa?
La Dama de las Camelias quedó impávida. Su alba piel se tornó translúcida y con una
sonrisa sutil y alabastrina se desvaneció. El capitán, los meseros, y algunos
parroquianos comedidos, fungieron como paramédicos sugiriendo diversos remedios
que iban, desde el uso de sales aromáticas, hasta la llamada a una unidad de terapia
intensiva. Despertó unos segundos después en brazos de Luciano y, ante la algarabía del
corro de curiosos, respondió.
—Claro que acepto casarme contigo, es lo único que deseo en la vida.

Al siguiente día, Luciano inició una inmersión total en el proyecto del centro comercial,
dejando en manos de la novia y de su familia, la parafernalia de los preparativos
nupciales. Le faltaba el trámite de la pedida de mano. Durante varios días aleccionó a su
familia, papá, mamá, hermanos y cuñadas sobre el escalofriante estilo de las Santibáñez,
rogando que se comportaran a la altura, y no fueran a sacar el cobre familiar.



II.
Quinientos años antes

No se manifestaba la faz de la tierra
Sólo estaban el mar en calma y el cielo en toda su extensión.
Popol Vu

Ah Venado estaba en cuclillas, con la vista sintonizada al horizonte, cumpliendo con el
cotidiano ritual iniciado doce meses antes. Desde que se enteró de quién era su padre,
llegaba al promontorio elegido a la orilla del mar, para meditar sobre las revelaciones
que su madre le había hecho. Permitía —exactamente a la hora del crepúsculo— a su
imaginación volar hacia donde el viento la llevara. Transitaba en ambos sentidos por su
corta historia, intentando atrapar la complejidad de su origen. Desde niño se supo
diferente. Su cuerpo atlético era similar al de sus compañeros de escuela; su color
bronce idéntico al de cualquier maya. La diferencia residía en los ojos de un azul similar
al mar que tenía enfrente, color que creaba un contraste dramático con las facciones y el
moreno de la piel. Incongruencia que provocaba miedo a sus semejantes. Le temían, lo
rechazaban, procuraban alejarse de él. Incluso los divinos sacerdotes lo miraban con
temor y con respeto. Ah Venado tenía el color de los ojos de los invasores, esos
hombres blancos y peludos que llegaron a sus tierras unos años atrás.
Dieciocho años antes, Ix Paloma solicitó ayuda a la partera y los ayudantes ante la
inminencia del nacimiento. Las mujeres tendieron en el suelo una manta blanca.
Regaron con yerbas medicinales y quemaron pom en el anafre. Ix Paloma pujó con
fuerza instintiva colaborando con la partera, invitando a nacer al niño que se movía
desde hacía nueve meses en su interior. Todos los ritos fueron cumplidos por las
ayudantas de la comadrona: antes de iniciar el trabajo de parto, colocaron en las
esquinas de la habitación cuatro imágenes de Ixchel, la diosa del nacimiento, protectora
de los alumbramientos. La comadrona masajeó el cuerpo de la parturienta con sus
manos sabias, mientras elevaba a los dioses los cantos sagrados de la luz, invocando al
jaguar, al sol, al mar y a la serpiente, para que transmitieran su poder al niño que estaba
naciendo. Le habló al neonato del espacio exterior donde tendría que abrirse camino; de
su trabajo, de los dioses y de la grandeza de los mayas. Lo invitó —casi lo desafió— a
nacer, asegurándole que era ya la hora de llegar a la tierra. Ah Venado escuchó las
plegarias y los llamados de la partera que lo invocaba, y salió del vientre de su madre
para enfrentar la vida. Las ayudantas procedieron a limpiarlo, mientras cantaban
dándole la bienvenida. Enterraron la placenta en el traspatio para proteger al recién
nacido del dios viejo del fuego que acudía a los nacimientos para devorarla.
Ix Paloma lloró de alegría y de tristeza. Alegría, porque su vástago nació en perfectas
condiciones; tristeza, porque ante el mundo era un hijo sin padre. Nadie más que ella
conocía la verdad. El padre no era maya, era uno de esos hombres sin color que huyeron
de Zamá nueve meses antes.
Fueron hechos prisioneros por el Halach Winic de Zamá cuando los guerreros los
hallaron desfallecidos en la playa. Hombres exóticos, con la piel blanca cubierta de
pelo. Cinco de ellos, los más saludables, fueron inmolados en las fiestas y, su corazón
ofrecido a los dioses. Los ocho restantes permanecieron en las galeras porque estaban
demasiado escuálidos para que valiera el sacrificio. Había que esperar para poder
ofrecerlos al Dios Rojo. Ix Paloma fue asignada junto con su prima, Ix Alondra, para
alimentar a los prisioneros. Tres veces al día les llevaban tortas de masa, aves cocidas y
pinole con miel. Ix paloma e Ix Alondra los observaban comer con avidez, paradas a
una prudente distancia de las celdas. Comían con las manos, con desesperación,
ignorando a las salvajes que los veían divertidas como si estuvieran en el zoológico.
Una vez saciados, miraban a las mujeres, les hablaban en un lenguaje incomprensible,
las invitaban a acercarse. A Ix Paloma le fascinaban los ojos de uno de los prisioneros.
Se perdía, como hipnotizada, en la pupilas tan semejantes a los tonos azules del mar
Caribe, o del cielo del amanecer. El extraño ser detrás de las rejas, le sonreía
agradeciendo la vianda diaria.
Una noche, Ix Paloma fue sola a llevar la comida. Ix Alondra se encontraba indispuesta
con el mal de la concepción, que cada luna recordaba a las mujeres su encomienda
fundamental. El hombre de los ojos marinos, desde el primer día devoró todo lo que le
llevaba, a diferencia de los otros, que se negaban a probar los alimentos después del
salvaje sacrificio de sus compañeros. Cuando terminó, habló a su servidora durante
mucho tiempo en ese extraño dialecto que no entendía. Le gustaba el sonido de la voz
ronca. Percibía que le hablaba con afecto, sin odio. Se sentaba a escucharlo,
aprovechando el silencio de la noche maya, y el del sueño de sus compañeros. Estirando
el brazo, tomó su mano a través de los barrotes de bambú de caña. Ix Paloma permitió
las caricias. Las correspondió.
Dos días después, los prisioneros de Castilla huyeron, destruyendo la frágil prisión de
barrotes de bambú. Tres meses después, Ix Paloma confirmó las señales: esperaba un
hijo del invasor de ojos azules.

Fue llevado una semana después al sacerdote agorero, para que esclareciera a su madre
los designios de los dioses sobre el recién nacido. Ix Paloma sostuvo al niño entre los
brazos, mientras el oficiante miraba sorprendido a Ah Venado por el color de sus ojos,
similar al de los extraños seres que llegaron del océano meses antes, sacrificados al Dios
Rojo, a cuyo cuidado estaba el tiempo que iniciaba. Se sobrepuso al temor que desde el
primer día provocaba la mirada marina del niño e inició la ceremonia de predestinación.
Pronunció en voz alta, para que le oyera Ah Venado, la fecha que había consultado en el
calendario ritual. Año, mes y día del nacimiento: Seis Ahuau once Cumhú, y le puso su
primer nombre, Ah Venado. Pasó el incensario sobre el cuerpo del recién nacido
dejando que el humo se impregnara, y pronosticó a la madre los días de tristeza que le
esperaban, y las desgracias que ocurrirían en su vida. La aconsejó sobre las cábalas para
protegerlo de las fuerzas negativas y atraer el bien. Auguró también las buenas épocas y
la instruyó sobre los conjuros para motivar la buena voluntad de los dioses sobre el
nuevo habitante. Le entregó plumas y hojas de papel, pronosticando que Ah Venado
sería escritor y profeta de los mayas. Su oficio serían los códices. El registro del
conocimiento y la historia de su pueblo. Un quehacer relevante que le permitiría estar
cerca de los gobernantes y de los dioses.

Sólo unos días después, antes de cumplir un mes, Ah Paloma empezó a cumplir con el
protocolo de las tradiciones. Aprisionó su cabeza y la frente con tablillas para moldearla
a la manera de la noble usanza. El achatamiento del cráneo y la frente, daría como
resultado una deformación que le proporcionaría dignidad y gallardía, provocando que
Ik, el dios del viento pudiera deslizarse por la frente con facilidad. Colocó también
sobre su cuna un pedazo de brillante obsidiana pendiendo de un hilo, para provocar el
estrabismo que le daría más belleza.
Cuatro meses después, llegó el momento del bautizo. Ix Paloma trabajó toda la noche
preparando la vianda y las tortillas para la celebración. El primero en llegar fue Ah
Tecolote, elegido como padrino de Jéets méek. Una cuidadosa selección que
representaba la seguridad y la guía para el debutante, en especial considerando que no
tenía padre. El resto de los invitados fue llegando durante las siguientes horas, formando
corrillos en el patio de la casa. Las conversaciones giraban en los últimos meses
alrededor de los hombres blancos que habían escapado de Zamá y que, según los
mercaderes que hacían papel de juglares, habitaban ahora en el Chakte’mal. Ah
Tecolote, uno de los más importantes viajeros, acaparaba la atención de la mayoría
relatando sus andanzas.
—Recién llegué del Chakte’mal y tuve la oportunidad de ver a uno de los hombres
blancos que escaparon de aquí. Le llaman Gonzalo Guerrero. Ha estado ayudando al
gran señor de ahí, instruyéndolo sobre las artes de la guerra. Ah Paloma abandonó sus
labores y se integró con discreción al grupo que rodeaba al padrino.
—Incluso se comenta —seguía el relato— que el tal Guerrero va a contraer matrimonio
con Ixpilotzama, hija mayor del cacique.
Pálida, Ah Paloma regresó a sus labores con el corazón dando tumbos. Gonzalo
Guerrero era el padre de Ah Venado, lo sabía.
A la hora justa del cenit, inició la ceremonia del bautizo. En el centro del patio
colocaron una mesa de madera, y Ah Tecolote puso encima nueve objetos relacionados
con el oficio que el sacerdote agorero había predestinado para su ahijado: carbón de
madera, papel amate, minerales para producir colores, copal, un cepillo, un pincel de
cabello de su madre, una tabla de jeroglíficos y un sello de obsidiana. Objetos sagrados
de la ceremonia del Jéets méek. El padrino tomó al niño a horcajadas y le dio nueve
vueltas alrededor de la mesa, explicándole las funciones de cada uno de los
instrumentos. Las nueve vueltas eran de carácter religioso. Representaban la obligación
de los hombres de cumplir con sus deberes antes de morir. Si Ah Venado estaba
predestinado para ser escritor, tendría que asumir su oficio con responsabilidad.

A partir de ese día, su vida transcurrió con equilibrio. Se dedicaba a jugar descalzo, a
trepar árboles, a bailar y cantar, sin mayores obligaciones. Ix Paloma le dio absoluta
libertad, lo dejó hacer lo que quisiera. En ese tiempo irresponsable trató de inculcarle
hábitos de limpieza. Lo bañaba diariamente en la batea de madera que tenía en el patio
para lavar la ropa.
Sus primeros paseos fueron a: los criaderos de aves preciosas, a los talleres donde los
artistas realizaban las obras de arte plumario, a los talleres de alfarería, donde los
hombres empleaban el horno de piedra para cocer las vasijas. Pudo ver a los alfareros
modelar, con un trozo de concha afilada, las figuras humanas que tanta fama habían
dado a Zamá.
A los cinco años se terminó la libertad. Inició la etapa de la disciplina.
Observando al sol deshacerse en la línea del horizonte, Ah Venado recordó cuando su
madre lo llevó a los sembradíos para que conviviera con cazadores y campesinos, y
aprendiera cómo se preparaban los arcillosos terrenos para el cultivo. Durante el
invierno talaban los árboles del bosque formando un cuadrángulo. Enseguida disponían
de la tierra por medio de oraciones y ritos mágicos. En las cuatro esquinas orientadas
hacia los puntos cardinales, un sacerdote sembraba semillas, ollas de miel, copal, y
esculturas de arcilla representando a los dioses de la agricultura. Todos los elementos
servían para invocar la gracia del dios Chaak, que agradecía a los mayas mandando
lluvia, elemento vital para la agricultura y la supervivencia. Ah Venado aprendió desde
su infancia la importancia del maíz, sustento primario del pueblo. Visitó los huertos de
árboles frutales, donde se cosechaba: aguacate, chicozapote, ciruelas, saramuyo, papaya,
nancen y zapote negro. Aprendió la artesanía de la confección de jícaras, que servían
como recipiente para beber agua o lavar la ropa, mismo material con el que se
fabricaban las canoas de los marinos y los tambores de guerra. Se divirtió pizcando las
pequeñas borlitas blancas con textura de seda en los campos de algodón, la más
preciada fibra con la que se confeccionaba la mayor parte de las prendas de vestir.
A los doce años le permitieron participar en la cacería. Con arcos y flechas, dardos,
lanzas y jabalinas, los cazadores cobraban: conejos, venados, jabalíes armadillos y
tepescuintles. El faisán y el venado —le advirtieron— eran alimento exclusivo de la
clase sacerdotal. Los comían durante las ceremonias sagradas. Estaban prohibidas para
el vulgo, que sólo tenía acceso a los patos silvestres, tortugas de los cenotes, iguanas y
perros cebados carentes de pelo. Cuando la expedición resultaba mala, los cazadores
imprecaban a los dioses pequeños. Cuando era buena, embadurnaban con la sangre de
las presas las estatuas de los dioses magnos.
Recordó también los castigos: tres días de ayuno, porque junto con otros niños había
cortado algunas verduras, o matado a algún pájaro con sus cerbatana. Cortar frutas que
no se iban a comer, o matar animales por simple diversión, era un atentado contra la
naturaleza, castigado con severidad. Fue en ese tiempo, cuando sus compañeros
empezaron a burlarse de él y a temerle por el color de sus ojos.

La noche tomó posesión de la tierra del Mayab. El mar era una mancha negra, espejo
que reflejaba los rayos de la luna. Ah Venado siguió encuclillado, el mar nocturno
también lo hipnotizaba.
Llegó el momento de la pubertad, la fecha en que oficialmente pasaría de la
adolescencia a la edad adulta. Esa noche la pasó en vela por los nervios. Encontró a su
madre torteando la masa para preparar las tortillas del desayuno. Le preguntó como
todos los días al amanecer.
—¿Saldrá el sol hoy?
Una pregunta existencial, que contenía la angustia que se acumulaba en la noche,
cuestionamiento que cada madrugada se hacía a sí mismo, rezando para que no llegara
el día en que Kin no apareciera en el oriente. El día nefasto largamente esperado en el
que iniciara la noche eterna. El fin de todas las cosas.
—Saldrá —respondió Ix Paloma— como todos los días y verás la bajada de Dios.
A las nueve en punto se encaminaron a la casa del Principal. Hallaron reunidos a otros
adolescentes con sus padres. La llegada de Ah Venado provocó, como siempre, un
silencio temeroso. Los jóvenes encontraron refugio en las enaguas de sus madres, para
protegerse del niño de los ojos del color del cielo. Solían burlarse de él cuando estaban
en grupo, pero a solas les daba pánico.
Llegó a la ceremonia el gran sacerdote y sus ayudantes, los cuatro chaaks, y sus
padrinos. El oficiante traía un hisopo de madera labrado, del cuál colgaban colas de
serpiente de cascabel, que producían el ruido de sonaja que espantaba a los malos
espíritus y atraía la lluvia. Expulsó a las fuerzas del mal y los ayudantes, regaron la
tierra del patio con agua de uno de los cenotes sagrados. Ah Venado sintió la presencia
húmeda del rostro de jade del Dios Chaak. El sacerdote, ataviado de gran penacho de
plumas y capa bordada, colocó una estera en el centro del patio, y los cuatro chaaks se
sentaron en las esquinas, simbolizando los cuatro puntos del universo. El padrino,
hombre de alta jerarquía, había solventado los gastos de los varones, y la mujer más
anciana del pueblo, fungía como madrina de las mujeres. Los chaaks cubrieron la
cabeza de los adolescentes con una manta blanca, interrogándolos sobre su conducta.
Algunos fueron separados del grupo, por faltas graves cometidas. Ah Venado sintió un
enorme miedo en el estómago al ser interrogado, pero no fue separado del grupo ante la
satisfacción de su madre. Ah Paloma tenía miedo. Sabía que su hijo era diferente. Los
padrinos amagaron nueve veces a los niños. Les mojaron la cara y los intersticios entre
los dedos de las manos y los pies. Ah Venado, obedeciendo al sacerdote, entregó sus
ofrendas, simbolizando su aceptación a la sociedad, y las nuevas responsabilidades que
tendría a partir de ese momento. El sacerdote cortó las cuentas blancas que le habían
atado al cabello desde pequeño, y a las niñas les quitó las cinchas rojas que cubrían la
vagina, señal de que eran aptas a partir de ese instante para el matrimonio. Los chaaks
fumaban grandes pipas, y les echaban el humo para purificar los cuerpos. A Ah Venado
le ofrecieron una jícara llena de Balché Después de beber un trago, lo devolvió a uno de
los chaaks que bebió el resto. Fueron después conducidos al interior de la casa para
meditar, mientras los adultos estaban en el patio, comiendo y bebiendo, con excepción
de los padrinos, que habían ayunado tres días antes, y lo harían nueve después de la
ceremonia.

De regreso en su casa, Ah Paloma entregó al nuevo adulto su primera braga y unas
sandalias de piel. A partir de ese día, no podría andar desnudo y tendría que pasar
muchos días en la casa de los célibes. Fue entrenado en el juego de pelota, en
lanzamiento de jabalina y, en las danzas rituales como parte de su instrucción primaria.
El día de su cumpleaños dieciocho, Ah Paloma lo llevó al atardecer a la orilla del
océano, donde el Castillo, principal construcción de Zamá, reverberaba su sombra sobre
la playa. Ahí le reveló su verdadero origen, y el nombre de su padre.
—Hijo querido. Eres ya un hombre, estás preparado para saber la verdad. Me has
preguntado desde niño, por qué eres diferente a los demás, y siempre he evadido la
respuesta. Ayer, tu padrino Ah Tecolote me sugirió que te contara la historia de tu
nacimiento. Hace dieciocho años llegó a Zamá un grupo de hombres muy diferentes a
nosotros. Su embarcación se estrelló en el arrecife de coral que sólo los navegantes
mayas saben sortear. Fueron apresados por los guerreros y encerrados por órdenes del
supremo sacerdote en jaulas de bejuco. Fueron cuidados y alimentados con esmero,
Eran trece hombres de piel sin color, cubiertos de pelo en la cara y en el cuerpo.
Algunos tenían los ojos de color azul, como tú. Yo era una de las encargadas de
llevarles la comida y la bebida, suficiente para que se hartaran tres veces al día. Los
prisioneros recibían trato propio de importantes; carne de venado, pavo de monte,
gallinas y tortillas hechas a mano con la masa del maíz cocido.
Al cuarto día fueron conducidos al Consejo Maya, formado por los principales
sacerdotes y políticos de la comunidad. El sumo sacerdote se dirigió al Consejo.
—Desde tiempos inmemoriales, los Chilam Balames han augurado la llegada de
hombres sin color y peludos para dominarnos, convertirse en dueños de nuestras tierras
y subyugar a nuestra raza. Los dioses me dicen en este momento, que está en nuestras
manos evitar esas predicciones y revivir el fervor del vulgo para agradarlos. En especial,
al Dios Rojo Chacxibchac, que en el próximo ciclo va a gobernar al mundo. Es urgente
lavar el rostro de las divinidades con sangre humana, la preferida del Dios Rojo.
Debemos librarnos de las profecías del Chilam Balam y aplacar la ira de los dioses
ofreciéndoles, en las próximas fiestas, la sangre de estos forasteros que han llegado a las
tierras de Zamá con el único fin de terminar con la libertad, con nuestras tradiciones y
costumbres, y con nuestra religión.
Intervino entonces uno de los más ancianos astrólogos.
—Hace ya algunos meses, que estoy viendo barcos enormes con soldados portando
armas que lanzan rayos fulminantes, muy superiores a las nuestras. He visto caer, como
consecuencia de esas centellas mortíferas algunas de nuestras divinidades. Acuerdo con
el venerable Ministro de los Dioses. Debemos lavar los presagios con la sangre caliente
de los extraños. El Sumo Sacerdote, siguiendo las sugerencias del Parlamento, dictó la
suerte de los inculpados.
—Si es el sentir de todos, los prisioneros serán sacrificados en el tabernáculo del Dios
Rojo el día en que tome posesión del gobierno del mundo.

Al término del cuarto día, que coincidía con el primero del año, la piedra de los
sacrificios y los incensarios fueron pintados de color rojo en honor al dios que ese día
tomaba el poder. El Chilam Balam fue llevado en andas, para seleccionar a las víctimas
que habrían de ser sacrificadas. Músicos y bailarinas regalaban lo mejor de su repertorio
y los cuatro chaaks se ubicaron en los ángulos del templo formando un cuadrángulo de
cuerdas por donde tendrían que pasar los hombres que quisieran presenciar la
inmolación.
—No pude asistir —dijo Ix Paloma—. Las ceremonias en donde se realizan sacrificios
humanos están prohibidas para mujeres, pero tu padrino me contó los detalles del
sacrificio. Seleccionaron a cuatro de los extranjeros. El Gran Sacerdote, parado en la
piedra de los sacrificios, los obligó a echar polvo de copal en un bracero. Un oficiante
de menor jerarquía, tomó la cuerda de uno de los chaaks, el bracero y una jícara de
aguamiel, y salió del cuadrángulo caminando hasta la orilla del mar para arrojar todos
los objetos. Era la manera de conjurar a los espíritus malignos que suelen presentarse en
las ceremonias importantes. Los chaaks desnudaron a los prisioneros y los pintaron de
rojo de pies a cabeza; los forzaron a beber una gran cantidad de licor, hasta que la
ebriedad los hizo caer dormidos. Atados de pies y manos fueron colocados, uno por
uno, en la piedra de los sacrificios. El sacerdote verdugo, tomó con ambas manos un
afilado cuchillo de pedernal y lo enterró entre las costillas del primer elegido. Abrió
entonces la herida con ambas manos y arrancó de un solo tirón el corazón completo, que
colocó, aún palpitante, en un plato de barro negro y lo entregó al Sumo Sacerdote. El
corazón fue ofrecido a la imagen del Dios Rojo. El sacerdote embadurnó la cara del
ídolo con la sangre ardiente que brotaba. La misma suerte corrieron los otros tres. El
Chilam Balam inició después una procesión ritual cargando al Dios Rojo, seguido en
orden jerárquico por el Sumo Sacerdote, los chaaks, los tacones, los doctores, los
sortílegos, los astrólogos, los músicos, los bailarines, terminando con el vulgo en pleno.
Los náufragos supervivientes permanecieron en prisión, y seguí llevándoles la comida.
Uno de los más jóvenes, me sonreía en agradecimiento. Conversaba conmigo en un
dialecto extraño que no comprendía. Lucía siempre sereno e interesado en mí. Tenía los
ojos azules, como nuestro mar.
Ix Paloma se quedó mirando a su hijo. Apenada, le dijo
—Igualitos a los tuyos.
Prosiguió con el relato que Ah Venado escuchaba sin dejar de mirar al horizonte.
—Después del sacrificio de sus colegas, los extranjeros se negaron a probar bocado. El
único que aceptaba la comida era el muchacho de los ojos azules, al que sus compañeros
mentaban Gonzalo.
Una noche me quedé junto a él. Todos dormían, después de las celebraciones al Dios
Rojo, por el licor ingerido. Todo estaba en silencio. Gonzalo me hablaba, aunque yo no
le entendiera. Miré hacia el techo de la celda y descubrí un hoyo suficientemente grande
para que pasara un hombre. Los blancos estaban a punto de huir. Mi primera intención
fue alertar a los guardias que roncaban la borrachera a unos metros, pero Gonzalo me lo
impidió. No con violencia, hijo. Tomó mi mano y me miró desde el fondo de sus ojos.
Solicitaba mi ayuda. Mientras los demás abandonaban la prisión, me llevó a la parte
posterior de las celdas y…
Ix Paloma miraba al piso, evadiendo la mirada de Ah Venado.
...después me sonrió. Acarició mi mejilla y huyó para alcanzar a sus compañeros.
Ah Venado miraba las estrellas intentando digerir la revelación.
—De esa relación, naciste tú. Tu padre es uno de esos hombres que llegaron del mar. Se
llama Gonzalo Guerrero y vive en el Chakte´mal, según me ha contado tu padrino. Se
desposó con la princesa Yxpilotzama, hija del cacique. Tiene cuatro hijos, dos varones y
dos hembras. Son tus hermanos.

A partir de ese día, Ah Venado pasaba las horas lentas del crepúsculo, meditando. Era
un hombre diferente, hijo de un extranjero. Un hombre importante. Tomó una decisión:
viajaría al Chakte´mal a conocer a su padre.


III.
Los momentos llegan. El día de la pedida de mano no fue la excepción. Luciano dejó su
gran proyecto por un par de días y estrenó ajuar completo, escandalosamente sobrio.
Supervisó personalmente el atuendo de cada uno de los miembros de su familia y obligó
a una de sus cuñadas, a cambiar su vestido rojo que cantaba canciones rancheras. La
abuela podría sufrir un colapso nervioso con el escote.
Llegaron con puntualidad británica a la mansión. Fueron ubicados por la nana maya en
la sala. Incómodos, mirándose unos a otros, con ganas de reír, pero guardando la
compostura para no ser apuñalados por el gran pretendiente. La mucama inquirió con
solemnidad victoriana:
—¿Qué van a tomar los señores?
Jaimito, el menor y más iconoclasta del clan Arteaga repreguntó a la criada, que en su
opinión, había sido moldeada tomando como muestra la cabeza de estuco de Palenque
del Museo de Antropología.
—¿Qué hay?
—Tenemos jerez, manzanilla, ron, whisky, cognac.
Una vez solicitados los aperitivos, Luciano y Jaimito se ofrecieron para ayudar. Mejor
supervisamos —dijo Jaimito al oído—. No nos vaya a servir cicuta esta bruja.
Media hora más tarde, aparecieron las tres generaciones Santibáñez. Doña Soledad, la
abuela, disfrazada de María Luisa, esposa de Carlos IV, luciendo un modelo original del
siglo XVI. Caminaba con dificultad por las toneladas de joyas de la corona que se había
colgado; en seguida: Teresita del niño Jesús, la mamá, vestida de Lady Hamilton.
Cerraba el desfile la princesa Margarita, que parecía una muñeca de porcelana de
Dresde. Su expresión de niña virgen combinaba con el vestido blanco de organdí con
aplicaciones de tira bordada, confeccionado ex profeso para la ocasión, de acuerdo a las
indicaciones de la abeja reina. La familia Arteaga se sentía fuera de sitio, o de siglo.
Avergonzados por su indumentaria y sus modales plebeyos. Menos Jaimito, al que la
solemnidad le provocaba urticaria. Era el único que quedaría soltero después de la boda
de Luciano. Jugador, sibarita, mujeriego y simpático hasta la ignominia. Cuando se
sentían ángeles volando por la sala, rompía los silencios con chascarrillos irreverentes,
comentarios de futbol, y se rellenaba su whisky cada veinte minutos, solicitando
autorización a la abuela.
—Doña, con su anuencia, me voy a servir otra copita de este excelente Chivas Regal
antes de que se añeje más.
—Está usted en su casa.
Al sonar las once campanadas, se sirvió la cena. Al terminar regresaron a la sala donde
les ofrecieron café, té y licores. Llegó el momento de la verdad. La abuela exigió que se
retirara la mayoría de los presentes, quedando en la sala, solamente el papá de Luciano,
la abuela, Teresita del niño Jesús y el pretendiente. Los demás fueron ubicados en una
antesala, donde la tensión fue paliada por los chistes de Jaimito, que escamoteó una
botella de cognac de la cocina y ofreció una copa a todos.
Mientras tanto, en la sala, el papá de Luciano tomó la palabra.
—Estimadas señoras. Permítanme primero agradecer su gentileza por las atenciones que
han tenido con mi familia esta noche. Son ustedes anfitrionas como ya no hay en
México.
Dejó pasar unos segundos, intentando oxigenar sus pulmones, metiendo el dedo índice
en el cuello de la camisa. Aspirando con avidez.
—Deben ustedes imaginar el motivo de nuestra visita. Luciano nos ha hecho partícipes
de su amor por Margarita. Sabemos también que es correspondido. Me permito por eso,
señoras, solicitar formalmente la mano de su hija Margarita para mi hijo Luciano.
Permaneció de pie durante algunos segundos, hasta que la abuela le pidió que tomara
asiento. Luciano había convertido en hilachos una servilleta a fuerza de torcidas
nerviosas. La mamá de la novia respondió, después de recibir una señal de la abuela.
—Señor Arteaga. Luciano: Margarita es el tesoro más preciado con que contamos mi
madre y yo. Es la única descendiente de nuestra familia y, hasta hoy, la compañía y
felicidad. Para nosotras, este momento es difícil, muy difícil, sin embargo…
La voz rompió en un sollozo inminente, que cortó la abuela de un tajo draconiano.
—Tendrán que disculpar a mi hija. Es demasiado sensible, al igual que Margarita.
Quería expresar el dolor inconmensurable que para nosotras significa, entregar en este
acto a nuestra niña, pero es el proceso natural de la vida. Algo que en el fondo nos llena
de satisfacción. Hemos conocido durante meses a Luciano. Sabemos que es un
excelente muchacho, decente, con principios sólidos, trabajador. Es, por tanto, un honor
para nosotras, aceptar a su hijo como esposo de Margarita. Vale la pena aclarar, que es
la única y universal heredera de todos nuestros bienes que, aquí entre nos, no son nada
despreciables, y le serán entregados a mi muerte.
Una vez terminada la ceremonia, el resto de la familia se integró a la sala. La abuela
ordenó que se sirviera una copa de champaña para brindar por los novios.
Margarita, flotando entre nubes, recibió el anillo con brillante solitario, ante la algarabía
general.

A partir del día siguiente, Luciano se dedicó a trabajar frenéticamente en su proyecto,
dejando los preparativos nupciales en manos de la familia Santibáñez. Veía a Margarita
una o dos veces por semana, durante algunos minutos. Resistía la presión social de la
abuela, arguyendo que sólo restaban tres meses para entregar el proyecto, los mismos
que restaban para la boda. Los escasos minutos que pasaba con su novia, la atiborraba
con detalles sobre la ciudad del futuro que proyectaba, mostrando un interés mínimo por
los detalles nupciales. En las dos semanas finales, ya no le contestaba siquiera el
teléfono. Le notificaba con su secretaria que se comunicaría más tarde.
Su frialdad era inexplicable para Margarita. ¿Qué podía ser más importante que su
propia boda?
Luciano también tenía ráfagas de remordimiento por tener en el abandono a su
prometida, pero se justificaba a sí mismo. Una vez terminado el proyecto, dedicaré
treinta días a la luna de miel, a Margarita. Espero que entienda cuánto la amo, de qué
manera valoro su belleza, sus detalles, su ternura. Unos días más. Espera con calma que
nos queda toda la vida.

Los días avanzaron en la misma tónica. Luciano trabajando veinte horas al día, y
Margarita soñando. Los preparativos echaban el segundo hervor. El traje de novia, las
invitaciones, la recepción. Todo en su punto, sin la participación del novio que ni
siquiera había tenido tiempo de probarse el traje.
La boda civil se realizó ocho días antes de la religiosa en la casona de los Santibáñez.
Unos cuantos invitados cercanos atestiguaron la unión legal.
La boda

El día llegó. Luciano Arteaga trabajó hasta las cuatro de la tarde afinando con su equipo
humano los detalles finales. La labor de cada uno durante su ausencia de un mes. A las
seis en punto estaba vestido, con el apoyo de Jaimito, quien hizo el papel de valet y
consejero sexual. Puso en la bolsa de su saco, dos pastillas de Viagra que garantizarían
su eficiencia en la noche de bodas. Jaimito estaba convencido que un obsesivo-
compulsivo del trabajo como su hermano mayor, tendría que ser un eunuco a la hora de
la verdad. A las siete, se trasladaron a la iglesia de Santa Teresita del niño Jesús, en las
Lomas de Chapultepec. Luciano se sentía incómodo. El pantalón del frac le apretaba los
testículos, y el almidonado cuello de la camisa le impedía respirar. Tomó su lugar en la
procesión, obedeciendo las órdenes de la abuela, que enfundada en un vestido
espectacular giraba instrucciones a los papás, al novio, a los pajecitos, a su hija que no
paraba de llorar, a los acomodadores de autos, a los ángeles y arcángeles, querubines y
serafines que aguardaban por la novia.

Luciano se sintió ridículo desfilando al compás de Mendelsson del brazo de su madre.
Sin aire suficiente para respirar. Agradecía con una sonrisa falsa a los invitados que lo
miraban con compasión. Se ubicó en el extremo del pasillo, al pie del altar, para esperar
a la novia. Observó a sus papás, a las Santibáñez, a las damas de honor, a los sobrinos
vestidos de paje, jugando con unos carritos ante la furia de la abuela.
Apareció la novia. Luciano no alcanzaba a distinguir sus facciones, encandilado como
conejo por las velas que formaban una escolta luminosa. Caminó tomada del brazo del
doctor Labiada, su padrino de bautismo, médico y amigo de la familia de toda la vida.
La orquesta, ubicada en la galería del coro, daba fondo musical al paseíllo. Margarita
parecía flotar, no tocar el piso. Sonreía girando la cabeza a la izquierda, a la derecha,
correspondiendo a las miradas, sincronizando los saludos a cada paso. Espectáculo
digno de cualquier corte, en cualquier época. Su cabello entrelazado con una peineta,
producía reflejos que rebotaban por todo el templo. El rojo de la boca ponía un toque de
color al show de blancos. Luciano y el resto de los invitados se sentían pecadores ante la
virgen que pasaba. Las mujeres dejaban escapar alguna lágrima, los hombres
permanecían en absoluto silencio.
Luciano se encontraba fuera de sitio. Prosaico, endeble, vulgar, ante la imagen que se
aproximaba. Se hincaron en los reclinatorios dispuestos a iniciar el rito. Miró el rostro
de la novia, y sintió el retumbar de las sístoles y diástoles. Margarita miraba la imagen
de la virgen. Parecía estar en trance místico, en un enlace sobrenatural. Sonreía a las
madrinas, que se esforzaban por poner el lazo, por entregar los anillos y las arras, pero
sin mirar a nadie. Estaba ausente.
El sacerdote expresó las palabras rituales.
—Señor Luciano Arteaga. ¿Acepta por esposa a la señorita Margarita Santibáñez?
—Acepto.
—Señorita Margarita Santibáñez. ¿Acepta como esposo al señor Luciano Arteaga?
—Sí padre, acepto.
—En el nombre de Dios, y con la autoridad que me confiere la Santa Madre Iglesia…
los declaro marido y mujer.
Luciano miraba a su esposa. Lívida. Etérea. Posesionada con la imagen de Santa
Teresita del niño Jesús, que atestiguaba en silencio el acto.
El sacerdote realizaba las actividades propias del culto, Luciano no dejaba de mirar el
perfil de Margarita.
Todo sucedió en segundos.
Margarita miró a su esposo con un expresión de angustia y se desvaneció ante el altar,
provocando un maremágnum a su alrededor.

En la sala de espera del hospital, Luciano intentaba coordinar las ideas. No lograba
entender qué estaba sucediendo. Lejos del grupo que los había acompañado: hermanos,
amigos cercanos, padres, la mamá y la abuela de Margarita. Las dos horas que había
durado la espera, provocaba mutaciones importantes en cada persona. La más notoria
era la de la abuela. Estaba derrumbada. La varona dominante cedió su lugar a una
anciana derrotada, llena de angustia.
Treinta minutos después, apareció el doctor Labiada, el médico de la familia. Su rostro
reflejaba frustración y rabia. El grupo entero lo rodeó. De su boca salieron palabras
congeladas.
—Soledad, Margarita acaba de fallecer. Te dije hace años que su corazón no podría
resistir emociones tan fuertes. Que no era una niña muy sensible, como afirmabas.
Estaba enferma, muy enferma. Su corazón explotó ante la emoción del matrimonio.

Luciano no escuchó más que las primeras palabras. Veía todo a través de una película
roja. Aceptó los abrazos de familiares sin entender nada. Aprovechó un hueco en el
trámite del hospital para escabullirse a la calle. Caminó durante horas sin rumbo fijo.
Los transeúntes lo miraban extrañados. Era un espectáculo inusual. Caminando con la
mirada perdida, enfundado en su frac con un ramillo de azahares en el ojal. A las doce
de la noche llegó a casa de Margarita. Atendió a su llamado la nana Isabel. Estaba
enterada, por Soledad. Sentó a Luciano en la sala y le dio una copa de un raro licor. Lo
bebió dócilmente. No lograba tomar conciencia de la situación, la realidad se le
escapaba de las manos como una paloma.
Miró a los ojos de la nana Isabel. Le impresionaron los surcos que marcaban su cara.
Arrugas tristes en la piel canela. Símbolo ancestral de su raza abnegada, que considera
al dolor y al sufrimiento parte natural de la existencia. La cara de la india reflejaba
quinientos años de dolor callado. Sufría profundamente, pero no tenía derecho a
expresarlo. Su condición social la obligaba a tragarse el malestar aunque le estuviera
calcinando el alma. Luciano encontró una luz en la mirada de la india. Una luz rutilante
en la que estaba Margarita. Vio a su esposa en la cuna, con quince días de nacida; a una
niña rubia con rizos corriendo en un parque; a una adolescente bordando, sentada en una
mecedora. Margarita aún vivía en el alma de la nana. Permaneció hipnotizado ante las
pupilas.
Isabel rompió el silencio.
—Niño Luciano. Tienes que saber que Margarita no ha muerto. Te quería tanto que va a
regresar pronto para culminar su amor. Te voy a decir en dónde la puedes encontrar.
Luciano se quedó dormido en la voz de Isabel.
Lo despertó la abuela a las ocho de la mañana.
—Despierta hijo, tenemos que ir al funeral. La vieja guerrera había retomado al
amanecer su coraza de seguridad y dominio. Estaba de nuevo al mando.
Luciano fue a su departamento. Lo esperaban dos de sus hermanos, en silencio,
solidarios, intentando infundirle coraje, brindando con sus caricias el bálsamo urgente.
No lo necesitaba, Sabía que volvería a ver a su novia. Ignoraba dónde y cuándo, pero
estaba convencido que así sucedería.
Estuvo al margen de la pesadumbre del velorio. Dejó en manos de la abuela y la mamá
el evento necrófilo, y regresó a su casa a esperar. En la noche, al dormir, vio en sus
sueños a la nana Isabel. Su cara no reflejaba tristeza alguna. Lo miró con afecto y le dio
las instrucciones esperadas.
—Margarita te está esperando en un pequeño pueblo de Yucatán llamado Ah’tlan. El
lugar en el que nací. Está bien, al cuidado de mi madre, pero no tiene mucho tiempo. Ve
a buscarla.
No pudo dormir más. Preparó su equipaje y fue a la casa de las Santibáñez. La única
despierta era Isabel. Lo recibió sin sorpresa, lo esperaba.
—Te vi en mis sueños nana. ¿Existe en realidad Ah’tlan? No lo encontré en mapa
alguno. ¿Me está esperando Margarita, o me volví loco?
—Te espera, niño Luciano, no tengas miedo.
Le dio la bendición. Una bendición pagana, argamasa de siglos de mestizaje religioso.
Isabel observó a Luciano subirse a su coche. Regresó a su habitación y rezó a Itzamná
en silencio. La india era originaria de Ah´tlán, un pequeño poblado del Estado de
Yucatán, que tenía menos de quinientos habitantes. Fuera de las rutas turísticas, de las
carreteras y caminos rurales, nadie, a excepción de sus habitantes, lo conocía. No
aparecía en mapa alguno. Estaba atrapado entre el mar Caribe y una espesa selva
tropical, sin un camino que lo enlazara con la civilización. Sus habitantes, seres
mestizos de facciones mayas, pero de ojos azules, se habían mantenido aislados del
mundo por convicción y geografía. Algunos habitantes del pueblo habían salido, pero
nadie había regresado. Ningún extranjero había entrado jamás. Era un caserío fantasma,
que subsistía de la agricultura y la ganadería, como comunidad ecológica autosuficiente,
que cultivaba sólo lo necesario para su consumo y no tenía relación comercial con otros
pueblos. Como nadie salía ni entraba, no existía carretera que lo comunicara con el
exterior. Carecían de luz eléctrica. No sabían de automóviles, televisión o radio. Vivían
a la usanza maya del siglo XVI, y ningún viajero perdido, antropólogo o investigador lo
había descubierto jamás.

Dejó la buena salvaje a su memoria viajar varias décadas hacia el pasado, cuando tuvo
que salir de Ah´tlán con doña Soledad Santibáñez y su hija recién parida, Teresita del
niño Jesús. Jamás regresó. Por su condición de criada no supo nunca las circunstancias
que obligaron doña Soledad a abandonar el pueblo. Mamalola, la madre de Isabel, le
dijo una noche que se tendría que ir con ella para cuidar a la niña. Se trasladaron a la
ciudad capital del Estado, Mérida. Desde ahí viajaron en tren, cruzando los ríos en
pangas, hasta la Ciudad de México, de donde nunca salió. Dijo adiós a Mamalola y no
volvió a verla. Durante los años transcurridos, había dedicado su cuerpo y alma a
atender, primero, las necesidades de Teresita del niño Jesús; después, las de Margarita.
Eran su familia, su único lazo con la civilización. A pesar de las décadas pasadas en la
metrópolis, hablaba un español champurreado con su maya natal. Acataba los preceptos
católicos impuestos por doña Soledad, pero interiormente veneraba las creencias
esenciales recibidas en su infancia. Sus dioses primarios eran Hunab Kú, Chaak, el dios
de la lluvia, e Itzamná. Conocía la historia de Ah´tlán por Mamalola. Pueblo fundado
por Rodrigo de Guerrero, vástago del ibérico Gonzalo, y por la princesa Ix Chéel, que
iniciaron una dinastía de mestizos con facciones mayas y ojos azules.
Tenía el pensamiento maya incrustado en su mente original. Sabía que el ciclo de vida
de los habitantes del mundo estaba a punto de expirar. Nadie sobreviviría al holocausto.
Estaba ya cerca el día trece Baktún, en el que sucumbirían los pueblos degenerados del
mundo y toda la creación. De acuerdo al libro sagrado, que sólo podía comprender
Mamalola, el mundo actual sería aniquilado en el año cristiano de 2013. Sólo quedaban
algunos años de existencia antes del término del gran ciclo de la Cuenta Larga. Los
seres humanos irán al cielo, ese cielo apoyado en las esquinas por cuatro bacabs, y por
cuatro árboles de diferente color y especie y una gran Ceiba en el centro. Tiene el cielo
trece capas, cada una dirigida por su propio dios. Destino universal de los mayas. El
dios mayor de las reverencias de los ahtlanes, es el poderoso Hunab Kú, y la deidad
suprema, Itzamná, el dios anciano de enorme nariz, gran patrono de la ciencia e inventor
de la escritura. Esposo de Ixchel, diosa de la medicina y protectora del parto. Los demás
dioses son descendencia de Itzamná e Ixchel, dioses menores. Isabel fue educada por
Soledad, en la religión católica. Asistía a misa los domingos. Conocía las oraciones.
Después de rezar el rosario con sus patronas, se refugiaba en su cuarto a pedir perdón a
Hunab Kú, solicitando su comprensión. Oraba a los Chaaks, dioses de la lluvia, todas
las noches, rogando que mandaran agua abundante a Ah´tlán, lugar al que tendría que
regresar, para morir en manos de Mamalola. Tenía frecuentes pesadillas, fruto del
pecado de rezar al dios católico y a su hijo, el profeta llamado Jesucristo. Se veía en los
infiernos, castigada por toda la eternidad por los siniestros dioses mayas del mal, que
representaban a la muerte. También caía en pecado por convocar a Kukulcán, dios
exclusivo de la casta dominante, al que sólo tenían acceso los descendientes en línea
directa de Rodrigo de Guerrero y la princesa Ix Chéel. Isabel era de las pocas indias que
no tenían ojos azules, condición que las obligaba a servir como criadas durante toda su
vida. Fue asignada a la familia Santibáñez desde los cuatro días de nacida, designio
hecho por su propia madre, que recibió el mensaje de los dioses sobre el destino de la
recién nacida. Desde que tuvo uso de razón, sirvió a las Santibáñez. Ellas le dieron
instrucción elemental sobre la cultura occidental. Aprendió español y lo pronunciaba
con acento de Extremadura. Mamalola le explicó desde niña, que cada civilización tenía
sus propios dioses, y que todas las creencias debían respetarse. El dios Hunab Kú era
tolerante con todas las creencias. Antes de dejar Ah´tlán, pasaba los días sagrados con
su madre biológica, Mamalola, quien le enseñó la verdadera religión, la historia de su
pueblo, y le imbuyó el respeto incondicional a los santos patronos: Rodrigo de Guerrero
e Ix Chéel, madre de todos los ahtlanes.
Siempre le temió a Soledad, por su carácter de acero heredado de los conquistadores
españoles. Nadie supo jamás quién fue su esposo, el padre de Teresita del niño Jesús.
Un misterio que jamás develó la Mamalola.
Un día antes de salir, su madre le informó que viajaría fuera de la ciudad con doña
Soledad. Su misión sería cuidar a la pequeña Teresita y servirle de chichigua,
independientemente del servicio de la casa.
Veinticuatro años antes, doña Soledad se tornó más agresiva y mandona. La razón:
Teresita del niño Jesús esperaba un hijo. Soledad decidió que el hijo por nacer sería,
ante los ojos el mundo, hijo de Isabel. Fue acostada en la cama el día de la concepción,
y amamantó a la recién nacida como lo había hecho con su madre.
La leche fluía milagrosamente de su pecho. Margarita se alimentada de esa fuente
exuberante. La abuela se negó durante dos meses a conocer a la bastarda, producto del
pecado y la debilidad congénita de Teresita. Al término del segundo mes, Teresita del
niño Jesús inició una callada huelga de hambre. La charola de los alimentos que le
llevaban regresaba a la cocina intacta. Soledad nada decía, no la apremiaba a comer.
Tarde o temprano el hambre la vencería. Conocía de sobra la falta de voluntad y
carácter de su hija, no tardaría en rendirse.
No sucedió.
Desesperada llamó al doctor Labiada, una de las pocas personas con las que mantenía
una relación amistosa y profesional desde que habían llegado a México. Labiada atendía
a las tres de todos sus males, y era de los pocos que no temían a Soledad y la ponía en
su lugar. Al conocer la situación se enfureció.
—Es el colmo, Soledad, a qué extremos has llevado tu fanatismo. Tu hija está al borde
de la inanición. ¿Acaso no puedes entender que el instinto maternal está por encima del
miedo y el respeto que te tiene Teresita? Imposible luchar contra la naturaleza. La
muchacha no protesta, no grita, mejor que nadie sabes cómo es. Sin palabras se está
dejando morir. Estamos en el siglo XX. Es inaudito que sobreviva alguien tan cerrado
como tú. Que pongas en peligro la vida de tu hija por estúpidos convencionalismos
sociales. Qué rayos importa que el niño no tenga padre. Hay miles de madres solteras en
todas partes. Es un estado tan natural como el matrimonio. ¿Y la niña? Es tu nieta, a la
que no te has dado el lujo de conocer. Es una niña hermosa, Soledad. Jamás en mi larga
existencia había visto a una recién nacida tan bella.
—Está bien —respondió Soledad dirigiéndose a la nana—. Llévale la niña a Teresita,
pero yo no quiero verla.
Sin embargo, la vieja guerrera no resistió la tentación de conocer a su descendiente. En
silencio se acercó al cuarto de Teresita, que inútilmente intentaba dar de comer a la
pequeña por primera vez. Entonces la vio. Su nieta era la reencarnación de Ix Chéel,
esposa de Ah Venado, a quien se veneraba en Ah’tlán desde el siglo XVI. En todas las
casas del pueblo existían pinturas de ella. Su imagen era venerada, y la niña, la hija de
Margarita, su nieta, era exactamente igual. Cayó de rodillas junto a la cama sin dejar de
rezar.
A partir de ese día, Margarita se convirtió en el centro de atención de las tres mujeres.
La recién nacida se negó a comer del pecho de Teresita, su madre biológica. Siguió
siendo amamantada por la nana Isabel durante un año. No probaba otro alimento.
IV.

Ah Venado hubo de esperar dos años antes de lograr su sueño de conocer a Gonzalo
Guerrero, su padre. Después de saber la verdad sobre su origen, sostuvo una
conversación seria con Ah Tecolote. Su padrino era mercader y viajaba constantemente.
Tenía negocios con todos los pueblos cercanos a Zamá, incluyendo a Chakte’mal, el
lugar en dónde vivía su padre. Ah Tecolote prometió llevarlo en secreto cuando
cumpliera veinte años. Dos eternos años tuvo que esperar estudiando muy fuerte en la
casa de los jóvenes. Al cumplir los veinte, tuvo que presentar un duro examen teológico.
Se presentó en la casa sacerdotal el día previsto para el examen. Tuvo que ayunar
durante tres días antes y perforarse la lengua con un afilado cuchillo de caña, dolor
necesario para alcanzar la pureza que le permitiera pronunciar el nombre de los dioses.
Desde la puesta del sol permaneció sentado frente a la casa sacerdotal contando las
estrellas, unos de sus deportes favoritos. Dejó la mente en blanco, esperando el soplo
divino de los dioses con la mente abierta, Si no aprobaba el examen, tendría que
presentarlo en segunda vuelta, seis meses después. Seis meses que retrasarían el viaje al
Chakte’mal para conocer a su padre. El sonido agudo y penetrante de un caracol lo
regreso al mundo de los vivos, indicándole que la hora había llegado. Fue conducido a
un patio grande, en donde tendría lugar el interrogatorio que le haría el Gran Sacerdote
mientras caminaban en círculo. Las horas de estudio dieron el resultado esperado. Ah
Venado respondió a los cuestionamientos con exactitud: La diosa de la soga era Ixtab,
que colgaba del cielo con una cuerda en el cuello; tenía los ojos cerrados por la muerte,
y en una de las mejillas una mancha circular de color negro, representando la
descomposición de la carne. Simbolizaba una antigua creencia: si un maya se ahorcaba
colgando de una ceiba, se iba a los terrenos divinos por toda la eternidad. Describió
también a la primera divinidad en la vida de los hombres, la diosa Ixchel, que protege a
los niños en el vientre de la madre. Es responsable de la formación del rostro de los
infantes en el vientre materno, diosa de la feminidad, esposa de Itzamná, el Señor de los
Cielos y Dios del Tiempo, Padre Creador del día y la noche.
Cuatro horas transcurrieron antes de que el sacerdote diera por aprobado el examen.
Con una sonrisa lo despidió.
Dos semanas después, inició su primer viaje guiado de Ah Tecolote. Partieron a la
media noche, después de rendir culto al dios de la estrella polar para que los guiara.
Durante el trayecto, Ah Venado fue instruido sobre los pormenores y los rituales de los
viajes.
—Debes fijarte por dónde caminas, hijo. Después de la muerte tendrás que desandar
todos los caminos que hayas recorrido para recoger tus pasos. Así te beneficiarás con la
oportunidad de hacer un examen de conciencia sobre todos los actos de tu vida, y rendir
buenas cuentas a los dioses.
Caminaron durante muchas horas a un ritmo preciso. La luz del alba los sorprendió en
su andar. Mantenían un paso moderado y consistente para evitar la fatiga excesiva. El
padrino cumplía con las obligaciones contraídas en el bautizo instruyendo al pupilo
sobre los avatares del viajero. Siete días caminaron, reposando en los refugios que para
los comerciantes existían en los caminos del Mayab. Los negociantes llevaban de un
lado a otro las mercancías, objeto de su comercio, pero también las noticias de cada
punto visitado. Los paradores fungían como ágora. Parajes de los que emergía la
comunicación entre los diferentes pueblos. Para Ah Venado, el viaje fue una fuente
interminable de sorpresas. Cada pueblo tenía diferentes características, costumbres
disímbolas que nutrían la mente abierta del caminante. Ah Tecolote realizaba sus
operaciones de compra-venta con una sonrisa. En todos los pueblos era respetado. Ah
Venado se asombraba con sus habilidades de mercante y comunicador. Después del
negocio, los compradores ofrecían comida y bebida a los viajantes, y por las noches,
compradores y vendedores se sentaban alrededor de la hoguera a escuchar las historias
de Ah Tecolote y a admirar de cerca al mancebo de los ojos azules. Causaba estupor la
fusión híbrida de la piel del color del bronce y los ojos del color del mar que tenían
enfrente.
En Xelhá, Ah Venado tuvo la oportunidad de escuchar al Sumo Sacerdote explicar a un
grupo de viajeros el origen del mundo. La revelación se le quedó grabada en la mente
para siempre. Sentados, bebiendo licor, más de veinte viajeros escucharon la historia:
Todo era quietud al principio. Existía sólo el cielo, sin manifestación de vida; con el
paso del tiempo apareció el mar. Sólo había mar y cielo. Nada extraordinario había sido
hecho aún. No existía el día, todo era oscuridad y silencio. Sólo los progenitores, Tepeu
y Gugumatz vivían en el agua rodeados de claridad. Vivían ocultos entre las olas,
tapados con plumas verdes y azules. En el mar estaba el corazón del cielo. Ahí vivía
dios. Los progenitores hablaron y se pusieron de acuerdo. Mediaron durante siglos,
compararon sus pensamientos, y finalmente llegaron a un acuerdo. La vida debía
comenzar. Cuando amaneciera por primera vez, debería aparecer el hombre. La luz
llegó y con ella, los árboles, los bejucos y la vida. Discutieron, entonces, los
progenitores sobre la vida y la claridad. Decidieron llenar el vacío. Ordenaron el primer
amanecer, la retirada de las aguas para dar espacio al surgimiento de la tierra. Por un
prodigio se formaron las montañas y los valles, al instante brotaron los pinos y los
cipreses en la superficie. Los dioses progenitores crearon en aquel momento a los
animales: aves, reptiles, peces y mamíferos. Distintos unos de otros. Algunos corrían y
brincaban por encima de la tierra; otros reptaban; los peces vivían en la profundidad de
los mares y las aves se sostenían volando en los aires. Ninguno de esos seres era apto
para la palabra, ni para venerar a los dioses; Tepeu y Gutumatz, en su megalomanía
necesitaban de adoración; formaron con arcilla la carne del hombre, pero vieron que no
estaba bien. Se deshacía, era demasiado blando, no podía ver, no tenía entendimiento.
La obra era demasiado compleja para los progenitores, así que decidieron llamar a los
dioses mayores para que lo perfeccionaran. Los agoreros y los adivinos se consultaron,
meditaron profundamente y llegaron a conclusiones: dad a conocer nuestra naturaleza,
que así seréis llamados por vuestras obras; tras echar la suerte, dijeron que estaba bien
tallar en madera los ojos y la boca del hombre; así, terminaron su creación. De la
madera del árbol llamado pito fue tallado el hombre; de espaldaña fue hecha la mujer.
Los hombres de palo poblaron la superficie de la tierra: podían hablar, multiplicarse,
pero no tenían alma ni entendimiento. Seres de madera sin carne ni sangre, seres no
pensantes. No se comunicaban con su creador. Fueron muertos por los dioses en la gran
inundación de resina que cayó del cielo; uno de los dioses les vació los ojos; otro les
cortó la cabeza; un tercero devoró sus carnes enjutas y un cuarto desbarató sus huesos.
No existía el cansancio en ninguno de los oyentes. Ah Venado desesperaba con los
silencios que hacía antes de terminar la historia.
Por fin los dioses descubrieron el maíz que se daba en algunas tierras; determinaron que
era la esencia del sustento y con el maíz crearon al hombre. Uno de los dioses molió las
mazorcas y preparó nueve bebidas, que generaron los músculos y la gordura, la fuerza y
el vigor de los primeros cuatro hombres, nuestros padres y madres. Satisfechos de su
creación, los mandaron a la tierra. Ellos cuatro hablaban entre sí, admiraban la creación,
eran tan inteligentes que entendieron las cosas de la tierra y alcanzaron a ver lo
metafísico. Eran tan doctos como los dioses, entendían el cosmos en toda su plenitud,
cosa que preocupó a Tepeu y Gugumatz; eran demasiado perfectos, demasiado
parecidos a ellos. Decidieron entonces limitar su visión a sólo unos cuantos metros. El
corazón del cielo les echó vaho sobre los ojos para empañarlos y limitar su alcance. Con
esto, fue destruida la sabiduría y todos los conocimientos de los primeros cuatro
hombres para que no compitieran con sus dioses.

Al siguiente día iniciaron la última jornada. A la media noche partieron de Xelhá con
destino final a Chakte´mal, el lugar en el que Ah Venado encontraría a su padre.
Caminaron en jornadas de dieciséis horas, sin detenerse, descansando en los momentos
de mayor calor bajo la sombra de algún árbol. Seis días después, entraban en
Chakte´mal. A Ah Venado, el corazón le daba vuelcos y rebotes de la emoción. Los
soldados, vestidos de blanco y adornados con plumas multicolores, los miraban con
curiosidad. Llegaron a la casa de un amigo de Ah Tecolote, que los recibió con alegría y
les ofreció de comer. La primera comida buena en dos semanas. La esposa del anfitrión
les entregó unos platos de arcilla y escudillas de barro, y les sirvió un banquete. Al
terminar les ofrecieron una habitación muy grande y fresca para descansar. Un cuarto
mucho mayor a los de Zamá, con el piso de tierra apisonado con agua y dos camas
tejidas con bejuco. En los muros colgaban botellas de cerámica llenas de agua fresca.
Los viajeros durmieron cuarenta horas seguidas, sin despertar.
La excitación despertó a Ah Venado. Absurdo dormir tantas horas estando a unos
metros de su padre. Ah Tecolote reposaba en paz. Recuperaba fuerzas. Salió a caminar.
Vagó por la tierra apisonada de las calles de Chakte´mal. La gente lo miraba con
asombro. Era muy parecido a Gonzalo de Guerrero Kan Xiu, primogénito del forastero
casado con la princesa del lugar, comandante de la guerra y yerno del Gobernador.
Decidió regresar. Las miradas curiosas le producían temor. Ah Tecolote estaba
encolerizado: No vuelvas a salir solo, estos pueblos están en pie de guerra. No es
recomendable andar por ahí sin conocer a nadie.
Hasta el siguiente día, el padrino salió para buscar a Gonzalo Guerrero. Dejó al
impaciente ahijado esperando en la casa. Llegó a la casa del comandante de la guerra de
Chakte´mal. Fue recibido por un sirviente. Después de solicitar audiencia, lo hicieron
esperar en una fresca sala. La casa era un palacio, construido a unas cuadras de la del
Gobernador. Estaba rodeada por un jardín edénico, que obsequiaba el espectáculo del
color de las flores, y los aromas de las especias y plantas aromáticas. Docenas de
árboles frutales invitaban a su sombra, y presumían del colorido de los chicozapotes,
mameyes, aguacates y anonas. Guerrero aceptó la visita del viajante, que fue conducido
a la sala principal. Minutos después, apareció el castellano que —según los juglares del
camino— se había convertido en leyenda que circulaba por los caminos del Mayab. Le
impresionó su figura, su gran estatura y fortaleza. No tenía barba, y usaba los
ornamentos propios de un general del ejército maya, orejas y nariz perforadas; de los
orificios pendían figuras de oro y piedras preciosas. Tenía el cuerpo tatuado a la usanza
de los guerreros. Portaba un elegante vestido de tela blanca, adornado con plumas
multicolores. Demostraba su jerarquía, luciendo brazaletes y collares ostentosos. Una
india joven ofreció al visitante una jícara con pinole fresco. Guerrero lo incitó a
sentarse, hablando en perfecta maya.
—Sé bienvenido, viajero, ¿en qué puedo servirte?
—Agradezco tu hospitalidad. Vengo del pueblo de Zamá, con un mensaje de gran
importancia.
Guerrero se puso de pie. Era enemigo natural de ese lugar de salvajes, en donde
inmolaron brutalmente a cinco de sus compañeros recién llegados a las Indias.
—Nada que venga de ese sitio me interesa. Algún día regresaré a Zamá, pero para matar
con mis propias manos al Gobernador y sus sacerdotes.
—Te suplico que me escuches. Lo que tengo que decir no tiene relación alguna con los
importantes de allí, ni en su representación vengo. Traigo un asunto personal de tu
incumbencia, puedo asegurarlo.
—Habla pues, y que sea presto.
—Preferiría que conversáramos fuera de tu casa. Es un asunto tan delicado que
considero que nadie más debe escucharlo.
Guerrero, enojado pero curioso, condujo a Ah Tecolote al jardín y le ordenó.
—Habla de una vez, nadie puede escucharnos aquí. Más vale que sea algo importante.
—Hace más de veinte años, cuando huiste de Zamá, dejaste preñada a una joven. Ella
tuvo un descendiente, un hijo tuyo. Está aquí, en Chakte´mal. Es mi ahijado y yo lo
traje. Baste verlo para que des fe a mis palabras. Es muy parecido a ti, tiene tus ojos.
Guerrero quedó mudo. El visitante aseguraba que tenía un hijo al que no conocía.
Reprimió el impulso de mandarlo azotar por decir tales patrañas, pero su mente viajó al
pasado y lo distrajo, para bien del viajero. Recordó el día en que huyó con Jerónimo de
Aguilar y otros castellanos del pueblo idólatra de Zamá. Antes de salir, tuvo trato carnal
con la india que le llevaba los alimentos. El episodio estaba borrado de su memoria,
pero era un hecho real. El hijo era una posibilidad.
—¿Está aquí?
—Aquí mismo, en la casa del mercader Ah Puma.
Guerrero lo conocía, vivía a unas calles de su casa. ¿Será posible?
—Está bien, viajero, regresa a la casa de Ah Puma. Espérame ahí. Advertido vas de que,
en caso de ser mentira, pagarás la osadía con tu vida.
—Que así sea.
Vio al visitante desaparecer. Siguió recordando la aventura. Aún padecía pesadillas al
recordar la inmolación de cinco de sus compañeros: el capitán don Juan de Valdivia,
amigo de la infancia; Juan de Quezada; Joseph Álvarez de Amescua; Diego Pérez de la
Palma, todos apuñalados por un verdugo que les arrancó el corazón para embadurnar la
cara de sus asquerosos ídolos. Recordó a la india, la buena salvaje que lo observaba por
horas. Guerrero tenía casi un año sin mujer, no resistió la ocasión.
Una hora después, llegó a la casa de Ah Puma que, al reconocerlo, se puso de pie de un
brinco derramando el pozole que degustaba.
—Excelentísimo señor don Gonzalo. Es un honor que pise esta humilde casa.
—Gracias Ah Puma. Busco al mercader Ah Tecolote.
El viajero de Zamá hizo su aparición acompañado por un indio joven. Guerrero se sentó
asombrado. Era idéntico a su hijo Gonzalo. Con el color de piel de los nativos, pero el
porte altivo y los ojos azules de su familia. Ah Venado miró a los ojos a su padre con
arrogancia, sin desviar la mirada como hacían los locales. Guerrero lo interpeló con la
voz de quien está acostumbrado a mandar.
—¿Quién es tu madre?
—Ix Paloma.
—¿Qué edad tienes?
—Acabo de cumplir veinte.
Conversaron durante dos horas. Guerrero atiborró con preguntas al mancebo y al
padrino. En realidad buscaba justificación, pero sobraba. Ese muchacho era su
primogénito. Bastaba mirarlo a los ojos. Era el primer mestizo. Mayor que Gonzalo, su
primer hijo con Yxpilotzama. Se despidió a las diez de la noche, pidiéndole a Ah
Venado que permaneciera en el pueblo. A los cuatro días, Ah Tecolote confesó a
Guerrero su intención de partir esa noche, pero se llevó una gran sorpresa. Ah Venado
decidió quedarse en Chakte´mal por unos días. El padrino inició el regreso, mortificado.
Cómo explicaría a Ix Paloma que su hijo se había quedado con su padre.
A partir del día siguiente, Ah Venado permanecía en la casa de Ah Puma durante el día,
y por las noches se encontraba con su padre en las afueras de la ciudad. Conversaban
durante horas. Ah Venado era muy curioso, adoraba saber de sus raíces, lo llenaba de
preguntas sobre el reino de Castilla y la familia Guerrero.
—Somos originarios de Badajoz, provincia de Extremadura, en España. Mi padre, tu
abuelo, fue don Ramón de Guerrero. Tu abuela, doña Rosario de Bahamonde,
descendientes de una familia de rancio linaje. Tengo cuatro hermanos, un hombre y tres
mujeres: don Juan es el mayor, le sigo yo, y después doña Rosario, doña María Manuela
y doña Beatriz. Llegué a estas tierras cruzando la mar océano en la nao llamada La
Santa Lucía. Nos embarcamos hace diecinueve años, don Jerónimo de Aguilar, alférez
de montada, siete soldados y yo. La nao venía al mando del capitán don Juan de
Valdivia, unos de los que fueron sacrificados en tu tierra, donde hasta la fecha tienen
esas aberrantes costumbres. Tuvimos un terrible viaje, agitado por el mal tiempo de
estos mares; estuvimos cerca de naufragar durante todo el trayecto. Don Diego tuvo a
bien explicar que estábamos al garete atrapados en una corriente marina. Perdimos trece
hombres en el camino. Sólo sobrevivimos diecinueve. Tuvimos que racionar el agua.
Algunos de los tripulantes cayeron al mar, y fueron devorados por esos monstruosos
peces marinos que sacan del agua el espinazo. Al sexto día de navegación, la nao estaba
partida por la banda de estribor, y tuvimos que soltar una barcaza de salvamento y
refugiarnos en ella los sobrevivientes. Jerónimo de Aguilar, alternaba horas enteras de
rezo, invocando la subvención del cielo, con blasfemias soeces. Intentó incluso matarse
con su propia espada en un momento de desesperación. La lancha sin control alguno,
navegaba con rumbo al levante. Diez días anduvimos al garete, dando tumbos,
sobreviviendo, cada día menos. Los que no morían deshidratados, caían al mar por las
olas. Al décimo día, vimos finalmente tierra. Llegamos a una playa llena de árboles y
palmeras Quedamos ahí tendidos, agotados. Al despertar, nos encontramos con la
sorpresa de estar rodeados por decenas de indios armados con afiladas cañas con punta
de pedernal, y con el rostro pintado de colores. No era una pesadilla. Estábamos ahí, en
tierra desconocida, cansados y débiles, rodeados de indios desnudos que hablaban en
una jerigonza ininteligible. Nos apresaron y condujeron a una plaza en medio de un
pueblo con enormes construcciones. Fuimos apresados en jaulas, como animales de
presa, y unos días después sacrificaron, en una fiesta idólatra, a cinco de mis
compañeros. Después de las fiestas, todos quedaron dormidos por la borrachera, y
pudimos huir con ayuda de tu madre. La noche en la que escapamos fuiste concebido.
Sólo seis logramos sobrevivir a la furia del mar y a la costumbre que tienen en Zamá de
sacrificar seres humanos. Caminamos a través de la selva sin saber a dónde nos
dirigíamos. El sol a nuestra espalda nos indicó que íbamos hacia el poniente. Después
de marchar siete leguas, encontramos un lago transparente, de los que llaman cenotes
aquí. La mayoría de mis compañeros decidieron refrescar su piel, que no había tocado
agua dulce en meses. En ese manantial fuimos emboscados por los soldados de Zamá
que nos perseguían, y lograron atrapar a cuatro españoles desnudos e indefensos.
Jerónimo de Aguilar logró escapar perdiéndose en la espesura del bosque. Lo imité. Me
interné en una selva oscura y logré evadir a los indios que me perseguían. Caminé sin
rumbo fijo durante veinte días, alimentándome con frutos de los árboles, hasta que
llegué a este pueblo. Decidí entrar e implorar por ayuda. Estaba tan cansado y débil, que
poco me importaba ser cogido y sacrificado. Entré por la calle principal. Fui detenido
por los soldados del gobernador que me condujeron a punta de lanza hasta una casa
verde. Me presentaron ante el cacique. Vestía una capa que le llegaba a los pies,
adornada con plumas de colores y adornos de oro. Portaba una corona y aretes en las
orejas, un collar de cuentas de oro puro y una pechera del mismo material. Los soldados
se inclinaron ante el gobernador, que se sentó en un sillón de piedra pulida, sostenido
por dos tigres labrados. El cacique y los soldados se enfrascaron en una larga discusión,
en la que intervinieron varios ancianos e incluso algunas mujeres jóvenes muy bien
vestidas. Finalmente me llevaron a un edificio, me trajeron agua en grandes ollas para
que me lavara, me ofrecieron comida y me dejaron dormir.

A la media noche, Gonzalo Guerrero acompañaba a su hijo a casa de Ah Puma. Al otro
día, volvían a la cita nocturna para continuar el relato.

—Dormí durante varios días. Solamente me levantaba para comer y asearme. Empecé a
asomarme a la puerta del aposento que me asignaron. Me convertí en el espectáculo más
interesante del pueblo. Hombres, mujeres, pero en especial jóvenes y niños, venían
todos los días. Me observaban durante horas, se reían de mí. Me enteré de que había
sido asignado como vasallo. Me estaban preparando para tal quehacer. Uno de los
ancianos me enseñó a tejer, inició mi aprendizaje. Al no tener con quien hablar
castellano, aprendí en unos meses la lengua de aquí, empecé a comunicarme. Como
tenía el oficio de carpintero en Badajoz, les enseñé a construir bancos y mesas.
Asombraron los muebles que hice, tanto, que el Gobernador me mandó llamar. Antes de
presentarme, pedí permiso para bañarme y afeitarme. Me llevaron al aposento principal
del palacio, un cuarto adornado con el lujo de un Alcázar en España. Me entrevisté con
Nacham, el cacique. Me pidió que enseñara a su hijo, Ahua Galel, los oficios que tanto
les impresionaban. También tenía el gobernador dos hijas, que me miraban con
curiosidad, riendo entre ellas. La mayor era Yxpilotzama. La menor Ixpilotzili. Me
pidió también que educara al joven el arte de la guerra. Corría ya muy fuerte el rumor de
la llegada a las tierras del Mayab de hombres blancos, como yo, en plan de conquista.
Me mudé a la casa principal como instructor del hijo. La hija mayor, Yxpilotzama,
pasaba horas observándome mientras le daba clases a su hermano. Me sonreía. Un día
expresó a su padre su intención de tomarme como esposo. La familia gobernante se
reunió en pleno. Después de muchas discusiones, aceptaron que la princesa mayor
tomara como marido al hombre barbado de Castilla, sin pedir mi consentimiento. Quedó
señalada la fecha: el día Muluc, del mes Xul, del Tsolk’in.
Mientras llegaba el día fijado, enseñé al pequeño Galel el oficio de carpintero que
aprendí en mis verdores en Badajoz. Debo contarte que accedí al oficio a escondidas de
tus abuelos, que consideraban el quehacer de artesano poco digno para un descendiente
de su linaje. A escondidas iba al taller de Andrés de Piedrasanta, un brillante escultor de
madera y fabricante de instrumentos musicales. Le enseñé a Galel, a fabricar un
gambarrino, utilizando el carapacho limpio de un armadillo, y cuerdas hechas con tripa
de zarigüeya. Resultó un estudiante aplicado. Aprendió con facilidad a tocar melodías y
deleitaba a la familia por las noches. Los llenaba de placer. Como tuve que trabajar siete
meses para el cacique, como pago obligatorio por el rescate de su hija, fabriqué muchos
instrumentos musicales, y enseñé a todos los habitantes del pueblo a tocarlos.
Llegó la fecha del matrimonio. Según mis cálculos era el año de Cristo del 1512.
—¿Cómo fue la boda? —preguntó Ah Venado.
—Me llevaron muy temprano ante la presencia de Itzamná, dios mayor de la tierra y del
cielo, para purificarme con el humo que sale del brasero. Fui conducido después a una
casa muy grande, donde estaban otros jóvenes que iban también a contraer matrimonio
ese día. Llegó un sacerdote y nos preguntó si habíamos cumplido con el rescate de las
novias. Preguntó a los padres si estaban de acuerdo con que sus hijas se casaran con los
pretendientes. Al recibir la aprobación, el sacerdote dirigió unas palabras a la efigie del
dios Chaak y echó incienso sobre los contrayentes.
Las novias llegaron con un dogal de colores, tejido con la fibra del henequén. Los
hombres tomamos un dogal similar y caminamos acompañados por cuatro sacerdotes, el
tartulero y el brujo. El brujo estaba pintado de negro y rojo, vestido con pieles de animal
y portaba un sombrero adornado con plumas de águila. Bailaba sin cesar, haciendo
sonar los cascabeles que llevaba prendidos en todo el cuerpo. Detrás del grupo inicial,
venían otros músicos y el resto del vulgo en una procesión interminable.
En el atrio de Chaak, los sacerdotes tomaron las dos cuerdas, la de las mujeres y la de
los hombres, y las ataron por ambos extremos formando un círculo, en el que fuimos
metidos los hombres. Mientras, las mujeres fueron llevadas ante la efigie de Ixchel, y
les quitaron la concha que cubría sus partes amatorias, adminículo obligatorio de las
solteras para resguardar su doncellez. Sin las conchas las metieron en el círculo de los
hombres, y cada uno tomó la mano de su pareja mientras nos echaban humo del Pom.
Llegaron entonces los músicos, cantando y bailando para agradar a los dioses. Salimos
de las cuerdas de henequén. Las novias las tomaron con gran algarabía, y las
depositaron ante la diosa de la femineidad. Finalmente, fuimos a un gran salón.
Comimos, bebimos, recibimos los regalos que el pópulo trajo a su princesa: esculturas,
vasijas de barro decoradas y telas muy finas. Festejamos hasta que llegó el momento, de
irme al aposento de Yxpilotzama.
Al llegar a su casa, Ah Venado meditaba sobre las revelaciones que día a día le hacía su
padre. Aquí en Chakte´mal nadie me teme. Mis ojos no provocan miedo, ni burlas. Mi
padre es un hombre importante, respetado, lleno de sabiduría. Me siento mucho mejor
aquí, me encantaría quedarme a vivir. Pero qué pasaría con mi madre. Nada tengo en
Zamá con su única excepción. Aquí podría convertirme en un guerrero importante, traer
a Ah Paloma a vivir en esta tierra. ¿Me aceptará don Gonzalo como hijo? Tiene tres con
la princesa, nunca me reconocerán. El mayor, el llamado Gonzalo, es apenas un año
menor que yo; le sigue Juan, bautizado con el nombre de su abuelo, y la pequeña rubia
es Rosario, lleva el mismo nombre de mi abuela de Extremadura.
Tomó una decisión importante. Volvería a Zamá a comunicar a su madre las buenas
nuevas. Había encontrado a su padre y se quedaría a vivir en Chakte´mal para aprender
las artes de la guerra y de la laudería. Al anochecer, habló con su padre y le comunicó
sus intenciones.
—No puedo reconocerte públicamente, sabes que soy yerno del cacique y podría
molestarse conmigo. Lo conozco, es capaz de mandarte matar. Ve a Zamá. Si quieres
trae a tu madre. Pueden vivir en la casa de Ah Puma. Yo le proporcionaré los medios.
Puedo enseñarte todo lo que sé, pero nunca, nunca debe enterarse mi esposa o mi suegro
de que eres hijo mío.
Con la bendición católica de su padre, inició el camino de regreso.
V.

Despertó doña Soledad Santibáñez al más infausto amanecer de su vida. El destino
golpeó inmisericorde. Después de una semana, cayó en una crisis de rebeldía, pero no
contra el dios católico, sino contra los dioses primarios que poblaban las entrañas de su
espíritu. Por qué insistían en aporrearla de manera tan cruel. Al fulminar a la
reencarnación de Ix Chéel daban validez a las estúpidas profecías de Mamalola que se
opuso a que salieran de Ah´tlán cincuenta años antes. Retomó el rencor contra la
hechicera maya —que tomaba revancha cinco décadas después— por haberle robado a
Isabel, su única hija. Recordó la escena como si hubiera sido una semana antes. Tenía
entonces veintidós años, y era tan bella que producía temor a los jóvenes pretendientes.
Hija de la quinta Rosario, descendiente en línea directa de Rodrigo de Guerrero, hijo de
Gonzalo, heredó la hermosura de Ix Chéel, y la arrogancia de Rodrigo. Altiva,
sofisticada, subversiva ante el encierro en el que vivían en Ah´tlán, y ante la
imposibilidad de encontrar una pareja digna de su alcurnia. Estudió con ahínco la
historia de España, venerando todo lo relacionado a sus antepasados. La cultura mestiza
le provocaba conflictos existenciales. La enseñanza de la cultura maya la tenía sin
cuidado. Trató siempre a Mamalola con poco respeto y consideración. La
menospreciaba, porque descendía de la única línea de habitantes que no tenía ojos
azules y por su religiosidad pagana e idólatra —Mamalola jamás aceptó al Dios
católico, ni a su profeta Jesucristo—. Vivía como sus antepasados mayas, despreciando
el mestizaje cultural y religioso. Aceptaba que la india poseía gran sapiencia: era capaz
de interpretar el pasado y de predecir el futuro. Era la Chilam Balam, la agorera
principal de Ah´tlán; en sus manos residía el futuro de todos los niños del pueblo.
Soledad era diferente. Blanca. Pura. Soñó desde su infancia con dejar el pueblo y viajar
a la España de sus ancestros. Se rebeló desde los diez años ante la prohibición que
durante cinco siglos impidió salir a los habitantes de Ah´tlán. Se reía de los jóvenes que
osaban pretenderla. Como descendiente en línea directa de los padres fundadores,
esperaba un destino diferente. Sus padres murieron de una extraña afección cardiaca
cuando ella cumplió los doce años, y desde ese día vivió en la casa de Mamalola, hasta
que cambió su destino.

Durante la celebración del año nuevo, el pueblo entero se sumergió en una francachela
que duró seis días. Soledad, que abominaba esas paganas costumbres, observó el
desarrollo de las fiestas con repugnancia. Huyó a su escondite favorito: un claro en el
bosque en el que solía refugiarse cuando le llegaba el agua al cuello. Un círculo de pasto
y flores, rodeado por enormes cedros que permitían pasar los rayos del sol
intermitentemente, creando una atmósfera de claroscuros que la embriagaba. En uno de
los costados del claro, pasaba un arrollo de agua clara y transparente alimentando a las
flores y a la hierba. Solía acostarse sobre un mullido colchón de flores de Xtabentún y
soñar con la España de sus abuelos, con sus antepasados gentilhombres, y con un
príncipe de Castilla que algún día aparecería para rescatarla y llevarla a la tierra de
Gonzalo Guerrero. Antes de salir, tomó un recipiente lleno del elixir que preparaba
Mamalola con las flores de Xtabentún y la miel de las abejas. Jamás se había atrevido a
probarlo. Era muy fuerte, y le daba miedo el misticismo con que la vieja lo preparaba.
Bebió por primera vez un trago del brebaje y lo encontró dulce y estimulante. Tenía un
sabor exquisito y un aroma similar al de su escondite del bosque. Se terminó la botella y
cayó en un sueño apacible. Estaba llena de lascivia, algo nunca antes experimentado.
Cada poro de su piel tenía vida propia. Abrió los ojos y lo vio: un hombre del tamaño de
los árboles, de piel sin color, enfundado en una brillante armadura.
—¿Quién sois? —interrogó al intruso:
—Francisco de Santibáñez, natural del puerto de Santa María, en Castilla. Estoy
perdido. Llegué en la expedición de don Diego de Nicuesa para el Darién. Naufragamos
y llegué a una playa sin habitantes. He vagado desde entonces, sin derrotero. Eres la
primera persona que veo en años.
—¿Conocisteis a don Gonzalo Guerrero?
—¡Voto a Belcebú! Por Cristo que lo conocí. Venía con nosotros en la expedición. Era
una persona muy importante allá en la Extremadura de España. No le he vuelto a ver
desde el día del naufragio.
Soledad sintió una gran compasión por ese hermoso hombre perdido, que según sus
cálculos, había vagado por las tierras del Mayab por cuatrocientos años sin ver a nadie.
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La Ultima Profecia De La Cuenta Larga

  • 1. LA ULTIMA PROFECIA DE LA CUE TA LARGA –(ALVARO A CO A) (PREMIO ESTATAL DE LITERATURA DE YUCATAN – MEXICO- 1997 Y MENCION HONORIFICA.- La última profecía de la cuenta larga … y las grandes aguas se desbordarán y cubrirán la tierra en el día Terminal trece Baktún, del término del gran ciclo de la cuenta larga del año del señor de 2013 Después de ochenta horas ininterrumpidas de trabajo, la espalda reclamaba a su fuerza de voluntad: abusivo, negrero, señor feudal. Era demasiado. Sólo uno de los dibujantes había dado el ancho y seguía pegándole a los últimos detalles. Los demás fueron cayendo poco a poco. Los cuerpos estaban regados por toda la oficina que parecía un
  • 2. campo de batalla. Un mes antes, habían presentado el anteproyecto al concurso de diseño y construcción de un centro comercial y habitacional. Sorpresivamente fueron elegidos entre decenas de empresas constructoras, lo que los obligó a sustituir su escasa infraestructura con riñones. El cliente era el más importante desarrollador inmobiliario del país, uno de los hombres más ricos de América Latina, legendario y caprichoso creador de fraccionamientos y clubes de golf en todo el mundo. El despacho de Luciano, con apenas seis empleados, ganó el concurso. El empresario mostró de inmediato su temperamento, sugiriendo decenas de reformas. Les otorgó un plazo de ocho días para realizarlas y desplegar la propuesta final. Terminaron justo a tiempo. Decidió ir a su casa para darse un baño y cambiar de ropa antes de la presentación. Si se apresuraba podría dormir un par de horas y llegar en mejores condiciones. Su mente estaba atrapada en un torbellino de: alzados, plantas, perspectivas, materiales, acabados y, orgullo por haber ganado. No le cabían más pensamientos. El sonido del celular lo asustó. Era Margarita, su prometida, abandonada por más de veinticuatro horas. No le había contestado en toda la noche. —¿Cómo está el más brillante y amado arquitecto de la Vía Láctea? —Sentado. —¿Volviste a pasar la noche en vela? —Me temo que sí. Hace apenas unos minutos terminamos las correcciones. Las tengo que entregar en menos de tres horas. —Pobrecito, debes estar muerto. No vas a poder descansar. —Si todo sale bien, podré dormir algunas horas después de la junta y visitarte en la noche. —Lo menos que deseo es presionarte, amor, pero hace dos semanas que no te veo. Se me está olvidando tu cara. Los preparativos de la boda están echando el segundo hervor. Faltan solamente veintiocho días, seis horas y treinta minutos para que me convierta en la señora de Arteaga, la dama más afortunada de todo el cosmos. Necesitamos ir a comprar tu frac y los muebles que faltan. —Por eso me caso contigo, porque estás pendiente de todo. En tres semanas estaremos de luna de miel y dedicaré veinticuatro horas al día a reivindicarme. —¡Te amo! Moriría hoy mismo sin ti. Margarita Santibáñez, después de colgar, se quedó mirando el dosel de su tálamo del siglo XIX. Para ella, Luciano Arteaga era el mundo entero. Los seis mil quinientos millones de seres humanos restantes le importaban nada; un conglomerado gris y anodino que representaba la línea del coro de su drama. La obra se iniciaba y llegaba a su fin con Luciano. Su familia, sus amigas, su carrera de intérprete traductora, formaban parte del pasado, un inocuo prefacio a la llegada del actor principal. Los recuerdos navegaron en el aire como papalote desandando su biografía. No había hombres en su pasado. Su infancia transcurrió entre tres mujeres que moldearon su personalidad de acuerdo a normas e ideas muy particulares: la abuela, matriarca indiscutible de la familia, originaria de un pueblo perdido en la Península de Yucatán; su madre, doña Teresita del Niño Jesús, y la nana Isabel, india maya pura que hacía el papel de chichíhua, nodriza a prueba de fuego. La abuela era un personaje difícil de asimilar; le inspiraba temor desde que era niña, pero también seguridad. Ante el menor indicio de miedo recurría a su égida, escudo protector contra cualquier demonio. Representaba la figura paterna, figura sólo existente en su imaginación; era un guerrero invencible disfrazado de anciana. Varona fuerte que no conocía la ternura, capaz de dominar con la mirada a quien se le pusiera enfrente. Su ambigüedad física provocaba reacciones diversas a cualquier mortal que la observara. Doña Soledad Santibáñez era
  • 3. una mujer alta, contradiciendo su ascendencia maya, de piel lechosa y ojos azules. Tenía el porte de una aristócrata española del siglo XVI, pero, observándola con detenimiento, podía hallarse en su interior también una india maya auténtica. Dos personas diferentes habitaban en ella y se reflejaban de manera casi sobrenatural en su fachada. Esta vaguedad, aunada al carácter férreo que no tardaba en demostrar a cada instante, provocaba temor a la gente que la rodeaba. Combinaba el porte de una dama de la más pura estofa de la corte, con el gesto adusto y taciturno de las indias, que cargaban en sus espaldas cinco siglos de vasallaje y segregación. Giraba órdenes a su hija, nieta y sirvientes, al más puro estilo de los hacendados del siglo XIX. Su pasado era un misterio, un tema vedado en el ámbito familiar. La segunda en la línea generacional era su mamá: doña Teresita del Niño Jesús Santibáñez. Margarita la reconocía como su madre biológica, pero aceptaba que su personalidad era la de una solterona que jamás hubiera conocido hombre. Timidez extrema, estilo de las muchachas piadosas de principios de siglo. Debía obediencia y disciplina incuestionable a los mayores, resultando en una vida cuadriculada de normas y paradigmas inflexibles. Jamás miraba a los ojos, mucho menos a la matriarca cuyos mandatos eran ley que debía seguirse al pie de la letra sin chistar. Eran parecidas físicamente, pero Teresita del Niño Jesús no tenía el porte altivo de su madre. Era de menor estatura. Con el cuerpo típico de su generación: busto y caderas enormes, piernas sólidas y cintura mínima, incólume a fuerza de presión, ceñidores y frugalidad. Sus ojos eran del mismo azul de las demás, pero pocos lo sabían porque siempre miraban al suelo. Hablaba en tono inaudible y, en presencia de su madre tartamudeaba desde los cinco años. A los quince, ya era doña Teresita. Estaba graduada como doña y sus días se perdían en labores propias de una moza de buena clase: bordaba con primor, leía poesía decente, pasada por el tamiz del Index librorum prohibitorum de la abuela, y demostraba a diario sus habilidades gastronómicas y culinarias, preparando platillos y postres que nadie probaba, con excepción de la nana y el resto de los lacayos del servicio. Margarita vivía convencida de haber sido concebida por un pariente lejano del espíritu santo. Ni en sus pesadillas podía imaginar a su madre compartiendo el lecho nupcial con un hombre. Su labor toral era cuidar a la infanta Margarita. Asistirla como al más preciado de los tesoros. Le preparaba el baño, esparciendo sales balsámicas y pétalos de rosas blancas en la tina renacentista y calentando las toallas; la peinaba durante horas, esculpiendo rebuscados bucles; le leía poesía del siglo de oro español: Garcilazo de la Vega, Fray Luis de León, Calderón de la Barca, o de la generación del veintisiete: León Felipe, Jorge Guillén, García Lorca. La tercera mujer en la vida de Margarita era la nana Isabel. India maya sin resquicio alguno de mestizaje. Parecía rescatada del pasado, de algún pueblo escondido de Yucatán antes de la llegada de los conquistadores. Isabel fue la persona más cercana a la intimidad de Margarita desde el día de su nacimiento. India ágrafa, que hablaba un español aderezado con sus esenciales voces mayas. En el misérrimo cuarto de servicio, rezaba durante la noche al dios católico, impuesto en sus creencias por la abuela, pero también a sus dioses ancestrales, Kukulkán y Cháac, en una argamasa tan profana que ponía los pelos de punta a todos. Impresionaba a Margarita la dualidad, de la ignorancia académica de la nana Isabel, con la sabiduría substancial que aportaba el instinto. Tenía siempre a mano un antídoto contra cualquier mal, muy lejano de la moderna ciencia de la medicina, pero siempre eficaz. Su habitación era un herbolario repleto de remedios naturales para todas las dolencias. Cuidaba a sus niñas de dos generaciones como si fueran esmeraldas, y era la única que había osado enfrentar la dictadura de doña Soledad.
  • 4. Margarita solía atiborrarla de preguntas sobre su origen y el de la abuela, pero se enfrentaba al mutismo voluntario de Isabel. Era un tema proscrito. Se levantó y procedió a la cotidiana ablución en la tina, que le hacía recordar los sofisticados instrumentos de tortura que Torquemada puso de moda en la edad oscura de la mitad del milenio. Aprovechó el tiempo de remojo entre burbujas de colores, para transitar al más excitante momento de su vida. Al día en que un capricho del destino la hizo coincidir en el tiempo y el espacio con Luciano Arteaga. Ese instante cambió su suerte, borró el pasado y dibujó el futuro. Lo demás pasó a formar la escenografía secundaria. Su amiga Fátima, cómplice de correrías juveniles, la sonsacó de las clases de la academia y la llevó, ante sus protestas de alumna disciplinada, a la cafetería que estaba a dos cuadras. En el camino de regreso, Margarita se volvió a recoger el bolso que había tirado a media calle, provocando que un automovilista tuviera que realizar una espectacular maniobra para no atropellarla. Perdió el conocimiento, y despertó minutos después en la enfermería de la escuela. Encontró un panorama de gestos de preocupación en las caras de Fátima, un par de maestras y un médico vecino. El galeno decretó que había sido un desmayo provocado por la impresión y la dio de alta de inmediato. Una vez solas, Fátima le dijo. —Qué susto nos diste, creí que te mataban. —Yo también. —No sé por qué te desmayaste, ni siquiera te tocó el coche. —No tiene nada de extraño. Desde niña me mareo cada que tengo una impresión fuerte. Mi abuela dice que es porque soy muy sensible. —¡Qué sensible ni qué ojo de hacha! Deberías ver a un especialista. Tu abuela es la típica matriarca del siglo XIX. Debe tener por lo menos ciento treinta años. Margarita manifestó su recuperación con una carcajada de hiena. —Cómo eres mala, Fátima. Mejor dime, ¿quién me trajo? —El muchacho que te iba a atropellar. Estaba más asustado que todos los demás. Bajó de su coche, un deportivo de concurso, te levantó en sus brazos de Hércules depositándote con suavidad en la enfermería. Me dejó su tarjeta. Margarita analizó la tarjeta de presentación del héroe que con su habilidad la había salvado: Luciano Arteaga. Arquitecto. —¿Cómo es? —Guapísimo. Un sueño. Arquitecto, soltero, ojos negros, unas pestañotas de las que me gustaría colgarme, una sonrisa que asesina. —Vaya, ¿cómo estás tan enterada? —Estuvo aquí hasta que el doctor informó que no tenías nada. Aparte de guapo es un caballero. Relató con detalles la experiencia a su mamá y a la abuela. Ambas sugirieron —Soledad en realidad ordenó— que llamara al amable señor que la había salvado para invitarlo a tomar el té y agradecer como correspondía a sus amabilidades. Luciano accedió a la invitación, y la cita quedó programada para el siguiente día a las seis de la tarde. Margarita fue vestida para la cita por la tríada de asesoras, con un vaporoso vestido blanco y puso a prueba la habilidad de Teresita del Niño Jesús para cincelarle unos bucles que parecían resortes, a la usanza de su tocaya, la Infanta Margarita, inmortalizada por Velázquez en Las Meninas. El arquitecto reprimió la risa al verla. Parecía la reencarnación de Marguerite Gautier, la Dame aux Camelias, famosa cortesana emergida de la pluma de Alexandre Dumas en el
  • 5. siglo diecinueve; su casa era una copia de la suite de habitaciones del número once del boulevard de La Madelaine. Paredes tapizadas con seda de dibujos barrocos y muebles Luis XV. Ingentes floreros chinos albergaban plantas que parecía que le iban a dar una mordida, y multiplicaban su imagen reflejándose en los espejos venecianos que ornamentaban la sala. Tapices asiáticos, tapetes persas, bártulos de plata amarillenta y libros antiguos complementaban la decoración, espectacular contraste de claroscuros, que daban marco a la belleza de la infanta. Cuando lo sentaron en la antesala, supuso que en cualquier momento aparecerían los lacayos vestidos de librea, o el mismísimo Hernán Cortés, que seguramente había frecuentado la casa en sus mocedades. Apareció primero la abuela, en seguida, la mamá, y cerrando el desfile, una octogenaria criada de marcadas facciones indias, más vieja incluso que la abuela, portando una charola de porcelana con el té y las pastitas. Luciano se preguntó qué carajos estaba haciendo allí, permitiendo que tres ancianas lo analizaran como si fuera un insecto tropical. Por qué diablos no estaba en ese momento jugando dominó con sus amigos, y tomando una cubalibre en lugar de ese té con nube. Sin embargo, las momias regresaron a sus sarcófagos, dejándolo a solas con la Dama de las Camelias —Suplico que disculpes las formas de mi familia, son un poco tradicionales. —No te preocupes, Margarita. Es interesante conocer personas tan diferentes. —Quiero darte las gracias. Fátima me contó que prácticamente salvaste mi vida. —Es una exageración. Simplemente te vi y frené a tiempo. La conversación fue formal y solemne, pero a Luciano se le despertó la curiosidad. La chica tenía cara de virgen y un aura misteriosa que no dejaba de ser atractiva. Cuando se levantó para despedir a sus parientes, pudo observarla con detenimiento: tenía el cabello muy largo y, a pesar de los obsoletos rizos, muy hermoso. Su cara era un óvalo, como de fotografía de credencial, pero poseía una expresión enigmática, gesto de Monalisa, dulce y lánguido. Sus ojos navegaban en el azul transparente, jugaban a las mareas. Las pestañas negras contrastaban con el cabello rubio, torrente de espirales que se derramaba sobre la espalda. Los labios delgados no perdían la sonrisa, una sonrisa que retaba, invitaba a ser interpretada. Era una chica alta —unosetenta calculó Luciano— y escondido en la tormenta de olanes, podía adivinarse un cuerpo bien formado. Las capas de blanco tul no podían disimular el pecho y las caderas clásicas. Margarita, por su parte, analizó al héroe que en su caballo blanco la había salvado de morir como los cruzados del medioevo. Se veía cómodo, desenvuelto, vestido con prendas sueltas y libres, pero no exentas de casual elegancia. El cabello era más largo de lo esperado en un profesionista, las facciones de su cara, suaves pero varoniles. Tenía razón Fátima, es un hombre atractivo. Diferente a los muchachos que conozco, sus manos son hermosas, dan ganas de acariciarlas. Después de una hora de conversación solemne, Luciano iba a despedirse, pero decidió invitarla al cine al día siguiente. Algo tenía esa niña y lo iba a descubrir. Puntual, la recogió a las cinco de la tarde del sábado. Margarita salió con un vestido floreado, lo suficientemente ajustado para permitir lucir su sorprendente cuerpo. La pequeña porción de piernas que alcanzaba a apreciarse, era un espectáculo erótico; debajo del disfraz de monja cartuja se escondía una belleza. Se sentaron en la tercera fila de la segunda sección del primer cine que encontraron. Aprovechando Luciano el ambiente romántico de la película, osó tomarle la mano. Ella lo miró sonriente y no sólo se la concedió, sino que apoyó la cabeza en el hombro del
  • 6. audaz galán. Le dio valor suficiente para intentar besarla; Margarita respondió con tal pasión que sorprendió al pretendiente. Durante los tres meses siguientes, Luciano abandonó su pasión por la arquitectura, por los deportes, por los amigos, sustituyendo todo por la Dama de las Camelias, que resultó un estuche de sorpresas: inteligente, tierna, apasionada. Los empresarios de las compañías de teléfonos móviles encontraron un filón de oro en sólo dos líneas. Luciano y Margarita se llamaban cada hora por lo menos, durante el día y la noche. Se buscaron sin descanso por noventa días. Luciano, convencido de haber hallado a la pareja adecuada para compartir su vida, decidió pedirle que fuera su esposa. Conociendo el espíritu romántico de su novia, planeó, cuidando cada detalle, el momento adecuado para la proposición. Fue un viernes. La invitó a cenar. Pasó por ella a las ocho de la noche. Tuvo que cumplir con los cánones sociales y tomar el té con las doñas. Después de poner sus manos al fuego, y prometer que regresarían a las doce en punto, pudieron salir. Luciano había cumplido estoicamente con las reglas familiares, aunque en el fondo estaba convencido de que doña Soledad había sido Ujier de la Santa Inquisición, alumna consentida de Torquemada, y que tenía en los sótanos de la mansión, una sala completa de tortura, aceitada y lista para usarse contra el plebeyo que osara acercarse más de lo permitido a la virginidad impoluta de su heredera universal. En el coche se relajó y pudo disfrutar de la belleza de su novia. Margarita había sufrido una metamorfosis total desde que empezaron el romance. Salía de la casa vestida de monja, con falda larga y cara blanca, cubierta hasta el cuello. Se metía a cualquier baño público y se transmutaba en la chica moderna y atractiva que lo traía besando el pavimento. Antes de regresar a su casa y que el coche del novio se convirtiera en calabaza, retomaba su atuendo de Carmelita Descalza. —¿Cómo estás, amor de mis amores? —saludó acariciando la mejilla de su adorado Luciano—. Nunca te había extrañado tanto. Las horas que paso lejos de ti tienen doscientos minutos. —Bien, princesa, muy entusiasmado. Mi despacho fue invitado a concursar el proyecto más ambicioso que puedas imaginar. Un centro comercial que va a revolucionar el concepto de construcción en el país. Una ciudad completa tipo Beverly Hills: bancos, parques, clubes deportivos, campo de golf, escuelas, desde kinder hasta universidad. Una ciudad dentro de una ciudad. Ni en mis más calientes sueños imaginé que mi modestísima empresa fuera preseleccionada por los empresarios. Margarita, un poco desilusionada, escuchó durante todo el trayecto los pormenores del proyecto. Pensé, cuando me dijo que tenía algo muy importante que comunicarme, que me iba a proponer matrimonio. Pero no, no puede sustraerse a su sino de ser primate y enloquecer por el poder o el dinero. A mí nada me importa más que Luciano. La arquitectura, la política, mi familia, mi carrera, todo significa menos que cero junto al amor, lo único que vale la pena. Llegaron a casa de Fátima, la alcahueta. Luciano permaneció en el coche, mientras Margarita gastaba treinta minutos en salir de su capullo. La espera valió la pena. Salió deslumbrante, con un vestido de raso negro y peinada con audacia. Sonreía, esperando la aprobación del novio ante la mirada cómplice de su amiga. Unos minutos después, entraban al exclusivo restaurante que Luciano había elegido para el gran momento. Sólo le faltó ponerse la armadura para ser un verdadero caballero de la mesa redonda. Seleccionó el menú con cuidado, los vinos, los postres. Está raro —pensó Margarita— no suele comportarse así. Siempre es lindo y educado, pero natural. Hoy está actuando, está nervioso, algo se trae entre manos.
  • 7. A los postres hizo una señal al capitán, que presto, trajo a la mesa una botella del vino espumoso que inmortalizó al fraile Dom Pérignon en la Francia antigua. Escanció las copas siguiendo las reglas del protocolo y se retiró discreto. Luciano, solemne, propuso un brindis. —Margarita. Hace sólo unos meses tuve la fortuna de que te atravesaras en el camino de mi automóvil. Entre más de seis mil quinientos millones de pobladores de este planeta, y miles de años de existencia humana, el dedo mágico del destino nos puso en el lugar idóneo y en el momento exacto para que nuestros destinos se mezclaran. Si hubiera pasado por esa calle diez segundos antes, o diez segundos después, en estos momentos estaríamos viviendo nuestras vidas como líneas paralelas, incapaces de juntarse. Pero no fue así. ¿Quiénes somos nosotros para contravenir los designios del destino? No estoy dispuesto a despertar sin que estés junto a mí. ¿Aceptarías ser mi esposa? La Dama de las Camelias quedó impávida. Su alba piel se tornó translúcida y con una sonrisa sutil y alabastrina se desvaneció. El capitán, los meseros, y algunos parroquianos comedidos, fungieron como paramédicos sugiriendo diversos remedios que iban, desde el uso de sales aromáticas, hasta la llamada a una unidad de terapia intensiva. Despertó unos segundos después en brazos de Luciano y, ante la algarabía del corro de curiosos, respondió. —Claro que acepto casarme contigo, es lo único que deseo en la vida. Al siguiente día, Luciano inició una inmersión total en el proyecto del centro comercial, dejando en manos de la novia y de su familia, la parafernalia de los preparativos nupciales. Le faltaba el trámite de la pedida de mano. Durante varios días aleccionó a su familia, papá, mamá, hermanos y cuñadas sobre el escalofriante estilo de las Santibáñez, rogando que se comportaran a la altura, y no fueran a sacar el cobre familiar. II. Quinientos años antes No se manifestaba la faz de la tierra Sólo estaban el mar en calma y el cielo en toda su extensión. Popol Vu Ah Venado estaba en cuclillas, con la vista sintonizada al horizonte, cumpliendo con el cotidiano ritual iniciado doce meses antes. Desde que se enteró de quién era su padre, llegaba al promontorio elegido a la orilla del mar, para meditar sobre las revelaciones que su madre le había hecho. Permitía —exactamente a la hora del crepúsculo— a su imaginación volar hacia donde el viento la llevara. Transitaba en ambos sentidos por su corta historia, intentando atrapar la complejidad de su origen. Desde niño se supo diferente. Su cuerpo atlético era similar al de sus compañeros de escuela; su color bronce idéntico al de cualquier maya. La diferencia residía en los ojos de un azul similar al mar que tenía enfrente, color que creaba un contraste dramático con las facciones y el moreno de la piel. Incongruencia que provocaba miedo a sus semejantes. Le temían, lo rechazaban, procuraban alejarse de él. Incluso los divinos sacerdotes lo miraban con temor y con respeto. Ah Venado tenía el color de los ojos de los invasores, esos hombres blancos y peludos que llegaron a sus tierras unos años atrás. Dieciocho años antes, Ix Paloma solicitó ayuda a la partera y los ayudantes ante la inminencia del nacimiento. Las mujeres tendieron en el suelo una manta blanca.
  • 8. Regaron con yerbas medicinales y quemaron pom en el anafre. Ix Paloma pujó con fuerza instintiva colaborando con la partera, invitando a nacer al niño que se movía desde hacía nueve meses en su interior. Todos los ritos fueron cumplidos por las ayudantas de la comadrona: antes de iniciar el trabajo de parto, colocaron en las esquinas de la habitación cuatro imágenes de Ixchel, la diosa del nacimiento, protectora de los alumbramientos. La comadrona masajeó el cuerpo de la parturienta con sus manos sabias, mientras elevaba a los dioses los cantos sagrados de la luz, invocando al jaguar, al sol, al mar y a la serpiente, para que transmitieran su poder al niño que estaba naciendo. Le habló al neonato del espacio exterior donde tendría que abrirse camino; de su trabajo, de los dioses y de la grandeza de los mayas. Lo invitó —casi lo desafió— a nacer, asegurándole que era ya la hora de llegar a la tierra. Ah Venado escuchó las plegarias y los llamados de la partera que lo invocaba, y salió del vientre de su madre para enfrentar la vida. Las ayudantas procedieron a limpiarlo, mientras cantaban dándole la bienvenida. Enterraron la placenta en el traspatio para proteger al recién nacido del dios viejo del fuego que acudía a los nacimientos para devorarla. Ix Paloma lloró de alegría y de tristeza. Alegría, porque su vástago nació en perfectas condiciones; tristeza, porque ante el mundo era un hijo sin padre. Nadie más que ella conocía la verdad. El padre no era maya, era uno de esos hombres sin color que huyeron de Zamá nueve meses antes. Fueron hechos prisioneros por el Halach Winic de Zamá cuando los guerreros los hallaron desfallecidos en la playa. Hombres exóticos, con la piel blanca cubierta de pelo. Cinco de ellos, los más saludables, fueron inmolados en las fiestas y, su corazón ofrecido a los dioses. Los ocho restantes permanecieron en las galeras porque estaban demasiado escuálidos para que valiera el sacrificio. Había que esperar para poder ofrecerlos al Dios Rojo. Ix Paloma fue asignada junto con su prima, Ix Alondra, para alimentar a los prisioneros. Tres veces al día les llevaban tortas de masa, aves cocidas y pinole con miel. Ix paloma e Ix Alondra los observaban comer con avidez, paradas a una prudente distancia de las celdas. Comían con las manos, con desesperación, ignorando a las salvajes que los veían divertidas como si estuvieran en el zoológico. Una vez saciados, miraban a las mujeres, les hablaban en un lenguaje incomprensible, las invitaban a acercarse. A Ix Paloma le fascinaban los ojos de uno de los prisioneros. Se perdía, como hipnotizada, en la pupilas tan semejantes a los tonos azules del mar Caribe, o del cielo del amanecer. El extraño ser detrás de las rejas, le sonreía agradeciendo la vianda diaria. Una noche, Ix Paloma fue sola a llevar la comida. Ix Alondra se encontraba indispuesta con el mal de la concepción, que cada luna recordaba a las mujeres su encomienda fundamental. El hombre de los ojos marinos, desde el primer día devoró todo lo que le llevaba, a diferencia de los otros, que se negaban a probar los alimentos después del salvaje sacrificio de sus compañeros. Cuando terminó, habló a su servidora durante mucho tiempo en ese extraño dialecto que no entendía. Le gustaba el sonido de la voz ronca. Percibía que le hablaba con afecto, sin odio. Se sentaba a escucharlo, aprovechando el silencio de la noche maya, y el del sueño de sus compañeros. Estirando el brazo, tomó su mano a través de los barrotes de bambú de caña. Ix Paloma permitió las caricias. Las correspondió. Dos días después, los prisioneros de Castilla huyeron, destruyendo la frágil prisión de barrotes de bambú. Tres meses después, Ix Paloma confirmó las señales: esperaba un hijo del invasor de ojos azules. Fue llevado una semana después al sacerdote agorero, para que esclareciera a su madre los designios de los dioses sobre el recién nacido. Ix Paloma sostuvo al niño entre los
  • 9. brazos, mientras el oficiante miraba sorprendido a Ah Venado por el color de sus ojos, similar al de los extraños seres que llegaron del océano meses antes, sacrificados al Dios Rojo, a cuyo cuidado estaba el tiempo que iniciaba. Se sobrepuso al temor que desde el primer día provocaba la mirada marina del niño e inició la ceremonia de predestinación. Pronunció en voz alta, para que le oyera Ah Venado, la fecha que había consultado en el calendario ritual. Año, mes y día del nacimiento: Seis Ahuau once Cumhú, y le puso su primer nombre, Ah Venado. Pasó el incensario sobre el cuerpo del recién nacido dejando que el humo se impregnara, y pronosticó a la madre los días de tristeza que le esperaban, y las desgracias que ocurrirían en su vida. La aconsejó sobre las cábalas para protegerlo de las fuerzas negativas y atraer el bien. Auguró también las buenas épocas y la instruyó sobre los conjuros para motivar la buena voluntad de los dioses sobre el nuevo habitante. Le entregó plumas y hojas de papel, pronosticando que Ah Venado sería escritor y profeta de los mayas. Su oficio serían los códices. El registro del conocimiento y la historia de su pueblo. Un quehacer relevante que le permitiría estar cerca de los gobernantes y de los dioses. Sólo unos días después, antes de cumplir un mes, Ah Paloma empezó a cumplir con el protocolo de las tradiciones. Aprisionó su cabeza y la frente con tablillas para moldearla a la manera de la noble usanza. El achatamiento del cráneo y la frente, daría como resultado una deformación que le proporcionaría dignidad y gallardía, provocando que Ik, el dios del viento pudiera deslizarse por la frente con facilidad. Colocó también sobre su cuna un pedazo de brillante obsidiana pendiendo de un hilo, para provocar el estrabismo que le daría más belleza. Cuatro meses después, llegó el momento del bautizo. Ix Paloma trabajó toda la noche preparando la vianda y las tortillas para la celebración. El primero en llegar fue Ah Tecolote, elegido como padrino de Jéets méek. Una cuidadosa selección que representaba la seguridad y la guía para el debutante, en especial considerando que no tenía padre. El resto de los invitados fue llegando durante las siguientes horas, formando corrillos en el patio de la casa. Las conversaciones giraban en los últimos meses alrededor de los hombres blancos que habían escapado de Zamá y que, según los mercaderes que hacían papel de juglares, habitaban ahora en el Chakte’mal. Ah Tecolote, uno de los más importantes viajeros, acaparaba la atención de la mayoría relatando sus andanzas. —Recién llegué del Chakte’mal y tuve la oportunidad de ver a uno de los hombres blancos que escaparon de aquí. Le llaman Gonzalo Guerrero. Ha estado ayudando al gran señor de ahí, instruyéndolo sobre las artes de la guerra. Ah Paloma abandonó sus labores y se integró con discreción al grupo que rodeaba al padrino. —Incluso se comenta —seguía el relato— que el tal Guerrero va a contraer matrimonio con Ixpilotzama, hija mayor del cacique. Pálida, Ah Paloma regresó a sus labores con el corazón dando tumbos. Gonzalo Guerrero era el padre de Ah Venado, lo sabía. A la hora justa del cenit, inició la ceremonia del bautizo. En el centro del patio colocaron una mesa de madera, y Ah Tecolote puso encima nueve objetos relacionados con el oficio que el sacerdote agorero había predestinado para su ahijado: carbón de madera, papel amate, minerales para producir colores, copal, un cepillo, un pincel de cabello de su madre, una tabla de jeroglíficos y un sello de obsidiana. Objetos sagrados de la ceremonia del Jéets méek. El padrino tomó al niño a horcajadas y le dio nueve vueltas alrededor de la mesa, explicándole las funciones de cada uno de los instrumentos. Las nueve vueltas eran de carácter religioso. Representaban la obligación
  • 10. de los hombres de cumplir con sus deberes antes de morir. Si Ah Venado estaba predestinado para ser escritor, tendría que asumir su oficio con responsabilidad. A partir de ese día, su vida transcurrió con equilibrio. Se dedicaba a jugar descalzo, a trepar árboles, a bailar y cantar, sin mayores obligaciones. Ix Paloma le dio absoluta libertad, lo dejó hacer lo que quisiera. En ese tiempo irresponsable trató de inculcarle hábitos de limpieza. Lo bañaba diariamente en la batea de madera que tenía en el patio para lavar la ropa. Sus primeros paseos fueron a: los criaderos de aves preciosas, a los talleres donde los artistas realizaban las obras de arte plumario, a los talleres de alfarería, donde los hombres empleaban el horno de piedra para cocer las vasijas. Pudo ver a los alfareros modelar, con un trozo de concha afilada, las figuras humanas que tanta fama habían dado a Zamá. A los cinco años se terminó la libertad. Inició la etapa de la disciplina. Observando al sol deshacerse en la línea del horizonte, Ah Venado recordó cuando su madre lo llevó a los sembradíos para que conviviera con cazadores y campesinos, y aprendiera cómo se preparaban los arcillosos terrenos para el cultivo. Durante el invierno talaban los árboles del bosque formando un cuadrángulo. Enseguida disponían de la tierra por medio de oraciones y ritos mágicos. En las cuatro esquinas orientadas hacia los puntos cardinales, un sacerdote sembraba semillas, ollas de miel, copal, y esculturas de arcilla representando a los dioses de la agricultura. Todos los elementos servían para invocar la gracia del dios Chaak, que agradecía a los mayas mandando lluvia, elemento vital para la agricultura y la supervivencia. Ah Venado aprendió desde su infancia la importancia del maíz, sustento primario del pueblo. Visitó los huertos de árboles frutales, donde se cosechaba: aguacate, chicozapote, ciruelas, saramuyo, papaya, nancen y zapote negro. Aprendió la artesanía de la confección de jícaras, que servían como recipiente para beber agua o lavar la ropa, mismo material con el que se fabricaban las canoas de los marinos y los tambores de guerra. Se divirtió pizcando las pequeñas borlitas blancas con textura de seda en los campos de algodón, la más preciada fibra con la que se confeccionaba la mayor parte de las prendas de vestir. A los doce años le permitieron participar en la cacería. Con arcos y flechas, dardos, lanzas y jabalinas, los cazadores cobraban: conejos, venados, jabalíes armadillos y tepescuintles. El faisán y el venado —le advirtieron— eran alimento exclusivo de la clase sacerdotal. Los comían durante las ceremonias sagradas. Estaban prohibidas para el vulgo, que sólo tenía acceso a los patos silvestres, tortugas de los cenotes, iguanas y perros cebados carentes de pelo. Cuando la expedición resultaba mala, los cazadores imprecaban a los dioses pequeños. Cuando era buena, embadurnaban con la sangre de las presas las estatuas de los dioses magnos. Recordó también los castigos: tres días de ayuno, porque junto con otros niños había cortado algunas verduras, o matado a algún pájaro con sus cerbatana. Cortar frutas que no se iban a comer, o matar animales por simple diversión, era un atentado contra la naturaleza, castigado con severidad. Fue en ese tiempo, cuando sus compañeros empezaron a burlarse de él y a temerle por el color de sus ojos. La noche tomó posesión de la tierra del Mayab. El mar era una mancha negra, espejo que reflejaba los rayos de la luna. Ah Venado siguió encuclillado, el mar nocturno también lo hipnotizaba. Llegó el momento de la pubertad, la fecha en que oficialmente pasaría de la adolescencia a la edad adulta. Esa noche la pasó en vela por los nervios. Encontró a su
  • 11. madre torteando la masa para preparar las tortillas del desayuno. Le preguntó como todos los días al amanecer. —¿Saldrá el sol hoy? Una pregunta existencial, que contenía la angustia que se acumulaba en la noche, cuestionamiento que cada madrugada se hacía a sí mismo, rezando para que no llegara el día en que Kin no apareciera en el oriente. El día nefasto largamente esperado en el que iniciara la noche eterna. El fin de todas las cosas. —Saldrá —respondió Ix Paloma— como todos los días y verás la bajada de Dios. A las nueve en punto se encaminaron a la casa del Principal. Hallaron reunidos a otros adolescentes con sus padres. La llegada de Ah Venado provocó, como siempre, un silencio temeroso. Los jóvenes encontraron refugio en las enaguas de sus madres, para protegerse del niño de los ojos del color del cielo. Solían burlarse de él cuando estaban en grupo, pero a solas les daba pánico. Llegó a la ceremonia el gran sacerdote y sus ayudantes, los cuatro chaaks, y sus padrinos. El oficiante traía un hisopo de madera labrado, del cuál colgaban colas de serpiente de cascabel, que producían el ruido de sonaja que espantaba a los malos espíritus y atraía la lluvia. Expulsó a las fuerzas del mal y los ayudantes, regaron la tierra del patio con agua de uno de los cenotes sagrados. Ah Venado sintió la presencia húmeda del rostro de jade del Dios Chaak. El sacerdote, ataviado de gran penacho de plumas y capa bordada, colocó una estera en el centro del patio, y los cuatro chaaks se sentaron en las esquinas, simbolizando los cuatro puntos del universo. El padrino, hombre de alta jerarquía, había solventado los gastos de los varones, y la mujer más anciana del pueblo, fungía como madrina de las mujeres. Los chaaks cubrieron la cabeza de los adolescentes con una manta blanca, interrogándolos sobre su conducta. Algunos fueron separados del grupo, por faltas graves cometidas. Ah Venado sintió un enorme miedo en el estómago al ser interrogado, pero no fue separado del grupo ante la satisfacción de su madre. Ah Paloma tenía miedo. Sabía que su hijo era diferente. Los padrinos amagaron nueve veces a los niños. Les mojaron la cara y los intersticios entre los dedos de las manos y los pies. Ah Venado, obedeciendo al sacerdote, entregó sus ofrendas, simbolizando su aceptación a la sociedad, y las nuevas responsabilidades que tendría a partir de ese momento. El sacerdote cortó las cuentas blancas que le habían atado al cabello desde pequeño, y a las niñas les quitó las cinchas rojas que cubrían la vagina, señal de que eran aptas a partir de ese instante para el matrimonio. Los chaaks fumaban grandes pipas, y les echaban el humo para purificar los cuerpos. A Ah Venado le ofrecieron una jícara llena de Balché Después de beber un trago, lo devolvió a uno de los chaaks que bebió el resto. Fueron después conducidos al interior de la casa para meditar, mientras los adultos estaban en el patio, comiendo y bebiendo, con excepción de los padrinos, que habían ayunado tres días antes, y lo harían nueve después de la ceremonia. De regreso en su casa, Ah Paloma entregó al nuevo adulto su primera braga y unas sandalias de piel. A partir de ese día, no podría andar desnudo y tendría que pasar muchos días en la casa de los célibes. Fue entrenado en el juego de pelota, en lanzamiento de jabalina y, en las danzas rituales como parte de su instrucción primaria. El día de su cumpleaños dieciocho, Ah Paloma lo llevó al atardecer a la orilla del océano, donde el Castillo, principal construcción de Zamá, reverberaba su sombra sobre la playa. Ahí le reveló su verdadero origen, y el nombre de su padre. —Hijo querido. Eres ya un hombre, estás preparado para saber la verdad. Me has preguntado desde niño, por qué eres diferente a los demás, y siempre he evadido la respuesta. Ayer, tu padrino Ah Tecolote me sugirió que te contara la historia de tu
  • 12. nacimiento. Hace dieciocho años llegó a Zamá un grupo de hombres muy diferentes a nosotros. Su embarcación se estrelló en el arrecife de coral que sólo los navegantes mayas saben sortear. Fueron apresados por los guerreros y encerrados por órdenes del supremo sacerdote en jaulas de bejuco. Fueron cuidados y alimentados con esmero, Eran trece hombres de piel sin color, cubiertos de pelo en la cara y en el cuerpo. Algunos tenían los ojos de color azul, como tú. Yo era una de las encargadas de llevarles la comida y la bebida, suficiente para que se hartaran tres veces al día. Los prisioneros recibían trato propio de importantes; carne de venado, pavo de monte, gallinas y tortillas hechas a mano con la masa del maíz cocido. Al cuarto día fueron conducidos al Consejo Maya, formado por los principales sacerdotes y políticos de la comunidad. El sumo sacerdote se dirigió al Consejo. —Desde tiempos inmemoriales, los Chilam Balames han augurado la llegada de hombres sin color y peludos para dominarnos, convertirse en dueños de nuestras tierras y subyugar a nuestra raza. Los dioses me dicen en este momento, que está en nuestras manos evitar esas predicciones y revivir el fervor del vulgo para agradarlos. En especial, al Dios Rojo Chacxibchac, que en el próximo ciclo va a gobernar al mundo. Es urgente lavar el rostro de las divinidades con sangre humana, la preferida del Dios Rojo. Debemos librarnos de las profecías del Chilam Balam y aplacar la ira de los dioses ofreciéndoles, en las próximas fiestas, la sangre de estos forasteros que han llegado a las tierras de Zamá con el único fin de terminar con la libertad, con nuestras tradiciones y costumbres, y con nuestra religión. Intervino entonces uno de los más ancianos astrólogos. —Hace ya algunos meses, que estoy viendo barcos enormes con soldados portando armas que lanzan rayos fulminantes, muy superiores a las nuestras. He visto caer, como consecuencia de esas centellas mortíferas algunas de nuestras divinidades. Acuerdo con el venerable Ministro de los Dioses. Debemos lavar los presagios con la sangre caliente de los extraños. El Sumo Sacerdote, siguiendo las sugerencias del Parlamento, dictó la suerte de los inculpados. —Si es el sentir de todos, los prisioneros serán sacrificados en el tabernáculo del Dios Rojo el día en que tome posesión del gobierno del mundo. Al término del cuarto día, que coincidía con el primero del año, la piedra de los sacrificios y los incensarios fueron pintados de color rojo en honor al dios que ese día tomaba el poder. El Chilam Balam fue llevado en andas, para seleccionar a las víctimas que habrían de ser sacrificadas. Músicos y bailarinas regalaban lo mejor de su repertorio y los cuatro chaaks se ubicaron en los ángulos del templo formando un cuadrángulo de cuerdas por donde tendrían que pasar los hombres que quisieran presenciar la inmolación. —No pude asistir —dijo Ix Paloma—. Las ceremonias en donde se realizan sacrificios humanos están prohibidas para mujeres, pero tu padrino me contó los detalles del sacrificio. Seleccionaron a cuatro de los extranjeros. El Gran Sacerdote, parado en la piedra de los sacrificios, los obligó a echar polvo de copal en un bracero. Un oficiante de menor jerarquía, tomó la cuerda de uno de los chaaks, el bracero y una jícara de aguamiel, y salió del cuadrángulo caminando hasta la orilla del mar para arrojar todos los objetos. Era la manera de conjurar a los espíritus malignos que suelen presentarse en las ceremonias importantes. Los chaaks desnudaron a los prisioneros y los pintaron de rojo de pies a cabeza; los forzaron a beber una gran cantidad de licor, hasta que la ebriedad los hizo caer dormidos. Atados de pies y manos fueron colocados, uno por uno, en la piedra de los sacrificios. El sacerdote verdugo, tomó con ambas manos un afilado cuchillo de pedernal y lo enterró entre las costillas del primer elegido. Abrió
  • 13. entonces la herida con ambas manos y arrancó de un solo tirón el corazón completo, que colocó, aún palpitante, en un plato de barro negro y lo entregó al Sumo Sacerdote. El corazón fue ofrecido a la imagen del Dios Rojo. El sacerdote embadurnó la cara del ídolo con la sangre ardiente que brotaba. La misma suerte corrieron los otros tres. El Chilam Balam inició después una procesión ritual cargando al Dios Rojo, seguido en orden jerárquico por el Sumo Sacerdote, los chaaks, los tacones, los doctores, los sortílegos, los astrólogos, los músicos, los bailarines, terminando con el vulgo en pleno. Los náufragos supervivientes permanecieron en prisión, y seguí llevándoles la comida. Uno de los más jóvenes, me sonreía en agradecimiento. Conversaba conmigo en un dialecto extraño que no comprendía. Lucía siempre sereno e interesado en mí. Tenía los ojos azules, como nuestro mar. Ix Paloma se quedó mirando a su hijo. Apenada, le dijo —Igualitos a los tuyos. Prosiguió con el relato que Ah Venado escuchaba sin dejar de mirar al horizonte. —Después del sacrificio de sus colegas, los extranjeros se negaron a probar bocado. El único que aceptaba la comida era el muchacho de los ojos azules, al que sus compañeros mentaban Gonzalo. Una noche me quedé junto a él. Todos dormían, después de las celebraciones al Dios Rojo, por el licor ingerido. Todo estaba en silencio. Gonzalo me hablaba, aunque yo no le entendiera. Miré hacia el techo de la celda y descubrí un hoyo suficientemente grande para que pasara un hombre. Los blancos estaban a punto de huir. Mi primera intención fue alertar a los guardias que roncaban la borrachera a unos metros, pero Gonzalo me lo impidió. No con violencia, hijo. Tomó mi mano y me miró desde el fondo de sus ojos. Solicitaba mi ayuda. Mientras los demás abandonaban la prisión, me llevó a la parte posterior de las celdas y… Ix Paloma miraba al piso, evadiendo la mirada de Ah Venado. ...después me sonrió. Acarició mi mejilla y huyó para alcanzar a sus compañeros. Ah Venado miraba las estrellas intentando digerir la revelación. —De esa relación, naciste tú. Tu padre es uno de esos hombres que llegaron del mar. Se llama Gonzalo Guerrero y vive en el Chakte´mal, según me ha contado tu padrino. Se desposó con la princesa Yxpilotzama, hija del cacique. Tiene cuatro hijos, dos varones y dos hembras. Son tus hermanos. A partir de ese día, Ah Venado pasaba las horas lentas del crepúsculo, meditando. Era un hombre diferente, hijo de un extranjero. Un hombre importante. Tomó una decisión: viajaría al Chakte´mal a conocer a su padre. III. Los momentos llegan. El día de la pedida de mano no fue la excepción. Luciano dejó su gran proyecto por un par de días y estrenó ajuar completo, escandalosamente sobrio. Supervisó personalmente el atuendo de cada uno de los miembros de su familia y obligó a una de sus cuñadas, a cambiar su vestido rojo que cantaba canciones rancheras. La abuela podría sufrir un colapso nervioso con el escote. Llegaron con puntualidad británica a la mansión. Fueron ubicados por la nana maya en la sala. Incómodos, mirándose unos a otros, con ganas de reír, pero guardando la compostura para no ser apuñalados por el gran pretendiente. La mucama inquirió con solemnidad victoriana: —¿Qué van a tomar los señores?
  • 14. Jaimito, el menor y más iconoclasta del clan Arteaga repreguntó a la criada, que en su opinión, había sido moldeada tomando como muestra la cabeza de estuco de Palenque del Museo de Antropología. —¿Qué hay? —Tenemos jerez, manzanilla, ron, whisky, cognac. Una vez solicitados los aperitivos, Luciano y Jaimito se ofrecieron para ayudar. Mejor supervisamos —dijo Jaimito al oído—. No nos vaya a servir cicuta esta bruja. Media hora más tarde, aparecieron las tres generaciones Santibáñez. Doña Soledad, la abuela, disfrazada de María Luisa, esposa de Carlos IV, luciendo un modelo original del siglo XVI. Caminaba con dificultad por las toneladas de joyas de la corona que se había colgado; en seguida: Teresita del niño Jesús, la mamá, vestida de Lady Hamilton. Cerraba el desfile la princesa Margarita, que parecía una muñeca de porcelana de Dresde. Su expresión de niña virgen combinaba con el vestido blanco de organdí con aplicaciones de tira bordada, confeccionado ex profeso para la ocasión, de acuerdo a las indicaciones de la abeja reina. La familia Arteaga se sentía fuera de sitio, o de siglo. Avergonzados por su indumentaria y sus modales plebeyos. Menos Jaimito, al que la solemnidad le provocaba urticaria. Era el único que quedaría soltero después de la boda de Luciano. Jugador, sibarita, mujeriego y simpático hasta la ignominia. Cuando se sentían ángeles volando por la sala, rompía los silencios con chascarrillos irreverentes, comentarios de futbol, y se rellenaba su whisky cada veinte minutos, solicitando autorización a la abuela. —Doña, con su anuencia, me voy a servir otra copita de este excelente Chivas Regal antes de que se añeje más. —Está usted en su casa. Al sonar las once campanadas, se sirvió la cena. Al terminar regresaron a la sala donde les ofrecieron café, té y licores. Llegó el momento de la verdad. La abuela exigió que se retirara la mayoría de los presentes, quedando en la sala, solamente el papá de Luciano, la abuela, Teresita del niño Jesús y el pretendiente. Los demás fueron ubicados en una antesala, donde la tensión fue paliada por los chistes de Jaimito, que escamoteó una botella de cognac de la cocina y ofreció una copa a todos. Mientras tanto, en la sala, el papá de Luciano tomó la palabra. —Estimadas señoras. Permítanme primero agradecer su gentileza por las atenciones que han tenido con mi familia esta noche. Son ustedes anfitrionas como ya no hay en México. Dejó pasar unos segundos, intentando oxigenar sus pulmones, metiendo el dedo índice en el cuello de la camisa. Aspirando con avidez. —Deben ustedes imaginar el motivo de nuestra visita. Luciano nos ha hecho partícipes de su amor por Margarita. Sabemos también que es correspondido. Me permito por eso, señoras, solicitar formalmente la mano de su hija Margarita para mi hijo Luciano. Permaneció de pie durante algunos segundos, hasta que la abuela le pidió que tomara asiento. Luciano había convertido en hilachos una servilleta a fuerza de torcidas nerviosas. La mamá de la novia respondió, después de recibir una señal de la abuela. —Señor Arteaga. Luciano: Margarita es el tesoro más preciado con que contamos mi madre y yo. Es la única descendiente de nuestra familia y, hasta hoy, la compañía y felicidad. Para nosotras, este momento es difícil, muy difícil, sin embargo… La voz rompió en un sollozo inminente, que cortó la abuela de un tajo draconiano. —Tendrán que disculpar a mi hija. Es demasiado sensible, al igual que Margarita. Quería expresar el dolor inconmensurable que para nosotras significa, entregar en este acto a nuestra niña, pero es el proceso natural de la vida. Algo que en el fondo nos llena de satisfacción. Hemos conocido durante meses a Luciano. Sabemos que es un
  • 15. excelente muchacho, decente, con principios sólidos, trabajador. Es, por tanto, un honor para nosotras, aceptar a su hijo como esposo de Margarita. Vale la pena aclarar, que es la única y universal heredera de todos nuestros bienes que, aquí entre nos, no son nada despreciables, y le serán entregados a mi muerte. Una vez terminada la ceremonia, el resto de la familia se integró a la sala. La abuela ordenó que se sirviera una copa de champaña para brindar por los novios. Margarita, flotando entre nubes, recibió el anillo con brillante solitario, ante la algarabía general. A partir del día siguiente, Luciano se dedicó a trabajar frenéticamente en su proyecto, dejando los preparativos nupciales en manos de la familia Santibáñez. Veía a Margarita una o dos veces por semana, durante algunos minutos. Resistía la presión social de la abuela, arguyendo que sólo restaban tres meses para entregar el proyecto, los mismos que restaban para la boda. Los escasos minutos que pasaba con su novia, la atiborraba con detalles sobre la ciudad del futuro que proyectaba, mostrando un interés mínimo por los detalles nupciales. En las dos semanas finales, ya no le contestaba siquiera el teléfono. Le notificaba con su secretaria que se comunicaría más tarde. Su frialdad era inexplicable para Margarita. ¿Qué podía ser más importante que su propia boda? Luciano también tenía ráfagas de remordimiento por tener en el abandono a su prometida, pero se justificaba a sí mismo. Una vez terminado el proyecto, dedicaré treinta días a la luna de miel, a Margarita. Espero que entienda cuánto la amo, de qué manera valoro su belleza, sus detalles, su ternura. Unos días más. Espera con calma que nos queda toda la vida. Los días avanzaron en la misma tónica. Luciano trabajando veinte horas al día, y Margarita soñando. Los preparativos echaban el segundo hervor. El traje de novia, las invitaciones, la recepción. Todo en su punto, sin la participación del novio que ni siquiera había tenido tiempo de probarse el traje. La boda civil se realizó ocho días antes de la religiosa en la casona de los Santibáñez. Unos cuantos invitados cercanos atestiguaron la unión legal. La boda El día llegó. Luciano Arteaga trabajó hasta las cuatro de la tarde afinando con su equipo humano los detalles finales. La labor de cada uno durante su ausencia de un mes. A las seis en punto estaba vestido, con el apoyo de Jaimito, quien hizo el papel de valet y consejero sexual. Puso en la bolsa de su saco, dos pastillas de Viagra que garantizarían su eficiencia en la noche de bodas. Jaimito estaba convencido que un obsesivo- compulsivo del trabajo como su hermano mayor, tendría que ser un eunuco a la hora de la verdad. A las siete, se trasladaron a la iglesia de Santa Teresita del niño Jesús, en las Lomas de Chapultepec. Luciano se sentía incómodo. El pantalón del frac le apretaba los testículos, y el almidonado cuello de la camisa le impedía respirar. Tomó su lugar en la procesión, obedeciendo las órdenes de la abuela, que enfundada en un vestido espectacular giraba instrucciones a los papás, al novio, a los pajecitos, a su hija que no paraba de llorar, a los acomodadores de autos, a los ángeles y arcángeles, querubines y serafines que aguardaban por la novia. Luciano se sintió ridículo desfilando al compás de Mendelsson del brazo de su madre. Sin aire suficiente para respirar. Agradecía con una sonrisa falsa a los invitados que lo miraban con compasión. Se ubicó en el extremo del pasillo, al pie del altar, para esperar
  • 16. a la novia. Observó a sus papás, a las Santibáñez, a las damas de honor, a los sobrinos vestidos de paje, jugando con unos carritos ante la furia de la abuela. Apareció la novia. Luciano no alcanzaba a distinguir sus facciones, encandilado como conejo por las velas que formaban una escolta luminosa. Caminó tomada del brazo del doctor Labiada, su padrino de bautismo, médico y amigo de la familia de toda la vida. La orquesta, ubicada en la galería del coro, daba fondo musical al paseíllo. Margarita parecía flotar, no tocar el piso. Sonreía girando la cabeza a la izquierda, a la derecha, correspondiendo a las miradas, sincronizando los saludos a cada paso. Espectáculo digno de cualquier corte, en cualquier época. Su cabello entrelazado con una peineta, producía reflejos que rebotaban por todo el templo. El rojo de la boca ponía un toque de color al show de blancos. Luciano y el resto de los invitados se sentían pecadores ante la virgen que pasaba. Las mujeres dejaban escapar alguna lágrima, los hombres permanecían en absoluto silencio. Luciano se encontraba fuera de sitio. Prosaico, endeble, vulgar, ante la imagen que se aproximaba. Se hincaron en los reclinatorios dispuestos a iniciar el rito. Miró el rostro de la novia, y sintió el retumbar de las sístoles y diástoles. Margarita miraba la imagen de la virgen. Parecía estar en trance místico, en un enlace sobrenatural. Sonreía a las madrinas, que se esforzaban por poner el lazo, por entregar los anillos y las arras, pero sin mirar a nadie. Estaba ausente. El sacerdote expresó las palabras rituales. —Señor Luciano Arteaga. ¿Acepta por esposa a la señorita Margarita Santibáñez? —Acepto. —Señorita Margarita Santibáñez. ¿Acepta como esposo al señor Luciano Arteaga? —Sí padre, acepto. —En el nombre de Dios, y con la autoridad que me confiere la Santa Madre Iglesia… los declaro marido y mujer. Luciano miraba a su esposa. Lívida. Etérea. Posesionada con la imagen de Santa Teresita del niño Jesús, que atestiguaba en silencio el acto. El sacerdote realizaba las actividades propias del culto, Luciano no dejaba de mirar el perfil de Margarita. Todo sucedió en segundos. Margarita miró a su esposo con un expresión de angustia y se desvaneció ante el altar, provocando un maremágnum a su alrededor. En la sala de espera del hospital, Luciano intentaba coordinar las ideas. No lograba entender qué estaba sucediendo. Lejos del grupo que los había acompañado: hermanos, amigos cercanos, padres, la mamá y la abuela de Margarita. Las dos horas que había durado la espera, provocaba mutaciones importantes en cada persona. La más notoria era la de la abuela. Estaba derrumbada. La varona dominante cedió su lugar a una anciana derrotada, llena de angustia. Treinta minutos después, apareció el doctor Labiada, el médico de la familia. Su rostro reflejaba frustración y rabia. El grupo entero lo rodeó. De su boca salieron palabras congeladas. —Soledad, Margarita acaba de fallecer. Te dije hace años que su corazón no podría resistir emociones tan fuertes. Que no era una niña muy sensible, como afirmabas. Estaba enferma, muy enferma. Su corazón explotó ante la emoción del matrimonio. Luciano no escuchó más que las primeras palabras. Veía todo a través de una película roja. Aceptó los abrazos de familiares sin entender nada. Aprovechó un hueco en el trámite del hospital para escabullirse a la calle. Caminó durante horas sin rumbo fijo.
  • 17. Los transeúntes lo miraban extrañados. Era un espectáculo inusual. Caminando con la mirada perdida, enfundado en su frac con un ramillo de azahares en el ojal. A las doce de la noche llegó a casa de Margarita. Atendió a su llamado la nana Isabel. Estaba enterada, por Soledad. Sentó a Luciano en la sala y le dio una copa de un raro licor. Lo bebió dócilmente. No lograba tomar conciencia de la situación, la realidad se le escapaba de las manos como una paloma. Miró a los ojos de la nana Isabel. Le impresionaron los surcos que marcaban su cara. Arrugas tristes en la piel canela. Símbolo ancestral de su raza abnegada, que considera al dolor y al sufrimiento parte natural de la existencia. La cara de la india reflejaba quinientos años de dolor callado. Sufría profundamente, pero no tenía derecho a expresarlo. Su condición social la obligaba a tragarse el malestar aunque le estuviera calcinando el alma. Luciano encontró una luz en la mirada de la india. Una luz rutilante en la que estaba Margarita. Vio a su esposa en la cuna, con quince días de nacida; a una niña rubia con rizos corriendo en un parque; a una adolescente bordando, sentada en una mecedora. Margarita aún vivía en el alma de la nana. Permaneció hipnotizado ante las pupilas. Isabel rompió el silencio. —Niño Luciano. Tienes que saber que Margarita no ha muerto. Te quería tanto que va a regresar pronto para culminar su amor. Te voy a decir en dónde la puedes encontrar. Luciano se quedó dormido en la voz de Isabel. Lo despertó la abuela a las ocho de la mañana. —Despierta hijo, tenemos que ir al funeral. La vieja guerrera había retomado al amanecer su coraza de seguridad y dominio. Estaba de nuevo al mando. Luciano fue a su departamento. Lo esperaban dos de sus hermanos, en silencio, solidarios, intentando infundirle coraje, brindando con sus caricias el bálsamo urgente. No lo necesitaba, Sabía que volvería a ver a su novia. Ignoraba dónde y cuándo, pero estaba convencido que así sucedería. Estuvo al margen de la pesadumbre del velorio. Dejó en manos de la abuela y la mamá el evento necrófilo, y regresó a su casa a esperar. En la noche, al dormir, vio en sus sueños a la nana Isabel. Su cara no reflejaba tristeza alguna. Lo miró con afecto y le dio las instrucciones esperadas. —Margarita te está esperando en un pequeño pueblo de Yucatán llamado Ah’tlan. El lugar en el que nací. Está bien, al cuidado de mi madre, pero no tiene mucho tiempo. Ve a buscarla. No pudo dormir más. Preparó su equipaje y fue a la casa de las Santibáñez. La única despierta era Isabel. Lo recibió sin sorpresa, lo esperaba. —Te vi en mis sueños nana. ¿Existe en realidad Ah’tlan? No lo encontré en mapa alguno. ¿Me está esperando Margarita, o me volví loco? —Te espera, niño Luciano, no tengas miedo. Le dio la bendición. Una bendición pagana, argamasa de siglos de mestizaje religioso. Isabel observó a Luciano subirse a su coche. Regresó a su habitación y rezó a Itzamná en silencio. La india era originaria de Ah´tlán, un pequeño poblado del Estado de Yucatán, que tenía menos de quinientos habitantes. Fuera de las rutas turísticas, de las carreteras y caminos rurales, nadie, a excepción de sus habitantes, lo conocía. No aparecía en mapa alguno. Estaba atrapado entre el mar Caribe y una espesa selva tropical, sin un camino que lo enlazara con la civilización. Sus habitantes, seres mestizos de facciones mayas, pero de ojos azules, se habían mantenido aislados del mundo por convicción y geografía. Algunos habitantes del pueblo habían salido, pero nadie había regresado. Ningún extranjero había entrado jamás. Era un caserío fantasma, que subsistía de la agricultura y la ganadería, como comunidad ecológica autosuficiente,
  • 18. que cultivaba sólo lo necesario para su consumo y no tenía relación comercial con otros pueblos. Como nadie salía ni entraba, no existía carretera que lo comunicara con el exterior. Carecían de luz eléctrica. No sabían de automóviles, televisión o radio. Vivían a la usanza maya del siglo XVI, y ningún viajero perdido, antropólogo o investigador lo había descubierto jamás. Dejó la buena salvaje a su memoria viajar varias décadas hacia el pasado, cuando tuvo que salir de Ah´tlán con doña Soledad Santibáñez y su hija recién parida, Teresita del niño Jesús. Jamás regresó. Por su condición de criada no supo nunca las circunstancias que obligaron doña Soledad a abandonar el pueblo. Mamalola, la madre de Isabel, le dijo una noche que se tendría que ir con ella para cuidar a la niña. Se trasladaron a la ciudad capital del Estado, Mérida. Desde ahí viajaron en tren, cruzando los ríos en pangas, hasta la Ciudad de México, de donde nunca salió. Dijo adiós a Mamalola y no volvió a verla. Durante los años transcurridos, había dedicado su cuerpo y alma a atender, primero, las necesidades de Teresita del niño Jesús; después, las de Margarita. Eran su familia, su único lazo con la civilización. A pesar de las décadas pasadas en la metrópolis, hablaba un español champurreado con su maya natal. Acataba los preceptos católicos impuestos por doña Soledad, pero interiormente veneraba las creencias esenciales recibidas en su infancia. Sus dioses primarios eran Hunab Kú, Chaak, el dios de la lluvia, e Itzamná. Conocía la historia de Ah´tlán por Mamalola. Pueblo fundado por Rodrigo de Guerrero, vástago del ibérico Gonzalo, y por la princesa Ix Chéel, que iniciaron una dinastía de mestizos con facciones mayas y ojos azules. Tenía el pensamiento maya incrustado en su mente original. Sabía que el ciclo de vida de los habitantes del mundo estaba a punto de expirar. Nadie sobreviviría al holocausto. Estaba ya cerca el día trece Baktún, en el que sucumbirían los pueblos degenerados del mundo y toda la creación. De acuerdo al libro sagrado, que sólo podía comprender Mamalola, el mundo actual sería aniquilado en el año cristiano de 2013. Sólo quedaban algunos años de existencia antes del término del gran ciclo de la Cuenta Larga. Los seres humanos irán al cielo, ese cielo apoyado en las esquinas por cuatro bacabs, y por cuatro árboles de diferente color y especie y una gran Ceiba en el centro. Tiene el cielo trece capas, cada una dirigida por su propio dios. Destino universal de los mayas. El dios mayor de las reverencias de los ahtlanes, es el poderoso Hunab Kú, y la deidad suprema, Itzamná, el dios anciano de enorme nariz, gran patrono de la ciencia e inventor de la escritura. Esposo de Ixchel, diosa de la medicina y protectora del parto. Los demás dioses son descendencia de Itzamná e Ixchel, dioses menores. Isabel fue educada por Soledad, en la religión católica. Asistía a misa los domingos. Conocía las oraciones. Después de rezar el rosario con sus patronas, se refugiaba en su cuarto a pedir perdón a Hunab Kú, solicitando su comprensión. Oraba a los Chaaks, dioses de la lluvia, todas las noches, rogando que mandaran agua abundante a Ah´tlán, lugar al que tendría que regresar, para morir en manos de Mamalola. Tenía frecuentes pesadillas, fruto del pecado de rezar al dios católico y a su hijo, el profeta llamado Jesucristo. Se veía en los infiernos, castigada por toda la eternidad por los siniestros dioses mayas del mal, que representaban a la muerte. También caía en pecado por convocar a Kukulcán, dios exclusivo de la casta dominante, al que sólo tenían acceso los descendientes en línea directa de Rodrigo de Guerrero y la princesa Ix Chéel. Isabel era de las pocas indias que no tenían ojos azules, condición que las obligaba a servir como criadas durante toda su vida. Fue asignada a la familia Santibáñez desde los cuatro días de nacida, designio hecho por su propia madre, que recibió el mensaje de los dioses sobre el destino de la recién nacida. Desde que tuvo uso de razón, sirvió a las Santibáñez. Ellas le dieron instrucción elemental sobre la cultura occidental. Aprendió español y lo pronunciaba
  • 19. con acento de Extremadura. Mamalola le explicó desde niña, que cada civilización tenía sus propios dioses, y que todas las creencias debían respetarse. El dios Hunab Kú era tolerante con todas las creencias. Antes de dejar Ah´tlán, pasaba los días sagrados con su madre biológica, Mamalola, quien le enseñó la verdadera religión, la historia de su pueblo, y le imbuyó el respeto incondicional a los santos patronos: Rodrigo de Guerrero e Ix Chéel, madre de todos los ahtlanes. Siempre le temió a Soledad, por su carácter de acero heredado de los conquistadores españoles. Nadie supo jamás quién fue su esposo, el padre de Teresita del niño Jesús. Un misterio que jamás develó la Mamalola. Un día antes de salir, su madre le informó que viajaría fuera de la ciudad con doña Soledad. Su misión sería cuidar a la pequeña Teresita y servirle de chichigua, independientemente del servicio de la casa. Veinticuatro años antes, doña Soledad se tornó más agresiva y mandona. La razón: Teresita del niño Jesús esperaba un hijo. Soledad decidió que el hijo por nacer sería, ante los ojos el mundo, hijo de Isabel. Fue acostada en la cama el día de la concepción, y amamantó a la recién nacida como lo había hecho con su madre. La leche fluía milagrosamente de su pecho. Margarita se alimentada de esa fuente exuberante. La abuela se negó durante dos meses a conocer a la bastarda, producto del pecado y la debilidad congénita de Teresita. Al término del segundo mes, Teresita del niño Jesús inició una callada huelga de hambre. La charola de los alimentos que le llevaban regresaba a la cocina intacta. Soledad nada decía, no la apremiaba a comer. Tarde o temprano el hambre la vencería. Conocía de sobra la falta de voluntad y carácter de su hija, no tardaría en rendirse. No sucedió. Desesperada llamó al doctor Labiada, una de las pocas personas con las que mantenía una relación amistosa y profesional desde que habían llegado a México. Labiada atendía a las tres de todos sus males, y era de los pocos que no temían a Soledad y la ponía en su lugar. Al conocer la situación se enfureció. —Es el colmo, Soledad, a qué extremos has llevado tu fanatismo. Tu hija está al borde de la inanición. ¿Acaso no puedes entender que el instinto maternal está por encima del miedo y el respeto que te tiene Teresita? Imposible luchar contra la naturaleza. La muchacha no protesta, no grita, mejor que nadie sabes cómo es. Sin palabras se está dejando morir. Estamos en el siglo XX. Es inaudito que sobreviva alguien tan cerrado como tú. Que pongas en peligro la vida de tu hija por estúpidos convencionalismos sociales. Qué rayos importa que el niño no tenga padre. Hay miles de madres solteras en todas partes. Es un estado tan natural como el matrimonio. ¿Y la niña? Es tu nieta, a la que no te has dado el lujo de conocer. Es una niña hermosa, Soledad. Jamás en mi larga existencia había visto a una recién nacida tan bella. —Está bien —respondió Soledad dirigiéndose a la nana—. Llévale la niña a Teresita, pero yo no quiero verla. Sin embargo, la vieja guerrera no resistió la tentación de conocer a su descendiente. En silencio se acercó al cuarto de Teresita, que inútilmente intentaba dar de comer a la pequeña por primera vez. Entonces la vio. Su nieta era la reencarnación de Ix Chéel, esposa de Ah Venado, a quien se veneraba en Ah’tlán desde el siglo XVI. En todas las casas del pueblo existían pinturas de ella. Su imagen era venerada, y la niña, la hija de Margarita, su nieta, era exactamente igual. Cayó de rodillas junto a la cama sin dejar de rezar. A partir de ese día, Margarita se convirtió en el centro de atención de las tres mujeres. La recién nacida se negó a comer del pecho de Teresita, su madre biológica. Siguió siendo amamantada por la nana Isabel durante un año. No probaba otro alimento.
  • 20. IV. Ah Venado hubo de esperar dos años antes de lograr su sueño de conocer a Gonzalo Guerrero, su padre. Después de saber la verdad sobre su origen, sostuvo una conversación seria con Ah Tecolote. Su padrino era mercader y viajaba constantemente. Tenía negocios con todos los pueblos cercanos a Zamá, incluyendo a Chakte’mal, el lugar en dónde vivía su padre. Ah Tecolote prometió llevarlo en secreto cuando cumpliera veinte años. Dos eternos años tuvo que esperar estudiando muy fuerte en la casa de los jóvenes. Al cumplir los veinte, tuvo que presentar un duro examen teológico. Se presentó en la casa sacerdotal el día previsto para el examen. Tuvo que ayunar durante tres días antes y perforarse la lengua con un afilado cuchillo de caña, dolor necesario para alcanzar la pureza que le permitiera pronunciar el nombre de los dioses. Desde la puesta del sol permaneció sentado frente a la casa sacerdotal contando las estrellas, unos de sus deportes favoritos. Dejó la mente en blanco, esperando el soplo divino de los dioses con la mente abierta, Si no aprobaba el examen, tendría que presentarlo en segunda vuelta, seis meses después. Seis meses que retrasarían el viaje al Chakte’mal para conocer a su padre. El sonido agudo y penetrante de un caracol lo regreso al mundo de los vivos, indicándole que la hora había llegado. Fue conducido a un patio grande, en donde tendría lugar el interrogatorio que le haría el Gran Sacerdote mientras caminaban en círculo. Las horas de estudio dieron el resultado esperado. Ah Venado respondió a los cuestionamientos con exactitud: La diosa de la soga era Ixtab, que colgaba del cielo con una cuerda en el cuello; tenía los ojos cerrados por la muerte, y en una de las mejillas una mancha circular de color negro, representando la descomposición de la carne. Simbolizaba una antigua creencia: si un maya se ahorcaba colgando de una ceiba, se iba a los terrenos divinos por toda la eternidad. Describió también a la primera divinidad en la vida de los hombres, la diosa Ixchel, que protege a los niños en el vientre de la madre. Es responsable de la formación del rostro de los infantes en el vientre materno, diosa de la feminidad, esposa de Itzamná, el Señor de los Cielos y Dios del Tiempo, Padre Creador del día y la noche. Cuatro horas transcurrieron antes de que el sacerdote diera por aprobado el examen. Con una sonrisa lo despidió. Dos semanas después, inició su primer viaje guiado de Ah Tecolote. Partieron a la media noche, después de rendir culto al dios de la estrella polar para que los guiara. Durante el trayecto, Ah Venado fue instruido sobre los pormenores y los rituales de los viajes. —Debes fijarte por dónde caminas, hijo. Después de la muerte tendrás que desandar todos los caminos que hayas recorrido para recoger tus pasos. Así te beneficiarás con la oportunidad de hacer un examen de conciencia sobre todos los actos de tu vida, y rendir buenas cuentas a los dioses. Caminaron durante muchas horas a un ritmo preciso. La luz del alba los sorprendió en su andar. Mantenían un paso moderado y consistente para evitar la fatiga excesiva. El padrino cumplía con las obligaciones contraídas en el bautizo instruyendo al pupilo sobre los avatares del viajero. Siete días caminaron, reposando en los refugios que para los comerciantes existían en los caminos del Mayab. Los negociantes llevaban de un lado a otro las mercancías, objeto de su comercio, pero también las noticias de cada punto visitado. Los paradores fungían como ágora. Parajes de los que emergía la comunicación entre los diferentes pueblos. Para Ah Venado, el viaje fue una fuente
  • 21. interminable de sorpresas. Cada pueblo tenía diferentes características, costumbres disímbolas que nutrían la mente abierta del caminante. Ah Tecolote realizaba sus operaciones de compra-venta con una sonrisa. En todos los pueblos era respetado. Ah Venado se asombraba con sus habilidades de mercante y comunicador. Después del negocio, los compradores ofrecían comida y bebida a los viajantes, y por las noches, compradores y vendedores se sentaban alrededor de la hoguera a escuchar las historias de Ah Tecolote y a admirar de cerca al mancebo de los ojos azules. Causaba estupor la fusión híbrida de la piel del color del bronce y los ojos del color del mar que tenían enfrente. En Xelhá, Ah Venado tuvo la oportunidad de escuchar al Sumo Sacerdote explicar a un grupo de viajeros el origen del mundo. La revelación se le quedó grabada en la mente para siempre. Sentados, bebiendo licor, más de veinte viajeros escucharon la historia: Todo era quietud al principio. Existía sólo el cielo, sin manifestación de vida; con el paso del tiempo apareció el mar. Sólo había mar y cielo. Nada extraordinario había sido hecho aún. No existía el día, todo era oscuridad y silencio. Sólo los progenitores, Tepeu y Gugumatz vivían en el agua rodeados de claridad. Vivían ocultos entre las olas, tapados con plumas verdes y azules. En el mar estaba el corazón del cielo. Ahí vivía dios. Los progenitores hablaron y se pusieron de acuerdo. Mediaron durante siglos, compararon sus pensamientos, y finalmente llegaron a un acuerdo. La vida debía comenzar. Cuando amaneciera por primera vez, debería aparecer el hombre. La luz llegó y con ella, los árboles, los bejucos y la vida. Discutieron, entonces, los progenitores sobre la vida y la claridad. Decidieron llenar el vacío. Ordenaron el primer amanecer, la retirada de las aguas para dar espacio al surgimiento de la tierra. Por un prodigio se formaron las montañas y los valles, al instante brotaron los pinos y los cipreses en la superficie. Los dioses progenitores crearon en aquel momento a los animales: aves, reptiles, peces y mamíferos. Distintos unos de otros. Algunos corrían y brincaban por encima de la tierra; otros reptaban; los peces vivían en la profundidad de los mares y las aves se sostenían volando en los aires. Ninguno de esos seres era apto para la palabra, ni para venerar a los dioses; Tepeu y Gutumatz, en su megalomanía necesitaban de adoración; formaron con arcilla la carne del hombre, pero vieron que no estaba bien. Se deshacía, era demasiado blando, no podía ver, no tenía entendimiento. La obra era demasiado compleja para los progenitores, así que decidieron llamar a los dioses mayores para que lo perfeccionaran. Los agoreros y los adivinos se consultaron, meditaron profundamente y llegaron a conclusiones: dad a conocer nuestra naturaleza, que así seréis llamados por vuestras obras; tras echar la suerte, dijeron que estaba bien tallar en madera los ojos y la boca del hombre; así, terminaron su creación. De la madera del árbol llamado pito fue tallado el hombre; de espaldaña fue hecha la mujer. Los hombres de palo poblaron la superficie de la tierra: podían hablar, multiplicarse, pero no tenían alma ni entendimiento. Seres de madera sin carne ni sangre, seres no pensantes. No se comunicaban con su creador. Fueron muertos por los dioses en la gran inundación de resina que cayó del cielo; uno de los dioses les vació los ojos; otro les cortó la cabeza; un tercero devoró sus carnes enjutas y un cuarto desbarató sus huesos. No existía el cansancio en ninguno de los oyentes. Ah Venado desesperaba con los silencios que hacía antes de terminar la historia. Por fin los dioses descubrieron el maíz que se daba en algunas tierras; determinaron que era la esencia del sustento y con el maíz crearon al hombre. Uno de los dioses molió las mazorcas y preparó nueve bebidas, que generaron los músculos y la gordura, la fuerza y el vigor de los primeros cuatro hombres, nuestros padres y madres. Satisfechos de su creación, los mandaron a la tierra. Ellos cuatro hablaban entre sí, admiraban la creación, eran tan inteligentes que entendieron las cosas de la tierra y alcanzaron a ver lo
  • 22. metafísico. Eran tan doctos como los dioses, entendían el cosmos en toda su plenitud, cosa que preocupó a Tepeu y Gugumatz; eran demasiado perfectos, demasiado parecidos a ellos. Decidieron entonces limitar su visión a sólo unos cuantos metros. El corazón del cielo les echó vaho sobre los ojos para empañarlos y limitar su alcance. Con esto, fue destruida la sabiduría y todos los conocimientos de los primeros cuatro hombres para que no compitieran con sus dioses. Al siguiente día iniciaron la última jornada. A la media noche partieron de Xelhá con destino final a Chakte´mal, el lugar en el que Ah Venado encontraría a su padre. Caminaron en jornadas de dieciséis horas, sin detenerse, descansando en los momentos de mayor calor bajo la sombra de algún árbol. Seis días después, entraban en Chakte´mal. A Ah Venado, el corazón le daba vuelcos y rebotes de la emoción. Los soldados, vestidos de blanco y adornados con plumas multicolores, los miraban con curiosidad. Llegaron a la casa de un amigo de Ah Tecolote, que los recibió con alegría y les ofreció de comer. La primera comida buena en dos semanas. La esposa del anfitrión les entregó unos platos de arcilla y escudillas de barro, y les sirvió un banquete. Al terminar les ofrecieron una habitación muy grande y fresca para descansar. Un cuarto mucho mayor a los de Zamá, con el piso de tierra apisonado con agua y dos camas tejidas con bejuco. En los muros colgaban botellas de cerámica llenas de agua fresca. Los viajeros durmieron cuarenta horas seguidas, sin despertar. La excitación despertó a Ah Venado. Absurdo dormir tantas horas estando a unos metros de su padre. Ah Tecolote reposaba en paz. Recuperaba fuerzas. Salió a caminar. Vagó por la tierra apisonada de las calles de Chakte´mal. La gente lo miraba con asombro. Era muy parecido a Gonzalo de Guerrero Kan Xiu, primogénito del forastero casado con la princesa del lugar, comandante de la guerra y yerno del Gobernador. Decidió regresar. Las miradas curiosas le producían temor. Ah Tecolote estaba encolerizado: No vuelvas a salir solo, estos pueblos están en pie de guerra. No es recomendable andar por ahí sin conocer a nadie. Hasta el siguiente día, el padrino salió para buscar a Gonzalo Guerrero. Dejó al impaciente ahijado esperando en la casa. Llegó a la casa del comandante de la guerra de Chakte´mal. Fue recibido por un sirviente. Después de solicitar audiencia, lo hicieron esperar en una fresca sala. La casa era un palacio, construido a unas cuadras de la del Gobernador. Estaba rodeada por un jardín edénico, que obsequiaba el espectáculo del color de las flores, y los aromas de las especias y plantas aromáticas. Docenas de árboles frutales invitaban a su sombra, y presumían del colorido de los chicozapotes, mameyes, aguacates y anonas. Guerrero aceptó la visita del viajante, que fue conducido a la sala principal. Minutos después, apareció el castellano que —según los juglares del camino— se había convertido en leyenda que circulaba por los caminos del Mayab. Le impresionó su figura, su gran estatura y fortaleza. No tenía barba, y usaba los ornamentos propios de un general del ejército maya, orejas y nariz perforadas; de los orificios pendían figuras de oro y piedras preciosas. Tenía el cuerpo tatuado a la usanza de los guerreros. Portaba un elegante vestido de tela blanca, adornado con plumas multicolores. Demostraba su jerarquía, luciendo brazaletes y collares ostentosos. Una india joven ofreció al visitante una jícara con pinole fresco. Guerrero lo incitó a sentarse, hablando en perfecta maya. —Sé bienvenido, viajero, ¿en qué puedo servirte? —Agradezco tu hospitalidad. Vengo del pueblo de Zamá, con un mensaje de gran importancia. Guerrero se puso de pie. Era enemigo natural de ese lugar de salvajes, en donde inmolaron brutalmente a cinco de sus compañeros recién llegados a las Indias.
  • 23. —Nada que venga de ese sitio me interesa. Algún día regresaré a Zamá, pero para matar con mis propias manos al Gobernador y sus sacerdotes. —Te suplico que me escuches. Lo que tengo que decir no tiene relación alguna con los importantes de allí, ni en su representación vengo. Traigo un asunto personal de tu incumbencia, puedo asegurarlo. —Habla pues, y que sea presto. —Preferiría que conversáramos fuera de tu casa. Es un asunto tan delicado que considero que nadie más debe escucharlo. Guerrero, enojado pero curioso, condujo a Ah Tecolote al jardín y le ordenó. —Habla de una vez, nadie puede escucharnos aquí. Más vale que sea algo importante. —Hace más de veinte años, cuando huiste de Zamá, dejaste preñada a una joven. Ella tuvo un descendiente, un hijo tuyo. Está aquí, en Chakte´mal. Es mi ahijado y yo lo traje. Baste verlo para que des fe a mis palabras. Es muy parecido a ti, tiene tus ojos. Guerrero quedó mudo. El visitante aseguraba que tenía un hijo al que no conocía. Reprimió el impulso de mandarlo azotar por decir tales patrañas, pero su mente viajó al pasado y lo distrajo, para bien del viajero. Recordó el día en que huyó con Jerónimo de Aguilar y otros castellanos del pueblo idólatra de Zamá. Antes de salir, tuvo trato carnal con la india que le llevaba los alimentos. El episodio estaba borrado de su memoria, pero era un hecho real. El hijo era una posibilidad. —¿Está aquí? —Aquí mismo, en la casa del mercader Ah Puma. Guerrero lo conocía, vivía a unas calles de su casa. ¿Será posible? —Está bien, viajero, regresa a la casa de Ah Puma. Espérame ahí. Advertido vas de que, en caso de ser mentira, pagarás la osadía con tu vida. —Que así sea. Vio al visitante desaparecer. Siguió recordando la aventura. Aún padecía pesadillas al recordar la inmolación de cinco de sus compañeros: el capitán don Juan de Valdivia, amigo de la infancia; Juan de Quezada; Joseph Álvarez de Amescua; Diego Pérez de la Palma, todos apuñalados por un verdugo que les arrancó el corazón para embadurnar la cara de sus asquerosos ídolos. Recordó a la india, la buena salvaje que lo observaba por horas. Guerrero tenía casi un año sin mujer, no resistió la ocasión. Una hora después, llegó a la casa de Ah Puma que, al reconocerlo, se puso de pie de un brinco derramando el pozole que degustaba. —Excelentísimo señor don Gonzalo. Es un honor que pise esta humilde casa. —Gracias Ah Puma. Busco al mercader Ah Tecolote. El viajero de Zamá hizo su aparición acompañado por un indio joven. Guerrero se sentó asombrado. Era idéntico a su hijo Gonzalo. Con el color de piel de los nativos, pero el porte altivo y los ojos azules de su familia. Ah Venado miró a los ojos a su padre con arrogancia, sin desviar la mirada como hacían los locales. Guerrero lo interpeló con la voz de quien está acostumbrado a mandar. —¿Quién es tu madre? —Ix Paloma. —¿Qué edad tienes? —Acabo de cumplir veinte. Conversaron durante dos horas. Guerrero atiborró con preguntas al mancebo y al padrino. En realidad buscaba justificación, pero sobraba. Ese muchacho era su primogénito. Bastaba mirarlo a los ojos. Era el primer mestizo. Mayor que Gonzalo, su primer hijo con Yxpilotzama. Se despidió a las diez de la noche, pidiéndole a Ah Venado que permaneciera en el pueblo. A los cuatro días, Ah Tecolote confesó a Guerrero su intención de partir esa noche, pero se llevó una gran sorpresa. Ah Venado
  • 24. decidió quedarse en Chakte´mal por unos días. El padrino inició el regreso, mortificado. Cómo explicaría a Ix Paloma que su hijo se había quedado con su padre. A partir del día siguiente, Ah Venado permanecía en la casa de Ah Puma durante el día, y por las noches se encontraba con su padre en las afueras de la ciudad. Conversaban durante horas. Ah Venado era muy curioso, adoraba saber de sus raíces, lo llenaba de preguntas sobre el reino de Castilla y la familia Guerrero. —Somos originarios de Badajoz, provincia de Extremadura, en España. Mi padre, tu abuelo, fue don Ramón de Guerrero. Tu abuela, doña Rosario de Bahamonde, descendientes de una familia de rancio linaje. Tengo cuatro hermanos, un hombre y tres mujeres: don Juan es el mayor, le sigo yo, y después doña Rosario, doña María Manuela y doña Beatriz. Llegué a estas tierras cruzando la mar océano en la nao llamada La Santa Lucía. Nos embarcamos hace diecinueve años, don Jerónimo de Aguilar, alférez de montada, siete soldados y yo. La nao venía al mando del capitán don Juan de Valdivia, unos de los que fueron sacrificados en tu tierra, donde hasta la fecha tienen esas aberrantes costumbres. Tuvimos un terrible viaje, agitado por el mal tiempo de estos mares; estuvimos cerca de naufragar durante todo el trayecto. Don Diego tuvo a bien explicar que estábamos al garete atrapados en una corriente marina. Perdimos trece hombres en el camino. Sólo sobrevivimos diecinueve. Tuvimos que racionar el agua. Algunos de los tripulantes cayeron al mar, y fueron devorados por esos monstruosos peces marinos que sacan del agua el espinazo. Al sexto día de navegación, la nao estaba partida por la banda de estribor, y tuvimos que soltar una barcaza de salvamento y refugiarnos en ella los sobrevivientes. Jerónimo de Aguilar, alternaba horas enteras de rezo, invocando la subvención del cielo, con blasfemias soeces. Intentó incluso matarse con su propia espada en un momento de desesperación. La lancha sin control alguno, navegaba con rumbo al levante. Diez días anduvimos al garete, dando tumbos, sobreviviendo, cada día menos. Los que no morían deshidratados, caían al mar por las olas. Al décimo día, vimos finalmente tierra. Llegamos a una playa llena de árboles y palmeras Quedamos ahí tendidos, agotados. Al despertar, nos encontramos con la sorpresa de estar rodeados por decenas de indios armados con afiladas cañas con punta de pedernal, y con el rostro pintado de colores. No era una pesadilla. Estábamos ahí, en tierra desconocida, cansados y débiles, rodeados de indios desnudos que hablaban en una jerigonza ininteligible. Nos apresaron y condujeron a una plaza en medio de un pueblo con enormes construcciones. Fuimos apresados en jaulas, como animales de presa, y unos días después sacrificaron, en una fiesta idólatra, a cinco de mis compañeros. Después de las fiestas, todos quedaron dormidos por la borrachera, y pudimos huir con ayuda de tu madre. La noche en la que escapamos fuiste concebido. Sólo seis logramos sobrevivir a la furia del mar y a la costumbre que tienen en Zamá de sacrificar seres humanos. Caminamos a través de la selva sin saber a dónde nos dirigíamos. El sol a nuestra espalda nos indicó que íbamos hacia el poniente. Después de marchar siete leguas, encontramos un lago transparente, de los que llaman cenotes aquí. La mayoría de mis compañeros decidieron refrescar su piel, que no había tocado agua dulce en meses. En ese manantial fuimos emboscados por los soldados de Zamá que nos perseguían, y lograron atrapar a cuatro españoles desnudos e indefensos. Jerónimo de Aguilar logró escapar perdiéndose en la espesura del bosque. Lo imité. Me interné en una selva oscura y logré evadir a los indios que me perseguían. Caminé sin rumbo fijo durante veinte días, alimentándome con frutos de los árboles, hasta que llegué a este pueblo. Decidí entrar e implorar por ayuda. Estaba tan cansado y débil, que poco me importaba ser cogido y sacrificado. Entré por la calle principal. Fui detenido por los soldados del gobernador que me condujeron a punta de lanza hasta una casa verde. Me presentaron ante el cacique. Vestía una capa que le llegaba a los pies,
  • 25. adornada con plumas de colores y adornos de oro. Portaba una corona y aretes en las orejas, un collar de cuentas de oro puro y una pechera del mismo material. Los soldados se inclinaron ante el gobernador, que se sentó en un sillón de piedra pulida, sostenido por dos tigres labrados. El cacique y los soldados se enfrascaron en una larga discusión, en la que intervinieron varios ancianos e incluso algunas mujeres jóvenes muy bien vestidas. Finalmente me llevaron a un edificio, me trajeron agua en grandes ollas para que me lavara, me ofrecieron comida y me dejaron dormir. A la media noche, Gonzalo Guerrero acompañaba a su hijo a casa de Ah Puma. Al otro día, volvían a la cita nocturna para continuar el relato. —Dormí durante varios días. Solamente me levantaba para comer y asearme. Empecé a asomarme a la puerta del aposento que me asignaron. Me convertí en el espectáculo más interesante del pueblo. Hombres, mujeres, pero en especial jóvenes y niños, venían todos los días. Me observaban durante horas, se reían de mí. Me enteré de que había sido asignado como vasallo. Me estaban preparando para tal quehacer. Uno de los ancianos me enseñó a tejer, inició mi aprendizaje. Al no tener con quien hablar castellano, aprendí en unos meses la lengua de aquí, empecé a comunicarme. Como tenía el oficio de carpintero en Badajoz, les enseñé a construir bancos y mesas. Asombraron los muebles que hice, tanto, que el Gobernador me mandó llamar. Antes de presentarme, pedí permiso para bañarme y afeitarme. Me llevaron al aposento principal del palacio, un cuarto adornado con el lujo de un Alcázar en España. Me entrevisté con Nacham, el cacique. Me pidió que enseñara a su hijo, Ahua Galel, los oficios que tanto les impresionaban. También tenía el gobernador dos hijas, que me miraban con curiosidad, riendo entre ellas. La mayor era Yxpilotzama. La menor Ixpilotzili. Me pidió también que educara al joven el arte de la guerra. Corría ya muy fuerte el rumor de la llegada a las tierras del Mayab de hombres blancos, como yo, en plan de conquista. Me mudé a la casa principal como instructor del hijo. La hija mayor, Yxpilotzama, pasaba horas observándome mientras le daba clases a su hermano. Me sonreía. Un día expresó a su padre su intención de tomarme como esposo. La familia gobernante se reunió en pleno. Después de muchas discusiones, aceptaron que la princesa mayor tomara como marido al hombre barbado de Castilla, sin pedir mi consentimiento. Quedó señalada la fecha: el día Muluc, del mes Xul, del Tsolk’in. Mientras llegaba el día fijado, enseñé al pequeño Galel el oficio de carpintero que aprendí en mis verdores en Badajoz. Debo contarte que accedí al oficio a escondidas de tus abuelos, que consideraban el quehacer de artesano poco digno para un descendiente de su linaje. A escondidas iba al taller de Andrés de Piedrasanta, un brillante escultor de madera y fabricante de instrumentos musicales. Le enseñé a Galel, a fabricar un gambarrino, utilizando el carapacho limpio de un armadillo, y cuerdas hechas con tripa de zarigüeya. Resultó un estudiante aplicado. Aprendió con facilidad a tocar melodías y deleitaba a la familia por las noches. Los llenaba de placer. Como tuve que trabajar siete meses para el cacique, como pago obligatorio por el rescate de su hija, fabriqué muchos instrumentos musicales, y enseñé a todos los habitantes del pueblo a tocarlos. Llegó la fecha del matrimonio. Según mis cálculos era el año de Cristo del 1512. —¿Cómo fue la boda? —preguntó Ah Venado. —Me llevaron muy temprano ante la presencia de Itzamná, dios mayor de la tierra y del cielo, para purificarme con el humo que sale del brasero. Fui conducido después a una casa muy grande, donde estaban otros jóvenes que iban también a contraer matrimonio ese día. Llegó un sacerdote y nos preguntó si habíamos cumplido con el rescate de las novias. Preguntó a los padres si estaban de acuerdo con que sus hijas se casaran con los
  • 26. pretendientes. Al recibir la aprobación, el sacerdote dirigió unas palabras a la efigie del dios Chaak y echó incienso sobre los contrayentes. Las novias llegaron con un dogal de colores, tejido con la fibra del henequén. Los hombres tomamos un dogal similar y caminamos acompañados por cuatro sacerdotes, el tartulero y el brujo. El brujo estaba pintado de negro y rojo, vestido con pieles de animal y portaba un sombrero adornado con plumas de águila. Bailaba sin cesar, haciendo sonar los cascabeles que llevaba prendidos en todo el cuerpo. Detrás del grupo inicial, venían otros músicos y el resto del vulgo en una procesión interminable. En el atrio de Chaak, los sacerdotes tomaron las dos cuerdas, la de las mujeres y la de los hombres, y las ataron por ambos extremos formando un círculo, en el que fuimos metidos los hombres. Mientras, las mujeres fueron llevadas ante la efigie de Ixchel, y les quitaron la concha que cubría sus partes amatorias, adminículo obligatorio de las solteras para resguardar su doncellez. Sin las conchas las metieron en el círculo de los hombres, y cada uno tomó la mano de su pareja mientras nos echaban humo del Pom. Llegaron entonces los músicos, cantando y bailando para agradar a los dioses. Salimos de las cuerdas de henequén. Las novias las tomaron con gran algarabía, y las depositaron ante la diosa de la femineidad. Finalmente, fuimos a un gran salón. Comimos, bebimos, recibimos los regalos que el pópulo trajo a su princesa: esculturas, vasijas de barro decoradas y telas muy finas. Festejamos hasta que llegó el momento, de irme al aposento de Yxpilotzama. Al llegar a su casa, Ah Venado meditaba sobre las revelaciones que día a día le hacía su padre. Aquí en Chakte´mal nadie me teme. Mis ojos no provocan miedo, ni burlas. Mi padre es un hombre importante, respetado, lleno de sabiduría. Me siento mucho mejor aquí, me encantaría quedarme a vivir. Pero qué pasaría con mi madre. Nada tengo en Zamá con su única excepción. Aquí podría convertirme en un guerrero importante, traer a Ah Paloma a vivir en esta tierra. ¿Me aceptará don Gonzalo como hijo? Tiene tres con la princesa, nunca me reconocerán. El mayor, el llamado Gonzalo, es apenas un año menor que yo; le sigue Juan, bautizado con el nombre de su abuelo, y la pequeña rubia es Rosario, lleva el mismo nombre de mi abuela de Extremadura. Tomó una decisión importante. Volvería a Zamá a comunicar a su madre las buenas nuevas. Había encontrado a su padre y se quedaría a vivir en Chakte´mal para aprender las artes de la guerra y de la laudería. Al anochecer, habló con su padre y le comunicó sus intenciones. —No puedo reconocerte públicamente, sabes que soy yerno del cacique y podría molestarse conmigo. Lo conozco, es capaz de mandarte matar. Ve a Zamá. Si quieres trae a tu madre. Pueden vivir en la casa de Ah Puma. Yo le proporcionaré los medios. Puedo enseñarte todo lo que sé, pero nunca, nunca debe enterarse mi esposa o mi suegro de que eres hijo mío. Con la bendición católica de su padre, inició el camino de regreso. V. Despertó doña Soledad Santibáñez al más infausto amanecer de su vida. El destino golpeó inmisericorde. Después de una semana, cayó en una crisis de rebeldía, pero no contra el dios católico, sino contra los dioses primarios que poblaban las entrañas de su espíritu. Por qué insistían en aporrearla de manera tan cruel. Al fulminar a la reencarnación de Ix Chéel daban validez a las estúpidas profecías de Mamalola que se opuso a que salieran de Ah´tlán cincuenta años antes. Retomó el rencor contra la hechicera maya —que tomaba revancha cinco décadas después— por haberle robado a Isabel, su única hija. Recordó la escena como si hubiera sido una semana antes. Tenía entonces veintidós años, y era tan bella que producía temor a los jóvenes pretendientes.
  • 27. Hija de la quinta Rosario, descendiente en línea directa de Rodrigo de Guerrero, hijo de Gonzalo, heredó la hermosura de Ix Chéel, y la arrogancia de Rodrigo. Altiva, sofisticada, subversiva ante el encierro en el que vivían en Ah´tlán, y ante la imposibilidad de encontrar una pareja digna de su alcurnia. Estudió con ahínco la historia de España, venerando todo lo relacionado a sus antepasados. La cultura mestiza le provocaba conflictos existenciales. La enseñanza de la cultura maya la tenía sin cuidado. Trató siempre a Mamalola con poco respeto y consideración. La menospreciaba, porque descendía de la única línea de habitantes que no tenía ojos azules y por su religiosidad pagana e idólatra —Mamalola jamás aceptó al Dios católico, ni a su profeta Jesucristo—. Vivía como sus antepasados mayas, despreciando el mestizaje cultural y religioso. Aceptaba que la india poseía gran sapiencia: era capaz de interpretar el pasado y de predecir el futuro. Era la Chilam Balam, la agorera principal de Ah´tlán; en sus manos residía el futuro de todos los niños del pueblo. Soledad era diferente. Blanca. Pura. Soñó desde su infancia con dejar el pueblo y viajar a la España de sus ancestros. Se rebeló desde los diez años ante la prohibición que durante cinco siglos impidió salir a los habitantes de Ah´tlán. Se reía de los jóvenes que osaban pretenderla. Como descendiente en línea directa de los padres fundadores, esperaba un destino diferente. Sus padres murieron de una extraña afección cardiaca cuando ella cumplió los doce años, y desde ese día vivió en la casa de Mamalola, hasta que cambió su destino. Durante la celebración del año nuevo, el pueblo entero se sumergió en una francachela que duró seis días. Soledad, que abominaba esas paganas costumbres, observó el desarrollo de las fiestas con repugnancia. Huyó a su escondite favorito: un claro en el bosque en el que solía refugiarse cuando le llegaba el agua al cuello. Un círculo de pasto y flores, rodeado por enormes cedros que permitían pasar los rayos del sol intermitentemente, creando una atmósfera de claroscuros que la embriagaba. En uno de los costados del claro, pasaba un arrollo de agua clara y transparente alimentando a las flores y a la hierba. Solía acostarse sobre un mullido colchón de flores de Xtabentún y soñar con la España de sus abuelos, con sus antepasados gentilhombres, y con un príncipe de Castilla que algún día aparecería para rescatarla y llevarla a la tierra de Gonzalo Guerrero. Antes de salir, tomó un recipiente lleno del elixir que preparaba Mamalola con las flores de Xtabentún y la miel de las abejas. Jamás se había atrevido a probarlo. Era muy fuerte, y le daba miedo el misticismo con que la vieja lo preparaba. Bebió por primera vez un trago del brebaje y lo encontró dulce y estimulante. Tenía un sabor exquisito y un aroma similar al de su escondite del bosque. Se terminó la botella y cayó en un sueño apacible. Estaba llena de lascivia, algo nunca antes experimentado. Cada poro de su piel tenía vida propia. Abrió los ojos y lo vio: un hombre del tamaño de los árboles, de piel sin color, enfundado en una brillante armadura. —¿Quién sois? —interrogó al intruso: —Francisco de Santibáñez, natural del puerto de Santa María, en Castilla. Estoy perdido. Llegué en la expedición de don Diego de Nicuesa para el Darién. Naufragamos y llegué a una playa sin habitantes. He vagado desde entonces, sin derrotero. Eres la primera persona que veo en años. —¿Conocisteis a don Gonzalo Guerrero? —¡Voto a Belcebú! Por Cristo que lo conocí. Venía con nosotros en la expedición. Era una persona muy importante allá en la Extremadura de España. No le he vuelto a ver desde el día del naufragio. Soledad sintió una gran compasión por ese hermoso hombre perdido, que según sus cálculos, había vagado por las tierras del Mayab por cuatrocientos años sin ver a nadie.