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ESC. SEC. TEC. No. 80
“Moisés Sáenz Garza”

Antología de cuentos hispanoamericanos.

Integrantes: Núñez Gómez Sergio Aldair.
Gutierrez Aguilar Raziel.
Monroy Uribe Víctor Manuel.
Martínez Rosas Alan.

Profesora: Fátima Maribel Linos Hernández.

Grado y Grupo: 3° J

Ciclo Escolar: 2012-2013.
Índice:

Paginas.

Prologo……………………………………………………………... 2

Agradecimientos…………………………………………………. 4

Cuentos……………………………………………………………. 5

Bibliografía……………………………………………………….. 31
Prologo:
En esta antología hablaremos de varios cuentos hispanoamericanos de distintos autores
reconocidos, cada escritor respeta su propia idea, por eso encontramos cuentos con
temas creativos y variados, por ejemplo esta el cuento “El eclipse” de Augusto
Monterroso, cuenta la vida de Fray Bartolomé Arrazola un padre español que vino a
Guatemala a convertir a los indígenas del nuevo mundo a la religión católica, y estando
en tierras guatemaltecas desde hace tres años se pierde en la selva poderosa y es
tomado en cautiverio por un grupo de indígenas los cuales lo ofrecerían en sacrificio.
Angustiando por su vida recuerda que ese día se produciría un eclipse total de sol e
intenta asustar a los indígenas diciéndoles que ocultaría el sol si no lo dejan en libertad,
el no esperaba que los indígenas gracias a los astrónomos de la comunidad estuvieran
enterados del eclipse total de sol, después de un par de horas Fray Bartolomé muere
desangrado en el lugar de los sacrificios a manos de los indígenas guatemaltecos, otro
ejemplo seria “El muerto” del reconocido Jorge Luis Borges que menciona que un
hombre argentino Benjamín Otálora, un triste compadrito sin más virtud que la
infatuación del coraje se interna en los desiertos ecuestres de la frontera de Brasil y llega
a ser capitán de contrabandistas, parece de antemano imposible. A quienes lo entiendan
así, quiero contarles el recuerdo en el barrio de Balvanera y que murió en su ley de un
balazo por el señor Acevedo. Enrique Anderson Imbert con el cuento “El fantasma”
damos un fragmento de este cuento: …Se dio cuenta de que acababa de morirse cuando
vio que su propio cuerpo, como si no fuera el suyo sino el de un doble, se desplomaba
sobre la silla y la arrastraba en la caída. Cadáver y silla quedaron tendidos sobre la
alfombra, en medio de la habitación. ¿Con que eso era la muerte? ¡Qué desengaño!
Había querido averiguar cómo era el tránsito al otro mundo ¡y resultaba que no había
ningún otro mundo! La misma opacidad de los muros, la misma distancia entre mueble y
mueble, el mismo repicar de la lluvia sobre el techo... Otra seria la obra “la noche de los
feos” de Mario Benedetti, se trata de un hombre y una mujer que se describen como
feos por presentar deformaciones en sus rostros y que ante una sociedad y los prejuicios
de las personas se sienten humillados y “anormales”. La pareja se conoce a la entrada
de un cine cuando él descubre que en la fila sólo se encuentran parejas, amantes, novios
y sólo una mujer se encontraba sola y tenía sus mismas características. “El almohadón
de plumas” de Horacio Quiroga trata que Alicia y Jordán sean dos enamorados. Tras
volver de su luna de miel, Alicia se siente cada vez más débil y adelgaza cada vez más, y
así estuvo cinco días en el que constantemente iban médicos a visitarla a casa que a
cada día de esos cinco q iban trascurriendo estaba peor. Murió a los cinco días de una
supuesta anemia muy aguda, pero después de morirla mujer que limpiaba la casa de
Alicia y Jordán descubre manchas de sangre en el almohadón de plumas sobre el que
dormía Alicia. Jordán entonces abrió este almohadón, que pesaba muchísimo vio que
dentro había un parásito horroroso que se había alimentado de la sangre de las sienes
de Alicia hasta provocarle la muerte. Gabriel García Márquez no muestra esta
interesante historia “la luz es como el agua”, la historia de una familia compuesta por
los padres y dos hijos. Vivían en una ciudad mediterránea donde no había actividades
marinas, pese a eso ambos hermanos insistían en que les compren una lancha, sus
padres al principio dudaron pero al final complacieron a sus hijos comprando las lanchas,
ya que ambos habían obtenido los primeros lugares en sus estudios. Pasaron el día y los
padres estaban muy preocupados porque no sabían que intenciones tenían con las
lanchas. Cierto día los padres fueron invitados a una fiesta y los dos niños quedaron
solos en su casa, los dos al ver que estaban solos empezaron a llenar la casa de agua y
la luz iluminaba el agua azul. Cuando retornaron los padres se llevaron una gran
sorpresa, habían muerto ahogados, más de un centenar de niños incluyendo a sus
hijos. En la historia, “Con los ojos cerrados”, por Reinaldo Arenas, el personaje
principal es un niño que tiene ocho años. El niño es el narrador también. Él es un chico
típico, no quiere levantarse temprano y oculta información a su madre y familia. Pero el
niño es sincero a los lectores y él es confía en que ellos no dicen a su madre sobre su
historia. Tiene una gran imaginación y quiere pensar sobre el mundo en una luz positiva.
Quiere cosas pequeñas en su vida, como una tarta. El chico es muy interesante y es un
individuo con un buen corazón. Esta historia probablemente tiene lugar la acción en
Uruguay porque se publicó allí. El personaje principal vive en una ciudad contemporánea
y el sitio es un lugar verosímil. Creo que la historia está situada en una ciudad pobre
porque las cosas son muy baratas y el chico no tiene mucho dinero en su bolsillo. Juan
Rulfo nos presenta “la noche que lo dejaron solo” se trata de una historia; donde una
noche que estaba oscuro donde tres hombres con La Mirada al suelo tratando de
aprovechar la poca claridad de la noche en la subida. Sintió acerca rodeándolo lo tuvo
en la espalda donde llevaban terciados los rifles;
caminaba de prisa su cabeza
comenzaba a moverse se fue rezagando y después de caminan tanto se quedo dormido.
Lo despertó el frio de la madrugada y los arrieros pesaron junto a él mirándolo, se
acordó de lo que tenía que hacer; era ya de día y que tenía que atravesar la sierra por la
noche para evitar a los vigilas. Tomo el tercio de carabinas y se las echo a la espalda y
corto el camino por el monte y oyó a los arrieros que decían: “lo vimos allá arriba es así y
asado y trae muchas armas”; el tilo los rifles y comenzó a correr. “Los nadie” de
Eduardo Galeano menciona Los nadie: los hijos de nadie, los dueños de nada. Los
nadie: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos,
rejodidos: Que no son, aunque sean. Que no hablan idiomas, sino dialectos. Que no
profesan religiones, sino supersticiones. Que no hacen arte, sino artesanía. Que no
practican cultura, sino folklore. Que no son seres humanos, sino recursos humanos. Que
no tienen cara, sino brazos. Que no tienen nombre, sino número. Que no figuran en la
historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local. Los nadie, que cuestan
menos que la bala que los mata. Cuentos del general de Martin Garatuza “Los Cuentos
del General” es la obra más completa de Vicente Riva Palacio. En ella podemos
apreciar su conocimiento y dominio de la lengua, así como su deliciosa narrativa. En
estas páginas, el autor no sólo destaca y describe con lujo de detalle avenidas, edificios,
vestimentas, entretenimientos, ambiente y costumbres de los personajes, sino que logra
amalgamar en estos cuentos los discursos literarios que él ya había manejado en su vida
como escritor. Una de las principales características de los Cuentos de General, es la
constancia, la presencia y la vigencia que ha mantenido desde su primera publicación.
Agradecimientos:
Le damos gracias a nuestros padres y a la profesora por habernos ayudado y explicado
para realizar el proyecto como se debe. A Nuestro compañero Sergio por haber hecho
que trabajáramos todos como equipo y a la mamá de nuestro compañero Raziel que nos
estuvo apoyando si teníamos duda, y no por ser egocéntricos, a nosotros por echarle
ganas ha este trabajo que al principio se nos complico un poco pero al final conseguimos
el objetivo de acabar este proyecto y esperemos sacar una buena calificación.
Cuentos:
1. El eclipse Augusto Monterroso

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La
selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su
ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin
ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante,
particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una
vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor
redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se
disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho
en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas.
Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura
universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se
esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel
conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos.
Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre
vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol
eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa,
una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los
astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la
valiosa ayuda de Aristóteles.
2. El muerto José Luis Borges.
Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un triste compadrito sin más virtud
que la infatuación del coraje, se interne en los desiertos ecuestres de la frontera del
Brasil y llegue a capitán de contrabandistas, parece de antemano imposible. A
quienes lo entienden así, quiero contarles el destino de Benjamín Otálora, de quien
acaso no perdura un recuerdo en el barrio de Balvanera y que murió en su ley, de un
balazo, en los confines de Río Grande do Sul. Ignoro los detalles de su aventura;
cuando me sean revelados, he de rectificar y ampliar estas páginas. Por ahora, este
resumen puede ser útil.
Benjamín Otálora cuenta, hacia 1891, diecinueve años. Es un mocetón de frente
mezquina, de sinceros ojos claros, de reciedumbre vasca; una puñalada feliz le ha
revelado que es un hombre valiente; no lo inquieta la muerte de su contrario, tampoco
la inmediata necesidad de huir de la República. El caudillo de la parroquia le da una
carta para un tal Azevedo Bandeira, del Uruguay. Otálora se embarca, la travesía es
tormentosa y crujiente; al otro día, vaga por las calles de Montevideo, con
inconfesada y tal vez ignorada tristeza. No da con Azevedo Bandeira; hacia la
medianoche, en un almacén del Paso del Molino, asiste a un altercado entre unos
troperos. Un cuchillo relumbra; Otálora no sabe de qué lado está la razón, pero lo
atrae el puro sabor del peligro, como a otros la baraja o la música. Para, en el
entrevero, una puñalada baja que un peón le tira a un hombre de galera oscura y de
poncho. Éste, después, resulta ser Azevedo Bandeira. (Otálora, al saberlo, rompe la
carta, porque prefiere debérselo todo a sí mismo.) Azevedo Bandeira da, aunque
fornido, la injustificable impresión de ser contrahecho; en su rostro, siempre
demasiado cercano, están el judío, el negro y el indio; en su empaque, el mono y el
tigre; la cicatriz que le atraviesa la cara es un adorno más, como el negro bigote
cerdoso.
Proyección o error del alcohol, el altercado cesa con la misma rapidez con que se
produjo. Otálora bebe con los troperos y luego los acompaña a una farra y luego a un
caserón en la Ciudad Vieja, ya con el sol bien alto. En el último patio, que es de tierra,
los hombres tienden su recado para dormir. Oscuramente, Otálora compara esa
noche con la anterior; ahora ya pisa tierra firme, entre amigos. Lo inquieta algún
remordimiento, eso sí, de no extrañar a Buenos Aires. Duerme hasta la oración,
cuando lo despierta el paisano que agredió, borracho, a Bandeira. (Otálora recuerda
que ese hombre ha compartido con los otros la noche de tumulto y de júbilo y que
Bandeira lo sentó a su derecha y lo obligó a seguir bebiendo.) El hombre le dice que
el patrón lo manda buscar. En una suerte de escritorio que da al zaguán (Otálora
nunca ha visto un zaguán con puertas laterales) está esperándolo Azevedo Bandeira,
con una clara y desdeñosa mujer de pelo colorado. Bandeira lo pondera, le ofrece
una copa de caña, le repite que le está pareciendo un hombre animoso, le propone ir
al Norte con los demás a traer una tropa. Otálora acepta; hacia la madrugada están
en camino, rumbo a Tacuarembó.
Empieza entonces para Otálora una vida distinta, una vida de vastos amaneceres y
de jornadas que tienen el olor del caballo. Esa vida es nueva para él, y a veces atroz,
pero ya está en su sangre, porque lo mismo que los hombres de otras naciones
veneran y presienten el mar, así nosotros (también el hombre que entreteje estos
símbolos) ansiamos la llanura inagotable que resuena bajo los cascos. Otálora se ha
criado en los barrios del carrero y del cuarteador; antes de un año se hace gaucho.
Aprende a jinetear, a entropillar la hacienda, a carnear, a manejar el lazo que sujeta y
las boleadoras que tumban, a resistir el sueño, las tormentas, las heladas y el sol, a
arrear con el silbido y el grito. Sólo una vez, durante ese tiempo de aprendizaje, ve a
Azevedo Bandeira, pero lo tiene muy presente, porque ser hombre de Bandeira es ser
considerado y temido, y porque, ante cualquier hombrada, los gauchos dicen que
Bandeira lo hace mejor. Alguien opina que Bandeira nació del otro lado del Cuareim,
en Rio Grande do Sul; eso, que debería rebajarlo, oscuramente lo enriquece de
selvas populosas, de ciénagas, de inextricable y casi infinitas distancias.
Gradualmente, Otálora entiende que los negocios de Bandeira son múltiples y que el
principal es el contrabando. Ser tropero es ser un sirviente; Otálora se propone
ascender a contrabandista. Dos de los compañeros, una noche, cruzarán la frontera
para volver con unas partidas de caña; Otálora provoca a uno de ellos, lo hiere y toma
su lugar. Lo mueve la ambición y también una oscura fidelidad. Que el
hombre (piensa) acabe por entender que yo valgo más que todos sus orientales
juntos.
Otro año pasa antes que Otálora regrese a Montevideo. Recorren las orillas, la ciudad
(que a Otálora le parece muy grande); llegan a casa del patrón; los hombres tienden
los recados en el último patio. Pasan los días y Otálora no ha visto a Bandeira. Dicen,
con temor, que está enfermo; un moreno suele subir a su dormitorio con la caldera y
con el mate. Una tarde, le encomiendan a Otálora esa tarea. Éste se siente
vagamente humillado, pero satisfecho también.
El dormitorio es desmantelado y oscuro. Hay un balcón que mira al poniente, hay una
larga mesa con un resplandeciente desorden de taleros, de arreadores, de cintos, de
armas de fuego y de armas blancas, hay un remoto espejo que tiene la luna
empañada. Bandeira yace boca arriba; sueña y se queja; una vehemencia de sol
último lo define. El vasto lecho blanco parece disminuirlo y oscurecerlo; Otálora nota
las canas, la fatiga, la flojedad, las grietas de los años. Lo subleva que los esté
mandando ese viejo. Piensa que un golpe bastaría para dar cuenta de él. En eso, ve
en el espejo que alguien ha entrado. Es la mujer de pelo rojo; está a medio vestir y
descalza y lo observa con fría curiosidad. Bandeira se incorpora; mientras habla de
cosas de la campaña y despacha mate tras mate, sus dedos juegan con las trenzas
de la mujer. Al fin, le da licencia a Otálora para irse.
Días después, les llega la orden de ir al Norte. Arriban a una estancia perdida, que
está como en cualquier lugar de la interminable llanura. Ni árboles ni un arroyo la
alegran, el primer sol y el último la golpean. Hay corrales de piedra para la hacienda,
que es guampuda y menesterosa. El Suspiro se llama ese pobre establecimiento.
Otálora oye en rueda de peones que Bandeira no tardará en llegar de Montevideo.
Pregunta por qué; alguien aclara que hay un forastero agauchado que está queriendo
mandar demasiado. Otálora comprende que es una broma, pero le halaga que esa
broma ya sea posible. Averigua, después, que Bandeira se ha enemistado con uno de
los jefes políticos y que éste le ha retirado su apoyo. Le gusta esa noticia.
Llegan cajones de armas largas; llegan una jarra y una palangana de plata para el
aposento de la mujer; llegan cortinas de intrincado damasco; llega de las cuchillas,
una mañana, un jinete sombrío, de barba cerrada y de poncho. Se llama Ulpiano
Suárez y es el capanga o guardaespaldas de Azevedo Bandeira. Habla muy poco y
de una manera abrasilerada. Otálora no sabe si atribuir su reserva a hostilidad, a
desdén o a mera barbarie. Sabe, eso sí, que para el plan que está maquinando tiene
que ganar su amistad.
Entra después en el destino de Benjamín Otálora unos colorados cabos negros que
trae del sur Azevedo Bandeira y que luce apero chapeado y carona con bordes de
piel de tigre. Ese caballo liberal es un símbolo de la autoridad del patrón y por eso lo
codicia el muchacho, que llega también a desear, con deseo rencoroso, a la mujer de
pelo resplandeciente. La mujer, el apero y el colorado son atributos o adjetivos de un
hombre que él aspira a destruir.
Aquí la historia se complica y se ahonda. Azevedo Bandeira es diestro en el arte de la
intimidación progresiva, en la satánica maniobra de humillar al interlocutor
gradualmente, combinando veras y burlas; Otálora resuelve aplicar ese método
ambiguo a la dura tarea que se propone. Resuelve suplantar, lentamente, a Azevedo
Bandeira. Logra, en jornadas de peligro común, la amistad de Suárez. Le confía su
plan; Suárez le promete su ayuda. Muchas cosas van aconteciendo después, de las
que sé unas pocas. Otálora no obedece a Bandeira; da en olvidar, en corregir, en
invertir sus órdenes. El universo parece conspirar con él y apresura los hechos. Un
mediodía, ocurre en campos de Tacuarembó un tiroteo con gente riograndense;
Otálora usurpa el lugar de Bandeira y manda a los orientales. Le atraviesa el hombro
una bala, pero esa tarde Otálora regresa al Suspiro en el colorado del jefe y esa tarde
unas gotas de su sangre manchan la piel de tigre y esa noche duerme con la mujer
de pelo reluciente. Otras versiones cambian el orden de estos hechos y niegan que
hayan ocurrido en un solo día.
Bandeira, sin embargo, siempre es nominalmente el jefe. Da órdenes que no se
ejecutan; Benjamín Otálora no lo toca, por una mezcla de rutina y de lástima.
La última escena de la historia corresponde a la agitación de la última noche de 1894.
Esa noche, los hombres del Suspiro comen cordero recién carneado y beben un
alcohol pendenciero. Alguien infinitamente rasguea una trabajosa milonga. En la
cabecera de la mesa, Otálora, borracho, erige exultación sobre exultación, júbilo
sobre júbilo; esa torre de vértigo es un símbolo de su irresistible destino. Bandeira,
taciturno entre los que gritan, deja que fluya clamorosa la noche. Cuando las doce
campanadas resuenan, se levanta como quien recuerda una obligación. Se levanta y
golpea con suavidad a la puerta de la mujer. Ésta le abre en seguida, como si
esperara el llamado. Sale a medio vestir y descalza. Con una voz que se afemina y se
arrastra, el jefe le ordena:
-Ya que vos y el porteño se quieren tanto, ahora mismo le vas a dar un beso a vista
de todos.
Agrega una circunstancia brutal. La mujer quiere resistir, pero dos hombres la han
tomado del brazo y la echan sobre Otálora. Arrasada en lágrimas, le besa la cara y el
pecho. Ulpiano Suárez ha empuñado el revólver. Otálora comprende, antes de morir,
que desde el principio lo han traicionado, que ha sido condenado a muerte, que le
han permitido el amor, el mando y el triunfo, porque ya lo daban por muerto, porque
para Bandeira ya estaba muerto. Suárez, casi con desdén, hace fuego.
JOSE LUIS BORGES

3. El fantasma Enrique Anderson Imbert.
Se dio cuenta de que acababa de morirse cuando vio que su propio cuerpo, como si no
fuera el suyo sino el de un doble, se desplomaba sobre la silla y la arrastraba en la caída.
Cadáver y silla quedaron tendidos sobre la alfombra, en medio de la habitación.
¿Con que eso era la muerte?
¡Qué desengaño! Había querido averiguar cómo era el tránsito al otro mundo ¡y resultaba
que no había ningún otro mundo! La misma opacidad de los muros, la misma distancia
entre mueble y mueble, el mismo repicar de la lluvia sobre el techo... Y sobre todo ¡qué
inmutables, qué indiferentes a su muerte lo objetos que él siempre había creído amigos!:
la lámpara encendida, el sombrero en la percha...Todo, todo estaba igual. Sólo la silla
volteada y su propio cadáver, cara al cielo raso.
Se inclinó y se miró en su cadáver como antes solía mirarse en el espejo. ¡Qué
avejentado! ¡Y esas envolturas de carne gastada! -Si yo pudiera alzarle los párpados
quizá la luz azul de mis ojos ennobleciera otra vez el cuerpo- pensó. Porque así, sin la
mirada, esos mofletes y arrugas, las curvas velludas de la nariz y los dos dientes
amarillos, mordiéndose el labio exangüe estaban revelándole su aborrecida condición de
mamífero.
-Ahora que sé que del otro lado no hay ángeles ni abismos me vuelvo a mi humilde
morada. Y con buen humor se aproximó a su cadáver -jaula vacía- y fue a entrar para
animarlo otra vez. ¡Tan fácil que hubiera sido! Pero no pudo. No pudo porque en ese
mismo instante se abrió la puerta y se entrometió su mujer, alarmada por el ruido de silla
y cuerpo caídos.
-¡No entres! -gritó él, pero sin voz.
Era tarde. La mujer se arrojó sobre su marido y al sentirlo exánime lloró y lloró.
-¡Cállate! ¡Lo has echado todo a perder!- gritaba él, pero sin voz.
¡Qué mala suerte! ¿Por qué no se le habría ocurrido encerrarse con llave durante la
experiencia? Ahora, con testigo, ya no podía resucitar; estaba muerto, definitivamente
muerto. ¡Qué mala suerte! Acechó a su mujer, casi desvanecida sobre su cadáver; y su
propio cadáver, con la nariz como una proa entre las ondas de pelo de su mujer. Sus tres
niñas irrumpieron a la carrera como si se disputaran un dulce, frenaron de golpe, poco a
poco se acercaron y al rato todas lloraban, unas sobre otras. También él lloraba viéndose
allí en el suelo, porque comprendió que estar muerto es como estar vivo, pero solo, muy
solo.
Salió de la habitación, triste.
¿Adónde iría?
Ya no tuvo esperanzas de una vida sobrenatural. No, no había ningún misterio. Y
empezó a descender, escalón por escalón, con gran pesadumbre. Se paró en el rellano.
Acababa de advertir que, muerto y todo, había seguido creyendo que se movía como si
tuviera piernas y brazos. ¡Eligió como perspectiva la altura donde antes llevaba sus ojos
físicos! Puro hábito. Quiso probar entonces las nuevas ventajas y se echó a volar por las
curvas del aire. Lo único que no pudo hacer fue traspasar los cuerpos sólidos, tan
opacos, las insobornables como siempre. Chocaba contra ellos. No es que le doliera;
simplemente no podía atravesarlos. Puertas, ventanas, pasadizos, todos los canales que
abre el hombre a su actividad, seguían imponiendo direcciones a sus revoloteos. Pudo
colarse por el ojo de una cerradura, pero a duras penas. Él, muerto, no era una especie
de virus filtrable para el que siempre hay pasos; sólo podía penetrar por las rendijas que
los hombres descubren a simple vista. ¿Tendría ahora el tamaño de una pupila de ojo?
Sin embargo, se sentía como cuando vivo, invisible, sí, pero no incorpóreo. No quiso
volar más, y bajó a retomar sobre el suelo su estatura de hombre. Conservaba la
memoria de su cuerpo ausente, de las posturas que antes había adoptado en cada caso,
de las distancias precisas donde estarían su piel, su pelo, sus miembros. Evocaba así a
su alrededor su propia figura; y se insertó donde antes había tenido las pupilas.
Esa noche veló al lado de su cadáver, junto a su mujer. Se acercó también a sus amigos
y oyó sus conversaciones. Lo vio todo. Hasta el último instante, cuando los terrones del
camposanto sonaron lúgubres sobre el cajón y lo cubrieron. Él había sido toda su vida un
hombre doméstico. De su oficina a su casa, de casa a su oficina. Y nada, fuera de su
mujer y sus hijas. No tuvo, pues, tentaciones de viajar al estómago de la ballena o de
recorrer el gran hormiguero. Prefirió hacer como que se sentaba en el viejo sillón y gozar
de la paz de los suyos.
Pronto se resignó a no poder comunicarles ningún signo de su presencia. Le bastaba con
que su mujer alzara los ojos y mirase su retrato en lo alto de la pared. A veces se
lamentó de no encontrarse en sus paseos con otro muerto siquiera para cambiar
impresiones. Pero no se aburría. Acompañaba a su mujer a todas partes e iba al cine con
las niñas.
En el invierno su mujer cayó enferma, y él deseó que se muriera. Tenía la esperanza de
que, al morir, el alma de ella vendría a hacerle compañía. Y se murió su mujer, pero su
alma fue tan invisible para él como para las huérfanas.
Quedó otra vez solo, más solo aún, puesto que ya no pudo ver a su mujer. Se consoló
con el presentimiento de que el alma de ella estaba a su lado, contemplando también a
las hijas comunes. ¿Se daría cuenta su mujer de que él estaba allí? Si... ¡claro!... qué
duda había. ¡Era tan natural!
Hasta que un día tuvo, por primera vez desde que estaba muerto, esa sensación de más
allá, de misterio, que tantas veces lo había sobrecogido cuando vivo; ¿y si toda la casa
estuviera poblada de sombras de lejanos parientes, de amigos olvidados, de fisgones,
que divertían su eternidad espiando las huérfanas?
Se estremeció de disgusto, como si hubiera metido la mano en una cueva de gusanos.
¡Almas, almas, centenares de almas extrañas deslizándose unas encimas de otras,
ciegas entre sí pero con sus maliciosos ojos abiertos al aire que respiraban sus hijas!
Nunca pudo recobrarse de esa sospecha, aunque con el tiempo consiguió
despreocuparse: ¡qué iba a hacer! Su cuñada había recogido a las huérfanas. Allí se
sintió otra vez en su hogar. Y pasaron los años. Y vio morir, solteras, una tras otra, a sus
tres hijas. Se apagó así, para siempre, ese fuego de la carne que en otras familias más
abundantes va extendiéndose como un incendio en el campo.
Pero él sabía que en lo invisible de la muerte su familia seguía triunfando, que todos, por
el gusto de adivinarse juntos, habitaban la misma casa, prendidos a su cuñada como
náufragos al último leño.
También murió su cuñada. Se acercó al ataúd donde la velaban, miró su rostro, que
todavía se ofrecía como un espejo al misterio, y sollozó, solo, solo ¡qué solo! Ya no había
nadie en el mundo de los vivos que los atrajera a todos con la fuerza del cariño. Ya no
había posibilidades de citarse en un punto del universo. Ya no había esperanzas. Allí,
entre los cirios en llama, debían de estar las almas de su mujer y de sus hijas.
Les dijo "¡Adiós!", sabiendo que no podían oírlo, salió al patio y voló noche arriba.
4. El almohadón de plumas Horacio Quiroga
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su
marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces
con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una
furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte,
la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más
expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía
siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio
silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de
palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas
paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra,
los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado
su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por
echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin
querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró
insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al
jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán,
con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos,
echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el
llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún
quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida.
El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso
absolutos.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatase una anemia de marcha
agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba
visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en
pleno silencio. Pasábamos horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía
casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseabas sin cesar de un extremo a
otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el
dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada
vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que
descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos,
no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se
quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y
labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de
estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su
marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra
sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa,
desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última
consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la
muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que
hacer...
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía
siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada
mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera
la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar
desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este
hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le
tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares
avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban
dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces
continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico
de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor
ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un
rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de
sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a
ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas
oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y
temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del
comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la
sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas
a los bandos. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas,
había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que
apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su
boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura
era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su
desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En
cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas
condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente
favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

5. La luz es como el agua Gabriel García Márquez
En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.
-De acuerdo -dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.
Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus
padres creían.
-No -dijeron a coro-. Nos hace falta ahora y aquí.
-Para empezar -dijo la madre-, aquí no hay más aguas navegables que la que
sale de la ducha.
Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había
un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En
cambio aquí en Madrid vivían apretados en el piso quinto del número 47 del
Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les
habían prometido un bote de remos con su sextante y su brújula si se ganaban el
laurel del tercer año de primaria, y se lo habían ganado. Así que el papá compró
todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de
juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de
flotación.
-El bote está en el garaje -reveló el papá en el almuerzo-. El problema es que no
hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más
espacio disponible.
Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus
condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta el
cuarto de servicio.
-Felicitaciones -les dijo el papá ¿ahora qué?
-Ahora nada -dijeron los niños-. Lo único que queríamos era tener el bote en el
cuarto, y ya está.
La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al cine.
Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron
la bombilla encendida de una lámpara de la sala. Un chorro de luz dorada y fresca
como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el
nivel llego a cuatro palmos. Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y
navegaron a placer por entre las islas de la casa.
Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en
un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo
era que la luz se encendía con sólo apretar un botón, y yo no tuve el valor de
pensarlo dos veces.
-La luz es como el agua -le contesté: uno abre el grifo, y sale.
De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el
manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los
encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. Meses después, ansiosos de
ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas,
tanques y escopetas de aire comprimido.
-Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve
para nada -dijo el padre-. Pero está peor que quieran tener además equipos de
buceo.
-¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre? -dijo Joel.
-No -dijo la madre, asustada-. Ya no más.
El padre le reprochó su intransigencia.
-Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber -dijo ella-,
pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la silla del maestro.
Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido
los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de
oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma tarde, sin que hubieran
vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su
empaque original. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres
veían El último tango en París, llenaron el apartamento hasta la altura de dos
brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas,
y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años se habían perdido en
la oscuridad.
En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la
escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada,
porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables, que
sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso.
El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.
-Es una prueba de madurez -dijo.
-Dios te oiga -dijo la madre.
El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel, la gente que
pasó por la Castellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio
escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por
la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la
ciudad hasta el Guadarrama.
Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y
encontraron la casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados
en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar
y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una
mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban
con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de
guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los peces de
colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y
felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de
dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura
de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado,
todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida
para niños.
Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del
bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto
hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y Joel flotaba en la proa buscando
todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus
treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la
maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por
versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la
botella de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se
había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el
Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la
Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y
vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron
maestros en la ciencia de navegar en la luz.

6. Con los ojos cerrados Reinaldo Arenas
A usted sí se lo voy a decir, porque sé que si se lo cuento a usted no se me va a reír en
la cara ni me va a regañar. Pero a mi mamá, no. A mamá no le diré nada, porque, de
hacerlo, no dejaría de pelearme de regañarme. Y, aunque es casi seguro que ella tendría
toda la razón, no quiero oír ningún consejo ni advertencia. Porque no me gustan los
consejos ni las advertencias.
Por eso. Porque sé que usted no me va a decir nada, se lo digo todo.
Ya que solamente tengo ocho años, voy todos los días a la escuela. Y aquí empieza la
tragedia, pues debo levantarme bien temprano -cuando el primeo que me regaló la tía
Grande Angela sólo ha dado dos voces-, ya que la escuela está bastante lejos.
A eso de las seis de la mañana empieza mamá a pelearme para que me levante, y ya a
las siete estoy sentado en la cama y estrujándome los ojos. Entonces todo lo demás
tengo que hacerlo corriendo: ponerme la ropa corriendo, llegar corriendo hasta la escuela
y entrar corriendo en la fila, pues ya han tocado el timbre y la maestra está parada en la
puerta.
Pero ayer fue diferente, ya que la tía Grande Angela debía irse para Oriente y tenía que
coger el tren antes de las siete. Y se formó un alboroto enorme en la casa, pues todos
los vecinos vinieron a despedirla y mamá se puso tan nerviosa que se le cayó la olla
llena de agua hirviendo en el piso cuando iba a echar el agua en el colador para hacer el
café, y se le quemó un pie.
Con aquel escándalo tan insoportable no me quedó más remedio que despertarme. Y ya
que estaba despierto, pues me decidí a levantarme.
La tía Grande Angela, después de muchos besos y abrazos, pudo marcharse. Y yo salí
en seguida para la escuela, a pesar de que todavía era bastante temprano.

Hoy no tengo que ir corriendo, me dije casi sonriente. Y eché a andar, bastante despacio
por cierto. Y cuando fui a cruzar la calle me tropecé con un gato que estaba acostado en
el contén de la acera. Vaya lugar que escogiste para dormir, le dije, y lo toqué con la
punta del pie, pero no se movió. Entonces me agaché junto a él y pude comprobar que
estaba muerto. El pobre -dije-, seguramente lo arrolló alguna máquina1 y alguien lo tiró
en ese rincón para que no lo siguieran aplastando. Qué lástima, porque es un gato
grande y de color amarillo que seguramente no tendría ningunos deseos de morirse.
Pero bueno: ya no tiene remedio. Y seguí andando.
Como todavía era temprano, me llegué hasta la dulcería, que aunque está un poco lejos
de la escuela, hay siempre dulces frescos y sabrosos. En esta dulcería hay también dos
viejitas paradas a la entrada con una jaba2 cada una y las manos extendidas, pidiendo
limosnas… Un día yo le di un medio3 a cada una y las dos me dijeron al mismo tiempo:
"Dios te haga un santo." Eso me dio mucha risa y cogí y volví a poner otros dos medios
entre aquellas dos manitas tan arrugadas y pecosas, y ellas volvieron a repetir: "Dios te
haga un santo", pero ya no tenía tantas ganas de reírme. Y desde entonces, cada vez
que paso por allí, ellas me miran con sus caras de pasas4 pícaras y no me queda más
remedio que darles un medio a cada una… Pero ayer sí que no podía dar nada, ya que
hasta la peseta5 de la merienda la gasté en tortas de chocolate.
Y por eso salí por la puerta de atrás, para que las viejitas no me vieran.
Ya sólo me faltaba cruzar el puente, caminar dos cuadras y llegar a la escuela.
En el puente me paré un momento porque sentí una algarabía enorme allá abajo, en la
orilla del río. Me arreguindé de la baranda y miré: un coro de muchachos de todos los
tamaños tenía acorralada a una rata de agua en un rincón y la cesaban entre gritos y
pedradas. La rata corría de un extremo a otro del rincón, pero no tenía escapatoria y
soltaba unos chillidos estrechos y desesperados. Por fin, uno de los muchachos cogió
una vara de bambú y golpeó con fuerza sobre el lomo de la rata, reventándola. Entonces
todos los demás corrieron hasta donde estaba el animal, y tomándolo entre saltos de
entusiasmo y gritos de triunfo, la arrojaron hasta el centro del río, pero la rata muerta no
se hundió y siguió flotando hasta perderse en la corriente.
Los muchachos se fueron con la algarabía hasta otro rincón del río. Y yo también eche a
andar.
"Caramba-me dije-, qué fácil es caminar sobre el puente. Se puede hacer hasta con los
ojos cerrados pues a un la do tenemos las rejas que no lo dejan a uno caer en el agua, y
del otro, el contén de las aceras, que nos avisan antes de que pisemos la calle." Y para
comprobarlo cerré los ojos y seguí caminando. Al principio me sujetaba con una mano de
la baranda del puente, pero luego ya no fue necesario. Y seguí caminando con los ojos
cerrados. Y no se lo vaya Usted a decir a mi madre, pero con los ojos cerrados uno ve
muchas cosas, y hasta mejor que si los lleváramos abiertos… Lo primero que vi fue una
gran nube amarillenta que brillaba unas veces más fuerte que otras, igual que el sol
cuando se va cayendo entre los árboles. Entonces apreté loa párpados bien duro y la
nube rojiza se volvió de color azul. Pero no sólo azul, sino verde. Verde y morada.
Morada brillante, como si fuese un arco iris de esos que salen cuando ha llovido mucho y
la tierra está ahogada de tanta agua que le ha caído arriba.
Y con los ojos cerrados me puse a pensar en las calles y en las cosas; sin dejar de andar.
Y vi a mi tía Grande Angela saliendo de la casa. Pero no con el vestido de bolsas rojas
que es el que siempre se pone cuando va para Oriente, sino con un vestido largo y
blanco. Y de tan alta que es, parecía un palo de teléfono envuelto en una sábana. Pero
se veía bien.
Seguí andando. Y me tropecé de nuevo con el gato en el contén. Pero esta vez, cuando
lo rocé con la punta del pie, dio un salto y salió corriendo. Salió corriendo el gato amarillo
brillante porque estaba vivo y se asustó cuando lo desperté. Y yo me reí muchísimo
cuando lo vi desaparecer desmandado y con el lomo erizado que parecía que iba a soltar
chispas.
Y seguí caminando, con los ojos, desde luego, bien cerrados. Y así fue como llegué de
nuevo a la dulcería. Pero como no podía comprarme ningún dulce, pues ya me había
gastado hasta la última peseta de la merienda, me conformé con mirarlos a través de la
vidriería. Y estaba así, mirándolos, cuando oigo dos voces detrás del mostrador que me
dicen: "¿No quieres comerte algún dulce?" Y cuando alcé la cabeza vi con sorpresa que
las dependientas eran las dos viejecitas que siempre estaban pidiendo limosnas a la
entrada de la dulcería. Y no supe qué decir. Pero ellas parece que adivinaron mis deseos
y sacaron, sonrientes, una torta grande y casi colorada hecha de chocolate y almendras.
Y me la pusieron en las manos.
Yo me volví loco de alegría con aquella torta grande. Y salí a la calle.
Cuando iba por el puente con la torta entre las manos, oí de nuevo el escándalo de los
muchachos. Y con los ojos cerrados me asomé por la baranda del puente y la vía allá
abajo, nadando apresurados hasta el centro del río para salvar a una rata de agua, pues
la pobre parece que estaba enferma y no podía nadar.
Y los muchachos sacaron a la rata del agua y la depositaron temblorosa sobre una
piedra del arenal para que se oreara con el sol. Entonces los fui a llamar para que
vinieran hasta donde yo estaba y comernos todos juntos la torta de chocolate, pues,
después de todo, yo sólo no iba a poderme comer aquella torta tan grande.
Palabra que los iba a llamar. Y hasta levanté las manos con la torta y todo encima para
que la vieran y no fueran que era mentira, lo que les iba a decir, y vinieran corriendo.
Pero entonces, "push", me pasó el camión casi por arriba en medio de la calle que era
donde, sin darme cuenta, me había parado.

Y aquí me ve usted: con las piernas blancas por el esparadrapo6 y el yeso. Tan blancas
como las paredes de este cuarto donde solo entran mujeres vestidas de blanco para
darme un pinchazo o una pastilla, desde luego blanca.
Y no crea que lo que le he contado es mentira. No vaya a pensar que porque tengo
un poco de fiebre y a cada rato me quejo del dolor en las piernas estoy diciendo mentiras,
porque no es así. Y si usted quiere comprobar si fue verdad, vaya al puente; que
seguramente debe estar todavía, toda desparramada sobre el asfalto, la torta grande y
casi colorada hecha de chocolate y almendras que me regalaron sonrientes las dos
viejecitas de la dulcería.

7. Los nadie Eduardo Galeano
Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadie con salir de pobres, que
algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte;
pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del
cielo la buena suerte, por mucho que los nadie la llamen y aunque les pique la mano
izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de escoba.

Los nadie: los hijos de nadie, los dueños de nada.
Los nadie: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos,
rejodidos:
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadie, que cuestan menos que la bala que los mata

EDUARDO GALEANO
8. Los cuentos del general Martin Garatuza
El general Vicente Riva Palacio (1832-1896) fue un hombre de muchas famas
y prestigios. Su destacado lugar en la historia de México abarca tanto lo militar,
lo político, lo jurídico, lo diplomático, lo periodístico y lo historiográfico, como la
literatura creativa; también fue un hombre de sociedad, capaz de entretener y
divertir a sus contertulios con una conversación entretejida de infinidad de
anécdotas. En el campo de lo literario, fue poeta, novelista, cuentista,
dramaturgo, escritor de leyendas y crítico literario. México a través de los
siglos, El libro rojo y sus siete novelas aún gozan de saludable presencia en la
cultura mexicana. Igual sucede con los tan divertidos Cuentos del
General, compendio del carácter amable y generoso de su personalidad,
representación de sus altas dotes literarias y libro emblemático de la narrativa
mexicana del siglo XIX. Tal como afirma María Teresa Solórzano Ponce en el
prólogo de esta edición, en los Cuentos del General, ´´conviven plácidamente
la crónica, el cuadro de costumbres, el retrato social, la tradición, la leyenda, la
fábula, la farsa, el relato de tipo oral y escrito, la ironía, la sátira, la parodia, la
narración dramática o fantástica y desde luego la historia´´.
9. La noche que lo dejaron solo Juan Rulfo
-¿Por qué van tan despacio? -les preguntó Feliciano Rúelas a los de adelante-. Así
acabaremos por dormirnos. ¿Acaso no les urge llegar pronto?
-Llegaremos mañana amaneciendo -le contestaron.
Fue lo último que les oyó decir. Sus últimas palabras. Pero de eso se acordaría después,
al día siguiente.
Allí iban los tres, con la mirada en el suelo, tratando de aprovechar la poca claridad de la
noche.
"Es mejor que esté oscuro. Así no nos verán." También habían dicho eso, un poco antes,
o quizá la noche anterior. No se acordaba. El sueño le nublaba el pensamiento.
Ahora, en la subida, lo vio venir de nuevo. Sintió cuando se le acercaba, rodeándolo
como buscándole la parte más cansada. Hasta que lo tuvo encima, sobre su espalda,
donde llevaba terciados los rifles.
Mientras el terreno estuvo parejo, caminó deprisa. Al comenzar la subida, se retrasó; su
cabeza empezó a moverse despacio, más lentamente conforme se acortaban sus pasos.
Los otros pasaron junto a él, ahora iban muy adelante y él seguía balanceando su
cabeza dormida.
Se fue rezagando. Tenía el camino enfrente, casi a la altura de sus ojos. Y el peso de los
rifles. Y el sueño trepado allí donde su espalda se encorvaba.
Oyó cuando se le perdían los pasos: aquellos huecos talonazos que habían venido
oyendo quién sabe desde cuándo, durante quién sabe cuántas noches: "De la
Magdalena para allá, la primera noche; después de allá para acá, la segunda, y ésta es
la tercera. No serían muchas -pensó-, si al menos hubiéramos dormido de día". Pero
ellos no quisieron: Nos pueden agarrar dormidos -dijeron-. Y eso sería lo peor.
-¿Lo peor para quién?
Ahora el sueño le hacía hablar. "Les dije que esperaran: vamos dejando este día para
descansar. Mañana caminaremos de filo y con más ganas y con más fuerzas, por si
tenemos que correr. Puede darse el caso."
Se detuvo con los ojos cerrados. "Es mucho -dijo-. ¿Qué ganamos con apurarnos? Una
jornada. Después de tantas que hemos perdido, no vale la pena". En seguida gritó:
"¿Dónde andan?"
Y casi en secreto: "Váyanse, pues. ¡Váyanse!"
Se recostó en el tronco de un árbol. Allí estaban la tierra fría y el sudor convertido en
agua fría. Ésta debía de ser la sierra de que le habían hablado. Allá abajo el tiempo tibio,
Y ahora acá arriba este frío que se le metía por debajo del gabán: "Como si me
levantaran la camisa y me manosearan el pellejo con manos heladas."
Se fue sentando sobre el musgo. Abrió los brazos como si quisiera medir el tamaño de la
noche y encontró una cerca de árboles. Respiró un aire oloroso a trementina. Luego se
dejó resbalar en el sueño, sobre el cocal, sintiendo cómo se le iba entumeciendo el
cuerpo.
Lo despertó el frío de la madrugada. La humedad del rocío.
Abrió los ojos. Vio estrellas transparentes en un cielo claro, por encima de las ramas
oscuras.
"Está oscureciendo", pensó. Y se volvió a dormir.
Se levantó al oír gritos y el apretado golpetear de pezuñas sobre el seco tepetate del
camino. Una luz amarilla bordeaba el horizonte.
Los arrieros pasaron junto a él, mirándolo. Lo saludaron: "Buenos días", le dijeron. Pero
él no contestó.
Se acordó de lo que tenía que hacer. Era ya de día. Y él debía de haber atravesado la
sierra por la noche para evitar a los vigías. Este paso era el más resguardado. Se lo
habían dicho.
Tomó el tercio de carabinas y se las echó a la espalda. Se hizo a un lado del camino y
cortó por el monte, hacia donde estaba saliendo el sol. Subió y bajó, cruzando lomas
terregosas.
Le parecía oír a los arrieros que decían: "Lo vimos allá arriba. Es así y asado, y trae
muchas armas."
Tiró los rifles. Después se deshizo de las carrilleras. Entonces se sintió livianito y
comenzó a correr como si quisiera ganarles a los arrieros la bajada.
Había que "encumbrar, rodear la meseta y luego bajar". Eso estaba haciendo. Obre Dios.
Estaba haciendo lo que le dijeron que hiciera, aunque no a las mismas horas.
Llegó al borde de las barrancas. Miró allá lejos la gran llanura gris.
"Ellos deben estar allá. Descansando al sol, ya sin ningún pendiente", pensó.
Y se dejó caer barranca abajo, rodando y corriendo y volviendo a rodar.
"Obre Dios", decía. Y rodaba cada vez más en su carrera. Le parecía seguir oyendo a los
arrieros cuando le dijeron: "¡Buenos días!" Sintió que sus ojos eran engañosos. Llegarán
al primer vigía y le dirán: "Lo vimos en tal y tal parte. No tardará el estar por aquí."
De pronto se quedó quieto.
"¡Cristo!", dijo. Y ya iba a gritar: "¡Viva Cristo Rey!", pero se contuvo. Sacó la pistola de la
costadilla y se la acomodó por dentro, debajo de la camisa, para sentirla cerquita de su
carne. Eso le dio valor. Se fue acercando hasta los ranchos del Agua Zarca a pasos
queditos, mirando el bullicio de los soldados que se calentaban junto a grandes fogatas.
Llegó hasta las bardas del corral y pudo verlos mejor; reconocerles la cara: eran ellos, su
tío Tanis y su tío Librado. Mientras los soldados daban vuelta alrededor de la lumbre,
ellos se mecían, colgados de un mezquite, en mitad del corral. No parecían ya darse
cuenta del humo que subía de las fogatas, que les nublaba los ojos vidriosos y les
ennegrecía la cara.
No quiso seguir viéndolos. Se arrastró a lo largo de la barda y se arrinconó en una
esquina, descansando el cuerpo, aunque sentía que un gusano se le retorcía en el
estómago.
Arriba de él, oyó que alguien decía:
-¿Qué esperan para descolgar a ésos?
-Estamos esperando que llegue el otro. Dicen que eran tres, así que tienen que ser tres.
Dicen que el que falta es un muchachito; pero muchachito y todo, fue el que le tendió la
emboscada a mi teniente Parra y le acabó su gente. Tiene que caer por aquí, como
cayeron esos otros que eran más viejos y más colmilludos. Mi mayor dice que si no viene
de hoy a mañana, acabalamos con el primero que pase y así se cumplirán las órdenes.
-¿Y por qué no salimos mejor a buscarlo? Así hasta se nos quitaría un poco lo aburrido.
-No hace falta. Tiene que venir. Todos están arrendando para la Sierra de Comanja a
juntarse con los cristeros del Catorce. Éstos son ya de los últimos. Lo bueno sería
dejarlos pasar para que les dieran guerra a los compañeros de Los Altos.
-Eso sería lo bueno. A ver si no a resultas de eso nos enfilan también a nosotros por
aquel rumbo.
Feliciano Rúelas esperó todavía un rato a que se le calmara el bullicio que sentía
cosquillearle el estómago. Luego sorbió tantito aire como si se fuera a zambullir en el
agua y, agazapado hasta arrastrarse por el suelo, se fue caminando, empujando el
cuerpo con las manos. Cuando llegó al reliz del arroyo, enderezó la cabeza y se echó a
correr, abriéndose paso entre los pajonales. No miró para atrás ni paró en su carrera
hasta que sintió que el arroyo se disolvía en la llanura. Entonces se detuvo. Respiró
fuerte y temblorosamente
JUAN RULFO

10. La noche de los feos Mario Benedetti
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo
hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa
marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de
mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de
justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza.
No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de
resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que
enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no
sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de
nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a
dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos
sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde
la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban
de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes,
abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien.
Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin
curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo
que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera
dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa,
brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no
podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos
rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del
rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de
admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para
Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería
sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A
veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido
un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media
nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé.
Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a
que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A
medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las
señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas
para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que
tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera
era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para
registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado
tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí
mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se
debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con
quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó)
para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
"¿Qué está pensando?", pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para
justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella
como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba
traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía.
Decidí tirarme a fondo.
"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"
"Sí", dijo, todavía mirándome.
"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro
tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que
usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."
"Sí."
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo
lleguemos a algo."
"¿Algo cómo qué?"
"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera,
pero hay una posibilidad."
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
"Prométame no tomarme como un chiflado."
"Prometo."
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro
total. ¿Me entiende?"
"No."
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo
no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí,
tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
"Vamos", dijo.

No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella
respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a
desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba
inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho.
Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su
sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella
mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un
relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano
ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó
una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al
principio un poco tembloroso, luego progresivamente sereno) pasaron muchas
veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y
pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca
siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la
cortina doble.

MARIO BENEDETTI
Bibliografía:
1. http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/monte/eclipse.htm
2. http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/borges/muerto.htm

3. http://redescolar.ilce.edu.mx/redescolar/act_permanentes/lengua_comunic
acion/el_oto%F1o/entrale/cuento%20nunca%20acabar/enriqueanderson.ht
m

4. http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/quiroga/almohado.htm

5. http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/ggm/luzescom.htm

6. http://redescolar.ilce.edu.mx/redescolar/act_permanentes/lengua_comunic
acion/el_oto%F1o/entrale/cuento%20nunca%20acabar/reinaldoarenas.htm

7. http://redescolar.ilce.edu.mx/redescolar/act_permanentes/lengua_comunic
acion/el_oto%F1o/entrale/cuento%20nunca%20acabar/eduardogaleano.ht
m

8. http://www.factoriaediciones.com/detalleditorial.asp?id=8&col=1

9. http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/rulfo/nocheque.htm

10. http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/benedett/noche.htm

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Antología de cuentos hispanoamericanos

  • 1. ESC. SEC. TEC. No. 80 “Moisés Sáenz Garza” Antología de cuentos hispanoamericanos. Integrantes: Núñez Gómez Sergio Aldair. Gutierrez Aguilar Raziel. Monroy Uribe Víctor Manuel. Martínez Rosas Alan. Profesora: Fátima Maribel Linos Hernández. Grado y Grupo: 3° J Ciclo Escolar: 2012-2013.
  • 3. Prologo: En esta antología hablaremos de varios cuentos hispanoamericanos de distintos autores reconocidos, cada escritor respeta su propia idea, por eso encontramos cuentos con temas creativos y variados, por ejemplo esta el cuento “El eclipse” de Augusto Monterroso, cuenta la vida de Fray Bartolomé Arrazola un padre español que vino a Guatemala a convertir a los indígenas del nuevo mundo a la religión católica, y estando en tierras guatemaltecas desde hace tres años se pierde en la selva poderosa y es tomado en cautiverio por un grupo de indígenas los cuales lo ofrecerían en sacrificio. Angustiando por su vida recuerda que ese día se produciría un eclipse total de sol e intenta asustar a los indígenas diciéndoles que ocultaría el sol si no lo dejan en libertad, el no esperaba que los indígenas gracias a los astrónomos de la comunidad estuvieran enterados del eclipse total de sol, después de un par de horas Fray Bartolomé muere desangrado en el lugar de los sacrificios a manos de los indígenas guatemaltecos, otro ejemplo seria “El muerto” del reconocido Jorge Luis Borges que menciona que un hombre argentino Benjamín Otálora, un triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje se interna en los desiertos ecuestres de la frontera de Brasil y llega a ser capitán de contrabandistas, parece de antemano imposible. A quienes lo entiendan así, quiero contarles el recuerdo en el barrio de Balvanera y que murió en su ley de un balazo por el señor Acevedo. Enrique Anderson Imbert con el cuento “El fantasma” damos un fragmento de este cuento: …Se dio cuenta de que acababa de morirse cuando vio que su propio cuerpo, como si no fuera el suyo sino el de un doble, se desplomaba sobre la silla y la arrastraba en la caída. Cadáver y silla quedaron tendidos sobre la alfombra, en medio de la habitación. ¿Con que eso era la muerte? ¡Qué desengaño! Había querido averiguar cómo era el tránsito al otro mundo ¡y resultaba que no había ningún otro mundo! La misma opacidad de los muros, la misma distancia entre mueble y mueble, el mismo repicar de la lluvia sobre el techo... Otra seria la obra “la noche de los feos” de Mario Benedetti, se trata de un hombre y una mujer que se describen como feos por presentar deformaciones en sus rostros y que ante una sociedad y los prejuicios de las personas se sienten humillados y “anormales”. La pareja se conoce a la entrada de un cine cuando él descubre que en la fila sólo se encuentran parejas, amantes, novios y sólo una mujer se encontraba sola y tenía sus mismas características. “El almohadón de plumas” de Horacio Quiroga trata que Alicia y Jordán sean dos enamorados. Tras volver de su luna de miel, Alicia se siente cada vez más débil y adelgaza cada vez más, y así estuvo cinco días en el que constantemente iban médicos a visitarla a casa que a cada día de esos cinco q iban trascurriendo estaba peor. Murió a los cinco días de una supuesta anemia muy aguda, pero después de morirla mujer que limpiaba la casa de Alicia y Jordán descubre manchas de sangre en el almohadón de plumas sobre el que dormía Alicia. Jordán entonces abrió este almohadón, que pesaba muchísimo vio que dentro había un parásito horroroso que se había alimentado de la sangre de las sienes de Alicia hasta provocarle la muerte. Gabriel García Márquez no muestra esta interesante historia “la luz es como el agua”, la historia de una familia compuesta por los padres y dos hijos. Vivían en una ciudad mediterránea donde no había actividades marinas, pese a eso ambos hermanos insistían en que les compren una lancha, sus
  • 4. padres al principio dudaron pero al final complacieron a sus hijos comprando las lanchas, ya que ambos habían obtenido los primeros lugares en sus estudios. Pasaron el día y los padres estaban muy preocupados porque no sabían que intenciones tenían con las lanchas. Cierto día los padres fueron invitados a una fiesta y los dos niños quedaron solos en su casa, los dos al ver que estaban solos empezaron a llenar la casa de agua y la luz iluminaba el agua azul. Cuando retornaron los padres se llevaron una gran sorpresa, habían muerto ahogados, más de un centenar de niños incluyendo a sus hijos. En la historia, “Con los ojos cerrados”, por Reinaldo Arenas, el personaje principal es un niño que tiene ocho años. El niño es el narrador también. Él es un chico típico, no quiere levantarse temprano y oculta información a su madre y familia. Pero el niño es sincero a los lectores y él es confía en que ellos no dicen a su madre sobre su historia. Tiene una gran imaginación y quiere pensar sobre el mundo en una luz positiva. Quiere cosas pequeñas en su vida, como una tarta. El chico es muy interesante y es un individuo con un buen corazón. Esta historia probablemente tiene lugar la acción en Uruguay porque se publicó allí. El personaje principal vive en una ciudad contemporánea y el sitio es un lugar verosímil. Creo que la historia está situada en una ciudad pobre porque las cosas son muy baratas y el chico no tiene mucho dinero en su bolsillo. Juan Rulfo nos presenta “la noche que lo dejaron solo” se trata de una historia; donde una noche que estaba oscuro donde tres hombres con La Mirada al suelo tratando de aprovechar la poca claridad de la noche en la subida. Sintió acerca rodeándolo lo tuvo en la espalda donde llevaban terciados los rifles; caminaba de prisa su cabeza comenzaba a moverse se fue rezagando y después de caminan tanto se quedo dormido. Lo despertó el frio de la madrugada y los arrieros pesaron junto a él mirándolo, se acordó de lo que tenía que hacer; era ya de día y que tenía que atravesar la sierra por la noche para evitar a los vigilas. Tomo el tercio de carabinas y se las echo a la espalda y corto el camino por el monte y oyó a los arrieros que decían: “lo vimos allá arriba es así y asado y trae muchas armas”; el tilo los rifles y comenzó a correr. “Los nadie” de Eduardo Galeano menciona Los nadie: los hijos de nadie, los dueños de nada. Los nadie: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos: Que no son, aunque sean. Que no hablan idiomas, sino dialectos. Que no profesan religiones, sino supersticiones. Que no hacen arte, sino artesanía. Que no practican cultura, sino folklore. Que no son seres humanos, sino recursos humanos. Que no tienen cara, sino brazos. Que no tienen nombre, sino número. Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local. Los nadie, que cuestan menos que la bala que los mata. Cuentos del general de Martin Garatuza “Los Cuentos del General” es la obra más completa de Vicente Riva Palacio. En ella podemos apreciar su conocimiento y dominio de la lengua, así como su deliciosa narrativa. En estas páginas, el autor no sólo destaca y describe con lujo de detalle avenidas, edificios, vestimentas, entretenimientos, ambiente y costumbres de los personajes, sino que logra amalgamar en estos cuentos los discursos literarios que él ya había manejado en su vida como escritor. Una de las principales características de los Cuentos de General, es la constancia, la presencia y la vigencia que ha mantenido desde su primera publicación.
  • 5. Agradecimientos: Le damos gracias a nuestros padres y a la profesora por habernos ayudado y explicado para realizar el proyecto como se debe. A Nuestro compañero Sergio por haber hecho que trabajáramos todos como equipo y a la mamá de nuestro compañero Raziel que nos estuvo apoyando si teníamos duda, y no por ser egocéntricos, a nosotros por echarle ganas ha este trabajo que al principio se nos complico un poco pero al final conseguimos el objetivo de acabar este proyecto y esperemos sacar una buena calificación.
  • 6. Cuentos: 1. El eclipse Augusto Monterroso Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora. Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo. Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas. Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida. -Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura. Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén. Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.
  • 7. 2. El muerto José Luis Borges. Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje, se interne en los desiertos ecuestres de la frontera del Brasil y llegue a capitán de contrabandistas, parece de antemano imposible. A quienes lo entienden así, quiero contarles el destino de Benjamín Otálora, de quien acaso no perdura un recuerdo en el barrio de Balvanera y que murió en su ley, de un balazo, en los confines de Río Grande do Sul. Ignoro los detalles de su aventura; cuando me sean revelados, he de rectificar y ampliar estas páginas. Por ahora, este resumen puede ser útil. Benjamín Otálora cuenta, hacia 1891, diecinueve años. Es un mocetón de frente mezquina, de sinceros ojos claros, de reciedumbre vasca; una puñalada feliz le ha revelado que es un hombre valiente; no lo inquieta la muerte de su contrario, tampoco la inmediata necesidad de huir de la República. El caudillo de la parroquia le da una carta para un tal Azevedo Bandeira, del Uruguay. Otálora se embarca, la travesía es tormentosa y crujiente; al otro día, vaga por las calles de Montevideo, con inconfesada y tal vez ignorada tristeza. No da con Azevedo Bandeira; hacia la medianoche, en un almacén del Paso del Molino, asiste a un altercado entre unos troperos. Un cuchillo relumbra; Otálora no sabe de qué lado está la razón, pero lo atrae el puro sabor del peligro, como a otros la baraja o la música. Para, en el entrevero, una puñalada baja que un peón le tira a un hombre de galera oscura y de poncho. Éste, después, resulta ser Azevedo Bandeira. (Otálora, al saberlo, rompe la carta, porque prefiere debérselo todo a sí mismo.) Azevedo Bandeira da, aunque fornido, la injustificable impresión de ser contrahecho; en su rostro, siempre demasiado cercano, están el judío, el negro y el indio; en su empaque, el mono y el tigre; la cicatriz que le atraviesa la cara es un adorno más, como el negro bigote cerdoso. Proyección o error del alcohol, el altercado cesa con la misma rapidez con que se produjo. Otálora bebe con los troperos y luego los acompaña a una farra y luego a un caserón en la Ciudad Vieja, ya con el sol bien alto. En el último patio, que es de tierra, los hombres tienden su recado para dormir. Oscuramente, Otálora compara esa noche con la anterior; ahora ya pisa tierra firme, entre amigos. Lo inquieta algún remordimiento, eso sí, de no extrañar a Buenos Aires. Duerme hasta la oración, cuando lo despierta el paisano que agredió, borracho, a Bandeira. (Otálora recuerda que ese hombre ha compartido con los otros la noche de tumulto y de júbilo y que Bandeira lo sentó a su derecha y lo obligó a seguir bebiendo.) El hombre le dice que el patrón lo manda buscar. En una suerte de escritorio que da al zaguán (Otálora
  • 8. nunca ha visto un zaguán con puertas laterales) está esperándolo Azevedo Bandeira, con una clara y desdeñosa mujer de pelo colorado. Bandeira lo pondera, le ofrece una copa de caña, le repite que le está pareciendo un hombre animoso, le propone ir al Norte con los demás a traer una tropa. Otálora acepta; hacia la madrugada están en camino, rumbo a Tacuarembó. Empieza entonces para Otálora una vida distinta, una vida de vastos amaneceres y de jornadas que tienen el olor del caballo. Esa vida es nueva para él, y a veces atroz, pero ya está en su sangre, porque lo mismo que los hombres de otras naciones veneran y presienten el mar, así nosotros (también el hombre que entreteje estos símbolos) ansiamos la llanura inagotable que resuena bajo los cascos. Otálora se ha criado en los barrios del carrero y del cuarteador; antes de un año se hace gaucho. Aprende a jinetear, a entropillar la hacienda, a carnear, a manejar el lazo que sujeta y las boleadoras que tumban, a resistir el sueño, las tormentas, las heladas y el sol, a arrear con el silbido y el grito. Sólo una vez, durante ese tiempo de aprendizaje, ve a Azevedo Bandeira, pero lo tiene muy presente, porque ser hombre de Bandeira es ser considerado y temido, y porque, ante cualquier hombrada, los gauchos dicen que Bandeira lo hace mejor. Alguien opina que Bandeira nació del otro lado del Cuareim, en Rio Grande do Sul; eso, que debería rebajarlo, oscuramente lo enriquece de selvas populosas, de ciénagas, de inextricable y casi infinitas distancias. Gradualmente, Otálora entiende que los negocios de Bandeira son múltiples y que el principal es el contrabando. Ser tropero es ser un sirviente; Otálora se propone ascender a contrabandista. Dos de los compañeros, una noche, cruzarán la frontera para volver con unas partidas de caña; Otálora provoca a uno de ellos, lo hiere y toma su lugar. Lo mueve la ambición y también una oscura fidelidad. Que el hombre (piensa) acabe por entender que yo valgo más que todos sus orientales juntos. Otro año pasa antes que Otálora regrese a Montevideo. Recorren las orillas, la ciudad (que a Otálora le parece muy grande); llegan a casa del patrón; los hombres tienden los recados en el último patio. Pasan los días y Otálora no ha visto a Bandeira. Dicen, con temor, que está enfermo; un moreno suele subir a su dormitorio con la caldera y con el mate. Una tarde, le encomiendan a Otálora esa tarea. Éste se siente vagamente humillado, pero satisfecho también. El dormitorio es desmantelado y oscuro. Hay un balcón que mira al poniente, hay una larga mesa con un resplandeciente desorden de taleros, de arreadores, de cintos, de armas de fuego y de armas blancas, hay un remoto espejo que tiene la luna empañada. Bandeira yace boca arriba; sueña y se queja; una vehemencia de sol último lo define. El vasto lecho blanco parece disminuirlo y oscurecerlo; Otálora nota las canas, la fatiga, la flojedad, las grietas de los años. Lo subleva que los esté mandando ese viejo. Piensa que un golpe bastaría para dar cuenta de él. En eso, ve en el espejo que alguien ha entrado. Es la mujer de pelo rojo; está a medio vestir y descalza y lo observa con fría curiosidad. Bandeira se incorpora; mientras habla de cosas de la campaña y despacha mate tras mate, sus dedos juegan con las trenzas de la mujer. Al fin, le da licencia a Otálora para irse. Días después, les llega la orden de ir al Norte. Arriban a una estancia perdida, que está como en cualquier lugar de la interminable llanura. Ni árboles ni un arroyo la
  • 9. alegran, el primer sol y el último la golpean. Hay corrales de piedra para la hacienda, que es guampuda y menesterosa. El Suspiro se llama ese pobre establecimiento. Otálora oye en rueda de peones que Bandeira no tardará en llegar de Montevideo. Pregunta por qué; alguien aclara que hay un forastero agauchado que está queriendo mandar demasiado. Otálora comprende que es una broma, pero le halaga que esa broma ya sea posible. Averigua, después, que Bandeira se ha enemistado con uno de los jefes políticos y que éste le ha retirado su apoyo. Le gusta esa noticia. Llegan cajones de armas largas; llegan una jarra y una palangana de plata para el aposento de la mujer; llegan cortinas de intrincado damasco; llega de las cuchillas, una mañana, un jinete sombrío, de barba cerrada y de poncho. Se llama Ulpiano Suárez y es el capanga o guardaespaldas de Azevedo Bandeira. Habla muy poco y de una manera abrasilerada. Otálora no sabe si atribuir su reserva a hostilidad, a desdén o a mera barbarie. Sabe, eso sí, que para el plan que está maquinando tiene que ganar su amistad. Entra después en el destino de Benjamín Otálora unos colorados cabos negros que trae del sur Azevedo Bandeira y que luce apero chapeado y carona con bordes de piel de tigre. Ese caballo liberal es un símbolo de la autoridad del patrón y por eso lo codicia el muchacho, que llega también a desear, con deseo rencoroso, a la mujer de pelo resplandeciente. La mujer, el apero y el colorado son atributos o adjetivos de un hombre que él aspira a destruir. Aquí la historia se complica y se ahonda. Azevedo Bandeira es diestro en el arte de la intimidación progresiva, en la satánica maniobra de humillar al interlocutor gradualmente, combinando veras y burlas; Otálora resuelve aplicar ese método ambiguo a la dura tarea que se propone. Resuelve suplantar, lentamente, a Azevedo Bandeira. Logra, en jornadas de peligro común, la amistad de Suárez. Le confía su plan; Suárez le promete su ayuda. Muchas cosas van aconteciendo después, de las que sé unas pocas. Otálora no obedece a Bandeira; da en olvidar, en corregir, en invertir sus órdenes. El universo parece conspirar con él y apresura los hechos. Un mediodía, ocurre en campos de Tacuarembó un tiroteo con gente riograndense; Otálora usurpa el lugar de Bandeira y manda a los orientales. Le atraviesa el hombro una bala, pero esa tarde Otálora regresa al Suspiro en el colorado del jefe y esa tarde unas gotas de su sangre manchan la piel de tigre y esa noche duerme con la mujer de pelo reluciente. Otras versiones cambian el orden de estos hechos y niegan que hayan ocurrido en un solo día. Bandeira, sin embargo, siempre es nominalmente el jefe. Da órdenes que no se ejecutan; Benjamín Otálora no lo toca, por una mezcla de rutina y de lástima. La última escena de la historia corresponde a la agitación de la última noche de 1894. Esa noche, los hombres del Suspiro comen cordero recién carneado y beben un alcohol pendenciero. Alguien infinitamente rasguea una trabajosa milonga. En la cabecera de la mesa, Otálora, borracho, erige exultación sobre exultación, júbilo sobre júbilo; esa torre de vértigo es un símbolo de su irresistible destino. Bandeira, taciturno entre los que gritan, deja que fluya clamorosa la noche. Cuando las doce campanadas resuenan, se levanta como quien recuerda una obligación. Se levanta y golpea con suavidad a la puerta de la mujer. Ésta le abre en seguida, como si
  • 10. esperara el llamado. Sale a medio vestir y descalza. Con una voz que se afemina y se arrastra, el jefe le ordena: -Ya que vos y el porteño se quieren tanto, ahora mismo le vas a dar un beso a vista de todos. Agrega una circunstancia brutal. La mujer quiere resistir, pero dos hombres la han tomado del brazo y la echan sobre Otálora. Arrasada en lágrimas, le besa la cara y el pecho. Ulpiano Suárez ha empuñado el revólver. Otálora comprende, antes de morir, que desde el principio lo han traicionado, que ha sido condenado a muerte, que le han permitido el amor, el mando y el triunfo, porque ya lo daban por muerto, porque para Bandeira ya estaba muerto. Suárez, casi con desdén, hace fuego.
  • 11. JOSE LUIS BORGES 3. El fantasma Enrique Anderson Imbert. Se dio cuenta de que acababa de morirse cuando vio que su propio cuerpo, como si no fuera el suyo sino el de un doble, se desplomaba sobre la silla y la arrastraba en la caída. Cadáver y silla quedaron tendidos sobre la alfombra, en medio de la habitación. ¿Con que eso era la muerte? ¡Qué desengaño! Había querido averiguar cómo era el tránsito al otro mundo ¡y resultaba que no había ningún otro mundo! La misma opacidad de los muros, la misma distancia entre mueble y mueble, el mismo repicar de la lluvia sobre el techo... Y sobre todo ¡qué inmutables, qué indiferentes a su muerte lo objetos que él siempre había creído amigos!: la lámpara encendida, el sombrero en la percha...Todo, todo estaba igual. Sólo la silla volteada y su propio cadáver, cara al cielo raso. Se inclinó y se miró en su cadáver como antes solía mirarse en el espejo. ¡Qué avejentado! ¡Y esas envolturas de carne gastada! -Si yo pudiera alzarle los párpados quizá la luz azul de mis ojos ennobleciera otra vez el cuerpo- pensó. Porque así, sin la mirada, esos mofletes y arrugas, las curvas velludas de la nariz y los dos dientes amarillos, mordiéndose el labio exangüe estaban revelándole su aborrecida condición de mamífero. -Ahora que sé que del otro lado no hay ángeles ni abismos me vuelvo a mi humilde morada. Y con buen humor se aproximó a su cadáver -jaula vacía- y fue a entrar para animarlo otra vez. ¡Tan fácil que hubiera sido! Pero no pudo. No pudo porque en ese mismo instante se abrió la puerta y se entrometió su mujer, alarmada por el ruido de silla y cuerpo caídos. -¡No entres! -gritó él, pero sin voz. Era tarde. La mujer se arrojó sobre su marido y al sentirlo exánime lloró y lloró. -¡Cállate! ¡Lo has echado todo a perder!- gritaba él, pero sin voz.
  • 12. ¡Qué mala suerte! ¿Por qué no se le habría ocurrido encerrarse con llave durante la experiencia? Ahora, con testigo, ya no podía resucitar; estaba muerto, definitivamente muerto. ¡Qué mala suerte! Acechó a su mujer, casi desvanecida sobre su cadáver; y su propio cadáver, con la nariz como una proa entre las ondas de pelo de su mujer. Sus tres niñas irrumpieron a la carrera como si se disputaran un dulce, frenaron de golpe, poco a poco se acercaron y al rato todas lloraban, unas sobre otras. También él lloraba viéndose allí en el suelo, porque comprendió que estar muerto es como estar vivo, pero solo, muy solo. Salió de la habitación, triste. ¿Adónde iría? Ya no tuvo esperanzas de una vida sobrenatural. No, no había ningún misterio. Y empezó a descender, escalón por escalón, con gran pesadumbre. Se paró en el rellano. Acababa de advertir que, muerto y todo, había seguido creyendo que se movía como si tuviera piernas y brazos. ¡Eligió como perspectiva la altura donde antes llevaba sus ojos físicos! Puro hábito. Quiso probar entonces las nuevas ventajas y se echó a volar por las curvas del aire. Lo único que no pudo hacer fue traspasar los cuerpos sólidos, tan opacos, las insobornables como siempre. Chocaba contra ellos. No es que le doliera; simplemente no podía atravesarlos. Puertas, ventanas, pasadizos, todos los canales que abre el hombre a su actividad, seguían imponiendo direcciones a sus revoloteos. Pudo colarse por el ojo de una cerradura, pero a duras penas. Él, muerto, no era una especie de virus filtrable para el que siempre hay pasos; sólo podía penetrar por las rendijas que los hombres descubren a simple vista. ¿Tendría ahora el tamaño de una pupila de ojo? Sin embargo, se sentía como cuando vivo, invisible, sí, pero no incorpóreo. No quiso volar más, y bajó a retomar sobre el suelo su estatura de hombre. Conservaba la memoria de su cuerpo ausente, de las posturas que antes había adoptado en cada caso, de las distancias precisas donde estarían su piel, su pelo, sus miembros. Evocaba así a su alrededor su propia figura; y se insertó donde antes había tenido las pupilas. Esa noche veló al lado de su cadáver, junto a su mujer. Se acercó también a sus amigos y oyó sus conversaciones. Lo vio todo. Hasta el último instante, cuando los terrones del camposanto sonaron lúgubres sobre el cajón y lo cubrieron. Él había sido toda su vida un hombre doméstico. De su oficina a su casa, de casa a su oficina. Y nada, fuera de su mujer y sus hijas. No tuvo, pues, tentaciones de viajar al estómago de la ballena o de recorrer el gran hormiguero. Prefirió hacer como que se sentaba en el viejo sillón y gozar de la paz de los suyos. Pronto se resignó a no poder comunicarles ningún signo de su presencia. Le bastaba con que su mujer alzara los ojos y mirase su retrato en lo alto de la pared. A veces se lamentó de no encontrarse en sus paseos con otro muerto siquiera para cambiar impresiones. Pero no se aburría. Acompañaba a su mujer a todas partes e iba al cine con las niñas. En el invierno su mujer cayó enferma, y él deseó que se muriera. Tenía la esperanza de que, al morir, el alma de ella vendría a hacerle compañía. Y se murió su mujer, pero su alma fue tan invisible para él como para las huérfanas.
  • 13. Quedó otra vez solo, más solo aún, puesto que ya no pudo ver a su mujer. Se consoló con el presentimiento de que el alma de ella estaba a su lado, contemplando también a las hijas comunes. ¿Se daría cuenta su mujer de que él estaba allí? Si... ¡claro!... qué duda había. ¡Era tan natural! Hasta que un día tuvo, por primera vez desde que estaba muerto, esa sensación de más allá, de misterio, que tantas veces lo había sobrecogido cuando vivo; ¿y si toda la casa estuviera poblada de sombras de lejanos parientes, de amigos olvidados, de fisgones, que divertían su eternidad espiando las huérfanas? Se estremeció de disgusto, como si hubiera metido la mano en una cueva de gusanos. ¡Almas, almas, centenares de almas extrañas deslizándose unas encimas de otras, ciegas entre sí pero con sus maliciosos ojos abiertos al aire que respiraban sus hijas! Nunca pudo recobrarse de esa sospecha, aunque con el tiempo consiguió despreocuparse: ¡qué iba a hacer! Su cuñada había recogido a las huérfanas. Allí se sintió otra vez en su hogar. Y pasaron los años. Y vio morir, solteras, una tras otra, a sus tres hijas. Se apagó así, para siempre, ese fuego de la carne que en otras familias más abundantes va extendiéndose como un incendio en el campo. Pero él sabía que en lo invisible de la muerte su familia seguía triunfando, que todos, por el gusto de adivinarse juntos, habitaban la misma casa, prendidos a su cuñada como náufragos al último leño. También murió su cuñada. Se acercó al ataúd donde la velaban, miró su rostro, que todavía se ofrecía como un espejo al misterio, y sollozó, solo, solo ¡qué solo! Ya no había nadie en el mundo de los vivos que los atrajera a todos con la fuerza del cariño. Ya no había posibilidades de citarse en un punto del universo. Ya no había esperanzas. Allí, entre los cirios en llama, debían de estar las almas de su mujer y de sus hijas. Les dijo "¡Adiós!", sabiendo que no podían oírlo, salió al patio y voló noche arriba.
  • 14. 4. El almohadón de plumas Horacio Quiroga Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer. Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre. La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
  • 15. En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido. No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra. Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos. Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatase una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábamos horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseabas sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección. Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor. -¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra. Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror. -¡Soy yo, Alicia, soy yo! Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando. Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos. Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
  • 16. -Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer... -¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa. Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha. Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán. Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón. -¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre. Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras. -Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación. -Levántelo a la luz -le dijo Jordán. La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban. -¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca. -Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar. Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca. Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura
  • 17. era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia. Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma. 5. La luz es como el agua Gabriel García Márquez En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos. -De acuerdo -dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena. Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían. -No -dijeron a coro-. Nos hace falta ahora y aquí. -Para empezar -dijo la madre-, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la ducha. Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en Madrid vivían apretados en el piso quinto del número 47 del
  • 18. Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos con su sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación. -El bote está en el garaje -reveló el papá en el almuerzo-. El problema es que no hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible. Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio. -Felicitaciones -les dijo el papá ¿ahora qué? -Ahora nada -dijeron los niños-. Lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto, y ya está. La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al cine. Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala. Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llego a cuatro palmos. Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las islas de la casa. Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar un botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces. -La luz es como el agua -le contesté: uno abre el grifo, y sale. De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire comprimido. -Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para nada -dijo el padre-. Pero está peor que quieran tener además equipos de buceo. -¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre? -dijo Joel. -No -dijo la madre, asustada-. Ya no más. El padre le reprochó su intransigencia.
  • 19. -Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber -dijo ella-, pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la silla del maestro. Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres veían El último tango en París, llenaron el apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad. En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso. El papá, a solas con su mujer, estaba radiante. -Es una prueba de madurez -dijo. -Dios te oiga -dijo la madre. El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel, la gente que pasó por la Castellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama. Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para niños. Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por
  • 20. versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz. 6. Con los ojos cerrados Reinaldo Arenas A usted sí se lo voy a decir, porque sé que si se lo cuento a usted no se me va a reír en la cara ni me va a regañar. Pero a mi mamá, no. A mamá no le diré nada, porque, de hacerlo, no dejaría de pelearme de regañarme. Y, aunque es casi seguro que ella tendría toda la razón, no quiero oír ningún consejo ni advertencia. Porque no me gustan los consejos ni las advertencias. Por eso. Porque sé que usted no me va a decir nada, se lo digo todo. Ya que solamente tengo ocho años, voy todos los días a la escuela. Y aquí empieza la tragedia, pues debo levantarme bien temprano -cuando el primeo que me regaló la tía Grande Angela sólo ha dado dos voces-, ya que la escuela está bastante lejos. A eso de las seis de la mañana empieza mamá a pelearme para que me levante, y ya a las siete estoy sentado en la cama y estrujándome los ojos. Entonces todo lo demás tengo que hacerlo corriendo: ponerme la ropa corriendo, llegar corriendo hasta la escuela
  • 21. y entrar corriendo en la fila, pues ya han tocado el timbre y la maestra está parada en la puerta. Pero ayer fue diferente, ya que la tía Grande Angela debía irse para Oriente y tenía que coger el tren antes de las siete. Y se formó un alboroto enorme en la casa, pues todos los vecinos vinieron a despedirla y mamá se puso tan nerviosa que se le cayó la olla llena de agua hirviendo en el piso cuando iba a echar el agua en el colador para hacer el café, y se le quemó un pie. Con aquel escándalo tan insoportable no me quedó más remedio que despertarme. Y ya que estaba despierto, pues me decidí a levantarme. La tía Grande Angela, después de muchos besos y abrazos, pudo marcharse. Y yo salí en seguida para la escuela, a pesar de que todavía era bastante temprano. Hoy no tengo que ir corriendo, me dije casi sonriente. Y eché a andar, bastante despacio por cierto. Y cuando fui a cruzar la calle me tropecé con un gato que estaba acostado en el contén de la acera. Vaya lugar que escogiste para dormir, le dije, y lo toqué con la punta del pie, pero no se movió. Entonces me agaché junto a él y pude comprobar que estaba muerto. El pobre -dije-, seguramente lo arrolló alguna máquina1 y alguien lo tiró en ese rincón para que no lo siguieran aplastando. Qué lástima, porque es un gato grande y de color amarillo que seguramente no tendría ningunos deseos de morirse. Pero bueno: ya no tiene remedio. Y seguí andando. Como todavía era temprano, me llegué hasta la dulcería, que aunque está un poco lejos de la escuela, hay siempre dulces frescos y sabrosos. En esta dulcería hay también dos viejitas paradas a la entrada con una jaba2 cada una y las manos extendidas, pidiendo limosnas… Un día yo le di un medio3 a cada una y las dos me dijeron al mismo tiempo: "Dios te haga un santo." Eso me dio mucha risa y cogí y volví a poner otros dos medios entre aquellas dos manitas tan arrugadas y pecosas, y ellas volvieron a repetir: "Dios te haga un santo", pero ya no tenía tantas ganas de reírme. Y desde entonces, cada vez que paso por allí, ellas me miran con sus caras de pasas4 pícaras y no me queda más remedio que darles un medio a cada una… Pero ayer sí que no podía dar nada, ya que hasta la peseta5 de la merienda la gasté en tortas de chocolate. Y por eso salí por la puerta de atrás, para que las viejitas no me vieran. Ya sólo me faltaba cruzar el puente, caminar dos cuadras y llegar a la escuela. En el puente me paré un momento porque sentí una algarabía enorme allá abajo, en la orilla del río. Me arreguindé de la baranda y miré: un coro de muchachos de todos los tamaños tenía acorralada a una rata de agua en un rincón y la cesaban entre gritos y pedradas. La rata corría de un extremo a otro del rincón, pero no tenía escapatoria y soltaba unos chillidos estrechos y desesperados. Por fin, uno de los muchachos cogió una vara de bambú y golpeó con fuerza sobre el lomo de la rata, reventándola. Entonces todos los demás corrieron hasta donde estaba el animal, y tomándolo entre saltos de entusiasmo y gritos de triunfo, la arrojaron hasta el centro del río, pero la rata muerta no se hundió y siguió flotando hasta perderse en la corriente.
  • 22. Los muchachos se fueron con la algarabía hasta otro rincón del río. Y yo también eche a andar. "Caramba-me dije-, qué fácil es caminar sobre el puente. Se puede hacer hasta con los ojos cerrados pues a un la do tenemos las rejas que no lo dejan a uno caer en el agua, y del otro, el contén de las aceras, que nos avisan antes de que pisemos la calle." Y para comprobarlo cerré los ojos y seguí caminando. Al principio me sujetaba con una mano de la baranda del puente, pero luego ya no fue necesario. Y seguí caminando con los ojos cerrados. Y no se lo vaya Usted a decir a mi madre, pero con los ojos cerrados uno ve muchas cosas, y hasta mejor que si los lleváramos abiertos… Lo primero que vi fue una gran nube amarillenta que brillaba unas veces más fuerte que otras, igual que el sol cuando se va cayendo entre los árboles. Entonces apreté loa párpados bien duro y la nube rojiza se volvió de color azul. Pero no sólo azul, sino verde. Verde y morada. Morada brillante, como si fuese un arco iris de esos que salen cuando ha llovido mucho y la tierra está ahogada de tanta agua que le ha caído arriba. Y con los ojos cerrados me puse a pensar en las calles y en las cosas; sin dejar de andar. Y vi a mi tía Grande Angela saliendo de la casa. Pero no con el vestido de bolsas rojas que es el que siempre se pone cuando va para Oriente, sino con un vestido largo y blanco. Y de tan alta que es, parecía un palo de teléfono envuelto en una sábana. Pero se veía bien. Seguí andando. Y me tropecé de nuevo con el gato en el contén. Pero esta vez, cuando lo rocé con la punta del pie, dio un salto y salió corriendo. Salió corriendo el gato amarillo brillante porque estaba vivo y se asustó cuando lo desperté. Y yo me reí muchísimo cuando lo vi desaparecer desmandado y con el lomo erizado que parecía que iba a soltar chispas. Y seguí caminando, con los ojos, desde luego, bien cerrados. Y así fue como llegué de nuevo a la dulcería. Pero como no podía comprarme ningún dulce, pues ya me había gastado hasta la última peseta de la merienda, me conformé con mirarlos a través de la vidriería. Y estaba así, mirándolos, cuando oigo dos voces detrás del mostrador que me dicen: "¿No quieres comerte algún dulce?" Y cuando alcé la cabeza vi con sorpresa que las dependientas eran las dos viejecitas que siempre estaban pidiendo limosnas a la entrada de la dulcería. Y no supe qué decir. Pero ellas parece que adivinaron mis deseos y sacaron, sonrientes, una torta grande y casi colorada hecha de chocolate y almendras. Y me la pusieron en las manos. Yo me volví loco de alegría con aquella torta grande. Y salí a la calle. Cuando iba por el puente con la torta entre las manos, oí de nuevo el escándalo de los muchachos. Y con los ojos cerrados me asomé por la baranda del puente y la vía allá abajo, nadando apresurados hasta el centro del río para salvar a una rata de agua, pues la pobre parece que estaba enferma y no podía nadar. Y los muchachos sacaron a la rata del agua y la depositaron temblorosa sobre una piedra del arenal para que se oreara con el sol. Entonces los fui a llamar para que vinieran hasta donde yo estaba y comernos todos juntos la torta de chocolate, pues, después de todo, yo sólo no iba a poderme comer aquella torta tan grande.
  • 23. Palabra que los iba a llamar. Y hasta levanté las manos con la torta y todo encima para que la vieran y no fueran que era mentira, lo que les iba a decir, y vinieran corriendo. Pero entonces, "push", me pasó el camión casi por arriba en medio de la calle que era donde, sin darme cuenta, me había parado. Y aquí me ve usted: con las piernas blancas por el esparadrapo6 y el yeso. Tan blancas como las paredes de este cuarto donde solo entran mujeres vestidas de blanco para darme un pinchazo o una pastilla, desde luego blanca. Y no crea que lo que le he contado es mentira. No vaya a pensar que porque tengo un poco de fiebre y a cada rato me quejo del dolor en las piernas estoy diciendo mentiras, porque no es así. Y si usted quiere comprobar si fue verdad, vaya al puente; que seguramente debe estar todavía, toda desparramada sobre el asfalto, la torta grande y casi colorada hecha de chocolate y almendras que me regalaron sonrientes las dos viejecitas de la dulcería. 7. Los nadie Eduardo Galeano Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadie con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadie la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de escoba. Los nadie: los hijos de nadie, los dueños de nada. Los nadie: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos: Que no son, aunque sean.
  • 24. Que no hablan idiomas, sino dialectos. Que no profesan religiones, sino supersticiones. Que no hacen arte, sino artesanía. Que no practican cultura, sino folklore. Que no son seres humanos, sino recursos humanos. Que no tienen cara, sino brazos. Que no tienen nombre, sino número. Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local. Los nadie, que cuestan menos que la bala que los mata EDUARDO GALEANO
  • 25. 8. Los cuentos del general Martin Garatuza El general Vicente Riva Palacio (1832-1896) fue un hombre de muchas famas y prestigios. Su destacado lugar en la historia de México abarca tanto lo militar, lo político, lo jurídico, lo diplomático, lo periodístico y lo historiográfico, como la literatura creativa; también fue un hombre de sociedad, capaz de entretener y divertir a sus contertulios con una conversación entretejida de infinidad de anécdotas. En el campo de lo literario, fue poeta, novelista, cuentista, dramaturgo, escritor de leyendas y crítico literario. México a través de los siglos, El libro rojo y sus siete novelas aún gozan de saludable presencia en la cultura mexicana. Igual sucede con los tan divertidos Cuentos del General, compendio del carácter amable y generoso de su personalidad, representación de sus altas dotes literarias y libro emblemático de la narrativa mexicana del siglo XIX. Tal como afirma María Teresa Solórzano Ponce en el prólogo de esta edición, en los Cuentos del General, ´´conviven plácidamente la crónica, el cuadro de costumbres, el retrato social, la tradición, la leyenda, la fábula, la farsa, el relato de tipo oral y escrito, la ironía, la sátira, la parodia, la narración dramática o fantástica y desde luego la historia´´.
  • 26. 9. La noche que lo dejaron solo Juan Rulfo -¿Por qué van tan despacio? -les preguntó Feliciano Rúelas a los de adelante-. Así acabaremos por dormirnos. ¿Acaso no les urge llegar pronto? -Llegaremos mañana amaneciendo -le contestaron. Fue lo último que les oyó decir. Sus últimas palabras. Pero de eso se acordaría después, al día siguiente. Allí iban los tres, con la mirada en el suelo, tratando de aprovechar la poca claridad de la noche. "Es mejor que esté oscuro. Así no nos verán." También habían dicho eso, un poco antes, o quizá la noche anterior. No se acordaba. El sueño le nublaba el pensamiento. Ahora, en la subida, lo vio venir de nuevo. Sintió cuando se le acercaba, rodeándolo como buscándole la parte más cansada. Hasta que lo tuvo encima, sobre su espalda, donde llevaba terciados los rifles.
  • 27. Mientras el terreno estuvo parejo, caminó deprisa. Al comenzar la subida, se retrasó; su cabeza empezó a moverse despacio, más lentamente conforme se acortaban sus pasos. Los otros pasaron junto a él, ahora iban muy adelante y él seguía balanceando su cabeza dormida. Se fue rezagando. Tenía el camino enfrente, casi a la altura de sus ojos. Y el peso de los rifles. Y el sueño trepado allí donde su espalda se encorvaba. Oyó cuando se le perdían los pasos: aquellos huecos talonazos que habían venido oyendo quién sabe desde cuándo, durante quién sabe cuántas noches: "De la Magdalena para allá, la primera noche; después de allá para acá, la segunda, y ésta es la tercera. No serían muchas -pensó-, si al menos hubiéramos dormido de día". Pero ellos no quisieron: Nos pueden agarrar dormidos -dijeron-. Y eso sería lo peor. -¿Lo peor para quién? Ahora el sueño le hacía hablar. "Les dije que esperaran: vamos dejando este día para descansar. Mañana caminaremos de filo y con más ganas y con más fuerzas, por si tenemos que correr. Puede darse el caso." Se detuvo con los ojos cerrados. "Es mucho -dijo-. ¿Qué ganamos con apurarnos? Una jornada. Después de tantas que hemos perdido, no vale la pena". En seguida gritó: "¿Dónde andan?" Y casi en secreto: "Váyanse, pues. ¡Váyanse!" Se recostó en el tronco de un árbol. Allí estaban la tierra fría y el sudor convertido en agua fría. Ésta debía de ser la sierra de que le habían hablado. Allá abajo el tiempo tibio, Y ahora acá arriba este frío que se le metía por debajo del gabán: "Como si me levantaran la camisa y me manosearan el pellejo con manos heladas." Se fue sentando sobre el musgo. Abrió los brazos como si quisiera medir el tamaño de la noche y encontró una cerca de árboles. Respiró un aire oloroso a trementina. Luego se dejó resbalar en el sueño, sobre el cocal, sintiendo cómo se le iba entumeciendo el cuerpo. Lo despertó el frío de la madrugada. La humedad del rocío. Abrió los ojos. Vio estrellas transparentes en un cielo claro, por encima de las ramas oscuras. "Está oscureciendo", pensó. Y se volvió a dormir. Se levantó al oír gritos y el apretado golpetear de pezuñas sobre el seco tepetate del camino. Una luz amarilla bordeaba el horizonte. Los arrieros pasaron junto a él, mirándolo. Lo saludaron: "Buenos días", le dijeron. Pero él no contestó.
  • 28. Se acordó de lo que tenía que hacer. Era ya de día. Y él debía de haber atravesado la sierra por la noche para evitar a los vigías. Este paso era el más resguardado. Se lo habían dicho. Tomó el tercio de carabinas y se las echó a la espalda. Se hizo a un lado del camino y cortó por el monte, hacia donde estaba saliendo el sol. Subió y bajó, cruzando lomas terregosas. Le parecía oír a los arrieros que decían: "Lo vimos allá arriba. Es así y asado, y trae muchas armas." Tiró los rifles. Después se deshizo de las carrilleras. Entonces se sintió livianito y comenzó a correr como si quisiera ganarles a los arrieros la bajada. Había que "encumbrar, rodear la meseta y luego bajar". Eso estaba haciendo. Obre Dios. Estaba haciendo lo que le dijeron que hiciera, aunque no a las mismas horas. Llegó al borde de las barrancas. Miró allá lejos la gran llanura gris. "Ellos deben estar allá. Descansando al sol, ya sin ningún pendiente", pensó. Y se dejó caer barranca abajo, rodando y corriendo y volviendo a rodar. "Obre Dios", decía. Y rodaba cada vez más en su carrera. Le parecía seguir oyendo a los arrieros cuando le dijeron: "¡Buenos días!" Sintió que sus ojos eran engañosos. Llegarán al primer vigía y le dirán: "Lo vimos en tal y tal parte. No tardará el estar por aquí." De pronto se quedó quieto. "¡Cristo!", dijo. Y ya iba a gritar: "¡Viva Cristo Rey!", pero se contuvo. Sacó la pistola de la costadilla y se la acomodó por dentro, debajo de la camisa, para sentirla cerquita de su carne. Eso le dio valor. Se fue acercando hasta los ranchos del Agua Zarca a pasos queditos, mirando el bullicio de los soldados que se calentaban junto a grandes fogatas. Llegó hasta las bardas del corral y pudo verlos mejor; reconocerles la cara: eran ellos, su tío Tanis y su tío Librado. Mientras los soldados daban vuelta alrededor de la lumbre, ellos se mecían, colgados de un mezquite, en mitad del corral. No parecían ya darse cuenta del humo que subía de las fogatas, que les nublaba los ojos vidriosos y les ennegrecía la cara. No quiso seguir viéndolos. Se arrastró a lo largo de la barda y se arrinconó en una esquina, descansando el cuerpo, aunque sentía que un gusano se le retorcía en el estómago. Arriba de él, oyó que alguien decía: -¿Qué esperan para descolgar a ésos? -Estamos esperando que llegue el otro. Dicen que eran tres, así que tienen que ser tres. Dicen que el que falta es un muchachito; pero muchachito y todo, fue el que le tendió la
  • 29. emboscada a mi teniente Parra y le acabó su gente. Tiene que caer por aquí, como cayeron esos otros que eran más viejos y más colmilludos. Mi mayor dice que si no viene de hoy a mañana, acabalamos con el primero que pase y así se cumplirán las órdenes. -¿Y por qué no salimos mejor a buscarlo? Así hasta se nos quitaría un poco lo aburrido. -No hace falta. Tiene que venir. Todos están arrendando para la Sierra de Comanja a juntarse con los cristeros del Catorce. Éstos son ya de los últimos. Lo bueno sería dejarlos pasar para que les dieran guerra a los compañeros de Los Altos. -Eso sería lo bueno. A ver si no a resultas de eso nos enfilan también a nosotros por aquel rumbo. Feliciano Rúelas esperó todavía un rato a que se le calmara el bullicio que sentía cosquillearle el estómago. Luego sorbió tantito aire como si se fuera a zambullir en el agua y, agazapado hasta arrastrarse por el suelo, se fue caminando, empujando el cuerpo con las manos. Cuando llegó al reliz del arroyo, enderezó la cabeza y se echó a correr, abriéndose paso entre los pajonales. No miró para atrás ni paró en su carrera hasta que sintió que el arroyo se disolvía en la llanura. Entonces se detuvo. Respiró fuerte y temblorosamente
  • 30. JUAN RULFO 10. La noche de los feos Mario Benedetti
  • 31. Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia. Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro. Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas. Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura. Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal. Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente. La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó. La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para
  • 32. registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo. Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo. "¿Qué está pensando?", pregunté. Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma. "Un lugar común", dijo. "Tal para cual". Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo. "Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?" "Sí", dijo, todavía mirándome. "Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida." "Sí." Por primera vez no pudo sostener mi mirada. "Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo." "¿Algo cómo qué?" "Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad." Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas. "Prométame no tomarme como un chiflado." "Prometo." "La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"
  • 33. "No." "¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?" Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata. "Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca." Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico. "Vamos", dijo. No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse. Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron. En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso. Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco tembloroso, luego progresivamente sereno) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas. Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra. Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble. MARIO BENEDETTI Bibliografía:
  • 34. 1. http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/monte/eclipse.htm 2. http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/borges/muerto.htm 3. http://redescolar.ilce.edu.mx/redescolar/act_permanentes/lengua_comunic acion/el_oto%F1o/entrale/cuento%20nunca%20acabar/enriqueanderson.ht m 4. http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/quiroga/almohado.htm 5. http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/ggm/luzescom.htm 6. http://redescolar.ilce.edu.mx/redescolar/act_permanentes/lengua_comunic acion/el_oto%F1o/entrale/cuento%20nunca%20acabar/reinaldoarenas.htm 7. http://redescolar.ilce.edu.mx/redescolar/act_permanentes/lengua_comunic acion/el_oto%F1o/entrale/cuento%20nunca%20acabar/eduardogaleano.ht m 8. http://www.factoriaediciones.com/detalleditorial.asp?id=8&col=1 9. http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/rulfo/nocheque.htm 10. http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/benedett/noche.htm