1. revista de creación literaria otoño-invierno 12
n17
revista de
creación
literaria
la eanz hoja
ubllanc
otoño-invierno 12
Asociación Literaria Verbo Azul
n17
la hoja azul en blanco
2. la hoja azul en blanco
Asociación Literaria Verbo Azul
EDITA:
Asociación Literaria Verbo Azul
Avda. de los Castillos s/n
Castillo Pequeño 28925 Alcorcón (Madrid)
DIRECCIÓN:
Ana Garrido
Juan José Alcolea
EVALUACIÓN Y COORDINACIÓN:
José Bárcena, Hortensia Higuero, Enrique Eloy de
Nicolás, Ángel Muñoz, Isidro Sánchez Brun, Isabel
Miguel, Ana Bella López Biedma, Antonio del Arco,
Fernando Fiestas, Cristina Cocca.
PORTADA:
Parcial exposición de Marina Lange Enero 2012 en el
M.A.V.A. de Alcorcón. Ftg. Ignacio López Fando
DIBUJOS:
Jesús Contero, Fernando Fiestas, Rocío Ordóñez.
FOTOGRAFÍAS:
María Roldán, Cristina F. Zambrano, Ignacio López
Fando.
DISEÑO Y MAQUETACIÓN:
HabitacionDesdoblada.com
COLABORAN:
Concejalía de Cultura Ayuntamiento de Alcorcón
Depósito Legal: M-01703-03
Imprime: Gráfi cas Pedraza S.L.
n17
otoño-invierno 12
revista de
creación
literaria
jjosealcolea@gmail.com
zaius1@terra.es
verboazul@gmail.com
www.verboazul.blogspot.com
La Hoja Azul en Blanco no se responsabiliza de las
ideas expresadas por los autores
3. Museo Municipal de Arte en Vidrio de Alcorcón.
Parcial exposición de Marina Lange. Enero 2012
4. 3
De la consumación y la alquimia
La luz desnuda a tientas los rincones, acaricia las sombras, las desata. Y es
que acaso alguna vez es necesaria para encender las voces y los ecos, para engala-nar
el aire, los paisajes. Desde más allá de la sed llega una brisa, un temblor irisado
de silencios. Es precisamente a ese lugar al norte de las nubes, a ese rincón sin
horas del fuego y de la arena, al que Verbo Azul quiere dedicar este número de su
Hoja Azul en Blanco.
Presa de cal por el aire, la piedra se vuelve llanto, se sabe corazón, caute-rio,
vida. Apenas roza el mar y se desangra mágica, absoluta, para precipitarse
de nuevo ante los ojos como un amanecer desordenado, como el grito de un dios
naciendo entre la nieve. En estas páginas, nuestro tributo al vidrio, esa materia
frágil que amalgama las formas y las hace crecer, determinarse. A través del tra-bajo
de Marina Lange, hemos conocido su universo inmemorial y arcano, lleno
de seducción y de misterio. Desde aquí nuestro agradecimiento a Marina, que tan
generosamente se ha brindado a colaborar con nosotros, y al fotógrafo Ignacio
López Fando, que nos ha cedido la serie de fotografías que realizó sobre la obra
de esta artista de la Laponia sueca. Así mismo, queremos agradecer también muy
especialmente la colaboración de Luz Pichel, cuya palabra poética fue -es- punto
de encuentro y desencadenante de la fusión.
Pero a veces la realidad es un disparo, un golpe que atraviesa la conciencia y
nos deja ateridos, yertos. Cuando nos encontrábamos preparando la revista, nos
llegó, como un mazazo, como una sinrazón, como una hoguera, la noticia del falle-cimiento
del grandísimo poeta y excepcional persona, Vicente Martín. Como no
podía ser de otra manera, Verbo Azul quiere también rendir aquí, desde el dolor
y la admiración más sinceros, su homenaje y reconocimiento al poeta, al amigo.
No es que el mundo se acabe, Vicente, no es que falten colores para escribir
los pájaros, pero nos han arrancado las certezas, se han oscurecido las distancias.
Dale alas de sal a los glaciares, quédate en las miradas y en los versos. Préstale
ahora “tu voz a las encinas y tu cuerpo, / como un campo de olivos, a la lluvia”.
Callemos, dejemos hablar al viento y a las ramas. Aún hay tiempo de sol para
intentarlo.
ANA GARRIDO
Presidenta de Verbo Azul.
6. 5
Ahora es el comienzo de las lluvias,
agua, todavía sin mástil,
sin vasija, ni dirección, ni barco.
Botones,
retales,
briznas, briznas, briznas de ala de avispa
de jaboncillo de costurera,
un movimiento hacia la luz,
el aire desplazando una hoja de olivo,
un gromo de buxo.
Hay algo vegetal en todo esto, es
como si fueran a salvarse las frutas, se acerca
una hilera de gorriones
transparentes.
A la patinadora, ¿quién la ha visto?
quen a veu saltar?
delgadísima elástica libre
equivoca la música rompe
los ritmos dibuja
un difícil pentagrama de alambre
ese lío de abrazos
(ese arame, ese debuxo, esas apertas)
se equivoca
se cae
se alza
promete seguir viva
A Marina Lange
(hei danzar, hei danzar, hei danzar).
La ciudad de los niños del frío se despereza
(a cidade dos nenos do frío espreguízase)
se despereza,
7. 6
van abriendo los ojos,
son cuerpecitos de color verde-agua.
Non era doado vivir alá (qué difícil dormir, amar, la tos, los tenedores).
No era fácil vivir entonces dentro del invierno allá.
La helada, ¿cuántos años
duró?
y la gente, que cruza los parques con hambre hablando sola, dice:
necesitan calor,
necesitan un poco de calor
todo o mundo precisa un chisco de calor –dicen los distraídos de los
LUZ PICHEL, 2012
[autobuses.
8. 7
Ya ni todas las palabras
No lo sabíamos,
por eso, tal vez, dejamos
nuestros cuerpos secándose;
si hubieras dicho una palabra
esta casa ahora
tendría más luz,
y todos los obstáculos
serían solamente un centímetro de espuma
en un vaso de cerveza.
Yo también pude haber dicho algo:
una montaña, una lluvia
que se miran detrás de la ventana,
pero no lo sabíamos
y callamos,
dejamos transcurrir el tiempo
mirándonos sin más,
sin vernos,
mudos.
Ya es inútil;
ya ni todas las palabras
pueden hacer nada por salvarnos;
nos hemos quedado secos,
nos han ido, en la piel,
saliendo espinas.
DAVINA PAZOS
10. 9
Dulcísimos Arropes
MIRO la levedad de la mañana con ojos distraídos de tanto
adivinar. La luz nunca perfora las paredes. Su misterio hace
que no sepamos desde dónde nos llega lo sagrado; lo eternal
pasajero que nos habla mientras la vida cruza palabras y
distancias, redondos plenilunios que nos llenan vasos
intemporales: dulcísimos arropes que nos sacian apetitos y
fuegos transparentes, más allá de preguntas o arpegios
retardados sobre el silencio mismo.
ANTONIO GARCÍA DE DIONISIO
11. 10
Manifi esto
En el día de hoy,
escondida tras las balas
de esta nube de algodón,
ante mí y mi consecuencia
ratifi co mi deseo de vivir arrodillada
y ocultar el pensamiento
en el limbo que ha formado la memoria.
Me propongo con fi rmeza
elevarme hasta la altura
de cualquier ser maltratado.
Sonreír a aquel que dude
de mi estado independiente
o el morado-amarillento
de mi lápiz cubre ojeras.
Desde hoy,
por si a alguien, sin querer,
se le anuda la conciencia,
me declaro inexistente
para el resto de mis días.
ROSA JIMENA
19.03.10
12. 11
En tu busca
Hemos dado la vuelta
a la piel del lenguaje
para conocer el amor.
No está compuesto de palabras
ni de rumores ni de signos,
es el idioma del silencio
al mirarse a los ojos,
del suave avance de las bocas,
de los susurros al oído,
de los cabellos enlazados.
Son las alas sin plumas
para emprender el vuelo
sobre toda costumbre
y el desafío de las dagas
adelgazando el aire,
es el alimento fugaz
de las voces que no se encuentran
entre espejos en fl or.
Como entrar por la misma puerta
en tu busca dos veces,
perdida en laberintos de nostalgia
y llevarte de un sueño
hacia otro sueño.
Como cuando me sobran los pronombres
ante la verticalidad de las cascadas.
FERNANDO FIESTAS
Verbo Azul
14. 13
Transparente usura
Tiene tanto de mar
su liquida certeza,
tan ebria es por la luz
su contingente albura,
que bien pudiera ser
alma en que escape
el sueño indoblegable de la tierra.
Tiene tanto de Dios
su transparente usura,
tan críptica a la imagen su mirada
que al cielo puede ahondar
y en esa hondura
quebrar
del
grácil
JUAN JOSÉ ALCOLEA
Verbo Azul
vuelo
a la paloma.
Tiene tanto de amor
en desnudada anchura,
tan celda abierta al otro
en su murada,
que acaso pueda ser
cauterio dulce
que al más virgen umbral
alza la vida.
15. 14
La espera
Con el cuello subido,
soplándose la palma de las manos,
alguien espera, y porque espera, teme.
La espera no es un tiempo solamente perdido,
sino una tarde rota que anochece en dos mundos:
y dos sombras sumadas son como una ceguera.
La espera no es amor. La espera es un incendio
donde se queman todos los abrazos
y unas manos febriles y sonámbulas
descubren cómo hieren
los bordes del olvido.
Se comienza a esperar siempre un poquito antes de que
llegue la hora,
y luego se agigantan los minutos, el reloj se apelmaza,
y, a fuerza de esperar, el tiempo se hace corcho;
y ya no hay ni una célula
del hombre –donde siempre– detenido,
que no se vuelva espera.
Y aunque ella llegue al fi n, se excuse, fi nja
—a la hora de siempre—
venir desconsolada y pida un beso
con labios marilyn,
la espera sigue.
(Porque él estaba allí, pero ya no era el mismo,
y ella, aun viniendo tarde, no ha llegado completa)
La espera no concluye, se prolonga
en el gesto, en la boca, en la mirada,
en la voz distraída
que espacia las respuestas.
16. 15
JOSÉ LUIS MORALES
Y, aunque quieran
ser amables y cálidos, la espera
invadirá la tarde,
se sentará entre ellos
en el parque, en el cine, en la terraza
donde toman café,
y seguirá creciendo.
La espera es un vaivén de escaparates
sin nada que mostrar, salvo el refl ejo
de quien tal vez no venga o llegue hablando
mal de la lluvia al descender del taxi.
Y pronto habrá una cita
a la que ya no acudan el amor, sino el nudo
de la costumbre. Y poco
a poco, la rutina de esperar será estéril.
Pero mañana aún –o un mes entero–
a la hora de siempre y en el lugar de siempre,
seguirá habiendo alguien
que espera, porque ignora
que incluso el desamor
acude tarde.
18. 17
A la altura del fuego
Es de noche de nuevo en la ciudad del agua,
en las habitaciones
pequeñas del crepúsculo.
Es de noche en los ojos de los muertos.
La mano del orfebre selecciona
los brotes amarillos,
las piedras esmaltadas
para la ceremonia de los límites.
Es la hora del mosto,
la estación de la ofrenda.
Las mariposas duermen en medio de la luz,
a la sombra de una casa vacía.
Aquí, donde comienza la región de los valles,
donde reposan todos los presagios,
hemos libado el vino de los dioses,
la indigencia del aire
en las proximidades del solsticio.
Hemos jurado el nombre de los justos.
(Los bosques devastados nos preceden
bajo un cielo sin mácula)
Semejantes ahora, necesarios,
recogemos el llanto de las copas,
alguna fl or caída
a la altura del fuego.
ANA GARRIDO
Verbo Azul
19. 18
Orígenes
I
La salvación nos ha llegado
de las manos del día. Tristes
pasos, tristes luces calladas,
tristes olvidos. Nada
puede llenar todos mis sueños
ausentes. Al fi n
puedo conocer dónde vive el deseo
que cuando me traspasa con sus dedos
es la lejana caricia de un extraño.
II
Digo adiós a las sombras
del día que se alejaban
desnudas como pámpanos negros
entre las ramas del camino.
Adiós a la simetría de los ojos
del corazón, a los vestigios de
la lluvia. Ilusoria nostalgia
nos devuelve a los orígenes del agua
donde navegan los líquenes oscuros
de las palabras mudas.
JOSÉ MARÍA MUÑOZ QUIRÓS
20. 19
A punto de romper
He aquí la nada
con toda su humanidad
como una lágrima vacilante al borde del abismo,
inconsolable y muda.
El momento absoluto bajando por la pendiente,
suspirando la entrega,
- la nada -
transparente, a punto de romper...
Cierro los ojos
y percibo líquida la luz,
el vuelo contenido de una alondra
que se detiene en mí,
nuestros besos no tienen tiempo
nacen, de corazón a corazón,
en un mundo que todavía no existe...
CECILIA ORTEGA
Verbo Azul
22. 21
Cata apresurada de Silvia Eliade
Golosa balsámica envolvente
fresca en nariz fruta roja
con un recuerdo fi nal de monte bajo
de nuez moscada y juventud perdida
Silvia Eliade
tres días en caserón de roble
con jacuzzi frente al mar
cosecha del ochenta y dos
reserva ducal
ávida boca
para tu dulce cuello embotellado.
RAFAEL SOLER
(De Maneras de volver)
23. 22
Cristal de agua y luz
Tú pintas el prodigio de las manchas,
la conjunción confusa de la mezcla,
las rayas verticales que aprisionan
tu idea del dibujo.
La luz de los pinceles
ilumina la tela con el óleo
y en todos los espejos queda inmóvil
tu ruido del color.
Bodegones, paisajes, quietas calles
de edifi cios en paz, algún retrato
sobre un fondo de sol casi muy quieto,
huyen de la paleta a la blancura,
de la anarquía al orden de tus líneas.
El cuerpo de esos cuerpos es un alma
que pintas al trasluz, y es la silueta
de tu defi nición de los tamaños.
No entiendo de escultura
ni me rinde el lenguaje de las luces
que emociona tu voz.
Y siempre que me hablas,
el mundo es una frase inalcanzable
que no quiero soñar en mis renuncias.
Qué lentitud la luz de la esperanza
mientras nos deletrea
su lluvia este camino
por los cuerpos.
ISIDRO SÁNCHEZ BRUN
Verbo Azul
24. 23
EROS Y THANATOS
Recuerdo fugitivo
Era una tarde de esas que la lluvia
vaciaba las calles y las plazas,
encendía los sueños de cada chimenea
y los labios hablaban
con silencios de siempre.
La penumbra era otra
y era otra la luz y las cigüeñas,
la vida de las sombras era otra,
eran otras las manos,
otras las caricias,
otros los nombres, verbos y adjetivos,
otros sus titilantes bailes en la pared
y otras las siluetas
convertidas en pájaros o nubes,
leones, elefantes, codornices,
desvelando los ojos
hambrientos
de niños y mayores.
Junto al fuego las horas
respondían
al íntimo calor de los lugares húmedos.
Jugábamos a médicos
descubríamos
emociones prohibidas,
la turbadora esencia
de un ritual antiguo, clandestino.
Mientras,
en el tejado,
la lengua de la noche
lamía con su tambor de agua
las venas del invierno.
NIEVES ÁLVAREZ
Verbo Azul
26. 25
Ulises habla a Penélope
Escucha como el mar te ata al silencio,
cómo deja las islas despobladas
de dioses y designios.
Escucha al mar, amor, porque te llamo.
Mas solo me responde
la luna sepulcral que me desvela.
Tengo los ojos llenos de nostalgia,
yo que fui también nadie,
que he vencido a la noche desde el llanto
y en las olas dejé
aterida mi sombra,
yo, Penélope, tengo
tus ojos ya varados en los míos,
de tus labios, el nombre de mi barca,
de tus dedos, las alas de los pájaros.
Escucha el vendaval que me entreteje
los hilos de tu seda a mis abismos,
escucha como un canto de sirenas
ausenta en tus oídos mi voz que te reclama.
Y siente como el mar
le devuelve esta ausencia a tus paisajes,
como torna tangible mi cuerpo en la caricia
para hacer de mis sueños, tu primera memoria.
Y te nombro los últimos naufragios,
el sol que se hace invierno en la tormenta,
el dolor que desviste mis ropas de mendigo.
Voy a volver, Penélope,
con la vida mordiendo la esperanza
porque quiero habitar
nuevamente, la luz de tus espejos.
CRISTINA COCCA
Verbo Azul
28. 27
Aquí quedan mis versos,
aquí os dejo
todo cuanto de mí puedo contaros.
Si quedara desnudo totalmente,
si me robaran todo, hasta los pájaros,
los árboles y el aire, si borraran
de los mapas los ríos y los valles,
las montañas y el mar, si me quitaran
incluso la palabra y no pudiera
saludar, por ejemplo, a los gorriones
que vienen a piar a mi ventana,
ni contarle
una historia de amor a las encinas
o dar los buenos días a la lluvia
o al viento
o al granizo
o al reloj que me dice un nuevo día,
si me quitaran todo, hasta la voz,
os hablarían mis manos.
Y si, además, también, se me llevaran
los brazos y las manos,
si me dejan sin piernas,
si me sacan los ojos y me arrancan
de un golpe el corazón...,
en tal caso
aquí quedan mis versos,
aquí os digo
cuanto mi corazón puede contaros.
VICENTE MARTÍN
(De Silencios Fingidos)
Poeta y amigo.
D.E.P.
29. 28
El bosque
Con la memoria de Vicente Martín
Atravesar el bosque de los días,
rozar sus árboles,
olmos, alisos, fresnos…
hablarles a través de lo cercano,
preguntar porque callan
cuanto saben del paso de los hombres
cruzar el bosque, hallarnos
en las encrucijadas con los desasosiegos,
no mirar las orillas, y elegirnos:
ser el árbol sin más
que fl oreció en otoño,
que escucha como el viento nos sugiere
envejecer, callar, cuánta tristeza, sabernos hijos
de san Juan de la Cruz y no sabernos
ser un árbol que pueda
recordar los relatos futuros de la llama,
y contar como duelen
los murmullos vigías y los nidos de aceros; ser el árbol
que conoció gramáticas rebeldes, lo sagrado
de la palabra madre, que ignora cómo pudo
la ternura mudarse en abandono
un árbol que pregunte qué camino
nos devuelve a la infancia,
la longitud sin dueños y la edad
que alcanzan los olvidos, y por qué
viven juntos los álamos y buscan las riberas,
que es posible morir cientos de veces
y solamente una.
Atravesar el bosque de los días,
desbordarlo,
y preguntar contigo, Vicente, en la Moaña,
de qué pudo servir
gritar imán, arquero,
saeta y transeúnte,
de qué pueden servirnos los gorriones,
de qué buscarles
30. 29
la canción y dejar que posen en las ramas
si los labios que intentan el poema
son pájaros helados, dos pájaros helados.
Atravesar el bosque y esperar
con Pedro, con Morales,
Manolo, Nicolás, con Juanjo y Ana,
con Olga y Antolín, beber el blanco drama
de no ser todos
hasta que llegues tú, Vicente, sólo nombre.
Es preciso sabernos
palabra, parte izquierda, sabernos caridad o redimidos,
y después refugiarnos en cabañas
huir del tiempo, crear Castilla, llegar a las tabernas,
allí donde residen tabacos antiquísimos,
allí donde las copas
vaciadas nos protegen de los dioses,
allí donde un amigo se posa en el costado
constante del dolor
y hace que ceda;
es preciso sabernos
abejas que laboran entre los edifi cios.
Las ciudades, la tarde,
los bosques invisibles, eso somos
un veintiocho de julio,
encinas para el último automóvil
que recorrió los páramos, dos goznes
de versos todavía somos
porque queden
entornadas las puertas
que guardan la memoria del camino,
entreabierto
el instante que habrá
de fundirnos en luz
antes de para siempre separarnos.
FRANCISCO CARO
Verbo Azul
32. 31
Algunas veces pasa,
no son muchas
ni todas, pero pasa.
Una mañana poco sorprendente
los gusanos despiertan confundidos
y traman un camino secundario.
Algunas veces
nadie tiene razón
y un hombre ruge sed
desde una cama indestructible.
Termina de pasar la mañana, terminan
de espabilarse los gusanos
y ya es la tarde. Tarde.
Un fogonazo azul
entra en casa a arrancar
de cuajo el minutero.
Es efi caz y humilde.
Por eso ya no hay tarde tampoco. Se revoca.
Es la noche un hostal para gorriones
que cantan sin vocales
la canción de los niños muy despacio.
Eran la noche y las encinas
también tuyas
allí donde la madre
ya no te echa de menos.
ANTOLÍN AMADOR
Verbo Azul
33. 32
Voz y silencio
Es un tiempo de sombras en el verso.
Un tiempo perdulario en la palabra
que sustenta la noche como llanto;
como piel que protege tus encinas,
tus ángeles que esperan
ISABEL MIGUEL
Verbo Azul
y el recuerdo.
Es tiempo de metáforas truncadas,
poemas abortados, signos rotos.
No hay camino de vuelta.
La poesía,
ladrona de tus horas,
se lamenta, Vicente, en tu silencio.
A Vicente Martín, poeta.
34. 33
Hasta la orilla llega la botella,
restos de su etiqueta nos anuncian
que el alcohol
-más de cuarenta grados comprimidos-allí
encontró cobijo.
Buscamos el mensaje eseoese
del náufrago perdido,
miramos en su boca, la acercamos
como si caracola.
Y escuchamos y vemos a Neptuno
abrazado al tridente
y bailando
(torpemente, por cierto)
pasodobles
MANUEL LAESPADA
36. 35
No quiero aceptar
No quiero aceptar las heridas
que quedan en el alma
más allá de las dudas,
ni detenerlas en la memoria
de un corazón sin pulso,
como un amanecer que huye.
Voy a dejarte por última vez un adiós
descalzo de palabras, sin revelaciones,
sin preguntas en la soledad más sola
y esperaré un tiempo azogado
que fi ltre mi desconcierto.
JOSÉ MANUEL F. FEBLES
Verbo Azul
38. 37
Huye la luz
Huye la luz.
Caminas casi a oscuras,
en medio de la nada de tu acera.
Cómo tiembla el fulgor de la farola,
sobre la dura opresión de tu cadena.
Calle adelante
un asalto,
una caída.
Un ramalazo de sangre por tus venas.
Maldices a esa cruz
que te derriba y clava
de rodillas
sobre afi ladas piedras.
Han borrado cada letra de tu nombre.
Han sembrado en tu boca fl ores muertas.
El miedo y sus aristas sobrecogen
como el rugir del mar en la tormenta.
Cuánto rencor quemándote la entraña.
Y cuánta soledad
de noche negra.
Llora la luna.
Redonda va cayendo
hasta el mar acuchillado de tus penas.
Y se deja morir.
Muere contigo,
en todas las esquinas de la Tierra.
MARY-SANTOS CABALLERO MURILLO
Verbo Azul
39. 38
Esta intimidad de una luz a solas.
Esta intimidad con la que el agua de la piel
refl eja en los árboles más tristes
toda la respiración de una noche.
Esta distancia fugaz que tiene el pensamiento único.
Y el hecho cierto de saber de las lunas que dejamos
HORTENSIA HIGUERO
Verbo Azul
escritas en los ojos.
Esta mirada al interior del alma es la que recoge ahora
la humildad de todas las palabras.
La luz que se agiganta aún ante la muerte.
40. 39
Hielo azul
Azul de hielo sumergido,
cascada de voces de ausencia,
un puñal,
la nada oculta por la niebla,
palabras que entran y escarban
y duelen
y queman
y apagan...
Apagan luces manchadas, ahora, de silencio,
destrozando fl ores,
abriendo heridas,
castigando almas que ahora ya solo reptan
sin hambre,
calladas,
hundidas en el desierto.
ROCÍO ORDÓÑEZ RIVERA
Verbo Azul
42. 41
Alta como un madero telefónico
desprovisto de tordos
ARMANDO GALLEGO
Verbo Azul
y lugareños
donde se ocultan los planetas
con silueta de gato persa,
mi voz es para ti un trueno de sangre,
con viveza, color de abejaruco
en el barro cocido de un camino
hacia ninguna parte,
y, sin éxito, hechizo
de plata
en los bolsillos
de las luciérnagas,
en las cortezas de los pinos
más altos,
mi voz puede adoptar
formas perversas,
sierpes y abrojos
en una caja de sombras y melancolía,
lobos y enjambres a merced del napalm
de las botellas.
Voz
44. 43
A veces promesa
Al amanecer,
cuando el día nace
rodeado de ese cíngulo de luz madura
y los pájaros salen de los árboles
con una eclosión de trinos en los picos…
En este conciso instante
cuando la aurora abre sus puertas
y descuelga su brillo de bonanza
y un murmullo de vida recupera las alas,
siento una llamarada de fuego
-ese son del alma a veces promesa-que
incendia mi corazón
con un abrazo desnudo y casto.
En esos momentos del amanecer
cuando renace la vida
y el paisaje recupera su sonido de luz,
ese allegro del alma, a veces promesa,
renace y vuela con alas incendiadas
por este interior mío
y me regala instantes de dicha
antes de abandonarme.
Es entonces
cuando escucho la llamada peregrina,
desnuda y casta
que me cautiva, penetra mis venas
y recorre mi alma palmo a palmo
y es entonces cuando el verso ingenuo
incendia mis rincones, me seduce
y me conmueve con su voz de fuego.
TERESA DE JESÚS RODRÍGUEZ LARA
Verbo Azul
46. 45
La fe, en la locura
La voz, como el trueno, amarga
La vida grave, la muerte aguda
Esperando, detrás de los cristales,
Tan próxima y tan leve
Dialogo rotundo, decisivo paso a paso
Contrapunto sereno y terrorífi co
Sin sentido genial, perturbador
Como el silencio. Dramático
La delicia entrecortada en la batuta
Lo blanco que se crece,
Lo negro perdura, se resiste
Me atormenta entre timbales lúdicos
La voz, la luz, la sed.
El eco de sus pasos se acerca inexorable
La sombra de su miedo se acrecienta
El hambre de su ausencia me devora
Ahora, un lamento entre versos de gozo
La antítesis, la coronación de un drama
Explosión de armonía y reverencia
Es la fe en la locura vacilante.
JOSÉ MARÍA GARRIDO
Juan Sebastian Bach
Cantata nº 1
“En los brazos de la muerte”
47. 46
Sin ser el dios de tu secreto
Sin ser el dios de tu secreto eres el agua de mi boca.
Yo sí sé la luz de todas tus cortinas cuando no callas,
cuando escucho, tu silencio en la arista de nuestros labios;
en los verbos de mis dudas,
escribiendo tu fi gura en las brasas del fuego
en el sabor del ascua donde el hambre ha sido sueño.
Segura estoy de tus palabras, de lo que puedes ver en tu
mirada,
de los futuros de este poema que con calma sorprendes,
de la sed de tus maneras repitiendo lo que la vida quiere.
Nunca diré mi nombre porque mi nombre soy yo.
Nunca atrás. Siempre ASTRA.
LOLA SANZ MURILLO
Verbo Azul
A Ángel González-Pedro Guerra
48. 47
Sólo fue un accidente
Y como le decía, maestra, que llevo apenas una semana aquí y ya he podido
calar a cada uno de los habitantes de la casa, o eso creía yo, porque lo que acaba de
pasar, no me lo esperaba.
A una de las hijas hay que obligarla a comer, y si se descuidan, tira lo que le
dejan preparado; trabaja abajo, en la panadería, mire usted que contrasentido. La
pequeña es casi una cría, pero es la mejor moza. Tiene buen carácter, con ella me
divierto, le gusta jugar con el gato, ya le digo, maestra, que apenas es una niña,
aunque se ocupa de todo lo de la casa. La vieja está siempre en la cama, mientras
la mimen, todo va bien.
La mayor no estaba en casa cuando usted me mandó aquí, trabaja fuera. Vino
a los dos días, de vacaciones, y me pareció guapa. Le escondí el peine, para probar
su genio, y revolvió por toda la casa, molestó a todo el mundo, tuve miedo de que
me descubriera, pero no, no cree en los trasgos.
El caso es que a media mañana, la pequeña le prepara el desayuno a su her-mana
y se lo baja a la tienda. Entre cliente y cliente, la vendedora se lo va tomando,
no le queda más remedio, porque está a la vista de todos y no puede hacer tram-pas.
Al subir la chica con los cacharros ya vacíos…
¡Le juro, maestra, que no fue cosa mía! ¡Fue un accidente! ¡Sí, sí, un accidente
fortuito! El caso es que se tropezó en la escalera, se cayó y los platos y la taza se
rompieron. La mayor salió tan rápidamente que todavía sonaban los cascos cuan-do
asomó el hocico al rellano, como una furia:
– ¡¿Qué pasó?! ¡¿Qué hiciste?! ¡¿Qué se rompió?!
Sí, sí, maestra, en vez de preguntarle si se había hecho daño, a la pobre mu-chacha,
aquella energúmena se lanzó a por los trozos de loza, empujando a su
hermana que se afanaba, aterrada la inocente, también en recogerlos. No puedo
acordarme de todos los dardos hirientes que salieron por aquella boca que a mí me
había parecido agraciada. A todos nos llamó inútiles, desastrosos, incabales, de-rrochones.
Rebuscó cada una de las esquirlas, con los ojos encendidos como teas
verdes, con las venas de cuello hinchadas, escupiendo improperios sin parar: seres
odiosos, seres detestables, seres indeseables, seres inmundos… así insultaba.
El enfado le llegó a desesperación al darse cuenta de que la recomposición de
las piezas era imposible. La pequeña lloraba, acongojada, en la cocina, aunque yo
le devolví el prendedor del pelo, y le puse otra vez el estropajo de fregar en su sitio,
y le traje al gato para que la consolara.
El episodio fue perdiendo intensidad, pero no fue capaz, aquella fi era corru-pia,
de comprender que lo ocurrido sólo había sido un accidente y que lo único
importante era el golpe de la chica y el disgusto que se tragó; a esa le importan
más las cosas que las personas, y la verdad, no me gusta. Tras el huracán llegó
una calma tensa; después de quedarse ronca de tanto vituperar, se encerró en un
mutismo resentido, más lacerante aún que el incisivo vituperio verbal. Subió los
49. 48
pedazos a la cocina y los arrojó sobre la encimera, en un reproche cruel a su her-mana
menor, que ni se atrevía a echarlos a la basura.
– ¿Qué hago con eso?
– ¡Qué va a ser! ¿Te parece poco lo que hiciste hoy? Ahora qué queda, si no
tirarlo. Estarás contenta.
– Fue sin querer.
– Estaría bueno, que encima hubiera sido queriendo, era lo que faltaba, qué
menos.
Y fueron estas sus últimas palabras antes de enfurruñarse. Está anochecien-do,
y tras la comida más triste que recuerdo, tras una tarde lúgubre y hosca que
me ha quitado las ganas de jugar, le escribo a usted para suplicarle que me mande
a otra casa, porque no quiero vivir con alguien capaz de valorar más a la vajilla que
a las personas. No estoy cómodo y quiero irme. Tengo miedo.
EVA BARRO GARCÍA
Verbo Azul
50. 49
Dorita, mon amour
Ignoraba quién era Miguel Ángel, Brancusi le sonaba a pastelillo relleno de
crema, de Benlliure tenía oído de su relación con el cine, y Rodin, decían que había
creado “El Pensador”, una estatua muy conocida, según la amiga de Dorita y com-pañera
en la clase de escultura. Ésta le contó a Dorita una anécdota acerca de un
escultor obsesionado con las posturas raras, que un día se quedó meditando sobre
su próxima creación y al levantar la cabeza vio su imagen refl ejada en un espejo
situado enfrente de él y del impacto sufrido, le surgió la decisión de ser el modelo
de su propio arte.
Un gran comienzo le pareció a Dorita la iniciativa del artista. A ella le entu-siasmaba
llegar a ser una gran escultora, admirada por todos.
La clase de escultura a la que asistía estaba situada en el antiguo Casino. En
los grandes salones habían habilitado talleres de diversas prácticas artísticas y el
formar parte de tal ambiente le parecía de una importancia excepcional.
Todos sus compañeros poseían dotes por debajo de las suyas, lo había com-probado
Dorita según les veía moldear las fi guras siguiendo las instrucciones del
maestro respecto a los bocetos escogidos.
Un buen día irrumpió en la clase cierto señor de gran porte, colega del maes-tro,
comentarios aparte, un tanto avejentado parecía o realmente tenía más años
de los que hubiera preferido Dorita. Sin embargo, la admiración mostrada por
nuestra protagonista cuando éste comparaba los modelos que pretendían esculpir
los alumnos con los originales de los respectivos creadores, fue muy acusada por
el visitante, y la disertación sobre el “David”, al cual Dorita intentaba dar forma,
la dejó boquiabierta.
Durante los días sucesivos, el visitante ilustrado en escultura frecuentaba asi-duamente
los talleres y las animadas charlas con Dorita. Cada día se la veía mas
animada a seguir esculpiendo su “David”, en cuerpo para la escultura y en alma
para el visitante.
El término de las clases se acercaba, el curso tocaba a su fi n. El visitante no
podía disimular su inclinación por Dorita, y ésta suponemos debía compensarle,
aunque no podríamos asegurarlo, con cuantiosísimas atenciones.
La exposición sobre los trabajos se instalaría en el Salón Goyesco del Casino,
con sus arañas pendientes de los inalcanzables encofrados y coronando así las
esculturas ya culminadas.
Esto le parecía a Dorita un sueño y estaba segura de que su “David” ocuparía
el lugar más privilegiado, ya que se consideraba una obra un tanto ecléctica, adje-tivo
otorgado por el visitante ilustrado y, en estos momentos, íntimo ya de Dorita.
Se entregarían menciones a las diferentes obras y Dorita aspiraba con su “David”
a la más importante.
Llegó el día tan esperado. El jurado lo formaban: el profesor de escultura, sin
voto por supuesto, el profesor de cerámica, dos señores a los que no se les había
visto nunca por allí, según se dijo impartían clases de artes plásticas en otra ciu-dad,
y nuestro visitante ilustrado.
51. 50
Dorita sonreía sin cesar, debido a los nervios del momento. Su triunfo sería
rotundo.
El grupo de entendidos observaba las obras deambulando por el salón y ano-taban
y anotaban en sus respectivos cuadernos. Ya se aproximaban a su “David”,
pensó Dorita, ya tenía el éxito en las manos.
El quinteto se situó enfrente de la escultura. A medida que recorrían el “Da-vid”,
empezando por la testa, continuando por el torso y descendiendo, sus ojos se
agrandaban y la admiración y el asombro se fundieron en sus rostros al comprobar
cómo el miembro generacional, íntegro, se desplomaba, rompiéndose en añicos
contra la encerada tarima de roble soriano, dejando a nuestro insigne modelo tan
ecléctico e incompleto como no se había fi gurado nunca el entendido e ilustrado
visitante, íntimo de nuestra Dorita, como ya sabíamos, la que en su afán creativo,
no consideró que la ley de la gravedad, es inexorable.
MARISA GONZÁLEZ
Verbo Azul
52. 51
Príncipes tomate
Lucas fue un niño con suerte porque le contaban cuentos de hadas las noches
de los fi nes de semana: su padre los sábados y su madre los domingos. No tardó
en advertir que muchas veces uno y otro contaban el mismo cuento y, aunque la
historia era igual, su padre y su madre lo hacían de forma distinta, cada uno con su
propio estilo. Incluso un mismo cuento contado por la misma persona podía variar
ligeramente de una semana a otra. Así, aun conociendo de antemano el desenlace,
Lucas permanecía totalmente enganchado a la narración, apreciando todos los
detalles, novedades y diferencias en cada frase, cada personaje y cada descripción.
Lucas se dio cuenta de que lo mismo ocurría con la comida. La tortilla de patatas,
aunque era una misma receta, salía diferente si la preparaba papá o mamá, igual
que ocurría con el gazpacho, el cocido, la paella o incluso los espaguetis.
Poco a poco, Lucas veía personajes en los ingredientes: príncipes tomate,
princesas lechuga, dragones ajo, lobos fi lete o hadas madrinas pechuga con polvos
mágicos de pimentón. También veía castillos en sartenes, lagos en jarras y casas
en platos, o espadas en cuchillos y varitas mágicas en tenedores. Pero sobre todo le
atraían las tramas de sus cuentos receta: la imposición de una prohibición al pro-tagonista
y la siguiente trasgresión en un cascar y batir de huevos, la partida del
héroe hacia un viaje de aventuras al introducir la bandeja en el horno, la batalla en
una ebullición y la victoria defi nitiva frente al villano al dar la vuelta a la tortilla sin
romperse. Por supuesto, siempre había un fi nal feliz con boda, con la mesa puesta
y los platos preparados para el banquete.
Ya de mayor, Lucas componía cuentos dulces, salados y picantes, novelas al
dente, historias crudas y relatos gratinados. Por supuesto, regentaba su propio
restaurante de autor.
JOSETO ROMERO
Verbo Azul
54. 53
Tal vez, en el azul más profundo
¿Volverá a suceder?
Flotar, ingrávida, en las aguas de este mar a merced de las mínimas olas que
sustentan el vaivén de mis pensamientos para después, con un leve y diestro giro,
dejar mi cuerpo suavemente suspendido en la superfi cie con el rostro bajo el agua,
abandonado todo en la seguridad y el placer que me ofrece la deriva; esperar sin
tiempo con la vista varada en el fondo donde un paraíso hundido bajo las algas
siempre me reclama.
Es una pasión translúcida que me aborda cada vez con más frecuencia des-atando
en mí el deseo incontrolable de vivirlo aunque sea una sola vez más antes
de partir:
Mis sentidos se van diluyendo poco a poco con el fl uir del tiempo. El tacto,
fresco y suave, equitativamente distribuido por cada centímetro de mi piel, se con-vierte
en una prolongación de mi propia sustancia por el azul del agua. Dejo de
percibir los límites de mi cuerpo y me siento fundida con el extenso edredón que
arropa la vida submarina. Extendiendo la mano, abro los dedos para que se deslice
a su antojo el espíritu invisible que se aloja dentro de mí.
Cierro los ojos porque no hay obstáculos; porque sé que conservaré tan bella
imagen navegando bajo mis párpados eternamente con la certeza de que perma-necerá
incólume entre apasionadas caricias con el transcurrir de los años; porque
no necesito mirarlo para conocer su esplendor, para ver la vítrea alcoba que desde
hace siglos me acoge. Me espera... Su profundo y frágil color es mi luz.
El olor a mar, a sal, a la brisa de azahar que presuroso liba el aire, es el liviano
perfume de mi cuello. Es el aroma incorpóreo que se acurruca de noche entre mis
sábanas y vaporiza mis sueños aun en la dolorosa distancia.
Su sonido rítmico y quedo me mece a su voluntad, que es la mía. ¿Para qué
otras palabras? Su silencio expreso en el instante fascinado que arrebata el aliento
del alma es un sello de fi delidad contra la lenta agonía de soledad y sufrimiento.
Mis labios hace ya tiempo que no desean otros que sus entregados besos de
sal rociados con lágrimas forjadas en la perpetuidad del roce inverosímil de un
amor con agridulce sabor a inmortal.
El abismo oculto en la apocalíptica densidad de su oquedad más profunda, en
su desconocido azul, me llama; me llama y me absorbe en una creciente diástole
hacia la que me abandono serena acompañada por un tenue rayo de luz. Des-ciendo
inexpugnable, ansiosa por penetrar en el corazón puro del Edén donde mi
ávido amante espera jubiloso para envolverme con su abrazo húmedo y llevarme
consigo entre fogosos remolinos de arena, agua y sal. Y así, en el azul más profun-do,
su amor intangible al fi n me devora.
¿Volverá a suceder?
ENCARNA MARTÍNEZ OLIVERAS
Verbo Azul
56. 55
El halcón de Preguezuelo
Debía de tener alrededor de ocho años cuando mis padres decidieron com-prar
una casa en la villa de Gascueña, pueblo perteneciente a la Alcarria de Cuen-ca,
donde comencé a pasar los meses de vacaciones de verano a excepción de quin-ce
días que disfrutábamos en la playa, jornadas de ocio que me hicieron amar el
mar y todo lo relacionado con él.
Los casi tres meses de asueto que pasaba en alcarreñas tierras daban para
hacer infi nidad de cosas, incluso caer en el tedio o el aburrimiento. Solíamos jun-tarnos
los chavales que vivíamos en el Arrabal -nuestro barrio- y los juegos consis-tían
en trastear todo lo habido y por haber. Descubrir lugares “desconocidos” de
la villa, meternos en corrales, cuevas y casas abandonadas donde nos fi gurábamos
vivir una aventura como si de robinsones o conquistadores españoles del Nuevo
Mundo se tratara. Hacíamos con plena libertad todo lo que en Madrid, con los
consiguientes riesgos y peligros que conlleva vivir en una capital, no podíamos
hacer.
Otras veces a lo largo del caluroso verano, acudíamos a los lavaderos y tras
llenar las pilas donde las mujeres lavaban la ropa -siempre en hora de la siesta
para que no hubiera nadie- nos metíamos para remojar nuestras posaderas, o nos
íbamos introduciendo vestidos, uno por uno en los tres pilones del pueblo ante las
llamadas de atención de los lugareños, momento en el salíamos corriendo para
evitar algún que otro pescozón.
El entretenimiento en otras ocasiones consistía en subir monte a través
el cerro de San Ginés -como las cabras montesas- y una vez culminado, recorrer
la derruida ermita que ya conocíamos más que de sobra, esperando encontrar en
alguna de sus paredes, pisos o techos, algún tesoro escondido de milenarios tiem-pos.
Lo cierto es que todas estas “aventuras” las hacíamos juntos los chavales
del pueblo pero había mañanas o tardes en las que era yo solo, sin compañía,
quien realizaba dichas excursiones. Es curioso que fui más feliz disfrutándolas
solo que en compañía de otros niños.
Estando sin acompañantes podía montarme mi propia historia cosa que
con el resto de la pandilla no era factible. Siempre querían que fuéramos soldados,
vaqueros o indios,… yo por el contrario siempre quise ser un descubridor español,
un guerrero medieval que defi ende su castillo, un conquistador de tierras, tesoros
y mujeres…
Sí, mis queridos lectores, también cortejar jovencitas, aunque os resulte
extraño en un niño. Desde crío traté de conquistar féminas -adolescentes de más
edad que la mía- a las que me declaraba expresándoles mi amor. Cosa que mi ma-dre
llevaba mal y me recriminaba al no tener edad para esas lides.
Nunca me gustó ser niño, no es que fuera traumático ni que tuviera una
infancia difícil, es que era muy aburrido. Siempre deseé crecer para poder delei-tarme,
disfrutar y compartir lo que es para mí lo mejor que existe en la tierra: la
mujer.
57. 56
Volviendo a mi niñez, en los días de estío veraniego, había tardes en las
que preparábamos una excursión con baño incluido al molino de Preguezuelo.
Dicha propiedad se encontraba a media legua de la villa y teníamos la suerte de
que Faustino, tío de Salva -uno de los chicos de nuestra pandilla- estaba a cargo de
dicha hacienda con lo que cuando se ausentaban “los amos”, nos dejaba bañarnos
en la alberca del molino como si de una piscina se tratara. El agricultor, hombre
amante de los animales, llegaba hasta allí montando en su burro Potes.
Un médico era el propietario del molino, los terrenos colindantes y el
derruido castillo árabe -hay quien dice que la fortaleza no le pertenecía- y para
nosotros era un lujo poder bañarnos allí.
Debíamos de ser entre cuatro y seis chavales los que, montados en nuestras
respectivas bicicletas, pedaleábamos hasta aquel rincón después de comer, a ple-no
sol y sin echarnos la siesta. A mí nunca se me dio bien montar en bici, era de los
normalitos, y casi siempre llegaba el último o de los últimos, cosa que nunca me
importó ya que prefería pedalear a mi aire, imaginando historias, deleitándome en
el paisaje de bajos y pelados cerros, viñas -de las que nos infl ábamos a comer uvas
con los consiguientes dolores de tripa- e interminables olivares.
En aquellos años llamábamos erróneamente a aquel término Prizuelo o
Prieguezuelo y fue allí, en la misma carretera a pie de coger el camino que lleva al
molino y al castillo donde vi por primera vez un bello y majestuoso halcón.
Los restos de la fortaleza árabe de Preguezuelo se encuentran en lo alto
de un cerro y para acceder a él, hay que pasar por los terrenos pertenecientes al
molino con lo que lo visitábamos cuando los propietarios del molino no estaban.
Con los años ya siendo adolescente fui a verlo en un par de ocasiones y en una de
ellas, me llamaron la atención los propietarios de las tierras adyacentes y el molino
alegando que al castillo no se podía subir, que no estaba permitido visitarlo ya que
también era de ellos.
El término de Preguezuelo pertenece a la villa de Gascueña y allí en el pue-blo
pregunté en más de una ocasión a varios lugareños si el castillo pertenecía al
médico dueño del molino o no. La contestación de los del lugar era que el castillo
no entraba con los terrenos del molino pero sinceramente al no haber visto las
escrituras de la compra-venta no puedo asegurar, ni me importa en absoluto, a
quién pertenecen las ruinas de lo que fue fortaleza árabe.
En la parte baja del castillo existe un foso natural por el que pasa un arroyo
en el que abundan los juncos. Siendo niño se veía una boca que era una de las sali-das
de huida que todos los castillos tenían por, si las cosas se ponían feas, escapar
de allí. Quise meterme con la esperanza de poder ver aquellas galerías, aquellos
pasadizos que tal vez me llevarían a alguna mazmorra donde encontrar algún ob-jeto
de los tiempos medievales de guerras entre moros y cristianos, pero, aparte
del agua que tenían -había que mojarse y meterse a gatas- a los pocos metros de
iniciar “la aventura”, la galería estaba cegada por la tierra caída a lo largo de los
años.
Antes de que el molino perteneciera al médico, había tenido otros morado-res
que trabajaban y vivían en él.
Juana Cantero Canales -abuela de mi mujer- se crió allí ya que sus padres
eran los encargados del molino en las décadas anteriores a nuestra última guerra
58. 57
civil. Aquella anciana menuda, que había sido muy guapa siendo moza, me con-taba
que su padre Demetrio -apodado en el pueblo como “el tío raquilla”- ponía
huerta en aquellas tierras y en más de una ocasión al cavar con la azada salieron
restos de huesos humanos que tiraba a unos pozos cegados del derruido castillo y
pequeñas monedas plateadas y doradas que aquel hombre, sin darle mayor impor-tancia,
metía en un bote de cristal.
Siendo adolescente me gustaba correr y en más de una ocasión entrenaba
haciéndolo desde Gascueña a Tinajas. Preguezuelo está más o menos en la mitad
del trecho y al pasar por aquel término, siempre he visto un halcón. Estas aves
rapaces de color gris azulado y vientre blanquecino con manchas oscuras, conoci-das
como halcón peregrino, pueden llegar a vivir hasta quince años, se alimentan
de aves de tamaño medio, presas que cazan al vuelo, y raramente de pequeños
mamíferos como ratas, liebres, ratones y ardillas. Son aves territoriales y general-mente
vuelven a anidar donde la vez anterior utilizando cortados rocosos, peque-ñas
oquedades o construcciones hechas por el hombre, con lo que aquel paraje de
Preguezuelo es un lugar idóneo para ellos tanto en las cornisas de pared del cerro
como en lo alto de las deterioradas torres que le quedan al viejo castillo. Entorno
en el que abundan los pinos, agua y los chopos, chopera que podía ser mía desde
hace años pero eso es otra historia.
Ahora, a mis cuarenta y cuatro años, sigo pasando por allí, pero ya no voy
corriendo ni en bicicleta. Voy en coche y no hay día en el que al levantar la vista
al cielo, no vea un halcón peregrino sobrevolando aquellos cielos. Sé que no es el
mismo pero también sé que es un descendiente del majestuoso halcón que vi por
primera vez siendo niño. A veces paro el coche en la cuneta y me bajo un rato a
verlo, a contemplarlo tan bello, tan rápido, tan poderoso, tan libre.
Todo ha cambiado, todo cambia con el paso del tiempo, pero hay cosas
que me gusta que sigan siendo iguales. Cosas como pasar por Preguezuelo y que
las ruinas majestuosas de la fortaleza árabe sigan allí, vetustas, orgullosas de su
pasado guerrero, regias.
Cosas como que un magnífi co halcón me reciba -saludándome quizás- do-minando
los cielos de aquel entrañable y bello paraje.
FERNANDO JOSÉ BARÓ
Verbo Azul
60. 59
De arriba abajo
En lo alto de la azotea hacía un calor asfi xiante y demasiado viento, tanto que le
costaba incluso respirar. De pronto se sintió preocupada. ¿Y si con un vendaval como
aquel no llegaba a caer al suelo y se ponía a volar como un pájaro? Tal vez debería es-perar
a que parase, así tendría la seguridad de que caería a plomo sobre el pavimento y
no saldría volando para terminar posándose en una de aquellas nubes que eran arras-tradas
a toda velocidad sabe Dios dónde. Hizo un gesto de fastidio. Otra vez estaba su
imaginación haciendo de las suyas. Bien sabía ella que sólo los pájaros vuelan, pero le
gustaba tanto imaginar situaciones imposibles que no había podido evitar la tentación
de hacerlo también en un momento como aquel.
Se acercó al borde de la cornisa mientras agarraba con fuerza la barandilla y miró
hacia abajo preocupada. Si no calculaba bien y se desviaba podía caer en los setos del
jardín y no en la acera, en cuyo caso el resultado tal vez no fuese el esperado. Se incli-nó
hacia delante y recorrió la calle con la vista. Parecía vacía, no había riesgo de que
alguien la viese e intentase convencerla de que estaba haciendo una tontería. No, de
eso no tenía que preocuparse. A esas horas casi todo el vecindario estaría durmiendo
la siesta o viendo la tele y un domingo de agosto a las cuatro de la tarde no era el mejor
momento para pasear. Calculó la altura que la separaba del suelo. Era considerable, tal
vez 20 metros, como le comentó el portero la primera vez que la vio subir allí arriba
cargada con la máquina de escribir, la banqueta y la mesa plegable. Hoy también se
había encontrado con él en la escalera, la verdad es que no había día que no se topase
con Manuel, bien fuese al subir o bajar de la azotea.
–Qué, Paloma, ¿va a escribir otro bestseller? –le había preguntado con ese tonillo
socarrón que le caracterizaba–. Tenga cuidado que a lo mejor se la lleva el viento.
El maldito viento. ¿Por qué soplaba hoy con tanta fuerza? Quitaba las ganas de
todo. Ayer, cuando tomó la decisión, tan solo una ligera brisa había acariciado su pelo,
la temperatura era agradable y la ropa tendida desprendía ese aroma a suavizante que
tanto le gustaba y que había descrito con todo detalle en su última obra. Fue precisa-mente
al hacer aquella descripción, tan crucial para el desenlace de la historia, cuando
se dio cuenta de que no podía seguir así, ¡le costaba tanto pulsar las teclas…! La maldita
artritis cada día se lo ponía más difícil, además su cabeza tampoco era la de antes, nun-ca
le había costado tanto encontrar las palabras exactas ni los adjetivos adecuados para
conseguir que una sensación tomase cuerpo. Entre unas cosas y otras había tenido que
rehacer el texto varias veces, con la considerable pérdida de tiempo que eso suponía.
Echó la vista atrás y revivió el momento en que entró en el despacho de Ángel
Saavedra. Estaba nerviosa, cosa poco habitual en ella, y sin decir nada esperó a que él
hablase primero.
–Mientras leía me parecía estar oliendo a ropa limpia. Paloma, eres un genio
¡y eso que trabajas como en el siglo pasado! –le había comentado su editor sujetando
el borrador de la novela.
Sonrió al evocar aquel cumplido y se sintió orgullosa de sus éxitos. Recordó la fa-cilidad
con la que escribía hace unos años, cómo las ideas originales se peleaban entre
ellas para ser las primeras en llegar hasta sus dedos y convertirse en historias; rara vez
cometía errores y nunca equivocaba las palabras. No quiso entretenerse demasiado en
ese recuerdo, lo apartó rápido de su mente y buscó en el bolsillo del vaquero una goma
61. 60
con la que hacerse una coleta que evitase que el cabello, demasiado largo para su edad,
se le fuese constantemente a la cara.
–Tenía que haberlo hecho ayer –pensó mientras se recogía el pelo.
Sí, ayer. Recién tomada la decisión le hubiese resultado más fácil, pero no era el
momento; demasiada gente en la calle; Manuel fregando el último tramo de escalera y
la vecina del cuarto a punto de subir a tomar el sol como hacía cada día a esa hora. No,
no habría podido, alguien la habría sorprendido y se lo habrían impedido. Para asuntos
tan importantes como el que tenía entre manos necesitaba tranquilidad y sobre todo
soledad. No le apetecía dar explicaciones a nadie. Por otro lado, ¿qué les iba a decir?
¿Qué era algo necesario? Menuda tontería. La tomarían por loca y estaría en boca de
todo el vecindario. Eso seguro.
Miró de nuevo hacia abajo y se sintió triste. Terminar así parecía un poco injusto,
la verdad. Retrocedió unos pasos alejándose de la cornisa y se volvió lentamente. Miró
la máquina de escribir, que descansaba en el suelo dentro de su funda. Era una Olivetti
Pluma 22 de los años 60. Con ella escribió el relato con el que ganó su primer certamen
literario y con ella había escrito también su última novela, la que tanto trabajo le había
dado.
–No, no es justo. Escribiré una última nota, algo que sirva de recuerdo, y dé una
pequeña explicación del porqué de un fi nal tan dramático –dijo en voz alta a pesar de
que solo la acompañaba el viento.
Se agachó y abrió la cremallera de la funda en que estaba guardada la máquina.
De su interior sacó los folios que siempre llevaba allí y luego, muy despacio, como
quien saca un objeto de cristal de roca de una caja en la que hubiese un gran letrero con
la palabra frágil, fue sacando la Olivetti color crema. La colocó con cuidado en el poyete
donde se dejaban las pinzas de tender la ropa, puesto que hoy no había subido la mesa
plegable, y metió un folio en el rodillo. Fijó los márgenes como a ella le gustaban y clavó
la vista en el papel. ¿Por dónde empezar? Lo que menos le apetecía en ese momento era
ponerse a teclear sin tener una idea exacta de que escribir.
–¡Esto es ridículo! –dijo cogiendo la máquina bruscamente y dirigiéndose a toda
velocidad hacia la cornisa del edifi cio. Sacó los brazos por encima de la barandilla y
sostuvo la máquina en el aire el tiempo justo para asegurarse de que no había nadie
en la calle, tras lo cual, y casi a cámara lenta, separó las manos de la Olivetti que se
precipitó al vacío y, ajena a la fuerza del viento, se estrelló contra el suelo haciéndose
mil pedazos.
–¡Pues no ha volado! –pensó un poco decepcionada.
Durante un buen rato no pudo apartar la vista de lo que, tan solo hacía unos se-gundos,
había sido su herramienta de trabajo. Fijó en su retina cada uno de los detalles
de la escena que acababa de fabricar, y se preparó para regresar a su apartamento. Allí
comenzaría a escribir un nuevo libro, cuyo primer capítulo se abriría con la detallada
descripción de una máquina de escribir destrozada tras ser lanzada desde un rascacie-los
por el asesino de un famoso escritor. Salió de la azotea y cogió el ascensor pregun-tándose
si el ordenador que acababa de comprar le facilitaría tanto la tarea de escribir
como le había asegurado su editor.
MARTA SÁNCHEZ VALDENEBRO
62. 61
Crecer
Los niños estaban inquietos, no había manera de llevarlos al orden. La clásica
advertencia “como sigáis así, no van a venir” ya no daba resultado.
─-Anita, anda, llévatelos a la terraza a que corran un poco─ le pidió la madre.
Anita, que iba a cumplir nueve años, tenía una reconocida buena mano para
los pequeños. Hacía de maestra o de mamá en los juegos con sus hermanos y,
cuando salían al campo con otras familias, se encargaba de entretener a los chiqui-llos
mientras las madres charlaban.
Aquellos Reyes eran los primeros en los que ya sabía el secreto. No se lo había
dicho nadie, pero el año anterior descubrió, en el fondo del bolso materno, una
moto en miniatura que, después, apareció entre los juguetes que le trajeron los
Reyes a su hermano pequeño. Aquel hallazgo fue un revulsivo en sus sentimien-tos:
por un lado, una fuerte decepción, la primera importante en su vida, y por el
otro, una sensación de madurez, de sabiduría... Al fi n sus dudas y pesquisas se ha-bían
acabado: llevaba tiempo observando y haciéndose preguntas pero, ahora que
la magia tomaba tierra, el constatar que ya no podría creer en un trasvase entre el
mundo tangible y el de los sueños la llenaba de melancolía.
Estaba dispuesta a preservar su secreto y a que sus hermanos siguieran dis-frutando
del bellísimo cuento.
Subieron a la terraza. Las Navidades allí, tan al Sur, eran templadas y llenas
de luz. La terraza donde se asoleaban las sábanas, semejaba una barca reposando
al sol con las velas ondeando al viento, y jugaron a piratas. La llegada de Paca, a
recoger la ropa blanca, le puso fi n.
El sol empezó a bajar por el lado del aljibe. El viento trajo la llamada a la
oración desde la Mezquita del Tesorillo: “Allahu akbar” . “Dios es el más grande”,
tradujo Ana. Los niños se quedaron quietos, atentos al ritmo de la voz. A veces, en
la madrugada, cuando el viento venía del sur, esa misma voz los arrullaba en sus
lechos y los envolvía con la paz de lo conocido.
El cielo empezó a cambiar de color: un azul casi añil sustituía al blanco azula-do
de las primeras horas de la tarde.
Se asomaron al grueso barandal de la terraza, los pequeños con las cabezas
entre los balaustres. El telón del crepúsculo bajo rápidamente. Ana miró al este.
Allá, por el lado de las montañas de la Mujer Muerta, lejos, casi sobre Argelia,
acababa de aparecer la primera estrella.
63. 62
─ Quizá sea Venus─ pensó, recordando las lecciones de su padre.
Las demás estrellas aparecieron enseguida. La primera aumentó su tamaño
y entonces, dijo:
─ Mirad, allí está la Estrella de los Reyes, fi jaos qué deprisa vienen─ .
Se hizo el silencio. Anita sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas al compás
de la emoción que su propia mentira le producía.
Un grito unánime atravesó el espacio:
─ Sí, es verdad, ya vienen, vamos, vamos a casa ─y bajaron corriendo las es-caleras.
─Mamá, mamá, ya vienen, los hemos visto, ya vienen─
La hermana, mayor, se demoró en el descenso.
CONCHA GARCÍA DE LOS ARCOS
Verbo Azul
(Primer premio Concurso Literario
Ciudad Lineal 2011. Madrid)
64. 63
¿Soy yo el cuerpo con el que me identifi co?
Mi cuerpo es como una casa: Tiene las ventanas por donde entra la luz, por
otras el aire para ventilarse. La boca es la cocina por donde pasan los alimentos y
también tiene su retrete. Es un hábitat de los llamados inteligentes, con un orde-nador
central, el cerebro, que, a través del complejo cableado del sistema nervioso,
sabe controlarlo todo. El armazón son los huesos. Las tuberías son las venas, im-pulsadas
por el corazón. y así podríamos seguir con muchas más analogías.
Pero, en esta noche de luna llena, cuando todo está funcionando perfecta-mente,
me surgen, como en otras ocasiones, esas preguntas que me atormentan:
¿Quién habita esta casa? ¿O es simplemente un edifi cio vacío?
ÁNGEL MUÑOZ
Verbo Azul
65. 64
Un vértigo interno
A Fernando Fiestas
Eso es imposible, se dijo varias veces, uno no puede precipitarse de esta ma-nera,
cómo podría ser, uno no puede caer dentro de sí mismo, nadie puede… Y, sin
embargo, eso fue realmente lo que le ocurrió aquella tarde de mayo apenas unos
minutos después de salir de la ofi cina. Había cogido el ascensor del edifi cio donde
iba a comer a diario y, en el momento en que éste se ponía en marcha con una pe-queña
sacudida, le asaltó aquella extraña sensación; el ascensor inició su ascenso,
y él empezó a caer dentro de sí mismo, caía por el espacio de su propia conciencia
y, por tanto, en presencia de todas las visiones que cabe esperar encontrar en una
experiencia semejante: recuerdos, imágenes e impresiones recientes de todo lo
que había ocupado aquel día y el día anterior, así como la noche y, por lo tanto,
sus sueños y el esfuerzo que le había supuesto levantarse aquella mañana, y las
imágenes (¿o eran sus propias fantasías?) de aquellos con los que se había cruzado
o con los que había estado hablando, además, por supuesto, de las palabras y los
sentimientos vinculados a esas conversaciones y, junto a ello, un cúmulo de obje-tos
diversos: su corbata, el espejo donde se había mirado, las hojas, el ordenador,
el lápiz, los zapatos brillantes de la secretaria, el sol intenso que se refl ejaba en
el pequeño cristal de su reloj, incluso el ruido persistente de una alarma que ha-bía
saltado en un edifi cio vecino y le impidió concentrarse durante un largo rato.
Sin que comprendiera aún cómo podía estar ocurriendo, aquella caída constituía,
al mismo tiempo, un insólito reencuentro con su pasado y con el cúmulo de sus
sensaciones más recientes, con el mundo real e inventado que poblaba aquel in-terminable
paisaje interior por el que se precipitaba aumentando a cada instante
su vértigo, que no era, en realidad, sino la manifestación de que había perdido pie
dentro de sí mismo.
Era algo semejante, me dijo, a lo que debió vivir aquel famoso personaje del
escritor inglés Lewis Carroll, pero, sin embargo, distinto y, sobre todo, peor, por-que
no era por ningún túnel, ni a través de ningún pasadizo extraño e inesperado
por donde se precipitaba para llegar a otro mundo: durante todo el tiempo que
duró su experiencia, él seguía allí, dentro de sí, en aquel lugar o espacio (era difícil
decidir qué palabra convenía emplear) que se conoce como la conciencia, que unos
llaman el mundo interior y otros el espíritu, y que vivimos a menudo como una
persecución de nuestra propia sombra.
No se trataba, desde luego, de un cambio de ánimo, o de una sensación pa-sajera
como tantas, el rapto, por ejemplo, de quien se cree en algún infi erno o el
que llora un éxtasis que ha sentido al alcance de la mano, ni se trataba del acceso
a otra época porque dentro de él las fronteras del tiempo se hubieran desvaneci-do
milagrosamente; no, él se precipitaba realmente, había sido como propulsado
por una fuerza difícil de explicar y recorría un espacio propio, el espacio de su
mente, sin comprender por qué, pero preguntándose mientras lo sufría si no le
era posible hacer algo para evitarlo. Y en un esfuerzo por tranquilizarse y detener
66. 65
esa sensación, se apoyó contra una de las paredes del ascensor y, por extraño que
pareciera, trató de desafi ar su propia conciencia o darle un sentido de realidad,
pero era evidente que si aquello le estaba ocurriendo era porque había perdido el
control sobre la manera en que su conciencia operaba, y, fi nalmente, su empeño
no hizo sino empeorar las cosas. En su esfuerzo por calmarse, en un gesto instin-tivo,
había cerrado los ojos, y en medio de esa oscuridad, su vértigo se multiplicó
hasta el punto de obligarle prácticamente a echarse al suelo temiendo precipitarse
él mismo a algún vacío, aunque fuera difícil concebir cómo, puesto que estaba
encerrado en aquel pequeño espacio de cristal. El sudor le había empezado a em-papar
prácticamente la frente, y dijo haber sentido un pequeño temblor, la prueba,
según él, de que la resistencia de su cuerpo estaba empezando a fl aquear, pero aún
le quedaba por vivir el último capítulo de esa experiencia: la visión de su propia
fi gura, de su cuerpo mismo, como parte de ese peculiar espectáculo íntimo al que
asistía desde hacía algunos momentos. Aquello era mucho más de lo que podía
concebir: ¿él mismo precipitándose entre sus propios recuerdos? ¿Qué era enton-ces
lo que estaba viviendo?
El ascensor se detuvo indicando con un pitido que había llegado al último
piso. Abrió los ojos y contempló la amplia panorámica de los tejados de la ciudad.
Se incorporó y, casi al mismo tiempo, las puertas se abrieron. Dio dos pasos con
difi cultad, casi tropezando, y salió.
En esos momentos, me dijo, creía haber visto una forma terrible de la inmor-talidad.
RAMÓN DE LA VEGA
Verbo Azul
67. 66
Jardineros del lenguaje.
Montero Glenz
“Navajero de la literatura”, le llamó Raúl del
Pozo, cuando Montero Glenz irrumpió en el
panorama literario. Este virtuoso de la pluma
y el ingenio, jardinero del lenguaje exuberante,
pirotécnico de las palabras, provocador como
nadie en el predicado, iluminó el mercado li-terario
con su primera novela, una obra inso-lente,
brillante y canalla, “Sed de champán”.
Ingenioso y chulapón, se recrea con viveza y
originalidad al tejer un lenguaje mordaz y esti-mulante,
describiendo a los personajes con un
donaire que atrapa al lector. A una puta la pre-senta
de esta guisa: “Una negra de novela con
las piernas engrasadas como armas de fuego.
Lleva una bala en cada ojo...” Impresionante
total. Leerle es un placer para quien valora el
ingenio y la originalidad. Se le intuye cínico y
ambicioso, y lo que más le caracteriza es que
es literario hasta para toser.
Arturo Pérez Reverte, confuso, escribiendo
de Montero: “Le envidio la prosa a ese hijo de
puta, lo juro. Por sus páginas contundentes
como un puñetazo o un golpe de navaja en la
entrepierna”.
Le pidieron a mi paisano madrileño, Montero
Glenz, que diera un consejo para los escrito-res
primerizos. Montero sacó de su montera
lo siguiente: “No doy consejos, tan sólo sugie-ro,
y aquí van mis dos sugerencias: la primera
que lea y la segunda que disfrute lo que lea”.
Al que ama el ajardinamiento del lenguaje se
le alterará el pulso al leer a Montero Glenz, no
le cabe otra, al quedar seducido por la prosa
luminosa que cala los sentidos, haciendo per-der
el aliento ante el gozo de la borrachera de
originalidad y seducción de este atrevido es-critor.
Montero Glenz vive fuera de los libros como
si estuviera dentro, alborotando a los pensa-dores,
mostrándose como una montaña de
alegría, pregonando que en la estación de los
sueños está prohibido, terminantemente, que-darse
dormido, que hay que vivir intensamente
ya que cada día en la vida de un ser humano
es un día más y un día menos. Mostrándonos
su afectividad, bien sabe que el hombre es
triste pero si se le quiere se pone alegre.
Es un arquitecto de sentimientos y sensacio-nes
literarias, conoce al dedillo las coordena-das
de la conciencia y del alma, por eso su
pluma es onírica.
“Jardinero de la originalidad”
JOSÉ BÁRCENA
Verbo Azul
68. 67
Aproximaciones críticas y otros argumentos
MANERAS DE VOLVER.
Rafael Soler
Alguna vez el hombre, el poeta, se sienta a contemplar el
mundo sin disfraces, a cara descubierta, dejando que cada luz vaya
posándose, con su efecto inmediato, para iluminar todas las espe-ras,
todas las penumbras. Rafael Soler regresa así, con las manos
abiertas y el corazón en vuelo, para ofrecernos en estas “Maneras de
volver” (Vitruvio, 2011) una visión nueva, diferente. Su mirada, a un
tiempo descarnada y dulce, disecciona la realidad al margen de los
ecos. Fruto de la más variada y ecléctica poética, el poemario recrea
un erotismo fértil, primigenio, en el que la palabra acoge, muta, desordena; es un golpe de sol
entre rocas, una encina en el agua.
“Yo no traje los acantilados/ a este páramo de sangre”, nos dice Soler a modo de
disculpa. Y es a partir de esta premisa como va construyendo, sombra a sombra, un conjunto
de poemas grito, de asideros al borde del relámpago. Nada es aquí lo que parece ser; el poeta
se implica y nos implica, nos sacude con el gesto fugaz de la inocencia, con la complicidad de
la memoria justa. Y es que todo crece alrededor de los escombros, todo fl uye más allá de las
ausencias. “Maneras de volver” es, pues, una obra cálida, de compromiso, que busca en el lector
un posicionamiento íntimo, sustancial. Nacen así, junto a la más acendrada ternura, versos fuer-tes,
durísimos, de emoción contenida y cuidada forma. El poeta se debate entre la necesidad y el
desarraigo, entre la negación y la búsqueda. “De ocasiones perdidas los bolsillos llenos” - dice,
y desde esa misma concepción convexa de la vida, va componiendo un mosaico desde el que
podemos vislumbrar una personalidad poliédrica, multiforme.
Articulado en tres partes -tres maneras distintas de volver- el poemario representa un
itinerario personal y poético, no en vano es esta la carta de embarque con la que Rafael Soler
regresa al mundo de la edición después de un prolongado silencio. “En este lado la tierra es un
presagio”, una barca varada, una voz sufi ciente. Y en esa desolación, en ese deslumbramiento
sobrevive el poeta a solas con sus miedos.
La voz poética de Rafael Soler regresa renovada del dolor, del intercambio. Y lo hace
con toda la intensidad, con el mar gritando a plena luz entre sus versos. Es la suya una mirada
cáustica sobre las cosas, sobre todo lo que de realidad hay en el ser humano. Es, podríamos de-cir,
un poeta del desarraigo, un hombre en lucha consigo mismo, con su propia manera de ser y
de relacionarse. “Afuera quedáis todos/ ceñida la costumbre de preguntar lo justo entre la niebla
triste” - dice - y sin embargo se aplica en contradecir esta afi rmación durante todo el poemario.
No es, como podría deducirse, una obra triste, dolorida; el poeta conoce la desolación, todos los
caminos y las luchas, pero no se resigna, antes bien, se esfuerza por seguir adelante en unos
versos cargados de positivismo, de propósitos. “Ahora necesito/ una frente nueva que me separe
del suelo”.
Y sigue caminando. “No basta desearlo”, hay que intentar volver de la renuncia y rees-cribir
los sueños. Al otro lado siempre habrá alguien dispuesto a la esperanza.
Ana Garrido
69. 68
MEMORIA DE LO USADO.
Manuel Cortijo Rodríguez
Manuel Cortijo Rodríguez se asoma a un tiempo pasado, a
unos días fi nitos que recobran su plenitud en el recuerdo. “Memoria de
lo usado” (Diputación de Albacete, 2012) es una obra de madurez, de
reposo, de respuesta. Tal vez era imprescindible el tiempo trascurrido,
la larga espera, la confusión, a veces, del dónde y para qué. Tal vez no
somos nosotros lo que decidimos, tal vez es el poema el que busca su
edad precisa para darse a conocer, para encontrar la mano que vaya,
poco a poco, haciéndolo caligráfi ca vida, musical vivencia, sesgo.
Tal vez su anticipación hubiera sido un libro malogrado, una urgencia sin sazón sufi cien-te,
sin envero. Por eso, Manolo Cortijo, tan fácil en entregar su amistad, su bonhomía, su bienha-llada
licencia, ha demorado este trabajadísimo regalo, este sabio acontecer de su trayectoria en
verso y en lugar, en habitación impresa, en gozosa sinfonía.
“Hacemos por volver, y es siempre el mismo/ aire quien nos empuja”, siempre la misma
sed, la misma franqueza. Pero el paisaje es otro, otra la forma de mirar, la transparencia. Versos
cargados de nostalgia que son, a un tiempo, introspección y búsqueda, apertura y hallazgo.
El poeta no se conforma con la luz, quiere hacernos partícipes de cada iluminación, de cada
regreso. Así, con esa serenidad que dan los años, nos muestra un mundo, el suyo, en una
suerte de aproximación, de advenimiento. El tiempo como alambique, como útero, como camino
inexcusable de la vida, de la misma muerte, es, ha sido y será la manera elegida por el poeta
para desguarecer sus últimas defensas, para abrir las puertas a ese lírico interior celosamente
abrigado, largamente vivido.
Concebida como itinerario, como camino iniciático, la obra está divida en tres tramos,
tres miradas que, a partir del poema prólogo, nos sitúan en la localización espacio temporal del
poeta. En ANTES, el poema va reinventando nítidos momentos y personajes fuertemente pren-didos
en el álbum vital del escritor. La recreación de esos momentos de niñez, de aprendimiento,
de participación en la vida que se percibe como nebulosa posible, “vivir, mientras venían / de
cara la media y el sol de la inocencia”. Y, aquí y en todo momento a lo largo del libro, la refl exión
metapoética imprescindible, la introspección, el dialogo del hombre con el hombre.
La fugacidad del instante, su incertidumbre, nártex y atrio de la refl exión vital, ocupa la
segunda parte de este poemario, AHORA. “Ahora, madre, ya ves / que sé cuanto dolor fui tuyo”.
La búsqueda como resurrección, como motivo, como descubrimiento.
En la última parte, DESPUÉS, la mordedura de lo por venir da lugar a poemas de un
enorme dramatismo, de desgarrada fuerza poética al albur de los fi lamentos del lenguaje. La
palabra como redención, como asidero, como bálsamo, única realidad y única creencia. “Quedar
con el futuro es un afán de irse…/el saldo que nos cuadra el desamparo / del nombre de las
pérdidas”. “Un día te despiertas y te encuentras / que no hay nada alrededor, sólo hora vendidas
/ de palabras sin aire”.
“Ahora es tiempo de un tiempo por venir, / por escribir la vida en descendente”, ahora
es tiempo de arenas y de dólmenes, “en tanto el tiempo quiera/ llevarnos en su andar, mientras
vivimos”. Quizá la vida aún nos acompañe.
Ana Garrido /Juan José Alcolea
70. 69
Manuel Laespada Vizcaíno obtuvo con “El envés del espejo”
(Vitruvio, 2011) el V Premio de Poesía “Vicente Martín” del Ayunta-miento
de Torrejón de la Calzada (Madrid). Es esta una obra de trán-sito,
un intento de reconciliación con la inmanencia. El poeta camina,
observa, se interroga, acaso sin esperar respuesta, en un itinerario a
modo de viaje interior y circular, de refl exión interna y necesaria. Y es
que aún quedan colores a la luz de la sombra, aún gritan las cigarras
en el pecho, las gaviotas alrededor de la esperanza.
Versos ágiles, brillantes, cargados unas veces de fi na ironía y otras - las más- de una
exquisita ternura. Metáforas que sorprenden y sacuden, que acarician y lloran, que germinan
más allá de los escombros. “Todo lo que hemos sido/ queda cuando pasamos/ en la memoria
oculta de la piedra”. Y es precisamente en ese pasar, en ese abozalarse los rincones, donde el
autor encuentra su bagaje poético, el punto de partida, la emoción que le da vida y lo sustenta.
“Por el dolor se sabe que vivimos”- afi rma el poeta a modo de sentencia a partir de la
cual articula el poemario. Por el dolor existe el hombre y su recuerdo. Y lo hace a modo de ar-tifi
cio, como si se dirigiera a un interlocutor inanimado, malaviz, que encarna toda la sed, todo
lo perdido. Porque “El envés el espejo” es, a fi n de cuentas, una obra catártica, liberadora que,
a través de una cuidadísima transposición lírica, trata de exorcizar todos los demonios, todas
las mentiras. Es un espejo universal y cóncavo, ideado casi a manera de esperpento revisitado,
una realidad que muestra al mismo tiempo que deforma. Y es precisamente en esa deformación
donde lo refl ejado encuentra su verdadera esencia, los límites de lo que le es irrenunciable y
propio. Laespada Vizcaíno nos pone frente a un escenario - el nuestro - para enfrentarnos a
lo que seguramente no queremos ver, para hacernos partícipes de nuestro dolor, de nuestra
desmemoria. Quizá sea esta su intención última, ayudarnos a descubrir, ante nosotros mismos y
ante los demás, lo que el corazón guarda, lo que atesora.
El poeta atraviesa un mundo sinuoso, difícil, un mundo que le es hostil, a veces hasta
imbatible. Pero no lo hace solo, invoca al menos, sobre todo hacia el fi nal del poemario, un amor
redentor y cuasi místico, un tú impersonal y trascendente. “Otros (acaso yo)/ buscamos la coar-tada
de unos labios/ donde habitamos y que nos redimen”.
“La piedra, el sol, el agua nos recuerda/ que inútil es huir, que no hay caminos”. No hay
caminos, es cierto, al menos un camino trazado mínimamente transitable. El camino, el destino
ha de ser siempre único, individual y ajeno a cualquier intento de dirección externa. Cuando no
basta el aire para llenar los pulmones, cuando necesitamos más de un asombro, más de una
sequedad, sólo permanece la palabra. Y el corazón en llamas.
Ana Garrido
EL ENVÉS DEL ESPEJO.
Manuel Laespada
71. 70
A veces el viento llega y nos sorprende absortos, desguarne-cidos,
a solas con nuestra propia tristeza; a veces se precipita el sol
sobre los ojos y amanece, como a tientas, una nueva esperanza. A
partir de una sinécdoque un tanto arriesgada, Teresa Núñez teje una
personalísima visión de la vida de Francisco de Asís, El juglar de los
pájaros (CELYA, 2011). Contra lo que pudiera parecer en una primera
y no demasiado detenida aproximación, no es este un libro de temá-tica
religiosa. La autora se apoya en la fi gura histórica del santo para
intentar una trasposición alegórica de su propia personalidad poética.
Siendo uno de sus libros más trabajado, quizá sea también del que se sienta más pro-fundamente
satisfecha. Con él obtuvo el V Premio de Poesía “Ciudad de Pamplona”, galardón
que viene a sumarse a su ya larguísima lista de reconocimientos. Con una mirada sutil, sigilosa,
casi de puntillas, la autora se adentra en la trayectoria vital de un hombre, Francisco, para darnos
cuenta de lo que de íntegro hay en cada ser humano. “La estirpe que me nutre ya no lleva familia/
ni apellido/ ni mundo”. Teresa Núñez acaricia la luz y la dibuja, habla desde el corazón de las
luciérnagas. Y ahí, en ese rincón furtivo al norte de la prisa, nos devuelve esa misma luz, ese
milagro.
Estructurado en cinco tramos que son al mismo tiempo los cinco capítulos principales
de la vida del protagonista, el poemario funciona como un mecanismo perfecto. Cada pieza, cada
elemento está donde debe estar, en el lugar exacto que le corresponde. Nada puede cambiarse,
nada puede ser alterado sin que el conjunto se desestabilize o se resienta. Así, encontramos, a
modo de columna vertebral, tres poemas titulados unívocamente Mi dama, que marcan el deve-nir
biográfi co, la transformación del hombre y del espacio.
Con un lenguaje exquisitamente cuidado y una versifi cación limada hasta el extremo,
Teresa Núñez parte de un posicionamiento noético de la realidad que sostiene toda la línea
argumental de su obra. Su mirada no juzga, no interpela, se limita a plantearnos, “granada a
fuego vivo”, la senda hacia un amor universal y absoluto. La voz poética se desdobla, pasa del
yo lírico en primera persona al narrador omnisciente para ofrecernos una mejor y más completa
aproximación a la historia.
La autora, convencida de que aún es posible la esperanza, con una forma de expre-sión
que en ocasiones raya el más puro misticismo, nos recuerda la forma inhabitable de las nu-bes,
la voz que hace posible la palabra. Y se entrega, la herida por los ojos y el corazón en vuelo.
“Cuando la sombra” volverán a agitarse los heraldos, volverán a decirse las esclusas. “Dadme la
piedra,/ la piedra con que manchar la espiga./ Nunca el olvido”. Nunca.
Ana Garrido
EL JUGLAR DE LOS PÁJAROS.
Teresa Núñez
72. 71
“El color de la tinta (Poesía 1962-2012)” (Vitruvio, 2012) reco-ge
toda la producción poética de Nicolás del Hierro, al menos la que
él mismo ha seleccionado a la luz de su mirada actual. Desde que en
1962 publicara “Profecías de la guerra”, han sido cincuenta años de
incansable labor, una vida absolutamente volcada en la Poesía. Poeta
de palabra recia, fi rme, de hondo humanismo, nos ofrece aquí una
retrospectiva revisada de su obra, una obra compacta, limpia, perso-nalísima.
Porque el poeta, ese hombre nacido por y para la esperanza,
atraviesa los puentes y los valles, se da sin tregua en la consumación
de los veneros, en la resurrección de los abrazos.
La escritura de Nicolás del Hierro parte de un posicionamiento a ras de tierra, de un
compromiso solidario con la realidad. Lejos de modas y movimientos generacionales, nunca ha
querido someterse a reglas externas y ha seguido su camino, su propio e irrenunciable camino,
al margen de cualquier norma. Manchego de nacimiento y de corazón, nunca ha renunciado a
la herencia recibida en su Piedrabuena natal a orillas de su añorado Bullaque. “Es el viento leja-no,/
la palabra, el origen,/ un camino hacia el prisma/ que incendiaba la sangre” –dice, y en ese
mismo incendio se consume.
El libro, además de los poemas seleccionados por su autor, incluye dos poemarios inédi-tos,
de los que precisamente el último da título general a la obra. Nicolás del Hierro es - ha sido
siempre - un poeta sobrio, contenido, sin demasiadas concesiones a la imagen. Sin embargo,
en los últimos tiempos se ha decantado por un tono más lírico, más esteticista, donde la palabra
alcanza toda su fuerza expresiva, toda su capacidad de sugerencia. Metáforas frescas, cuida-dísimas,
poemas que son destello, fl oración, alimento. “No dejes que te atrape, no, la noche/
con el dolor prendido en tu mirada,/ la tarde y su crepúsculo dorado/ pueden darle más luz a tu
esperanza”.
“El color de la tinta” es, como decimos, un libro imprescindible para conocer el legado de
un autor, la tinta de esos versos escritos entre el desencanto y la desolación, entre la contempla-ción
del pasado y la confi anza absoluta en un futuro todavía oscuro pero que se adivina cierto,
inevitable. Nicolás del Hierro es un poeta intuitivo, cercano, absolutamente vitalista. Siempre ha
sabido “que hay un charco de luz/ donde los pájaros”, “que está la tierra a punto, que habitamos/
el momento ideal para un principio”. Y es por eso, tal vez, que no ha querido renunciar tampoco
aquí, en esta desmedida primavera, a lo que ha sido siempre nota característica de su poesía. Su
mirada, atenta a todo lo que le es propio, necesario, recala una vez más en un cierto pesimismo,
en una postura ciertamente crítica, doliente.
“Sí,/ si todo es muy sencillo:/ basta romper un poco con el miedo/ y decirle que sí a las
amapolas”, basta dejar amanecer a las cigüeñas. “¿O es, acaso, el misterio/ lo que alimenta el
alma?”.
Ana Garrido
EL COLOR DE LA TINTA.
Nicolás del Hierro
73. 72
Esperar es a veces aprender a mirar, sentarse a ver caer el
sol sobre los ojos, el cielo sobre la lentitud de los veneros; mirar es
rendirse sin rencor a la palabra. Miguel Galanes, poeta de recono-cida
trayectoria y extensísima obra, ha querido aquí, en este “Divino
Carnaval” (Vitruvio, 2012) que ahora nos ofrece, asomarse a su propia
realidad desde una nueva perspectiva, desde una nueva esquina del
silencio. Sabedor de que todo lo tocante al hombre es efímero, busca
dejar constancia de su paso, noticia de su devenir sobre la tierra.
El poemario presenta una estructura cíclica, bidireccional, en dos partes, dos modos
de aproximación, precedidos de varios textos en prosa que pretenden situar al lector, hacerle
partícipe del posicionamiento inicial del poeta. Ya desde el subtítulo, El canto de Deucalión,
nos remite a un mundo mítico, arcano, en una alegoría de un nuevo nacimiento, de una nueva
oportunidad para la dicha.
Galanes nos devuelve a un punto primigenio, idílico, y desde él refl exiona sobre la sole-dad
como única manera de relacionarse en un mundo inhóspito, triste, ajeno. Desde el castillo
de Calatrava la Nueva, última posesión de la esperanza, el poeta reconoce rostros, paisajes,
circunstancias, y forja así un inteligente juego de contrastes que busca provocar en el lector un
cierto recogimiento cuasi místico. “Un pozo es un círculo hacia/ adentro. El centro de otro centro”.
Una a una las máscaras van cayendo, van agotando el roce de la piel, la necesidad de la palabra.
Todo queda, al fi n, al descubierto.
Maestro de poetas, Miguel Galanes se mueve como nadie en el verso clásico, pero tam-poco
renuncia a la levedad del versolibrismo. Sin embargo, en este libro ha preferido mantenerse
dentro de la métrica, dejándose mecer por el ritmo ágil del eneasílabo. Contra lo que pudiera
pensarse, la voz del autor surge clara, alta, libre, como si la misma constricción le diese a la
expresión poética unas alas desconocidas, mucho más elevadas y ciertas.
El libro está escrito en un lenguaje fl uido, lleno de referencias clásicas, que no desdice
en absoluto su vocación de universalidad. El poeta encuentra en la otredad su complemento, la
fuerza que precisa para llevar a cabo una renovación que adivina urgente, irrenunciable. Es un
diálogo del hombre con el hombre, la naturaleza misma dando voz a los sin voz en una idealiza-ción
cuasi panteística.
Rindámonos al tacto y a la alquimia, aún es tiempo de soles y de labios, “que el claros-curo
carnaval,/ y los alardes de este mundo,/ al estar vivo, así lo afi rman”.
Ana Garrido
DIVINO CARNAVAL.
Miguel Galanes
74. 73
PEREGRINO DE SUEÑOS.
Elisabeth Porrero
Quien, además de tener la posibilidad de recrearse en la lec-tura
de “Peregrino de sueños” (Colección Ojo de Pez, Biblioteca de
Autores Manchegos) de Elisabeth Porrero, ha sido señalado por la
suerte de recibir desde la propia voz de esta joven realidad poética el
regalo de su lectura, tiene una doble capacidad de acercamiento a los
poemas que en el citado libro se desgranan.
Porque Elisabeth, per se, sin el muro protector de su capaci-dad
poética, es una persona entrañable, cercana y comunicativa que,
a través de esa voz a la que ella misma personifi ca a lo largo del texto,
enseguida se posa en los cordiales rincones de quien la escucha.
“Peregrino de sueños” es un libro iniciático, no sólo por ser el punto de salida editorial
de esta poeta, sino porque, como ya indica Pedro A. González Moreno en su introducción, todo
viaje, toda peregrinación es, tiene un marcado carácter de iniciación y a la vez de permanencia.
Desde el principio la autora pone como cimientos de su caminar, y, a la vez, como re-ceptores
de su diálogo poético cuatro elementos básicos: La voz del propio cantor como instru-mento
y como esperanza (“por encima del tiempo está tu voz/… Tu voz es la derrota de todos
los olvidos”, “Tu siempre haces posible la belleza”), el recuerdo y por ende su contrario el olvido
(“El recuerdo es el punto de partida/ y también de destino…”, “Coleccionar instantes es vivir”),
el paisaje, éste en sus múltiples acepciones, tanto de los encontrados en el horizonte óptico
de su mirada, como de los paisajes humanos a los que accede desde su personal apreciación
subjetiva. Esta multiplicidad de escenarios obrarán como hitos de su viaje y como hacedores de
su propia identidad y de su autobiografía (“Es cierto que el paisaje/ va trazando en las venas…
senderos íntimos”), y por último el camino como razón última de la existencia en una personal
visión del fl uir machadiano (“siempre hay guardado un río en la memoria/ que fl uye ajeno al
tiempo y su erosión”).
A lo largo del libro, las personifi caciones, las suaves aliteraciones (“se torna brisa suave
que besa cicatrices”), los juegos casi visuales de su decir y siempre la justeza en el adjetivo y la
economía en el adverbio imprimen a su lenguaje un personal desarrollo eufónico y deslizante,
llenos de lirismo y personalidad.
Nuestro saludo ante este primer libro, que pone muy alto el nivel para la posterior y ya
necesaria y esperada obra de esta joven poeta manchega.
Juan José Alcolea
76. Indice de textos publicados
LUZ PICHEL. Ahora .................................................................................... 5
DAVINA PAZOS. Ya ni todas las palabras .................................................. 7
ANTONIO GARCÍA DE DIONISIO. Dulcísimos Arropes .......................... 9
ROSA JIMENA. Manifi esto ....................................................................... 10
FERNANDO FIESTAS. En tu busca ........................................................... 11
JUAN JOSÉ ALCOLEA. Transparente usura ............................................13
JOSÉ LUIS MORALES. La espera .............................................................14
ANA GARRIDO. A la altura del fuego ........................................................17
JOSÉ MARÍA MUÑOZ QUIRÓS. Orígenes .............................................. 18
CECILIA ORTEGA. A punto de romper .....................................................19
RAFAEL SOLER. Cata apresurada de Silvia Eliade ..................................21
ISIDRO SÁNCHEZ BRUN. Cristal de agua y luz ...................................... 22
NIEVES ÁLVAREZ. EROS Y THANATOS. Recuerdo fugitivo ................. 23
CRISTINA COCCA. Ulises habla a Penélope ............................................ 25
VICENTE MARTÍN. Aquí .......................................................................... 27
FRANCISCO CARO. El bosque .................................................................28
ANTOLÍN AMADOR. Algunas veces pasa .................................................31
ISABEL MIGUEL. Voz y silencio .............................................................. 32
MANUEL LAESPADA. Hasta .................................................................... 33
JOSÉ MANUEL F. FEBLES. No quiero aceptar ....................................... 35
MARY-SANTOS CABALLERO MURILLO. Huye la luz ........................... 37
HORTENSIA HIGUERO. Esta ..................................................................38
ROCÍO ORDÓÑEZ RIVERA. Hielo azul ................................................... 39
ARMANDO GALLEGO. Voz .......................................................................41
TERESA DE JESÚS RODRÍGUEZ LARA. A veces promesa ....................42
JOSÉ MARÍA GARRIDO. La fe, en la locura ............................................ 43
LOLA SANZ MURILLO. Sin ser el dios de tu secreto ............................... 45
EVA BARRO GARCÍA. Sólo fue un accidente ........................................... 47
MARISA GONZÁLEZ. Dorita, mon amour ...............................................49
JOSETO ROMERO. Príncipes tomate .......................................................51
ENCARNA MARTÍNEZ OLIVERAS. Tal vez, en el azul más profundo ... 52
FERNANDO JOSÉ BARÓ. El halcón de preguezuelo .............................. 53
MARTA SÁNCHEZ VALDENEBRO. De arriba abajo .............................. 56
CONCHA GARCÍA DE LOS ARCOS. Crecer .............................................58
ÁNGEL MUÑOZ. ¿Soy yo el cuerpo con el que me identifi co? ................60
RAMÓN DE LA VEGA. Un vértigo interno ...............................................62
JOSÉ BÁRCENA. Jardineros del lenguaje ................................................ 63
Aproximaciones críticas y otros argumentos ............................................64