1. Se recomienda leer las renuncias o disclaimers. Gracias.
V
FA ER
ht N SI
tp FI Ó
:// C N
V E O
O N R
.c E IG
os S IN
P
at A A
ec Ñ L,
O
a. L
co
m
Renuncias: esta historia narra, entre otras cosas, el amor y sexo entre dos mujeres. Además de ser irreverente con la
religión (y la institución de la iglesia). Puede herir la sensibilidad de l@s beat@s y niñ@s. Así que si perteneces a uno de
estos dos grupos de personas, abstente de leerlo. Gracias.
Clasificación:
Autora: Cuchulainn
R E V E L A C I Ó N .
La hermana Bernadette había repetido aquel rito diariamente durante los últimos cuarenta y seis años. Tras
levantarse y rezar maitines con el resto de las monjas del convento de San Magnus, se encargaba devotamente de
limpiar y adecentar la pequeña capilla del santo, donde se encontraba la reliquia más preciada de la comunidad: la
espada con la que el mismísimo santo, Magnus, había defendido los lugares sagrados antes de abandonar su vida de
guerrero, como caballero de la orden Teutónica, tras recibir en Jerusalén una revelación del Arcángel Gabriel y
dedicar sus postreros años al cuidado de los más miserables.
La limpiaba con el cariño con que una madre se ocupa de su hijo neonato, acariciando suavemente con un trapo de
lino ligeramente aceitado, la enorme, brillante y acerada hoja de la inmensa espada de caballería, repasando el
entorchado de la empuñadura, comprobando y reparando los cordones de lino que pudieran estar algo sueltos,
comprobando el estado de los remaches y engarces metálicos del pomo y la cruceta, sin dejar un milímetro por
revisar de aquel utensilio de muerte que conocía tanto y que amaba más que a sí misma.
Sin embargo, aquella mañana había sucedido algo especial: tras terminar con la espada y dirigirse a reponer los
cirios que iluminaban pobremente la tenebrosa capilla día y noche, un nombre había resonado en su cabeza con más
fuerza que un trueno en la soledad de la montaña, llenando su mente de imágenes de batallas, héroes, dioses
olvidados y recuerdos de un amor perdido y desconocido:¡ ¡XENA...!
Sin poder remediarlo, había buscado nerviosamente con su vista cansada alrededor suyo a quien pudiera haber
pronunciado aquel nombre, negándose a admitir que sólo estaba en el interior de su cráneo arrugado de anciana.
Sus ojos se posaron en la espada. Ésta parecía brillar con una tenue luz azulada en la oscuridad, susurrándole al
oído, seductora como un amante. Una humedad que desconocía empezó a resbalarle por la parte interior de los
muslos, empapándoselos, sintió un movimiento extraño en la parte de su feminidad que creía muerta hacía años...
Sin comprender lo que sentía ni qué sucedía, se recogió el hábito y salió corriendo de la capilla, arrastrando sus
viejos huesos desgastados, como alma que persigue el diablo.
El resto de aquel día fue un auténtico calvario para Sor Bernadette; permaneció taciturna, perdida en sus
pensamientos, con las imágenes vistas en la capilla pugnando por invadir su mente, con el sonido del metal
chocando y el fragor de mil batallas resonando en los oídos de su alma, ignorando las demandas sobre su extraño
estado que las demás hermanas del convento le espetaban al verla andando sin rumbo fijo por los pasillos y el
claustro, con su enjuta figura de cetrinos y afilados rasgos, encorvada sobre sí misma como si intentara esconderse
en su propio cuerpo.
Su profunda y cerrada educación cristiana le gritaba que aquello que había sentido, y sentía aún, era obra del
Maligno, de Lucifer, el ángel caído, siempre acechante para corromper las almas piadosas, sin embargo algo en lo
más profundo de su interior anhelaba el paso de los minutos, de las horas, consumir el día rápidamente para poder
regresar a la oscura capilla y volver a posar su vista ansiosa sobre aquella espada.
Pasó aquella noche en vela, visualizando las escenas que había percibido durante un segundo, oyendo aquel nombre
desconocido, sintiendo el frío y el peso de una inexistente coraza sobre su cansado cuerpo, y la llamada de la guerra
2. con una oración desesperada en los delgados labios, y lágrimas resbalando por sus mejillas mientras sostenía
fuertemente en sus manos, hasta hacer brotar sangre de sus palmas, el crucifijo que le regaló su madre el día que
recibió la noticia que era aceptada en la orden, hacía ya toda una vida, una eternidad de devota obediencia a los
deseos y enseñanzas de Cristo.
Al llegar la ansiada alba, se dirigió corriendo a sus obligaciones con una energía y ansia que sorprendieron a todas,
provocando cuchicheos y comentarios sobre la inusual actitud de aquella tranquila y pacífica hermana, ejemplo
recurrente cuando se quería disciplinar a alguna novicia díscola.
Rezó, o más bien adoptó la actitud de hacerlo, pues no podía dejar de pensar en la extraña experiencia del día
anterior. Al terminar las oraciones de la mañana, partió precipitadamente en dirección a la espada, como si el tiempo
se acabara y la salvación el mundo dependiera de la prisa que tomara. Los antiguos pasillos y corredores del
convento parecían observarla, susurrarle de nuevo al oído aquel nombre mientras recorría el interminable camino
hasta la capilla de San Magnus: ¡XENA...!
Con el rubor de una adolescente dispuesta a perder su virginidad en sus mejillas, se humilló con devoción ante la
reliquia que seguía brillando con su tenue y seductora luz, y acarició con frenesí la hoja de acero. Un escalofrío que
partió de sus riñones la sacudió como una descarga eléctrica y la derribó en el frío suelo de piedra, volvió a sentir
aquella humedad deslizándose presurosa entre sus viejos muslos.
V
FA ER
ht N SI
tp FI Ó
:// C N
V E O
O N R
.c E IG
os S IN
P
at A A
ec Ñ L,
O
a. L
co
m
Con las manos temblándole violentamente con emoción contenida, tomó la espada de su soporte: era pesada, muy
pesada, sin embargo, a cada segundo que la sostenía en alto parecía volverse más ligera, como si el arte y la
práctica en llevar armas regresara a su cuerpo desde los eones perdidos del tiempo.
Besó el pomo de la espada como besaría los pies de una imagen santa, con respeto, pero el respeto fue rápidamente
sustituido por el frenesí que inundaba su corazón. Recorrió con su lengua la empuñadura, empapándola
completamente de saliva mientras hurgaba con sus manos inexpertas, bajo el tosco hábito, aquel lugar prohibido en
el que hasta hace poco residía el pecado para ella. Sin poder contenerse, se tumbó en el suelo con la ropa levantada
e introdujo salvajemente la gruesa empuñadura en lo más profundo de su interior... Gritó, con un grito salvaje de
dolor y liberación, al tiempo que la sangre resbalaba de su vagina, manchando de rojo sus manos y la reliquia. Se
retorcía como una serpiente mientras movía la espada rápidamente, agarrándola por la cruceta; cada movimiento
parecía partirla en dos de dolor y placer, y la acercaba a quien fue una vez, a quien debería ser, alejándola de la
caricatura en la que se había convertido: la vieja arrugada y senil que se arrodillaba ante imágenes de un caprichoso
y mezquino dios de pastores.
Algo en ella había cambiado para siempre, el recuerdo de una vida perdida, derrochada en servicio de un dios falso,
como tantos otros, y de una vida vivida intensamente siglos atrás que pugnaba por recuperar su sitio en el alma de
Bernadette, pisoteando todos sus conceptos y creencias... ¿Bernadette? No: XENA.
Tras sufrir un violento éxtasis en el que sus gritos habían teñido las paredes y la sangre y el flujo se habían
mezclado, la renacida hermana Bernadette tomó la espada por la empuñadura empapada y salió corriendo de la
capilla con una sonrisa de alegría salvaje en el rostro. Ansiaba la batalla, la pasión casi sexual de la pelea, el sabor
seco de la adrenalina en la boca, la feliz despreocupación de aquel que busca la muerte para dar muerte.
La masacre fue terrible, casi nadie fue capaz de ofrecer la más mínima resistencia. Sólo el jardinero intentó
detenerla, blandiendo un oxidado rastrillo que pronto se convirtió en dos, como su propio cráneo. Los cuerpos de las
religiosas quedaron esparcidos en trozos por el suelo y el mobiliario del convento. Bernadette reía, manchada de
sangre y pedazos de vísceras como un matarife loco de una película barata, en una orgía de muerte, en un
holocausto ofrecido a la guerra que le resultaba mejor que cualquier clase de sexo -nunca había tenido relaciones
sexuales en su larga vida, y aún así sabía que esto era mejor-, que cualquier placer físico o espiritual que hubiera
disfrutado en su vida. Rajó y acuchilló, hendió cráneos y costillares, seccionó miembros, mientras el coro de gritos
de agonía de las moribundas hermanas ponía música a sus actos, revolcándose en la sensación de poder que le daba
el disponer de las vidas de quienes la rodeaban. Saboreó la sangre, y su aroma metálico le pareció la cosa más dulce
que había olido en su vida, más que cualquier flor o cualquier perfume por exquisito que fuera...
Pronto, no quedó nadie con vida en el convento, salvo las novicias. Éstas se habían refugiado en la caseta de madera
donde se guardaban las herramientas del jardín. Allí se dirigió, dispuesta a seguir con la masacre. La puerta no fue
problema, aunque estaba atrancada por dentro con un tablón, saltó como un montón de palillos ante el envite de la
pesada espada. Las jóvenes se habían arrinconado en la pared posterior de la pequeña construcción de madera,
abrazadas, temblando, pidiendo clemencia ante la certeza que aquel era su último día en la tierra de los vivos...
Entonces fue cuando la vio: era joven, muy joven, pálida y regordeta. La miraba fijamente a los ojos con una
expresión de reconocimiento escondida tras su máscara de terror. Se quedaron paralizadas, mirándose mientras que
el resto de las novicias aprovechaban esto para huir a la carrera.
–Eres tú...
–Sí...
Bernadette se acercó a ella, la espada resbaló de sus manos y cayó al suelo con un sonoro golpe metálico cuando
abrazó a la joven fuertemente y unió sus labios a los de ella, introduciendo violentamente la lengua en su boca,
siendo correspondida tras unos segundos de vacilación.
–Estás aquí... Ha pasado tanto tiempo.
Recogió su espada del suelo, sus brazos levantaron en vilo a la novicia con una fuerza que desconocía tener y,
3. llevándola en brazos, volvió al interior del recinto del convento. Sorteó los cuerpos desmembrados de las monjas y
sólo se detuvo para patear la cara de una hermana moribunda que se había agarrado a los bajos de su hábito
empapado de fluidos vitales.
Con la delicadeza con la que se manipula un objeto precioso y delicado, la depositó sobre el altar y la besó de nuevo
mientras se despojaban apresuradamente de sus hábitos. Sus cuerpos desnudos se reunieron de nuevo encima de
aquel altar teñido de rojo, descargando toda la pasión contenida por siglos de separación, entregándose a todos los
placeres que habían ignorado en sus actuales y vacías vidas.
Un sonido estridente y repetitivo rompió la magia de aquel deseado momento: sirenas.
–¡La Guardia Civil!
Las dos se incorporaron a toda velocidad, desnudas como estaban. Bernadette tomó la espada con una fuerza tal
que sus nudillos se volvieron blancos. Al volverse hacia su compañera para decirle que buscara refugio, la descubrió
procurándose un bastón de madera de los restos de un crucifijo roto durante la pelea. Bernadette sonrió.
–Que vengan...
V
FA ER
ht N SI
tp FI Ó
:// C N
V E O
O N R
.c E IG
os S IN
P
at A A
ec Ñ L,
O
a. L
co
m
Y con la certeza de alguien que sabe que no va a morir solo, se encaminaron desnudas hacia las puertas exteriores
del convento...
Continúa en REVELACIÓN II: BERNARDETTE& LUISA.
Fin
TU OPINIÓN EN EL FORO