Este documento narra un encuentro entre dos monjas asesinas que huyen de la policía y un control de alcoholemia. Tras chocar contra el control, una de las monjas mata a uno de los policías con su espada y la otra mata al otro policía con un subfusil. Luego tienen un encuentro íntimo antes de enfrentarse a más policías que llegan.
1. Se recomienda leer las renuncias o disclaimers. Gracias.
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Renuncias: esta historia narra, entre otras cosas, el amor y sexo entre dos mujeres. Además de ser irreverente con la
benemérita española y la religión cristiana, católica, apostólica y romana (y la institución de la iglesia). Puede herir la
sensibilidad de l@s beat@s y niñ@s. Así que si perteneces a uno de estos dos grupos de personas, abstente de leerlo.
Gracias.
Tiembla, mundo. Cuchulainn es padre!!
Dedicatoria: Este fanfic esta dedicado a Fernando Alexander y a mi Kanuka favorita.
Nota de la Webmastress: aunque no es necesario leer la primera parte de esta historia, se recomienda encarecidamente
su lectura.
Clasificación:
Autora: Cuchulainn
R E V E L A C I Ó N
B E R N A R D E T T E
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I I
L U I S A .
El viejo seiscientos traqueteaba con esforzado rugido por la maltrecha carretera de tierra. La carrocería, eones atrás
pintada de amarillo real, se había convertido en un amasijo orinado cubierto de abolladuras.
Hacia ya dos semanas que huían por caminos locales, llenos de baches y polvo, ya que, tras la matanza del convento
y la posterior batalla campal con efectivos de la Guardia Civil, se habían convertido en las dos personas más
buscadas del país; Las Monjas Asesinas, como las llamaban los medios de comunicación, habían acabado con la vida
de más de treinta personas y tenían en jaque a todas las fuerzas de seguridad.
Bernardette seguía aferrada a la espada del Santo, a pesar que Luisa había insistido behementemente en que se
armara con alguna de las armas de fuego de los agentes de la Benemérita que habían caído ante el beso de sus
salvajes mandobles. Su cara, otrora pacífica y venerable, tomaba cada vez más una expresión salvaje, llena de
sarcasmo y crueldad.
Luisa, aunque no entendía muy bien qué pasaba, sentía la necesidad de mantenerse cerca de aquella anciana a la
que amaba antes ya de conocer. Tenía la sensación de haber recuperado algo que había perdido siglos antes de
nacer y que recordaba a través de las brumas del tiempo; había vuelto a casa.
A pesar de que no le gustaban las armas, se había pertrechado con un subfusil Zeta y un montón de municiones que
recuperó tras la cruenta batalla que había seguido a su salida del convento.
Habían robado el coche en el pueblo cercano, después que Bernardette, con un brutal golpe, le hundiera la cúpula
del cráneo al infeliz dueño del mismo con el pomo de su espada.
Luisa insistió en que procuraran esconderse hasta que pasara todo el jaleo, pero sólo consiguió algunos gruñidos y
malas miradas por respuesta por parte de su compañera, así que, armadas hasta los dientes y con la mitad de las
fuerzas policiales del estado pisándoles los talones, se habían lanzado a la carretera en una huida a ninguna parte.
Hacía un buen rato que circulaban lentamente por la desierta carretera, con el silencio roto únicamente por el
traquetear del viejo motor y el entrecortado respirar de Luisa, ya que desde hacia unos cuantos kilómetros unas
viejas manos arrugadas insistían en ahondar insistentemente en sus húmedas profundidades. No podía resistirse,
para ella era inútil negar el hambre que desde hacía centurias devoraba su interior, así que cerró los ojos y dejó que
la anciana siguiera con sus torpes intentos de transportarla al clímax.
2. Un golpe brusco las sacó de su ensimismamiento, rompiendo la magia de aquellos momentos: habían chocado con
un coche patrulla atravesado en un control de alcoholemia.
Dos agentes de la policía autonómica las miraban sorprendidos, llenos de estupor, incrédulos ante el hecho que dos
monjas, en un seiscientos amarillo que casi no se tenía en pie, hubieran chocado, sin tan siquiera intentar frenar,
contra su flamante vehículo policial.
—Pero… —Espetó uno de ellos, al tiempo que se llevaba la mano a la cartuchera para desenfundar su pistola —
¿Están borrachas o qué? ¡Bajen del vehículo!
Luisa empezó a descender lentamente por la puerta del conductor, mientras un cuerpo encorvado y retorcido como
una vid, hacia lo propio por la del acompañante.
—Mira… —Volviéndose a su compañero de reojo, sin dejar de apuntarlas con su arma reglamentaria —¿No son las
monjas asesinas?
—Sí, parece que nos ha tocado la lotería… Ahora mismo pido apoyo por radio.
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Mientras el agente llamaba a la central y solicitaba la intervención de más vehículos patrulla y una furgoneta de
detenidos para trasladar a las reas, su colega vigilaba indolentemente a sus inesperadas presas. ¿Aquellas eran las
peligrosas asesinas de quien todo el mundo hablaba? Una era una vieja arrugada y enclenque que apestaba a ropa
empapada en orina y seguramente no tenía fuerzas suficientes ni para aguantarse los pedos, y la otra una jovencita
de cara redonda, demasiado entrada en carnes, con unos ostentosos michelines que ni tan siquiera el holgado hábito
conseguía disimular de forma eficiente.
Un chillido agudo, a la vez que feroz llenó el aire. El agente se volvió de sorprendido, soltando la radio, para ver
cómo la anciana saltaba describiendo volteretas en el aire a una altura increíble, incluso para una persona joven y
bien entrenada, mientras sacaba de debajo de sus hábitos una enorme espada en la que ninguno de los dos habían
reparado, cayendo en pie al lado de su incrédulo compañero. Un golpe sesgado abrió la caja torácica del policía con
un ruido parecido al de un globo reventado. Las grises vísceras se derramaron por el suelo de tierra, mientras el
agente caía de rodillas, intentando contenerlas con manos temblorosas y sanguinolentas.
—¡Carlos! —Gritó, mientras desenfundaba rápidamente y apuntaba con su arma a la vieja de la espada teñida de
rojo —¡Puta vieja loca de los cojones! ¡Suelte ese trasto ahora mismo o disparo!
La anciana no se molestó en responderle, se quedó en pie al lado del lloriqueante agente que se retorcía en el suelo
llamando a su madre, tiñéndolo todo con su fluido vital; una mancha de sangre teñía su arrugada mejilla derecha,
dándole aún más un aspecto aterrador a su demacrado rostro enmarcado en negro. Se limitaba a sonreír con la boca
ladeada, mientras jadeaba ostensiblemente y mecía la gran espada en sus manos tintadas de vida robada. Aquella
era una visión verdaderamente espeluznante para Hector, no le habían preparado para esto en la academia de
policía. Un temblor incontrolable se adueñó de su pierna izquierda, mientras luchaba por no huir a la carrera,
abandonando a su moribundo compañero a su suerte. Amartilló con cuidado el percutor de su pistola, mientras no
dejaba de apuntar a la cara de la monja de la espada, respiró todo lo hondo que sus pulmones le permitieron,
intentando parecer lo más tranquilo posible.
—¡Se lo repito por última vez: suelte eso o disparo!
La vieja monja no respondió, pero su sonrisa se tornó en la mueca de una carcajada, mientras miraba de reojo hacia
su compañera… —¡Mierda, la gorda! –Pensó. Se había olvidado completamente de ella… Empezó un giro de cintura
para apuntar alternativamente a las dos y se encontró encarado con un subfusil que le apuntaba directamente al
cuerpo a escasos cinco metros de distancia. En el tiempo de un suspiro, treinta proyectiles de 9mm parabellum,
partieron de la negra boca de la zeta para impactar, la mayoría de ellos, en el cuerpo y rostro de Hector, lanzándolo
al suelo cual títere al que hubieran cortado los hilos. Su cara y su pecho se habían convertido en una masa de carne
destrozada por donde la sangre manaba libre y copiosamente.
Carlos se arrastraba por el suelo con una sola mano, ya que la otra pugnaba por aguantar sus desgarrados
intestinos, intentando disuadirles de abandonar su abdomen. Bernardette le observaba divertida al tiempo que
golpeaba sus corvas con el plano de su espada, cada vez que hacía un esfuerzo por incorporarse.
—¿Por qué no le dejas ya en paz? —Le espetó Luisa, molesta —Está casi muerto…
La antiguamente Hermana Bernardette, levantó la vista de su caída y temblorosa víctima con un gruñido.
—Calla… —Le respondió —¿Qué sabrás tú de los pequeños placeres de la vida?
—Pero… Eso es una crueldad, no puedes cebarte en un hombre caído… No…no es moral.
La anciana se volvió hacia ella, abandonando temporalmente su sanguinolento juguete y se encaminó en su
dirección, clavó su espada en el suelo a su lado y le propinó una brutal bofetada que le hizo dar con sus huesos en
el duro suelo. Se colocó frente a ella en cuclillas mientras acariciaba con cara de pena la marca que su mano
huesuda había dejado en la blanca mejilla instantes antes.
—Tienes que dejar de pensar como estos estúpidos que adoran a un criminal crucificado como un perro sarnoso.
Recuerda: la vida es cruel, y tú debes serlo a tu vez o te devorará…
Asiéndola en sus brazos, depositó un húmedo, violento y apasionado beso en sus labios, introduciendo y retorciendo
3. su lengua como un enorme gusano carnívoro en su boca ansiosa.
Copiosas lágrimas resbalaban por las mejillas de Luisa: ¿cómo podía soportar todo aquello? Durante toda su corta
vida había sido una persona tímida, comedida y temerosa de las leyes de Dios y de los hombres… Sin embargo, en
pocos días, había hecho el amor con otra mujer, cosa que en otro momento le habría escandalizado el sólo hecho de
pensarlo, lo habría considerado acciones de seres viciosos y depravados, había matado a varios hombres, había
robado y había renegado de Dios en nombre de crueles y antiguos dioses olvidados. ¿Qué le había sucedido para
que se comportara como una persona que no era, pero recordaba ser? ¿Por qué seguía a esa vieja loca? La
respuesta brotó en su cabeza como la lava de un volcán: porque la amaba.
Devolvió el beso que le brindaban con una pasión que hasta pocos días atrás ignoraba poseer, manoseó los pechos
marchitos y lamió los dedos anegados de sangre. Hurgó con su lengua la cavidad desdentada que era la boca de su
amante hasta que le costó distinguir de quién era cada lengua y se revolcó con ella en el suelo enfangado de rojo
carmesí. Los gemebundos quejidos del agente moribundo pusieron música a su desesperado acto de amor, su
mirada, vidriosa, a la vez que sorprendida, fue solitario testigo de una pasión desatada que se extendía desde más
allá del tiempo.
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Aullidos de sirenas rompieron la magia del momento. Tres coches patrulla y un furgón policial se dirigían hacia allí a
toda velocidad, levantando una ingente polvareda. Las dos mujeres se incorporaron y cruzaron sus miradas;
Bernardette sonreía salvajemente, soñando con el combate que seguro se aproximaba. Luisa estaba aterrada,
temblaba, pero seguiría a su amante hasta el fin del mundo si era necesario. Corrió a cambiar el cargador de su
subfusil y a recoger las pistolas de los dos policías caídos, introduciéndolas en el cordón que ceñía la cintura de su
hábito. Se parapetó tras el capó del coche patrulla y esperó. Bernardette se había plantado en el centro de la
carretera, asiendo la larga espada con las dos manos.
Cuando los vehículos estuvieron lo suficientemente cerca, Luisa barrió el parabrisas del más próximo con una certera
ráfaga que alcanzó a los dos ocupantes del automóvil. Éste realizó una maniobra extraña y se estrelló brutalmente
contra un árbol cercano. Bernardette corrió en dirección al segundo, que parecía querer embestirlas, y dejándose
caer de rodillas cuando éste pasaba a su lado a toda velocidad, tajó una de sus ruedas delanteras. Se oyó un
estallido parecido a un disparo y el coche empezó a pegar bandazos por toda la carretera, acabando volcado encima
del otro vehículo y de uno de los agentes que se arrastraba fuera de él para abandonarlo, aplastándole. El cuerpo
retorcido de la anciana salvó rápidamente la distancia que le separaba de los vehículos y decapitó con certeros
cortes a los policías atrapados dentro. Una fuente de sangre arterial bañó completamente su rostro, hecho que hizo
que se le escapara una risotada.
Los agentes restantes se habían detenido a bastante distancia y tomaban posiciones apresuradamente mientras
pedían refuerzos por radio. Luisa ametrallaba sin cesar el coche y la furgoneta con su zeta, sin conseguir herir a
ninguno de ellos a pesar de la lluvia mortal que bañaba sus improvisadas coberturas.
Bernardette surcó el espacio hasta los vehículos con una rapidez tremenda, dejando tras de sí su agudo grito de
guerra. Saltó por encima de ellos y aterrizó en medio de los sorprendidos policías. Un golpe descendente de la
pesada hoja de la espada destrozó el cráneo de uno de ellos, partiéndolo por la mitad y bañándolo todo de materia
gris y fragmentos de hueso. Un disparo a quemarropa impactó en el muslo de la anciana, derribándola al suelo. Casi
sin tocar la tierra, volvió a incorporarse de un salto, hundiendo su espada en el pecho de su agresor hasta la
cruceta.
La espada se atoró fuertemente en las costillas y tuvo que abandonarla para defenderse del policía que le apuntaba
con una escopeta de corredera. Se abalanzó sobre él, cogiendo el cañón del arma para desviarla de su persona, al
tiempo que su pie calzado con sandalias golpeaba con furia el hígado desprotegido. El hombre de azul se dobló sobre
sí mismo con un bufido y cayó al suelo, dejando escapar la escopeta de sus manos. Bernardette asió fuertemente el
arma, accionando el mecanismo de la corredera tal y como había visto en algunas películas a las que no había
prestado mucha atención en su anterior vida. Disparó contra el agente más cercano, que salió disparado hacia atrás
entre una nube de salpicaduras de sangre, luciendo un enorme boquete en su pecho. El impacto casi la lanzó de
espaldas, pero pudo mantener precariamente el equilibrio y asestar un golpe con la culata contra quien se
abalanzaba sobre ella armado con una cachiporra, era el policía al que había desarmado. Los huesos cantaron de
agonía y su atacante se derrumbó desmadejado, dejando tras de sí un rastro de dientes y muelas rotas que
escapaban de su boca torcida en una postura antinatural. Rápidamente le encañonó la cabeza con la escopeta y
desparramó sus sesos a varios metros a la redonda, salpicándolo todo a su alrededor con restos de cerebro y hueso.
El cuerpo descabezado sufrió varios espasmos antes de quedarse definitivamente quieto.
Bernardette buscó al agente restante con la vista… Allí estaba, intentaba esconderse bajo un coche, presa del
pánico. Le agarró por un tobillo y tiró de él hasta sacarlo al exterior entre los restos mortales de sus compañeros,
donde lo abandonó para que se desangrara lentamente, retorciéndose de dolor, tras emascularle de un cruel disparo
en la entrepierna. Colocando uno de sus pies en el pecho del caído, logró liberar su espada de la prisión de hueso
que la retenía y colgándose la escopeta al hombro, se dirigió hacia donde su compañera la observaba con los ojos a
punto de salirse de sus órbitas, mientras en la lejanía empezaba a sonar la ya conocida cantinela de sirenas de
policía.
—Venga, marchémonos ya de aquí…Estoy cansada.
—Te han herido…¡Estás sangrando!
Bernardette levantó su hábito hasta dejar el muslo herido al descubierto, el boquete causado por la bala sangraba
copiosamente. En un decidido gesto, se arrancó el rosario del cuello y se practicó un hábil torniquete con él.
—Ves… Ya no sangra tanto. Vámonos.
4. —Será mejor que tomemos un coche patrulla, te recuerdo que nuestra tartana no es muy rápida…
—¿Y abandonar a Argo? —La besó rápidamente en la boca —De ninguna manera.
Luisa prefirió callar, sabía perfectamente que era inútil discutir con ella, así que, mientras las sirenas de la policía
sonaban cada vez más cerca, recogieron toda la munición y armas que pudieron cargar y las depositaron en la
angosta parte trasera del seiscientos amarillo.
Se lanzaron a toda velocidad por el camino de tierra, dejando atrás los despojos de su reciente batalla y con los
veloces coches patrulla pisándoles los talones.
Un cartel con una siniestra indicación se hizo visible a sus ojos: PRECAUCIÓN, PUENTE ROTO, PROHIBIDO EL PASO.
—¡No podemos seguir, Bernardette!
—¡Pisa a fondo!
—¡Nos vamos a matar!
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—¡Cállate y sigue adelante!
El seiscientos siguió evolucionando torpemente en dirección al puente roto y a una segura destrucción… Dentro, dos
mujeres se dirigían a su destino.
FIn
TU OPINIÓN EN EL FORO