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Las malas noticias
Curiosamente, quienes se consideran los más compasivos y pia-
dosos son los más solícitos y obsequiosos para hacer que una
mala nueva circule pronto, como si el hacerlo fuese una prueba
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Si bien la desgracia podrá ser inevitable, también está fuera de
duda que una gran parte de los dolores que son su consecuen-
cia, permanecen en nuestro poder. Podemos ahorrárnoslos, diri-
girlos, atenuarlos y aún desvanecerlos o, cuando menos, retar-
darlos.
Como el amor, la dicha, o la vanidad, las desgracias tienen su
secreto, sus hábitos, sus ilusiones, sus periodos y sus leyes, con
sus laberintos y abismos y sus rincones ocultos; porque el ser
humano, ya sea que ame, o que llore, que sufra o que goce,
siempre es el mismo ser humano y no se parece a otro.
No es cierto, como erróneamente hemos creído y como de tan
buena voluntad lo admitimos, que puesto que el dolor debe ser
conocido tarde o temprano, lo mejor sea darlo a conocer, desde
luego; porque hay mucha diferencia entre una desgracia palpitan-
te y una de la que haya transcurrido algún tiempo y cuyo golpe
impresionante ha sido amortiguado por el bálsamo eficaz del
tiempo. Como tampoco es cierto que cualquier cosa valga más
que la ignorancia o la incertidumbre y que sea una especie de
cobardía el no anunciar la mala nueva; pues si hay cobardía y
mucha, consiste precisamente en no saber mantener en secreto
la mala nueva y desembarazarse de ella inmediatamente, cre-
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Cuando llega la noticia de una desgracia, el primer deber consis-
te en aislarla y evitar que se divulgue; dominarle, como se domi-
naría a un malhechor o como se seguiría el tratamiento de cir-
cunscripción de una enfermedad contagiosa; cerrándole todas las
salidas, cercarla y reducirla a la impotencia para que no se pro-
pague y haga mal. Porque no se trata solamente, como se cree
onerosamente hasta por los más prudentes, de introducirla con
precauciones y rodeos más o menos rectos u oblicuos, en un
hogar, sino de evitar sus malos efectos absolutamente, mante-
niéndola en nuestro pecho con valor y resignación para circuns-
cribir el dolor a nuestro solo corazón aún afrontando los repro-
ches y las recriminaciones que puedan hacérsenos por justos y
razonables que parezcan.
En lugar de ceder al impulso complaciente que nos pide la comu-
nicación de la mala nueva, debemos reprimir su voz y acallar su
lamento con estoicismo, sabiendo que cada hora que pasemos
en coloquio impaciente con la odiosa prisionera, es una hora de
lágrimas que ahorramos a la víctima de su destino.
Es casi seguro que la perniciosa prisionera acabará por burlar
nuestra vigilancia; mas los minutos que gane en propagarse tam-
bién tendrán su valor, que no debemos desperdiciar, porque el
reloj que marca las fases del dolor es demasiado exacto y aún
más preciso que el que señala las horas del placer; como que el
tiempo que transcurre entre la muerte de un ser amado y el mo-
mento en que nos damos cuenta de la desgracia, lleva en sí tanta
pena y sufrimiento como días hayan pasado. Lo que hay que te-
mer, sobre todo, es la primera impresión de dolor, porque es el
momento en que el corazón se desgarra en heridas incurables
casi siempre.
Cuando se tiene solícito cuidado de evitar que la mala nueva sea
conocida en el instante mismo de la desgracia, la impresión que
causa es mucho menos ruda que cuando se da en el acto en el
acto mismo del suceso, porque cada instante ganado en retardar-
la amengua la fuerza del dardo ponzoñoso y hace perder la efica-
cia de su perniciosa influencia. Así tenemos, por ejemplo, que no
es lo mismo dar la noticia de una muerte acaecida desde hace
algunas semanas que la que se anuncia el mismo día; y aún
más, aquellas noticias mortuorias que se retardan de varios me-
ses, ya no tienen el aspecto de una noticia de muerte, sino del
mensaje de un doloroso recuerdo, muy doloroso, sin duda, pero
sobre el cual la divina filosofía del tiempo y la distancia han echa-
do un tenue velo de reflexión y calma, que constituye la resigna-
ción.
El tiempo transcurrido, ya sea antes de la noticia o después de
ella, obra de modo parecido desde el punto de vista de los afec-
tos, porque aleja los efectos de la impresión y lo que fue dolor
horrible y profundo, llega por el tiempo y la distancia a constituir
algo así como un recuerdo retrospectivo, muy amargo y doloroso,
pero considerado como hecho consumado, desde el punto de
vista de lo irremediable, que también es lo filosófico y puesto en
razón.
La luz es un símbolo de la verdadera lucidez. Así, y para seguir la
analogía, la luz es la acción de la materia que adquiere senti-
miento de sí misma. El día es también la conciencia del planeta;
y mientras el sol, como un dios, en su eterna espontaneidad ani-
ma y vivifica el centro, un planeta tras otro cierran sus ojos duran-
te algún tiempo, y en un sueño refrescante rehacen sus fuerzas
para vivir y ver de nuevo. Religión, aquí también. ¿La vida de los
planetas no sería, pues, otra cosa que el culto al sol? La luz es
el vehículo de la comunión universal: ¿no será que la verdadera y
lúcida conciencia en la esfera espiritual se asemeja a ella? Las
estrellas, como nosotros, son sucesivamente inundadas por la luz
y las tinieblas; sin embargo, en el seno de la oscuridad, tanto
ellas como nosotros nos beneficiamos del vislumbre reconfortan-
te y lleno de promesa de una estrellas luminosa y fraterna.
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Cuántas veces
Imagina cuántas veces
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sin contar miles de miradas.
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he intentado cuidarte.
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he gritado tu nombre.
Recuerda cuántas veces
me has dejado perdido.
Una parte de mí te ha aguardado,
pero hoy se muere de frío.
1989
“El lenguaje es el vestido de los pensamien-
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Samuel Johnson.
Fernando de Alarcón / Banco de Historia Visual ©
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La narrativa del conocimiento vol. ii no. 51
 

La narrativa del conocimiento vol. v no. 105

  • 1. La Narrativa del Conocimiento © Boletín de difusión del Pensamiento Publicación virtual quincenal Textos y Fotografías de Fernando de Alarcón Nueva época - Vol. V No. 105 Marzo de 2015 Las malas noticias Curiosamente, quienes se consideran los más compasivos y pia- dosos son los más solícitos y obsequiosos para hacer que una mala nueva circule pronto, como si el hacerlo fuese una prueba de caridad o una demostración de piadosa consideración para el corazón que se va a destrozar con el dolor. Si bien la desgracia podrá ser inevitable, también está fuera de duda que una gran parte de los dolores que son su consecuen- cia, permanecen en nuestro poder. Podemos ahorrárnoslos, diri- girlos, atenuarlos y aún desvanecerlos o, cuando menos, retar- darlos. Como el amor, la dicha, o la vanidad, las desgracias tienen su secreto, sus hábitos, sus ilusiones, sus periodos y sus leyes, con sus laberintos y abismos y sus rincones ocultos; porque el ser humano, ya sea que ame, o que llore, que sufra o que goce, siempre es el mismo ser humano y no se parece a otro. No es cierto, como erróneamente hemos creído y como de tan buena voluntad lo admitimos, que puesto que el dolor debe ser conocido tarde o temprano, lo mejor sea darlo a conocer, desde luego; porque hay mucha diferencia entre una desgracia palpitan- te y una de la que haya transcurrido algún tiempo y cuyo golpe impresionante ha sido amortiguado por el bálsamo eficaz del tiempo. Como tampoco es cierto que cualquier cosa valga más que la ignorancia o la incertidumbre y que sea una especie de cobardía el no anunciar la mala nueva; pues si hay cobardía y mucha, consiste precisamente en no saber mantener en secreto la mala nueva y desembarazarse de ella inmediatamente, cre- yendo que haciéndola divulgar disminuye su intensidad. Cuando llega la noticia de una desgracia, el primer deber consis- te en aislarla y evitar que se divulgue; dominarle, como se domi- naría a un malhechor o como se seguiría el tratamiento de cir- cunscripción de una enfermedad contagiosa; cerrándole todas las salidas, cercarla y reducirla a la impotencia para que no se pro- pague y haga mal. Porque no se trata solamente, como se cree onerosamente hasta por los más prudentes, de introducirla con precauciones y rodeos más o menos rectos u oblicuos, en un hogar, sino de evitar sus malos efectos absolutamente, mante- niéndola en nuestro pecho con valor y resignación para circuns- cribir el dolor a nuestro solo corazón aún afrontando los repro- ches y las recriminaciones que puedan hacérsenos por justos y razonables que parezcan. En lugar de ceder al impulso complaciente que nos pide la comu- nicación de la mala nueva, debemos reprimir su voz y acallar su lamento con estoicismo, sabiendo que cada hora que pasemos en coloquio impaciente con la odiosa prisionera, es una hora de lágrimas que ahorramos a la víctima de su destino. Es casi seguro que la perniciosa prisionera acabará por burlar nuestra vigilancia; mas los minutos que gane en propagarse tam- bién tendrán su valor, que no debemos desperdiciar, porque el reloj que marca las fases del dolor es demasiado exacto y aún más preciso que el que señala las horas del placer; como que el tiempo que transcurre entre la muerte de un ser amado y el mo- mento en que nos damos cuenta de la desgracia, lleva en sí tanta pena y sufrimiento como días hayan pasado. Lo que hay que te- mer, sobre todo, es la primera impresión de dolor, porque es el momento en que el corazón se desgarra en heridas incurables casi siempre. Cuando se tiene solícito cuidado de evitar que la mala nueva sea conocida en el instante mismo de la desgracia, la impresión que causa es mucho menos ruda que cuando se da en el acto en el acto mismo del suceso, porque cada instante ganado en retardar- la amengua la fuerza del dardo ponzoñoso y hace perder la efica- cia de su perniciosa influencia. Así tenemos, por ejemplo, que no es lo mismo dar la noticia de una muerte acaecida desde hace algunas semanas que la que se anuncia el mismo día; y aún más, aquellas noticias mortuorias que se retardan de varios me- ses, ya no tienen el aspecto de una noticia de muerte, sino del mensaje de un doloroso recuerdo, muy doloroso, sin duda, pero sobre el cual la divina filosofía del tiempo y la distancia han echa- do un tenue velo de reflexión y calma, que constituye la resigna- ción. El tiempo transcurrido, ya sea antes de la noticia o después de ella, obra de modo parecido desde el punto de vista de los afec- tos, porque aleja los efectos de la impresión y lo que fue dolor horrible y profundo, llega por el tiempo y la distancia a constituir algo así como un recuerdo retrospectivo, muy amargo y doloroso, pero considerado como hecho consumado, desde el punto de vista de lo irremediable, que también es lo filosófico y puesto en razón. La luz es un símbolo de la verdadera lucidez. Así, y para seguir la analogía, la luz es la acción de la materia que adquiere senti- miento de sí misma. El día es también la conciencia del planeta; y mientras el sol, como un dios, en su eterna espontaneidad ani- ma y vivifica el centro, un planeta tras otro cierran sus ojos duran- te algún tiempo, y en un sueño refrescante rehacen sus fuerzas para vivir y ver de nuevo. Religión, aquí también. ¿La vida de los planetas no sería, pues, otra cosa que el culto al sol? La luz es el vehículo de la comunión universal: ¿no será que la verdadera y lúcida conciencia en la esfera espiritual se asemeja a ella? Las estrellas, como nosotros, son sucesivamente inundadas por la luz y las tinieblas; sin embargo, en el seno de la oscuridad, tanto ellas como nosotros nos beneficiamos del vislumbre reconfortan- te y lleno de promesa de una estrellas luminosa y fraterna. http://lanarrativadelconocimiento.blogspot.com Derechos reservados, 2015 © Banco de Historia VisualBanco de Historia Visual Cuántas veces Imagina cuántas veces he deseado buscarte. Recuerda cuántas veces he intentado encontrarte. Telegramas, correo, llamadas, sin contar miles de miradas. Reflexiona cuántas cosas te han contado mis labios. Rememora cuántas veces he intentado cuidarte. Charlas, risas y paseos, sin contar miles de palabras. Imagina cuántas cosas he pensado en tu nombre. Imagina cuántas cosas he reservado a tu vida. Emociones, instantes y planes, sin contar un montón de ilusiones. Recuerda cuántas veces he gritado tu nombre. Recuerda cuántas veces me has dejado perdido. Una parte de mí te ha aguardado, pero hoy se muere de frío. 1989 “El lenguaje es el vestido de los pensamien- tos.” Samuel Johnson. Fernando de Alarcón / Banco de Historia Visual © Ciudad universitaria, México - 1983