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                  Presentación

   En Edita El gato descalzo 8
ofrecemos La señora M. y otras
historias germinales de Andrés
Olave.

   Textos en los que desarrolla los
más diversos ambientes, personajes,
tramas y los finaliza con una escena
de suspenso o cliffhanger.

   Por ejemplo: ¿La señora M.
encontrará a Chesire?, ¿se cumplirá
el último deseo de Lester del Rey? o
¿la suerte de Jonas Herbert está
decidida?...


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   Para resolver éstas y muchas más
interrogantes los invitamos a que
lean las historias de Andrés y
permitan que germinen gracias a su
imaginación amigos.

                             *

    El autor rinde homenaje con este
libro a Franz Kafka y a Ítalo Calvino
(en especial a su libro Si una noche
de invierno un viajero).

   Por nuestra parte en la editorial
realizamos con este título un
tributo al escritor Roald Dahl.



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   La señora M. y otras historias
            germinales


                    Andrés Olave




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                    La señora M.

    La señora M. salió de su apartamento en el
barrio de Marquiese a buscar a su gato. Chesire
llevaba tres días sin venir a casa, ni siquiera
presentándose a medianoche para pedir un
suculento y oloroso pote de Fancy Feast.
Preocupada por el destino del que era el más
viejo de sus 34 gatos, la señora M. salió en bata
de levantarse, una añosa bata que su marido, el
difunto W. le había regalado en su noche de
bodas cuarenta años antes. La bata le quedaba
estrecha, estaba rasgada y diminutos agujeros
producto de las mordeduras de polillas la
adornaban como si fuera un atuendo recién
sacado del ático, y no en verdad, la prenda
favorita y más usada de la señora M.
   –Chesire, Chesire –gritaba a viva voz la
señora M. por las calles.
    La gente que se cruzaba con ella arrugaba
el ceño, producto quizás, del mal olor que la
señora M. despedía, algo que ellos podrían
entender si alguna vez llegaran a vivir con 34
La señora M. y otras historias germinales.    Andrés Olave.
Edita El gato descalzo 8.

gatos. Pero la gente rara vez siente empatía por
otras personas. La señora M. sabía esto y por
eso le traía sin cuidado las miradas de reproche
o las arcadas apenas disimuladas que emitían
aquellos que se cruzaban en su camino.
   Mi gato, pensaba ella, es lo único que
importa.
   Caminó durante buena parte del día, y ya
empezaba a anochecer cuando una ambulancia
comenzó a seguir sus pasos.
    ¿Acaso creerán que estoy loca?
    Dos enfermeros bajaron de la ambulancia al
trote y sin apenas disimular su impaciencia
flanquearon a la señora M. como fieros
guardaespaldas. La ambulancia avanzó hasta
ponerse a la altura de la señora M. y de la
ventanilla del acompañante del conductor,
emergió la cabeza peluquienta y nívea del viejo
doctor F., siquiatra del Hospital Clínico de
Fernstein.


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Edita El gato descalzo 8.

    –¿Dando un paseo estimada dama? –
preguntó el doctor F. mientras sonreía
ampliamente y sus ojos claros parecían brillar
detrás de sus anteojos redondos.
    –Nada que a usted le incumba –contestó la
señora M. y a continuación, sin poder contener
la necesidad de explicase, dijo:– es mi gato que
se ha perdido y he salido a buscarlo.
    –¿Un gato? –preguntó el doctor F. sin poder
ocultar su decepción en la voz–. ¿Solo es eso?
¿No está segura que un duende le ha dicho que
deba ir a buscar su tesoro? ¿Las voces que la
acosan no le sugieren destruir a cualquiera que
se le ponga por delante?
   –No sea absurdo –replicó la señora M.–.
Solo soy una dama desastrada buscando a su
mascota. No hay nada más allá de eso.
    Desastrada, pensó el doctor, he ahí la
palabra clave.




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   –¿Quiere que la ayudemos con su
búsqueda? Cubriríamos una extensión mucho
más amplia de terreno yendo en la ambulancia.
   La señora M. detuvo su caminata, lo mismo
que los enfermeros, quienes rígidos y alertas
permanecieron a su lado.
    –¿Promete no llevarme al manicomio? ¿No
amarrarme con una camisa de fuerza y
encerrarme en una celda acolchada so pretexto
que no me visto según los cánones de la moda
establecida?
    El doctor F. asintió muy serio.
    –Se lo prometo –aseguró mientras se
llevaba la mano a la espalda y cruzaba los
dedos.
    Los enfermeros condujeron a la señora M.
delicadamente pero no sin cierta firmeza a la
parte de atrás de la ambulancia.
   –Desde aquí no puedo ver la calle –dijo ella
como en un ruego.

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    Los enfermeros cerraron la puerta con
violencia. Uno de ellos le clavó un sedante a la
señora M. en el brazo que la hizo casi perder el
sentido.
    Adelante el doctor F. sonreía satisfecho.
    –En marcha le ordenó al chofer, que hasta
entonces había permanecido en lo invisible.
    Semi inconsciente, la señora M. fue
conducida al Hospital. En delirios, pensó en
Chesire, se preguntó que le habría ocurrido.
Pensó si después de dejarla en la clínica aquel
doctor se daría el tiempo de buscar a Chesire y
rechazó la idea por ridícula. Se dio cuenta que
ya no volvería a casa y horrorizada consideró
perdidos a todo el resto de sus gatos.
    –Chesire, nos condenaste a todos –dijo
entre sueños.
   La ambulancia avanza silenciosa y rítmica
por las calles de la ciudad de Fernstein a
medida que anochece para conducir a la señora
M. rumbo a su destino inevitable.

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                         Interior 1




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                      Jonas Herbert

    Los aserraderos de Marden-North bullían
de actividad frenética y desordenada; las sierras
eléctricas no se detenían y largos troncos
crecidos durante siglos morían en cuestión de
segundos bajo las órdenes de hombres de
rostros oscuros y fríos. Cierta mañana de junio,
Jonás Herbert cayó por accidente en una de las
sierras principales. Nadie se dio cuenta y solo
cuando vieron que la ultima carga de astillas de
la tarde venía teñida de rojo presintieron lo
peor. Las sierras por primera vez se detuvieron,
los hombres, ahora de rostros pálidos y
temblorosos, bajaron a los canales a buscar los
restos de su malogrado compañero. No había
nada ya, bajo los filos de innumerables aceros,
el cuerpo de Jonás Herbert había quedado
reducido a partículas. Los trabajadores no
sabían que decirle a la familia. Alguien propuso
hacer un muñeco de madera de Jonás y
entregárselo a sus seres queridos, pero la idea
fue desechada, nadie en el aserradero tenía la
habilidad necesaria para esa clase de obra. Eran
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hombres que solo tenía talento para la
destrucción. Al final alguien llamó a la viuda,
quien a toda carrera voló hasta al aserradero.
Allí encontró a los hombres, todos de pie junto
a la entrada, los brazos cruzados y hablando en
voz baja. ¿Dónde está mi marido? preguntó la
viuda, un pañuelo entre los dedos que
contenían sus primeras lagrimas. El silencio
parecía invadirlo todo.




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                          Interior 2




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                 Afueras del hipódromo
    El señor Schovolomit, empresario circense
ya retirado, se encontró afuera del hipódromo
de Hide Park con August Roserville, un antiguo
tragafuegos de su fenecido circo Magic
Festival. August, que antaño pesaba 112 kilos y
además de devorar fuego doblaba barras de
acero de 12 pulgadas de diámetro se encontraba
ahora en un estado deplorable. Había
adelgazado violentamente y los músculos de la
cara se le habían aflojado de modo que el señor
Schvolomit tuvo la impresión de estar hablando
con un viejo muñeco de cera.
    –Vaya, vaya –dijo Schvolomit–, así que
aquí terminaste. Pidiendo limosnas a las afueras
del hipódromo –agregó y sacando su bolsa echó
una moneda, de las más pequeñas, en el
sombrero que August Roserville ofrecía a los
transeúntes.
   –No necesito su dinero –respondió August
con un hilo de voz, algo que parecía un ruego,
un tono adquirido posiblemente tras muchos
años de mendigar en las calles.
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    –Lo necesitaste en el pasado, y lo mismo
ahora –dijo Schovolomit y se ajustó la bufanda
al cuello en un gesto no exento de teatralidad.
Tenía ganas de marcharse y volver al confort
del hogar. Sin embargo, no podía dejar de
contemplar al hombre más fuerte que alguna
vez vio, reducido casi a cenizas–. Hay gentes
incapaces de mirarse al espejo con
detenimiento. Ya ves, sin mi ayuda has
descendido un par de peldaños más en la escala
social. De fenómeno de circo a pordiosero,
mírate.
   Había odio en la voz de Schvolomit,
también una poderosa excitación.
    –Sus insultos apenas me rozan, señor.
Demasiadas pellejerías he tenido que cruzar
desde la última vez que nuestros destinos se
cruzaron, demasiado dolor. Puede que usted
siempre haya estado por encima mió…
   –Y lo sigo estando –interrumpió
Schovolomit–, por los siglos de los siglos.

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    –…pero eso no le da derecho a venir hasta
aquí y creer que puede humillarme
simplemente porque en el pasado yo estuve a
su servicio. Eso fue un error. Un hombre nunca
debería estar bajo la tutela o el poder de otro.
    Schvolomit se echó a reír a carcajadas.
   –¿Acaso te has vuelto cristiano? ¿O
mormón? –preguntó entre risas–. Porque hablas
como uno, eso tenlo por seguro.
    Rosenville movió pesadamente la cabeza.
    –Ni monje, ni filosofo, ni asceta. Nada de
eso. No me interesan los consuelos
extraterrenos, apenas acaso, el consuelo que
alguna vez abandonare esta cruenta tierra.
   –¡Ja! –exclamó triunfalmente Schvolomit–
¡Un poeta! ¡Es en eso en lo que te has
convertido! Un poeta estoico posiblemente,
como Pindaro o Egeo.
    Rosenville parpadeó               repetidas      veces
tratando de entender.

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    –¿Por qué busca encasillarme? ¿Qué es lo
que pretende? Si acaso ese es su deseo y de
modo alguno puede resistirse al impulso, piense
en mi como un desdichado, uno más de los
millones de hombres que pasan los días sin
esperanza y sin una pizca de amor.
    Schvolomit lamentó estas últimas palabras.
No tiene sentido molestar a alguien cuyo ego
yace destrozado. A estas alturas ya nada puede
herirlo, es casi invencible. Sin embargo, una
idea luminosa vino a su mente.
   –Dime, mi buen August. ¿Has pasado
hambre en esta última época? ¿O frío? ¿Qué
hay del frió? Supongo que con las lluvias de
noviembre la has visto negra.

    Rosenville se encogió de hombros.
    –Es lo que me espera hasta el fin de mis
días, nada puedo hacer.
    –Claro que puedes hacer algo al respecto –
dijo Schvolomit y rebuscando en su cartera
extrajo un grueso fajo de billetes–. Mira esto –
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dijo y le paso los billetes frente a los ojos de
August–. Hoy tu vida, toda tu fortuna pueden
dar un giro radical. Te propongo esto: ponte en
cuatro patas sobre el piso y ladra como perro
por diez minutos seguidos y todo este dinero
será tuyo.
    Los ojos de August brillaron dejando
entrever una leve muesca de esperanza y una
sonrisa satánica brilló en el rostro de
Schvolomit.




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                          Interior 3




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          Abdulla Mandrullah, afilador de
                   cuchillos

    Grinus Panuch, panadero de profesión,
jugaba con la masa mientras aguardaba que su
pan acabara de cocerse en su horno de barro, en
las afueras de Madras. A esa hora temprana,
los pájaros de la noche recortaban su silueta
sobre las torres y los templos; las primeras
campanas que llamaban a la oración resonaban
a lo lejos y la bruma de la mañana mezclada
con la contaminación del aire, le daba al cielo
un color ceniciento. El sol, si bien se
anunciaba, aún no se decidía a aparecer tras el
horizonte.
    Un ruido como de bronces tintineantes
llegó hasta los oídos de Panuch. Vio doblar la
esquina, directo hacia él, la figura de Abdulla
Mandrullah, el afilador de cuchillos.
    –¡Mi buen amigo! –exclamó Panuch y
corrió al encuentro de su cuñado, a quien no
había visto desde hacía más de un año.

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    –Grinus –dijo con voz cansada Abdulla, a
quien también llamaban Bokor, que en
sanscrito significa: aquel que le da filo a lo
mellado–, mi hermano, mi más caro amigo: he
cruzado océanos de tiempo para volver a
encontrarte.
    El panadero se detuvo en seco ante esas
palabras y estudio el rostro de su amigo: estaba
gris y largas ojeras le deformaban la cara.
Había adelgazado unos cuantos kilos y Panuch
pudo leer en los ojos de su cuñado, el avanzar
inexorable de una enfermedad fatal.
   –¿Cuándo ocurrió? –preguntó el panadero–.
¿Cuánto es lo que falta?
    El Bokor meneó la cabeza y fue a tomar
asiento junto al horno de barro de Panuch.




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                          Interior 4




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                    Calzoncillos largos
    Jefrey     Combs,       conocido     pianista
heroinómano del circuito de artistas rodantes de
Bullet Hill, salio de su apartamento, en el sexto
piso de Harlem avenue. Combs llevaba puesta
la bata de levantarse y un viejo sombrero azul
con una flor. Iba mal afeitado y sin bañarse y
cargaba en el regazo una bolsa de papel llena
de objetos desconocidos. La señora Parker vio
pasar al pianista heroinómano junto a su
ventana y meneó la cabeza, decepcionada. A
ratos, la bata de Combs se abría por el frío
viento de agosto, solo para dar paso a unos
calzoncillos largos de color blanco y rayas
verticales de color rojo. Con su ropa
desafortunada y olorosa y sus cachivaches, el
pianista heroinómano se internó en el parque
Meadows sin dejar, por un segundo, de pensar,
de estar completamente seguro que había visto
a Dios hace cinco minutos. Lo había visto al
salir de la ducha, junto al espejo, una pequeña
luz mortecina reflejada sobre los azulejos de su
baño.

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   –Dios –decía–, Dios –repetía–, oh, Dios, oh
Dios, oh Dios Mío.




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                          Interior 5




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                           Clarice

     Clarice abrió la puerta de su ventana.
Hacía un día esplendoroso: el sol brillaba, el
rocío impregnaba el césped, el viento corría
suave y frío por los campos. De reojo miró la
silla que tenía junto a su cama: el uniforme
escolar que mamá le había preparado, la odiosa
tarea aún junto al escritorio, los zapatos bien
lustrados a sus pies. Tantas cosas que se
oponían a que ella atravesara la ventana y
fuese, libre y pura, en busca de la belleza.




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                          Interior 6




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                      Actor Retirado

    Hueders Nicholson, actor retirado, paseaba
ocioso por los amplios jardines de Villa
Borguese, su quinta en el sur de Francia, la que
había comprado tras las ingentes ganancias
obtenidas por En Busca del Reino, ganadora de
8 premios oscar, entre las que se contaba por
supuesto Mejor Actor. Habían pasado 16 años
desde entonces y Hueders tras una carrera que
lenta pero inexorablemente fue decayendo, se
encontró a los 60 años prácticamente retirado,
con una abultada cuenta corriente por supuesto,
pero más bien solo. Su esposa, la exuberante
Catalina Rivas, una modelo brasileña de 22
años acababa de pedirle el divorcio tras un año
y medio de apasionado matrimonio. Contra lo
que la intuición podría dictar, la ruptura había
sido culpa de Hueders: su joven esposa lo había
encontrado en el jacuzzi con la aún más joven
Jacqueline Folliet, 18 años, estudiante que
Hueders había conocido y seducido en uno de
sus paseos a Orly, la ciudad más cercana a
Villa Borguese.
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    Los pasos de Nicholson se marcaban con
suavidad sobre la hierba mojada de los jardines.
Hueders sabía que era uno de sus últimos
paseos, menos porque hubiese empezado a
pensar en la muerte, por la certeza que los
abogados de Catalina le exigirían la Villa
Borguese. Le quedaría la casa en Los Ángeles
por supuesto, y la mansión en Los Callos, pero
Hueders no soportaba el calor de ninguna de las
dos, lo que lo hacía sentirse como un
desposeído, casi un hombre sin hogar. Alguna
vez había interpretado a un vagabundo, un
hombre que perdía la memoria y vagaba una
temporada entre los menesterosos hasta que la
hija con la ayuda de una parasicóloga lo
rescataba de ese bajo infierno, un final feliz
como corresponde a Hollywood. Ahora,
Hueders no estaba tan seguro que pudiese
acabar bien, salir airoso de este trance. Acaso
podría instalarse en New York, volver un par
de temporadas a Broadway pero el ruido, el
ajetreo de aquella ciudad infinita lo abrumó por
anticipado. Acaso había encontrado mi hogar,
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pensó, estos aburridos y lentos días en Villa
Borguese eran lo mejor que me habían
sucedido y solo ahora, cuando estoy a punto de
perderla, es que me doy cuenta. Meneó la
cabeza, ofuscado ante su torpeza. Quizás,
Catalina se apiade de mí, pensó y giró rumbo a
la amplia casa de ladrillos, avanzó hasta la que
antes era la alcoba de ambos y ahora solo de
Catalina (él se había mudado al cuarto de
invitados). La puerta estaba cerrada, por
supuesto. Hueders tocó la puerta con suavidad,
le dijo a su mujer (o ex mujer) que deseaba
pedirle algo, un mínimo favor: que si ella
quería podía quedarse con la casa en Los
Angeles, la mansión de Los Callos, el
apartamento en Manhattan, pero que por favor
le dejara Villa Borguese. Un largo silencio vino
desde el interior. Hueders iba a insistir cuando
la puerta se abrió de golpe. Catalina se asomó,
los ojos hinchados de tanto llorar, la cara
descompuesta por la pena, por los remolinos de
infinita soledad a los que había descendido.


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                          Interior 7




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                      El Cretino Feliz
    La fabrica el Cretino Feliz cerraba los
martes para dar descanso a sus trabajadores, lo
que siempre desesperaba a Madame Leverage.
Urgida, atenazada por la angustia de no poder
adquirir sus productos ese día, Madame se
dirigía al prostíbulo de Ender, en las cercanías
del puerto, y se ponía a disposición de los
numerosos crápulas y vagabundos del barrio,
quien hacían con ella toda clase de atrocidades,
lo que en cierto modo, mermaba en Madame
Leverage, su profunda angustia. Al día
siguiente, usualmente con un ojo en tinta, o la
cicatriz fresca de un navajazo en la pierna,
medio cojeando y toda despeinada, Madame
Leverage se dirigía a la entrada del Cremino
Feliz a comprar sus productos.
   –Quiero medio pocillo de crema para las
manos –decía con una sonrisa resplandeciente.
    La vendedora meneaba la cabeza.
  –Ya se lo he dicho incontables veces
Madame. Puede llevar toda la crema que
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quiera, no es necesario que venga aquí cada día
a comprar.
    Madame Leverage arrugó la nariz. Pensó en
todos los marineros que habían saltado sobre
ella la noche anterior, en sus brazos gruesos y
bruscos, en su olor inaguantable, en el sudor, en
el calor de las sabanas, en la terrible y oscura
pasión, mientras contestaba, muy seria:
    –Prefiero que las cosas sean de este modo.




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                          Interior 8




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                     Extraños deseos

    Lester del Rey, viejo escritor de ciencia
ficción pidió antes de morir que sus restos
fueran enterrados en el desierto de Atacama, el
que alguna vez había sido declarado el desierto
más árido del mundo. Los herederos del bueno
de Lester del Rey menearon la cabeza,
pensaron: otra chochería más del viejo. La
agonía del viejo escritor se había prolongado
demasiado y sus codiciosos herederos estaban
deseosos ya de echarle mano a la fortuna que
del Rey había amasado escribiendo ciencia
ficción, como para prestar atención a esos
últimos y extraños deseos.




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                          Interior 9




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                       Justo derecho

   –Golpéenlos con fuerza –ordeno Magnus
Hefferson, presidente ejecutivo.
    –Señor –protestó su secretario, Lisergicus–,
los obreros están en su justo derecho, han
pedido 15 minutos más para almorzar, y
considerando que apenas les damos 5 minutos
al día, la petición parece más que justa.
     Magnus se sacó del bolsillo un pañuelo de
seda con sus iniciales bordadas en oro y se secó
la frente perlada de sudor. El calor del desierto
era insoportable.
    –Malditos científicos –masculló–. No hallo
la hora que inventen robots que reemplacen a
todos estos esclavos –dijo y con un amplio
ademán mostró el patio de cemento donde
miles de obreros, el puño alzando, coreaban
cantos en su contra.




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                         Interior 10




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                   Fragilidad humana

    Grievorius Malher se sentía cansado y
malherido cuando volvió a casa. Durante la
dura jornada de trabajo, su jefe, el señor
Brontius lo había humillado repetidamente y
aún más, amenazado con despedirlo
próximamente. Malher se sentía deprimido. No
tenía expectativas ni a corto ni a largo plazo de
encontrar un trabajo mejor que en la fabrica del
señor Brontius, y aún ahí, era profundamente
infeliz. ¿Qué puedo hacer? se preguntaba,
mientras esperaba que Alday, su mujer, le
sirviera la cena.
   –¿Tuviste un buen día? –le preguntó su
mujer mientras ponía frente a él un plato de
sopa, con un único apio flotando en el medio
como único aderezo.
    –Un día horrible –bufó Malher y comenzó a
tomar la sopa, pues tenía hambre y quería irse
pronto a la cama. Dejo el apio para el final, a
modo de postre. Cuando acabó la sopa y vio la
solitaria y delgada rama de apio, pensó de
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pronto en sí mismo, que él no se diferenciaba
mucho de aquella rama escaldada por el agua
hirviendo, que ahora estaba presta para ser
devorada.
    –¡Ay fragilidad humana! –exclamó
conmovido mientras su mujer lo miraba
fijamente preocupada porque su marido al fin
parecía haber perdido el juicio.




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                         Interior 11




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                         Despedida

    Ansa Rotten, dueña de una distribuidora de
productos alimenticios, llego a las oficinas
centrales, ansiosa por despedir a Madame
Crushinski, empleada hace 14 años de uno de
sus locales, y de quien se decía ahora, estaba
empeñada en espantar a los clientes.
    Madame llevaba casi una hora esperando su
entrevista con la señora Rotten, quien a su vez,
hacía esperar a Madame, como parte de su
castigo.
    No solo la despediré, pensaba la señora
Rotten, la humillare, la haré sentir mal y me
encargaré que no encuentre otro trabajo en
ningún negocio a 200 kilómetros a la redonda.
    Finalmente Ansa se presentó ante Madame,
quien despreocupadamente, se estaba limando
las uñas.
    La señora Rotten se sentó frente a su futura
ex empleada y puso cara de repugnancia.
+


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Edita El gato descalzo 8.

    –Has sido mala, Crushinski –dictaminó.
    Madame se encogió de hombros.
    –Estoy cansada, ya no puedo hacer más.
    Ansa Rotten resopló amargamente.
   –¿Qué no podías hacer más? ¡Les decías a
nuestros clientes que vendíamos mercadería
vencida, les pedías que fueran a otra parte a
comprar!
    Madame se mordió los labios.
    –Pero es cierto…
     –¡Eso no importa! ¡Perra! –gritó la señora
Rotten y le arrojó un cenicero a la cara a
Madame, que por suerte le paso por el lado en
vez de darle de lleno en la arrugada frente–
. ¡Siempre hemos vendido productos a punto de
vencer! ¿Cómo crees que si no ganaríamos
tanto dinero?
   Madame se había agachado por si la señora
Rotten consideraba oportuno lanzarle un nuevo

La señora M. y otras historias germinales.    Andrés Olave.
Edita El gato descalzo 8.

objeto a la cara. Sin embargo, se atrevió a
contestar:
    –Puede que usted haya ganado dinero, yo
por mi parte nunca recibí nada más allá del
sueldo mínimo…
    –¿Y cómo crees sino que yo hubiese
ganado dinero si te hubiera pagado una
millonada? Con que te alcanzara para comer,
con que te alcanzara para que siguieras viva y
pudieras seguir trabajando para mí, con eso
siempre me ha bastado…
    –¡Perra codiciosa! –gritó entonces Madame
y se puso de pie y le lanzó la silla sobre la que
había estado sentada a Ansa Rotten quien
recibió el impacto de lleno y con silla y todo se
fue al suelo.
    –¡Estás despedida! –gritó desde abajo del
escritorio, y luego:– ¡Guardias!
   Tres guardias caribeños, negros de casi dos
metros se hicieron presentes de inmediato.


La señora M. y otras historias germinales.    Andrés Olave.
Edita El gato descalzo 8.

Ansa se incorporó, tenía un horrible chichón en
la frente.
   –¡Llévensela! ¡A las mazmorras para
empleados! ¡Que esa insolente no vuelva a ver
nunca más la luz del sol!
    –Pero yo… pero yo… –comenzó a protestar
Madame, pero los fornidos guardias la tomaron
como si fuera un muñeco de trapo, la estrujaron
con sus garras y la sacaron a viva fuerza de la
oficina de Ansa Rotten.
    –¡Nooooo…!!! –gritó Madame Crushinski,
y ya no se le oyó nunca más.
    Anda Rotten levantó su silla, la puso de
vuelta al lugar desde donde Madame se la había
lanzado, y pulsó el botón del intercomunicador
para llamar a su secretaria.
    –Gertrudis, haga pasar a las postulantes.
    –De inmediato, señoría.
    Entraron cuatro jóvenes, serias y
circunspectas, casi como si fueran hermanas y

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se hubieran puesto de acuerdo en poner las
mismas caras expectantes y levemente
esperanzadas ante la posibilidad de conseguir
un trabajo, el mismo que había conducido a
Madame Crushinski a la soledad más cruenta, a
la oscuridad de la mazmorra más fría y aciaga.




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                         Interior 12




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                Imágenes dulces y bellas

    Oscar Korteks, contador de profesión y
aficionado a lo audiovisual en sus horas libres,
regresaba a su casa en el distrito de
Hertenshbanks cerca de las nueve, cuando la
noche acababa de caer sobre la ciudad y unos
tímidos copos de nueve iluminaban el cielo.
Korteks, maravillado por el pequeño
espectáculo, corrió hasta el piso cuarto de su
apartamento para coger su cámara súper 8 y
filmar la primera nevada de ese invierno. No
había mucha luz en las calles y Kortkes acabó
bajó una farola de gas intentando acaparar la
luz suficiente para que los copos de nieve
quedaran registrados. La súper 8 no registraba
sonido y Korteks se vislumbró a sí mismo
revisando esas imágenes mudas en la soledad
de su apartamento horas más tardes.
    –Imágenes dulces y bellas –dijo.
    Una pareja pasó a su lado, levemente
curiosa por lo que hacía el contable. Le
saludaron y le preguntaron por su cámara, que
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Edita El gato descalzo 8.

era una de las primeras que habían llegado a
Hertenshbanks. Korteks les explicó en detalle
el funcionamiento del aparato, les hablo del
blanco y negro, del esfuerzo que significaba
filmar con ese tipo de cámara, pero la pareja
rápidamente perdió el interés y se alejaron
riendo (probablemente del propio contable).
Korteks se encogió de hombros, se dijo a sí
mismo: no debe importarme y siguió filmando,
aunque no podía dejar de pensar en aquella
pareja y cotejarla con su propia soledad, y
luego pensaba, al menos a ratos soy un artista,
y luego pensaba: pero no sé si eso al final
pueda subsanar del todo mi soledad, y seguía
filmando, consciente de su precaria posición y
podía ser que aquella cámara fuera como una
tabla de salvación que evitaba que el contable
naufragara en ese océano de desolación en que
se había convertido el mundo.




La señora M. y otras historias germinales.    Andrés Olave.
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                         Interior 13




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                         Las mesas

    Tres mesas cayeron del cielo frente a la
casa del carpintero Hammels. Fruto del
violento impacto quedaron completamente
destrozadas. El carpintero examinó los restos y
creyó que podría componer una de ellas,
usando los trozos de las otras tres. Se tardó una
tarde entera hasta que finalmente lo logró y con
las tres mesas rotas, logró crear una mesa
perfecta. El carpintero no acababa de secarse el
sudor de la frente tras el arduo trabajo cuando
vio que la mesa emprendía el vuelo, y se
elevaba, hacia las alturas.




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  Títulos de Edita El gato descalzo
    En nuestra biblioteca de e-books semana a
semana encontrarás narrativa, poesía, novelas,
ensayos, etc.

1. Mudanza        obligada: Cuento, Colección Lo
fantástico (4 de mayo).

2. Más      sabe       el     Diablo       por
diablo: Cuento, Colección Lo fantástico (11 de
mayo).

3. Alargoplazo. M i c r o f i c c i ó n: Selección
de textos breves (18 de mayo).

4. Los sobrevivientes: Antología de Germán
Atoche Intili, Liliana Chaparro, Julio Meza Díaz
y Kevin Rojas Burgos, Colección Poesía (25 de
mayo).

5. Infierno Gómez contra el Vampiro
matemático: Novela,         capítulo        1, La
granja. Colección Lo fantástico (1 de junio).
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6. Clase de Historia: Cuento                  de    Daniel
Salvo, Colección CF (8 de junio).

7. El abejorro negro: Relato de Max Castillo
Rodríguez (15 de junio).

8. La señora M. y otras historias germinales:
Textos de Sebastián Andrés Olave (22 de junio).

9. Infierno Gómez contra el Vampiro
matemático: Novela, capítulo 2, La aldea.
 Colección Lo fantástico.

Lanzamiento: 6 de julio.

10. Blind mind: Cuento de Raúl Heraud.
Colección Lo fantástico.

Lanzamiento: 13 de julio.

11. Somos libres. Antología de literatura
fantástica y de ciencia ficción peruana:
Diversos autores. Colección Lo fantástico y CF.

Lanzamiento: 20 de julio.
y más...
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Edita El gato descalzo 8.

                Datos del autor




   Andrés Olave (Santiago de Chile, 1977).
Sus mayores influencias son Robert Walser,
Bruno Schulz, Thomas Pynchon y Hunter
Thompson.

    Coautor de la novela de ciencia ficción
Proyecto Apocalipsis (2011). Ese mismo año
participó en Lima del Coloquio Internacional:
el orden de lo fantástico.


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   Tiene en preparación las novelas Un Mundo
Perfecto y La Destrucción de Santiago.

    Actualmente reside en San Pedro de
Atacama y colabora en la columna Linterna de
papel para el diario Mercurio de esa ciudad, en
la revista Cinosargo de Arica, en la revista
Intemperie     de    Santiago,   entre    otras
publicaciones.




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  • 6. Edita El gato descalzo 8. Para resolver éstas y muchas más interrogantes los invitamos a que lean las historias de Andrés y permitan que germinen gracias a su imaginación amigos. * El autor rinde homenaje con este libro a Franz Kafka y a Ítalo Calvino (en especial a su libro Si una noche de invierno un viajero). Por nuestra parte en la editorial realizamos con este título un tributo al escritor Roald Dahl. La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 7. Edita El gato descalzo 8. La señora M. y otras historias germinales Andrés Olave La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 8. Edita El gato descalzo 8. La señora M. La señora M. salió de su apartamento en el barrio de Marquiese a buscar a su gato. Chesire llevaba tres días sin venir a casa, ni siquiera presentándose a medianoche para pedir un suculento y oloroso pote de Fancy Feast. Preocupada por el destino del que era el más viejo de sus 34 gatos, la señora M. salió en bata de levantarse, una añosa bata que su marido, el difunto W. le había regalado en su noche de bodas cuarenta años antes. La bata le quedaba estrecha, estaba rasgada y diminutos agujeros producto de las mordeduras de polillas la adornaban como si fuera un atuendo recién sacado del ático, y no en verdad, la prenda favorita y más usada de la señora M. –Chesire, Chesire –gritaba a viva voz la señora M. por las calles. La gente que se cruzaba con ella arrugaba el ceño, producto quizás, del mal olor que la señora M. despedía, algo que ellos podrían entender si alguna vez llegaran a vivir con 34 La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 9. Edita El gato descalzo 8. gatos. Pero la gente rara vez siente empatía por otras personas. La señora M. sabía esto y por eso le traía sin cuidado las miradas de reproche o las arcadas apenas disimuladas que emitían aquellos que se cruzaban en su camino. Mi gato, pensaba ella, es lo único que importa. Caminó durante buena parte del día, y ya empezaba a anochecer cuando una ambulancia comenzó a seguir sus pasos. ¿Acaso creerán que estoy loca? Dos enfermeros bajaron de la ambulancia al trote y sin apenas disimular su impaciencia flanquearon a la señora M. como fieros guardaespaldas. La ambulancia avanzó hasta ponerse a la altura de la señora M. y de la ventanilla del acompañante del conductor, emergió la cabeza peluquienta y nívea del viejo doctor F., siquiatra del Hospital Clínico de Fernstein. La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 10. Edita El gato descalzo 8. –¿Dando un paseo estimada dama? – preguntó el doctor F. mientras sonreía ampliamente y sus ojos claros parecían brillar detrás de sus anteojos redondos. –Nada que a usted le incumba –contestó la señora M. y a continuación, sin poder contener la necesidad de explicase, dijo:– es mi gato que se ha perdido y he salido a buscarlo. –¿Un gato? –preguntó el doctor F. sin poder ocultar su decepción en la voz–. ¿Solo es eso? ¿No está segura que un duende le ha dicho que deba ir a buscar su tesoro? ¿Las voces que la acosan no le sugieren destruir a cualquiera que se le ponga por delante? –No sea absurdo –replicó la señora M.–. Solo soy una dama desastrada buscando a su mascota. No hay nada más allá de eso. Desastrada, pensó el doctor, he ahí la palabra clave. La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 11. Edita El gato descalzo 8. –¿Quiere que la ayudemos con su búsqueda? Cubriríamos una extensión mucho más amplia de terreno yendo en la ambulancia. La señora M. detuvo su caminata, lo mismo que los enfermeros, quienes rígidos y alertas permanecieron a su lado. –¿Promete no llevarme al manicomio? ¿No amarrarme con una camisa de fuerza y encerrarme en una celda acolchada so pretexto que no me visto según los cánones de la moda establecida? El doctor F. asintió muy serio. –Se lo prometo –aseguró mientras se llevaba la mano a la espalda y cruzaba los dedos. Los enfermeros condujeron a la señora M. delicadamente pero no sin cierta firmeza a la parte de atrás de la ambulancia. –Desde aquí no puedo ver la calle –dijo ella como en un ruego. La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 12. Edita El gato descalzo 8. Los enfermeros cerraron la puerta con violencia. Uno de ellos le clavó un sedante a la señora M. en el brazo que la hizo casi perder el sentido. Adelante el doctor F. sonreía satisfecho. –En marcha le ordenó al chofer, que hasta entonces había permanecido en lo invisible. Semi inconsciente, la señora M. fue conducida al Hospital. En delirios, pensó en Chesire, se preguntó que le habría ocurrido. Pensó si después de dejarla en la clínica aquel doctor se daría el tiempo de buscar a Chesire y rechazó la idea por ridícula. Se dio cuenta que ya no volvería a casa y horrorizada consideró perdidos a todo el resto de sus gatos. –Chesire, nos condenaste a todos –dijo entre sueños. La ambulancia avanza silenciosa y rítmica por las calles de la ciudad de Fernstein a medida que anochece para conducir a la señora M. rumbo a su destino inevitable. La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 13. Edita El gato descalzo 8. Interior 1 La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 14. Edita El gato descalzo 8. Jonas Herbert Los aserraderos de Marden-North bullían de actividad frenética y desordenada; las sierras eléctricas no se detenían y largos troncos crecidos durante siglos morían en cuestión de segundos bajo las órdenes de hombres de rostros oscuros y fríos. Cierta mañana de junio, Jonás Herbert cayó por accidente en una de las sierras principales. Nadie se dio cuenta y solo cuando vieron que la ultima carga de astillas de la tarde venía teñida de rojo presintieron lo peor. Las sierras por primera vez se detuvieron, los hombres, ahora de rostros pálidos y temblorosos, bajaron a los canales a buscar los restos de su malogrado compañero. No había nada ya, bajo los filos de innumerables aceros, el cuerpo de Jonás Herbert había quedado reducido a partículas. Los trabajadores no sabían que decirle a la familia. Alguien propuso hacer un muñeco de madera de Jonás y entregárselo a sus seres queridos, pero la idea fue desechada, nadie en el aserradero tenía la habilidad necesaria para esa clase de obra. Eran La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 15. Edita El gato descalzo 8. hombres que solo tenía talento para la destrucción. Al final alguien llamó a la viuda, quien a toda carrera voló hasta al aserradero. Allí encontró a los hombres, todos de pie junto a la entrada, los brazos cruzados y hablando en voz baja. ¿Dónde está mi marido? preguntó la viuda, un pañuelo entre los dedos que contenían sus primeras lagrimas. El silencio parecía invadirlo todo. La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 16. Edita El gato descalzo 8. Interior 2 La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 17. Edita El gato descalzo 8. Afueras del hipódromo El señor Schovolomit, empresario circense ya retirado, se encontró afuera del hipódromo de Hide Park con August Roserville, un antiguo tragafuegos de su fenecido circo Magic Festival. August, que antaño pesaba 112 kilos y además de devorar fuego doblaba barras de acero de 12 pulgadas de diámetro se encontraba ahora en un estado deplorable. Había adelgazado violentamente y los músculos de la cara se le habían aflojado de modo que el señor Schvolomit tuvo la impresión de estar hablando con un viejo muñeco de cera. –Vaya, vaya –dijo Schvolomit–, así que aquí terminaste. Pidiendo limosnas a las afueras del hipódromo –agregó y sacando su bolsa echó una moneda, de las más pequeñas, en el sombrero que August Roserville ofrecía a los transeúntes. –No necesito su dinero –respondió August con un hilo de voz, algo que parecía un ruego, un tono adquirido posiblemente tras muchos años de mendigar en las calles. La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 18. Edita El gato descalzo 8. –Lo necesitaste en el pasado, y lo mismo ahora –dijo Schovolomit y se ajustó la bufanda al cuello en un gesto no exento de teatralidad. Tenía ganas de marcharse y volver al confort del hogar. Sin embargo, no podía dejar de contemplar al hombre más fuerte que alguna vez vio, reducido casi a cenizas–. Hay gentes incapaces de mirarse al espejo con detenimiento. Ya ves, sin mi ayuda has descendido un par de peldaños más en la escala social. De fenómeno de circo a pordiosero, mírate. Había odio en la voz de Schvolomit, también una poderosa excitación. –Sus insultos apenas me rozan, señor. Demasiadas pellejerías he tenido que cruzar desde la última vez que nuestros destinos se cruzaron, demasiado dolor. Puede que usted siempre haya estado por encima mió… –Y lo sigo estando –interrumpió Schovolomit–, por los siglos de los siglos. La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 19. Edita El gato descalzo 8. –…pero eso no le da derecho a venir hasta aquí y creer que puede humillarme simplemente porque en el pasado yo estuve a su servicio. Eso fue un error. Un hombre nunca debería estar bajo la tutela o el poder de otro. Schvolomit se echó a reír a carcajadas. –¿Acaso te has vuelto cristiano? ¿O mormón? –preguntó entre risas–. Porque hablas como uno, eso tenlo por seguro. Rosenville movió pesadamente la cabeza. –Ni monje, ni filosofo, ni asceta. Nada de eso. No me interesan los consuelos extraterrenos, apenas acaso, el consuelo que alguna vez abandonare esta cruenta tierra. –¡Ja! –exclamó triunfalmente Schvolomit– ¡Un poeta! ¡Es en eso en lo que te has convertido! Un poeta estoico posiblemente, como Pindaro o Egeo. Rosenville parpadeó repetidas veces tratando de entender. La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 20. Edita El gato descalzo 8. –¿Por qué busca encasillarme? ¿Qué es lo que pretende? Si acaso ese es su deseo y de modo alguno puede resistirse al impulso, piense en mi como un desdichado, uno más de los millones de hombres que pasan los días sin esperanza y sin una pizca de amor. Schvolomit lamentó estas últimas palabras. No tiene sentido molestar a alguien cuyo ego yace destrozado. A estas alturas ya nada puede herirlo, es casi invencible. Sin embargo, una idea luminosa vino a su mente. –Dime, mi buen August. ¿Has pasado hambre en esta última época? ¿O frío? ¿Qué hay del frió? Supongo que con las lluvias de noviembre la has visto negra. Rosenville se encogió de hombros. –Es lo que me espera hasta el fin de mis días, nada puedo hacer. –Claro que puedes hacer algo al respecto – dijo Schvolomit y rebuscando en su cartera extrajo un grueso fajo de billetes–. Mira esto – La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 21. Edita El gato descalzo 8. dijo y le paso los billetes frente a los ojos de August–. Hoy tu vida, toda tu fortuna pueden dar un giro radical. Te propongo esto: ponte en cuatro patas sobre el piso y ladra como perro por diez minutos seguidos y todo este dinero será tuyo. Los ojos de August brillaron dejando entrever una leve muesca de esperanza y una sonrisa satánica brilló en el rostro de Schvolomit. La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 22. Edita El gato descalzo 8. Interior 3 La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 23. Edita El gato descalzo 8. Abdulla Mandrullah, afilador de cuchillos Grinus Panuch, panadero de profesión, jugaba con la masa mientras aguardaba que su pan acabara de cocerse en su horno de barro, en las afueras de Madras. A esa hora temprana, los pájaros de la noche recortaban su silueta sobre las torres y los templos; las primeras campanas que llamaban a la oración resonaban a lo lejos y la bruma de la mañana mezclada con la contaminación del aire, le daba al cielo un color ceniciento. El sol, si bien se anunciaba, aún no se decidía a aparecer tras el horizonte. Un ruido como de bronces tintineantes llegó hasta los oídos de Panuch. Vio doblar la esquina, directo hacia él, la figura de Abdulla Mandrullah, el afilador de cuchillos. –¡Mi buen amigo! –exclamó Panuch y corrió al encuentro de su cuñado, a quien no había visto desde hacía más de un año. La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 24. Edita El gato descalzo 8. –Grinus –dijo con voz cansada Abdulla, a quien también llamaban Bokor, que en sanscrito significa: aquel que le da filo a lo mellado–, mi hermano, mi más caro amigo: he cruzado océanos de tiempo para volver a encontrarte. El panadero se detuvo en seco ante esas palabras y estudio el rostro de su amigo: estaba gris y largas ojeras le deformaban la cara. Había adelgazado unos cuantos kilos y Panuch pudo leer en los ojos de su cuñado, el avanzar inexorable de una enfermedad fatal. –¿Cuándo ocurrió? –preguntó el panadero–. ¿Cuánto es lo que falta? El Bokor meneó la cabeza y fue a tomar asiento junto al horno de barro de Panuch. La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 25. Edita El gato descalzo 8. Interior 4 La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 26. Edita El gato descalzo 8. Calzoncillos largos Jefrey Combs, conocido pianista heroinómano del circuito de artistas rodantes de Bullet Hill, salio de su apartamento, en el sexto piso de Harlem avenue. Combs llevaba puesta la bata de levantarse y un viejo sombrero azul con una flor. Iba mal afeitado y sin bañarse y cargaba en el regazo una bolsa de papel llena de objetos desconocidos. La señora Parker vio pasar al pianista heroinómano junto a su ventana y meneó la cabeza, decepcionada. A ratos, la bata de Combs se abría por el frío viento de agosto, solo para dar paso a unos calzoncillos largos de color blanco y rayas verticales de color rojo. Con su ropa desafortunada y olorosa y sus cachivaches, el pianista heroinómano se internó en el parque Meadows sin dejar, por un segundo, de pensar, de estar completamente seguro que había visto a Dios hace cinco minutos. Lo había visto al salir de la ducha, junto al espejo, una pequeña luz mortecina reflejada sobre los azulejos de su baño. La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 27. Edita El gato descalzo 8. –Dios –decía–, Dios –repetía–, oh, Dios, oh Dios, oh Dios Mío. La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 28. Edita El gato descalzo 8. Interior 5 La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 29. Edita El gato descalzo 8. Clarice Clarice abrió la puerta de su ventana. Hacía un día esplendoroso: el sol brillaba, el rocío impregnaba el césped, el viento corría suave y frío por los campos. De reojo miró la silla que tenía junto a su cama: el uniforme escolar que mamá le había preparado, la odiosa tarea aún junto al escritorio, los zapatos bien lustrados a sus pies. Tantas cosas que se oponían a que ella atravesara la ventana y fuese, libre y pura, en busca de la belleza. La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 30. Edita El gato descalzo 8. Interior 6 La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 31. Edita El gato descalzo 8. Actor Retirado Hueders Nicholson, actor retirado, paseaba ocioso por los amplios jardines de Villa Borguese, su quinta en el sur de Francia, la que había comprado tras las ingentes ganancias obtenidas por En Busca del Reino, ganadora de 8 premios oscar, entre las que se contaba por supuesto Mejor Actor. Habían pasado 16 años desde entonces y Hueders tras una carrera que lenta pero inexorablemente fue decayendo, se encontró a los 60 años prácticamente retirado, con una abultada cuenta corriente por supuesto, pero más bien solo. Su esposa, la exuberante Catalina Rivas, una modelo brasileña de 22 años acababa de pedirle el divorcio tras un año y medio de apasionado matrimonio. Contra lo que la intuición podría dictar, la ruptura había sido culpa de Hueders: su joven esposa lo había encontrado en el jacuzzi con la aún más joven Jacqueline Folliet, 18 años, estudiante que Hueders había conocido y seducido en uno de sus paseos a Orly, la ciudad más cercana a Villa Borguese. La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 32. Edita El gato descalzo 8. Los pasos de Nicholson se marcaban con suavidad sobre la hierba mojada de los jardines. Hueders sabía que era uno de sus últimos paseos, menos porque hubiese empezado a pensar en la muerte, por la certeza que los abogados de Catalina le exigirían la Villa Borguese. Le quedaría la casa en Los Ángeles por supuesto, y la mansión en Los Callos, pero Hueders no soportaba el calor de ninguna de las dos, lo que lo hacía sentirse como un desposeído, casi un hombre sin hogar. Alguna vez había interpretado a un vagabundo, un hombre que perdía la memoria y vagaba una temporada entre los menesterosos hasta que la hija con la ayuda de una parasicóloga lo rescataba de ese bajo infierno, un final feliz como corresponde a Hollywood. Ahora, Hueders no estaba tan seguro que pudiese acabar bien, salir airoso de este trance. Acaso podría instalarse en New York, volver un par de temporadas a Broadway pero el ruido, el ajetreo de aquella ciudad infinita lo abrumó por anticipado. Acaso había encontrado mi hogar, La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 33. Edita El gato descalzo 8. pensó, estos aburridos y lentos días en Villa Borguese eran lo mejor que me habían sucedido y solo ahora, cuando estoy a punto de perderla, es que me doy cuenta. Meneó la cabeza, ofuscado ante su torpeza. Quizás, Catalina se apiade de mí, pensó y giró rumbo a la amplia casa de ladrillos, avanzó hasta la que antes era la alcoba de ambos y ahora solo de Catalina (él se había mudado al cuarto de invitados). La puerta estaba cerrada, por supuesto. Hueders tocó la puerta con suavidad, le dijo a su mujer (o ex mujer) que deseaba pedirle algo, un mínimo favor: que si ella quería podía quedarse con la casa en Los Angeles, la mansión de Los Callos, el apartamento en Manhattan, pero que por favor le dejara Villa Borguese. Un largo silencio vino desde el interior. Hueders iba a insistir cuando la puerta se abrió de golpe. Catalina se asomó, los ojos hinchados de tanto llorar, la cara descompuesta por la pena, por los remolinos de infinita soledad a los que había descendido. La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 34. Edita El gato descalzo 8. Interior 7 La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 35. Edita El gato descalzo 8. El Cretino Feliz La fabrica el Cretino Feliz cerraba los martes para dar descanso a sus trabajadores, lo que siempre desesperaba a Madame Leverage. Urgida, atenazada por la angustia de no poder adquirir sus productos ese día, Madame se dirigía al prostíbulo de Ender, en las cercanías del puerto, y se ponía a disposición de los numerosos crápulas y vagabundos del barrio, quien hacían con ella toda clase de atrocidades, lo que en cierto modo, mermaba en Madame Leverage, su profunda angustia. Al día siguiente, usualmente con un ojo en tinta, o la cicatriz fresca de un navajazo en la pierna, medio cojeando y toda despeinada, Madame Leverage se dirigía a la entrada del Cremino Feliz a comprar sus productos. –Quiero medio pocillo de crema para las manos –decía con una sonrisa resplandeciente. La vendedora meneaba la cabeza. –Ya se lo he dicho incontables veces Madame. Puede llevar toda la crema que La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 36. Edita El gato descalzo 8. quiera, no es necesario que venga aquí cada día a comprar. Madame Leverage arrugó la nariz. Pensó en todos los marineros que habían saltado sobre ella la noche anterior, en sus brazos gruesos y bruscos, en su olor inaguantable, en el sudor, en el calor de las sabanas, en la terrible y oscura pasión, mientras contestaba, muy seria: –Prefiero que las cosas sean de este modo. La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 37. Edita El gato descalzo 8. Interior 8 La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 38. Edita El gato descalzo 8. Extraños deseos Lester del Rey, viejo escritor de ciencia ficción pidió antes de morir que sus restos fueran enterrados en el desierto de Atacama, el que alguna vez había sido declarado el desierto más árido del mundo. Los herederos del bueno de Lester del Rey menearon la cabeza, pensaron: otra chochería más del viejo. La agonía del viejo escritor se había prolongado demasiado y sus codiciosos herederos estaban deseosos ya de echarle mano a la fortuna que del Rey había amasado escribiendo ciencia ficción, como para prestar atención a esos últimos y extraños deseos. La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 39. Edita El gato descalzo 8. Interior 9 La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 40. Edita El gato descalzo 8. Justo derecho –Golpéenlos con fuerza –ordeno Magnus Hefferson, presidente ejecutivo. –Señor –protestó su secretario, Lisergicus–, los obreros están en su justo derecho, han pedido 15 minutos más para almorzar, y considerando que apenas les damos 5 minutos al día, la petición parece más que justa. Magnus se sacó del bolsillo un pañuelo de seda con sus iniciales bordadas en oro y se secó la frente perlada de sudor. El calor del desierto era insoportable. –Malditos científicos –masculló–. No hallo la hora que inventen robots que reemplacen a todos estos esclavos –dijo y con un amplio ademán mostró el patio de cemento donde miles de obreros, el puño alzando, coreaban cantos en su contra. La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 41. Edita El gato descalzo 8. Interior 10 La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 42. Edita El gato descalzo 8. Fragilidad humana Grievorius Malher se sentía cansado y malherido cuando volvió a casa. Durante la dura jornada de trabajo, su jefe, el señor Brontius lo había humillado repetidamente y aún más, amenazado con despedirlo próximamente. Malher se sentía deprimido. No tenía expectativas ni a corto ni a largo plazo de encontrar un trabajo mejor que en la fabrica del señor Brontius, y aún ahí, era profundamente infeliz. ¿Qué puedo hacer? se preguntaba, mientras esperaba que Alday, su mujer, le sirviera la cena. –¿Tuviste un buen día? –le preguntó su mujer mientras ponía frente a él un plato de sopa, con un único apio flotando en el medio como único aderezo. –Un día horrible –bufó Malher y comenzó a tomar la sopa, pues tenía hambre y quería irse pronto a la cama. Dejo el apio para el final, a modo de postre. Cuando acabó la sopa y vio la solitaria y delgada rama de apio, pensó de La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 43. Edita El gato descalzo 8. pronto en sí mismo, que él no se diferenciaba mucho de aquella rama escaldada por el agua hirviendo, que ahora estaba presta para ser devorada. –¡Ay fragilidad humana! –exclamó conmovido mientras su mujer lo miraba fijamente preocupada porque su marido al fin parecía haber perdido el juicio. La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 44. Edita El gato descalzo 8. Interior 11 La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 45. Edita El gato descalzo 8. Despedida Ansa Rotten, dueña de una distribuidora de productos alimenticios, llego a las oficinas centrales, ansiosa por despedir a Madame Crushinski, empleada hace 14 años de uno de sus locales, y de quien se decía ahora, estaba empeñada en espantar a los clientes. Madame llevaba casi una hora esperando su entrevista con la señora Rotten, quien a su vez, hacía esperar a Madame, como parte de su castigo. No solo la despediré, pensaba la señora Rotten, la humillare, la haré sentir mal y me encargaré que no encuentre otro trabajo en ningún negocio a 200 kilómetros a la redonda. Finalmente Ansa se presentó ante Madame, quien despreocupadamente, se estaba limando las uñas. La señora Rotten se sentó frente a su futura ex empleada y puso cara de repugnancia. + La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 46. Edita El gato descalzo 8. –Has sido mala, Crushinski –dictaminó. Madame se encogió de hombros. –Estoy cansada, ya no puedo hacer más. Ansa Rotten resopló amargamente. –¿Qué no podías hacer más? ¡Les decías a nuestros clientes que vendíamos mercadería vencida, les pedías que fueran a otra parte a comprar! Madame se mordió los labios. –Pero es cierto… –¡Eso no importa! ¡Perra! –gritó la señora Rotten y le arrojó un cenicero a la cara a Madame, que por suerte le paso por el lado en vez de darle de lleno en la arrugada frente– . ¡Siempre hemos vendido productos a punto de vencer! ¿Cómo crees que si no ganaríamos tanto dinero? Madame se había agachado por si la señora Rotten consideraba oportuno lanzarle un nuevo La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 47. Edita El gato descalzo 8. objeto a la cara. Sin embargo, se atrevió a contestar: –Puede que usted haya ganado dinero, yo por mi parte nunca recibí nada más allá del sueldo mínimo… –¿Y cómo crees sino que yo hubiese ganado dinero si te hubiera pagado una millonada? Con que te alcanzara para comer, con que te alcanzara para que siguieras viva y pudieras seguir trabajando para mí, con eso siempre me ha bastado… –¡Perra codiciosa! –gritó entonces Madame y se puso de pie y le lanzó la silla sobre la que había estado sentada a Ansa Rotten quien recibió el impacto de lleno y con silla y todo se fue al suelo. –¡Estás despedida! –gritó desde abajo del escritorio, y luego:– ¡Guardias! Tres guardias caribeños, negros de casi dos metros se hicieron presentes de inmediato. La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 48. Edita El gato descalzo 8. Ansa se incorporó, tenía un horrible chichón en la frente. –¡Llévensela! ¡A las mazmorras para empleados! ¡Que esa insolente no vuelva a ver nunca más la luz del sol! –Pero yo… pero yo… –comenzó a protestar Madame, pero los fornidos guardias la tomaron como si fuera un muñeco de trapo, la estrujaron con sus garras y la sacaron a viva fuerza de la oficina de Ansa Rotten. –¡Nooooo…!!! –gritó Madame Crushinski, y ya no se le oyó nunca más. Anda Rotten levantó su silla, la puso de vuelta al lugar desde donde Madame se la había lanzado, y pulsó el botón del intercomunicador para llamar a su secretaria. –Gertrudis, haga pasar a las postulantes. –De inmediato, señoría. Entraron cuatro jóvenes, serias y circunspectas, casi como si fueran hermanas y La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 49. Edita El gato descalzo 8. se hubieran puesto de acuerdo en poner las mismas caras expectantes y levemente esperanzadas ante la posibilidad de conseguir un trabajo, el mismo que había conducido a Madame Crushinski a la soledad más cruenta, a la oscuridad de la mazmorra más fría y aciaga. La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 50. Edita El gato descalzo 8. Interior 12 La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 51. Edita El gato descalzo 8. Imágenes dulces y bellas Oscar Korteks, contador de profesión y aficionado a lo audiovisual en sus horas libres, regresaba a su casa en el distrito de Hertenshbanks cerca de las nueve, cuando la noche acababa de caer sobre la ciudad y unos tímidos copos de nueve iluminaban el cielo. Korteks, maravillado por el pequeño espectáculo, corrió hasta el piso cuarto de su apartamento para coger su cámara súper 8 y filmar la primera nevada de ese invierno. No había mucha luz en las calles y Kortkes acabó bajó una farola de gas intentando acaparar la luz suficiente para que los copos de nieve quedaran registrados. La súper 8 no registraba sonido y Korteks se vislumbró a sí mismo revisando esas imágenes mudas en la soledad de su apartamento horas más tardes. –Imágenes dulces y bellas –dijo. Una pareja pasó a su lado, levemente curiosa por lo que hacía el contable. Le saludaron y le preguntaron por su cámara, que La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 52. Edita El gato descalzo 8. era una de las primeras que habían llegado a Hertenshbanks. Korteks les explicó en detalle el funcionamiento del aparato, les hablo del blanco y negro, del esfuerzo que significaba filmar con ese tipo de cámara, pero la pareja rápidamente perdió el interés y se alejaron riendo (probablemente del propio contable). Korteks se encogió de hombros, se dijo a sí mismo: no debe importarme y siguió filmando, aunque no podía dejar de pensar en aquella pareja y cotejarla con su propia soledad, y luego pensaba, al menos a ratos soy un artista, y luego pensaba: pero no sé si eso al final pueda subsanar del todo mi soledad, y seguía filmando, consciente de su precaria posición y podía ser que aquella cámara fuera como una tabla de salvación que evitaba que el contable naufragara en ese océano de desolación en que se había convertido el mundo. La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 53. Edita El gato descalzo 8. Interior 13 La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 54. Edita El gato descalzo 8. Las mesas Tres mesas cayeron del cielo frente a la casa del carpintero Hammels. Fruto del violento impacto quedaron completamente destrozadas. El carpintero examinó los restos y creyó que podría componer una de ellas, usando los trozos de las otras tres. Se tardó una tarde entera hasta que finalmente lo logró y con las tres mesas rotas, logró crear una mesa perfecta. El carpintero no acababa de secarse el sudor de la frente tras el arduo trabajo cuando vio que la mesa emprendía el vuelo, y se elevaba, hacia las alturas. La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 55. Edita El gato descalzo 8. Títulos de Edita El gato descalzo En nuestra biblioteca de e-books semana a semana encontrarás narrativa, poesía, novelas, ensayos, etc. 1. Mudanza obligada: Cuento, Colección Lo fantástico (4 de mayo). 2. Más sabe el Diablo por diablo: Cuento, Colección Lo fantástico (11 de mayo). 3. Alargoplazo. M i c r o f i c c i ó n: Selección de textos breves (18 de mayo). 4. Los sobrevivientes: Antología de Germán Atoche Intili, Liliana Chaparro, Julio Meza Díaz y Kevin Rojas Burgos, Colección Poesía (25 de mayo). 5. Infierno Gómez contra el Vampiro matemático: Novela, capítulo 1, La granja. Colección Lo fantástico (1 de junio). La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 56. Edita El gato descalzo 8. 6. Clase de Historia: Cuento de Daniel Salvo, Colección CF (8 de junio). 7. El abejorro negro: Relato de Max Castillo Rodríguez (15 de junio). 8. La señora M. y otras historias germinales: Textos de Sebastián Andrés Olave (22 de junio). 9. Infierno Gómez contra el Vampiro matemático: Novela, capítulo 2, La aldea. Colección Lo fantástico. Lanzamiento: 6 de julio. 10. Blind mind: Cuento de Raúl Heraud. Colección Lo fantástico. Lanzamiento: 13 de julio. 11. Somos libres. Antología de literatura fantástica y de ciencia ficción peruana: Diversos autores. Colección Lo fantástico y CF. Lanzamiento: 20 de julio. y más... La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 57. Edita El gato descalzo 8. Datos del autor Andrés Olave (Santiago de Chile, 1977). Sus mayores influencias son Robert Walser, Bruno Schulz, Thomas Pynchon y Hunter Thompson. Coautor de la novela de ciencia ficción Proyecto Apocalipsis (2011). Ese mismo año participó en Lima del Coloquio Internacional: el orden de lo fantástico. La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 58. Edita El gato descalzo 8. Tiene en preparación las novelas Un Mundo Perfecto y La Destrucción de Santiago. Actualmente reside en San Pedro de Atacama y colabora en la columna Linterna de papel para el diario Mercurio de esa ciudad, en la revista Cinosargo de Arica, en la revista Intemperie de Santiago, entre otras publicaciones. La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 59. Edita El gato descalzo 8. Anuncio importante En Edita El gato descalzo apostamos por publicar semanalmente en e-book a autores de calidad, de forma gratuita y ecológica, a nivel mundial. Para sostener la realización de este proyecto buscamos auspicios y donaciones de empresas - personas interesadas como nosotros en democratizar el acceso a los libros, promover el hábito lector y desarrollar el bienestar personal. Esperamos sus comentarios, opiniones y otros al correo cosasquemepasan@gmail.com La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
  • 60. Edita El gato descalzo 8. ¡Nos leemos la próxima semana en Edita El gato descalzo! Encuéntrennos en Facebook y en Twitter: @El gato_descalzo. * Ahora también en Issuu, Scribd y Slideshare. elgatodescalzo.wordpress.com La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.