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Sociológica, año 21, número 61, mayo-agosto de 2006, pp. 71-93
Fecha de recepción 25/06/04, fecha de aceptación 13/05/05



                           Movimientos sociales frente
                   al Estado en la transición mexicana
                                                           Armando Cisneros Sosa1




                                                                              RESUMEN
La desobediencia civil que manifiestan los movimientos sociales ante las políticas instituciona-
les constituye una de las principales características de las acciones colectivas. Tal con-
frontación exige un análisis teórico y empírico que permita presentar las formas históricas
en que aparece y sus efectos en la praxis política, así como la legitimidad de los propios
movimientos sociales y de las instituciones públicas. En este trabajo describo tres casos de
movimientos sociales que se han producido en México entre 1981 y 2002, como actores
de lo que se ha conocido como transición democrática. Para su interpretación dentro de
la dicotomía movimientos sociales-Estado me apoyo en la teoría de la justicia de Rawls
y metodológicamente en la fenomenología clásica.
PALABRAS CLAVE: Desobediencia civil, relaciones movimientos sociales-Estado, transición
democrática, legitimidad política.


                                                                            ABSTRACT
The civil disobedience of social movements when faced with institutional policies is one
of the main characteristics of collective actions. This confrontation demands a theoretical
and empirical analysis that will make it possible to present its historical forms and its
effects on political praxis, as well as the legitimacy of social movements themselves and
public institutions. In this article, I describe three social movements in Mexico from
1981 to 2002 that have been actors in what has become known as the democratic tran-
sition. To interpret them within the social movement-state dichotomy, I use Rawls’ the-
ory of justice and the methodology of classical phenomenology.
KEY WORDS: civil disobedience, social movements-state relationships, democratic tran-
sition, political legitimacy

1   Profesor del Departamento de Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad
    Azcapotzalco. Agradezco la ayuda de Roxana Castellanos y de Hugo Núñez en la investigación
    sociológica que requirió este artículo.
72                                    Armando Cisneros Sosa




UNO DE LOS ASPECTOS INHERENTES al concepto de movimientos
sociales es la idea de que representan, en términos generales, una con-
frontación entre los actores colectivos y el Estado. Así se entiende en
la perspectiva clásica marxista, en donde la lucha de clases deviene
en lucha por y contra el Estado. Igual sucede con la teoría de la movi-
lización de recursos, en la cual la acción colectiva se enfrenta directa-
mente por un aparato de Estado. Incluso en algunos trabajos del
interaccionismo simbólico (Blumer, 1969) los movimientos sociales
aparecen como construcciones de representaciones frente al Estado
y sus proyectos. Es claro que los movimientos sociales no sólo se re-
fieren al binomio sociedad-Estado. Los conflictos sociedad-sociedad
y Estado-Estado (que pueden presentarse como manipulación de mo-
vimientos sociales) subsisten también en diversos análisis teóricos,
particularmente dentro de las corrientes funcionalista y marxista. En
la primera, como lo señalaba Germani, el Estado puede fraccionarse
y generar fricciones internas. Y en la segunda, la acción de los tra-
bajadores contra la burguesía es consustancial a una filosofía de la
historia.
    En este artículo trataré la confrontación sociedad-Estado como
uno de los ejes de la práctica de la movilización social. Se trata de una
pugna que relaciono con el concepto de desobediencia civil de John
Rawls. En su “Teoría de la Justicia” Rawls definió la desobediencia
civil “como un acto público, no violento, consciente y político, con-
trario a la ley, cometido habitualmente con el propósito de ocasionar
un cambio en la ley o en los programas de gobierno” (Rawls, 2003:
332). Esta definición no constituye un componente confeccionado
expresamente para una teoría de los movimientos sociales, pero
Movimientos sociales en la transición mexicana                     73



considero que su manejo es factible para ese propósito y, en par-
ticular, puede ayudar a la comprensión política del fenómeno socie-
dad versus Estado. En consecuencia, si los movimientos sociales son
explicables a partir de sus nexos con la dicotomía sociedad-Estado,
como una expresión de la desobediencia civil, será necesario enfo-
car el desarrollo de ésta última dentro de la historia concreta de los
conflictos. Las prácticas de los movimientos sociales nos aparecen,
además, en la misma perspectiva rawlsiana, como consustanciales a
un Estado democrático de derecho o, al menos, a un Estado parcial-
mente democrático. Es decir, los movimientos sociales están acotados
dentro de la relación que se establece entre su carácter de desobe-
diencia civil y “una autoridad democrática legítimamente estable-
cida” (Rawls, 2003: 331), que es aceptada por los ciudadanos como
legítima. Quedan así excluidos, como el mismo Rawls señala, los
movimientos realizados con el propósito de derrocar a un gobierno
que ante la sociedad es abierta y francamente injusto. Más que un
recurso para la acción inerte, como se muestra en la teoría de la mo-
vilización de recursos, la desobediencia civil, como sentido genérico
de los movimientos sociales, adquiere por lo tanto la forma de una
lucha pacífica y pública ejercida para cumplir con una idea de jus-
ticia, elaborada desde la perspectiva de los actores del movimiento,
y expuesta al debate político dentro de un régimen democrático o
cuasidemocrático.
    Para analizar los movimientos sociales como sujetos de la confron-
tación sociedad-Estado dentro de la experiencia mexicana hablaremos
de tres casos acaecidos durante el periodo de la transición demo-
crática, alrededor del año 2000. Por transición democrática enten-
demos no sólo el cambio de partido en el poder federal, sino toda una
serie de cambios institucionales que se han producido en las últimas
dos décadas y que van desde la reforma política que culminó con la
creación de un instituto electoral autónomo del Estado y de la Comi-
sión Nacional de Derechos Humanos, y con la elección de jefe de
gobierno y delegados en el Distrito Federal, con efectos concretos
para la alternancia política y el reposicionamiento de la ciudada-
nía. Todos estos cambios, de amplia legitimidad política, han sido
impulsados por los partidos políticos y por diferentes corrientes de
opinión a lo largo de varias décadas, estableciendo un primer saldo
de la transición democrática mexicana, que así se revela como el
paso de un sistema cuasidemocrático, de fuertes rasgos autoritarios,
74                                   Armando Cisneros Sosa



a un sistema más cercano a los ideales democráticos. Diversos movi-
mientos sociales han impulsado estos cambios y se encuentran estre-
chamente ligados a su historia. En otros casos tenemos movimien-
tos que se han desarrollado de manera paralela a esos cambios. Éstos
revelan en la práctica proyectos alternativos, nacidos de coyunturas
particulares y con su propia lógica que, sin embargo, se encuentran
ligados a la transición democrática en la medida en que comparten la
historia nacional y generan interacciones sociedad-Estado, producien-
do un ambiente político que opera como punto de referencia para la
misma transición.
    Los casos que expondremos aquí son: el movimiento de trabaja-
dores de la empresa pública de transporte urbano Ruta 100 (1981-
1996), el movimiento estudiantil de la Universidad Nacional Autó-
noma de México (UNAM), encabezado por el Consejo General de Huelga
(1999-2000), y el movimiento de pobladores de San Salvador Atenco
contra la construcción del nuevo aeropuerto de la ciudad de México
(2001-2002). Nos apoyaremos para su descripción en una estrate-
gia fenomenológica, en el sentido dado por los clásicos de esta co-
rriente (Husserl, Heidegger, Merleau-Ponty), y en tal medida habla-
remos del mundo vital de los actores sociales, entendido como el
mundo de las representaciones cotidianas no cientificistas, así como
de los elementos que le dan consistencia objetiva, como el cuerpo, el
tiempo, el espacio, el lenguaje y las cosas, elementos que pueden darnos
un “sentido” de la acción más allá de las determinaciones econo-
micistas. Para la crítica del conjunto de acciones partiré de la “críti-
ca de los movimientos sociales”, en la que he debatido acerca de la
ambivalencia de la modernidad: la democracia y la igualdad social.
    Los tres casos de movimientos sociales que aquí presento vivie-
ron la transición mexicana de diferentes maneras. Cada uno tiene
su propia historicidad y su dinámica conflictiva, acercándolos o
alejándolos de las corrientes democratizadoras. A simple vista nos
parecen historias totalmente distintas entre sí, con temporalidades
y espacialidades singulares. Sin embargo, trataré de argumentar la
forma en que los tres movimientos tienen relación con el conflicto
sociedad-Estado en México, dentro de la connotación de desobedien-
cia civil, dándoles sustancialidad a partir de sus propios proyectos
y acciones.
Movimientos sociales en la transición mexicana                        75



                                   UN   SINDICATO REVOLUCIONARIO


La antigua línea de autobuses Lomas-Reforma en la ciudad de Mé-
xico, la ruta 100, fue una de las semillas que dio vida al sindicato de
trabajadores del transporte del Distrito Federal. Esta organización,
formada básicamente por los choferes, mecánicos y empleados admi-
nistrativos, nació en 1981 ante las presiones sociales desatadas por
el mal funcionamiento del servicio y los continuos conflictos entre
trabajadores y empresas. El regente Hank González, uno de los más
duros de que se tenga noticia, decidió estatizar al finalizar ese año,
con el aval de su jefe inmediato, el presidente José López Portillo,
los 7,800 camiones de los permisionarios, los miembros del legen-
dario “pulpo camionero”. El problema laboral que surgió entonces
fue la conformación del sindicato que, de acuerdo con las prácticas
tradicionales, quedaría corporativizado dentro de los sectores so-
ciales pertenecientes al Partido Revolucionario Institucional (PRI),
en particular en la legendaria Central de Trabajadores de México
(CTM), como era la costumbre en el autoritarismo del régimen priísta.
Hubo entonces pugnas entre los dirigentes de esa enorme corporación
obrera y los asesores legales de una fuerza emergente de izquierda,
la pequeña pero combativa Unidad Obrera Independiente (UOI). Los
abogados y líderes de esa organización, Juan Ortega Arenas y Ri-
cardo Barco, fueron encarcelados por varios meses (Aranda, 2001:
51). No obstante, los trabajadores tendieron a organizarse por fuera
de la vieja central. En respuesta, y buscando controlar al sindicato,
Hank González promovió, después de realizar cambios en los estatu-
tos laborales que desplazaban la participación de la CTM, la afiliación
de los choferes a la Federación de Sindicatos de Trabajadores del Estado,
parte de la Confederación Nacional de Organizaciones Populares
(CNOP), también priísta. Sin embargo, al año siguiente, encabezados
por quien sería de manera definitiva su líder, Ricardo Barco, nace-
ría el Sindicato Único de Trabajadores de Autotransportes Urbanos
de Pasajeros Ruta 100 (SUTAUR-100), que ganó la titularidad de la re-
presentación laboral. El nuevo sindicato se separaría abiertamente
de los caminos institucionales, como lo habían llevado a cabo los
sindicatos universitarios o el de los telefonistas durante el periodo
llamado de “insurgencia sindical”. SUTAUR-100 fue un sindicato con
un discurso marxista ortodoxo, con poco más de veinte mil traba-
jadores con amplias prestaciones sociales y con seguridad laboral,
76                                                 Armando Cisneros Sosa



y con una importancia estratégica indiscutible en el funcionamien-
to de la ciudad, lo que lo hacía potencialmente un actor de conside-
ración en el terreno político de la ciudad de México.2
    Las primeras acciones de SUTAUR-100 se produjeron durante la
presidencia de Miguel de la Madrid, uno de los primeros impulso-
res de la reforma política, época también de la regencia de Ramón
Aguirre, quien daría una excesiva permisividad al sindicato. Éste se
encaminó, prácticamente sin obstáculos, a tratar de extender su in-
fluencia y a “acumular fuerzas” con miras a jugar un papel prota-
gonista en un cambio radical del Estado. Estableció en ese sentido
relación con diversos movimientos emergentes, como la Coordina-
dora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) y la Coordi-
nadora Nacional del Movimiento Urbano Popular (Conamup). Esta
última parecía ser una organización directamente coincidente con
el sindicato por la relación entre colonias populares y transporte y,
en todo caso, una posible compañera de lucha. La Conamup, con sus
propias pugnas internas (que finalmente desembocarían en la decisión
casi unánime de participar en las elecciones), finalmente se apartaría
del proyecto de Ruta 100. En cambio, el sindicato sí tendría influencia
entre algunas organizaciones populares menores y más radicales,
como el Frente Popular Francisco Villa, con las cuales formaría en
1983 el Movimiento Proletario Independiente (MPI). A principios de
septiembre de ese año unos dos mil trabajadores invadieron 35 hectá-
reas de San Andrés Totoltepec, en el límite sur de la ciudad, tratan-
do de conseguir terrenos bajo la presión de su condición sindical y la
alianza con los demandantes de tierras para vivienda, pero fueron
desalojados a los pocos días. El marco teórico de la estrategia del MPI
fue expresado por Ricardo Barco de la siguiente manera:

        I. Luchar por todos los medios posibles para lograr los cambios favo-
           rables al pueblo mexicano.
       II. Independencia política y económica frente al Estado burgués mexi-
           cano y los organismos o partidos con él comprometidos.



2   Varios fideicomisos estaban a nombre del sindicato (defunciones, fondo de resistencia, cons-
    trucción de local sindical, vivienda, actividades culturales y unidades de producción).
    Obtuvo, además, 24 predios en los municipios conurbados de la ciudad de México y recau-
    daba sólo por concepto de cuotas sindicales más de veinte millones de pesos al año (Trueba,
    1995: 37-38).
Movimientos sociales en la transición mexicana                               77



   III. Promover la unidad con todas aquellas organizaciones que se pro-
        nuncian y actúan, honesta y decididamente, por la liberación de
        nuestra patria.
   IV. Solidaridad con todas las luchas del movimiento obrero internacio-
        nal, contra el imperialismo y en pro de la paz mundial.
    V. Contribuir a la organización clasista de los obreros del campo y de la
        ciudad hacia la toma del poder político, como paso necesario en la ins-
        tauración de una sociedad sin explotados, donde las fábricas y la tierra
        pasen a ser propiedad colectiva de los trabajadores (González,
        1996: 13-14).

    En síntesis, “lucha de clases”, junto con “las organizaciones que
actúan honesta y decididamente, por todos los medios posibles”,
con “independencia del Estado burgués” y “de los partidos”, para
“la toma del poder político”. Un programa para la creación de un
enorme frente popular que derrocaría al régimen y haría posible la
revolución socialista. Tal proyecto parecía factible en la perspectiva
de los líderes del MPI, pero como en la práctica no se daba las accio-
nes quedaban enmarcadas objetivamente dentro de un esquema de
movimiento social dentro de las condiciones de un régimen cuasi-
democrático. Discurso y acción no sólo se contraponían por la natural
distancia entre teoría y práctica, sino porque en la realidad histórica
del país estaba lejos de anidar un proceso revolucionario como el que
anunciaba el movimiento. La legitimidad del régimen priísta en los
años ochenta, cuando acababa de lanzar la reforma política, era to-
davía muy amplia. Como parte de su plan el MPI organizaba “cursos
de oratoria, debates, mesas redondas, conferencias, seminarios, talle-
res, obras de teatro y [proyección de] cine” (Aranda, 2001: 55), bus-
cando hacer de la militancia proletaria el germen de una verdadera
revolución cultural y política. Así, durante sus primeros años la fuer-
za estratégica del sindicato se sumó con el activismo de sus militantes
y la oportunidad que abría el régimen de Miguel de la Madrid a la
disidencia, permitiéndole el desarrollo de una cierta influencia en
colonias populares de la ciudad de México. Aranda estima que unos
treinta mil habitantes de colonias populares eran miembros del MPI,
que sumados a los trabajadores de SUTAUR alcanzarían unos cincuenta
mil militantes durante su periodo de auge.
    Un cambio absoluto de las condiciones llegó en la presidencia
de Carlos Salinas, con Manuel Camacho como regente del Distrito
78                                         Armando Cisneros Sosa



Federal. En los primeros meses del nuevo gobierno, el 3 de mayo de
1989, el sindicato demandó un aumento salarial de 100%, confiando
plenamente en su importancia estratégica y su capacidad de resis-
tencia. El gobierno ofreció 12% y luego 14%, pero el sindicato decidió
lanzarse a la huelga (Aranda, 2001: 140). El tribunal de arbitraje la-
boral declaró ilegal la huelga, al tiempo que el ejército y la policía
prestaban su servicio público durante todo el conflicto, desactivan-
do la presión de los trabajadores. En esa ocasión el sindicato perdió
no sólo la huelga, sino incluso alrededor de siete mil de las veinte
mil plazas laborales que tenía. Además, Barco y los principales diri-
gentes fueron encarcelados durante más de un año. Después de lo
acontecido SUTAUR-100 y el Movimiento Proletario Independiente si-
guieron apoyando a otros movimientos nacionales e internacionales,
pero su fuerza se había reducido notablemente y sus acciones deja-
rían de tener resonancia pública. La administración Salinas-Camacho,
más estricta que la anterior, había herido sensiblemente al sindicato.
    Una decisión institucional todavía más severa recayó sobre el
sindicato con el último régimen designado del Distrito Federal, el de
Óscar Espinoza Villarreal (1994-1997). A unos cuantos meses del
inicio de su gobierno, el 6 de abril de 1995, el organismo Ruta-100
fue oficialmente declarado en quiebra. Barco y otros líderes del sin-
dicato fueron enviados a la cárcel por acusaciones de fraude de un
grupo disidente nacido dos años antes. El secretario de Transporte
y Vialidad, Luis Miguel Moreno, justificaría la quiebra como sigue:

     No cuadran las cifras entre los camiones pagados y los facturados, así
     [como] tampoco cuadran con los que circulan y están en los talleres; exis-
     ten irregularidades en las compras de refacciones, en sus precios; los
     inventarios son vendidos nuevamente y existen evidencias de que se ven-
     den, aun, llantas nuevas y motores sin usar [...]. Las cifras se inflan en la
     facturación, los gastos son excesivos y no son reales. Existen 2,800 camio-
     nes y más de 3,000 autobuses inventariados [...]; el subsidio rebasa los
     915 millones de nuevos pesos [...] y el 50% son para pagos de horas extras
     (González, 1996: 56).

    El Estado había puesto en marcha la desaparición de la empre-
sa y del SUTAUR-100. Los trabajadores realizarían a partir de ese
momento una desesperada campaña de defensa de la fuente labo-
ral y de recolección de fondos por toda la ciudad. Mítines y movi-
Movimientos sociales en la transición mexicana                                             79



lizaciones fueron consignados por la prensa, al tiempo que se pro-
dujeron varios acontecimientos que conmocionaron a la opinión
pública, entre ellos la muerte del magistrado Polo Uscanga.3 La com-
binación de una intensa acción callejera con líderes de los trabaja-
dores en la cárcel y sangre en medio del conflicto provocó, ante la
opinión pública, la imagen de un movimiento sumamente confuso
y polémico. Más que buscar entender el proceso las posiciones se
radicalizaron para apoyar o denostar al sindicato. En la práctica, lo
que estaba realizando SUTAUR-100 era un fuerte movimiento social
de reacción conservadora frente al desmantelamiento de una empre-
sa estatal viciada. A su vez, la acción institucional, francamente neo-
liberal, estaba tirando el agua sucia con todo y niño. Para un Estado
radicalmente neoliberal las prácticas corruptas exigían la desapari-
ción de la empresa. Para el sindicato la empresa aún era rescatable.
    El gobierno de Zedillo-Espinoza, poco inclinado hacia la política,
fue inflexible ante el sindicato, y la muerte definitiva de la empresa fue
pactada al año siguiente. Sindicato y autoridades de la ciudad acorda-
ron que Ruta 100 desaparecería y que se privatizarían los diferentes
módulos que había en la ciudad. Al sindicato se le entregarían cinco mó-
dulos, con lo cual los trabajadores se convertirían en empresarios
del transporte. Más tarde, el primero de julio de 1996, los líderes
sindicales saldrían libres para dedicarse al cumplimiento de los acuer-
dos, no sin la resistencia de la fracción disidente, con la cual manten-
drían confrontaciones perennes con nuevas acusaciones de corrupción.
En todo caso, sobre las ruinas de un sindicato revolucionario sur-
girían varias cooperativas para la prestación del servicio de trans-
porte en la ciudad de México. No había sido simplemente la apli-
cación del neoliberalismo en el transporte de la ciudad. Lo que había
presenciado la urbe era la mutación trágica de un gremio, original-
mente estatal y de oposición extrema, que se convirtió en un conjunto
de grupos de taxistas y concesionarios.




3   Un día antes de la muerte de Polo Uscanga, el 19 de junio de 1995, había aparecido muer-
    to Priego Chávez, el fiscal, y en abril, a unos días de declarada la quiebra, Luis Miguel
    Moreno, el secretario de Transporte y Vialidad. Ninguno de estos casos se aclaró plenamente
    (González, 1996).
80                                                Armando Cisneros Sosa



                        UN     MOVIMIENTO ESTUDIANTIL INTRANSIGENTE


Las dos reformas financieras que se han intentado en los últimos
años en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la ma-
yor de México, han fracasado rotundamente. El saldo: la renuncia
de un rector y dos huelgas que han puesto en crisis la función de la
universidad. Pocos funcionarios universitarios serían tan temerarios
como para intentar nuevamente una reforma de cuotas a la inex-
pugnable ciudadela universitaria, y los más tenderían a seguir los
consejos de Maquiavelo: “Siempre que se respeten sus costumbres
y las ventajas de que gozaban los hombres permanecen sosegados”
(Maquiavelo, 1971: 2).
    Para las nuevas generaciones de estudiantes universitarios la gra-
tuidad de la educación asume el carácter de una conquista de la
Revolución Mexicana o, en todo caso, de privilegio de un Estado de
bienestar que se ve amenazado por el Fondo Monetario Internacional
o alguna otra entidad global. Rebelándose contra las políticas neoli-
berales, que implican una revisión financiera de las instituciones, los
nuevos universitarios han asumido un papel neoconservador. Para-
dójicamente, los críticos del sistema se convirtieron en duros defen-
sores de las condiciones educativas establecidas en la UNAM por el
viejo Estado social.4

4 En México no se ha hablado mucho, tradicionalmente, de Estado de bienestar, lo que puede
 obedecer a razones históricas particulares. Cuando nos hemos referido a las instituciones que
 atienden necesidades específicas de la sociedad hablamos, preferentemente, de nacionalismo,
 populismo o justicia social. Esta ausencia tradicional del concepto de Estado de bienestar
 puede explicarse por dos razones. Primero, porque en México el Estado de bienestar no ha
 tenido la fortaleza alcanzada en países como los de Europa occidental o Estados Unidos. No
 ha habido, por ejemplo, seguro de desempleo o una amplia política de vivienda estatal en
 renta. Los niveles de pobreza en México han colocado como reivindicaciones fundamentales
 aspectos que en países de capitalismo desarrollado se dan por superadas. Agua potable o lotes
 urbanos son reivindicaciones que pueden ser masivas en México y que en otros países son
 impensables. Por ello podemos decir que, en términos relativos, el Estado mexicano no puede
 calificarse como un Estado de bienestar de primer nivel. En todo caso sería un Estado de bienes-
 tar de país atrasado. La segunda razón está en el carácter nacionalista del más importante
 régimen social del siglo XX en México, el de Lázaro Cárdenas. La reforma agraria, la organi-
 zación y defensa laboral o los repartos de lotes urbanos promovidos por el cardenismo están
 asociados al nacionalismo de la expropiación petrolera y al concepto de nación como con-
 junto social o, como diría Rousseau, como el soberano. Tal vez la fundación de esta idea de
 nación tendría que buscarse en los Sentimientos de la Nación de Morelos, con su demanda
 igualitaria y social. La nación en México, como en otros países de América Latina, ya lo
 advertía Germani, tiene una connotación popular y social, a diferencia de algunos países
 europeos en donde el concepto de nación estuvo asociado a un proyecto totalitario y de clases
 medias. Los intereses de la nación son los intereses del pueblo y, en ese sentido, los regímenes
Movimientos sociales en la transición mexicana                                          81



    Repitiendo el error de su antecesor, Jorge Carpizo, quien en 1987
había desatado una huelga que congelaría un primer intento de re-
forma, el rector en turno, Francisco Barnés, presentó el 4 de febrero
de 1999 un nuevo sistema de cuotas, proponiéndose incrementar los
pagos por inscripción y servicios de veinte centavos hasta un total
aproximado de 600 pesos por semestre. La razón era válida en térmi-
nos contables. La universidad necesitaba más recursos y la Cámara
de Diputados había limitado el presupuesto de ese año, todavía bajo
el efecto del desastre económico de 1994-1995. Como era obvio, la
comunidad universitaria reaccionó casi por acto reflejo. En los si-
guientes días se organizaron asambleas estudiantiles para preparar
la defensa. Al final de mes, sin darse cuenta del crecimiento del vol-
cán, las autoridades universitarias aprobaron el proyecto del rector.
Cuarenta y ocho horas después diez mil estudiantes marchaban con-
tra el “Plan Barnés”. En las semanas siguientes pararon más de veinte
escuelas superiores y de bachillerato por dos días, y el 20 de abril,
con el Consejo General de Huelga (CGH) al frente, dio inicio una de las
más largas huelgas de la historia de la UNAM, quedando en jaque la
consistencia de la institución, aun cuando los centros de investigación
continuaron operando. El día 23 se realizaría una multitudinaria
marcha al Zócalo, con alrededor de setenta mil participantes, en la
que una estudiante murió atropellada por un autobús. Justo un año
después, el 23 de abril de 2000, se reiniciaron las clases después del
cambio de rector, con los aumentos derogados y los principales líde-
res estudiantiles en la cárcel, que saldrían libres al poco tiempo.
    Un punto esencial para el análisis de este movimiento lo consti-
tuye el vaivén de su legitimidad. ¿Quién tenía la razón?, ¿era justo
mantener las cuotas bajas?, ¿era necesario aumentarlas? Todo pare-
cía reducirse a un problema económico, lo que hacía factible un aná-
lisis neomarxista, como el realizado por Wallerstein, por ejemplo:
neoliberalismo versus clases populares. Sin embargo, la figura del
Estado de bienestar, los márgenes de la discusión democrática y las ten-
dencias presentes en el movimiento exigían un análisis más complejo.
    Por una parte estaba, pese a las crisis y las reformas neoliberales,
la subsistencia del Estado social mexicano, con sus instituciones, frente


 nacionalistas, desde el varguismo hasta el priísmo, pasando por el aprismo y el peronismo,
 han sido regímenes nacionalistas y populares, lo que traducido al discurso de la sociología
 política occidental significa la formación de Estados de bienestar.
82                                   Armando Cisneros Sosa



a las grandes necesidades del país. La educación, componente cen-
tral del modelo, ha significado la posibilidad de capilaridad social
o, en términos menos ambiciosos, el acceso de todos a la enseñanza
superior. No obstante, en tanto el Congreso limitara los recursos des-
tinados a la universidad ésta necesitaría de otras fuentes, y la más
directa eran los propios estudiantes. La propuesta de aumento a las
cuotas en realidad no resultaba excesivamente onerosa para la ma-
yoría de los estudiantes, y tal vez un debate financiero bajo condi-
ciones de legitimidad política podría haberla reducido al mínimo,
pero para muchos estudiantes el punto inamovible era mantener la
educación gratuita. “La educación pública es una conquista nues-
tra, de la clase trabajadora,” advertían algunos en tono legitimista
(Moreno y Amador, 1999: 118). En todo caso, el debate central, gra-
tuidad-no gratuidad, colocaba las cosas más allá de la universidad
y el conflicto se convertía en un problema ubicado en el ámbito del di-
seño del presupuesto nacional. No obstante, la autonomía universi-
taria ponía las condiciones para que el asunto se debatiera interna-
mente y para someter a la prueba de la reflexividad la capacidad de
la propia universidad para dirimir sus diferencias y llegar a posicio-
nes que reforzaran su viabilidad.
    Las condiciones de la movilización estudiantil eran, por otra parte,
inmejorables. En 1999 había espacios mucho más democráticos que
los conocidos por las generaciones anteriores. Podríamos decir que la
“estructura de oportunidad política” era favorable a los estudiantes.
No solamente estaba sobre la mesa la autonomía universitaria, sino
también, por ella misma, un cierto distanciamiento del régimen ze-
dillista, del tipo “no veo, no siento, no me involucro” y, al mismo
tiempo, las elecciones presidenciales estaban en puerta, con todos
los partidos hablando de democracia. Además, la figura del rector
Barnés había resultado muy frágil a los embates estudiantiles. A las
primeras reacciones en contra aceptó diferir la aplicación de las cuo-
tas; luego ofreció que las cuotas serían voluntarias, con lo cual daba
prácticamente el triunfo a los huelguistas, aunque éstos no acepta-
ron, y fue hasta tres meses después que inició una serie de encuentros
con los inconformes, sólo para quedar rotos a los diez días de ini-
ciados. Posteriormente se comportó en los hechos como un estudiante
más y decidió encabezar un mitin con antiparistas; en seguida rechazó
la oportunidad de una propuesta del CGH por flexibilizar las deman-
das, para inmediatamente tratar de volver a acercarse a los estudiantes
Movimientos sociales en la transición mexicana                       83



creando una comisión de contacto. El rector había caído en el juego.
Como corolario, el CGH “le pidió” la renuncia y quince días después,
el 13 de noviembre de 1999, Barnés renunció.
    La diversidad de tendencias en una universidad con una matrícu-
la de más de 200 mil estudiantes fue otro elemento clave en el de-
sarrollo de los acontecimientos. En la izquierda radical estaban los
“ultras”, incubados en grupos neomarxistas; al centro estaban los so-
cialdemócratas, con vínculos con el PRD, y otra gama del centro y la
derecha estaban en diversas asociaciones, mientras que muchos alum-
nos se mantenían sin filiación clara. Entre estos últimos hubo quienes
querían continuar las clases e incluso trataron de retomar las insta-
laciones en diferentes momentos de la huelga. Las asambleas, meca-
nismo clásico de discusión estudiantil, fueron ganadas por los radi-
cales, que impusieron la línea dura: todo o nada, diálogo bajo sus
condiciones y hasta reventar a las autoridades universitarias. Para ello
había que imponer una posición porque, como señalaban los “ultras”,
“la huelga no se vota ni se decide, sino que se construye como un
proceso de lucha” (Moreno y Amador, 1999: 164). Ese proceso de lu-
cha, claramente autoritario, aparecía como la voluntad “revolucio-
naria” de pequeños grupos, la “vanguardia”, y se impondría en las
asambleas con estrategias de control estricto, como la presentación
de acuerdos previos en la madrugada o en horas de mayoría segura.
La reiteración del argumento por los diferentes militantes hacía apa-
recer el punto como consenso y, cuando todo fallaba, se imponía la
purga de los disidentes o simplemente se violaban las reglas. Apare-
cían los pleitos, empujones, gritos y decisiones impuestas por peque-
ños grupos. Ellos tenían la “razón histórica”, eran la línea correcta.
La sociedad se iba a dar cuenta de ello. Los mismos estudiantes que
no participaban, la gran mayoría, estaban ante su mirada “tácita-
mente” de acuerdo con ellos, y las autoridades, si no reprimían, de-
berían ceder. Ni el llamado de los profesores eméritos, el 28 de julio,
en el que se reconocían las demandas de los estudiantes, fue acep-
tado por la dirigencia “ultra” como punto para una solución. Todo
era insuficiente para la estrategia de la confrontación permanente.
    A partir de agosto la legitimidad de la huelga ante la opinión
pública cayó por los suelos. La oposición clara de los medios masivos
de comunicación, que en un principio habían dado curso a las pro-
puestas estudiantiles, mellaba al movimiento. Los “ultras”, sumidos
en la intransigencia, defendiendo una huelga que definían como
84                                             Armando Cisneros Sosa



“popular, revolucionaria, prolongada, ininterrumpida, por etapas,
hacia el socialismo”, organizaron todavía algunas manifestaciones,
como la del 2 de octubre de Tlatelolco al Zócalo y la muy polémica
del Periférico. Sin embargo, la mayoría estudiantil se fue alejando del
conflicto, dejando a los más radicales prácticamente solos y, al final,
sólo unos mil estudiantes se mantenían en pie de lucha.
    La salida del conflicto llegó con el nuevo rector, Juan Ramón de
la Fuente, un médico prestigiado y secretario de Salud. Primero in-
tentó el diálogo con los estudiantes, que se manejaron, de acuerdo
con algunos intelectuales, como una “minoría intolerante”; después
realizó un plebiscito en el que 80% de la comunidad se pronunció
por levantar la huelga; fue entonces que decidió entregar personal-
mente los resultados del plebiscito a los huelguistas quienes, por su-
puesto, lo rechazaron. Finalmente, el 6 de febrero de 2000 solicitó la
entrada de la policía para retomar el campus de Ciudad Universitaria.
    Los estudiantes radicales habían rechazado, así, unas reformas
universitarias parciales, bajo la consigna de mantener la continui-
dad virgen del Estado de bienestar. Esa bandera los llevó al triunfo
y, con una estrategia de izquierda extrema, los condujo también al
fracaso político. Los líderes de la intransigencia quedaron despresti-
giados, la universidad dañada y, al mismo tiempo, prevaleció el statu
quo frente a la posibilidad de una, más que modernización, simple
actualización institucional contable intentada sin la más mínima sen-
sibilidad política.


                                          EL   MUNDO VITAL DE UN PUEBLO5


En la sociología clásica la comunidad es el origen. Vista como inte-
gración de clanes que conforman un orden moral particular, una
solidaridad mecánica-natural (Durkheim), o como cuerpo social que
bajo los principios de la política dio paso al ayuntamiento (Weber),
la comunidad vecinal constituye una de las bases analíticas de lo so-
cial. La interacción que ahí surge como resultado de la experiencia
cotidiana, con un espacio y un tiempo comunes, implica una conexión
con la tierra, y convierte a la comunidad en un organismo con fuer-

5   Agradezco la información socioeconómica proporcionada para este caso por Enrique Mo-
    reno Sánchez.
Movimientos sociales en la transición mexicana                       85



tes vínculos de carácter cultural hacia adentro, y con una actitud
claramente defensiva hacia fuera. Si partimos de Habermas, la oposi-
ción ambivalente entre el mundo vital y los sistemas resulta igual-
mente aplicable a la relación entre comunidad y poder.
    ¿Cuál fue el signo del movimiento de resistencia a la construc-
ción del nuevo aeropuerto internacional de la ciudad de México,
realizado exitosamente por los ejidatarios y vecinos de San Salvador
Atenco y otras comunidades cercanas? Para una cierta perspectiva
de izquierda ese movimiento fue la confrontación entre las políticas
neoliberales y el poder popular, mientras que para la racionalidad
utilitaria de derecha fue sólo un problema de precios de las indem-
nizaciones, y para el neoconservadurismo neoliberal fue la incapa-
cidad del Estado frente a los “grupos violentos” que se oponían a la
modernización del país. En la perspectiva del liberalismo político de
Rawls y de la fenomenología clásica estaríamos ante un caso claro
de desobediencia civil ante la colonización del mundo vital.
    A diferencia de otros municipios de la zona conurbada de la ca-
pital del país, San Salvador Atenco es un lugar tranquilo habitado
por maquiladores de suéteres y artesanos que tejen fajas de algodón
o que elaboran tamales o merengues, y que además cuenta con obre-
ros, profesionistas, prestadores de servicios y, todavía, algunos cien-
tos de campesinos. Pese a la diversidad ocupacional, la mayoría de
sus 34 mil 500 habitantes se dedican fervorosamente, año con año,
a las celebraciones del ritual católico, en especial al carnaval, con su
baile y su competencia de comparsas, así como al festejo de su santo
patrón, “El Divino Salvador” (Nivón, 2003). Alejado de las grandes
vías de comunicación de la región San Salvador Atenco es práctica-
mente un nicho apenas alcanzado por el fragor del crecimiento urbano
de la ciudad de México. No tiene taxis y en sus calles el transporte
público se realiza en bicitaxis. Además, los que tienen coche no aca-
tan, por disposición del ayuntamiento, el programa “Hoy no circula”,
el cual prohíbe en toda la zona metropolitana el uso de los automó-
viles viejos un día a la semana.
    ¿Cómo es que una pequeña comunidad apenas urbanizada, un
conjunto de cinco pueblos y varias colonias, impidió al gobierno del
cambio, vencedor rotundo del PRI en las elecciones del 2000, la cons-
trucción de un nuevo aeropuerto?
    Ante la amenaza de una mega obra pública, el poder comunitario
brotó a plenitud. A la lógica operativa del sistema político se con-
86                                   Armando Cisneros Sosa



trapuso una certera y firme resistencia de familias aglutinadas en
lo que se llamó el Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra, dirigido
por Ignacio del Valle, un militante de izquierda que había organi-
zado años antes algunas movilizaciones para obtener recursos para
la comunidad. En esta ocasión el estallamiento de la ira popular con-
tra el aeropuerto fue tal que, acusado de complicidad con el gobier-
no federal, el ayuntamiento tuvo que salir de la cabecera municipal
hacia un pueblo del interior del municipio, dejándole el espacio po-
lítico central a los insurgentes. El poder fue, entonces, sólo poder
popular. La lucha, asentada en buena medida sobre las raíces religio-
sas de la comunidad, incluyó misas para pedir la protección del “Di-
vino Salvador” y, en el día de la Candelaria, la colocación de un ma-
chete en la mano del Niño Dios. También fue una lucha intensa en
el terreno de la presión política. Mujeres, hombres, jóvenes, niños
salieron de su mundo vital y bloquearon los accesos a Atenco, clau-
suraron las oficinas de la Procuraduría Agraria en Texcoco y se vol-
caron en manifestaciones hacia el Zócalo y las avenidas principales
de la ciudad de México. A pie, a caballo, en camionetas y tractores,
gritando, levantando banderas nacionales, machetes e imágenes de
Zapata, los atenquenses realizaron decenas de marchas y moviliza-
ciones entre el 21 de octubre del 2001, cuando se anuncia el proyec-
to del aeropuerto, y el 2 de agosto de 2002, cuando se canceló. Uno
de los momentos más críticos se produciría hacia el final del con-
flicto. El 11 de julio, a raíz de un enfrentamiento con las autoridades
del estado de México, fueron detenidos varios de sus líderes y en re-
presalia los atenquenses secuestraron a otros tantos funcionarios
estatales. Policías y soldados rodearon entonces el pueblo, mientras
los atenquenses levantaban trincheras. Después de cuatro días de
tensión los dirigentes fueron puestos en libertad bajo fianza y los
atenquenses liberaron a los funcionarios. Al poco tiempo un pobla-
dor moriría como resultado de la trifulca.
     El celo de la lucha de los atenquenses se ganó de inmediato un
reconocimiento público. La legitimidad del movimiento era evidente
ante la opinión pública. Algunos se sentían amenazados por los ma-
chetes que enarbolaban los rebeldes, pero muchos aceptaban el ca-
rácter simbólico que así generaban, como trabajadores del campo.
“La tierra es nuestra madre”, decían los atenquenses, y el gobierno
no podía quitárselas, menos aún a razón de siete pesos por metro
cuadrado. Ignacio Burgoa, maestro emérito de la UNAM, promovería
Movimientos sociales en la transición mexicana                                               87



desde los primeros meses del conflicto un amparo contra la expro-
piación,6 mientras que el ayuntamiento vecino de Texcoco, municipio
también parcialmente afectado, entablaría una controversia consti-
tucional contra la federación. Al mismo tiempo, con declaraciones
públicas o con participación directa en las movilizaciones, Atenco
tuvo el apoyo de importantes sindicatos, como el de maestros, el de
electricistas, el de los trabajadores de la Universidad Autónoma Me-
tropolitana y el de la empresa Euskadi, así como de organizaciones
de campesinos de comunidades del estado de México y de otros esta-
dos, de asociaciones ecologistas, de estudiantes de la vecina univer-
sidad agraria de Chapingo, de la escuela normal El Mexe y de otras
universidades, incluyendo lo que quedaba del CGH. También reci-
bieron apoyo del Frente Popular Francisco Villa y de los partidos po-
líticos entonces de oposición, en especial del PRI y del PRD, e incluso
de organizaciones antisistémicas de otros países, como el grupo “Ya
basta” de Italia. Más aún, la mayor parte de los medios de comuni-
cación promovieron posiciones a favor de Atenco. Como lo advierte
el estudio de Velásquez (2004: 60), los atenquenses contaron, en
términos de movilización de recursos, con toda una “red de orga-
nizaciones solidarias”.
     El gobierno, que se había visto lento en la gestión social del aero-
puerto, poco lograría en la negociación con los atenquenses cuando
el movimiento estaba ya en marcha. Llegó a ofrecer hasta medio mi-
llón de pesos por hectárea pero la resistencia seguía. “No queremos
más dinero por nuestra tierra [...] que nos la dejen como está”. Los
funcionarios públicos y el mismo presidente Fox tuvieron que reco-
nocer, poco a poco, que la defensa comunitaria de la tierra era más
fuerte que el proyecto del aeropuerto. La balanza finalmente se inclinó
a favor de los atenquenses durante la visita a México del papa Juan
Pablo II a finales de julio. El presidente, que había recibido al papa
con el mismo fervor que miles de mexicanos, anunció varios días
después de la visita que el proyecto del aeropuerto se cancelaba. Tal
derrota, paradójicamente, le acreditaría nuevos bonos políticos.


6   Es interesante el caso del licenciado Burgoa, que había lanzado críticas severas al movimien-
    to del CGH y que ahora apoyaba a los atenquenses, que enarbolaban un discurso radicalmente
    equivalente al de los estudiantes huelguistas. Tal vez la explicación de tan diferentes posi-
    ciones frente a dos movimientos muy cercanos en el tiempo y en el discurso haya sido una
    tendencia de Burgoa a defender las instituciones bajo el régimen tradicional priísta y a
    atacarlas bajo el nuevo régimen panista.
88                                     Armando Cisneros Sosa



     La victoria de Atenco se convirtió en una gran fiesta. El pueblo
había triunfado en una lucha intensa contra un proyecto de moder-
nización institucional emprendido sin estrategia social. No obstante,
un efecto perverso surgió a la par que la legitimidad que habían
ganado los líderes del pueblo con la victoria. Atrincherados en una
posición anarquizante, los dirigentes del Frente de Pueblos en De-
fensa de la Tierra se opusieron a las elecciones municipales del 9
de marzo de 2003, cerrando casillas y obligando a que el proceso
perdiera legitimidad. “No necesitamos elecciones”, decían, es el mo-
mento del poder popular. La mayoría de los atenquenses, sin embar-
go, quería el retorno a la legitimidad institucional y la vía electoral
fue retomada. El tiempo apaciguaría los ánimos. Las nuevas eleccio-
nes se realizarían el 12 de octubre de ese mismo año, con el triunfo del
PRI. La comunidad volvería al curso original de su vida cotidiana, del que
no debió salir nunca, al mundo vital que ya tenía y que ahora había
recuperado y fortalecido con un movimiento histórico.


                                    LA   COLISIÓN SOCIEDAD-ESTADO


A partir de las experiencias citadas puede advertirse que una parte
central de la dinámica de los nuevos movimientos sociales en Mé-
xico obedece a la defensa del mundo vital frente a los imperativos
del Estado, aun cuando asuman el carácter de una modernización
institucional. Los casos concretos nos hablan de grupos sociales de-
fensivos frente a una práctica institucional que ya no puede ejercerse
sin reacción. Los trabajadores de Ruta 100 defendieron sin éxito
una condición laboral empañada por corruptelas; los estudiantes de
la UNAM enarbolaron a ultranza la defensa de un Estado social con
cuotas educativas simbólicas sin ganar legitimidad política; y los
habitantes de Atenco preservaron sus tierras y formas de vida frente
a un proyecto urbano socialmente torpe. Sin embargo, más allá de
la contraposición general sociedad-Estado, que puede además definirse
como una resistencia contra la modernidad, se advierte dentro de la
lógica histórica la emergencia de actores sociales con discursos y for-
mas de lucha particulares.
    En el caso de Ruta 100 es visible la mano dura del viejo régimen
político, pero la salida que se da al conflicto, aun cuando están de por
medio hechos violentos, desemboca en una transformación radical
Movimientos sociales en la transición mexicana                       89



de la organización de los trabajadores, no exenta de contradicciones
internas, quizás las mismas que los llevaron al declive. ¿Qué signi-
ficó la reforma del sistema de autobuses para el antiguo sindicato?
Es difícil responder plenamente, pero es evidente que un discurso de
corte neomarxista, que se había sostenido por más de una década como
bastión de la “revolución” desde dentro, dio paso a una condición la-
boral de corte cooperativista, como forma alternativa para la pres-
tación de un servicio. Los trabajadores serían ahora dueños de los
medios de producción, pero al costo de la pérdida de sus condiciones
laborales como trabajadores del Estado. En la Universidad Nacional
los “ultras” perdieron una larga huelga que había alcanzado enorme
legitimidad en sus primeros días bajo la argumentación de la edu-
cación gratuita. En realidad los “ultras” perdieron toda legitimidad
política por la aplicación de una estrategia intransigente, que daba a
la huelga la denominación de “revolucionaria”, encubriendo obse-
siones deterministas. No obstante, al final los estudiantes lograron
mantener el sistema de gratuidad de la enseñanza universitaria. En
Atenco la comunidad ganó, en legítima defensa, lo que ya tenía, lo
que a la luz del conflicto se revitalizaba: un mundo vital en los már-
genes de la modernidad. La combativa movilización social de los
atenquenses, una clara desobediencia civil, quedó plenamente jus-
tificada y fue apoyada socialmente, si bien después del triunfo des-
puntaría en la estrategia de la dirigencia la utopía de una sociedad que
podría actuar sin instituciones democráticas. La corrección guberna-
mental, una evidente autocrítica, no puede ser vista más que como
reacción democrática y como un acto de justicia.
    En la confrontación que aquí hemos registrado entre el Estado y
los movimientos sociales en México no hay un desenlace político
ejemplar. Se trata de una oposición que podría definirse genérica-
mente como un conjunto de intervenciones públicas socialmente cues-
tionadas, frente a las cuales se levantaron movimientos que han
actuado sobre los espacios de participación ganados por décadas de
fortalecimiento de lo social y de impulso de la transición democrá-
tica. Podemos advertir incluso que un discurso de izquierda radical
ha estado presente en estos nuevos movimientos sociales, lo cual no
es descalificable por sí mismo, pero que frente a un escenario de
instituciones políticas legitimadas tiene dificultades claras. El pro-
blema se ubica en el terreno de la praxis política, en la medida en
que el componente ideológico impulsó un conjunto de acciones que
90                                   Armando Cisneros Sosa



no siempre se sostuvieron dentro de una legitimidad pública y de-
mocrática. En todo caso, el flujo de la acción colectiva es ahora más
viable en el contexto de la transición y aparece como parte del debate
sobre las políticas institucionales y los proyectos sociales.
    En la confrontación sociedad-Estado la idea de justicia social se
encuentra a debate. La justicia social, como la base de la legitimidad
de cada movimiento, no se nos presenta per se en el discurso de los
dirigentes o, automáticamente, en los sujetos de la acción (trabaja-
dores, estudiantes o pobladores), menos aún en su propia fuerza de
movilización. No podemos decir simplemente, como lo advertiría una
teoría estricta de la movilización de recursos, que la nueva correla-
ción de fuerzas, por naturaleza legítima, ha surgido de la dinámica
de los recursos en acción, como resultado de la fuerza de los hechos.
La legitimidad social se nos presenta en la esfera de la opinión pú-
blica, en el debate mismo de los proyectos y discursos y en el papel
social que juegan los actores. La legitimidad es, por tanto, un asunto
de política democrática, finalmente construida bajo la crítica social de
las acciones. No hay alguien que dirija una especie de juicio final.
Hay una sociedad, estructurada bajo un sistema democrático o en
proceso de democratización, que se legitima a sí misma a través de
la opinión pública y del debate sobre lo justo y lo injusto, en térmi-
nos de igualdad social y democracia representativa. Los medios ma-
sivos de comunicación juegan un papel importante en esa definición,
pero especialmente lo hacen los actores mismos de los movimientos
sociales, que siguen o abandonan a sus dirigentes a partir de su propia
reflexividad. Por su parte, para las instituciones aparece también el
reto de un ejercicio político consensuado. La intervención social se
muestra entonces como fundamental desde el diseño de las acciones
públicas hasta la operación y puesta en marcha de cada programa,
como mecanismo de justicia institucional. La transición democrática
exigiría así, como impulso adicional, la profunda democratización
del ejercicio gubernamental.
    El efecto práctico de estos movimientos sociales ha sido la creación
de nuevos equilibrios políticos, como reacomodos institucionales,
reforzamiento de mecanismos de intervención pública o claudica-
ción de grandes proyectos del Estado. Estos equilibrios han surgido
de la confrontación sociedad-Estado, experimentada históricamente
como pugna de discursos –a menudo apareciendo como diálogo de
sordos–, de acciones y decisiones en un marco institucional poten-
Movimientos sociales en la transición mexicana                     91



cialmente generador de justicia. No obstante, una historia dura de
desenlaces ha aparecido dentro de la maraña de las confrontaciones.
No podríamos decir que se ha tratado de desenlaces plenamente
pacíficos y democráticos. Han sido los desenlaces tensos que la inter-
vención de las instituciones y diferentes fuerzas sociales han pro-
ducido en el marco de la transición, en un marco nunca puro, de
mayores posibilidades de acción, pero también de tensiones y actos
violentos. Hablaríamos, entonces, de un verdadero choque socie-
dad-Estado que ha generado una experiencia de justicia recurren-
temente traumática. La desobediencia civil en México, o al menos
la práctica operativa de los movimientos sociales aquí descritos, se
ha desarrollado, en consecuencia, como defensa de un mundo vital
que ha salido al mundo de la política durante una transición demo-
crática incompleta.
92                                  Armando Cisneros Sosa



                                                      BIBLIOGRAFÍA

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Movimientos sociales frente al estado en la transición mexicana - Armando Cisneros

  • 1. Sociológica, año 21, número 61, mayo-agosto de 2006, pp. 71-93 Fecha de recepción 25/06/04, fecha de aceptación 13/05/05 Movimientos sociales frente al Estado en la transición mexicana Armando Cisneros Sosa1 RESUMEN La desobediencia civil que manifiestan los movimientos sociales ante las políticas instituciona- les constituye una de las principales características de las acciones colectivas. Tal con- frontación exige un análisis teórico y empírico que permita presentar las formas históricas en que aparece y sus efectos en la praxis política, así como la legitimidad de los propios movimientos sociales y de las instituciones públicas. En este trabajo describo tres casos de movimientos sociales que se han producido en México entre 1981 y 2002, como actores de lo que se ha conocido como transición democrática. Para su interpretación dentro de la dicotomía movimientos sociales-Estado me apoyo en la teoría de la justicia de Rawls y metodológicamente en la fenomenología clásica. PALABRAS CLAVE: Desobediencia civil, relaciones movimientos sociales-Estado, transición democrática, legitimidad política. ABSTRACT The civil disobedience of social movements when faced with institutional policies is one of the main characteristics of collective actions. This confrontation demands a theoretical and empirical analysis that will make it possible to present its historical forms and its effects on political praxis, as well as the legitimacy of social movements themselves and public institutions. In this article, I describe three social movements in Mexico from 1981 to 2002 that have been actors in what has become known as the democratic tran- sition. To interpret them within the social movement-state dichotomy, I use Rawls’ the- ory of justice and the methodology of classical phenomenology. KEY WORDS: civil disobedience, social movements-state relationships, democratic tran- sition, political legitimacy 1 Profesor del Departamento de Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Azcapotzalco. Agradezco la ayuda de Roxana Castellanos y de Hugo Núñez en la investigación sociológica que requirió este artículo.
  • 2. 72 Armando Cisneros Sosa UNO DE LOS ASPECTOS INHERENTES al concepto de movimientos sociales es la idea de que representan, en términos generales, una con- frontación entre los actores colectivos y el Estado. Así se entiende en la perspectiva clásica marxista, en donde la lucha de clases deviene en lucha por y contra el Estado. Igual sucede con la teoría de la movi- lización de recursos, en la cual la acción colectiva se enfrenta directa- mente por un aparato de Estado. Incluso en algunos trabajos del interaccionismo simbólico (Blumer, 1969) los movimientos sociales aparecen como construcciones de representaciones frente al Estado y sus proyectos. Es claro que los movimientos sociales no sólo se re- fieren al binomio sociedad-Estado. Los conflictos sociedad-sociedad y Estado-Estado (que pueden presentarse como manipulación de mo- vimientos sociales) subsisten también en diversos análisis teóricos, particularmente dentro de las corrientes funcionalista y marxista. En la primera, como lo señalaba Germani, el Estado puede fraccionarse y generar fricciones internas. Y en la segunda, la acción de los tra- bajadores contra la burguesía es consustancial a una filosofía de la historia. En este artículo trataré la confrontación sociedad-Estado como uno de los ejes de la práctica de la movilización social. Se trata de una pugna que relaciono con el concepto de desobediencia civil de John Rawls. En su “Teoría de la Justicia” Rawls definió la desobediencia civil “como un acto público, no violento, consciente y político, con- trario a la ley, cometido habitualmente con el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas de gobierno” (Rawls, 2003: 332). Esta definición no constituye un componente confeccionado expresamente para una teoría de los movimientos sociales, pero
  • 3. Movimientos sociales en la transición mexicana 73 considero que su manejo es factible para ese propósito y, en par- ticular, puede ayudar a la comprensión política del fenómeno socie- dad versus Estado. En consecuencia, si los movimientos sociales son explicables a partir de sus nexos con la dicotomía sociedad-Estado, como una expresión de la desobediencia civil, será necesario enfo- car el desarrollo de ésta última dentro de la historia concreta de los conflictos. Las prácticas de los movimientos sociales nos aparecen, además, en la misma perspectiva rawlsiana, como consustanciales a un Estado democrático de derecho o, al menos, a un Estado parcial- mente democrático. Es decir, los movimientos sociales están acotados dentro de la relación que se establece entre su carácter de desobe- diencia civil y “una autoridad democrática legítimamente estable- cida” (Rawls, 2003: 331), que es aceptada por los ciudadanos como legítima. Quedan así excluidos, como el mismo Rawls señala, los movimientos realizados con el propósito de derrocar a un gobierno que ante la sociedad es abierta y francamente injusto. Más que un recurso para la acción inerte, como se muestra en la teoría de la mo- vilización de recursos, la desobediencia civil, como sentido genérico de los movimientos sociales, adquiere por lo tanto la forma de una lucha pacífica y pública ejercida para cumplir con una idea de jus- ticia, elaborada desde la perspectiva de los actores del movimiento, y expuesta al debate político dentro de un régimen democrático o cuasidemocrático. Para analizar los movimientos sociales como sujetos de la confron- tación sociedad-Estado dentro de la experiencia mexicana hablaremos de tres casos acaecidos durante el periodo de la transición demo- crática, alrededor del año 2000. Por transición democrática enten- demos no sólo el cambio de partido en el poder federal, sino toda una serie de cambios institucionales que se han producido en las últimas dos décadas y que van desde la reforma política que culminó con la creación de un instituto electoral autónomo del Estado y de la Comi- sión Nacional de Derechos Humanos, y con la elección de jefe de gobierno y delegados en el Distrito Federal, con efectos concretos para la alternancia política y el reposicionamiento de la ciudada- nía. Todos estos cambios, de amplia legitimidad política, han sido impulsados por los partidos políticos y por diferentes corrientes de opinión a lo largo de varias décadas, estableciendo un primer saldo de la transición democrática mexicana, que así se revela como el paso de un sistema cuasidemocrático, de fuertes rasgos autoritarios,
  • 4. 74 Armando Cisneros Sosa a un sistema más cercano a los ideales democráticos. Diversos movi- mientos sociales han impulsado estos cambios y se encuentran estre- chamente ligados a su historia. En otros casos tenemos movimien- tos que se han desarrollado de manera paralela a esos cambios. Éstos revelan en la práctica proyectos alternativos, nacidos de coyunturas particulares y con su propia lógica que, sin embargo, se encuentran ligados a la transición democrática en la medida en que comparten la historia nacional y generan interacciones sociedad-Estado, producien- do un ambiente político que opera como punto de referencia para la misma transición. Los casos que expondremos aquí son: el movimiento de trabaja- dores de la empresa pública de transporte urbano Ruta 100 (1981- 1996), el movimiento estudiantil de la Universidad Nacional Autó- noma de México (UNAM), encabezado por el Consejo General de Huelga (1999-2000), y el movimiento de pobladores de San Salvador Atenco contra la construcción del nuevo aeropuerto de la ciudad de México (2001-2002). Nos apoyaremos para su descripción en una estrate- gia fenomenológica, en el sentido dado por los clásicos de esta co- rriente (Husserl, Heidegger, Merleau-Ponty), y en tal medida habla- remos del mundo vital de los actores sociales, entendido como el mundo de las representaciones cotidianas no cientificistas, así como de los elementos que le dan consistencia objetiva, como el cuerpo, el tiempo, el espacio, el lenguaje y las cosas, elementos que pueden darnos un “sentido” de la acción más allá de las determinaciones econo- micistas. Para la crítica del conjunto de acciones partiré de la “críti- ca de los movimientos sociales”, en la que he debatido acerca de la ambivalencia de la modernidad: la democracia y la igualdad social. Los tres casos de movimientos sociales que aquí presento vivie- ron la transición mexicana de diferentes maneras. Cada uno tiene su propia historicidad y su dinámica conflictiva, acercándolos o alejándolos de las corrientes democratizadoras. A simple vista nos parecen historias totalmente distintas entre sí, con temporalidades y espacialidades singulares. Sin embargo, trataré de argumentar la forma en que los tres movimientos tienen relación con el conflicto sociedad-Estado en México, dentro de la connotación de desobedien- cia civil, dándoles sustancialidad a partir de sus propios proyectos y acciones.
  • 5. Movimientos sociales en la transición mexicana 75 UN SINDICATO REVOLUCIONARIO La antigua línea de autobuses Lomas-Reforma en la ciudad de Mé- xico, la ruta 100, fue una de las semillas que dio vida al sindicato de trabajadores del transporte del Distrito Federal. Esta organización, formada básicamente por los choferes, mecánicos y empleados admi- nistrativos, nació en 1981 ante las presiones sociales desatadas por el mal funcionamiento del servicio y los continuos conflictos entre trabajadores y empresas. El regente Hank González, uno de los más duros de que se tenga noticia, decidió estatizar al finalizar ese año, con el aval de su jefe inmediato, el presidente José López Portillo, los 7,800 camiones de los permisionarios, los miembros del legen- dario “pulpo camionero”. El problema laboral que surgió entonces fue la conformación del sindicato que, de acuerdo con las prácticas tradicionales, quedaría corporativizado dentro de los sectores so- ciales pertenecientes al Partido Revolucionario Institucional (PRI), en particular en la legendaria Central de Trabajadores de México (CTM), como era la costumbre en el autoritarismo del régimen priísta. Hubo entonces pugnas entre los dirigentes de esa enorme corporación obrera y los asesores legales de una fuerza emergente de izquierda, la pequeña pero combativa Unidad Obrera Independiente (UOI). Los abogados y líderes de esa organización, Juan Ortega Arenas y Ri- cardo Barco, fueron encarcelados por varios meses (Aranda, 2001: 51). No obstante, los trabajadores tendieron a organizarse por fuera de la vieja central. En respuesta, y buscando controlar al sindicato, Hank González promovió, después de realizar cambios en los estatu- tos laborales que desplazaban la participación de la CTM, la afiliación de los choferes a la Federación de Sindicatos de Trabajadores del Estado, parte de la Confederación Nacional de Organizaciones Populares (CNOP), también priísta. Sin embargo, al año siguiente, encabezados por quien sería de manera definitiva su líder, Ricardo Barco, nace- ría el Sindicato Único de Trabajadores de Autotransportes Urbanos de Pasajeros Ruta 100 (SUTAUR-100), que ganó la titularidad de la re- presentación laboral. El nuevo sindicato se separaría abiertamente de los caminos institucionales, como lo habían llevado a cabo los sindicatos universitarios o el de los telefonistas durante el periodo llamado de “insurgencia sindical”. SUTAUR-100 fue un sindicato con un discurso marxista ortodoxo, con poco más de veinte mil traba- jadores con amplias prestaciones sociales y con seguridad laboral,
  • 6. 76 Armando Cisneros Sosa y con una importancia estratégica indiscutible en el funcionamien- to de la ciudad, lo que lo hacía potencialmente un actor de conside- ración en el terreno político de la ciudad de México.2 Las primeras acciones de SUTAUR-100 se produjeron durante la presidencia de Miguel de la Madrid, uno de los primeros impulso- res de la reforma política, época también de la regencia de Ramón Aguirre, quien daría una excesiva permisividad al sindicato. Éste se encaminó, prácticamente sin obstáculos, a tratar de extender su in- fluencia y a “acumular fuerzas” con miras a jugar un papel prota- gonista en un cambio radical del Estado. Estableció en ese sentido relación con diversos movimientos emergentes, como la Coordina- dora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) y la Coordi- nadora Nacional del Movimiento Urbano Popular (Conamup). Esta última parecía ser una organización directamente coincidente con el sindicato por la relación entre colonias populares y transporte y, en todo caso, una posible compañera de lucha. La Conamup, con sus propias pugnas internas (que finalmente desembocarían en la decisión casi unánime de participar en las elecciones), finalmente se apartaría del proyecto de Ruta 100. En cambio, el sindicato sí tendría influencia entre algunas organizaciones populares menores y más radicales, como el Frente Popular Francisco Villa, con las cuales formaría en 1983 el Movimiento Proletario Independiente (MPI). A principios de septiembre de ese año unos dos mil trabajadores invadieron 35 hectá- reas de San Andrés Totoltepec, en el límite sur de la ciudad, tratan- do de conseguir terrenos bajo la presión de su condición sindical y la alianza con los demandantes de tierras para vivienda, pero fueron desalojados a los pocos días. El marco teórico de la estrategia del MPI fue expresado por Ricardo Barco de la siguiente manera: I. Luchar por todos los medios posibles para lograr los cambios favo- rables al pueblo mexicano. II. Independencia política y económica frente al Estado burgués mexi- cano y los organismos o partidos con él comprometidos. 2 Varios fideicomisos estaban a nombre del sindicato (defunciones, fondo de resistencia, cons- trucción de local sindical, vivienda, actividades culturales y unidades de producción). Obtuvo, además, 24 predios en los municipios conurbados de la ciudad de México y recau- daba sólo por concepto de cuotas sindicales más de veinte millones de pesos al año (Trueba, 1995: 37-38).
  • 7. Movimientos sociales en la transición mexicana 77 III. Promover la unidad con todas aquellas organizaciones que se pro- nuncian y actúan, honesta y decididamente, por la liberación de nuestra patria. IV. Solidaridad con todas las luchas del movimiento obrero internacio- nal, contra el imperialismo y en pro de la paz mundial. V. Contribuir a la organización clasista de los obreros del campo y de la ciudad hacia la toma del poder político, como paso necesario en la ins- tauración de una sociedad sin explotados, donde las fábricas y la tierra pasen a ser propiedad colectiva de los trabajadores (González, 1996: 13-14). En síntesis, “lucha de clases”, junto con “las organizaciones que actúan honesta y decididamente, por todos los medios posibles”, con “independencia del Estado burgués” y “de los partidos”, para “la toma del poder político”. Un programa para la creación de un enorme frente popular que derrocaría al régimen y haría posible la revolución socialista. Tal proyecto parecía factible en la perspectiva de los líderes del MPI, pero como en la práctica no se daba las accio- nes quedaban enmarcadas objetivamente dentro de un esquema de movimiento social dentro de las condiciones de un régimen cuasi- democrático. Discurso y acción no sólo se contraponían por la natural distancia entre teoría y práctica, sino porque en la realidad histórica del país estaba lejos de anidar un proceso revolucionario como el que anunciaba el movimiento. La legitimidad del régimen priísta en los años ochenta, cuando acababa de lanzar la reforma política, era to- davía muy amplia. Como parte de su plan el MPI organizaba “cursos de oratoria, debates, mesas redondas, conferencias, seminarios, talle- res, obras de teatro y [proyección de] cine” (Aranda, 2001: 55), bus- cando hacer de la militancia proletaria el germen de una verdadera revolución cultural y política. Así, durante sus primeros años la fuer- za estratégica del sindicato se sumó con el activismo de sus militantes y la oportunidad que abría el régimen de Miguel de la Madrid a la disidencia, permitiéndole el desarrollo de una cierta influencia en colonias populares de la ciudad de México. Aranda estima que unos treinta mil habitantes de colonias populares eran miembros del MPI, que sumados a los trabajadores de SUTAUR alcanzarían unos cincuenta mil militantes durante su periodo de auge. Un cambio absoluto de las condiciones llegó en la presidencia de Carlos Salinas, con Manuel Camacho como regente del Distrito
  • 8. 78 Armando Cisneros Sosa Federal. En los primeros meses del nuevo gobierno, el 3 de mayo de 1989, el sindicato demandó un aumento salarial de 100%, confiando plenamente en su importancia estratégica y su capacidad de resis- tencia. El gobierno ofreció 12% y luego 14%, pero el sindicato decidió lanzarse a la huelga (Aranda, 2001: 140). El tribunal de arbitraje la- boral declaró ilegal la huelga, al tiempo que el ejército y la policía prestaban su servicio público durante todo el conflicto, desactivan- do la presión de los trabajadores. En esa ocasión el sindicato perdió no sólo la huelga, sino incluso alrededor de siete mil de las veinte mil plazas laborales que tenía. Además, Barco y los principales diri- gentes fueron encarcelados durante más de un año. Después de lo acontecido SUTAUR-100 y el Movimiento Proletario Independiente si- guieron apoyando a otros movimientos nacionales e internacionales, pero su fuerza se había reducido notablemente y sus acciones deja- rían de tener resonancia pública. La administración Salinas-Camacho, más estricta que la anterior, había herido sensiblemente al sindicato. Una decisión institucional todavía más severa recayó sobre el sindicato con el último régimen designado del Distrito Federal, el de Óscar Espinoza Villarreal (1994-1997). A unos cuantos meses del inicio de su gobierno, el 6 de abril de 1995, el organismo Ruta-100 fue oficialmente declarado en quiebra. Barco y otros líderes del sin- dicato fueron enviados a la cárcel por acusaciones de fraude de un grupo disidente nacido dos años antes. El secretario de Transporte y Vialidad, Luis Miguel Moreno, justificaría la quiebra como sigue: No cuadran las cifras entre los camiones pagados y los facturados, así [como] tampoco cuadran con los que circulan y están en los talleres; exis- ten irregularidades en las compras de refacciones, en sus precios; los inventarios son vendidos nuevamente y existen evidencias de que se ven- den, aun, llantas nuevas y motores sin usar [...]. Las cifras se inflan en la facturación, los gastos son excesivos y no son reales. Existen 2,800 camio- nes y más de 3,000 autobuses inventariados [...]; el subsidio rebasa los 915 millones de nuevos pesos [...] y el 50% son para pagos de horas extras (González, 1996: 56). El Estado había puesto en marcha la desaparición de la empre- sa y del SUTAUR-100. Los trabajadores realizarían a partir de ese momento una desesperada campaña de defensa de la fuente labo- ral y de recolección de fondos por toda la ciudad. Mítines y movi-
  • 9. Movimientos sociales en la transición mexicana 79 lizaciones fueron consignados por la prensa, al tiempo que se pro- dujeron varios acontecimientos que conmocionaron a la opinión pública, entre ellos la muerte del magistrado Polo Uscanga.3 La com- binación de una intensa acción callejera con líderes de los trabaja- dores en la cárcel y sangre en medio del conflicto provocó, ante la opinión pública, la imagen de un movimiento sumamente confuso y polémico. Más que buscar entender el proceso las posiciones se radicalizaron para apoyar o denostar al sindicato. En la práctica, lo que estaba realizando SUTAUR-100 era un fuerte movimiento social de reacción conservadora frente al desmantelamiento de una empre- sa estatal viciada. A su vez, la acción institucional, francamente neo- liberal, estaba tirando el agua sucia con todo y niño. Para un Estado radicalmente neoliberal las prácticas corruptas exigían la desapari- ción de la empresa. Para el sindicato la empresa aún era rescatable. El gobierno de Zedillo-Espinoza, poco inclinado hacia la política, fue inflexible ante el sindicato, y la muerte definitiva de la empresa fue pactada al año siguiente. Sindicato y autoridades de la ciudad acorda- ron que Ruta 100 desaparecería y que se privatizarían los diferentes módulos que había en la ciudad. Al sindicato se le entregarían cinco mó- dulos, con lo cual los trabajadores se convertirían en empresarios del transporte. Más tarde, el primero de julio de 1996, los líderes sindicales saldrían libres para dedicarse al cumplimiento de los acuer- dos, no sin la resistencia de la fracción disidente, con la cual manten- drían confrontaciones perennes con nuevas acusaciones de corrupción. En todo caso, sobre las ruinas de un sindicato revolucionario sur- girían varias cooperativas para la prestación del servicio de trans- porte en la ciudad de México. No había sido simplemente la apli- cación del neoliberalismo en el transporte de la ciudad. Lo que había presenciado la urbe era la mutación trágica de un gremio, original- mente estatal y de oposición extrema, que se convirtió en un conjunto de grupos de taxistas y concesionarios. 3 Un día antes de la muerte de Polo Uscanga, el 19 de junio de 1995, había aparecido muer- to Priego Chávez, el fiscal, y en abril, a unos días de declarada la quiebra, Luis Miguel Moreno, el secretario de Transporte y Vialidad. Ninguno de estos casos se aclaró plenamente (González, 1996).
  • 10. 80 Armando Cisneros Sosa UN MOVIMIENTO ESTUDIANTIL INTRANSIGENTE Las dos reformas financieras que se han intentado en los últimos años en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la ma- yor de México, han fracasado rotundamente. El saldo: la renuncia de un rector y dos huelgas que han puesto en crisis la función de la universidad. Pocos funcionarios universitarios serían tan temerarios como para intentar nuevamente una reforma de cuotas a la inex- pugnable ciudadela universitaria, y los más tenderían a seguir los consejos de Maquiavelo: “Siempre que se respeten sus costumbres y las ventajas de que gozaban los hombres permanecen sosegados” (Maquiavelo, 1971: 2). Para las nuevas generaciones de estudiantes universitarios la gra- tuidad de la educación asume el carácter de una conquista de la Revolución Mexicana o, en todo caso, de privilegio de un Estado de bienestar que se ve amenazado por el Fondo Monetario Internacional o alguna otra entidad global. Rebelándose contra las políticas neoli- berales, que implican una revisión financiera de las instituciones, los nuevos universitarios han asumido un papel neoconservador. Para- dójicamente, los críticos del sistema se convirtieron en duros defen- sores de las condiciones educativas establecidas en la UNAM por el viejo Estado social.4 4 En México no se ha hablado mucho, tradicionalmente, de Estado de bienestar, lo que puede obedecer a razones históricas particulares. Cuando nos hemos referido a las instituciones que atienden necesidades específicas de la sociedad hablamos, preferentemente, de nacionalismo, populismo o justicia social. Esta ausencia tradicional del concepto de Estado de bienestar puede explicarse por dos razones. Primero, porque en México el Estado de bienestar no ha tenido la fortaleza alcanzada en países como los de Europa occidental o Estados Unidos. No ha habido, por ejemplo, seguro de desempleo o una amplia política de vivienda estatal en renta. Los niveles de pobreza en México han colocado como reivindicaciones fundamentales aspectos que en países de capitalismo desarrollado se dan por superadas. Agua potable o lotes urbanos son reivindicaciones que pueden ser masivas en México y que en otros países son impensables. Por ello podemos decir que, en términos relativos, el Estado mexicano no puede calificarse como un Estado de bienestar de primer nivel. En todo caso sería un Estado de bienes- tar de país atrasado. La segunda razón está en el carácter nacionalista del más importante régimen social del siglo XX en México, el de Lázaro Cárdenas. La reforma agraria, la organi- zación y defensa laboral o los repartos de lotes urbanos promovidos por el cardenismo están asociados al nacionalismo de la expropiación petrolera y al concepto de nación como con- junto social o, como diría Rousseau, como el soberano. Tal vez la fundación de esta idea de nación tendría que buscarse en los Sentimientos de la Nación de Morelos, con su demanda igualitaria y social. La nación en México, como en otros países de América Latina, ya lo advertía Germani, tiene una connotación popular y social, a diferencia de algunos países europeos en donde el concepto de nación estuvo asociado a un proyecto totalitario y de clases medias. Los intereses de la nación son los intereses del pueblo y, en ese sentido, los regímenes
  • 11. Movimientos sociales en la transición mexicana 81 Repitiendo el error de su antecesor, Jorge Carpizo, quien en 1987 había desatado una huelga que congelaría un primer intento de re- forma, el rector en turno, Francisco Barnés, presentó el 4 de febrero de 1999 un nuevo sistema de cuotas, proponiéndose incrementar los pagos por inscripción y servicios de veinte centavos hasta un total aproximado de 600 pesos por semestre. La razón era válida en térmi- nos contables. La universidad necesitaba más recursos y la Cámara de Diputados había limitado el presupuesto de ese año, todavía bajo el efecto del desastre económico de 1994-1995. Como era obvio, la comunidad universitaria reaccionó casi por acto reflejo. En los si- guientes días se organizaron asambleas estudiantiles para preparar la defensa. Al final de mes, sin darse cuenta del crecimiento del vol- cán, las autoridades universitarias aprobaron el proyecto del rector. Cuarenta y ocho horas después diez mil estudiantes marchaban con- tra el “Plan Barnés”. En las semanas siguientes pararon más de veinte escuelas superiores y de bachillerato por dos días, y el 20 de abril, con el Consejo General de Huelga (CGH) al frente, dio inicio una de las más largas huelgas de la historia de la UNAM, quedando en jaque la consistencia de la institución, aun cuando los centros de investigación continuaron operando. El día 23 se realizaría una multitudinaria marcha al Zócalo, con alrededor de setenta mil participantes, en la que una estudiante murió atropellada por un autobús. Justo un año después, el 23 de abril de 2000, se reiniciaron las clases después del cambio de rector, con los aumentos derogados y los principales líde- res estudiantiles en la cárcel, que saldrían libres al poco tiempo. Un punto esencial para el análisis de este movimiento lo consti- tuye el vaivén de su legitimidad. ¿Quién tenía la razón?, ¿era justo mantener las cuotas bajas?, ¿era necesario aumentarlas? Todo pare- cía reducirse a un problema económico, lo que hacía factible un aná- lisis neomarxista, como el realizado por Wallerstein, por ejemplo: neoliberalismo versus clases populares. Sin embargo, la figura del Estado de bienestar, los márgenes de la discusión democrática y las ten- dencias presentes en el movimiento exigían un análisis más complejo. Por una parte estaba, pese a las crisis y las reformas neoliberales, la subsistencia del Estado social mexicano, con sus instituciones, frente nacionalistas, desde el varguismo hasta el priísmo, pasando por el aprismo y el peronismo, han sido regímenes nacionalistas y populares, lo que traducido al discurso de la sociología política occidental significa la formación de Estados de bienestar.
  • 12. 82 Armando Cisneros Sosa a las grandes necesidades del país. La educación, componente cen- tral del modelo, ha significado la posibilidad de capilaridad social o, en términos menos ambiciosos, el acceso de todos a la enseñanza superior. No obstante, en tanto el Congreso limitara los recursos des- tinados a la universidad ésta necesitaría de otras fuentes, y la más directa eran los propios estudiantes. La propuesta de aumento a las cuotas en realidad no resultaba excesivamente onerosa para la ma- yoría de los estudiantes, y tal vez un debate financiero bajo condi- ciones de legitimidad política podría haberla reducido al mínimo, pero para muchos estudiantes el punto inamovible era mantener la educación gratuita. “La educación pública es una conquista nues- tra, de la clase trabajadora,” advertían algunos en tono legitimista (Moreno y Amador, 1999: 118). En todo caso, el debate central, gra- tuidad-no gratuidad, colocaba las cosas más allá de la universidad y el conflicto se convertía en un problema ubicado en el ámbito del di- seño del presupuesto nacional. No obstante, la autonomía universi- taria ponía las condiciones para que el asunto se debatiera interna- mente y para someter a la prueba de la reflexividad la capacidad de la propia universidad para dirimir sus diferencias y llegar a posicio- nes que reforzaran su viabilidad. Las condiciones de la movilización estudiantil eran, por otra parte, inmejorables. En 1999 había espacios mucho más democráticos que los conocidos por las generaciones anteriores. Podríamos decir que la “estructura de oportunidad política” era favorable a los estudiantes. No solamente estaba sobre la mesa la autonomía universitaria, sino también, por ella misma, un cierto distanciamiento del régimen ze- dillista, del tipo “no veo, no siento, no me involucro” y, al mismo tiempo, las elecciones presidenciales estaban en puerta, con todos los partidos hablando de democracia. Además, la figura del rector Barnés había resultado muy frágil a los embates estudiantiles. A las primeras reacciones en contra aceptó diferir la aplicación de las cuo- tas; luego ofreció que las cuotas serían voluntarias, con lo cual daba prácticamente el triunfo a los huelguistas, aunque éstos no acepta- ron, y fue hasta tres meses después que inició una serie de encuentros con los inconformes, sólo para quedar rotos a los diez días de ini- ciados. Posteriormente se comportó en los hechos como un estudiante más y decidió encabezar un mitin con antiparistas; en seguida rechazó la oportunidad de una propuesta del CGH por flexibilizar las deman- das, para inmediatamente tratar de volver a acercarse a los estudiantes
  • 13. Movimientos sociales en la transición mexicana 83 creando una comisión de contacto. El rector había caído en el juego. Como corolario, el CGH “le pidió” la renuncia y quince días después, el 13 de noviembre de 1999, Barnés renunció. La diversidad de tendencias en una universidad con una matrícu- la de más de 200 mil estudiantes fue otro elemento clave en el de- sarrollo de los acontecimientos. En la izquierda radical estaban los “ultras”, incubados en grupos neomarxistas; al centro estaban los so- cialdemócratas, con vínculos con el PRD, y otra gama del centro y la derecha estaban en diversas asociaciones, mientras que muchos alum- nos se mantenían sin filiación clara. Entre estos últimos hubo quienes querían continuar las clases e incluso trataron de retomar las insta- laciones en diferentes momentos de la huelga. Las asambleas, meca- nismo clásico de discusión estudiantil, fueron ganadas por los radi- cales, que impusieron la línea dura: todo o nada, diálogo bajo sus condiciones y hasta reventar a las autoridades universitarias. Para ello había que imponer una posición porque, como señalaban los “ultras”, “la huelga no se vota ni se decide, sino que se construye como un proceso de lucha” (Moreno y Amador, 1999: 164). Ese proceso de lu- cha, claramente autoritario, aparecía como la voluntad “revolucio- naria” de pequeños grupos, la “vanguardia”, y se impondría en las asambleas con estrategias de control estricto, como la presentación de acuerdos previos en la madrugada o en horas de mayoría segura. La reiteración del argumento por los diferentes militantes hacía apa- recer el punto como consenso y, cuando todo fallaba, se imponía la purga de los disidentes o simplemente se violaban las reglas. Apare- cían los pleitos, empujones, gritos y decisiones impuestas por peque- ños grupos. Ellos tenían la “razón histórica”, eran la línea correcta. La sociedad se iba a dar cuenta de ello. Los mismos estudiantes que no participaban, la gran mayoría, estaban ante su mirada “tácita- mente” de acuerdo con ellos, y las autoridades, si no reprimían, de- berían ceder. Ni el llamado de los profesores eméritos, el 28 de julio, en el que se reconocían las demandas de los estudiantes, fue acep- tado por la dirigencia “ultra” como punto para una solución. Todo era insuficiente para la estrategia de la confrontación permanente. A partir de agosto la legitimidad de la huelga ante la opinión pública cayó por los suelos. La oposición clara de los medios masivos de comunicación, que en un principio habían dado curso a las pro- puestas estudiantiles, mellaba al movimiento. Los “ultras”, sumidos en la intransigencia, defendiendo una huelga que definían como
  • 14. 84 Armando Cisneros Sosa “popular, revolucionaria, prolongada, ininterrumpida, por etapas, hacia el socialismo”, organizaron todavía algunas manifestaciones, como la del 2 de octubre de Tlatelolco al Zócalo y la muy polémica del Periférico. Sin embargo, la mayoría estudiantil se fue alejando del conflicto, dejando a los más radicales prácticamente solos y, al final, sólo unos mil estudiantes se mantenían en pie de lucha. La salida del conflicto llegó con el nuevo rector, Juan Ramón de la Fuente, un médico prestigiado y secretario de Salud. Primero in- tentó el diálogo con los estudiantes, que se manejaron, de acuerdo con algunos intelectuales, como una “minoría intolerante”; después realizó un plebiscito en el que 80% de la comunidad se pronunció por levantar la huelga; fue entonces que decidió entregar personal- mente los resultados del plebiscito a los huelguistas quienes, por su- puesto, lo rechazaron. Finalmente, el 6 de febrero de 2000 solicitó la entrada de la policía para retomar el campus de Ciudad Universitaria. Los estudiantes radicales habían rechazado, así, unas reformas universitarias parciales, bajo la consigna de mantener la continui- dad virgen del Estado de bienestar. Esa bandera los llevó al triunfo y, con una estrategia de izquierda extrema, los condujo también al fracaso político. Los líderes de la intransigencia quedaron despresti- giados, la universidad dañada y, al mismo tiempo, prevaleció el statu quo frente a la posibilidad de una, más que modernización, simple actualización institucional contable intentada sin la más mínima sen- sibilidad política. EL MUNDO VITAL DE UN PUEBLO5 En la sociología clásica la comunidad es el origen. Vista como inte- gración de clanes que conforman un orden moral particular, una solidaridad mecánica-natural (Durkheim), o como cuerpo social que bajo los principios de la política dio paso al ayuntamiento (Weber), la comunidad vecinal constituye una de las bases analíticas de lo so- cial. La interacción que ahí surge como resultado de la experiencia cotidiana, con un espacio y un tiempo comunes, implica una conexión con la tierra, y convierte a la comunidad en un organismo con fuer- 5 Agradezco la información socioeconómica proporcionada para este caso por Enrique Mo- reno Sánchez.
  • 15. Movimientos sociales en la transición mexicana 85 tes vínculos de carácter cultural hacia adentro, y con una actitud claramente defensiva hacia fuera. Si partimos de Habermas, la oposi- ción ambivalente entre el mundo vital y los sistemas resulta igual- mente aplicable a la relación entre comunidad y poder. ¿Cuál fue el signo del movimiento de resistencia a la construc- ción del nuevo aeropuerto internacional de la ciudad de México, realizado exitosamente por los ejidatarios y vecinos de San Salvador Atenco y otras comunidades cercanas? Para una cierta perspectiva de izquierda ese movimiento fue la confrontación entre las políticas neoliberales y el poder popular, mientras que para la racionalidad utilitaria de derecha fue sólo un problema de precios de las indem- nizaciones, y para el neoconservadurismo neoliberal fue la incapa- cidad del Estado frente a los “grupos violentos” que se oponían a la modernización del país. En la perspectiva del liberalismo político de Rawls y de la fenomenología clásica estaríamos ante un caso claro de desobediencia civil ante la colonización del mundo vital. A diferencia de otros municipios de la zona conurbada de la ca- pital del país, San Salvador Atenco es un lugar tranquilo habitado por maquiladores de suéteres y artesanos que tejen fajas de algodón o que elaboran tamales o merengues, y que además cuenta con obre- ros, profesionistas, prestadores de servicios y, todavía, algunos cien- tos de campesinos. Pese a la diversidad ocupacional, la mayoría de sus 34 mil 500 habitantes se dedican fervorosamente, año con año, a las celebraciones del ritual católico, en especial al carnaval, con su baile y su competencia de comparsas, así como al festejo de su santo patrón, “El Divino Salvador” (Nivón, 2003). Alejado de las grandes vías de comunicación de la región San Salvador Atenco es práctica- mente un nicho apenas alcanzado por el fragor del crecimiento urbano de la ciudad de México. No tiene taxis y en sus calles el transporte público se realiza en bicitaxis. Además, los que tienen coche no aca- tan, por disposición del ayuntamiento, el programa “Hoy no circula”, el cual prohíbe en toda la zona metropolitana el uso de los automó- viles viejos un día a la semana. ¿Cómo es que una pequeña comunidad apenas urbanizada, un conjunto de cinco pueblos y varias colonias, impidió al gobierno del cambio, vencedor rotundo del PRI en las elecciones del 2000, la cons- trucción de un nuevo aeropuerto? Ante la amenaza de una mega obra pública, el poder comunitario brotó a plenitud. A la lógica operativa del sistema político se con-
  • 16. 86 Armando Cisneros Sosa trapuso una certera y firme resistencia de familias aglutinadas en lo que se llamó el Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra, dirigido por Ignacio del Valle, un militante de izquierda que había organi- zado años antes algunas movilizaciones para obtener recursos para la comunidad. En esta ocasión el estallamiento de la ira popular con- tra el aeropuerto fue tal que, acusado de complicidad con el gobier- no federal, el ayuntamiento tuvo que salir de la cabecera municipal hacia un pueblo del interior del municipio, dejándole el espacio po- lítico central a los insurgentes. El poder fue, entonces, sólo poder popular. La lucha, asentada en buena medida sobre las raíces religio- sas de la comunidad, incluyó misas para pedir la protección del “Di- vino Salvador” y, en el día de la Candelaria, la colocación de un ma- chete en la mano del Niño Dios. También fue una lucha intensa en el terreno de la presión política. Mujeres, hombres, jóvenes, niños salieron de su mundo vital y bloquearon los accesos a Atenco, clau- suraron las oficinas de la Procuraduría Agraria en Texcoco y se vol- caron en manifestaciones hacia el Zócalo y las avenidas principales de la ciudad de México. A pie, a caballo, en camionetas y tractores, gritando, levantando banderas nacionales, machetes e imágenes de Zapata, los atenquenses realizaron decenas de marchas y moviliza- ciones entre el 21 de octubre del 2001, cuando se anuncia el proyec- to del aeropuerto, y el 2 de agosto de 2002, cuando se canceló. Uno de los momentos más críticos se produciría hacia el final del con- flicto. El 11 de julio, a raíz de un enfrentamiento con las autoridades del estado de México, fueron detenidos varios de sus líderes y en re- presalia los atenquenses secuestraron a otros tantos funcionarios estatales. Policías y soldados rodearon entonces el pueblo, mientras los atenquenses levantaban trincheras. Después de cuatro días de tensión los dirigentes fueron puestos en libertad bajo fianza y los atenquenses liberaron a los funcionarios. Al poco tiempo un pobla- dor moriría como resultado de la trifulca. El celo de la lucha de los atenquenses se ganó de inmediato un reconocimiento público. La legitimidad del movimiento era evidente ante la opinión pública. Algunos se sentían amenazados por los ma- chetes que enarbolaban los rebeldes, pero muchos aceptaban el ca- rácter simbólico que así generaban, como trabajadores del campo. “La tierra es nuestra madre”, decían los atenquenses, y el gobierno no podía quitárselas, menos aún a razón de siete pesos por metro cuadrado. Ignacio Burgoa, maestro emérito de la UNAM, promovería
  • 17. Movimientos sociales en la transición mexicana 87 desde los primeros meses del conflicto un amparo contra la expro- piación,6 mientras que el ayuntamiento vecino de Texcoco, municipio también parcialmente afectado, entablaría una controversia consti- tucional contra la federación. Al mismo tiempo, con declaraciones públicas o con participación directa en las movilizaciones, Atenco tuvo el apoyo de importantes sindicatos, como el de maestros, el de electricistas, el de los trabajadores de la Universidad Autónoma Me- tropolitana y el de la empresa Euskadi, así como de organizaciones de campesinos de comunidades del estado de México y de otros esta- dos, de asociaciones ecologistas, de estudiantes de la vecina univer- sidad agraria de Chapingo, de la escuela normal El Mexe y de otras universidades, incluyendo lo que quedaba del CGH. También reci- bieron apoyo del Frente Popular Francisco Villa y de los partidos po- líticos entonces de oposición, en especial del PRI y del PRD, e incluso de organizaciones antisistémicas de otros países, como el grupo “Ya basta” de Italia. Más aún, la mayor parte de los medios de comuni- cación promovieron posiciones a favor de Atenco. Como lo advierte el estudio de Velásquez (2004: 60), los atenquenses contaron, en términos de movilización de recursos, con toda una “red de orga- nizaciones solidarias”. El gobierno, que se había visto lento en la gestión social del aero- puerto, poco lograría en la negociación con los atenquenses cuando el movimiento estaba ya en marcha. Llegó a ofrecer hasta medio mi- llón de pesos por hectárea pero la resistencia seguía. “No queremos más dinero por nuestra tierra [...] que nos la dejen como está”. Los funcionarios públicos y el mismo presidente Fox tuvieron que reco- nocer, poco a poco, que la defensa comunitaria de la tierra era más fuerte que el proyecto del aeropuerto. La balanza finalmente se inclinó a favor de los atenquenses durante la visita a México del papa Juan Pablo II a finales de julio. El presidente, que había recibido al papa con el mismo fervor que miles de mexicanos, anunció varios días después de la visita que el proyecto del aeropuerto se cancelaba. Tal derrota, paradójicamente, le acreditaría nuevos bonos políticos. 6 Es interesante el caso del licenciado Burgoa, que había lanzado críticas severas al movimien- to del CGH y que ahora apoyaba a los atenquenses, que enarbolaban un discurso radicalmente equivalente al de los estudiantes huelguistas. Tal vez la explicación de tan diferentes posi- ciones frente a dos movimientos muy cercanos en el tiempo y en el discurso haya sido una tendencia de Burgoa a defender las instituciones bajo el régimen tradicional priísta y a atacarlas bajo el nuevo régimen panista.
  • 18. 88 Armando Cisneros Sosa La victoria de Atenco se convirtió en una gran fiesta. El pueblo había triunfado en una lucha intensa contra un proyecto de moder- nización institucional emprendido sin estrategia social. No obstante, un efecto perverso surgió a la par que la legitimidad que habían ganado los líderes del pueblo con la victoria. Atrincherados en una posición anarquizante, los dirigentes del Frente de Pueblos en De- fensa de la Tierra se opusieron a las elecciones municipales del 9 de marzo de 2003, cerrando casillas y obligando a que el proceso perdiera legitimidad. “No necesitamos elecciones”, decían, es el mo- mento del poder popular. La mayoría de los atenquenses, sin embar- go, quería el retorno a la legitimidad institucional y la vía electoral fue retomada. El tiempo apaciguaría los ánimos. Las nuevas eleccio- nes se realizarían el 12 de octubre de ese mismo año, con el triunfo del PRI. La comunidad volvería al curso original de su vida cotidiana, del que no debió salir nunca, al mundo vital que ya tenía y que ahora había recuperado y fortalecido con un movimiento histórico. LA COLISIÓN SOCIEDAD-ESTADO A partir de las experiencias citadas puede advertirse que una parte central de la dinámica de los nuevos movimientos sociales en Mé- xico obedece a la defensa del mundo vital frente a los imperativos del Estado, aun cuando asuman el carácter de una modernización institucional. Los casos concretos nos hablan de grupos sociales de- fensivos frente a una práctica institucional que ya no puede ejercerse sin reacción. Los trabajadores de Ruta 100 defendieron sin éxito una condición laboral empañada por corruptelas; los estudiantes de la UNAM enarbolaron a ultranza la defensa de un Estado social con cuotas educativas simbólicas sin ganar legitimidad política; y los habitantes de Atenco preservaron sus tierras y formas de vida frente a un proyecto urbano socialmente torpe. Sin embargo, más allá de la contraposición general sociedad-Estado, que puede además definirse como una resistencia contra la modernidad, se advierte dentro de la lógica histórica la emergencia de actores sociales con discursos y for- mas de lucha particulares. En el caso de Ruta 100 es visible la mano dura del viejo régimen político, pero la salida que se da al conflicto, aun cuando están de por medio hechos violentos, desemboca en una transformación radical
  • 19. Movimientos sociales en la transición mexicana 89 de la organización de los trabajadores, no exenta de contradicciones internas, quizás las mismas que los llevaron al declive. ¿Qué signi- ficó la reforma del sistema de autobuses para el antiguo sindicato? Es difícil responder plenamente, pero es evidente que un discurso de corte neomarxista, que se había sostenido por más de una década como bastión de la “revolución” desde dentro, dio paso a una condición la- boral de corte cooperativista, como forma alternativa para la pres- tación de un servicio. Los trabajadores serían ahora dueños de los medios de producción, pero al costo de la pérdida de sus condiciones laborales como trabajadores del Estado. En la Universidad Nacional los “ultras” perdieron una larga huelga que había alcanzado enorme legitimidad en sus primeros días bajo la argumentación de la edu- cación gratuita. En realidad los “ultras” perdieron toda legitimidad política por la aplicación de una estrategia intransigente, que daba a la huelga la denominación de “revolucionaria”, encubriendo obse- siones deterministas. No obstante, al final los estudiantes lograron mantener el sistema de gratuidad de la enseñanza universitaria. En Atenco la comunidad ganó, en legítima defensa, lo que ya tenía, lo que a la luz del conflicto se revitalizaba: un mundo vital en los már- genes de la modernidad. La combativa movilización social de los atenquenses, una clara desobediencia civil, quedó plenamente jus- tificada y fue apoyada socialmente, si bien después del triunfo des- puntaría en la estrategia de la dirigencia la utopía de una sociedad que podría actuar sin instituciones democráticas. La corrección guberna- mental, una evidente autocrítica, no puede ser vista más que como reacción democrática y como un acto de justicia. En la confrontación que aquí hemos registrado entre el Estado y los movimientos sociales en México no hay un desenlace político ejemplar. Se trata de una oposición que podría definirse genérica- mente como un conjunto de intervenciones públicas socialmente cues- tionadas, frente a las cuales se levantaron movimientos que han actuado sobre los espacios de participación ganados por décadas de fortalecimiento de lo social y de impulso de la transición democrá- tica. Podemos advertir incluso que un discurso de izquierda radical ha estado presente en estos nuevos movimientos sociales, lo cual no es descalificable por sí mismo, pero que frente a un escenario de instituciones políticas legitimadas tiene dificultades claras. El pro- blema se ubica en el terreno de la praxis política, en la medida en que el componente ideológico impulsó un conjunto de acciones que
  • 20. 90 Armando Cisneros Sosa no siempre se sostuvieron dentro de una legitimidad pública y de- mocrática. En todo caso, el flujo de la acción colectiva es ahora más viable en el contexto de la transición y aparece como parte del debate sobre las políticas institucionales y los proyectos sociales. En la confrontación sociedad-Estado la idea de justicia social se encuentra a debate. La justicia social, como la base de la legitimidad de cada movimiento, no se nos presenta per se en el discurso de los dirigentes o, automáticamente, en los sujetos de la acción (trabaja- dores, estudiantes o pobladores), menos aún en su propia fuerza de movilización. No podemos decir simplemente, como lo advertiría una teoría estricta de la movilización de recursos, que la nueva correla- ción de fuerzas, por naturaleza legítima, ha surgido de la dinámica de los recursos en acción, como resultado de la fuerza de los hechos. La legitimidad social se nos presenta en la esfera de la opinión pú- blica, en el debate mismo de los proyectos y discursos y en el papel social que juegan los actores. La legitimidad es, por tanto, un asunto de política democrática, finalmente construida bajo la crítica social de las acciones. No hay alguien que dirija una especie de juicio final. Hay una sociedad, estructurada bajo un sistema democrático o en proceso de democratización, que se legitima a sí misma a través de la opinión pública y del debate sobre lo justo y lo injusto, en térmi- nos de igualdad social y democracia representativa. Los medios ma- sivos de comunicación juegan un papel importante en esa definición, pero especialmente lo hacen los actores mismos de los movimientos sociales, que siguen o abandonan a sus dirigentes a partir de su propia reflexividad. Por su parte, para las instituciones aparece también el reto de un ejercicio político consensuado. La intervención social se muestra entonces como fundamental desde el diseño de las acciones públicas hasta la operación y puesta en marcha de cada programa, como mecanismo de justicia institucional. La transición democrática exigiría así, como impulso adicional, la profunda democratización del ejercicio gubernamental. El efecto práctico de estos movimientos sociales ha sido la creación de nuevos equilibrios políticos, como reacomodos institucionales, reforzamiento de mecanismos de intervención pública o claudica- ción de grandes proyectos del Estado. Estos equilibrios han surgido de la confrontación sociedad-Estado, experimentada históricamente como pugna de discursos –a menudo apareciendo como diálogo de sordos–, de acciones y decisiones en un marco institucional poten-
  • 21. Movimientos sociales en la transición mexicana 91 cialmente generador de justicia. No obstante, una historia dura de desenlaces ha aparecido dentro de la maraña de las confrontaciones. No podríamos decir que se ha tratado de desenlaces plenamente pacíficos y democráticos. Han sido los desenlaces tensos que la inter- vención de las instituciones y diferentes fuerzas sociales han pro- ducido en el marco de la transición, en un marco nunca puro, de mayores posibilidades de acción, pero también de tensiones y actos violentos. Hablaríamos, entonces, de un verdadero choque socie- dad-Estado que ha generado una experiencia de justicia recurren- temente traumática. La desobediencia civil en México, o al menos la práctica operativa de los movimientos sociales aquí descritos, se ha desarrollado, en consecuencia, como defensa de un mundo vital que ha salido al mundo de la política durante una transición demo- crática incompleta.
  • 22. 92 Armando Cisneros Sosa BIBLIOGRAFÍA Aranda, J. M. 2001 Un movimiento obrero-popular independiente en México, Universidad Autónoma del Estado de México, Toluca. Blumer, H. 1969 Simbolic Interaccionism. Perspective and Method, Prentice- Hall, Englewood Cliffs, Nueva Jersey. Cisneros, A. 2001 Crítica de los movimientos sociales, Miguel Angel Porrúa- Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Azcapotzal- co, México D. F. 1992 “Crisis y movimientos sociales urbanos”, en E. de la Garza (coord.), Crisis y sujetos sociales en México, Miguel Ángel Porrúa-Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Hu- manidades, Universidad Nacional Autónoma de México. González, J. E. 1996 Ruta 100. La quiebra del Estado de derecho, Planeta, Mé- xico D. F. Habermas, Jürgen 1994 Ensayos políticos, Península, Barcelona. Heidegger, Martin 1997 El ser y el tiempo, Fondo de Cultura Económica, México D. F. Husserl, Edmund 1991 La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología tras- cendental, Crítica, Barcelona. Maquiavelo, Nicolás 1971 El príncipe, Porrúa, México D. F. Merleau-Ponty, Maurice 2000 Fenomenología de la percepción, Península, Barcelona. Moreno, H. y C. Amador 1999 UNAM. La huelga del fin del mundo, Planeta, México D. F. Nivón, E. 2003 La política de la identidad en los movimientos sociales, actas del X Congreso de Antropología, Federación de Asociacio- nes de Antropología del Estado Español, Barcelona, 4-7 de septiembre de 2002 (fotocopias). Poniatowska, Elena 1984 La noche de Tlatelolco, Era, México D. F.
  • 23. Movimientos sociales en la transición mexicana 93 Ramírez, A. 2000 Palabra de CGH, Ediciones Milenio, México D. F. Rawls, John 2003 Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica. Méxi- co D. F. Tamayo, Sergio 1999 30 octubres mexicanos, Universidad Autónoma Metropoli- tana, unidad Azcapotzalco, México D. F. Trueba, J. L. 1995 Ruta 100. Ruta de la muerte, Planeta, México D. F. Velásquez, M. A. 2004 “La violencia y los movimientos sociales en el gobierno de Vicente Fox, 2001-2002”, Región y sociedad, núm. 29, enero-abril, El Colegio de Sonora, Hermosillo.