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Lágrimas de Mayo
Aquella mañana irradiaba como una más de primavera. La dulce armonía de cada uno
de los insólitos rayos de aquel sol te iluminaban la cara, sonreías, te sonreía; ¡qué bonita
la vida cuando tú la haces bonita!. Me levanté con los ojos entrecerrados, buscando, con
una mano apoyada en la cama y con la otra jugando a ser ciega, los surcos de la botella
de agua que ayer compré en la cafetería de abajo.
Tragué un pequeño sorbo de agua, el cual se deslizó silenciosamente por mis labios
hasta mi garganta. Él seguía dormido, no quería molestarle, no sabía lo que le depararía
el futuro ya que si siempre dices nunca, nunca acabará siendo siempre y por supuesto
no quiero que su descanso se convierta en un triste “para siempre”.
Sí, os hablo de mi hijo. Esta es la historia de una madre, cuyo hijo, como decía aquella
doctora, tiene la palabra a la que todos hacemos oídos sordos, la que nadie quiere
escuchar, aquella impronunciable palabra, es “cáncer”.
Triste ironía de la vida, ¿verdad?. Gente con sangre despiadada, cuyo pie en la Tierra no
tiene ni una mera validez, continúan su día a día viviendo, quitando vidas, tal y como si
fuera un videojuego. Pero ahora un niño, que apenas ha vivido, tiene posibilidades de
que pronto su amena, triste y corta vida acabe.
Abrí la cremallera del bolso de mano que me había traído para pasar los días aquí, cogí
el móvil y contesté la llamada: era del padre de mi hijo. Su voz desgarradora me hizo
pensar que algo iba mal, pero no, me preguntó como seguía el niño y si había recibido
nuevas noticias.
Me siento sola, no puedo mentir, antes tenía el apoyo de su padre, pero desde que nos
divorciamos las cosas han cambiado. Supuse que un cambio de aires me vendría bien
pero no ha sido así. Desde que llegamos a esta dichosa ciudad todo va de mal en peor.
Cada día derramo más lágrimas. Mis ojos empapados suspiran por un poco de aire ante
la amenaza de morir ahogados; cada día es un tormento. Solo me reconforta pensar que
algún día mi hijo se recuperará, que me dirá: “Te quiero, mamá” o simplemente una
leve sonrisa con un gran apretón de manos.
Él se sentía raro tras las primeras sesiones de quimioterapia, se tocaba aquella desnuda
cabecita y notaba que su antigua melena, que antes estaba presente, ahora ya no estaba.
Muero dentro de mí cuando él llora. Vivo cuando él ríe.
Pasaba las tardes mirando por la ventana de la habitación lo que sucedía fuera, pero
llegué a comprender que lo único bonito que había era la montaña levemente nevada y
blanca, con el puro y sencillo estilo de una sierra de Granada que se encontraba en el
horizonte. Sin embargo al bajar la vista veía como cada vez más la vida de una persona
corría peligro.
A veces, cogía el mando de la tele, pero últimamente no me llamaba la atención lo que
echaban a esas horas, así que le ponía los dibujos animados y simplemente observaba
con una sonrisa plasmada en mi cara, la boca abierta de mi hijo. Me hacía gracia, tenía
los dientes tan pequeñitos que yo creo que ni un bocadillo sería capaz de comerse.
Hoy tengo pensado ir a dar un paseo con él fuera del hospital. Le vestiré como tanto le
gusta, bien arregladito, con su camisa y sus pantalones azules. Yo solamente me iba a
poner un chándal, no tenía ganas suficientes de cambiarme y sé que tampoco
tardaríamos mucho en volver. Cogí su mano, mis dedos se entrelazaron con los suyos y
paso a paso, íbamos rozando y tocando con los pies cada una de las baldosas del pasillo
de aquel hospital aislado, hasta salir a la calle.
Lo necesitaba; necesitaba que una pizca de aire fresco me acariciase la cara, me
susurrara al oído y me calmara. No hacía frío y el niño tampoco tenía. Era una buena
tarde de primavera. Empezamos a andar y pude ver como todavía queda en el mundo
gente tan tristemente insensible que hablaban a nuestras espaldas al mismo tiempo que
miraban la cabeza desnuda de mi hijo. Tenía dos opciones: podía darme la vuelta y
gritarles lo que pensaba yo de ellos u olvidarme de todo y pensar en la felicidad de mi
hijo dejando que todo el trabajo lo llevase a cabo el destino. Y como entenderéis escogí
la segunda opción, porque lo primero es mi hijo y lo segundo también.
Volvimos al hospital, fuera ya hacía frío y la verdad es que había anochecido bastante.
Era bonito ver cómo nos saludaban todas las enfermeras cuando nos veían o se
acercaban a visitar al niño y al entrar por la puerta nos decían unas enigmáticas
palabras como: “¿Qué tal estás pequeño?”. Un simple gesto te hacían tener un buen día
y eso es lo que mi hijo necesitaba: simplemente cariño.
Aquella noche se durmió rápido, casi sin cenar y se metió en la cama. Mis manos poco
a poco iban cubriendo su cuerpo con una manta que le había tejido su abuela, dejando
su cara al descubierto. Segundos después, dejándole la marca de mis labios en su frente
demostrándole que pase lo que pase estoy aquí. Si muere él, moriré yo, subiré al cielo y
le volveré a besar cada noche, hasta que las noches se acaben.
Yo no conseguía coger el sueño, sería de todo lo que sufría. Habían pasado ya unos
meses desde que estábamos aquí. Era triste no salir de estas cuatro paredes, pero aún
más triste era pasear por los pasillos a la luz tenue de las bombillas casi gastadas y
asomarte a cualquier habitación sin esperanzas de encontrar una cama vacía.
El médico entró por la puerta justo cuando estaba a punto de hacer un trato con el
sueño. Me preguntó cómo me encontraba, pero no llegué a contestarle. Me dio un
folleto y me dijo que sería muy importante para ellos y para mí, que acudiera a la cita
indicada en aquel delgado folio de papel. Lo leí, se trataba de una reunión de madres de
niños con leucemia, para contar como nos sentíamos y cuál fue nuestra reacción al
enterarnos del diagnóstico de los niños. Contaríamos con el apoyo de una psicóloga de
prestigio la cual, ella misma, había superado un cáncer de mama. Tendría lugar al día
siguiente por la tarde y la verdad me apetecía ir, conocer a más gente que supiese lo
cruel que ha podido llegar a ser la vida y despejarme un poco del aire tan cansado que se
respiraba en esta habitación, únicamente renovado por una pequeña rendija que quedaba
abierta entre los dos cristales de esa antigua ventana.
Logré de una vez por todas dormirme. No tuve un gran sueño, sinceramente no lo
recuerdo ya que estaba tan cansada que no tenía fuerzas para imaginar.
Eran cerca de las ocho de la mañana cuando mis pestañas unidas como hermanas
decidieron separarse y dejarme observar cada una de las cosas que la vida pone a la
disposición del ojo humano. El niño seguía durmiendo hecho un ovillo y no parecía que
tuviese intención de despertarse. Así que lo dejé durmiendo y bajé a la cafetería a por
algo para desayunar y buscar algo para leer, ya que últimamente no había tenido mucha
conversación con nadie ni tenía noticias de lo que ocurría fuera.
Mientras bajaba, escalón a escalón, me pude dar cuenta de que justo hoy era el día de la
reunión con aquella prestigiosa psicóloga de la que el médico habló. Sinceramente eso
me ayudó a sacar una sonrisa matutina de la que últimamente carecía. No os miento al
decir que los músculos, los cuales mueven unos labios en dirección a una curva
perfecta, hacía tiempo que en mi cara no trabajaban. Solo se ponían en marcha cuando
veían la paz y tranquilidad que transmitían los ojos verdosos de mi hijo. Lo quiero, lo
quiero más allá de la locura con la que cualquier madre quiere a un hijo.
A veces cuando hago este viaje emocional, la ilusión se queda tan pálida que me quedo
sin colores cuando estoy frente a la más temida realidad. Esa realidad que anhela una
cura inmediata y un deseo de volver pronto a la rutina con la que antes me encontraba.
Al llegar abajo cogí la primera revista que vi, no me apetecía ninguna en especial, pero
aquella me llamó la atención. En cuanto la cogí, la volví a soltar; la revista estaba
perdidamente untuosa al tacto, odio esa sensación y odio que la gente no se preocupe
por nada. Tengo muchísimas manías, pero la más llamativa es que no soporto la
suciedad y menos en un lugar público.
Subí las escaleras más rápido de lo común, llegue arriba y débilmente pude rotar la
manivela que abría la puerta de la habitación. Ya se había despertado. Sería engañar al
destino, hacerme creer que el alma blanca y frágil de un niño dura para siempre, que su
rostro sonreirá durante toda la vida, o que su mano arqueara la mía sujetándola con
todas las fuerzas que pueda llegar a tener en ese momento.
Estuve sentada apenas 10 minutos al lado del niño cuando escuché la puerta chirriar e
instantáneamente me giré para ver quien se escondía tras la madera azulada de dicha
puerta. Al segundo aquella bata blanca la cual ocupaba la rendija que dejaba la puerta al
estar entreabierta me hizo saber que se trataba del médico. Me pidió por favor que
saliese fuera y yo accedí.
Se encontraba leyendo un informe que tenía sobre las manos, sus gafas rozándole la
punta de aquella nariz redondeada y sus ojos de cansancio me decían que algo iba mal y
que las noticias no iban a ser muy buenas. Cuando levantó la vista, empezó a pronunciar
cada una de las palabras que para mi resultaron ser un puñal que cada vez se iba
clavando más fuerte en mi alma. “Lo siento, su hijo no mejora.” –dijo él. “Es posible
que no se recupere, o que su recuperación sea muy larga.” Mi cara lo decía todo, mis
pulmones se encharcaban, mis mejillas se mojaban tras la línea que dejaban marcada
esas lágrimas de mayo que caían de mis ojos y que desembocaban en el suelo tras una
caída de infarto. Mi boca luchaba por respirar a la par que me apretaba el corazón por
miedo a que el disgusto pudiera hacer que se parase. Ahora no podría comparar qué
momento fue el peor de mi vida.
La reunión se iba acercando, y sinceramente todas las ganas de ir que anteriormente
tenía se desvanecieron, pero llegué a la conclusión que sería una buena oportunidad para
que alguien me tendiese un poco de ayuda y dejar de mostrar esta triste cara de una
madre frustrada.
No llegaba a encajar como podía haber tantas mujeres en la puerta de aquella reunión, y
seguramente por lo mismo que yo. No había ningún hombre, y tal vez lo entendí el por
qué. Es cierto que por mucho que un padre esté con su hijo, no hay nada como el amor
tan tierno de una madre, porque las madres son el mejor invento de la naturaleza.
Entramos a aquella sala y nos sentamos todas alrededor formando un círculo
imperfecto. La psicóloga estaba en una de aquellas sillas y comenzó a hablarnos de
cómo ella había sobrellevado el cáncer. Hablaba con seriedad pero se podía notar a
través de las palabras que salían por su boca que su esperanza nunca acabó y que es la
mayor virtud que tienen las personas que pasan por esto.
Una por una íbamos relatando nuestra experiencia y todas acabábamos llorando.
Aquello era como un valle de lágrimas, un valle lleno de lágrimas de compasión,
lágrimas puras de dolor y tristeza, un valle conformado por lágrimas de Mayo.
El corazón se me paró instantáneamente cuando escuché que la psicóloga, cuyo nombre
era Inés, perdió a su marido y a su hijo en un accidente de coche cuando iban juntos
hacia Madrid por un viaje de trabajo. Me asombraba la serenidad que mostraba.
Antes de irnos nos pidió que nos quedásemos sentadas, y pronunció una frase que jamás
podré olvidar: “Antes de que os deis por vencidas pensad que es la única vida que
podéis compartir”. Y terminó ondeando hacia arriba las comisuras de sus labios.
Al volver a la habitación abrí la puerta con cuidado para no molestar, ya que la reunión
acabó tarde y seguramente el niño estaría dormido. Así era, se encontraba acurrucado
como siempre, y con una mano sobresaliendo por el borde de la cama. Quería abrazarle,
me tumbé en la cama junto a él y arqueé mis brazos alrededor de su pecho, apoyé mi
cabeza sobre la almohada y el sueño venció una lucha que llevaba disputando varios
días.
A la mañana siguiente, empecé a separar poco a poco mis párpados, giré la cara y el
rostro de Miguel, mi hijo, estaba frente a mí, él todavía no había abierto los ojos.
Aunque el dolor me invada tengo que contaros que aquel día, 4 de mayo, Miguel nunca
más pudo tener un día nuevo.

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Granada
 

Lágrimas de mayo_Daniel Martínez

  • 1. Lágrimas de Mayo Aquella mañana irradiaba como una más de primavera. La dulce armonía de cada uno de los insólitos rayos de aquel sol te iluminaban la cara, sonreías, te sonreía; ¡qué bonita la vida cuando tú la haces bonita!. Me levanté con los ojos entrecerrados, buscando, con una mano apoyada en la cama y con la otra jugando a ser ciega, los surcos de la botella de agua que ayer compré en la cafetería de abajo. Tragué un pequeño sorbo de agua, el cual se deslizó silenciosamente por mis labios hasta mi garganta. Él seguía dormido, no quería molestarle, no sabía lo que le depararía el futuro ya que si siempre dices nunca, nunca acabará siendo siempre y por supuesto no quiero que su descanso se convierta en un triste “para siempre”. Sí, os hablo de mi hijo. Esta es la historia de una madre, cuyo hijo, como decía aquella doctora, tiene la palabra a la que todos hacemos oídos sordos, la que nadie quiere escuchar, aquella impronunciable palabra, es “cáncer”. Triste ironía de la vida, ¿verdad?. Gente con sangre despiadada, cuyo pie en la Tierra no tiene ni una mera validez, continúan su día a día viviendo, quitando vidas, tal y como si fuera un videojuego. Pero ahora un niño, que apenas ha vivido, tiene posibilidades de que pronto su amena, triste y corta vida acabe. Abrí la cremallera del bolso de mano que me había traído para pasar los días aquí, cogí el móvil y contesté la llamada: era del padre de mi hijo. Su voz desgarradora me hizo pensar que algo iba mal, pero no, me preguntó como seguía el niño y si había recibido nuevas noticias. Me siento sola, no puedo mentir, antes tenía el apoyo de su padre, pero desde que nos divorciamos las cosas han cambiado. Supuse que un cambio de aires me vendría bien pero no ha sido así. Desde que llegamos a esta dichosa ciudad todo va de mal en peor. Cada día derramo más lágrimas. Mis ojos empapados suspiran por un poco de aire ante la amenaza de morir ahogados; cada día es un tormento. Solo me reconforta pensar que algún día mi hijo se recuperará, que me dirá: “Te quiero, mamá” o simplemente una leve sonrisa con un gran apretón de manos. Él se sentía raro tras las primeras sesiones de quimioterapia, se tocaba aquella desnuda cabecita y notaba que su antigua melena, que antes estaba presente, ahora ya no estaba. Muero dentro de mí cuando él llora. Vivo cuando él ríe. Pasaba las tardes mirando por la ventana de la habitación lo que sucedía fuera, pero llegué a comprender que lo único bonito que había era la montaña levemente nevada y blanca, con el puro y sencillo estilo de una sierra de Granada que se encontraba en el horizonte. Sin embargo al bajar la vista veía como cada vez más la vida de una persona corría peligro.
  • 2. A veces, cogía el mando de la tele, pero últimamente no me llamaba la atención lo que echaban a esas horas, así que le ponía los dibujos animados y simplemente observaba con una sonrisa plasmada en mi cara, la boca abierta de mi hijo. Me hacía gracia, tenía los dientes tan pequeñitos que yo creo que ni un bocadillo sería capaz de comerse. Hoy tengo pensado ir a dar un paseo con él fuera del hospital. Le vestiré como tanto le gusta, bien arregladito, con su camisa y sus pantalones azules. Yo solamente me iba a poner un chándal, no tenía ganas suficientes de cambiarme y sé que tampoco tardaríamos mucho en volver. Cogí su mano, mis dedos se entrelazaron con los suyos y paso a paso, íbamos rozando y tocando con los pies cada una de las baldosas del pasillo de aquel hospital aislado, hasta salir a la calle. Lo necesitaba; necesitaba que una pizca de aire fresco me acariciase la cara, me susurrara al oído y me calmara. No hacía frío y el niño tampoco tenía. Era una buena tarde de primavera. Empezamos a andar y pude ver como todavía queda en el mundo gente tan tristemente insensible que hablaban a nuestras espaldas al mismo tiempo que miraban la cabeza desnuda de mi hijo. Tenía dos opciones: podía darme la vuelta y gritarles lo que pensaba yo de ellos u olvidarme de todo y pensar en la felicidad de mi hijo dejando que todo el trabajo lo llevase a cabo el destino. Y como entenderéis escogí la segunda opción, porque lo primero es mi hijo y lo segundo también. Volvimos al hospital, fuera ya hacía frío y la verdad es que había anochecido bastante. Era bonito ver cómo nos saludaban todas las enfermeras cuando nos veían o se acercaban a visitar al niño y al entrar por la puerta nos decían unas enigmáticas palabras como: “¿Qué tal estás pequeño?”. Un simple gesto te hacían tener un buen día y eso es lo que mi hijo necesitaba: simplemente cariño. Aquella noche se durmió rápido, casi sin cenar y se metió en la cama. Mis manos poco a poco iban cubriendo su cuerpo con una manta que le había tejido su abuela, dejando su cara al descubierto. Segundos después, dejándole la marca de mis labios en su frente demostrándole que pase lo que pase estoy aquí. Si muere él, moriré yo, subiré al cielo y le volveré a besar cada noche, hasta que las noches se acaben. Yo no conseguía coger el sueño, sería de todo lo que sufría. Habían pasado ya unos meses desde que estábamos aquí. Era triste no salir de estas cuatro paredes, pero aún más triste era pasear por los pasillos a la luz tenue de las bombillas casi gastadas y asomarte a cualquier habitación sin esperanzas de encontrar una cama vacía. El médico entró por la puerta justo cuando estaba a punto de hacer un trato con el sueño. Me preguntó cómo me encontraba, pero no llegué a contestarle. Me dio un folleto y me dijo que sería muy importante para ellos y para mí, que acudiera a la cita indicada en aquel delgado folio de papel. Lo leí, se trataba de una reunión de madres de niños con leucemia, para contar como nos sentíamos y cuál fue nuestra reacción al enterarnos del diagnóstico de los niños. Contaríamos con el apoyo de una psicóloga de prestigio la cual, ella misma, había superado un cáncer de mama. Tendría lugar al día siguiente por la tarde y la verdad me apetecía ir, conocer a más gente que supiese lo
  • 3. cruel que ha podido llegar a ser la vida y despejarme un poco del aire tan cansado que se respiraba en esta habitación, únicamente renovado por una pequeña rendija que quedaba abierta entre los dos cristales de esa antigua ventana. Logré de una vez por todas dormirme. No tuve un gran sueño, sinceramente no lo recuerdo ya que estaba tan cansada que no tenía fuerzas para imaginar. Eran cerca de las ocho de la mañana cuando mis pestañas unidas como hermanas decidieron separarse y dejarme observar cada una de las cosas que la vida pone a la disposición del ojo humano. El niño seguía durmiendo hecho un ovillo y no parecía que tuviese intención de despertarse. Así que lo dejé durmiendo y bajé a la cafetería a por algo para desayunar y buscar algo para leer, ya que últimamente no había tenido mucha conversación con nadie ni tenía noticias de lo que ocurría fuera. Mientras bajaba, escalón a escalón, me pude dar cuenta de que justo hoy era el día de la reunión con aquella prestigiosa psicóloga de la que el médico habló. Sinceramente eso me ayudó a sacar una sonrisa matutina de la que últimamente carecía. No os miento al decir que los músculos, los cuales mueven unos labios en dirección a una curva perfecta, hacía tiempo que en mi cara no trabajaban. Solo se ponían en marcha cuando veían la paz y tranquilidad que transmitían los ojos verdosos de mi hijo. Lo quiero, lo quiero más allá de la locura con la que cualquier madre quiere a un hijo. A veces cuando hago este viaje emocional, la ilusión se queda tan pálida que me quedo sin colores cuando estoy frente a la más temida realidad. Esa realidad que anhela una cura inmediata y un deseo de volver pronto a la rutina con la que antes me encontraba. Al llegar abajo cogí la primera revista que vi, no me apetecía ninguna en especial, pero aquella me llamó la atención. En cuanto la cogí, la volví a soltar; la revista estaba perdidamente untuosa al tacto, odio esa sensación y odio que la gente no se preocupe por nada. Tengo muchísimas manías, pero la más llamativa es que no soporto la suciedad y menos en un lugar público. Subí las escaleras más rápido de lo común, llegue arriba y débilmente pude rotar la manivela que abría la puerta de la habitación. Ya se había despertado. Sería engañar al destino, hacerme creer que el alma blanca y frágil de un niño dura para siempre, que su rostro sonreirá durante toda la vida, o que su mano arqueara la mía sujetándola con todas las fuerzas que pueda llegar a tener en ese momento. Estuve sentada apenas 10 minutos al lado del niño cuando escuché la puerta chirriar e instantáneamente me giré para ver quien se escondía tras la madera azulada de dicha puerta. Al segundo aquella bata blanca la cual ocupaba la rendija que dejaba la puerta al estar entreabierta me hizo saber que se trataba del médico. Me pidió por favor que saliese fuera y yo accedí. Se encontraba leyendo un informe que tenía sobre las manos, sus gafas rozándole la punta de aquella nariz redondeada y sus ojos de cansancio me decían que algo iba mal y que las noticias no iban a ser muy buenas. Cuando levantó la vista, empezó a pronunciar
  • 4. cada una de las palabras que para mi resultaron ser un puñal que cada vez se iba clavando más fuerte en mi alma. “Lo siento, su hijo no mejora.” –dijo él. “Es posible que no se recupere, o que su recuperación sea muy larga.” Mi cara lo decía todo, mis pulmones se encharcaban, mis mejillas se mojaban tras la línea que dejaban marcada esas lágrimas de mayo que caían de mis ojos y que desembocaban en el suelo tras una caída de infarto. Mi boca luchaba por respirar a la par que me apretaba el corazón por miedo a que el disgusto pudiera hacer que se parase. Ahora no podría comparar qué momento fue el peor de mi vida. La reunión se iba acercando, y sinceramente todas las ganas de ir que anteriormente tenía se desvanecieron, pero llegué a la conclusión que sería una buena oportunidad para que alguien me tendiese un poco de ayuda y dejar de mostrar esta triste cara de una madre frustrada. No llegaba a encajar como podía haber tantas mujeres en la puerta de aquella reunión, y seguramente por lo mismo que yo. No había ningún hombre, y tal vez lo entendí el por qué. Es cierto que por mucho que un padre esté con su hijo, no hay nada como el amor tan tierno de una madre, porque las madres son el mejor invento de la naturaleza. Entramos a aquella sala y nos sentamos todas alrededor formando un círculo imperfecto. La psicóloga estaba en una de aquellas sillas y comenzó a hablarnos de cómo ella había sobrellevado el cáncer. Hablaba con seriedad pero se podía notar a través de las palabras que salían por su boca que su esperanza nunca acabó y que es la mayor virtud que tienen las personas que pasan por esto. Una por una íbamos relatando nuestra experiencia y todas acabábamos llorando. Aquello era como un valle de lágrimas, un valle lleno de lágrimas de compasión, lágrimas puras de dolor y tristeza, un valle conformado por lágrimas de Mayo. El corazón se me paró instantáneamente cuando escuché que la psicóloga, cuyo nombre era Inés, perdió a su marido y a su hijo en un accidente de coche cuando iban juntos hacia Madrid por un viaje de trabajo. Me asombraba la serenidad que mostraba. Antes de irnos nos pidió que nos quedásemos sentadas, y pronunció una frase que jamás podré olvidar: “Antes de que os deis por vencidas pensad que es la única vida que podéis compartir”. Y terminó ondeando hacia arriba las comisuras de sus labios. Al volver a la habitación abrí la puerta con cuidado para no molestar, ya que la reunión acabó tarde y seguramente el niño estaría dormido. Así era, se encontraba acurrucado como siempre, y con una mano sobresaliendo por el borde de la cama. Quería abrazarle, me tumbé en la cama junto a él y arqueé mis brazos alrededor de su pecho, apoyé mi cabeza sobre la almohada y el sueño venció una lucha que llevaba disputando varios días. A la mañana siguiente, empecé a separar poco a poco mis párpados, giré la cara y el rostro de Miguel, mi hijo, estaba frente a mí, él todavía no había abierto los ojos.
  • 5. Aunque el dolor me invada tengo que contaros que aquel día, 4 de mayo, Miguel nunca más pudo tener un día nuevo.