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Vida y santidad
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Colección «EL POZO DE SIQUEM»
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 Thomas Merton




Vida y santidad




   Editorial SAL TERRAE
          Santander
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    Título del original en inglés:
         Life and Holiness

                © ++


            Traducción:
      Josep Vallverdú i Aixalà

      Traducción del Prólogo:
    Ramón Alfonso Díez Aragón


  © 2006 by Editorial Sal Terrae
  Polígono de Raos, Parcela 14-I
   39600 Maliaño (Cantabria)
        Fax: 942 369 201
  E-mail: salterrae@salterrae.es
        www.salterrae.es

     Con las debidas licencias
Impreso en España. Printed in Spain
              ISBN:
          Depósito Legal:

         Fotocomposición:

   Impresión y encuadernación:
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 In memoriam

Louis Massignon

  1883-1962
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                                    Índice


Prólogo, por Henri J.M. Nouwen
Introducción

1. Los ideales cristianos
      Sacados de las tinieblas
      Un ideal imperfecto
      Santos de escayola
      Las ideas y la realidad

2. Los ideales, puestos a prueba
      La nueva ley
      ¿Cuál es la voluntad de Dios?
      Amor y obediencia
      Cristianos adultos
      El realismo en la vida espiritual

3. Cristo, el camino
       La Iglesia santifica a sus miembros
       Santidad en Cristo
       La gracia y los sacramentos
       Vida en el Espíritu
       Carne y espíritu

4. La vida de fe
      Fe en Dios
      La existencia de Dios
      Fe humana
      La fe en el Nuevo Testamento

5. Crecer en Cristo
      Caridad
      Perspectivas sociales de la caridad
      Trabajo y santidad
      Santidad y humanismo
      Problemas prácticos
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     Abnegación y santidad

Conclusión
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                                    Prólogo


Vida y santidad fue escrito por Thomas Merton hace más de treinta años. Es
una declaración directa, clara, inteligente y muy convincente sobre lo que
significa ser cristiano.
       La lectura de este libro me ha traído a la memoria mi único encuentro
con Merton y la breve conversación que mantuvimos durante una visita que
hice a la Abadía de Gethsemani. Me impresionó su gravedad. Directo, abierto,
sin sentimentalismos y siempre con un brillo en los ojos. Así era Merton. Así
es este libro.
       Muchas veces me pregunto: «¿Qué libro puedo recomendar a alguien
que quiera saber lo que implica ser cristiano?». Éste es el libro, sin duda
alguna. No es un libro sobre doctrinas o dogmas, sino sobre la vida en Cristo.
Se podría haber titulado Cristo en el centro, porque en todo lo que Merton
dice sobre vida y santidad, pone a Cristo en el centro. Afirma: «...fe es el
rechazo de todo lo que no sea Cristo con el fin de que toda vida, toda verdad,
toda esperanza, toda realidad puedan ser buscadas y halladas “en Cristo”».
Con toda su gran sencillez, éste es un libro radical. Y nos llama a una entrega
absoluta y un compromiso total.
       La lectura de este libro me pone en contacto con lo que es permanente,
duradero y «de Dios». Desde la muerte de Merton han pasado tantas cosas que
casi parece que todos los cimientos sólidos se han desvanecido bajo nuestros
pies y parece que nos hemos convertido en personas que tratan de cruzar un
lago saltando de un bloque de hielo flotante a otro. Lo que deseamos es algo
que nos dé un fundamento sólido, algo en lo que poder confiar, algo que sea
verdadero. Merton nos dice: ¡Ese algo es Alguien! Es Jesús quien nos guía a
través de este valle de tinieblas dándonos su propio espíritu, su propia vida, su
propio amor. Y porque está centrado radicalmente en Cristo, este libro es un
clásico, no sujeto a las modas intelectuales pasajeras de cada momento. Y hoy
su alimento espiritual es tan sabroso como el día en que fue escrito.
       En su autobiografía La montaña de los siete círculos, Merton recuerda
una conversación con su amigo Bob Lax. Mientras paseaban por la Sexta
Avenida, en la ciudad de Nueva York, una tarde de primavera, Bob Lax se
volvió de repente hacia él y le preguntó:

      «LAX: En definitiva, ¿qué es lo que quieres ser?
      MERTON: No lo sé, supongo que lo que quiero es ser un buen católico.
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      LAX: ¿Qué quieres decir con eso de que quieres ser un buen católico?...
           Tendrías que decir... que quieres ser santo.
      MERTON: ¿Cómo esperas que yo llegue a ser santo?
      LAX: Queriéndolo.
      MERTON: No puedo ser santo. No puedo ser santo...
      LAX: Lo único que necesitas para ser santo es quererlo. ¿Acaso no crees
           que Dios hará de ti aquello para lo que te creó si tú consientes que
           Él lo haga? Lo único que tienes que hacer es desearlo».*

       Merton comprendió el poder del reto de su amigo. Mucho más tarde,
después de veintidós años de vida como trapense, escribió este libro esencial y
muy práctico sobre el camino hacia la santidad. ¡Es indudable que sabía sobre
qué estaba escribiendo! Escribe con humildad y convicción, con bondad y
vigor, con humor y sabiduría.
       Merton murió hace veintisiete años. Su amigo Bob Lax vive ahora en
Patmos. Estoy seguro de que Bob sonreirá con gratitud cuando vea este libro
de nuevo y recuerde su paseo con Tom hace muchos, muchos años.
                                                        HENRI J.M. NOUWEN
                                                                 Toronto, 1996
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                                  Introducción


Éste pretende ser un libro muy sencillo, un tratado elemental sobre unas pocas
ideas fundamentales de la espiritualidad cristiana. De aquí que haya de ser útil
a todo cristiano y, más aún, a cualquier persona que desee familiarizarse con
algunos principios de la vida interior tal como la entiende la Iglesia católica.
Nada se dice aquí de temas como la «contemplación» o la «oración mental».
Y, sin embargo, el libro subraya aquel aspecto de la vida cristiana que es a la
vez el más común y el más misterioso: la gracia, el poder y la luz de Dios en
nosotros, que purifican nuestros corazones, nos transforman en Cristo, nos
hacen verdaderos hijos de Dios y nos capacitan para actuar en el mundo como
instrumentos suyos para el bien de todos los hombres y para su gloria.
       Ésta es, por lo tanto, una meditación sobre algunos temas fundamentales
apropiados para la vida activa. Tenemos que decir de inmediato que la vida
activa es esencial para todo cristiano. Claro está que la vida activa debe tener
más significado que la vida que se lleva en los institutos religiosos de varones
y mujeres que se dedican a la enseñanza, al cuidado de los enfermos, etcétera.
(Cuando se habla de la «vida activa» frente a la «vida contemplativa», el
sentido es el descrito). Aquí la acción no se considera opuesta a la
contemplación, sino como una expresión de la caridad y como una
consecuencia necesaria de la unión con Dios por el bautismo.
       La vida activa es la participación del cristiano en la misión de la Iglesia
en la tierra, y esto significa llevar a otras personas el mensaje del Evangelio,
administrar los sacramentos, realizar obras de misericordia, cooperar en los
esfuerzos mundiales por la renovación espiritual de la sociedad y el
establecimiento de la paz y el orden sin los cuales la raza humana no puede
alcanzar su destino. Incluso el «contemplativo» enclaustrado está implicado
inevitablemente en las crisis y los problemas de la sociedad a la que todavía
pertenece como miembro (ya que participa en sus beneficios y comparte sus
responsabilidades). También él tiene que participar «activamente» hasta cierto
punto en la obra de la Iglesia, no sólo con su oración y santidad, sino también
con su comprensión y solicitud.
       Incluso en los monasterios contemplativos el trabajo productivo es
esencial para la vida de la comunidad, y representa por lo general un servicio
para la sociedad en su conjunto. Incluso los contemplativos, pues, quedan
implicados en la economía de la nación a que pertenecen. Es justo que deban
11



comprender la naturaleza de su servicio y algunas de sus implicaciones. Esto
es aún más cierto cuando el monasterio ofrece a las personas el «servicio» –
muy esencial, por cierto– de cobijo y recogimiento durante los tiempos de
retiro espiritual.
       Pero he declarado que este libro no va a tratar sobre los contemplativos.
Baste decir que todos los cristianos deberían poner interés en la «vida activa»
tal como aquí será tratada: la vida que, respondiendo a la divina gracia y en
unión con la autoridad visible de la Iglesia, dedica sus esfuerzos al desarrollo
espiritual y material de toda la comunidad humana.
       No quiere ello decir que este libro pretenda tratar de las técnicas
específicas apropiadas para la acción cristiana en el mundo. Su ámbito de
interés se concreta más bien en la vida de la gracia de la cual debe brotar toda
acción cristiana válida. Si la vida cristiana es como una vid, entonces este
libro tiene que tratar más del sistema de sus raíces que de las hojas y los
frutos.
       ¿Es extraño que, en este libro sobre la vida activa, se acentúe no tanto lo
referente a la energía, fuerza de voluntad y acción, como lo relativo a la gracia
y la interioridad? No, puesto que éstos son los verdaderos principios de la
actividad sobrenatural. Una actividad basada en las acometidas e impulsos de
la ambición humana es un espejismo y un obstáculo puesto a la gracia. Se
interpone en el camino de la voluntad de Dios y crea problemas, en vez de
resolverlos. Debemos aprender a distinguir entre la pseudo-espiritualidad del
activismo y la auténtica vitalidad y energía de la acción cristiana guiada por el
Espíritu. Al mismo tiempo, no hemos de crear una división en la vida cristiana
dando por supuesto que toda actividad es en cierto modo peligrosa para la vida
espiritual. La vida espiritual no es una vida de retiro y quietud, un invernadero
donde crecen prácticas ascéticas artificiales fuera del alcance de la gente de
vida ordinaria. Donde el cristiano puede y tiene que desarrollar su unión
espiritual con Dios es precisamente en sus deberes y trabajos de la vida
ordinaria.
       Este principio no es en modo alguno nuevo. Pero quizá no sea fácil de
aplicar en la práctica. Un escritor o predicador que suponga que es fácil, puede
desorientar gravemente a aquellos que intentan seguir su consejo. El trabajo en
un contexto humano normal y sano, el trabajo con una medida humana sana y
moderada, integrado en un medio social productivo, es por sí solo capaz de
contribuir mucho a la vida espiritual. Pero el trabajo desordenado, irracional,
improductivo, dominado por los agotadores afanes y excesos de una lucha a
escala mundial por el poder y la riqueza, no va necesariamente a aportar una
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contribución válida a las vidas espirituales de todas las personas que lo
realizan. De aquí que sea importante considerar la naturaleza del trabajo y su
lugar en la vida cristiana.
       A dicho asunto dedica este libro algunas páginas, aunque no lo trate de
forma exhaustiva. Hemos ignorado zonas enteras de angustia y confusión. He
creído suficiente indicar brevemente que el trabajo diario del ser humano es un
elemento importantísimo de la vida espiritual y que, para que el trabajo sea
realmente santificador, el cristiano no debe sólo ofrecerlo a Dios en un
esfuerzo mental y subjetivo de su voluntad, sino que debe afanarse por
integrarlo en el esquema completo del afán cristiano en pro del orden y la paz
en el mundo. El trabajo de todo cristiano no sólo debe ser honrado y decente,
ni sólo productivo, sino que debe rendir un servicio positivo a la sociedad
humana. Debe tener parte en el esfuerzo general de todos los hombres por una
civilización pacífica y rectamente ordenada en este mundo, porque de este
modo nos ayuda inmejorablemente a prepararnos para el otro.
       El esfuerzo cristiano por llegar a la santidad (un esfuerzo que sigue
siendo esencial en la vida cristiana) debe, pues, ser situado hoy dentro del
contexto de la acción de la Iglesia en el umbral de una nueva era. No nos está
permitido engañarnos a nosotros mismos con una retirada a un pasado ya
desvanecido. La santidad no es ni ha sido nunca una deserción de la
responsabilidad y de la participación en la tarea fundamental del ser humano
de vivir justa y productivamente en comunidad con sus semejantes.
       El papa Juan XXIII inauguró el concilio Vaticano II el 11 de octubre de
1962, con estas palabras, profundamente conmovedoras: «En el orden actual
de las cosas, la divina Providencia nos guía hacia un nuevo orden de
relaciones humanas que, por los esfuerzos de los hombres y aún más allá de
sus perspectivas, están encaminadas hacia el cumplimiento de los designios
altísimos e inescrutables de Dios».
       La santidad cristiana en nuestra época significa más que nunca la
conciencia de nuestra común responsabilidad de cooperar con los misteriosos
designios de Dios para la raza humana. Esta conciencia será ilusoria a menos
que esté iluminada por la gracia divina, robustecida por un esfuerzo generoso
y perseguida en colaboración no sólo con las autoridades de la Iglesia, sino
con todos los hombres de buena voluntad que están trabajando sinceramente
por el bien temporal y espiritual de la raza humana.
                                                              THOMAS MERTON
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                                       1
                             Los ideales cristianos



Sacados de las tinieblas

Todo cristiano bautizado está obligado por las promesas del bautismo a
renunciar al pecado y entregarse por entero, sin reservas, a Cristo, con el fin
de cumplir su vocación, salvar su alma, entrar en el misterio de Dios y allí
encontrarse perfectamente «en la luz de Cristo».
       Como nos recuerda san Pablo (1 Co 6,19), «no nos pertenecemos».
Pertenecemos enteramente a Cristo. Su Espíritu tomó posesión de nosotros en
el bautismo. Somos Templos del Espíritu Santo. Nuestros pensamientos,
nuestras acciones, nuestros deseos son de pleno derecho más suyos que
nuestros. Pero hemos de luchar para asegurarnos de que Dios recibe siempre
de nosotros lo que le debemos por derecho propio. Si no nos esforzamos por
superar nuestra debilidad natural, nuestras pasiones desordenadas y egoístas,
lo que en nosotros pertenece a Dios quedará fuera de la influencia del poder
santificante de su amor, será corrompido por el egoísmo, cegado por el deseo
irracional, endurecido por el orgullo, y a la larga terminará hundiéndose en el
abismo de negación moral que llamamos pecado.
       El pecado es el rechazo de la vida espiritual, el rehusar el orden y la paz
interiores que provienen de nuestra unión con la voluntad divina. En una
palabra, el pecado es el rechazo de la voluntad de Dios y de su amor. No es
sólo el negarse a «hacer» esto o aquello que Dios quiere, ni la determinación
de «hacer» lo que Dios prohíbe. Es, más radicalmente, la obstinación en no ser
lo que somos, el rechazo de nuestra realidad espiritual misteriosa y
contingente, oculta en el misterio mismo de Dios. El pecado es la negativa a
ser aquello para lo que fuimos creados: hijos de Dios, imágenes de Dios. En
último término, el pecado, aunque parezca una afirmación de libertad, es una
huida de la libertad y la responsabilidad de la filiación divina.
       Todo cristiano, por consiguiente, está llamado a la santidad y a la unión
con Cristo, mediante la guarda de los mandamientos de Dios. Sin embargo,
algunas personas con vocaciones especiales han contraído por votos religiosos
una obligación más solemne y se han comprometido a tomar de un modo
especialmente serio la vocación cristiana fundamental a la santidad. Han
prometido emplear ciertos medios definidos y más eficaces para «ser
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perfectas»: los consejos evangélicos. Se obligan a sí mismas a ser pobres,
castas y obedientes, renunciando con ello a su propia voluntad, negándose a sí
mismas, y liberándose de lazos mundanos con el fin de entregarse a Cristo de
un modo aún más perfecto. Para ellas, la santidad no es simplemente algo que
se busca como un fin último, sino que es su «profesión»: no tienen otro trabajo
en la vida que ser santas, y todo se subordina a ese fin, que para ellas es
primario e inmediato.
       Sin embargo, el hecho de que las religiosas, los religiosos y los clérigos
tengan una obligación profesional de esforzarse por ser santos debe entenderse
con propiedad. No significa que sólo ellos son plenamente cristianos, como si
los laicos fueran en algún sentido menos verdaderamente cristianos y
miembros menos plenos de Cristo que ellos. San Juan Crisóstomo, que en su
juventud estuvo muy cerca de creer que nadie se podía salvar si no huía al
desierto, reconoció en su edad madura, siendo obispo de Antioquía y después
de Constantinopla, que todos los miembros de Cristo son llamados a la
santidad por el mero hecho de ser sus miembros. Sólo hay una moral, una
santidad para los cristianos, y es la que se propone a todos en los Evangelios.
El estado laical es necesariamente bueno y santo, ya que el Nuevo Testamento
nos deja libres para elegirlo. Pero para vivir el estado laical no es suficiente
mantener un tipo de santidad estática y mínima, simplemente «evitando el
pecado». A veces la diferencia entre los estados de vida se deforma y
simplifica tan exageradamente en las mentes de los cristianos que parece que
éstos piensan que, mientras los sacerdotes, los monjes y las monjas están
obligados a crecer y progresar en la perfección, del laico sólo se espera que se
mantenga en estado de gracia y, pegándose, por decirlo así, a la sotana del
sacerdote, se deje llevar al cielo por aquellos especialistas, que son los únicos
llamados a la «perfección».
       San Juan Crisóstomo señala que el mero hecho de que la vida del monje
sea más austera y más difícil no debería llevarnos a pensar que la santidad
cristiana es principalmente una cuestión de dificultad. Esto llevaría a la falsa
conclusión de que, como la salvación parece menos ardua para el laico,
también es, de alguna manera extraña, una salvación menos verdadera. Por el
contrario, dice Crisóstomo, «Dios no nos ha tratado [a los laicos y al clero
secular] con tanta severidad como para exigirnos austeridades monásticas
como una obligación, sino que ha dejado a todos la libertad de elegir [en
materia de consejos]. Hay que ser castos en el matrimonio, hay que ser
moderados en las comidas... No se os ha ordenado que renunciéis a vuestras
propiedades. Dios sólo os ordena que no robéis y que compartáis vuestras
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propiedades con aquellos que carecen de lo que necesitan» (Comentario a la
Primera carta a los Corintios 9,2).
       En otras palabras, la templanza, la justicia y la caridad ordinarias que
todo cristiano debe practicar, son santificantes de la misma manera que la
virginidad y la pobreza de la religiosa. Cierto es que la vida de los religiosos
consagrados tiene una dignidad y una perfección intrínseca mayores. El
religioso asume un compromiso más radical y más total de amor a Dios y al
prójimo. Pero no hay que pensar que esto significa que la vida del laico queda
degradada hasta la insignificancia. Por el contrario, hemos de reconocer que el
estado matrimonial es también santificante en grado sumo por su misma
naturaleza y puede, ocasionalmente, implicar tales sacrificios y tal abnegación
que, en determinados casos, podrían ser incluso más efectivos que los
sacrificios de la vida religiosa. Quien de hecho ame más perfectamente estará
más cerca de Dios, sea o no laico.
       De aquí que san Juan Crisóstomo proteste de nuevo contra el error de
que sólo los monjes tienen que esforzarse por alcanzar la perfección, mientras
que los laicos sólo tienen que evitar el infierno. Por el contrario, tanto los
laicos como los monjes han de llevar una virtuosa vida cristiana, muy positiva
y constructiva. No es suficiente que el árbol permanezca vivo, sino que
también ha de dar fruto. «No basta con dejar Egipto», nos dice, «hay que
caminar, además, hacia la Tierra prometida» (Homilía XVI sobre la Carta a los
Efesios). Al mismo tiempo, aun la práctica perfecta de uno u otro de los
consejos, como, por ejemplo, la virginidad, no tendría sentido si quien lo
practicara careciese de las virtudes más elementales y universales de justicia y
caridad. Dice: «En vano ayunáis y dormís en el duro suelo, coméis cenizas y
lloráis sin cesar. Si no sois útiles a nadie, no hacéis nada de importancia»
(Homilía VI sobre la Carta a Tito). «Aunque seas una virgen, serás arrojada de
la cámara nupcial si no das limosnas» (Homilía LXXVII sobre el Evangelio de
Mateo). No obstante, los monjes tienen un papel importante que desempeñar
dentro de la Iglesia. Sus oraciones y su santidad son de un valor insustituible
para toda la Iglesia. Su ejemplo enseña al laico a vivir también como «un
extraño y peregrino en esta tierra», desasido de las cosas materiales, y
preservando su libertad cristiana en medio de la vana agitación de las
ciudades, porque él busca en todas las cosas únicamente complacer a Cristo y
servirlo en el prójimo.
       En pocas palabras, según Juan Crisóstomo, «las bienaventuranzas
pronunciadas por Cristo no pueden quedar reservadas para el exclusivo uso de
los monjes, porque ello sería la ruina del universo»1.
16



      En realidad, todos cuantos hemos sido bautizados en Cristo y nos hemos
«vestido de Cristo» como nueva identidad, estamos obligados a ser santos
como Él es santo. Estamos obligados a vivir vidas dignas, y nuestras acciones
deben ser testigos de nuestra unión con Él. Él deberá manifestar su presencia
en nosotros y a través de nosotros. Aunque es posible que la cita nos sonroje,
hemos de reconocer que estas solemnes palabras de Cristo van dirigidas a
nosotros:

      «Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta
      en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una vela para meterla
      debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a
      todos los de la casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres para que
      vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el
      cielo» (Mt 5,14-16).

      Los Padres de la Iglesia, particularmente Clemente de Alejandría, creían
que la «luz» en el hombre es su filiación divina, la Palabra que habita en él.
Por lo tanto, enseñaban que toda la vida cristiana se resume en un servicio a
Dios que no es sólo cuestión de culto externo, sino de «avivar lo que en
nosotros hay de divino por medio de una infatigable caridad» (Stromata 7,1).
Clemente añade que el propio Cristo nos enseña el camino de la perfección y
que toda la vida cristiana es un curso de educación espiritual a cargo del único
Maestro, a través de su Espíritu Santo. Al escribir esto, se dirigía a los laicos.
      Se supone que somos la luz del mundo. Se supone que somos luz para
nosotros y para los demás. ¡Quizás esto explique por qué el mundo está
sumido en tinieblas! Entonces, ¿qué se entiende por la luz de Cristo en
nuestras vidas? ¿Qué es la «santidad»? ¿Qué es la filiación divina? ¿En serio
se supone que somos santos? ¿Se puede desear tal cosa sin pasar a los ojos de
los demás por loco de remate? ¿No será presuntuoso? En todo caso, ¿es ello
posible? Para decir la verdad, muchos laicos, e incluso muchos religiosos, no
creen que, en la práctica, la santidad sea posible para ellos. ¿Es esto sólo
sentido común? ¿Es quizás humildad? ¿O es traición, derrotismo y
desesperanza?
      Si somos llamados por Dios a la santidad de vida, y si la santidad está
fuera del alcance de nuestra capacidad natural (lo cual es cierto), se sigue
entonces que el propio Dios ha de darnos la luz, la fuerza y el valor para
cumplir la tarea que Él nos pide. Nos dará ciertamente la gracia que
17



necesitamos. Si no acabamos siendo santos, es porque no sabemos aprovechar
su don.


Un ideal imperfecto

Con todo, hemos de ir con tiento para no simplificar en extremo este delicado
problema. No debemos pensar irreflexivamente que el fracaso de los cristianos
en ser perfectos es debido siempre a mala voluntad, a pereza o a
pecaminosidad grosera. Más bien se debe a confusión, ceguera, debilidad y
malentendidos. No apreciamos realmente el sentido y la grandeza de nuestra
vocación. No sabemos cómo valorar las «insondables riquezas de Cristo» (Ef
3,9). El misterio de Dios, de la redención divina y de su infinita misericordia
es generalmente nebuloso e irreal incluso para los «hombres de fe». De aquí
que no tengamos valor ni fuerza para responder a nuestra vocación en toda su
profundidad. Inconscientemente la falsificamos, deformamos sus verdaderas
perspectivas y reducimos nuestra vida cristiana a una especie de propiedad
gentil y social. Así las cosas, la «perfección» cristiana deja de consistir en una
ardua y extraña fidelidad al espíritu de gracia en la negrura de la noche de la
fe. En la práctica se transforma en una respetable conformidad con lo que
comúnmente se acepta como «bueno» en la sociedad en cuyo seno vivimos.
De este modo se pone el acento en los signos externos de respetabilidad.
       Ciertamente, esta exterioridad no debe rechazarse de plano como
fariseísmo, otro cliché demasiado cómodo. Puede, de hecho, haber mucha
bondad moral real en esta clase de respetabilidad. Las buenas intenciones no
se pierden a los ojos del Señor. Sin embargo, siempre habrá cierta falta de
profundidad y una determinada parcialidad y falta de totalidad que hará
imposible que tales personas alcancen la plena semejanza con Cristo o, al
menos, que logren trascender las limitaciones de su grupo social haciendo los
sacrificios que les exige el Espíritu de Cristo, sacrificios que los alejarán de
algunos de sus allegados y que les impondrán decisiones de una solitaria y
terrible responsabilidad.
       El camino de la santidad cristiana es, en todo caso, duro y austero.
Hemos de ayunar y orar. Hemos de abrazar las dificultades y el sacrificio por
amor a Cristo y con el fin de mejorar la condición del ser humano sobre la
tierra. No estamos autorizados a gozar meramente de las buenas cosas de la
vida, «purificando nuestra intención» de vez en cuando para asegurarnos de
que lo hacemos todo «por Dios». Tales operaciones mentales, puramente
18



abstractas, son únicamente una lamentable excusa para la mediocridad. No nos
justifican a los ojos de Dios. No basta hacer gestos piadosos. Nuestro amor a
Dios y al hombre no puede ser meramente simbólico, ha de ser completamente
real. No se trata simplemente de una operación mental, sino de la entrega y el
compromiso de nuestro ser más íntimo.
       Claro está, pues, que esto significa ir un poco más allá de los insulsos
sermones de esa religión popular que ha llevado a cierta gente a creer que
entre nosotros tiene lugar un «resurgimiento religioso». ¡No lo aseguremos a
la ligera! El mero hecho de que las personas estén asustadas e inseguras, de
que se aferren a eslóganes optimistas, de que corran con más frecuencia a la
iglesia y busquen pacificar sus atribuladas almas mediante máximas
estimulantes y humanitarias, no es en modo alguno índice de que nuestra
sociedad se está volviendo «religiosa». De hecho, puede que sea un síntoma
de enfermedad espiritual. Ciertamente, es buena cosa tener conciencia de
nuestros síntomas, pero ello no justifica que los paliemos con curanderismos.
       Por lo tanto, no nos engañemos con fáciles e infantiles concepciones de
la santidad.
       Por desdicha, es muy posible que una religiosidad superficial, sin raíces
profundas ni fructífera relación con las necesidades de los seres humanos y de
la sociedad, resulte a la larga una evasión de las obligaciones religiosas
imperiosas. Nuestra época necesita otra cosa que gente devota, asiduos al
templo, que evitan faltas graves (al menos, en todo caso, las faltas fácilmente
identificables como tales), pero que raras veces hacen nada constructivo o
positivamente bueno. No basta ser respetable exteriormente. Al contrario, la
mera respetabilidad exterior, sin valores morales más profundos o más
positivos, acarrea descrédito sobre la fe cristiana.
       La experiencia de las dictaduras del siglo XX ha demostrado que es
posible que algunos cristianos vivan y trabajen en una sociedad
extremadamente injusta cerrando sus ojos a toda suerte de males, y quizá
participando incluso en dichos males, al menos por defecto, interesados sólo
en su propia vida de piedad compartimentada, cerrada a cualquier otra cosa de
la faz de la tierra. Claro está, pues, que dicha pobre excusa de religión
contribuye efectivamente a la ceguera e insensibilidad moral y en última
instancia conduce a la muerte del cristianismo en naciones enteras o zonas
enteras de la sociedad. Sin duda es esto lo que ha abocado al gran problema
moderno de la Iglesia: la perdida de la clase trabajadora.
       Por ello quizá sea aconsejable hablar de «santidad» más que de
«perfección». Una persona «santa» es aquella que está santificada por la
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presencia y la acción de Dios en ella. Es «santa» porque vive tan hondamente
inmersa en la vida, la fe y la caridad de la «santa Iglesia» que ésta manifiesta
su santidad dentro de ella y a través de ella. Mas si uno se concentra en la
«perfección» con seguridad tendrá una actitud egoísta más sutil. Puede que
corra el riesgo de querer contemplarse a sí mismo como un ser superior,
completo y adornado con toda suerte de virtudes, aislado de todos los demás y
en grato contraste con ellos. La idea de «santidad» parece implicar algo de
comunión y solidaridad con un «santo pueblo de Dios». La noción de
«perfección espiritual» es más bien apropiada para un filósofo que, por el
conocimiento y la práctica de disciplinas esotéricas, despreocupado de las
necesidades y deseos de otros hombres, ha llegado a un estado de tranquilidad
en que las pasiones ya han dejado de atormentar su alma pura.
      Ésta no es la idea cristiana de la santidad.


Santos de escayola

Un sapientísimo consejo que san Benito da en su Regla a sus monjes es que no
tienen que desear ser llamados santos antes de ser santos, sino que deben
primero hacerse santos a fin de que su reputación de santidad se base en la
realidad. Esto pone de manifiesto la gran diferencia entre la perfección
espiritual real y la idea humana de perfección. O quizás uno debiera decir, más
afinadamente, la diferencia entre la santidad y el narcisismo.
       La idea popular de un «santo» está, desde luego, basada naturalmente en
la santidad que la Iglesia presenta a nuestra veneración, en hombres y mujeres
heroicos. No hay nada sorprendente en el hecho de que los santos queden muy
pronto estereotipados en la mente del cristiano corriente; y todos, si
reflexionan, admitirán fácilmente que el estereotipo tiende a ser irreal. Las
convenciones de la hagiografía han acentuado por lo común la irrealidad de
dicha representación, y el arte piadoso en muchos casos ha completado la
obra, coronándola de hecho. De esta forma, el cristiano que se esfuerza por
alcanzar la santidad tiende inconscientemente a reproducir en sí mismo
algunos rasgos de la imagen estereotipada popular. O más bien, como es por
desgracia difícil lograr el éxito en esta empresa, se imagina a sí mismo en
cierto sentido obligado a seguir el modelo, como si se tratara realmente de un
modelo propuesto por la misma Iglesia para su imitación, en vez de una
caricatura puramente convencional y popular de una realidad misteriosa: la
semejanza de los santos con Cristo.
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       La imagen estereotipada es fácil de trazar aquí: es, esencialmente, una
imagen sin el menor defecto moral. El santo, si acaso alguna vez pecó, se
volvió impecable tras una perfecta conversión. Como la impecabilidad no es
suficiente, es elevado por encima de la más pequeña posibilidad de sentir
tentación. Claro está que es tentado, pero la tentación no presenta dificultades.
Él tiene siempre la respuesta absoluta y heroica. Se arroja al fuego, al agua
helada o a las zarzas antes que enfrentarse a una remota ocasión de pecar. Sus
intenciones son siempre las más nobles. Sus palabras son siempre los más
edificantes clichés, que encajan en la situación con una transparencia que
desarma y acalla incluso la intención de diálogo. Ciertamente, los «perfectos»,
en este sentido apabullante, son elevados por encima de la necesidad y hasta
de la capacidad de un diálogo plenamente humano con sus semejantes.
Carecen de humor como carecen de asombro, de sentimiento y de interés por
los asuntos corrientes de la humanidad. Aunque, claro está, acuden al lugar
con el preciso acto de virtud requerido por cada situación. Allí están siempre,
besando las llagas del leproso en el mismo momento en que el rey y su noble
séquito aparecen por la esquina y se detienen en su camino, mudos de
admiración...
       No hay nadie que no se sonría ante el ingenuo principiante que
confiadamente se embarca en la reproducción de este tipo de imagen en su
vida. Siempre le dirán que afronte la realidad; pero, en cambio, cuando le
recuerdan los crudos hechos de la vida, ¿no llegamos a pensar, secretamente,
que, después de todo, él lleva razón? La santidad es, en efecto, un culto a lo
absoluto. Es intransigente, y ni siquiera considera que pueda haber un término
medio. En el fondo de nuestros corazones, ¿no queremos decir realmente con
esto que el milagro de la santidad es, en cierto modo, no sólo sobrenatural,
sino hasta inhumano? De hecho, ¿no igualamos lo sobrenatural con una
negación tajante de lo humano? ¿No son la naturaleza y la gracia
diametralmente opuestas? ¿No significa la santidad el rechazo absoluto y la
renuncia absoluta de todo lo que concuerda con la naturaleza?
       Si pensamos de este modo, estamos admitiendo en la práctica la
realidad de la imagen estereotipada y, en este caso, no tenemos más alternativa
que suponer que éste es el modelo que indefectiblemente debe llevar a cabo el
perfecto cristiano. ¿Con qué derecho, pues, disuadimos a nuestros semejantes
de realizar lo que es en verdad su perfecto modelo?
       El hecho es que nuestro concepto de santidad es ambiguo y oscuro, y
esto quizá se deba a que nuestro concepto de la gracia y de lo sobrenatural es
asimismo confuso. El principio de que «la gracia supone y perfecciona la
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naturaleza» no es en modo alguno un cliché ideado para excusar medidas
tibias en la vida espiritual. Es la pura verdad, y hasta que no nos demos cuenta
de que antes de que una persona pueda hacerse santa debe ser ante todo
persona, con toda la humanidad y fragilidad de la condición real del ser
humano, nunca podremos entender el sentido de la palabra «santo». No sólo
todos los santos han sido perfectamente humanos, no sólo su santidad ha
enriquecido y profundizado su humanidad, sino que el más Santo de todos los
santos, la Palabra encarnada, Jesucristo, fue el más honda y perfectamente
humano de los seres que han vivido en la faz de la tierra. Debemos recordar
que en Él la naturaleza humana fue totalmente perfecta, y al mismo tiempo
idéntica a nuestra frágil y castigada naturaleza en todas las cosas, excepto en
el pecado. Ahora bien, ¿acaso no es lo «sobrenatural» la economía de nuestra
salvación en y a través de la Palabra encarnada?
       Si hemos de ser «perfectos» como Cristo es perfecto, hemos de
esforzarnos por ser tan perfectamente humanos como Él, con el fin de que Él
pueda unirnos con su ser divino y compartir con nosotros su filiación del
Padre celestial. De aquí que la santidad no sea cosa de ser menos humano, sino
más humano que otros hombres. Esto implica una mayor capacidad de
preocupación, de sufrimiento, de comprensión, de simpatía y también de
humor, alegría, aprecio de las cosas buenas y bellas de la vida. Se sigue de ello
que un pretendido «camino de perfección» que simplemente destruya o frustre
los valores humanos precisamente porque son humanos, y con el fin de
situarse aparte del resto de las personas, a modo de un objeto de admiración,
está condenado a no ser más que una caricatura. Y tal caricaturización de la
santidad es ciertamente un pecado contra la fe en la encarnación. Pone de
manifiesto desprecio por la humanidad, por la que Cristo no vaciló en morir en
la cruz.
       Sin embargo, tengamos cuidado en no confundir los valores
genuinamente humanos con los valores casi menos que humanos que se
aceptan en una sociedad desordenada. De hecho, sufrimos más de la distorsión
y subdesarrollo de nuestras tendencias humanas más profundas que de una
sobreabundancia de instintos animales. Por ello el severo ascetismo que se
inventó para controlar las pasiones violentas puede hacer más daño que bien,
cuando es aplicado a una persona cuyas emociones no han madurado de
verdad nunca y cuya vida instintiva padece debilidad y desorden.
       Debemos reflexionar más profundamente de lo que solemos acerca de
los efectos de la vida tecnológica moderna sobre el desarrollo emocional e
instintivo del hombre. Es muy posible que la persona cuya vida se divide entre
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accionar una máquina y ver la televisión sufra más tarde o más temprano una
privación radical en su naturaleza y humanidad.
       La santidad presupone no sólo una inteligencia humana normal,
adecuadamente desarrollada y formada mediante una educación cristiana, una
voluntad humana normal, una libertad adiestrada capaz de autoentrega y
oblación, sino que incluso antes que esto presupone unas emociones humanas
sanas y ordenadas. La gracia supone y perfecciona la naturaleza, no
reprimiendo el instinto, sino sanándolo y elevándolo a un nivel espiritual.
Tiene que haber siempre un lugar adecuado para la espontaneidad saludable e
instintiva en la vida cristiana. Las emociones e instintos del hombre actuaron
en la sagrada humanidad de Cristo, nuestro Señor: en todas las cosas Él
mostró una humanidad sensible y cálidamente receptiva. El cristiano que
desee imitar a su Maestro debe aprender a hacer esto no imponiéndose un
control recio y violento de sus emociones (y en la mayoría de los casos sus
esfuerzos en tal sentido estarán abocados al fracaso), sino dejando que la
gracia forme y desarrolle su vida emocional al servicio de la caridad.
       Jesús preguntó a los fariseos: «¿Cómo podéis creer vosotros, que
aceptáis gloria unos de otros?» (Jn 5,44). Buscar una heroicidad de virtud que
nos dé gloria a los ojos de los demás es en realidad debilitar nuestra fe. El
verdadero santo no es aquel que se ha convencido de que es santo, sino el que
está anonadado por el convencimiento de que Dios, y sólo Dios, es santo. Está
tan sobrecogido por la realidad de la santidad divina, que comienza a verla por
todas partes. Acaso pueda verla en sí mismo también, pero seguramente la
verá allí en última lugar, porque en sí mismo seguirá experimentando la
nulidad, la pseudo-realidad del egoísmo y del pecado. Con todo, aun en la
negrura de nuestra disposición al mal brillan la presencia y la misericordia del
divino Salvador. El santo es capaz, como decía Dostoievski, de amar a los
otros incluso en su pecado. Pues lo que el santo ve en todas las cosas y en
todas las personas es el objeto de la divina compasión.
       Así pues, el santo no busca su propia gloria, sino la gloria de Dios. Y, a
fin de que Dios pueda ser glorificado en todas las cosas, el santo quiere ser
únicamente un instrumento puro de la voluntad divina. Quiere ser
simplemente una ventana a través de la cual haga Dios brillar su misericordia
sobre el mundo. Y por ello se esfuerza en ser santo. Lucha por practicar la
virtud heroicamente, no para que se le tenga por virtuoso y dechado de
santidad, sino para que la bondad de Dios no se obscurezca jamás con un acto
egoísta por su parte.
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      Por eso quien ama a Dios, y busca la gloria de Dios pretende hacerse,
por la gracia de Dios, perfecto en el amor, como «el Padre del cielo es
perfecto» (Mt 5,48).


Las ideas y la realidad

Siempre resulta un poco insensato tratar de expresar, en unas pocas fórmulas
claras, la esencia de la perfección cristiana. A veces hay que hacerlo. Pero,
cuandoquiera que lo intentemos, hemos de recordar que no captamos el
sentido de las palabras con exactitud, y hemos de tomar medidas contra el
peligro de crear la impresión de que la santidad puede conseguirse fácilmente
siguiendo una simple fórmula determinada. «Llegar a santo» no es cosa de
tomar una receta adecuada y guisar los diversos ingredientes de la vida
cristiana según una fórmula que sea grata a nuestro paladar. Y, sin embargo,
es esto precisamente lo que parece que hacen algunos libros espirituales. Y
luego están esas «almas santas» que han descubierto un método nuevo que lo
resume todo y que de ahora en adelante resuelve el problema del modo más
simple para todos y cada uno.
       Claro está que es natural que se busque un método sencillo de resolver
todos los problemas espirituales. Tradicionalmente, la pregunta más
fundamental que una persona puede formular es: «¿Qué hemos de hacer?»
(Hch 2,37). La respuesta cristiana: «Convertíos, haced que os bauticen... para
que se os perdonen los pecados; entonces recibiréis el Espíritu Santo» (2,38),
no es la exposición de un método o de una técnica. Al contrario, lo que san
Pedro decía con ello a los fieles de su primer sermón en el primer Pentecostés
era que la salvación no consistía tanto en seguir un método como en hacerse
miembro del pueblo de Dios, el cuerpo de Cristo, y en vivir como miembro de
dicho cuerpo, con la vida de dicho pueblo, que es una vida de amor. Pero en
este contexto «amor» no es simplemente una cuestión de afectividad y
disposición interior benigna. El amor que es esencial para la verdadera vida
cristiana requiere participación en todas las luchas, problemas y aspiraciones
de la Iglesia. Amar es comprometerse plenamente con la obra de salvación de
la Iglesia, la renovación y dedicación del hombre y su sociedad a Dios.
Ningún cristiano puede desinteresarse de esta obra. Hoy, las dimensiones de
esta tarea son tan amplias como el propio universo.
       A pesar de ello, la tarea comienza dentro de cada alma cristiana. No
podemos llevar la esperanza y la redención a otros a menos que nosotros
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mismos estemos llenos de la luz de Cristo y de su Espíritu. Para poder tomar
parte efectivamente en el trabajo de llevar la carga de la Iglesia, tenemos antes
que ganar fuerza y sabiduría. Hemos de ser educados en el amor. Hemos de
empezar a vivir la santidad.
       No existen fórmulas simples y eficaces, excepto en los Evangelios,
donde las palabras ya no son de hombre, sino de Dios. Y, con toda su
transparente sencillez, las palabras de Cristo, palabras de salvación, siguen
siendo profundamente misteriosas, como todo lo que procede de Dios. Así, si
bien es totalmente claro que somos llamados «a ser perfectos», y si bien
sabemos que la perfección consiste en «guardar los mandamientos» (de
Cristo), sobre todo su «nuevo mandamiento de amarnos los unos a los otros
como Él nos ha amado», con todo, cada uno tiene que labrarse su salvación en
el temor, temblando en el misterio y en la desconcertante confusión de su
propia vida individual. Haciéndolo así, todos salimos ganando un nuevo
«modo», una nueva «santidad» que es privativa de cada uno, porque cada uno
de nosotros tiene una vocación peculiar de reproducir la semejanza con Cristo
de una manera que no es idéntica a la de cualquier otra persona, ya que nunca
dos personas son del todo iguales.
       Esta «búsqueda» del escondido e invisible Dios puede parecer muy
sencilla cuando se reduce a leyes claramente formuladas y consejos de vida
espiritual. No nos resulta difícil imaginarnos nosotros mismos descubriendo
ciertas cosas buenas que hay que hacer y evitando otras cosas que están mal:
haciendo cosas buenas generosamente, siempre, claro está, «con la ayuda de la
gracia de Dios» y alcanzando así la «unión divina». Con un ideal más o menos
definido in mente, nos lanzamos a conquistar la santidad forzando a las
realidades de la vida a conformarse a nuestro ideal. Creemos que todo cuanto
se requiere es generosidad, fidelidad completa a este ideal.
       Lamentablemente, olvidamos que nuestro mismo ideal puede ser
imperfecto y engañoso. Aunque nuestro ideal se base en normas objetivas, es
posible que interpretemos esas normas de una forma muy limitada y subjetiva:
tal vez las distorsionemos inconscientemente para que se acomoden a nuestras
necesidades y expectativas desordenadas. Estas necesidades y expectativas
nuestras, estas exigencias que nos planteamos a nosotros mismos, a la vida y
al mismo Dios, pueden llegar a ser mucho más absurdas e ilusorias de lo que
podemos llegar a comprender. Y, por lo tanto, toda nuestra idea de perfección,
aunque pueda ser formulada con palabras teológicamente irreprochables,
puede resultar tan totalmente irreal a la hora de la práctica concreta, que nos
veamos reducidos a la impotencia y a la frustración. Incluso puede que
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«perdamos nuestra vocación», no porque carezcamos de ideales, sino porque
nuestros ideales no tengan relación alguna con la realidad.
       La vida espiritual es una especie de dialéctica entre los ideales y la
realidad. Digo una dialéctica, no un compromiso. Los ideales, que
generalmente se basan en normas ascéticas universales «para todas las
personas» –o al menos para todas las que «buscan la perfección»–, no se
pueden realizar de la misma manera en cada individuo. Cada uno se hace
perfecto, no llevando a cabo una medida uniforme de perfección universal en
su propia vida, sino respondiendo a la llamada y al amor de Dios, que se dirige
a él dentro de las limitaciones y circunstancias de su propia y peculiar
vocación. De hecho, nuestra búsqueda de Dios no es cuestión de encontrarlo
por medio de ciertas técnicas ascéticas. Más bien, es un aquietamiento y
reajuste de toda nuestra vida por medio de la abnegación, la oración y las
buenas obras, de forma que el propio Dios, que nos busca más de lo que
nosotros le buscamos a Él, pueda «hallarnos» y «tomar posesión de nosotros».
       Reconozcamos también que nuestro concepto de la gracia puede ser
nebuloso e irreal. De hecho, cuanto más tratemos la noción de gracia de forma
semimaterialista y objetivada, más irreal resultará. En la práctica, tendemos a
imaginar la gracia como una especie de substancia misteriosa, una «cosa», un
producto que nos otorga Dios, algo así como carburante para un motor
sobrenatural. La contemplamos como una especie de gasolina espiritual que
creemos necesaria para recorrer nuestro itinerario hacia Dios.
       Desde luego, la gracia es un gran misterio, y sólo podemos referirnos a
ella mediante analogías y metáforas que tienden a confundirnos. Pero
ciertamente esta metáfora es tan desorientadora que resulta totalmente falsa.
La gracia no es «algo con que» hacemos buenas obras y alcanzamos a Dios.
No es una «cosa» o una «substancia» totalmente separada de Dios. Es la
misma presencia y acción de Dios dentro de nosotros. Por lo tanto, resulta
claro que no se trata de un producto que «necesitamos obtener» de Él para ir
hacia Él. A todos los efectos prácticos, podríamos igualmente decir que la
gracia es la cualidad de nuestro ser resultante de la energía santificante de
Dios que actúa dinámicamente en nuestra vida. Por eso en la literatura
cristiana primitiva, y especialmente en el Nuevo Testamento, no se nos habla
tanto de recibir la gracia como de recibir el Espíritu Santo –el propio Dios.
       Haríamos bien en subrayar la gracia increada, el Espíritu Santo presente
en nosotros, el dulcis hospes animae, el «dulce huésped del alma». Su misma
presencia dentro de nosotros nos transforma: de seres carnales a seres
espirituales (Rm 8,9), y es una gran lástima que nos demos tan poca cuenta de
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este hecho. Si nos diésemos cuenta de la importancia y significación de su
íntima relación con nosotros, hallaríamos en Él gozo, fortaleza y paz
constantes. Estaríamos más acordes con aquella secreta e interior «inclinación
del Espíritu que es vida y paz» (Rm 8,5). Estaríamos más capacitados para
saborear y gozar de los frutos del Espíritu (Ga 5). Tendríamos confianza en el
Escondido que ora dentro de nosotros incluso cuando nosotros no somos
capaces de orar bien, que pide por nosotros las cosas que no sabemos que
necesitamos y que busca proporcionarnos los gozos que por nuestros propios
medios no nos atreveríamos ni a buscar.
       Ser «perfecto», pues, no es tanto cuestión de buscar a Dios con ardor y
generosidad como de ser hallado, amado y poseído por Dios, de tal forma que
su acción en nosotros nos hace completamente generosos y nos ayuda a
trascender nuestras limitaciones y reaccionar contra nuestra propia debilidad.
Nos hacemos santos no a base de superar violentamente nuestra propia
debilidad, sino dejando que el Señor nos dé la fortaleza y pureza de su Espíritu
a cambio de nuestra debilidad y miseria. No nos compliquemos, pues, nuestras
vidas ni nos frustremos concediéndonos demasiada atención a nosotros
mismos, olvidando con ello el poder de Dios y ofendiendo al Espíritu Santo.
       Nuestra actitud espiritual, nuestra forma de buscar la paz y la
perfección, depende enteramente de nuestro concepto de Dios. Si somos
capaces de creer que Él es realmente nuestro Padre amoroso, si podemos de
verdad aceptar la verdad de su infinita y compasiva solicitud por nosotros, si
creemos que nos ama no porque seamos dignos, sino porque necesitamos su
amor, entonces podremos avanzar con confianza. No nos desalentarán
nuestras inevitables debilidades y fracasos. Podremos hacer cualquier cosa que
nos pida. Mas, si creemos que es un legislador severo, frío, que no se interesa
realmente por nosotros, que es un mero gobernante, un amo, un juez y no un
padre, tendremos grandes dificultades para vivir la vida cristiana. Por
consiguiente, hemos de empezar por creer que Dios es nuestro Padre; si no es
así, no podremos enfrentarnos a las dificultades del camino de la perfección
cristiana. Sin la fe, el «camino estrecho» es totalmente imposible.
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                                       2
                         Los ideales, puestos a prueba


La nueva ley

Para ser perfectos hemos de tener ideales racionales concretos y esforzarnos
en vivir a la altura de los mismos. Debe haber algunas normas y medidas
generales que valgan para todos, que sirvan de «reglas» universales que todos
sigan al vivir su propia vida. Nunca hay que subestimar o desatender tales
reglas. Si dedicamos ahora algunas páginas a reflexionar sobre estas normas
amplias y generales que son la base de la doctrina espiritual cristiana, no es
porque intentemos diseñar un método a toda prueba para llegar a santo.
Sencillamente estamos recordando la enseñanza fundamental de la Iglesia
acerca del camino de la perfección cristiana.
       El camino de la perfección cristiana empieza con un llamamiento
personal dirigido al cristiano individual por Cristo, el Señor, a través del
Espíritu Santo. Este llamamiento es una llamada, una «vocación». Todo
cristiano, de una forma u otra, recibe esta vocación de Cristo que es la llamada
a seguirlo. A veces imaginamos que tal vocación es una prerrogativa de los
sacerdotes y religiosos. Es cierto que ellos reciben una llamada especial a la
perfección. Se dedican a la búsqueda de la perfección cristiana mediante el
empleo de ciertos medios definidos. Pero en realidad todo cristiano es llamado
a seguir a Cristo, a imitar a Cristo tan perfectamente como las circunstancias
de su vida lo permitan y con ello llegar a la santidad.
       Nuestra respuesta a esta llamada de Cristo no consiste en decir muchas
oraciones, hacer muchas novenas, encender velas ante las imágenes de los
santos o comer pescado los viernes. No consiste simplemente en oír misa o en
realizar algunos actos de abnegación. Todas esas cosas pueden ser muy buenas
vistas en el contexto pleno de la vida cristiana. Separadas de dicho contexto,
pueden quedar desprovistas de significado religioso y ser meros gestos vacíos.
       Nuestra respuesta a Cristo implica tomar nuestra cruz, y esto a su vez
significa cargar con nuestra responsabilidad de buscar y hacer en todas las
cosas la voluntad del Padre. Ésta fue, en definitiva, toda la esencia de la vida
terrena de Cristo, y de su muerte y resurrección. Todo lo hizo por obediencia
al Padre (Hb 10,58; Lc 2,49; Mt 26,42; Jn 5,30, etcétera). Así también Cristo
dice a todos los cristianos: «No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en
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el Reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en
el cielo» (Mt 7,21).
       Por ello toda nuestra vida debería estar centrada en la voluntad del
Padre. Esta voluntad queda expresada clara y paladinamente en la ley que
Dios nos dio, resumida en los diez mandamientos y epitomizada del modo
más perfecto en el gran mandamiento único de amar a Dios con todo nuestro
corazón, nuestra mente y nuestras fuerzas, y al prójimo como a nosotros
mismos.
       Pero ahora, que Cristo ha entregado su propia vida y ha resucitado de
entre los muertos para tomar posesión de nosotros por su Espíritu, este mismo
Espíritu, que habita en nosotros, debería ser nuestra ley. Esta ley interior, la
«nueva Ley», que es puramente una ley de amor, se resume en la palabra
«filiación». «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de
Dios. Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor,
sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: “¡Abbá, Padre!”» (Rm
8,15).
       El Espíritu Santo no abole la antigua Ley, el mandato exterior, sino que
esa misma ley la hace interior para nosotros, de tal forma que el cumplir la
voluntad de Dios ya no resulta obra del temor, sino obra de amor espontáneo.
       De aquí que el Espíritu Santo no nos enseñe a obrar contrariamente a los
dictados familiares de la ley. Al contrario, nos conduce a la más perfecta
observancia de la Ley, al cumplimiento amoroso de todos nuestros deberes en
la familia, en nuestro trabajo, en el modo de vida que hayamos escogido, en
nuestras relaciones sociales, en la vida civil, en nuestras oración y en la íntima
conversación con Dios en la profundidad de nuestras almas.
       El Espíritu Santo nos enseña no sólo a cumplir activamente la voluntad
de Dios tal como el precepto nos lo indica, sino también a aceptar de buen
grado la voluntad de Dios en los acontecimientos providenciales que escapan
a nuestro control.
       En una palabra, toda la vida cristiana, consiste en buscar la voluntad de
Dios con fe amorosa y poniendo por obra aquella divina voluntad con amor
fidedigno.
       La perfección, pues, es cuestión de fidelidad y amor: fidelidad, ante
todo, al deber; luego, amor a la voluntad de Dios en todas sus manifestaciones.
El amor implica preferencia, y la preferencia exige sacrificio. En la práctica,
pues, la preferencia de la voluntad de Dios significa poner a un lado y
sacrificar nuestra propia voluntad. Cuanto más renuncie el cristiano a su
propia voluntad para hacer la voluntad de Dios con sumisión amorosa y
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confiado abandono, más unido estará a Cristo en el Espíritu de la filiación
divina, más verdaderamente se mostrará como hijo del Padre celestial y más
cerca se encontrará de la perfección cristiana.


¿Cuál es la voluntad de Dios?

Ahora bien, surge otro problema, y una vez más nos preguntamos si acaso no
nos sería menester una especie de modo sistemático y metódico de conocer y
hacer la voluntad de Dios. ¿Cómo voy a ser fiel a esa misteriosa y divina
voluntad? ¿Cuándo voy a saber si un sacrificio es grato al Padre celestial o si
sólo es una ilusión de mi propia voluntad?
       No es materia fácil, en modo alguno. No puede dejarse al sentimiento o
al capricho subjetivo. Uno podría, por ejemplo, inventar un método, tan falaz
como excesivamente simplificado, de discernir «la voluntad de Dios». Podría
ser que uno dijera: «Normalmente, mi voluntad pecadora se opone a la
voluntad de Dios. Por lo tanto, para rectificar mi situación, debo hacer siempre
lo que contradice mis deseos espontáneos o mis intereses personales, y
entonces estaré seguro de hacer la voluntad de Dios». Pero esto arranca de una
falsa premisa, una especie de creencia maniquea según la cual yo estoy
necesariamente inclinado al mal en toda ocasión, y cualquier cosa que
espontáneamente desee está condenada a priori a ser pecaminosa
       La naturaleza humana no es maligna. No todo placer es desaconsejable.
No todos los deseos espontáneos son egoístas. La doctrina del pecado original
no quiere decir que la naturaleza humana está completamente corrompida y
que la libertad del hombre se inclina siempre hacia el pecado. El hombre no es
ni un diablo ni un ángel. No es un espíritu puro, sino un ser de carne y espíritu,
sujeto a error y malicia, pero fundamentalmente inclinado a buscar la verdad y
la bondad. Es, desde luego, un pecador, pero su corazón responde al amor y a
la gracia. Y también responde a la bondad y a las necesidades de sus
semejantes.
       La manera cristiana de discernir la voluntad de Dios no es una
operación lógica abstracta. Tampoco es meramente subjetiva. El cristiano es
un miembro de un cuerpo vivo, y su conciencia de la voluntad de Dios
depende de su relación con los otros miembros del mismo cuerpo; porque,
como estamos todos unidos, «como miembros unos de otros», la voluntad viva
y salvífica de Dios se nos comunica misteriosamente de unos a otros. Todos
nos necesitamos mutuamente, nos completamos unos a otros. La voluntad de
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Dios se halla en esta interdependencia mutua. «Lo mismo que el cuerpo es uno
y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser
muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y
griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para
formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu. El cuerpo
tiene muchos miembros, no uno solo. Si el pie dijera: “No soy mano, luego no
formo parte del cuerpo”, ¿dejaría por eso de ser parte del cuerpo? Si el oído
dijera: “No soy ojo, luego no formo parte del cuerpo”, ¿dejaría por eso de ser
parte del cuerpo? Si el cuerpo entero fuera ojo, ¿cómo oiría? Si el cuerpo
entero fuera oído, ¿cómo olería? Pues bien, Dios distribuyó el cuerpo y cada
uno de los miembros como él quiso. Si todos fueran un mismo miembro,
¿dónde estaría el cuerpo? Los miembros son muchos, es verdad, pero el
cuerpo es uno solo. El ojo no puede decir a la mano: “No te necesito”; y la
cabeza no puede decir a los pies: “No os necesito”» (1 Co 12,12-21).
       Así pues, el «método» cristiano no es una serie de complejas
observancias rituales y prácticas ascéticas. Por encima de todo, es una ética de
caridad espontánea, dictada por la relación objetiva entre el cristiano y su
hermano. Y toda persona es, para el cristiano, en cierto sentido un hermano.
Algunos son en realidad y visiblemente miembros del cuerpo de Cristo. Pero
potencialmente todos los seres humanos son miembros de dicho cuerpo, y
¿quién dirá con certeza que el no católico o el no cristiano no está, de modo
más o menos oculto, justificado por la inhabitación del Espíritu de Dios y, por
lo tanto, no es, aunque no de modo visible y evidente, un verdadero hermano
«en Cristo»?
       La voluntad de Dios, por consiguiente, se manifiesta al cristiano sobre
todo en el mandamiento de amar. Jesucristo, nuestro Señor, dijo a sus
discípulos, en el más solemne de sus discursos, que aquellos que le amasen
guardarían su mandamiento de amarse unos a otros como Él nos ha amado.

      «Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra
      alegría llegue a plenitud. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a
      otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da
      la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os
      mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su
      señor; a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi
      Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis
      elegido, soy yo quien os he elegido; y os he destinado para que vayáis y
      deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en
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      mi nombre, os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros» (Jn
      15,11-17).

       He aquí el único «método» ascético que Cristo nos ha dado en los
Evangelios: que todos se muestren amigos Suyos, haciéndose amigos unos de
otros y amando incluso a los enemigos (Mt 5,43-48). Si siempre deben actuar
con un espíritu de sacrificio, paciencia y mansedumbre, incluso frente al
injusto y al violento, todos los cristianos están aún más obligados a ser
caritativos y amables unos con otros, no empleando jamás lenguaje hiriente ni
insultante en el trato mutuo (Mt 5,20-26).
       El «método» cristiano de descubrir la voluntad de Dios consiste, pues,
en buscar aquella voluntad santa y vivificadora en la mutua relación de
miembros reales y potenciales del cuerpo místico de Cristo. La voluntad de
Dios es que todos los hombres se salven. De aquí se sigue que Dios quiere que
todos cooperemos con Jesucristo y unos con otros para proporcionamos la
salvación y la santidad.
       Todos estamos obligados a buscar no sólo nuestro propio bien, sino el
bien de los demás. La Providencia divina nos pone en contacto, sea directa o
indirectamente, con aquellos en cuyas vidas hemos de tomar parte como
instrumentos de salvación. Y el Espíritu Santo quiere también que recibamos
de aquellos a quienes damos y que demos a aquellos de quienes recibimos.
Toda la vida cristiana es, pues, una interrelación entre miembros de un cuerpo
unificado por la caridad sobrenatural, es decir, por la acción del Espíritu
Santo, que nos hace a todos uno en Cristo. La voluntad de Dios es por encima
de todo que cada uno coopere lo más libremente posible con el Espíritu Santo
de amor, el «vínculo de unidad».
       Dicha unidad es viva y orgánica. La Iglesia es más que una
organización que impone a sus miembros una uniformidad externa. Es un
organismo vivo que los une con una vida que es presente y activa en lo más
profundo de la propia naturaleza de cada uno. Esta vida es el amor cristiano. Y
se expresa en una variedad casi infinita de maneras, en los innumerables
miembros del cuerpo místico. La voluntad de Dios es, pues, que cada cual se
dedique, según su capacidad, su función y posición, al servicio y salvación de
todos sus hermanos, especialmente de aquellos que están más cerca de él en el
orden de la caridad. Primero debe amar a los más allegados: padres, hijos,
dependientes, amigos; pero en todo caso su amor debe abarcar a todos los
hombres.
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       La norma por la cual podemos evaluar y juzgar nuestros sacrificios, por
lo tanto, es este orden preciso de caridad. El sacrificio de nuestra propia
voluntad es necesario y grato a Dios cuandoquiera que se trate de renunciar a
nuestro bien individual y privado en pro de un bien más alto y más común,
que obrará tanto para nuestra salvación como para la salvación de los otros.
Así, lo que importa no es lo que el sacrificio nos cuesta, sino lo que aporta al
bien de otros y de la Iglesia. La norma de sacrificio no es la cantidad de dolor
que inflige, sino su poder de derribar murallas de división, de restañar heridas,
de restaurar el orden y la unidad en el cuerpo de Cristo.

      «Tratad a los demás como queréis que ellos os traten: en esto consiste la
      Ley y los Profetas. Entrad por la puerta estrecha. Ancha es la puerta y
      espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos entran por ellos.
      ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida!
      Y pocos dan con ellos. Cuidado con los profetas falsos; se acercan con
      piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los
      conoceréis. A ver, ¿acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los
      cardos? Los árboles sanos dan frutos buenos; los árboles dañados dan
      frutos malos. Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol
      dañado dar frutos buenos. El árbol que no da fruto bueno se tala y se
      echa al fuego. Es decir, que por sus frutos los conoceréis. No todo el
      que me dice “Señor, Señor” entrará en el Reino de los cielos, sino el que
      cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo» (Mt 7,12-21).
             «Si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí
      mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante
      el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve
      a presentar tu ofrenda. Procura arreglarte con el que te pone pleito
      enseguida, mientras vais todavía de camino, no sea que te entregue al
      juez, y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. Te aseguro que no
      saldrás de allí hasta que no hayas pagado el último cuarto» (Mt, 55,23-
      26).
             «No me traigáis más dones vacíos, más incienso execrable.
      Novilunios, sábados, asambleas, no los aguanto. Vuestras solemnidades
      y fiestas las detesto; se me han vuelto una carga que no soporto más.
      Cuando extendéis las manos, cierro los ojos; aunque multipliquéis las
      plegarias, no os escucharé. Vuestras manos están llenas de sangre.
      Lavaos, purificaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones; cesad
      de obrar mal, aprended a obrar bien; buscad la justicia, defended al
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      oprimido; sed abogados del huérfano, defensores de la viuda. Ahora
      venid y discutamos –dice el Señor–: Aunque sean vuestros pecados
      como la grana, como nieve blanquearán; aunque sean rojos como
      escarlata, como lana blanca quedarán» (Is 1,3-18).

       El principio básico es, por lo tanto, que todos reconozcamos tanto
nuestras necesidades como las de todos los demás y nuestra obligación de
servir a todos los demás. Comenzaremos a ver clara la voluntad de Dios una
vez que aceptemos y comprendamos esta verdad fundamental. Pero si no
reconocemos que somos miembros de un solo cuerpo y que tenemos
obligaciones y responsabilidades vitales hacia otros miembros que viven
según el mismo principio de vida, jamás comprenderemos el amor de Dios.


Amor y obediencia

La prioridad de la caridad en la vida moral cristiana nos da la clave de todas
las demás obligaciones del cristiano. La Iglesia debe, ciertamente, tener
normas y leyes externas. Por todos los medios debe emplear la disciplina
organizativa, unos ritos, una autoridad docente. Ha de tener una jerarquía.
Pero cuando olvidamos la finalidad de todas estas cosas, cuando pasamos por
alto su orientación a la unión en la caridad, obtenemos una idea desfigurada
de la Iglesia y de su vida.
       Si olvidamos que las leyes y la organización de la Iglesia existen sólo
para preservar la vida interna de la caridad, tenderemos a considerar la
observancia de la ley como un fin en sí misma. Entonces la vida cristiana
queda reducida a una realidad externa. Quien va cumpliendo la ley
externamente puede tender a contentarse con ello, aunque no esté
estrechamente unido a su prójimo cristiano, y a los demás semejantes, en
caridad sincera, humilde y desinteresada. Hasta puede quedar tan absorbido en
las manifestaciones externas de la ley y de la organización que pierda el
sentido real de la importancia de la caridad en la vida cristiana. Y esto hace
imposible la auténtica santidad, ya que la santidad es la plenitud de la vida, la
abundancia de la caridad y la irradiación del Espíritu Santo escondido en
nuestro interior.
       La caridad cristiana exige obviamente la obediencia cristiana. La más
alta y más perfecta unión de voluntades en el amor no será posible si falta la
más baja y más elemental unión de voluntades en obediencia. Es un error
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apelar al amor frente a la obediencia. Pero también es un error reducir todo el
amor, en la práctica, a la obediencia, como si los dos fuesen sinónimos. El
amor es algo mucho más profundo que la obediencia, pero, a menos que la
obediencia revele estas profundidades espirituales, nuestro amor seguirá
siendo superficial, un asunto de sentimiento y emoción, y poco más. La
obediencia puede dar al amor la fortaleza para elevarse por encima de las
formalidades de la pura exteriorización. Sin la obediencia, nuestra caridad será
subjetiva e incierta. Necesitamos normas objetivas con las cuales canalizar la
fuerza del amor en la dirección querida por Dios dentro y para su Iglesia. La
obediencia nos proporciona estos criterios objetivos.
       Es muy importante tener presentes estos sencillos principios
fundamentales, que con tanta frecuencia se dan por supuestos y se olvidan en
la práctica. Y, con todo, es precisamente esta pérdida de verdadera perspectiva
la que hace que la santidad parezca como un ideal fuera de la realidad y hasta
imposible para el cristiano.
       Cuando perdemos de vista el elemento central de la santidad cristiana,
que es el amor, y cuando olvidamos que la forma de cumplir el mandamiento
cristiano del amor no es algo remoto y esotérico, sino, por el contrario, algo
inmediatamente presente, entonces la vida cristiana se vuelve complicada y
muy confusa. Pierde la sencillez y la unidad que Cristo le dio en su Evangelio,
y se convierte en un laberinto de realidades que no guardan relación entre
ellas: preceptos, consejos, principios ascéticos, casos morales y hasta
tecnicismos legales y rituales. Estas cosas resultan difíciles de entender en la
medida en que pierden su conexión con la caridad que las une y da a todas una
orientación a Cristo.
       Aturdidos por las complejidades y dificultades de una vida espiritual
desorganizada y apenas comprensible, empezamos a creer que la verdadera
santidad cristiana es un asunto tan complicado y técnico, que sólo puede ser
entendido y practicado por expertos.
       Sin duda alguna, es bueno tener conocimientos teológicos, así como
experiencia en la vida ascética. Es bueno, asimismo, tener la formación
suficiente para darse cuenta del verdadero significado de la ley y las
prescripciones litúrgicas de la vida católica. Un estudio debidamente orientado
de estas cosas nos dice lo que afirmó Adán de Perseigne, uno de los escritores
cistercienses del siglo XII: «La ley es amor que vincula y obliga» (Lex est
amor qui ligat et obligat).
       Con todo, es posible que la confusión y el malentendido que surge
cuando se olvida la primacía de la caridad en la vida cristiana lleve a un estado
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de tal desilusión que acabemos por abandonar los intentos de alcanzar la
santidad, y aun de ser profundamente cristianos. Esto implica que los ideales
son puestos a prueba seriamente. Es una prueba en la que fácilmente podemos
fallar. La solución no es simplemente cuestión de «esfuerzo» y «fuerza de
voluntad». Al contrario, la luz intelectual y espiritual puede a veces ser el
elemento más necesario para poner a salvo la propia vocación a la santidad y
aun la fe cristiana personal. La fuerza de voluntad carece de valor sin la
verdad. El amor sin la verdad es mero sentimentalismo.


Cristianos adultos

Puede ocurrir con facilidad que una persona pierda su fe cristiana porque se ha
forzado a sí misma a aceptar una visión de la Iglesia, o de Dios, o de la vida en
Cristo, tan deformada que sea prácticamente falsa. Con todo, puede estar bajo
la impresión de que esta visión de la Iglesia es correcta, ya que parece ser la
visión que sostienen en realidad la mayoría de los cristianos con quienes se
asocia. En dichos casos, el esfuerzo por aferrarse a un concepto del
cristianismo deficiente e imperfecto no sólo no hace ningún bien, sino que en
realidad contribuye más rápida y eficazmente a la pérdida de la fe. Lo que
hace falta en tal situación no es tanto fuerza, ni automortificación y esfuerzos
confusos para adaptarse a un cristianismo de segunda mano, como un
esclarecimiento del problema real y una restauración de las perspectivas
auténticas.
       Nuestros ideales han de ser puestos a prueba ciertamente de la manera
más radical. No podemos evitar esta puesta a prueba. No sólo tenemos que
revisar y renovar nuestra idea de la santidad y de la madurez cristiana (sin
miedo a desechar las ilusiones de nuestra niñez cristiana), sino que incluso es
posible que tengamos que enfrentarnos en nuestras vidas con ideas
inadecuadas de Dios y de la Iglesia. En efecto, tal vez topemos con abusos
reales en la vida de los cristianos, en una sociedad llamada cristiana, y hasta
dentro de la misma Iglesia.
       En realidad, el concepto de «sociedad cristiana» tiene que ser
clarificado hoy en día. Ciertamente, la sociedad próspera y secularizada de la
Europa moderna y de Norteamérica ha dejado de ser genuinamente cristiana.
Pero en esta sociedad los cristianos tienden a aferrarse a vestigios de su propia
tradición que todavía sobreviven, y a causa de estos vestigios creen que
todavía están viviendo en un mundo cristiano. Sin duda, el pragmatismo y el
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secularismo de los siglos XIX y XX han penetrado hondamente en la
mentalidad y el espíritu del cristiano medio. Por otro lado, la violenta reacción
defensiva de la Iglesia en el siglo XIX contra la Revolución francesa y sus
consecuencias ha dejado un espíritu de rigidez e incluso un cierto miedo ante
los nuevos desarrollos. Esta situación difícil ha producido muchos conflictos y
contradicciones evidentes en la vida católica. No puede haber duda alguna de
que hoy la Iglesia se enfrenta a una de las más grandes crisis de su historia.
Será inevitable que haya escándalos y problemas de conciencia por todas
partes.
       Es normal y necesario que todo cristiano maduro tenga que enfrentarse
forzosamente, en un momento u otro, a las inevitables limitaciones de los
cristianos –tanto de los demás como de él mismo–. Es deshonesto y a la vez
infiel que un cristiano imagine que el único medio de preservar su fe en la
Iglesia es convencerse de que todo es, en la vida y en la actividad eclesial,
siempre ideal, en todo momento y circunstancia. Para probar lo contrario, ahí
esta la historia. Lamentablemente es cierto que los cristianos, por una u otra
razón, pueden, en nombre del mismo Dios y de su verdad, aferrarse a sutiles
formas de prejuicio, inercia y parálisis mental. De hecho, allí donde debiera
prevalecer la santidad, pueden darse incluso serios desórdenes morales e
injusticias. Ciertamente, la misma Iglesia nunca enseña el error ni promueve
jamás la injusticia. Pero sus fieles pueden, de diversas maneras, valerse de las
enseñanzas y disciplinas de la Iglesia para atrincherarse en una situación que
les parezca favorable y que contiene de hecho muchos elementos de falsedad,
deshonestidad e injusticia. O bien pueden ejercitarse en ignorar la verdadera
importancia del magisterio de la Iglesia y eludir entonces su obligación de
mantener la justicia y la verdad, sea en el ámbito espiritual o en la sociedad
misma.
       El cristiano tiene que aprender a hacer frente a estos problemas con una
sincera y humilde solicitud por la verdad y la gloria de la Iglesia de Dios.
Tiene que aprender a prestar su ayuda para corregir estos errores sin caer en
un celo indiscreto o rebelde. La arrogancia no es nunca un signo de gracia.
Como dijo san Pedro Damián a los monjes de Vallombrosa, que se irritaban
contra abusos muy reales de la Iglesia del siglo XI: «Dejemos, a quien quiera
ser santo, que antes que nada sea santo él mismo ante Dios, y suprima toda
arrogancia respecto a su hermano más débil» (Opusculum 30). El mismo santo
se opuso a la arbitraria y general imposición de muchas y muy severas penas a
grupos enteros de cristianos y no creía que las reformas religiosas pudieran
llevarse a cabo con éxito por la fuerza de las armas.
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       En todas las cosas, el espíritu cristiano es un espíritu de amor, humildad
y servicio, no de violencia en defensa del absolutismo y del poder. De aquí
que, aun cuando haya abusos ciertos, siempre presentes en toda institución,
incluso en la Iglesia, tales abusos han de ser afrontados con honradez,
humildad y amor. No pueden ser disculpados o ignorados. No todos pueden
«hacer algo» para resolver problemas que son demasiado vastos para que un
solo individuo los entienda. Pero todos pueden hacer buen uso de ellos en sus
propias vidas interiores, considerándolos como oportunidades de purificar su
fe, su espíritu de obediencia y su amor sobrenatural a la Iglesia.
       Algunos cristianos no son ni siquiera capaces de enfrentarse
directamente con dicha tarea: nunca pueden admitir del todo que ésta les
corresponde. Pero son incapaces de escapar a la angustia que atenaza su
corazón. Quizá no conozcan el origen de la angustia, pero está ahí. Otros
pueden admitir que ven lo que ven, pero se convierte para ellos en un grave
escándalo. Se rebelan contra la situación, condenan a la Iglesia e incluso
intentan hallar los medios de romper con ella. No se dan cuenta de que es en
ese momento cuando han llegado muy cerca del significado real de su
vocación cristiana, y de que están en condiciones de hacer el sacrificio que se
exige a las personas cristianas adultas: la aceptación realista de la
imperfección y la deficiencia en ellas mismas, en los demás y en sus
instituciones más queridas.
       Deben afrontar la verdad de estas imperfecciones, con el fin de ver que
la Iglesia no existe simplemente para hacer todo lo que les convenga, para
crear un abrigo de paz y seguridad para ellas, para santificarlas pasivamente.
Por el contrario, éste es el momento de que ellas den a su comunidad sangre
de su propio corazón y de que participen activa y generosamente en todas sus
luchas. Es el momento de que se sacrifiquen por otros que quizá no parezcan
merecerlo mucho. «Hermanos: El que siembra tacañamente, tacañamente
cosechará; y el que siembra generosamente, generosamente cosechará. Cada
uno dé como haya decidido su conciencia; no a disgusto ni por compromiso,
porque al que da de buena gana lo ama Dios. Tiene Dios poder para colmaros
de toda clase de favores, de modo que, teniendo siempre lo suficiente, os sobre
para obras de caridad» (2 Co 9,6-8).
       Requiere gran heroísmo dedicar toda la vida a los otros en una situación
que es frustrante e insatisfactoria y en la que el propio sacrificio puede ser, en
gran medida, inútil. Pero aquí, sobre todo, la fe en Dios es lo que se necesita.
Él ve nuestro sacrificio y lo hará fructificar, aun cuando a nuestros propios
ojos no aparezcan sino la futilidad y la frustración. Cuando aceptamos esta
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gracia, nuestros ojos se abren para ver el bien real e insospechado en los otros,
y para estar verdaderamente agradecidos por nuestra vocación cristiana.


El realismo en la vida espiritual

Juan Taulero dice en uno de sus sermones que, cuando Dios busca nuestra
alma, actúa como la mujer de la parábola del Evangelio, que perdió una
dracma y revolvió toda la casa hasta que la encontró. Este «revolver» nuestra
vida interna es esencial para la madurez espiritual, porque sin él nos limitamos
a descansar cómodamente en ideas más o menos ilusorias de lo que es en
realidad la perfección espiritual. En la doctrina de san Juan de la Cruz, esto se
describe como la «noche oscura» de la purificación pasiva, que nos vacía de
nuestros conceptos de Dios y de las cosas divinas excesivamente humanos, y
nos lleva al desierto donde somos alimentados no sólo de pan, sino de los
medios que sólo pueden venir directamente de Él. Los teólogos modernos han
argumentado detalladamente acerca de la necesidad de la purificación mística
pasiva para alcanzar plenamente la santidad cristiana madura. Podemos
desechar aquí los argumentos esgrimidos por ambos bandos, ya que basta con
decir que la santidad verdadera significa la plena expresión de la cruz de
Cristo en nuestras vidas, y esta cruz quiere decir la muerte de lo que nos es
familiar y normal, la muerte de nuestro yo diario, para poder vivir en un nivel
nuevo. Y, con todo, paradójicamente, en este nuevo nivel recobramos nuestro
yo antiguo, ordinario. Es el yo familiar que muere y resucita en Cristo. El
«hombre nuevo» se transforma totalmente y, sin embargo, sigue siendo la
misma persona. Queda espiritualizado; es más, los Padres dirían que queda
«divinizado» en Cristo.
       Esto debería enseñarnos que es inútil acariciar «ideales» que, según
imaginamos, nos ayudarán a escapar de un ser con el que estamos
insatisfechos o disgustados. El camino de la perfección no es un camino de
huida. Sólo podemos llegar a ser santos haciendo frente a nuestra propia
realidad, asumiendo la plena responsabilidad de nuestra vida tal y como es,
con todas sus deficiencias y limitaciones, y sometiéndonos a la acción
purificadora y transformadora del Salvador.
       Es realmente trágico observar la frustración y la ruina que se abaten
sobre jóvenes de buenas intenciones, pero desorientados, que no pueden captar
este hecho elemental. En la práctica, no se plantean la cuestión de un
compromiso religioso serio. Y, sin embargo, parecen ser los únicos que, en
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cierto modo, están más sedientos de perfección. La intensidad y el afán con
que tratan de salir de la prisión en que ellos mismos se han convertido es tan
patética, que no puede por menos de suscitar compasión en todas las personas
que intentan ayudarlos. A veces los directores espirituales cometen la
equivocación de fomentar el engañoso idealismo que es la fuente de todo el
problema, en lugar de llevar a esos pobres dolientes a hacer frente a la
realidad.
       No hay nada positivo en un mórbido desprecio de sí mismo que a veces
pasa por humildad. No hay esperanza en un ideal espiritual teñido de odio
maniqueo al cuerpo y a las cosas materiales. Un angelismo que no es otra cosa
que un refinamiento de amor propio infantil no puede llevar ni a la libertad
espiritual ni a la santidad.
       Sin embargo, al mismo tiempo hemos de luchar por dominar nuestras
pasiones, hemos de esforzarnos por pacificar nuestro espíritu en humildad y
abnegación profundas, hemos de ser capaces de decir «no» firme y
definitivamente a nuestros desordenados deseos, y hemos de mortificar, por
disciplina, incluso alguna de nuestras legítimas apetencias.
       La tarea de entregarnos a Dios y renunciar al mundo es profundamente
seria y no admite componendas. No basta con meditar sobre un camino de
perfección que incluye sacrificio, oración y renuncia al mundo. Hemos de
ayunar de verdad, orar, negarnos a nosotros mismos y hacernos hombres
interiores, si queremos escuchar alguna vez la voz de Dios en nuestro interior.
No basta hacer que toda la perfección consista en obras activas y decir que las
observancias y deberes que se nos imponen por obediencia son en sí mismos
suficientes para transformar toda nuestra vida en Cristo. El hombre que
simplemente «trabaja por» Dios exteriormente puede estar interiormente falto
del amor por Él que es necesario para la verdadera perfección. El amor busca
no sólo servirle, sino conocerle, comulgar con Él en la oración, abandonarse a
Él en la contemplación.
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                                         3
                                Cristo, el camino



La Iglesia santifica a sus miembros

La perfección no es un embellecimiento moral que adquirimos fuera de Cristo,
con el fin de hacer méritos para la unión con Él. La perfección es la obra de
Cristo en persona que vive en nosotros por la fe. La perfección es la vida plena
de la caridad perfeccionada por los dones del Espíritu Santo. Para que
podamos conseguir la perfección cristiana, Jesús nos ha dejado sus
enseñanzas, los sacramentos de la Iglesia y todos los consejos con los que nos
enseña el modo de vivir más perfectamente en Él y por Él. Para quienes han
recibido una llamada especial a la perfección, está el estado religioso con sus
votos. Bajo la dirección de la misma Iglesia, tratamos de corresponder
generosamente a las inspiraciones del Espíritu Santo. Guiados interiormente
por el Espíritu de Cristo, protegidos exteriormente y formados por la Iglesia
visible con su jerarquía, sus leyes, su magisterio, sus sacramentos y su liturgia,
todos juntos crecemos en el «único Cristo».
       No hemos de ver a la Iglesia puramente como una institución o una
organización. Ciertamente es visible y claramente reconocible en sus
enseñanzas, su gobierno y su culto. Éstos son los perfiles exteriores a través de
los cuales podemos ver el esplendor interior de su alma. Esta alma no es
meramente humana, es divina. Es el mismo Espíritu Santo. La Iglesia, a
semejanza de Cristo, vive y actúa de una forma a la vez humana y divina.
Ciertamente, hay imperfecciones en los miembros humanos de Cristo, pero su
imperfección está unida inseparablemente a su perfección, sostenida por su
poder y purificada por su santidad, en tanto permanezcan en unión viva con Él
por la fe y el amor. A través de estos miembros suyos, el Redentor
todopoderoso santifica, guía y nos instruye infaliblemente, y se sirve de
nosotros también para expresar su amor por ellos. De aquí que la verdadera
naturaleza de la Iglesia sea la de un cuerpo en el que todos los miembros
«llevan unos las cargas de otros» y actúan como instrumentos de la
Providencia divina unos respecto a otros. Los más santificados son los que
entran más plenamente en la vivificadora comunión de los santos que habitan
en Cristo. Su gozo es gustar las puras corrientes de aquel río de vida cuyas
aguas alegran toda la ciudad de Dios.
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       Nuestra perfección, por consiguiente, no es un asunto meramente
individual, sino también una cuestión de crecer en Cristo, de profundizar
nuestro contacto con Él en la Iglesia y mediante la Iglesia y, por consiguiente,
de profundizar nuestra participación en la vida de la Iglesia, el Cristo místico.
Esto significa, claro está, una unión más estrecha con nuestros hermanos en
Cristo, una integración más íntima y fructífera con ellos en el organismo
espiritual, que vive y crece, del cuerpo místico.
       Esto no significa que la perfección espiritual sea cuestión de
conformismo social. El mero hecho de que uno se vuelva un engranaje exacto
en una máquina religiosa eficaz nunca hará de él un santo, a menos que
busque a Dios interiormente en el santuario de su propia alma. Por ejemplo, la
vida común del religioso, regulada por observancias tradicionales y bendecida
por la autoridad de la Iglesia, es indudablemente un medio de santificación
muy precioso. Es, para el religioso, uno de los elementos esenciales de su
estado. Pero esto es todavía sólo un marco. Como tal, tiene su finalidad y ha
de ser usado. Pero no hay que confundir el andamio con el verdadero edificio.
El verdadero edificio de la Iglesia es la unión de corazones en amor, sacrificio
y trascendencia personal. La solidez de este edificio depende de la medida en
que el Espíritu Santo toma posesión del corazón de cada persona, no de la
medida en que nuestra conducta exterior se organice y discipline por un
sistema provechoso. La vida social humana requiere inevitablemente cierto
orden, y quienes aman a su hermano en Cristo se sacrificarán generosamente
para preservar este orden. Pero el orden no es un fin en sí mismo, y el mero
mantenimiento del orden no es todavía santidad.
       Con demasiada frecuencia hay gente que toma la vida espiritual en
serio, pero desperdicia sus esfuerzos en el andamio, haciéndolo cada vez más
sólido, permanente y seguro, sin prestar atención al edificio en sí. Hacen esto
partiendo de una especie de miedo inconsciente a las responsabilidades reales
de la vida cristiana, que son solitarias e interiores. Éstas son difíciles de
expresar, incluso indirectamente. Es casi imposible comunicarlas a los demás.
Por ello nunca podemos estar «seguros» de si el otro tiene razón o no la tiene.
En esta esfera interior se tienen siempre pocas pruebas de progreso o de
perfección, mientras que en la esfera exterior resulta más fácil medir el
progreso y ver los resultados. Incluso se pueden mostrar a otros para que los
aprueben y admiren.
       La obra más importante, más real y duradera del cristiano se lleva a
cabo en las profundidades de su propia alma. Nadie puede verla, ni siquiera él
mismo. Sólo es conocida por Dios. Esta obra no es tanto una cuestión de
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fidelidad a directrices visibles y generales como de fe: es el acto solitario
interior, angustioso, casi desesperado, por el que afirmamos nuestra total
sujeción a Dios captando su palabra y la revelación de su voluntad en lo más
profundo de nuestro ser, así como en la obediencia a la autoridad por Él
constituida.
       El credo que tan triunfalmente cantamos en la liturgia, en unión con
toda la Iglesia, es real y válido sólo en la medida en que expresa el íntimo
compromiso y entrega de cada uno a la voluntad de Dios, como se manifiesta
exteriormente a través de la Iglesia y su jerarquía e interiormente mediante las
inspiraciones de la gracia divina.
       Nuestra fe es, por lo tanto, una rendición total a Cristo que pone todas
nuestras esperanzas en Él y en su Iglesia, y espera toda fuerza y santidad de su
misericordioso amor.


Santidad en Cristo

Por lo que llevamos dicho hasta ahora, debería quedar bien claro que la
santidad cristiana no es una mera cuestión de perfección ética. Comprende
todas las virtudes, pero es evidentemente más que todas las virtudes juntas. La
santidad no está constituida sólo por buenas obras, y ni siquiera por heroísmo
moral, sino antes que nada por la unión ontológica con Dios «en Cristo».
Ciertamente, para comprender la enseñanza del Nuevo Testamento acerca de
la santidad de vida, hemos de entender el significado de esta expresión de san
Pablo. La enseñanza moral de las cartas sigue siempre y clarifica una
exposición doctrinal del significado de nuestra «vida en Cristo». San Juan
también deja bien claro que todo el fruto espiritual de nuestra vida proviene de
la unión con Cristo, la integración en su cuerpo, místico como una rama está
unida a la vid e integrada en ella (Jn 15,1-1l). Claro está que esto no reduce en
modo alguno a la insignificancia las virtudes y las buenas obras, pero éstas
permanecen siempre como secundarias con respecto a nuestro nuevo ser.
Según una máxima escolástica, «actio sequitur esse», la acción está en
conformidad con el ser que actúa. Como el mismo Señor dijo, no podemos
cosechar higos de los cardos. Por ello hemos de transformarnos primero
interiormente en hombres nuevos y luego actuar de acuerdo con el Espíritu
que nos ha sido dado por Dios, el Espíritu de nuestra nueva vida, el Espíritu de
Cristo. Nuestra santidad ontológica es nuestra unión vital con el Espíritu
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Santo. Nuestro esfuerzo por obedecer el Espíritu Santo constituye nuestra
bondad moral.
       Por consiguiente, lo que importa por encima de todo no es esta o aquella
observancia, este o aquel conjunto de prácticas éticas, sino nuestra renovación,
nuestra «nueva creación» en Cristo (véase Ga 6,15). Cuando estamos unidos a
Cristo por «la fe que obra a través de la caridad» (Ga 5,6), poseemos en
nosotros el Espíritu Santo, que es la fuente de toda acción virtuosa y de todo
amor. La vida virtuosa cristiana no es sólo una vida en la cual nos afanamos
por unirnos a Dios mediante la práctica de la virtud, sino que es más bien una
vida en la que, llevados a la unión con Dios en Cristo por el Espíritu Santo,
nos aplicamos a expresar nuestro amor y nuestro ser nuevo mediante actos de
virtud. Estando unidos a Cristo, buscamos con todo el fervor posible que Él
manifieste su virtud y su santidad en nuestras vidas. Nuestros esfuerzos
deberían dirigirse a eliminar los obstáculos del egoísmo, la desobediencia y
todo apego a lo que es contrario a su amor.
       Cuando la Iglesia canta en el Gloria Tu solus sanctus –«porque sólo tú
eres Santo»–, podemos interpretar que esto quiere decir, con toda seguridad,
que todo lo demás que es santo lo es sólo en Él y por Él. La santidad de Dios
se comunica y revela al mundo a través de Cristo. Si hemos de ser santos,
Cristo debe ser santo en nosotros. Si hemos de ser «santos», Él debe ser
nuestra santidad. Pues, como dice san Pablo, «para los llamados, Cristo es
fuerza de Dios y sabiduría de Dios... Por Él, vosotros sois en Cristo Jesús, en
este Cristo que Dios ha hecho para nosotros sabiduría, justicia, santificación y
redención, a fin de que, como dice la Escritura: “El que se gloríe, gloríese en
el Señor”» (1 Co 1,24.30-31). Pero todo esto exige nuestro propio
consentimiento y nuestra vigorosa cooperación con la gracia divina.
       Jesucristo, Dios y hombre, es la revelación de la oculta santidad del
Padre, el Rey de los tiempos, inmortal e invisible, que ningún ojo puede ver,
que ninguna inteligencia puede contemplar, excepto bajo la luz que Él mismo
comunica a quien quiere. De aquí que la «perfección» cristiana no sea una
mera aventura ética o un logro en el que el hombre pueda gloriarse. Es un don
de Dios que lleva el alma al oculto abismo del divino misterio, a través del
Hijo, por la acción del Espíritu Santo. Ser cristiano, pues, es hallarse
comprometido en una vida profundamente mística, ya que el cristianismo es
preeminentemente una religión mística. Esto no significa, claro está, que todo
cristiano sea o deba ser un «místico», en el sentido técnico moderno de la
palabra. Pero sí quiere decir que todo cristiano vive, o debe vivir, dentro de las
dimensiones de una revelación y comunicación del ser divino de carácter
44



completamente místico. La salvación, que es la meta de todo cristiano
individualmente considerado, y de la comunidad cristiana tomada en conjunto,
es participación en la vida de Dios, que «nos ha sacado de las tinieblas para
llevarnos a su luz maravillosa» (1 P 2,9). El cristiano es alguien cuya vida y
esperanza se centran en el misterio de Cristo. En y a través de Cristo, nos
hacemos «partícipes de la naturaleza divina» –divinae consortes naturae– (2 P
1,4).
       A través de Cristo, el poder del amor divino y la energía de la divina luz
se abren camino en nuestras vidas y las transforman de un grado de
«iluminación» a otro, por la acción del Espíritu Santo. He aquí la raíz y la base
de la santidad interior del cristiano. Esta luz, esta energía en nuestras vidas, es
llamada comúnmente gracia.
       Cuanto más brillan la gracia y el amor en la fraterna unidad de aquellos
que han sido reunidos, por el Espíritu Santo, en un solo cuerpo, más se
manifiesta Cristo en el mundo, más es glorificado el Padre y más cerca nos
hallamos de la consumación final de la obra de Dios por la «recapitulación»
de todas las cosas en Cristo (Ef 1,10).


La gracia y los sacramentos

Nuestra filiación divina es la semejanza del Verbo de Dios en nosotros
producida por su presencia viva en nuestras almas mediante el Espíritu Santo.
Ésta es, a los ojos de Dios, nuestra «justicia». Es la raíz del verdadero amor y
de todas las demás virtudes. Por último, es la simiente de la vida eterna: es una
herencia divina que no puede sernos arrebatada contra nuestra propia
voluntad. Es un tesoro inagotable, una fuente de agua viva «que brota para la
vida eterna». La Primera carta de san Pedro se abre con un himno exultante
que alaba esta vida de la gracia, que la divina misericordia nos concede a
todos gratuitamente en Cristo: la gracia que lleva a nuestra salvación, con tal
de que seamos fieles al amor de Dios, que se nos ha dado mientras estábamos
muertos en nuestros pecados y que nos ha resucitado de la muerte con la
misma fuerza con que resucitó a Cristo de entre los muertos:

      «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran
      misericordia, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos
      ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva, para una herencia
      incorruptible, pura, imperecedera, que os está reservada en el cielo. La
Vida y santidad: un tratado elemental sobre la espiritualidad cristiana
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Vida y santidad: un tratado elemental sobre la espiritualidad cristiana

  • 3. 3 Thomas Merton Vida y santidad Editorial SAL TERRAE Santander
  • 4. 4 Título del original en inglés: Life and Holiness © ++ Traducción: Josep Vallverdú i Aixalà Traducción del Prólogo: Ramón Alfonso Díez Aragón © 2006 by Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) Fax: 942 369 201 E-mail: salterrae@salterrae.es www.salterrae.es Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain ISBN: Depósito Legal: Fotocomposición: Impresión y encuadernación:
  • 5. 5 In memoriam Louis Massignon 1883-1962
  • 6. 6 Índice Prólogo, por Henri J.M. Nouwen Introducción 1. Los ideales cristianos Sacados de las tinieblas Un ideal imperfecto Santos de escayola Las ideas y la realidad 2. Los ideales, puestos a prueba La nueva ley ¿Cuál es la voluntad de Dios? Amor y obediencia Cristianos adultos El realismo en la vida espiritual 3. Cristo, el camino La Iglesia santifica a sus miembros Santidad en Cristo La gracia y los sacramentos Vida en el Espíritu Carne y espíritu 4. La vida de fe Fe en Dios La existencia de Dios Fe humana La fe en el Nuevo Testamento 5. Crecer en Cristo Caridad Perspectivas sociales de la caridad Trabajo y santidad Santidad y humanismo Problemas prácticos
  • 7. 7 Abnegación y santidad Conclusión
  • 8. 8 Prólogo Vida y santidad fue escrito por Thomas Merton hace más de treinta años. Es una declaración directa, clara, inteligente y muy convincente sobre lo que significa ser cristiano. La lectura de este libro me ha traído a la memoria mi único encuentro con Merton y la breve conversación que mantuvimos durante una visita que hice a la Abadía de Gethsemani. Me impresionó su gravedad. Directo, abierto, sin sentimentalismos y siempre con un brillo en los ojos. Así era Merton. Así es este libro. Muchas veces me pregunto: «¿Qué libro puedo recomendar a alguien que quiera saber lo que implica ser cristiano?». Éste es el libro, sin duda alguna. No es un libro sobre doctrinas o dogmas, sino sobre la vida en Cristo. Se podría haber titulado Cristo en el centro, porque en todo lo que Merton dice sobre vida y santidad, pone a Cristo en el centro. Afirma: «...fe es el rechazo de todo lo que no sea Cristo con el fin de que toda vida, toda verdad, toda esperanza, toda realidad puedan ser buscadas y halladas “en Cristo”». Con toda su gran sencillez, éste es un libro radical. Y nos llama a una entrega absoluta y un compromiso total. La lectura de este libro me pone en contacto con lo que es permanente, duradero y «de Dios». Desde la muerte de Merton han pasado tantas cosas que casi parece que todos los cimientos sólidos se han desvanecido bajo nuestros pies y parece que nos hemos convertido en personas que tratan de cruzar un lago saltando de un bloque de hielo flotante a otro. Lo que deseamos es algo que nos dé un fundamento sólido, algo en lo que poder confiar, algo que sea verdadero. Merton nos dice: ¡Ese algo es Alguien! Es Jesús quien nos guía a través de este valle de tinieblas dándonos su propio espíritu, su propia vida, su propio amor. Y porque está centrado radicalmente en Cristo, este libro es un clásico, no sujeto a las modas intelectuales pasajeras de cada momento. Y hoy su alimento espiritual es tan sabroso como el día en que fue escrito. En su autobiografía La montaña de los siete círculos, Merton recuerda una conversación con su amigo Bob Lax. Mientras paseaban por la Sexta Avenida, en la ciudad de Nueva York, una tarde de primavera, Bob Lax se volvió de repente hacia él y le preguntó: «LAX: En definitiva, ¿qué es lo que quieres ser? MERTON: No lo sé, supongo que lo que quiero es ser un buen católico.
  • 9. 9 LAX: ¿Qué quieres decir con eso de que quieres ser un buen católico?... Tendrías que decir... que quieres ser santo. MERTON: ¿Cómo esperas que yo llegue a ser santo? LAX: Queriéndolo. MERTON: No puedo ser santo. No puedo ser santo... LAX: Lo único que necesitas para ser santo es quererlo. ¿Acaso no crees que Dios hará de ti aquello para lo que te creó si tú consientes que Él lo haga? Lo único que tienes que hacer es desearlo».* Merton comprendió el poder del reto de su amigo. Mucho más tarde, después de veintidós años de vida como trapense, escribió este libro esencial y muy práctico sobre el camino hacia la santidad. ¡Es indudable que sabía sobre qué estaba escribiendo! Escribe con humildad y convicción, con bondad y vigor, con humor y sabiduría. Merton murió hace veintisiete años. Su amigo Bob Lax vive ahora en Patmos. Estoy seguro de que Bob sonreirá con gratitud cuando vea este libro de nuevo y recuerde su paseo con Tom hace muchos, muchos años. HENRI J.M. NOUWEN Toronto, 1996
  • 10. 10 Introducción Éste pretende ser un libro muy sencillo, un tratado elemental sobre unas pocas ideas fundamentales de la espiritualidad cristiana. De aquí que haya de ser útil a todo cristiano y, más aún, a cualquier persona que desee familiarizarse con algunos principios de la vida interior tal como la entiende la Iglesia católica. Nada se dice aquí de temas como la «contemplación» o la «oración mental». Y, sin embargo, el libro subraya aquel aspecto de la vida cristiana que es a la vez el más común y el más misterioso: la gracia, el poder y la luz de Dios en nosotros, que purifican nuestros corazones, nos transforman en Cristo, nos hacen verdaderos hijos de Dios y nos capacitan para actuar en el mundo como instrumentos suyos para el bien de todos los hombres y para su gloria. Ésta es, por lo tanto, una meditación sobre algunos temas fundamentales apropiados para la vida activa. Tenemos que decir de inmediato que la vida activa es esencial para todo cristiano. Claro está que la vida activa debe tener más significado que la vida que se lleva en los institutos religiosos de varones y mujeres que se dedican a la enseñanza, al cuidado de los enfermos, etcétera. (Cuando se habla de la «vida activa» frente a la «vida contemplativa», el sentido es el descrito). Aquí la acción no se considera opuesta a la contemplación, sino como una expresión de la caridad y como una consecuencia necesaria de la unión con Dios por el bautismo. La vida activa es la participación del cristiano en la misión de la Iglesia en la tierra, y esto significa llevar a otras personas el mensaje del Evangelio, administrar los sacramentos, realizar obras de misericordia, cooperar en los esfuerzos mundiales por la renovación espiritual de la sociedad y el establecimiento de la paz y el orden sin los cuales la raza humana no puede alcanzar su destino. Incluso el «contemplativo» enclaustrado está implicado inevitablemente en las crisis y los problemas de la sociedad a la que todavía pertenece como miembro (ya que participa en sus beneficios y comparte sus responsabilidades). También él tiene que participar «activamente» hasta cierto punto en la obra de la Iglesia, no sólo con su oración y santidad, sino también con su comprensión y solicitud. Incluso en los monasterios contemplativos el trabajo productivo es esencial para la vida de la comunidad, y representa por lo general un servicio para la sociedad en su conjunto. Incluso los contemplativos, pues, quedan implicados en la economía de la nación a que pertenecen. Es justo que deban
  • 11. 11 comprender la naturaleza de su servicio y algunas de sus implicaciones. Esto es aún más cierto cuando el monasterio ofrece a las personas el «servicio» – muy esencial, por cierto– de cobijo y recogimiento durante los tiempos de retiro espiritual. Pero he declarado que este libro no va a tratar sobre los contemplativos. Baste decir que todos los cristianos deberían poner interés en la «vida activa» tal como aquí será tratada: la vida que, respondiendo a la divina gracia y en unión con la autoridad visible de la Iglesia, dedica sus esfuerzos al desarrollo espiritual y material de toda la comunidad humana. No quiere ello decir que este libro pretenda tratar de las técnicas específicas apropiadas para la acción cristiana en el mundo. Su ámbito de interés se concreta más bien en la vida de la gracia de la cual debe brotar toda acción cristiana válida. Si la vida cristiana es como una vid, entonces este libro tiene que tratar más del sistema de sus raíces que de las hojas y los frutos. ¿Es extraño que, en este libro sobre la vida activa, se acentúe no tanto lo referente a la energía, fuerza de voluntad y acción, como lo relativo a la gracia y la interioridad? No, puesto que éstos son los verdaderos principios de la actividad sobrenatural. Una actividad basada en las acometidas e impulsos de la ambición humana es un espejismo y un obstáculo puesto a la gracia. Se interpone en el camino de la voluntad de Dios y crea problemas, en vez de resolverlos. Debemos aprender a distinguir entre la pseudo-espiritualidad del activismo y la auténtica vitalidad y energía de la acción cristiana guiada por el Espíritu. Al mismo tiempo, no hemos de crear una división en la vida cristiana dando por supuesto que toda actividad es en cierto modo peligrosa para la vida espiritual. La vida espiritual no es una vida de retiro y quietud, un invernadero donde crecen prácticas ascéticas artificiales fuera del alcance de la gente de vida ordinaria. Donde el cristiano puede y tiene que desarrollar su unión espiritual con Dios es precisamente en sus deberes y trabajos de la vida ordinaria. Este principio no es en modo alguno nuevo. Pero quizá no sea fácil de aplicar en la práctica. Un escritor o predicador que suponga que es fácil, puede desorientar gravemente a aquellos que intentan seguir su consejo. El trabajo en un contexto humano normal y sano, el trabajo con una medida humana sana y moderada, integrado en un medio social productivo, es por sí solo capaz de contribuir mucho a la vida espiritual. Pero el trabajo desordenado, irracional, improductivo, dominado por los agotadores afanes y excesos de una lucha a escala mundial por el poder y la riqueza, no va necesariamente a aportar una
  • 12. 12 contribución válida a las vidas espirituales de todas las personas que lo realizan. De aquí que sea importante considerar la naturaleza del trabajo y su lugar en la vida cristiana. A dicho asunto dedica este libro algunas páginas, aunque no lo trate de forma exhaustiva. Hemos ignorado zonas enteras de angustia y confusión. He creído suficiente indicar brevemente que el trabajo diario del ser humano es un elemento importantísimo de la vida espiritual y que, para que el trabajo sea realmente santificador, el cristiano no debe sólo ofrecerlo a Dios en un esfuerzo mental y subjetivo de su voluntad, sino que debe afanarse por integrarlo en el esquema completo del afán cristiano en pro del orden y la paz en el mundo. El trabajo de todo cristiano no sólo debe ser honrado y decente, ni sólo productivo, sino que debe rendir un servicio positivo a la sociedad humana. Debe tener parte en el esfuerzo general de todos los hombres por una civilización pacífica y rectamente ordenada en este mundo, porque de este modo nos ayuda inmejorablemente a prepararnos para el otro. El esfuerzo cristiano por llegar a la santidad (un esfuerzo que sigue siendo esencial en la vida cristiana) debe, pues, ser situado hoy dentro del contexto de la acción de la Iglesia en el umbral de una nueva era. No nos está permitido engañarnos a nosotros mismos con una retirada a un pasado ya desvanecido. La santidad no es ni ha sido nunca una deserción de la responsabilidad y de la participación en la tarea fundamental del ser humano de vivir justa y productivamente en comunidad con sus semejantes. El papa Juan XXIII inauguró el concilio Vaticano II el 11 de octubre de 1962, con estas palabras, profundamente conmovedoras: «En el orden actual de las cosas, la divina Providencia nos guía hacia un nuevo orden de relaciones humanas que, por los esfuerzos de los hombres y aún más allá de sus perspectivas, están encaminadas hacia el cumplimiento de los designios altísimos e inescrutables de Dios». La santidad cristiana en nuestra época significa más que nunca la conciencia de nuestra común responsabilidad de cooperar con los misteriosos designios de Dios para la raza humana. Esta conciencia será ilusoria a menos que esté iluminada por la gracia divina, robustecida por un esfuerzo generoso y perseguida en colaboración no sólo con las autoridades de la Iglesia, sino con todos los hombres de buena voluntad que están trabajando sinceramente por el bien temporal y espiritual de la raza humana. THOMAS MERTON
  • 13. 13 1 Los ideales cristianos Sacados de las tinieblas Todo cristiano bautizado está obligado por las promesas del bautismo a renunciar al pecado y entregarse por entero, sin reservas, a Cristo, con el fin de cumplir su vocación, salvar su alma, entrar en el misterio de Dios y allí encontrarse perfectamente «en la luz de Cristo». Como nos recuerda san Pablo (1 Co 6,19), «no nos pertenecemos». Pertenecemos enteramente a Cristo. Su Espíritu tomó posesión de nosotros en el bautismo. Somos Templos del Espíritu Santo. Nuestros pensamientos, nuestras acciones, nuestros deseos son de pleno derecho más suyos que nuestros. Pero hemos de luchar para asegurarnos de que Dios recibe siempre de nosotros lo que le debemos por derecho propio. Si no nos esforzamos por superar nuestra debilidad natural, nuestras pasiones desordenadas y egoístas, lo que en nosotros pertenece a Dios quedará fuera de la influencia del poder santificante de su amor, será corrompido por el egoísmo, cegado por el deseo irracional, endurecido por el orgullo, y a la larga terminará hundiéndose en el abismo de negación moral que llamamos pecado. El pecado es el rechazo de la vida espiritual, el rehusar el orden y la paz interiores que provienen de nuestra unión con la voluntad divina. En una palabra, el pecado es el rechazo de la voluntad de Dios y de su amor. No es sólo el negarse a «hacer» esto o aquello que Dios quiere, ni la determinación de «hacer» lo que Dios prohíbe. Es, más radicalmente, la obstinación en no ser lo que somos, el rechazo de nuestra realidad espiritual misteriosa y contingente, oculta en el misterio mismo de Dios. El pecado es la negativa a ser aquello para lo que fuimos creados: hijos de Dios, imágenes de Dios. En último término, el pecado, aunque parezca una afirmación de libertad, es una huida de la libertad y la responsabilidad de la filiación divina. Todo cristiano, por consiguiente, está llamado a la santidad y a la unión con Cristo, mediante la guarda de los mandamientos de Dios. Sin embargo, algunas personas con vocaciones especiales han contraído por votos religiosos una obligación más solemne y se han comprometido a tomar de un modo especialmente serio la vocación cristiana fundamental a la santidad. Han prometido emplear ciertos medios definidos y más eficaces para «ser
  • 14. 14 perfectas»: los consejos evangélicos. Se obligan a sí mismas a ser pobres, castas y obedientes, renunciando con ello a su propia voluntad, negándose a sí mismas, y liberándose de lazos mundanos con el fin de entregarse a Cristo de un modo aún más perfecto. Para ellas, la santidad no es simplemente algo que se busca como un fin último, sino que es su «profesión»: no tienen otro trabajo en la vida que ser santas, y todo se subordina a ese fin, que para ellas es primario e inmediato. Sin embargo, el hecho de que las religiosas, los religiosos y los clérigos tengan una obligación profesional de esforzarse por ser santos debe entenderse con propiedad. No significa que sólo ellos son plenamente cristianos, como si los laicos fueran en algún sentido menos verdaderamente cristianos y miembros menos plenos de Cristo que ellos. San Juan Crisóstomo, que en su juventud estuvo muy cerca de creer que nadie se podía salvar si no huía al desierto, reconoció en su edad madura, siendo obispo de Antioquía y después de Constantinopla, que todos los miembros de Cristo son llamados a la santidad por el mero hecho de ser sus miembros. Sólo hay una moral, una santidad para los cristianos, y es la que se propone a todos en los Evangelios. El estado laical es necesariamente bueno y santo, ya que el Nuevo Testamento nos deja libres para elegirlo. Pero para vivir el estado laical no es suficiente mantener un tipo de santidad estática y mínima, simplemente «evitando el pecado». A veces la diferencia entre los estados de vida se deforma y simplifica tan exageradamente en las mentes de los cristianos que parece que éstos piensan que, mientras los sacerdotes, los monjes y las monjas están obligados a crecer y progresar en la perfección, del laico sólo se espera que se mantenga en estado de gracia y, pegándose, por decirlo así, a la sotana del sacerdote, se deje llevar al cielo por aquellos especialistas, que son los únicos llamados a la «perfección». San Juan Crisóstomo señala que el mero hecho de que la vida del monje sea más austera y más difícil no debería llevarnos a pensar que la santidad cristiana es principalmente una cuestión de dificultad. Esto llevaría a la falsa conclusión de que, como la salvación parece menos ardua para el laico, también es, de alguna manera extraña, una salvación menos verdadera. Por el contrario, dice Crisóstomo, «Dios no nos ha tratado [a los laicos y al clero secular] con tanta severidad como para exigirnos austeridades monásticas como una obligación, sino que ha dejado a todos la libertad de elegir [en materia de consejos]. Hay que ser castos en el matrimonio, hay que ser moderados en las comidas... No se os ha ordenado que renunciéis a vuestras propiedades. Dios sólo os ordena que no robéis y que compartáis vuestras
  • 15. 15 propiedades con aquellos que carecen de lo que necesitan» (Comentario a la Primera carta a los Corintios 9,2). En otras palabras, la templanza, la justicia y la caridad ordinarias que todo cristiano debe practicar, son santificantes de la misma manera que la virginidad y la pobreza de la religiosa. Cierto es que la vida de los religiosos consagrados tiene una dignidad y una perfección intrínseca mayores. El religioso asume un compromiso más radical y más total de amor a Dios y al prójimo. Pero no hay que pensar que esto significa que la vida del laico queda degradada hasta la insignificancia. Por el contrario, hemos de reconocer que el estado matrimonial es también santificante en grado sumo por su misma naturaleza y puede, ocasionalmente, implicar tales sacrificios y tal abnegación que, en determinados casos, podrían ser incluso más efectivos que los sacrificios de la vida religiosa. Quien de hecho ame más perfectamente estará más cerca de Dios, sea o no laico. De aquí que san Juan Crisóstomo proteste de nuevo contra el error de que sólo los monjes tienen que esforzarse por alcanzar la perfección, mientras que los laicos sólo tienen que evitar el infierno. Por el contrario, tanto los laicos como los monjes han de llevar una virtuosa vida cristiana, muy positiva y constructiva. No es suficiente que el árbol permanezca vivo, sino que también ha de dar fruto. «No basta con dejar Egipto», nos dice, «hay que caminar, además, hacia la Tierra prometida» (Homilía XVI sobre la Carta a los Efesios). Al mismo tiempo, aun la práctica perfecta de uno u otro de los consejos, como, por ejemplo, la virginidad, no tendría sentido si quien lo practicara careciese de las virtudes más elementales y universales de justicia y caridad. Dice: «En vano ayunáis y dormís en el duro suelo, coméis cenizas y lloráis sin cesar. Si no sois útiles a nadie, no hacéis nada de importancia» (Homilía VI sobre la Carta a Tito). «Aunque seas una virgen, serás arrojada de la cámara nupcial si no das limosnas» (Homilía LXXVII sobre el Evangelio de Mateo). No obstante, los monjes tienen un papel importante que desempeñar dentro de la Iglesia. Sus oraciones y su santidad son de un valor insustituible para toda la Iglesia. Su ejemplo enseña al laico a vivir también como «un extraño y peregrino en esta tierra», desasido de las cosas materiales, y preservando su libertad cristiana en medio de la vana agitación de las ciudades, porque él busca en todas las cosas únicamente complacer a Cristo y servirlo en el prójimo. En pocas palabras, según Juan Crisóstomo, «las bienaventuranzas pronunciadas por Cristo no pueden quedar reservadas para el exclusivo uso de los monjes, porque ello sería la ruina del universo»1.
  • 16. 16 En realidad, todos cuantos hemos sido bautizados en Cristo y nos hemos «vestido de Cristo» como nueva identidad, estamos obligados a ser santos como Él es santo. Estamos obligados a vivir vidas dignas, y nuestras acciones deben ser testigos de nuestra unión con Él. Él deberá manifestar su presencia en nosotros y a través de nosotros. Aunque es posible que la cita nos sonroje, hemos de reconocer que estas solemnes palabras de Cristo van dirigidas a nosotros: «Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una vela para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de la casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo» (Mt 5,14-16). Los Padres de la Iglesia, particularmente Clemente de Alejandría, creían que la «luz» en el hombre es su filiación divina, la Palabra que habita en él. Por lo tanto, enseñaban que toda la vida cristiana se resume en un servicio a Dios que no es sólo cuestión de culto externo, sino de «avivar lo que en nosotros hay de divino por medio de una infatigable caridad» (Stromata 7,1). Clemente añade que el propio Cristo nos enseña el camino de la perfección y que toda la vida cristiana es un curso de educación espiritual a cargo del único Maestro, a través de su Espíritu Santo. Al escribir esto, se dirigía a los laicos. Se supone que somos la luz del mundo. Se supone que somos luz para nosotros y para los demás. ¡Quizás esto explique por qué el mundo está sumido en tinieblas! Entonces, ¿qué se entiende por la luz de Cristo en nuestras vidas? ¿Qué es la «santidad»? ¿Qué es la filiación divina? ¿En serio se supone que somos santos? ¿Se puede desear tal cosa sin pasar a los ojos de los demás por loco de remate? ¿No será presuntuoso? En todo caso, ¿es ello posible? Para decir la verdad, muchos laicos, e incluso muchos religiosos, no creen que, en la práctica, la santidad sea posible para ellos. ¿Es esto sólo sentido común? ¿Es quizás humildad? ¿O es traición, derrotismo y desesperanza? Si somos llamados por Dios a la santidad de vida, y si la santidad está fuera del alcance de nuestra capacidad natural (lo cual es cierto), se sigue entonces que el propio Dios ha de darnos la luz, la fuerza y el valor para cumplir la tarea que Él nos pide. Nos dará ciertamente la gracia que
  • 17. 17 necesitamos. Si no acabamos siendo santos, es porque no sabemos aprovechar su don. Un ideal imperfecto Con todo, hemos de ir con tiento para no simplificar en extremo este delicado problema. No debemos pensar irreflexivamente que el fracaso de los cristianos en ser perfectos es debido siempre a mala voluntad, a pereza o a pecaminosidad grosera. Más bien se debe a confusión, ceguera, debilidad y malentendidos. No apreciamos realmente el sentido y la grandeza de nuestra vocación. No sabemos cómo valorar las «insondables riquezas de Cristo» (Ef 3,9). El misterio de Dios, de la redención divina y de su infinita misericordia es generalmente nebuloso e irreal incluso para los «hombres de fe». De aquí que no tengamos valor ni fuerza para responder a nuestra vocación en toda su profundidad. Inconscientemente la falsificamos, deformamos sus verdaderas perspectivas y reducimos nuestra vida cristiana a una especie de propiedad gentil y social. Así las cosas, la «perfección» cristiana deja de consistir en una ardua y extraña fidelidad al espíritu de gracia en la negrura de la noche de la fe. En la práctica se transforma en una respetable conformidad con lo que comúnmente se acepta como «bueno» en la sociedad en cuyo seno vivimos. De este modo se pone el acento en los signos externos de respetabilidad. Ciertamente, esta exterioridad no debe rechazarse de plano como fariseísmo, otro cliché demasiado cómodo. Puede, de hecho, haber mucha bondad moral real en esta clase de respetabilidad. Las buenas intenciones no se pierden a los ojos del Señor. Sin embargo, siempre habrá cierta falta de profundidad y una determinada parcialidad y falta de totalidad que hará imposible que tales personas alcancen la plena semejanza con Cristo o, al menos, que logren trascender las limitaciones de su grupo social haciendo los sacrificios que les exige el Espíritu de Cristo, sacrificios que los alejarán de algunos de sus allegados y que les impondrán decisiones de una solitaria y terrible responsabilidad. El camino de la santidad cristiana es, en todo caso, duro y austero. Hemos de ayunar y orar. Hemos de abrazar las dificultades y el sacrificio por amor a Cristo y con el fin de mejorar la condición del ser humano sobre la tierra. No estamos autorizados a gozar meramente de las buenas cosas de la vida, «purificando nuestra intención» de vez en cuando para asegurarnos de que lo hacemos todo «por Dios». Tales operaciones mentales, puramente
  • 18. 18 abstractas, son únicamente una lamentable excusa para la mediocridad. No nos justifican a los ojos de Dios. No basta hacer gestos piadosos. Nuestro amor a Dios y al hombre no puede ser meramente simbólico, ha de ser completamente real. No se trata simplemente de una operación mental, sino de la entrega y el compromiso de nuestro ser más íntimo. Claro está, pues, que esto significa ir un poco más allá de los insulsos sermones de esa religión popular que ha llevado a cierta gente a creer que entre nosotros tiene lugar un «resurgimiento religioso». ¡No lo aseguremos a la ligera! El mero hecho de que las personas estén asustadas e inseguras, de que se aferren a eslóganes optimistas, de que corran con más frecuencia a la iglesia y busquen pacificar sus atribuladas almas mediante máximas estimulantes y humanitarias, no es en modo alguno índice de que nuestra sociedad se está volviendo «religiosa». De hecho, puede que sea un síntoma de enfermedad espiritual. Ciertamente, es buena cosa tener conciencia de nuestros síntomas, pero ello no justifica que los paliemos con curanderismos. Por lo tanto, no nos engañemos con fáciles e infantiles concepciones de la santidad. Por desdicha, es muy posible que una religiosidad superficial, sin raíces profundas ni fructífera relación con las necesidades de los seres humanos y de la sociedad, resulte a la larga una evasión de las obligaciones religiosas imperiosas. Nuestra época necesita otra cosa que gente devota, asiduos al templo, que evitan faltas graves (al menos, en todo caso, las faltas fácilmente identificables como tales), pero que raras veces hacen nada constructivo o positivamente bueno. No basta ser respetable exteriormente. Al contrario, la mera respetabilidad exterior, sin valores morales más profundos o más positivos, acarrea descrédito sobre la fe cristiana. La experiencia de las dictaduras del siglo XX ha demostrado que es posible que algunos cristianos vivan y trabajen en una sociedad extremadamente injusta cerrando sus ojos a toda suerte de males, y quizá participando incluso en dichos males, al menos por defecto, interesados sólo en su propia vida de piedad compartimentada, cerrada a cualquier otra cosa de la faz de la tierra. Claro está, pues, que dicha pobre excusa de religión contribuye efectivamente a la ceguera e insensibilidad moral y en última instancia conduce a la muerte del cristianismo en naciones enteras o zonas enteras de la sociedad. Sin duda es esto lo que ha abocado al gran problema moderno de la Iglesia: la perdida de la clase trabajadora. Por ello quizá sea aconsejable hablar de «santidad» más que de «perfección». Una persona «santa» es aquella que está santificada por la
  • 19. 19 presencia y la acción de Dios en ella. Es «santa» porque vive tan hondamente inmersa en la vida, la fe y la caridad de la «santa Iglesia» que ésta manifiesta su santidad dentro de ella y a través de ella. Mas si uno se concentra en la «perfección» con seguridad tendrá una actitud egoísta más sutil. Puede que corra el riesgo de querer contemplarse a sí mismo como un ser superior, completo y adornado con toda suerte de virtudes, aislado de todos los demás y en grato contraste con ellos. La idea de «santidad» parece implicar algo de comunión y solidaridad con un «santo pueblo de Dios». La noción de «perfección espiritual» es más bien apropiada para un filósofo que, por el conocimiento y la práctica de disciplinas esotéricas, despreocupado de las necesidades y deseos de otros hombres, ha llegado a un estado de tranquilidad en que las pasiones ya han dejado de atormentar su alma pura. Ésta no es la idea cristiana de la santidad. Santos de escayola Un sapientísimo consejo que san Benito da en su Regla a sus monjes es que no tienen que desear ser llamados santos antes de ser santos, sino que deben primero hacerse santos a fin de que su reputación de santidad se base en la realidad. Esto pone de manifiesto la gran diferencia entre la perfección espiritual real y la idea humana de perfección. O quizás uno debiera decir, más afinadamente, la diferencia entre la santidad y el narcisismo. La idea popular de un «santo» está, desde luego, basada naturalmente en la santidad que la Iglesia presenta a nuestra veneración, en hombres y mujeres heroicos. No hay nada sorprendente en el hecho de que los santos queden muy pronto estereotipados en la mente del cristiano corriente; y todos, si reflexionan, admitirán fácilmente que el estereotipo tiende a ser irreal. Las convenciones de la hagiografía han acentuado por lo común la irrealidad de dicha representación, y el arte piadoso en muchos casos ha completado la obra, coronándola de hecho. De esta forma, el cristiano que se esfuerza por alcanzar la santidad tiende inconscientemente a reproducir en sí mismo algunos rasgos de la imagen estereotipada popular. O más bien, como es por desgracia difícil lograr el éxito en esta empresa, se imagina a sí mismo en cierto sentido obligado a seguir el modelo, como si se tratara realmente de un modelo propuesto por la misma Iglesia para su imitación, en vez de una caricatura puramente convencional y popular de una realidad misteriosa: la semejanza de los santos con Cristo.
  • 20. 20 La imagen estereotipada es fácil de trazar aquí: es, esencialmente, una imagen sin el menor defecto moral. El santo, si acaso alguna vez pecó, se volvió impecable tras una perfecta conversión. Como la impecabilidad no es suficiente, es elevado por encima de la más pequeña posibilidad de sentir tentación. Claro está que es tentado, pero la tentación no presenta dificultades. Él tiene siempre la respuesta absoluta y heroica. Se arroja al fuego, al agua helada o a las zarzas antes que enfrentarse a una remota ocasión de pecar. Sus intenciones son siempre las más nobles. Sus palabras son siempre los más edificantes clichés, que encajan en la situación con una transparencia que desarma y acalla incluso la intención de diálogo. Ciertamente, los «perfectos», en este sentido apabullante, son elevados por encima de la necesidad y hasta de la capacidad de un diálogo plenamente humano con sus semejantes. Carecen de humor como carecen de asombro, de sentimiento y de interés por los asuntos corrientes de la humanidad. Aunque, claro está, acuden al lugar con el preciso acto de virtud requerido por cada situación. Allí están siempre, besando las llagas del leproso en el mismo momento en que el rey y su noble séquito aparecen por la esquina y se detienen en su camino, mudos de admiración... No hay nadie que no se sonría ante el ingenuo principiante que confiadamente se embarca en la reproducción de este tipo de imagen en su vida. Siempre le dirán que afronte la realidad; pero, en cambio, cuando le recuerdan los crudos hechos de la vida, ¿no llegamos a pensar, secretamente, que, después de todo, él lleva razón? La santidad es, en efecto, un culto a lo absoluto. Es intransigente, y ni siquiera considera que pueda haber un término medio. En el fondo de nuestros corazones, ¿no queremos decir realmente con esto que el milagro de la santidad es, en cierto modo, no sólo sobrenatural, sino hasta inhumano? De hecho, ¿no igualamos lo sobrenatural con una negación tajante de lo humano? ¿No son la naturaleza y la gracia diametralmente opuestas? ¿No significa la santidad el rechazo absoluto y la renuncia absoluta de todo lo que concuerda con la naturaleza? Si pensamos de este modo, estamos admitiendo en la práctica la realidad de la imagen estereotipada y, en este caso, no tenemos más alternativa que suponer que éste es el modelo que indefectiblemente debe llevar a cabo el perfecto cristiano. ¿Con qué derecho, pues, disuadimos a nuestros semejantes de realizar lo que es en verdad su perfecto modelo? El hecho es que nuestro concepto de santidad es ambiguo y oscuro, y esto quizá se deba a que nuestro concepto de la gracia y de lo sobrenatural es asimismo confuso. El principio de que «la gracia supone y perfecciona la
  • 21. 21 naturaleza» no es en modo alguno un cliché ideado para excusar medidas tibias en la vida espiritual. Es la pura verdad, y hasta que no nos demos cuenta de que antes de que una persona pueda hacerse santa debe ser ante todo persona, con toda la humanidad y fragilidad de la condición real del ser humano, nunca podremos entender el sentido de la palabra «santo». No sólo todos los santos han sido perfectamente humanos, no sólo su santidad ha enriquecido y profundizado su humanidad, sino que el más Santo de todos los santos, la Palabra encarnada, Jesucristo, fue el más honda y perfectamente humano de los seres que han vivido en la faz de la tierra. Debemos recordar que en Él la naturaleza humana fue totalmente perfecta, y al mismo tiempo idéntica a nuestra frágil y castigada naturaleza en todas las cosas, excepto en el pecado. Ahora bien, ¿acaso no es lo «sobrenatural» la economía de nuestra salvación en y a través de la Palabra encarnada? Si hemos de ser «perfectos» como Cristo es perfecto, hemos de esforzarnos por ser tan perfectamente humanos como Él, con el fin de que Él pueda unirnos con su ser divino y compartir con nosotros su filiación del Padre celestial. De aquí que la santidad no sea cosa de ser menos humano, sino más humano que otros hombres. Esto implica una mayor capacidad de preocupación, de sufrimiento, de comprensión, de simpatía y también de humor, alegría, aprecio de las cosas buenas y bellas de la vida. Se sigue de ello que un pretendido «camino de perfección» que simplemente destruya o frustre los valores humanos precisamente porque son humanos, y con el fin de situarse aparte del resto de las personas, a modo de un objeto de admiración, está condenado a no ser más que una caricatura. Y tal caricaturización de la santidad es ciertamente un pecado contra la fe en la encarnación. Pone de manifiesto desprecio por la humanidad, por la que Cristo no vaciló en morir en la cruz. Sin embargo, tengamos cuidado en no confundir los valores genuinamente humanos con los valores casi menos que humanos que se aceptan en una sociedad desordenada. De hecho, sufrimos más de la distorsión y subdesarrollo de nuestras tendencias humanas más profundas que de una sobreabundancia de instintos animales. Por ello el severo ascetismo que se inventó para controlar las pasiones violentas puede hacer más daño que bien, cuando es aplicado a una persona cuyas emociones no han madurado de verdad nunca y cuya vida instintiva padece debilidad y desorden. Debemos reflexionar más profundamente de lo que solemos acerca de los efectos de la vida tecnológica moderna sobre el desarrollo emocional e instintivo del hombre. Es muy posible que la persona cuya vida se divide entre
  • 22. 22 accionar una máquina y ver la televisión sufra más tarde o más temprano una privación radical en su naturaleza y humanidad. La santidad presupone no sólo una inteligencia humana normal, adecuadamente desarrollada y formada mediante una educación cristiana, una voluntad humana normal, una libertad adiestrada capaz de autoentrega y oblación, sino que incluso antes que esto presupone unas emociones humanas sanas y ordenadas. La gracia supone y perfecciona la naturaleza, no reprimiendo el instinto, sino sanándolo y elevándolo a un nivel espiritual. Tiene que haber siempre un lugar adecuado para la espontaneidad saludable e instintiva en la vida cristiana. Las emociones e instintos del hombre actuaron en la sagrada humanidad de Cristo, nuestro Señor: en todas las cosas Él mostró una humanidad sensible y cálidamente receptiva. El cristiano que desee imitar a su Maestro debe aprender a hacer esto no imponiéndose un control recio y violento de sus emociones (y en la mayoría de los casos sus esfuerzos en tal sentido estarán abocados al fracaso), sino dejando que la gracia forme y desarrolle su vida emocional al servicio de la caridad. Jesús preguntó a los fariseos: «¿Cómo podéis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros?» (Jn 5,44). Buscar una heroicidad de virtud que nos dé gloria a los ojos de los demás es en realidad debilitar nuestra fe. El verdadero santo no es aquel que se ha convencido de que es santo, sino el que está anonadado por el convencimiento de que Dios, y sólo Dios, es santo. Está tan sobrecogido por la realidad de la santidad divina, que comienza a verla por todas partes. Acaso pueda verla en sí mismo también, pero seguramente la verá allí en última lugar, porque en sí mismo seguirá experimentando la nulidad, la pseudo-realidad del egoísmo y del pecado. Con todo, aun en la negrura de nuestra disposición al mal brillan la presencia y la misericordia del divino Salvador. El santo es capaz, como decía Dostoievski, de amar a los otros incluso en su pecado. Pues lo que el santo ve en todas las cosas y en todas las personas es el objeto de la divina compasión. Así pues, el santo no busca su propia gloria, sino la gloria de Dios. Y, a fin de que Dios pueda ser glorificado en todas las cosas, el santo quiere ser únicamente un instrumento puro de la voluntad divina. Quiere ser simplemente una ventana a través de la cual haga Dios brillar su misericordia sobre el mundo. Y por ello se esfuerza en ser santo. Lucha por practicar la virtud heroicamente, no para que se le tenga por virtuoso y dechado de santidad, sino para que la bondad de Dios no se obscurezca jamás con un acto egoísta por su parte.
  • 23. 23 Por eso quien ama a Dios, y busca la gloria de Dios pretende hacerse, por la gracia de Dios, perfecto en el amor, como «el Padre del cielo es perfecto» (Mt 5,48). Las ideas y la realidad Siempre resulta un poco insensato tratar de expresar, en unas pocas fórmulas claras, la esencia de la perfección cristiana. A veces hay que hacerlo. Pero, cuandoquiera que lo intentemos, hemos de recordar que no captamos el sentido de las palabras con exactitud, y hemos de tomar medidas contra el peligro de crear la impresión de que la santidad puede conseguirse fácilmente siguiendo una simple fórmula determinada. «Llegar a santo» no es cosa de tomar una receta adecuada y guisar los diversos ingredientes de la vida cristiana según una fórmula que sea grata a nuestro paladar. Y, sin embargo, es esto precisamente lo que parece que hacen algunos libros espirituales. Y luego están esas «almas santas» que han descubierto un método nuevo que lo resume todo y que de ahora en adelante resuelve el problema del modo más simple para todos y cada uno. Claro está que es natural que se busque un método sencillo de resolver todos los problemas espirituales. Tradicionalmente, la pregunta más fundamental que una persona puede formular es: «¿Qué hemos de hacer?» (Hch 2,37). La respuesta cristiana: «Convertíos, haced que os bauticen... para que se os perdonen los pecados; entonces recibiréis el Espíritu Santo» (2,38), no es la exposición de un método o de una técnica. Al contrario, lo que san Pedro decía con ello a los fieles de su primer sermón en el primer Pentecostés era que la salvación no consistía tanto en seguir un método como en hacerse miembro del pueblo de Dios, el cuerpo de Cristo, y en vivir como miembro de dicho cuerpo, con la vida de dicho pueblo, que es una vida de amor. Pero en este contexto «amor» no es simplemente una cuestión de afectividad y disposición interior benigna. El amor que es esencial para la verdadera vida cristiana requiere participación en todas las luchas, problemas y aspiraciones de la Iglesia. Amar es comprometerse plenamente con la obra de salvación de la Iglesia, la renovación y dedicación del hombre y su sociedad a Dios. Ningún cristiano puede desinteresarse de esta obra. Hoy, las dimensiones de esta tarea son tan amplias como el propio universo. A pesar de ello, la tarea comienza dentro de cada alma cristiana. No podemos llevar la esperanza y la redención a otros a menos que nosotros
  • 24. 24 mismos estemos llenos de la luz de Cristo y de su Espíritu. Para poder tomar parte efectivamente en el trabajo de llevar la carga de la Iglesia, tenemos antes que ganar fuerza y sabiduría. Hemos de ser educados en el amor. Hemos de empezar a vivir la santidad. No existen fórmulas simples y eficaces, excepto en los Evangelios, donde las palabras ya no son de hombre, sino de Dios. Y, con toda su transparente sencillez, las palabras de Cristo, palabras de salvación, siguen siendo profundamente misteriosas, como todo lo que procede de Dios. Así, si bien es totalmente claro que somos llamados «a ser perfectos», y si bien sabemos que la perfección consiste en «guardar los mandamientos» (de Cristo), sobre todo su «nuevo mandamiento de amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado», con todo, cada uno tiene que labrarse su salvación en el temor, temblando en el misterio y en la desconcertante confusión de su propia vida individual. Haciéndolo así, todos salimos ganando un nuevo «modo», una nueva «santidad» que es privativa de cada uno, porque cada uno de nosotros tiene una vocación peculiar de reproducir la semejanza con Cristo de una manera que no es idéntica a la de cualquier otra persona, ya que nunca dos personas son del todo iguales. Esta «búsqueda» del escondido e invisible Dios puede parecer muy sencilla cuando se reduce a leyes claramente formuladas y consejos de vida espiritual. No nos resulta difícil imaginarnos nosotros mismos descubriendo ciertas cosas buenas que hay que hacer y evitando otras cosas que están mal: haciendo cosas buenas generosamente, siempre, claro está, «con la ayuda de la gracia de Dios» y alcanzando así la «unión divina». Con un ideal más o menos definido in mente, nos lanzamos a conquistar la santidad forzando a las realidades de la vida a conformarse a nuestro ideal. Creemos que todo cuanto se requiere es generosidad, fidelidad completa a este ideal. Lamentablemente, olvidamos que nuestro mismo ideal puede ser imperfecto y engañoso. Aunque nuestro ideal se base en normas objetivas, es posible que interpretemos esas normas de una forma muy limitada y subjetiva: tal vez las distorsionemos inconscientemente para que se acomoden a nuestras necesidades y expectativas desordenadas. Estas necesidades y expectativas nuestras, estas exigencias que nos planteamos a nosotros mismos, a la vida y al mismo Dios, pueden llegar a ser mucho más absurdas e ilusorias de lo que podemos llegar a comprender. Y, por lo tanto, toda nuestra idea de perfección, aunque pueda ser formulada con palabras teológicamente irreprochables, puede resultar tan totalmente irreal a la hora de la práctica concreta, que nos veamos reducidos a la impotencia y a la frustración. Incluso puede que
  • 25. 25 «perdamos nuestra vocación», no porque carezcamos de ideales, sino porque nuestros ideales no tengan relación alguna con la realidad. La vida espiritual es una especie de dialéctica entre los ideales y la realidad. Digo una dialéctica, no un compromiso. Los ideales, que generalmente se basan en normas ascéticas universales «para todas las personas» –o al menos para todas las que «buscan la perfección»–, no se pueden realizar de la misma manera en cada individuo. Cada uno se hace perfecto, no llevando a cabo una medida uniforme de perfección universal en su propia vida, sino respondiendo a la llamada y al amor de Dios, que se dirige a él dentro de las limitaciones y circunstancias de su propia y peculiar vocación. De hecho, nuestra búsqueda de Dios no es cuestión de encontrarlo por medio de ciertas técnicas ascéticas. Más bien, es un aquietamiento y reajuste de toda nuestra vida por medio de la abnegación, la oración y las buenas obras, de forma que el propio Dios, que nos busca más de lo que nosotros le buscamos a Él, pueda «hallarnos» y «tomar posesión de nosotros». Reconozcamos también que nuestro concepto de la gracia puede ser nebuloso e irreal. De hecho, cuanto más tratemos la noción de gracia de forma semimaterialista y objetivada, más irreal resultará. En la práctica, tendemos a imaginar la gracia como una especie de substancia misteriosa, una «cosa», un producto que nos otorga Dios, algo así como carburante para un motor sobrenatural. La contemplamos como una especie de gasolina espiritual que creemos necesaria para recorrer nuestro itinerario hacia Dios. Desde luego, la gracia es un gran misterio, y sólo podemos referirnos a ella mediante analogías y metáforas que tienden a confundirnos. Pero ciertamente esta metáfora es tan desorientadora que resulta totalmente falsa. La gracia no es «algo con que» hacemos buenas obras y alcanzamos a Dios. No es una «cosa» o una «substancia» totalmente separada de Dios. Es la misma presencia y acción de Dios dentro de nosotros. Por lo tanto, resulta claro que no se trata de un producto que «necesitamos obtener» de Él para ir hacia Él. A todos los efectos prácticos, podríamos igualmente decir que la gracia es la cualidad de nuestro ser resultante de la energía santificante de Dios que actúa dinámicamente en nuestra vida. Por eso en la literatura cristiana primitiva, y especialmente en el Nuevo Testamento, no se nos habla tanto de recibir la gracia como de recibir el Espíritu Santo –el propio Dios. Haríamos bien en subrayar la gracia increada, el Espíritu Santo presente en nosotros, el dulcis hospes animae, el «dulce huésped del alma». Su misma presencia dentro de nosotros nos transforma: de seres carnales a seres espirituales (Rm 8,9), y es una gran lástima que nos demos tan poca cuenta de
  • 26. 26 este hecho. Si nos diésemos cuenta de la importancia y significación de su íntima relación con nosotros, hallaríamos en Él gozo, fortaleza y paz constantes. Estaríamos más acordes con aquella secreta e interior «inclinación del Espíritu que es vida y paz» (Rm 8,5). Estaríamos más capacitados para saborear y gozar de los frutos del Espíritu (Ga 5). Tendríamos confianza en el Escondido que ora dentro de nosotros incluso cuando nosotros no somos capaces de orar bien, que pide por nosotros las cosas que no sabemos que necesitamos y que busca proporcionarnos los gozos que por nuestros propios medios no nos atreveríamos ni a buscar. Ser «perfecto», pues, no es tanto cuestión de buscar a Dios con ardor y generosidad como de ser hallado, amado y poseído por Dios, de tal forma que su acción en nosotros nos hace completamente generosos y nos ayuda a trascender nuestras limitaciones y reaccionar contra nuestra propia debilidad. Nos hacemos santos no a base de superar violentamente nuestra propia debilidad, sino dejando que el Señor nos dé la fortaleza y pureza de su Espíritu a cambio de nuestra debilidad y miseria. No nos compliquemos, pues, nuestras vidas ni nos frustremos concediéndonos demasiada atención a nosotros mismos, olvidando con ello el poder de Dios y ofendiendo al Espíritu Santo. Nuestra actitud espiritual, nuestra forma de buscar la paz y la perfección, depende enteramente de nuestro concepto de Dios. Si somos capaces de creer que Él es realmente nuestro Padre amoroso, si podemos de verdad aceptar la verdad de su infinita y compasiva solicitud por nosotros, si creemos que nos ama no porque seamos dignos, sino porque necesitamos su amor, entonces podremos avanzar con confianza. No nos desalentarán nuestras inevitables debilidades y fracasos. Podremos hacer cualquier cosa que nos pida. Mas, si creemos que es un legislador severo, frío, que no se interesa realmente por nosotros, que es un mero gobernante, un amo, un juez y no un padre, tendremos grandes dificultades para vivir la vida cristiana. Por consiguiente, hemos de empezar por creer que Dios es nuestro Padre; si no es así, no podremos enfrentarnos a las dificultades del camino de la perfección cristiana. Sin la fe, el «camino estrecho» es totalmente imposible.
  • 27. 27 2 Los ideales, puestos a prueba La nueva ley Para ser perfectos hemos de tener ideales racionales concretos y esforzarnos en vivir a la altura de los mismos. Debe haber algunas normas y medidas generales que valgan para todos, que sirvan de «reglas» universales que todos sigan al vivir su propia vida. Nunca hay que subestimar o desatender tales reglas. Si dedicamos ahora algunas páginas a reflexionar sobre estas normas amplias y generales que son la base de la doctrina espiritual cristiana, no es porque intentemos diseñar un método a toda prueba para llegar a santo. Sencillamente estamos recordando la enseñanza fundamental de la Iglesia acerca del camino de la perfección cristiana. El camino de la perfección cristiana empieza con un llamamiento personal dirigido al cristiano individual por Cristo, el Señor, a través del Espíritu Santo. Este llamamiento es una llamada, una «vocación». Todo cristiano, de una forma u otra, recibe esta vocación de Cristo que es la llamada a seguirlo. A veces imaginamos que tal vocación es una prerrogativa de los sacerdotes y religiosos. Es cierto que ellos reciben una llamada especial a la perfección. Se dedican a la búsqueda de la perfección cristiana mediante el empleo de ciertos medios definidos. Pero en realidad todo cristiano es llamado a seguir a Cristo, a imitar a Cristo tan perfectamente como las circunstancias de su vida lo permitan y con ello llegar a la santidad. Nuestra respuesta a esta llamada de Cristo no consiste en decir muchas oraciones, hacer muchas novenas, encender velas ante las imágenes de los santos o comer pescado los viernes. No consiste simplemente en oír misa o en realizar algunos actos de abnegación. Todas esas cosas pueden ser muy buenas vistas en el contexto pleno de la vida cristiana. Separadas de dicho contexto, pueden quedar desprovistas de significado religioso y ser meros gestos vacíos. Nuestra respuesta a Cristo implica tomar nuestra cruz, y esto a su vez significa cargar con nuestra responsabilidad de buscar y hacer en todas las cosas la voluntad del Padre. Ésta fue, en definitiva, toda la esencia de la vida terrena de Cristo, y de su muerte y resurrección. Todo lo hizo por obediencia al Padre (Hb 10,58; Lc 2,49; Mt 26,42; Jn 5,30, etcétera). Así también Cristo dice a todos los cristianos: «No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en
  • 28. 28 el Reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo» (Mt 7,21). Por ello toda nuestra vida debería estar centrada en la voluntad del Padre. Esta voluntad queda expresada clara y paladinamente en la ley que Dios nos dio, resumida en los diez mandamientos y epitomizada del modo más perfecto en el gran mandamiento único de amar a Dios con todo nuestro corazón, nuestra mente y nuestras fuerzas, y al prójimo como a nosotros mismos. Pero ahora, que Cristo ha entregado su propia vida y ha resucitado de entre los muertos para tomar posesión de nosotros por su Espíritu, este mismo Espíritu, que habita en nosotros, debería ser nuestra ley. Esta ley interior, la «nueva Ley», que es puramente una ley de amor, se resume en la palabra «filiación». «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: “¡Abbá, Padre!”» (Rm 8,15). El Espíritu Santo no abole la antigua Ley, el mandato exterior, sino que esa misma ley la hace interior para nosotros, de tal forma que el cumplir la voluntad de Dios ya no resulta obra del temor, sino obra de amor espontáneo. De aquí que el Espíritu Santo no nos enseñe a obrar contrariamente a los dictados familiares de la ley. Al contrario, nos conduce a la más perfecta observancia de la Ley, al cumplimiento amoroso de todos nuestros deberes en la familia, en nuestro trabajo, en el modo de vida que hayamos escogido, en nuestras relaciones sociales, en la vida civil, en nuestras oración y en la íntima conversación con Dios en la profundidad de nuestras almas. El Espíritu Santo nos enseña no sólo a cumplir activamente la voluntad de Dios tal como el precepto nos lo indica, sino también a aceptar de buen grado la voluntad de Dios en los acontecimientos providenciales que escapan a nuestro control. En una palabra, toda la vida cristiana, consiste en buscar la voluntad de Dios con fe amorosa y poniendo por obra aquella divina voluntad con amor fidedigno. La perfección, pues, es cuestión de fidelidad y amor: fidelidad, ante todo, al deber; luego, amor a la voluntad de Dios en todas sus manifestaciones. El amor implica preferencia, y la preferencia exige sacrificio. En la práctica, pues, la preferencia de la voluntad de Dios significa poner a un lado y sacrificar nuestra propia voluntad. Cuanto más renuncie el cristiano a su propia voluntad para hacer la voluntad de Dios con sumisión amorosa y
  • 29. 29 confiado abandono, más unido estará a Cristo en el Espíritu de la filiación divina, más verdaderamente se mostrará como hijo del Padre celestial y más cerca se encontrará de la perfección cristiana. ¿Cuál es la voluntad de Dios? Ahora bien, surge otro problema, y una vez más nos preguntamos si acaso no nos sería menester una especie de modo sistemático y metódico de conocer y hacer la voluntad de Dios. ¿Cómo voy a ser fiel a esa misteriosa y divina voluntad? ¿Cuándo voy a saber si un sacrificio es grato al Padre celestial o si sólo es una ilusión de mi propia voluntad? No es materia fácil, en modo alguno. No puede dejarse al sentimiento o al capricho subjetivo. Uno podría, por ejemplo, inventar un método, tan falaz como excesivamente simplificado, de discernir «la voluntad de Dios». Podría ser que uno dijera: «Normalmente, mi voluntad pecadora se opone a la voluntad de Dios. Por lo tanto, para rectificar mi situación, debo hacer siempre lo que contradice mis deseos espontáneos o mis intereses personales, y entonces estaré seguro de hacer la voluntad de Dios». Pero esto arranca de una falsa premisa, una especie de creencia maniquea según la cual yo estoy necesariamente inclinado al mal en toda ocasión, y cualquier cosa que espontáneamente desee está condenada a priori a ser pecaminosa La naturaleza humana no es maligna. No todo placer es desaconsejable. No todos los deseos espontáneos son egoístas. La doctrina del pecado original no quiere decir que la naturaleza humana está completamente corrompida y que la libertad del hombre se inclina siempre hacia el pecado. El hombre no es ni un diablo ni un ángel. No es un espíritu puro, sino un ser de carne y espíritu, sujeto a error y malicia, pero fundamentalmente inclinado a buscar la verdad y la bondad. Es, desde luego, un pecador, pero su corazón responde al amor y a la gracia. Y también responde a la bondad y a las necesidades de sus semejantes. La manera cristiana de discernir la voluntad de Dios no es una operación lógica abstracta. Tampoco es meramente subjetiva. El cristiano es un miembro de un cuerpo vivo, y su conciencia de la voluntad de Dios depende de su relación con los otros miembros del mismo cuerpo; porque, como estamos todos unidos, «como miembros unos de otros», la voluntad viva y salvífica de Dios se nos comunica misteriosamente de unos a otros. Todos nos necesitamos mutuamente, nos completamos unos a otros. La voluntad de
  • 30. 30 Dios se halla en esta interdependencia mutua. «Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu. El cuerpo tiene muchos miembros, no uno solo. Si el pie dijera: “No soy mano, luego no formo parte del cuerpo”, ¿dejaría por eso de ser parte del cuerpo? Si el oído dijera: “No soy ojo, luego no formo parte del cuerpo”, ¿dejaría por eso de ser parte del cuerpo? Si el cuerpo entero fuera ojo, ¿cómo oiría? Si el cuerpo entero fuera oído, ¿cómo olería? Pues bien, Dios distribuyó el cuerpo y cada uno de los miembros como él quiso. Si todos fueran un mismo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Los miembros son muchos, es verdad, pero el cuerpo es uno solo. El ojo no puede decir a la mano: “No te necesito”; y la cabeza no puede decir a los pies: “No os necesito”» (1 Co 12,12-21). Así pues, el «método» cristiano no es una serie de complejas observancias rituales y prácticas ascéticas. Por encima de todo, es una ética de caridad espontánea, dictada por la relación objetiva entre el cristiano y su hermano. Y toda persona es, para el cristiano, en cierto sentido un hermano. Algunos son en realidad y visiblemente miembros del cuerpo de Cristo. Pero potencialmente todos los seres humanos son miembros de dicho cuerpo, y ¿quién dirá con certeza que el no católico o el no cristiano no está, de modo más o menos oculto, justificado por la inhabitación del Espíritu de Dios y, por lo tanto, no es, aunque no de modo visible y evidente, un verdadero hermano «en Cristo»? La voluntad de Dios, por consiguiente, se manifiesta al cristiano sobre todo en el mandamiento de amar. Jesucristo, nuestro Señor, dijo a sus discípulos, en el más solemne de sus discursos, que aquellos que le amasen guardarían su mandamiento de amarse unos a otros como Él nos ha amado. «Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido; y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en
  • 31. 31 mi nombre, os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros» (Jn 15,11-17). He aquí el único «método» ascético que Cristo nos ha dado en los Evangelios: que todos se muestren amigos Suyos, haciéndose amigos unos de otros y amando incluso a los enemigos (Mt 5,43-48). Si siempre deben actuar con un espíritu de sacrificio, paciencia y mansedumbre, incluso frente al injusto y al violento, todos los cristianos están aún más obligados a ser caritativos y amables unos con otros, no empleando jamás lenguaje hiriente ni insultante en el trato mutuo (Mt 5,20-26). El «método» cristiano de descubrir la voluntad de Dios consiste, pues, en buscar aquella voluntad santa y vivificadora en la mutua relación de miembros reales y potenciales del cuerpo místico de Cristo. La voluntad de Dios es que todos los hombres se salven. De aquí se sigue que Dios quiere que todos cooperemos con Jesucristo y unos con otros para proporcionamos la salvación y la santidad. Todos estamos obligados a buscar no sólo nuestro propio bien, sino el bien de los demás. La Providencia divina nos pone en contacto, sea directa o indirectamente, con aquellos en cuyas vidas hemos de tomar parte como instrumentos de salvación. Y el Espíritu Santo quiere también que recibamos de aquellos a quienes damos y que demos a aquellos de quienes recibimos. Toda la vida cristiana es, pues, una interrelación entre miembros de un cuerpo unificado por la caridad sobrenatural, es decir, por la acción del Espíritu Santo, que nos hace a todos uno en Cristo. La voluntad de Dios es por encima de todo que cada uno coopere lo más libremente posible con el Espíritu Santo de amor, el «vínculo de unidad». Dicha unidad es viva y orgánica. La Iglesia es más que una organización que impone a sus miembros una uniformidad externa. Es un organismo vivo que los une con una vida que es presente y activa en lo más profundo de la propia naturaleza de cada uno. Esta vida es el amor cristiano. Y se expresa en una variedad casi infinita de maneras, en los innumerables miembros del cuerpo místico. La voluntad de Dios es, pues, que cada cual se dedique, según su capacidad, su función y posición, al servicio y salvación de todos sus hermanos, especialmente de aquellos que están más cerca de él en el orden de la caridad. Primero debe amar a los más allegados: padres, hijos, dependientes, amigos; pero en todo caso su amor debe abarcar a todos los hombres.
  • 32. 32 La norma por la cual podemos evaluar y juzgar nuestros sacrificios, por lo tanto, es este orden preciso de caridad. El sacrificio de nuestra propia voluntad es necesario y grato a Dios cuandoquiera que se trate de renunciar a nuestro bien individual y privado en pro de un bien más alto y más común, que obrará tanto para nuestra salvación como para la salvación de los otros. Así, lo que importa no es lo que el sacrificio nos cuesta, sino lo que aporta al bien de otros y de la Iglesia. La norma de sacrificio no es la cantidad de dolor que inflige, sino su poder de derribar murallas de división, de restañar heridas, de restaurar el orden y la unidad en el cuerpo de Cristo. «Tratad a los demás como queréis que ellos os traten: en esto consiste la Ley y los Profetas. Entrad por la puerta estrecha. Ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos entran por ellos. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! Y pocos dan con ellos. Cuidado con los profetas falsos; se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. A ver, ¿acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos? Los árboles sanos dan frutos buenos; los árboles dañados dan frutos malos. Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos. El árbol que no da fruto bueno se tala y se echa al fuego. Es decir, que por sus frutos los conoceréis. No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo» (Mt 7,12-21). «Si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Procura arreglarte con el que te pone pleito enseguida, mientras vais todavía de camino, no sea que te entregue al juez, y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que no hayas pagado el último cuarto» (Mt, 55,23- 26). «No me traigáis más dones vacíos, más incienso execrable. Novilunios, sábados, asambleas, no los aguanto. Vuestras solemnidades y fiestas las detesto; se me han vuelto una carga que no soporto más. Cuando extendéis las manos, cierro los ojos; aunque multipliquéis las plegarias, no os escucharé. Vuestras manos están llenas de sangre. Lavaos, purificaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones; cesad de obrar mal, aprended a obrar bien; buscad la justicia, defended al
  • 33. 33 oprimido; sed abogados del huérfano, defensores de la viuda. Ahora venid y discutamos –dice el Señor–: Aunque sean vuestros pecados como la grana, como nieve blanquearán; aunque sean rojos como escarlata, como lana blanca quedarán» (Is 1,3-18). El principio básico es, por lo tanto, que todos reconozcamos tanto nuestras necesidades como las de todos los demás y nuestra obligación de servir a todos los demás. Comenzaremos a ver clara la voluntad de Dios una vez que aceptemos y comprendamos esta verdad fundamental. Pero si no reconocemos que somos miembros de un solo cuerpo y que tenemos obligaciones y responsabilidades vitales hacia otros miembros que viven según el mismo principio de vida, jamás comprenderemos el amor de Dios. Amor y obediencia La prioridad de la caridad en la vida moral cristiana nos da la clave de todas las demás obligaciones del cristiano. La Iglesia debe, ciertamente, tener normas y leyes externas. Por todos los medios debe emplear la disciplina organizativa, unos ritos, una autoridad docente. Ha de tener una jerarquía. Pero cuando olvidamos la finalidad de todas estas cosas, cuando pasamos por alto su orientación a la unión en la caridad, obtenemos una idea desfigurada de la Iglesia y de su vida. Si olvidamos que las leyes y la organización de la Iglesia existen sólo para preservar la vida interna de la caridad, tenderemos a considerar la observancia de la ley como un fin en sí misma. Entonces la vida cristiana queda reducida a una realidad externa. Quien va cumpliendo la ley externamente puede tender a contentarse con ello, aunque no esté estrechamente unido a su prójimo cristiano, y a los demás semejantes, en caridad sincera, humilde y desinteresada. Hasta puede quedar tan absorbido en las manifestaciones externas de la ley y de la organización que pierda el sentido real de la importancia de la caridad en la vida cristiana. Y esto hace imposible la auténtica santidad, ya que la santidad es la plenitud de la vida, la abundancia de la caridad y la irradiación del Espíritu Santo escondido en nuestro interior. La caridad cristiana exige obviamente la obediencia cristiana. La más alta y más perfecta unión de voluntades en el amor no será posible si falta la más baja y más elemental unión de voluntades en obediencia. Es un error
  • 34. 34 apelar al amor frente a la obediencia. Pero también es un error reducir todo el amor, en la práctica, a la obediencia, como si los dos fuesen sinónimos. El amor es algo mucho más profundo que la obediencia, pero, a menos que la obediencia revele estas profundidades espirituales, nuestro amor seguirá siendo superficial, un asunto de sentimiento y emoción, y poco más. La obediencia puede dar al amor la fortaleza para elevarse por encima de las formalidades de la pura exteriorización. Sin la obediencia, nuestra caridad será subjetiva e incierta. Necesitamos normas objetivas con las cuales canalizar la fuerza del amor en la dirección querida por Dios dentro y para su Iglesia. La obediencia nos proporciona estos criterios objetivos. Es muy importante tener presentes estos sencillos principios fundamentales, que con tanta frecuencia se dan por supuestos y se olvidan en la práctica. Y, con todo, es precisamente esta pérdida de verdadera perspectiva la que hace que la santidad parezca como un ideal fuera de la realidad y hasta imposible para el cristiano. Cuando perdemos de vista el elemento central de la santidad cristiana, que es el amor, y cuando olvidamos que la forma de cumplir el mandamiento cristiano del amor no es algo remoto y esotérico, sino, por el contrario, algo inmediatamente presente, entonces la vida cristiana se vuelve complicada y muy confusa. Pierde la sencillez y la unidad que Cristo le dio en su Evangelio, y se convierte en un laberinto de realidades que no guardan relación entre ellas: preceptos, consejos, principios ascéticos, casos morales y hasta tecnicismos legales y rituales. Estas cosas resultan difíciles de entender en la medida en que pierden su conexión con la caridad que las une y da a todas una orientación a Cristo. Aturdidos por las complejidades y dificultades de una vida espiritual desorganizada y apenas comprensible, empezamos a creer que la verdadera santidad cristiana es un asunto tan complicado y técnico, que sólo puede ser entendido y practicado por expertos. Sin duda alguna, es bueno tener conocimientos teológicos, así como experiencia en la vida ascética. Es bueno, asimismo, tener la formación suficiente para darse cuenta del verdadero significado de la ley y las prescripciones litúrgicas de la vida católica. Un estudio debidamente orientado de estas cosas nos dice lo que afirmó Adán de Perseigne, uno de los escritores cistercienses del siglo XII: «La ley es amor que vincula y obliga» (Lex est amor qui ligat et obligat). Con todo, es posible que la confusión y el malentendido que surge cuando se olvida la primacía de la caridad en la vida cristiana lleve a un estado
  • 35. 35 de tal desilusión que acabemos por abandonar los intentos de alcanzar la santidad, y aun de ser profundamente cristianos. Esto implica que los ideales son puestos a prueba seriamente. Es una prueba en la que fácilmente podemos fallar. La solución no es simplemente cuestión de «esfuerzo» y «fuerza de voluntad». Al contrario, la luz intelectual y espiritual puede a veces ser el elemento más necesario para poner a salvo la propia vocación a la santidad y aun la fe cristiana personal. La fuerza de voluntad carece de valor sin la verdad. El amor sin la verdad es mero sentimentalismo. Cristianos adultos Puede ocurrir con facilidad que una persona pierda su fe cristiana porque se ha forzado a sí misma a aceptar una visión de la Iglesia, o de Dios, o de la vida en Cristo, tan deformada que sea prácticamente falsa. Con todo, puede estar bajo la impresión de que esta visión de la Iglesia es correcta, ya que parece ser la visión que sostienen en realidad la mayoría de los cristianos con quienes se asocia. En dichos casos, el esfuerzo por aferrarse a un concepto del cristianismo deficiente e imperfecto no sólo no hace ningún bien, sino que en realidad contribuye más rápida y eficazmente a la pérdida de la fe. Lo que hace falta en tal situación no es tanto fuerza, ni automortificación y esfuerzos confusos para adaptarse a un cristianismo de segunda mano, como un esclarecimiento del problema real y una restauración de las perspectivas auténticas. Nuestros ideales han de ser puestos a prueba ciertamente de la manera más radical. No podemos evitar esta puesta a prueba. No sólo tenemos que revisar y renovar nuestra idea de la santidad y de la madurez cristiana (sin miedo a desechar las ilusiones de nuestra niñez cristiana), sino que incluso es posible que tengamos que enfrentarnos en nuestras vidas con ideas inadecuadas de Dios y de la Iglesia. En efecto, tal vez topemos con abusos reales en la vida de los cristianos, en una sociedad llamada cristiana, y hasta dentro de la misma Iglesia. En realidad, el concepto de «sociedad cristiana» tiene que ser clarificado hoy en día. Ciertamente, la sociedad próspera y secularizada de la Europa moderna y de Norteamérica ha dejado de ser genuinamente cristiana. Pero en esta sociedad los cristianos tienden a aferrarse a vestigios de su propia tradición que todavía sobreviven, y a causa de estos vestigios creen que todavía están viviendo en un mundo cristiano. Sin duda, el pragmatismo y el
  • 36. 36 secularismo de los siglos XIX y XX han penetrado hondamente en la mentalidad y el espíritu del cristiano medio. Por otro lado, la violenta reacción defensiva de la Iglesia en el siglo XIX contra la Revolución francesa y sus consecuencias ha dejado un espíritu de rigidez e incluso un cierto miedo ante los nuevos desarrollos. Esta situación difícil ha producido muchos conflictos y contradicciones evidentes en la vida católica. No puede haber duda alguna de que hoy la Iglesia se enfrenta a una de las más grandes crisis de su historia. Será inevitable que haya escándalos y problemas de conciencia por todas partes. Es normal y necesario que todo cristiano maduro tenga que enfrentarse forzosamente, en un momento u otro, a las inevitables limitaciones de los cristianos –tanto de los demás como de él mismo–. Es deshonesto y a la vez infiel que un cristiano imagine que el único medio de preservar su fe en la Iglesia es convencerse de que todo es, en la vida y en la actividad eclesial, siempre ideal, en todo momento y circunstancia. Para probar lo contrario, ahí esta la historia. Lamentablemente es cierto que los cristianos, por una u otra razón, pueden, en nombre del mismo Dios y de su verdad, aferrarse a sutiles formas de prejuicio, inercia y parálisis mental. De hecho, allí donde debiera prevalecer la santidad, pueden darse incluso serios desórdenes morales e injusticias. Ciertamente, la misma Iglesia nunca enseña el error ni promueve jamás la injusticia. Pero sus fieles pueden, de diversas maneras, valerse de las enseñanzas y disciplinas de la Iglesia para atrincherarse en una situación que les parezca favorable y que contiene de hecho muchos elementos de falsedad, deshonestidad e injusticia. O bien pueden ejercitarse en ignorar la verdadera importancia del magisterio de la Iglesia y eludir entonces su obligación de mantener la justicia y la verdad, sea en el ámbito espiritual o en la sociedad misma. El cristiano tiene que aprender a hacer frente a estos problemas con una sincera y humilde solicitud por la verdad y la gloria de la Iglesia de Dios. Tiene que aprender a prestar su ayuda para corregir estos errores sin caer en un celo indiscreto o rebelde. La arrogancia no es nunca un signo de gracia. Como dijo san Pedro Damián a los monjes de Vallombrosa, que se irritaban contra abusos muy reales de la Iglesia del siglo XI: «Dejemos, a quien quiera ser santo, que antes que nada sea santo él mismo ante Dios, y suprima toda arrogancia respecto a su hermano más débil» (Opusculum 30). El mismo santo se opuso a la arbitraria y general imposición de muchas y muy severas penas a grupos enteros de cristianos y no creía que las reformas religiosas pudieran llevarse a cabo con éxito por la fuerza de las armas.
  • 37. 37 En todas las cosas, el espíritu cristiano es un espíritu de amor, humildad y servicio, no de violencia en defensa del absolutismo y del poder. De aquí que, aun cuando haya abusos ciertos, siempre presentes en toda institución, incluso en la Iglesia, tales abusos han de ser afrontados con honradez, humildad y amor. No pueden ser disculpados o ignorados. No todos pueden «hacer algo» para resolver problemas que son demasiado vastos para que un solo individuo los entienda. Pero todos pueden hacer buen uso de ellos en sus propias vidas interiores, considerándolos como oportunidades de purificar su fe, su espíritu de obediencia y su amor sobrenatural a la Iglesia. Algunos cristianos no son ni siquiera capaces de enfrentarse directamente con dicha tarea: nunca pueden admitir del todo que ésta les corresponde. Pero son incapaces de escapar a la angustia que atenaza su corazón. Quizá no conozcan el origen de la angustia, pero está ahí. Otros pueden admitir que ven lo que ven, pero se convierte para ellos en un grave escándalo. Se rebelan contra la situación, condenan a la Iglesia e incluso intentan hallar los medios de romper con ella. No se dan cuenta de que es en ese momento cuando han llegado muy cerca del significado real de su vocación cristiana, y de que están en condiciones de hacer el sacrificio que se exige a las personas cristianas adultas: la aceptación realista de la imperfección y la deficiencia en ellas mismas, en los demás y en sus instituciones más queridas. Deben afrontar la verdad de estas imperfecciones, con el fin de ver que la Iglesia no existe simplemente para hacer todo lo que les convenga, para crear un abrigo de paz y seguridad para ellas, para santificarlas pasivamente. Por el contrario, éste es el momento de que ellas den a su comunidad sangre de su propio corazón y de que participen activa y generosamente en todas sus luchas. Es el momento de que se sacrifiquen por otros que quizá no parezcan merecerlo mucho. «Hermanos: El que siembra tacañamente, tacañamente cosechará; y el que siembra generosamente, generosamente cosechará. Cada uno dé como haya decidido su conciencia; no a disgusto ni por compromiso, porque al que da de buena gana lo ama Dios. Tiene Dios poder para colmaros de toda clase de favores, de modo que, teniendo siempre lo suficiente, os sobre para obras de caridad» (2 Co 9,6-8). Requiere gran heroísmo dedicar toda la vida a los otros en una situación que es frustrante e insatisfactoria y en la que el propio sacrificio puede ser, en gran medida, inútil. Pero aquí, sobre todo, la fe en Dios es lo que se necesita. Él ve nuestro sacrificio y lo hará fructificar, aun cuando a nuestros propios ojos no aparezcan sino la futilidad y la frustración. Cuando aceptamos esta
  • 38. 38 gracia, nuestros ojos se abren para ver el bien real e insospechado en los otros, y para estar verdaderamente agradecidos por nuestra vocación cristiana. El realismo en la vida espiritual Juan Taulero dice en uno de sus sermones que, cuando Dios busca nuestra alma, actúa como la mujer de la parábola del Evangelio, que perdió una dracma y revolvió toda la casa hasta que la encontró. Este «revolver» nuestra vida interna es esencial para la madurez espiritual, porque sin él nos limitamos a descansar cómodamente en ideas más o menos ilusorias de lo que es en realidad la perfección espiritual. En la doctrina de san Juan de la Cruz, esto se describe como la «noche oscura» de la purificación pasiva, que nos vacía de nuestros conceptos de Dios y de las cosas divinas excesivamente humanos, y nos lleva al desierto donde somos alimentados no sólo de pan, sino de los medios que sólo pueden venir directamente de Él. Los teólogos modernos han argumentado detalladamente acerca de la necesidad de la purificación mística pasiva para alcanzar plenamente la santidad cristiana madura. Podemos desechar aquí los argumentos esgrimidos por ambos bandos, ya que basta con decir que la santidad verdadera significa la plena expresión de la cruz de Cristo en nuestras vidas, y esta cruz quiere decir la muerte de lo que nos es familiar y normal, la muerte de nuestro yo diario, para poder vivir en un nivel nuevo. Y, con todo, paradójicamente, en este nuevo nivel recobramos nuestro yo antiguo, ordinario. Es el yo familiar que muere y resucita en Cristo. El «hombre nuevo» se transforma totalmente y, sin embargo, sigue siendo la misma persona. Queda espiritualizado; es más, los Padres dirían que queda «divinizado» en Cristo. Esto debería enseñarnos que es inútil acariciar «ideales» que, según imaginamos, nos ayudarán a escapar de un ser con el que estamos insatisfechos o disgustados. El camino de la perfección no es un camino de huida. Sólo podemos llegar a ser santos haciendo frente a nuestra propia realidad, asumiendo la plena responsabilidad de nuestra vida tal y como es, con todas sus deficiencias y limitaciones, y sometiéndonos a la acción purificadora y transformadora del Salvador. Es realmente trágico observar la frustración y la ruina que se abaten sobre jóvenes de buenas intenciones, pero desorientados, que no pueden captar este hecho elemental. En la práctica, no se plantean la cuestión de un compromiso religioso serio. Y, sin embargo, parecen ser los únicos que, en
  • 39. 39 cierto modo, están más sedientos de perfección. La intensidad y el afán con que tratan de salir de la prisión en que ellos mismos se han convertido es tan patética, que no puede por menos de suscitar compasión en todas las personas que intentan ayudarlos. A veces los directores espirituales cometen la equivocación de fomentar el engañoso idealismo que es la fuente de todo el problema, en lugar de llevar a esos pobres dolientes a hacer frente a la realidad. No hay nada positivo en un mórbido desprecio de sí mismo que a veces pasa por humildad. No hay esperanza en un ideal espiritual teñido de odio maniqueo al cuerpo y a las cosas materiales. Un angelismo que no es otra cosa que un refinamiento de amor propio infantil no puede llevar ni a la libertad espiritual ni a la santidad. Sin embargo, al mismo tiempo hemos de luchar por dominar nuestras pasiones, hemos de esforzarnos por pacificar nuestro espíritu en humildad y abnegación profundas, hemos de ser capaces de decir «no» firme y definitivamente a nuestros desordenados deseos, y hemos de mortificar, por disciplina, incluso alguna de nuestras legítimas apetencias. La tarea de entregarnos a Dios y renunciar al mundo es profundamente seria y no admite componendas. No basta con meditar sobre un camino de perfección que incluye sacrificio, oración y renuncia al mundo. Hemos de ayunar de verdad, orar, negarnos a nosotros mismos y hacernos hombres interiores, si queremos escuchar alguna vez la voz de Dios en nuestro interior. No basta hacer que toda la perfección consista en obras activas y decir que las observancias y deberes que se nos imponen por obediencia son en sí mismos suficientes para transformar toda nuestra vida en Cristo. El hombre que simplemente «trabaja por» Dios exteriormente puede estar interiormente falto del amor por Él que es necesario para la verdadera perfección. El amor busca no sólo servirle, sino conocerle, comulgar con Él en la oración, abandonarse a Él en la contemplación.
  • 40. 40 3 Cristo, el camino La Iglesia santifica a sus miembros La perfección no es un embellecimiento moral que adquirimos fuera de Cristo, con el fin de hacer méritos para la unión con Él. La perfección es la obra de Cristo en persona que vive en nosotros por la fe. La perfección es la vida plena de la caridad perfeccionada por los dones del Espíritu Santo. Para que podamos conseguir la perfección cristiana, Jesús nos ha dejado sus enseñanzas, los sacramentos de la Iglesia y todos los consejos con los que nos enseña el modo de vivir más perfectamente en Él y por Él. Para quienes han recibido una llamada especial a la perfección, está el estado religioso con sus votos. Bajo la dirección de la misma Iglesia, tratamos de corresponder generosamente a las inspiraciones del Espíritu Santo. Guiados interiormente por el Espíritu de Cristo, protegidos exteriormente y formados por la Iglesia visible con su jerarquía, sus leyes, su magisterio, sus sacramentos y su liturgia, todos juntos crecemos en el «único Cristo». No hemos de ver a la Iglesia puramente como una institución o una organización. Ciertamente es visible y claramente reconocible en sus enseñanzas, su gobierno y su culto. Éstos son los perfiles exteriores a través de los cuales podemos ver el esplendor interior de su alma. Esta alma no es meramente humana, es divina. Es el mismo Espíritu Santo. La Iglesia, a semejanza de Cristo, vive y actúa de una forma a la vez humana y divina. Ciertamente, hay imperfecciones en los miembros humanos de Cristo, pero su imperfección está unida inseparablemente a su perfección, sostenida por su poder y purificada por su santidad, en tanto permanezcan en unión viva con Él por la fe y el amor. A través de estos miembros suyos, el Redentor todopoderoso santifica, guía y nos instruye infaliblemente, y se sirve de nosotros también para expresar su amor por ellos. De aquí que la verdadera naturaleza de la Iglesia sea la de un cuerpo en el que todos los miembros «llevan unos las cargas de otros» y actúan como instrumentos de la Providencia divina unos respecto a otros. Los más santificados son los que entran más plenamente en la vivificadora comunión de los santos que habitan en Cristo. Su gozo es gustar las puras corrientes de aquel río de vida cuyas aguas alegran toda la ciudad de Dios.
  • 41. 41 Nuestra perfección, por consiguiente, no es un asunto meramente individual, sino también una cuestión de crecer en Cristo, de profundizar nuestro contacto con Él en la Iglesia y mediante la Iglesia y, por consiguiente, de profundizar nuestra participación en la vida de la Iglesia, el Cristo místico. Esto significa, claro está, una unión más estrecha con nuestros hermanos en Cristo, una integración más íntima y fructífera con ellos en el organismo espiritual, que vive y crece, del cuerpo místico. Esto no significa que la perfección espiritual sea cuestión de conformismo social. El mero hecho de que uno se vuelva un engranaje exacto en una máquina religiosa eficaz nunca hará de él un santo, a menos que busque a Dios interiormente en el santuario de su propia alma. Por ejemplo, la vida común del religioso, regulada por observancias tradicionales y bendecida por la autoridad de la Iglesia, es indudablemente un medio de santificación muy precioso. Es, para el religioso, uno de los elementos esenciales de su estado. Pero esto es todavía sólo un marco. Como tal, tiene su finalidad y ha de ser usado. Pero no hay que confundir el andamio con el verdadero edificio. El verdadero edificio de la Iglesia es la unión de corazones en amor, sacrificio y trascendencia personal. La solidez de este edificio depende de la medida en que el Espíritu Santo toma posesión del corazón de cada persona, no de la medida en que nuestra conducta exterior se organice y discipline por un sistema provechoso. La vida social humana requiere inevitablemente cierto orden, y quienes aman a su hermano en Cristo se sacrificarán generosamente para preservar este orden. Pero el orden no es un fin en sí mismo, y el mero mantenimiento del orden no es todavía santidad. Con demasiada frecuencia hay gente que toma la vida espiritual en serio, pero desperdicia sus esfuerzos en el andamio, haciéndolo cada vez más sólido, permanente y seguro, sin prestar atención al edificio en sí. Hacen esto partiendo de una especie de miedo inconsciente a las responsabilidades reales de la vida cristiana, que son solitarias e interiores. Éstas son difíciles de expresar, incluso indirectamente. Es casi imposible comunicarlas a los demás. Por ello nunca podemos estar «seguros» de si el otro tiene razón o no la tiene. En esta esfera interior se tienen siempre pocas pruebas de progreso o de perfección, mientras que en la esfera exterior resulta más fácil medir el progreso y ver los resultados. Incluso se pueden mostrar a otros para que los aprueben y admiren. La obra más importante, más real y duradera del cristiano se lleva a cabo en las profundidades de su propia alma. Nadie puede verla, ni siquiera él mismo. Sólo es conocida por Dios. Esta obra no es tanto una cuestión de
  • 42. 42 fidelidad a directrices visibles y generales como de fe: es el acto solitario interior, angustioso, casi desesperado, por el que afirmamos nuestra total sujeción a Dios captando su palabra y la revelación de su voluntad en lo más profundo de nuestro ser, así como en la obediencia a la autoridad por Él constituida. El credo que tan triunfalmente cantamos en la liturgia, en unión con toda la Iglesia, es real y válido sólo en la medida en que expresa el íntimo compromiso y entrega de cada uno a la voluntad de Dios, como se manifiesta exteriormente a través de la Iglesia y su jerarquía e interiormente mediante las inspiraciones de la gracia divina. Nuestra fe es, por lo tanto, una rendición total a Cristo que pone todas nuestras esperanzas en Él y en su Iglesia, y espera toda fuerza y santidad de su misericordioso amor. Santidad en Cristo Por lo que llevamos dicho hasta ahora, debería quedar bien claro que la santidad cristiana no es una mera cuestión de perfección ética. Comprende todas las virtudes, pero es evidentemente más que todas las virtudes juntas. La santidad no está constituida sólo por buenas obras, y ni siquiera por heroísmo moral, sino antes que nada por la unión ontológica con Dios «en Cristo». Ciertamente, para comprender la enseñanza del Nuevo Testamento acerca de la santidad de vida, hemos de entender el significado de esta expresión de san Pablo. La enseñanza moral de las cartas sigue siempre y clarifica una exposición doctrinal del significado de nuestra «vida en Cristo». San Juan también deja bien claro que todo el fruto espiritual de nuestra vida proviene de la unión con Cristo, la integración en su cuerpo, místico como una rama está unida a la vid e integrada en ella (Jn 15,1-1l). Claro está que esto no reduce en modo alguno a la insignificancia las virtudes y las buenas obras, pero éstas permanecen siempre como secundarias con respecto a nuestro nuevo ser. Según una máxima escolástica, «actio sequitur esse», la acción está en conformidad con el ser que actúa. Como el mismo Señor dijo, no podemos cosechar higos de los cardos. Por ello hemos de transformarnos primero interiormente en hombres nuevos y luego actuar de acuerdo con el Espíritu que nos ha sido dado por Dios, el Espíritu de nuestra nueva vida, el Espíritu de Cristo. Nuestra santidad ontológica es nuestra unión vital con el Espíritu
  • 43. 43 Santo. Nuestro esfuerzo por obedecer el Espíritu Santo constituye nuestra bondad moral. Por consiguiente, lo que importa por encima de todo no es esta o aquella observancia, este o aquel conjunto de prácticas éticas, sino nuestra renovación, nuestra «nueva creación» en Cristo (véase Ga 6,15). Cuando estamos unidos a Cristo por «la fe que obra a través de la caridad» (Ga 5,6), poseemos en nosotros el Espíritu Santo, que es la fuente de toda acción virtuosa y de todo amor. La vida virtuosa cristiana no es sólo una vida en la cual nos afanamos por unirnos a Dios mediante la práctica de la virtud, sino que es más bien una vida en la que, llevados a la unión con Dios en Cristo por el Espíritu Santo, nos aplicamos a expresar nuestro amor y nuestro ser nuevo mediante actos de virtud. Estando unidos a Cristo, buscamos con todo el fervor posible que Él manifieste su virtud y su santidad en nuestras vidas. Nuestros esfuerzos deberían dirigirse a eliminar los obstáculos del egoísmo, la desobediencia y todo apego a lo que es contrario a su amor. Cuando la Iglesia canta en el Gloria Tu solus sanctus –«porque sólo tú eres Santo»–, podemos interpretar que esto quiere decir, con toda seguridad, que todo lo demás que es santo lo es sólo en Él y por Él. La santidad de Dios se comunica y revela al mundo a través de Cristo. Si hemos de ser santos, Cristo debe ser santo en nosotros. Si hemos de ser «santos», Él debe ser nuestra santidad. Pues, como dice san Pablo, «para los llamados, Cristo es fuerza de Dios y sabiduría de Dios... Por Él, vosotros sois en Cristo Jesús, en este Cristo que Dios ha hecho para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención, a fin de que, como dice la Escritura: “El que se gloríe, gloríese en el Señor”» (1 Co 1,24.30-31). Pero todo esto exige nuestro propio consentimiento y nuestra vigorosa cooperación con la gracia divina. Jesucristo, Dios y hombre, es la revelación de la oculta santidad del Padre, el Rey de los tiempos, inmortal e invisible, que ningún ojo puede ver, que ninguna inteligencia puede contemplar, excepto bajo la luz que Él mismo comunica a quien quiere. De aquí que la «perfección» cristiana no sea una mera aventura ética o un logro en el que el hombre pueda gloriarse. Es un don de Dios que lleva el alma al oculto abismo del divino misterio, a través del Hijo, por la acción del Espíritu Santo. Ser cristiano, pues, es hallarse comprometido en una vida profundamente mística, ya que el cristianismo es preeminentemente una religión mística. Esto no significa, claro está, que todo cristiano sea o deba ser un «místico», en el sentido técnico moderno de la palabra. Pero sí quiere decir que todo cristiano vive, o debe vivir, dentro de las dimensiones de una revelación y comunicación del ser divino de carácter
  • 44. 44 completamente místico. La salvación, que es la meta de todo cristiano individualmente considerado, y de la comunidad cristiana tomada en conjunto, es participación en la vida de Dios, que «nos ha sacado de las tinieblas para llevarnos a su luz maravillosa» (1 P 2,9). El cristiano es alguien cuya vida y esperanza se centran en el misterio de Cristo. En y a través de Cristo, nos hacemos «partícipes de la naturaleza divina» –divinae consortes naturae– (2 P 1,4). A través de Cristo, el poder del amor divino y la energía de la divina luz se abren camino en nuestras vidas y las transforman de un grado de «iluminación» a otro, por la acción del Espíritu Santo. He aquí la raíz y la base de la santidad interior del cristiano. Esta luz, esta energía en nuestras vidas, es llamada comúnmente gracia. Cuanto más brillan la gracia y el amor en la fraterna unidad de aquellos que han sido reunidos, por el Espíritu Santo, en un solo cuerpo, más se manifiesta Cristo en el mundo, más es glorificado el Padre y más cerca nos hallamos de la consumación final de la obra de Dios por la «recapitulación» de todas las cosas en Cristo (Ef 1,10). La gracia y los sacramentos Nuestra filiación divina es la semejanza del Verbo de Dios en nosotros producida por su presencia viva en nuestras almas mediante el Espíritu Santo. Ésta es, a los ojos de Dios, nuestra «justicia». Es la raíz del verdadero amor y de todas las demás virtudes. Por último, es la simiente de la vida eterna: es una herencia divina que no puede sernos arrebatada contra nuestra propia voluntad. Es un tesoro inagotable, una fuente de agua viva «que brota para la vida eterna». La Primera carta de san Pedro se abre con un himno exultante que alaba esta vida de la gracia, que la divina misericordia nos concede a todos gratuitamente en Cristo: la gracia que lleva a nuestra salvación, con tal de que seamos fieles al amor de Dios, que se nos ha dado mientras estábamos muertos en nuestros pecados y que nos ha resucitado de la muerte con la misma fuerza con que resucitó a Cristo de entre los muertos: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, pura, imperecedera, que os está reservada en el cielo. La