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Fábulas


para leer en
  voz alta



 Narración de Beatriz Barnes
 Ilustración de Marta Gaspar
Sistema de clasificación Melvin Dewey D.G.B.
     I
     398.24
     F35      Fábulas. Para leer en voz alta/ texto de Beatriz Bearnes;
              ilustraciones de Marta Gaspar.       Bs. As.: CEAL; Mé
              xico: Salvat: SEP, 1993.
                  160 p.: il.    (Cuentos de Polidoro)
                   ISBN 968-29-5764-8
                   1. Fábulas. 1. Barnes, Beatriz. II. Gaspar, Marta, il.
              III. Ser.




    Primera edición en Libros del Rincón: 1989 (en fascículos)
    Primera edición en Libros del Rincón: 1993
    Primera Reimpresión: 1994


    Coedición: CEAL/Hachette Lannoamérica/SEP


    Producción: SECRETARÍA DE EDUCACIÓN PÚBLICA
    Unidad de Publicaciones Educativas
    Isabel la Católica 1106
    Col. Américas Unidas
   03610 México, D.F.
   Te!. 674 32 22 / Fax 674 32 87


    Diseño de portada: Adriana Esteve

    D.R. © de la edición
   Consejo Nacional de Fomento Educativo
   Av. Thiers 251-10° piso
    11590 México, D.F.


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   Hachette Latinoamérica, S.A. de C.V.
   Mazarik 101-4° piso
    11570 México, D.F.
   Tel. 203 43 93/Fax 531 87 73

   ISBN 968-29-5764-8


    Impreso y hecho en México




Fíbulas. Para leer en voz alta, se terminó de imprimir en el mes
de octubre de 1994, en los talleres de Gráficas Monte Albán, S.A. de C.V.
Se tiraron 19,000 ejemplares más sobrantes para reposición.
LA TORTUGA Y LOS PATOS

Este verano no me ocurrirá como los otros —dijo
Doña Tortuga, mientras miraba una bandada de
pájaros silvestres que volaban hacia el horizonte.
—Apenas pasen las fiestas de fin de año, me pon
dré en camino y saldré a conocer el mundo.
El año anterior, cuando se disponía a partir, apa
reció Doña Rata con sus seis hijas a pasar las
vacaciones en su casa, y Doña Tortuga tuvo que
desistir de su viaje.   Y el año de antes había te
nido una angina que la mantuvo en cama durante
todo el verano.   Y el año anterior al de antes era
muy chiquita para viajar sola.
Pero, aunque a Doña Tortuga le gustaba mucho
viajar,    apenas salía     de   su casa.    La   laguna,    los
matorrales* las cuevas que había cerca de su casa
apenas     los   conocía.    Doña Tortuga      pensaba      que,
como aquellas cosas estaban tan cerca, no valían
la pena de moverse para ir a verlas.
Doña      Tortuga   quería    conocer otros países.
Doña Tortuga quería llegar a donde ninguna tor
tuga hubiera llegado antes.
Doña Tortuga hubiera             querido    tener alas,   para
volar cuando se le diera la gana.
Entonces una        tarde llegó     a la laguna y     estuvo
conversando con los patos silvestres.
—Este verano partiré y no creo que vaya a vol
ver —dijo.
—¿Cómo viajarás? —le preguntaron los patos.
—Andando —contestó la tortuga.
—Parece que no se ha dado cuenta de que es
una tortuga —dijo un pato a otro, volviendo hacia
él el pico para hablarle con disimulo y por lo bajo.
Y agregaron después en voz alta:
—Nos parece muy bien, Doña Tortuga, su entu
siasmo por viajar.      Nosotros también somos gran
des viajeros.
—Lo sé —dijo Doña Tortuga—.                Siempre los miro
cuando levantan el vuelo.         ¡La de países que deben
de conocer!
—¡No tanto, Doña Tortuga, no tanto! —contesta
ron los patos.
TANTO   DONA
—Y como       sé que    tienen     experiencia,   sobre   esto
mismo quería consultarles.
—Lo que guste usted, Doña Tortuga —contestaron
los patos    encantados.
--Desearía    saber    cuál   es   el   mejor   camino para
partir.
Los patos movieron la cabeza para todos lados y
señalaron con la pata un camino angostito y largo.
—El mejor camino para partir es el que está bor
deado de tréboles —dijeron. Y agregaron con voz
llena de emoción:
—¡Es el camino que lleva a los países lejanos!
—Pero no te enojes, Doña Tortuga, si te decimos
que tardarás 125 años en llegar.
—No importa —dijo Doña Tortuga— yo vivo 500
años.
Los patos hablaron bajito un rato, y al final di
jeron:
—Doña Tortuga, hemos decidido una cosa.         Via
jaremos y tú serás nuestra compañera.     Volaremos
bien alto, sobre el camino de tréboles, hasta llegar
a los países del Lejano Oriente.     Verás palacios,
montañas, góndolas, volcanes y rascacielos, ascen
sores y grandísimas palmeras.
—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! —decía Doña Tortuga, llena
de entusiasmo.
—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!..
Doña Tortuga no cabía en sí de alegría y daba
vueltas como un trompo.     Se veía ya resbalando
por las montañas, bajando y subiendo en ascensor,
cantando en góndola, comiendo dátiles.      ¡Por fin
se alejaría de aquel lugar tan aburrido!
—Tranquilízate   —le   dijeron los   patos—.   Ahora
tenemos que pensar en construir la máquina.
—¿Qué   máquina? —preguntó Doña         Tortuga.
—La máquina para llevarte.
—¿Tendrá motor?
—El      motor   seremos       nosotros    —contestaron         los
patos.
—¡Entonces serán dos motores!
—Hace falta una vara liviana y resistente —di
jeron los patos.
Y comenzaron a buscarla.                Recorrieron los     alre
dedores y en la         otra orilla de la laguna encon
traron    un    gran    sauce.    Cortaron     una   vara   y    le
Quiitaron las hoias.




— i a esiá pronta la máquina —anunciaron—. Abre
la boca y te la colocaremos.
Doña Tortuga abrió la boca y los patos le colo
caron la vara.
—¡A    cerrar    la    boca!     —dijeron—.     Haremos         un
largo trayecto, pero en todo el viaje no abrirás
la boca ni para decir Mu.            Sujétate bien, que ya
emprenderemos vuelo. ¡Atención! ¡Y boca cerrada!
Los   patos    levantaron      vuelo,    con   Doña   Tortuga
prendida fuertemente de la vara.               Se levantaron
por el aire y Doña Tortuga miraba encantada todo
lo   que    iba   pasando      bajo       sus    ojos:    con   la   boca
bien apretada,         se balanceaba en la máquina por
encima de los árboles.
Los demás animales, al verla pasar, no salían de
su asombro.
El cerdo, el burro, el chivo, el perro, comentaban
en voz alta aquella maravillosa proeza:
—¡Doña Tortuga es la reina de las tortugas! —de
cían—.      ¡Elevarse        por    los    aires    con    su    casa   a




cuestas!     ¡Qué maravilla!
—¡Doña Tortuga es la emperatriz de las Tortugas!
Doña       Tortuga     los    oía   y     se    llenaba    de   orgullo.
Tanto,     que    se   olvidó de que            tenía que       tener la
boca cerrada y gritó:
—¡Sí, SOY LA             REINA            DE     LAS      TORTUGAS
Y ME VOY A OTROS PAÍSES PORQUE AQUÍ
NO HAY NADA QUE MEREZCA SER VISTO
POR Mí!
Claro que aquello fue lo que quiso decir, porque
apenas abrió la boca, empezó a caer por el aire,
dando vueltas, y no tuvo tiempo de pronunciar
una sola palabra.             Lo único que se le oyó fue:
AAhhhhhhhhhhhhhhhh...                    ¡ Patapáfate!..
Doña Tortuga cayó en mitad de la laguna.                              Cayó
y rebotó:        ¡Menos mal que sabía nadar!                   Muy agi
tada,     llegó    por fin     a    la   orilla.      Sus    amigos      los
patos se alejaban, a todo volar, rumbo a los le
janos países del Oriente y Doña Tortuga apenas
tuvo tiempo para hacerles adiós con la pata.
Los      otros    animales     se   acercaron         a     socorrerla    y
la acompañaron hasta su casa.                      Doña Tortuga          se
sintió muy triste, y al otro                día,      para distraerse
y olvidar su pena, salió a dar una vuelta por los
alrededores.          Llegó   al    camino       de    los    tréboles    y
se    quedó      un   rato    mirando      los     bichitos     que    pa
saban, vestidos todos ellos con sus trajes de co
lores.    Le gustaron tanto, que al otro día volvió,
y al otro día fue a los matorrales, a ver las prue
bas de salto que daban las liebres, y al otro fue
al concierto de las ranas.. .
Todos los días salió de su casa y caminó de aquí
para allá, y todo lo que encontró era interesante
y    divertido.
—Esto      es tan lindo como los volcanes, las gón
dolas y los ascensores que hay en los lejanos paí
ses —comentó un día en rueda de animales—.                               Y
además     queda   cerquita     de   mi    casa.   Y    además
tengo tanto amigos, que no pienso salir de viaje
esta temporada.
Y no salió ni aquel año, ni al otro, ni al otro,
porque cada vez encontró cosas nuevas                  que   ver,
amigos nuevos con quienes jugar, y distintas ocu
paciones   en   que entretenerse.         ¡Hacía   trescientos
cincuenta años que estaba en aquel lugar, y aún
no lo conocía del todo.
Menos mal que le          quedaban todavía         ciento cua
renta   y cinco    años   por   delante,    porque     todo    lo
anterior le     ocurrió   a   Doña   Tortuga       cuando     era
aún muy chiquita, y no sabía ver, ni apreciar bien
todo lo bueno, y hermoso, y lindo, que la rodeaba.
La Pájara
Carpintera
y el Viejo Roble
Un día la pájara carpintera bajó y subió ciento
treinta y cinco veces del mismo árbol, después de
lo cual se sentó a descansar.     Pero, como estaba
medio aturdida, se le empezaron a ocurrir cosas
que nunca se le habían ocurrido.
—Podría tener un negocio de muebles finos —pen
só primeramente.
—O podría poner un cartel que dijera:
¡SUBO Y BAJO EN ASCENSOR,
CUALQUIER      FRUTO     Y    CUALQUIER        FLOR!
—Y también    podría   dar   conciertos   de tamboril.
—Pero mejor voy a empollar, aunque, en vez de
empollar mis huevos, empollaré huevos de tórtola
y de picaflor, de perdiz y de gorrión.
Y se puso tan contenta, que bajó y subió ciento
setenta y nueve veces en dos minutos por el tron
co    del   árbol.
Al final, dijo:
—Mañana mismo salgo de recorrida para reunir
los huevos.
Y al otro día, bien tempranito, salió de recorrida
a buscarlos.
Esperó a que Doña Gorriona se estuviera bañando




en el charquito, y le sacó un huevlfo.           Cuando el
Sol   estaba alto,   la perdiz salió   a   dar    su paseo
y aprovechó el momento para sacarle otro huevo.
—Todas las demás pájaras me envidiarán por te
ner pichones tan variados —dijo, y se dirigió a
la casa de Doña Tórtola; sabía que aquélla era la
hora en que Doña Tórtola iba de compras al mer-
cado de bichitos, y así, tranquilamente, pudo sacarle
otro huevito.
—Falta la Señora Picaflor —dijo—.        Iré cuando
esté en los rosales.
Y esperó un ratito, subiendo y bajando tres veces
por el viejo roble. Pero, al poco rato, se llevó tam
bién un huevito, chiquitísimo, de la Señora Picaflor.




—Ahora están todos —dijo—.        Y se sentó a em
pollarlos.
Esperó ansiosa varios días sin bajar ni subir por
el tronco del árbol, hasta que empezaron a apa
recer los pichones y, cuando estuvieron todos na
cidos, anunció en el tronco del roble viejo la bue
na nueva.
Las aves del bosque acudieron volando al anuncio
y cuando vieron lo que ocurría, empezaron a piar
todas juntas:
—¡Este pichón es mío! —gritó la perdiz.
—¡Y éste es mío!   ¡Lo reconozco porque se parece
a sus hermanos! —dijo la tórtola.
B—¡Éste es el mío! —dijo la gorriona, llevándoselo
H)ajo el ala.
■—¡Estoy segurísima de que éste es mío!           ¡Tiene
¡jni mismo color de cola! —dijo la Señora Picaflor.
HT todas   se   retiraron   indignadas,   llevándose sus
■•espectivos hijos.
—¡Me quedé sin nada!       ¡Ay, ay, ay! —lloróla pá
jara   carpintera.
—¡Quería tener hijos de       todas     las   clases y me
quedé sin ninguno!       ¡Ay, ay, ay!
—¿Y por qué no te conformas con tener los tu
yos? —le preguntó el viejo roble.
—¡No     me   conformo    nada!   ¡Y    de    enojada   que
estoy, no voy a empollar ya! —dijo la pájara car
pintera.
Y subió y bajó por el tronco, pero subía y bajaba
muy despacio, para escuchar bien lo que le decía
el roble, que, como tiene muchos años, sabe mu
chas cosas y da muy buenos consejos.
—Cálmese, Doña —le dijo el roble—. ¿Qué es eso,
que no va empollar nunca ya1? Si no tiene usted
hijos,   tampoco   tendrá   nietos,   y   entonces...   ¿a
quién va usted a contar cuentos en las noches in
vernales? ¿En? ¿Quiere usted decirme1?
—¡Tiene usted toda la razón del mundo, Don Ro
ble! ¡Eso es algo muy importante, que hay que
tener muy en cuenta! Me ha convencido. He
obrado como una aturdida que soy.
Y a la semana siguiente se puso a empollar siete
huevos, y de los siete huevos salieron siete picho
nes.   Aquellos siete pichones se hicieron grandes y
le dieron cuarenta y nueve nietos. Ahora la pá
jara carpintera es la que más cuentos cuenta en
las noches invernales. Y el cuento que más les
gusta a los pichoncitos nietos es el que trata de
una pájara carpintera que empolló los huevos que
no eran de ella.    Siempre   lo cuenta   de distinta
manera.   Y también lo escribe, grabándolo con el
pico en el tronco del viejo roble. Porque al viejo
roble le gustan mucho las historias de pájaros. ¡So
bre todo ésta, que él mismo ayudó a inventar!
Los Dos Tordos
Había una vez un tordo pequeñito, tan pequeñi
to, que era tataranieto de un tordo viejo, tan viejo,
que era tatarabuelo del tordo pequeñito.                 El tor-
dito    apenas      estaba    aprendiendo     por   entonces      a
volar y buscar alimentos, pero, como todos los tor
dos pequeños, creía           que    sabía todo de      todo.
El tordo viejo volaba y observaba, hablaba muy
poco de lo que sabía, pero en verdad sabía todo
lo que tiene que saber un tordo.
Un     día,   después    de   mirar    a su   tataranieto dar
vueltas y más vueltas, le dijo:
—Querido tataranieto, anímate y vuela más lejos.
Por    aquí    no    encontrarás      nada    muy    apetecible.
Estas encinas son muy hermosas, sobre todo ahora
que llega el otoño y las hojitas comienzan a po
nerse doradas, pero,          si vuelas un poco más allá,
encontrarás una viña cargada de racimos.
El tordito fue, voló un poquito y al rato volvió
sin haber visto         la   viña.   El   tatarabuelo    le     pre
guntó:
—¿Encontraste la viña?
—¡No!      ¡Volé y volé por ahí, pero        no    encontré
nada! —respondió el tordito.
—Es      que   no miras bien.
—¿Cómo que no miro bien1?          ¡Miré tanto, que en
contré un fruto grande, grandísimo, que debe de
ser riquísimo!
—Me      parece   que   estás   equivocado   —le    dijo   el
viejo tordo.
—¿Equivocarme yo? —le dijo el tordito, que, co
mo sabía muy poco, creía que no se            equivocaba
nunca.
—Ven —le dijo el tordo viejo—.   Volaremos juntos
y te mostraré la viña.
Empezaron, pues, a volar, dejaron atrás el bos-
quecillo y cruzaron como dos flechitas negras por
el cielo azul.
Llegaron a la viña y el tatarabuelo exclamó:
—¡Mira, mira qué hermosas están las uvas, bri
llantes y moradas!
—¡No me digas tatarabuelo, que ésa es la fruta
de que tanto me hablabas!    ¡Tan chiquitita!   ¡No
vale la pena! ¡Y no debe de ser nada rica tampoco!
¡TOCÍ
                             1          ¡Toa




No me molestaré siquiera en probarla. Y te diré
además, tatarabuelo, que la fruta que yo vi, es como
107 veces más grande que ésa. ¡Entonces tiene que
ser como 107 veces más rica también!    ¡Vamos rá
pido a comerla! ¡Verás!   ¡Verás!..
—Me parece que estás equivocado.      En mis ochen-
ta años   de tordo, lie probado todo lo que existe
de comestible por estos lugares, y estoy seguro de
que no hay fruto, por grande que sea, que valga
más que un peqeñito grano de uva —dijo el ta
tarabuelo,   que,   como   sabía   muchas   cosas,   sabía
también que podía equivocarse.        Y otra vez vola-
ron los dos tordos, como dos flechitas, por el cielo
azul.
Y de pronto exclama el tordito:
—¡Ahí,     ahí!   ¡Ahí   está la fruta!   ¡Grandísima y
riquísima!
Y aterrizó sobre una gran calabaza.          Comenzó a
picotearla, y     siguió picoteándola y picoteándola,
pero era como si picoteara un buzón.          Siguió pi
coteando y picoteando un rato todavía, pero de
pronto comprendió.. .        ¡Y sin   decir ni pío,   voló
a la viña!..
En la viña picoteó y comió todo cuanto quiso, y
el tatarabuelo se dio cuenta de que el tordito había
aprendido lo que todo tordo tiene que saber.
—En un fruto tan chiquito está concentrada toda
la dulzura —dijo el tordito.
Y haciéndose el asombrado, le contestó su tata
rabuelo:
—¡Has dicho una gran verdad!
El León Rey
y el Leopardo




Narración de Beatriz Barnes
Ilustración de Marta Gaspar
Hacía un montón de años que el Leopardo vivía
en la selva: una selva grandísima, toda verde, con
subidas y bajadas, y toda llena de árboles y ani
males, flores y pájaros.
El Leopardo, un día, se puso el traje de Sultán
y dijo:
—¡Yo soy el dueño de toda la selva y de todos
los prados que hay en ella y de todas las ovejas
que están en esos prados!   ¡Y de todos los ríos
que hay en la selva, y de los pescados que viven
en esos ríos! Un poco más lejos hay campos donde
viven grandes manadas de bueyes, y yo soy tam
bién el dueño de todos esos bueyes y de los paja
ritos que se posan en los cuernos de los bueyes
Ocurrió que un día, en una selva vecina, nació un
León.
El Leopardo se puso el gorro de Sultán y fue a
saludar al León, recién nacido.   Después volvió a
su casa, y llamó al zorro, que era el ministro de
la selva.
—Señor ministro zorro —dijo el Leopardo—, lo,
he llamado porque tengo muchas ganas de con
versar con usted del calor que hace, del canto de
las ranas, de los peces de colores, y...
—Del León que acaba de nacer en la selva vecina
—dijo el zorro.
—¡Sí, también del León! —dijo el Leopardo Sultán.
—Yo creo —dijo el zorro— que, en vez de hablar,
tendríamos que pensar.
—¿Pensar en qué? —preguntó el Leopardo.
—Pensar qué vamos hacer con el León.
—¿Y qué podemos hacer con el León? —dijo el
Leopardo—.   Es un León pequeñito y muy bonito.
—¡Ah! ¿Sí? —dijo el zorro ministro—.       ¿No sabe
usted, señor Sultán Leopardo, que los días pasan
unos tras otros y forman una semana, y las se
manas pasan y forman los meses,, y los meses
van pasando y forman los años, y los años van
uno tras otro hasta formar un siglo, que es como
cien años juntos?
—¡Qué montón de cosas que sabe usted, señor
ministro zorro! —dijo el Leopardo.
—Lo que pasa es que yo tengo mucha selva —re
plicó el zorro—, y creo que usted no se ha dado
cuenta de por qué le estoy hablando tan larga
mente de esa cosa que se llama TIEMPO.
—No, la verdad      que no, pero me gusta mucho
oírlo hablar de los años que pasan y se convierten
,en semanas y de los siglos que se convierten en
días. . .
—Me parece que usted no entiende mucho de na
da —dijo el zorro un poco fastidiado—, pero no
importa.    Lo que quería decirle era que, cuando el
tiempo pasa, los leones recién nacidos crecen, y
también les crece la melena, y les crecen las ga
rras, y el rugido se les hace más estruendoso, y
un buen día se ponen el traje de Rey León y se
convierten en dueños de la selva.




                      •crecen!,
—¿De veras0? —dijo el Leopardo, sin poderlo creer.
—Tal como se lo digo, señor Sultán —contestó el
zorro ministro.
El Leopardo pensó un poquito, y después dijo:
—Entonces habrá que decirle al tiempo que no
pase tan ligero.
—¡Oh! —dijo el zorro, muy molesto—.      Usted es
mucho más tonto de lo que yo pensaba.    Lo único
posible es hacerse amigo del León, así cuando él
sea rey, le deja a usted ponerse el traje de Sul
tán, para que lo miren con respecto las hormigas,
los sapos y hasta todos los mosquitos de la selva.
—Usted, señor ministro zorro, esta diciendo mu
chas cosas raras, que no me gustan nada. Yo ten
go traje de Sultán, sombrero y guantes de Sultán.
Y me miran con respeto todos los animales y yo
soy el dueño de toda la      selva. Y ahora me voy
a dormir, porque estoy muy cansado.
—No se me duerma —dijo el zorro—. Yo quería
explicarle que... ^




Pero ya el Leopardo se había quedado dormido y
el zorro ministro se fue a visitar al León recién
nacido:    y   como era un   ministro   muy   zorro,   al
poco tiempo era tan amigo del León, que el León
le dijo:
—Señor zorro, cuando yo sea grande y me ponga
el traje de Rey, usted va a ser mi ministro.
El Leopardo durmió y durmió, hasta que lo des
pertaron los rugidos del León, que ya           se había
convertido   en un     animal enorme,   con     garras y
melena grandísimas, y se      estaba    mirando en el
espejo lo bien   que    le quedaba   el traje    de Rey
León. Rápidamente mandó el Leopardo a buscar
al zorro ministro.




                                                  OOÜ
—Eso mismo —dijo el León— y no pienso qui
tarme el traje de Rey en muchos años.
—¿No? —preguntó el Leopardo.
—¡No! —contestó el Rey León.
—Yo se lo avisé —le dijo el zorro al Leopardo
muy bajito—. Entregúele usted esos regalitos.




                 EL REY




Entonces el Leopardo le entregó al León la colec
ción de medallas y la flauta, y el León se puso
tan contento, que habló sin rugir:
Muy'sorprendido el Leopardo se quitó el gorro de
¡Sultán y contestó:
—Puede decirme todas las cosas que quiera, pero
antes me gustaría darle unos regalitos que tengo
en el bolsillo.
—Muchas gracias —contestó el León—. Pero ten
go tantas cosas, que no creo que me haga falta
ningún regalito. Mire,      soy el   dueño   de   toda la
selva grande y de la selva chiquita, y de los prados
y de las ovejas, de los ríos y de los pescados y...
—De los campos, de los bueyes, y de los pajaritos
que se posan en los cuernos de los bueyes —pro
siguió el zorro ministro.
—No me parece. Creo que lo mejor será que le
mande usted una oveja, algún buey y, si tiene un
elefante que le sobre, mejor que mejor.
—¡Ah! ¡No, no y no! —«lijo el Leopardo—. Ya
está usted diciendo cosas raras. Con las medallas
y la flauta el León se quedará muy contento.
—Hágame caso, señor Leopardo, mándele todas las
ovejas y todos los bueyes y todos los elefantes
que pueda. ¿No oye que el León está rugiendo
cada vez más cerquita?




—No. Yo creo que ese que se oye ahora es el eco
del rugido de esta mañana.
—¡¡ES EL RUGIDO DE AHORA!! —rugió el León,
vestido   de Rey—.    Y    se   lo estoy haciendo bien
cerquita de su oreja, señor Leopardo. Lo que pasa
,es que tiene usted   el   gorro de Sultán puesto y
no oye ni ve nada de lo que pasa a su alrededor.
Quíteselo, que quiero decirle unas cuantas cosas. ^¿T
—¿Qué hago ahora? —preguntó—. Me quedé dor
mido y no me hice amigo del León, ni hablé siquie
ra con el Tiempo.
—Eso ya no tiene remedio —le dijo el zorro—. El
León acaba de lanzar su rugido más fuerte, y eso
quiere decir que ya es Rey y que se viene para
acá. Mejor será que le haga usted, unos regalitos.
—Tiene usted razón —asintió el Leopardo—. Le
regalaré mi colección de medallas y la flauta.
—Muchas gracias —dijo—, señor Leopardo, puede
usted usar el traje de    Sultán todos los días de
fiesta.   Mañana, por ejemplo, es la fiesta de las
abejas, y pasado mañana la de las cebras,          y el
jueves el cumpleaños     de la jirafa.   Pero   eso sí:
¡el Rey de la selva soy yo! ¡Yo!. . .




El Leopardo se volvió a poner el gorro de Sultán
y se fue caminando, despacito, despacito, con        el
.zorro. Después de pensar un ratito como de tres
o cuatro horas, dijo:
—¡Pero mire que pasan cosas raras en la selva!
—Esto tenía que pasar —le contestó el           zorro—.
En las selvas siempre se visa un León como Rey,
y no un Leopardo como Sultán.
—Bueno —dijo      el Leopardo—, yo he sido, soy
y seré el único Sultán Leopardo en la historia de
la selva, y eso, señor ministro zorro, se lo contaré
a todos los que pasen por acá.
Tantas, tantas veces lo contó, que el cuento, tal
como yo se lo he contado a ustedes, llegó hasta
mi casa, que queda un poquito lejos de la selva.
El León Prepara
su Ejército

              t



       ro .

       »y
Pasó un tiempo y pasó otro tiempo, y un día del
tercer tiempo decidió el León formar un gran ejér
cito. En aquella selva no había nadie que quisiera
pelear, pero por las dudas, dijo el León, si al
guna vez, cruzando los mares, llega hasta aquí un
ejército con ganas de pelear, nos entrontrará bien
preparados.
—Esto es bastante improbable—se dijo de nuevo
el León—, ya que para llegar a esta selva hay
que cruzar tres grandes mares y un montón de
cadenas de montañas, con volcanes y todo, pero
igual tengo ganas de formar un gran ejército.
Así dijo el León, y todos los animales estuvieron
de acuerdo.
Entonces se reunieron bajo un gran alcornoque,
y el León les dijo:
—Esto de formar un ejército debe de ser una co
sa importante. Me parece, pues, que lo mejor será
que cada uno cumpla sus funciones de acuerdo
con su especial manera de ser.   Pero, entretanto,
pensaremos, conversaremos y al final decidiremos.
Así estuvieron durante muchas horas de aquel
día y durante muchas horas del día siguiente,
hasta que de común acuerdo decidieron:
—Primero los proyectiles.
—A mover las encinas y las palmeras, que caigan
todos los .coquitos y todas las bellotas, y a colo
carlos encima del lomo del elefante. El llevará
todos los pertrechos y utensilios que necesitemos.
Así lo hicieron y después de colocar el último
proyectil, fueron disponiendo con cuidado también,
sobre el lomo del elefante, los pertrechos y uten
silios que el León iba enumerando en voz alta:
—Anteojos larga vista.
—Papel de envolver.
—Compás y brújula.
—El almanaque del año que viene.
—Trozos de cordel de cinco y ocho centímetros.
—La lata de tabaco sin tabaco.
—El patín.
—El astrolabio.
—El acordeón.
—Las cantimploras con granadina.
Se detuvo el León de enumerar y dejaron los de
más animales de colocar utensilios sobre el lomo
del elefante.
—Todavía puedo llevar algo más —dijo el elefan
te con gran delicadeza.
—Pues que vayan arriba los lobos, encima de to
do —dijo el León—. Su función será aullar y aullar,
para que todo el mundo sepa que estamos acá. Dé
ahora el oso un paso adelante y recibirá las ins
trucciones.
Se colocó el oso en el centro y el León prosiguió:
—Tú, en caso de asalto, asaltarás.
—¿Cómo? —preguntó el oso.
—Muy sencillo, asaltando.
—Encantado, así lo haré —contestó el oso.




       *
—Adelántese el zorro —dio el León.
—Aparte de mi función como simple soldado en
este ejército magnífico —preguntó       el   zorro, ha
ciendo una reverencia—, ¿qué otra cosa tenéis que
encomendarme %
—Toma este portafolio —dijo el León—,           hemos
decidido que tu tarea sea la diplomacia secreta.
Ahí dentro tienes un par de guantes, un frasco de
agua de colonia y un aparato a transistores con
nuestras claves secretas.




—Estoy un poco fatigado de dar tantas órdenes,
pero prosigamos —dijo       el   León—f. secándose   la
frente.
—Los monos distraerán al enemigo siempre que
sea necesario, para que los mosquitos, siempre a
Ja ofensiva, puedan            descargar    su     artillería   por
sorpresa.

—Estamos bien dispuestos —contestaron monos y
mosquitos al unísono.




—Prosigamos.         La cigarra y el grillo, el sapo y
la rana,     formarán nuestra          banda       musical.     Sus
instrumentos estarán siempre               en forma, cuerdas
afinadas     y clavijas apretadas.            La rata     será la
encargada de liberar con sus dientes a todo aquel
que caiga en alguna trampa enemiga.
Ya estaba hecho el reparto, cuando alguien, que
nunca falta, dijo:
—El asno y la liebre mejor será que se queden
en   sus    casa,   el   uno    por   torpe    y    la   otra   por
miedosa.
—¿Cómo es eso? —preguntó el León.
—Digo —respondió alguien— que la liebre y el
asno mejor sería que se quedaran en sus casas.
—Está usted muy equivocado, señor mío.      El asno
y la liebre tendrán su    empleo también    en     esta
armada.    Y si alguna vez llega el enemigo. . .
No acabó el León de completar la frase, cuando
un terrible ruido conmovió la     selva por el     lado
Oeste. ^
—¡Todos a sus puestos! —rugió el León.
Y todos los que se hallaban presentes comenzaron a
aprontarse para la lucha.    Pero faltaban muchos
animales todavía.
—La liebre —llamó el León.
—Presente —dijo ésta, algo aturdida.
—¡Pronto! Nadie más rápida que tú.        ¡Ve, pues,
y avisa casa por casa, a la cebra, a la jirafa, a las
hormigas, que el momento de la lucha ha llegado!
Y que todos los que no han acudido, que vengan
en seguida.
Y la liebre partió tan presurosa, que en un peri
quete llegaron todos los animales que faltaban. Y
comenzaron a marchar cuando el ruido que venía
del Oeste   se hacía más estruendoso.
—¡A anunciar que llegamos! —dijo el León—. Us
ted, señor burro, lance el mejor y más fuerte de
sus rebuznos.
El burro comenzó a rebuznar tanto, tan sostenido
y tan fuerte, que cuando al cabo de treinta y
siete minutos interrumpió su rebuzno, en la selva
reinaba un completo silencio, como de estupor, y
no se oía ni un ruidito, ni por el Oeste, ni por el
Sur, ni por el Este, ni por el Norte.
—El   enemigo ha   huido    espantado   —anunció    el
León solemnemente—.       Y que sirva esto de lec
ción a los charlatanes.   La liebre será para siem
pre nuestro correo, y el burro infundirá pavor a
las tropas enemigas.   Ahora descansemos —agregó
el León— y mañana proseguiremos.
—Me parece que metí la pata —dijo el loro, que
era quien había dicho lo de la liebre y el asno.
El comandante en jefe, señor León, ha dado prue
bas de buen sentido y      prudencia.   Veremos    qué
papel me toca desempeñar a mí, cuando me llegue
el turno.
Porque así ocurre en ese ejército: todos tienen un,
empleo útil.   Loro y jirafa, cebra y tucán, liebre
y asno, todos ocupan sus puestos.     Y si un día,
del otro lado de los tres grandes mares, o del otro
lado de las largas cadenas de montañas con sus
volcanes, llega hasta esa selva alguien con ganag
de pelear, tendrá que vérselas con el poderoso y
disciplinado ejército del comandante en jefe, se
ñor León...    ¡que los mandará de vuelta, a pun
tapiés, con la velocidad de los aviones a chorro!... ^
El Zapatero
y el Hacendado
Y así fue.   Al otro día el hacendado oyó a Gre
gorio cantar desde el amanecer hastabien entrada
la noche.
El   hacendado,   en cambio,    era   un   hombre    muy
simple y nada listo.    Tenía    montones de cientos
de monedas que      cuidar, y en eso       se   pasaba   el
tiempo.
Y siempre se lamentaba:
—¡Ay!     ¡Cómo hará mi vecino, el pobre zapatero,
para dormir y           ^
—Muchas gracias, señor hacendado —dijo—.          Acá
le dejo las cien monedas de oro que usted me
regaló.




—¿QUÉ?..      —preguntó     el   hacendado,   abriendo
dos ojos grandísimos, de pura sorpresa.
—¡Que acá le traigo las monedas de oro! —repi




tió Gregorio—. No las quiero tener más. Por cui
darlas, no hago otra cosa, ni tengo un momento
de   tranquilidad.   Téngalas usted,   que está   acos
tumbrado a eso.      Yo quiero trabajar en paz, dor
mir de noche y cantar de día.
Sacó, pues, una tabla del piso y colocó allí la
bolsa con las cien monedas de oro.
Pero a la noche siguiente volvió a pensar en las
monedas, y decidió:
—¡No!   Las colocaré en el pozo.   Allí estarán más
seguras.

Entonces las puso dentro del balde y bajó el bal
de al pozo.
Pero,   cuando estaba durmiendo, lo     despertó un
ruido y   se   levantó alarmadisimo,   pensando    que
estaban robándole las cien monedas de oro.        Pero,
por más que buscó y buscó, lo único que encontró
fue al perro, royendo un     hueso y las monedas,
tranquilitas, quietas, en su lugar.
Se acostó otra vez y al rato lo despertó otro rui-
do.   Salió y buscó y encontró al caballo...   ¡es
pantándose las moscas con la cola!
Después se levantó por el cerdo y por las galli
nas y por la lluvia que comenzó a caer...   ¡Y ya
era hora de levantarse a trabajar y no había dor
mido nada, ni un poquito!..
Tan cansado estaba, que apenas pudo trabajar, y
menos que menos cantar.     ¡Qué iba   a cantar!
Al otro día tampoco cantó, ni a la noche durmió.
Cuidaba día y noche el bolso con las cien mone
das de     oro y el tiempo apenas si   le   alcanzaba
para eso nada más.    Apenas trabajaba.. ., ni mi
raba los aviones..., ni nadaba..., ni se tiraba en
el pasto..., ni dormía. .., ni cantaba.. .
Pero, como era un hombre muy listo, un día se
dijo:
—¡BASTA! ¡BASTA! ¡BASTA! ¡BASTA!..
Sacó las monedas del pozo y se las llevó al ha
cendado.
—¿Todas para mil —preguntó el zapatero.
—Todas para ti —respondió el hacendado, y re
gresó a su
Gregorio el zapatero   empezó a buscar un     lugar
seguro donde guardar las monedas.
—Las guardaré encima del ropero —dijo—, y su
biéndose   en un banco,   las coloco con   gran cui
dado.




:            -■]
•—í
Pero, poi   la noche pensó: creo que estarán más
seguras debajo de la cama.
Entonces las sacó de encima del ropero y las pu
so debajo de la cama.
Pero al otro día, mientras trabajaba, se dijo:
—Creo que estarán más seguras bajo una tabla
del piso.
Hay muchos días en los que no se trabaja, por
que es fiesta, la Navidad, la Pascua, la batalla de
San Lorenzo, el carnaval y tantas fiestas más.
Además, hay un montón de días en que no hay
trabajo, y otros en que, en vez de trabajar, es
mejor tirarse en el pasto, nadar, mirar todos los
bichitos que vuelan, las florcitas del campo y los
aviones que pasan...




                     V   '*mim
—Este hombre es un simple —pensó el hacenda
do—.     Creí que tendría algún motivo para cantar
como canta y dormir como duerme, pero no tiene
nada de nada. Le daré unas monedas de oro para
que las guarde.
—Aquí tienes Gregorio.    Cien monedas de oro pa
ra ti.   Guárdalas bien para cuando las necesites.
Había una vez un zapatero, pobre, que                cantaba
todo el día y dormía toda la noche.
Y había también un hacendado, muy rico, que no
cantaba nunca y no dormía casi nada.
—¡Ay! —dijo el hacendado—.          ¿Cómo hará mi ve
cino, el zapatero,   tan pobre, para         cantar y dor
mir? Yo, con todo el dinero que tengo, apenas si
pego los   ojos y    no   sé   cantar   ni   "el   arroz   con
leche".   ¡Si pudiera ir al almacén y          comprar un
kilo de sueño bien servido!        Pero, como eso no es
posible todavía, a pesar de todos los inventos que
se están haciendo todos los días, lo único que me
queda por hacer es ir a preguntarle a mi vecino
cómo se las arregla para cantar todo el día y dor
mir toda la noche.
Llamó el hacendado a la puerta           del zapatero y
le preguntó:
—¿Cómo     te    llamas?




—Dime, Gregorio, tú cantas todo el día y duer
mes toda la noche, ¿no es así?
—Es verdad —dijo el zapatero.
—Gregorio,      dime.   ¿Cuánto     dinero    guardas    por
año?
—¿Que qué?       ¿Que cuánto dinero guardo por año?
No guardo       nada.   Lo que gano     con    mi   trabajo,
me alcanza justito, justito para comer.
—Dime Gregorio, ¿cuánto dinero ganas en un día
de trabajo?
—Y. . .   —dijo    Gregorio   el   zapatero—.       A   veces
gano un poco más y a veces gano un poco menos.
tengo unas ganas locas de llorar. ¡Ji, ji, ji, ji!
—Bueno, bueno, cálmate —dijo la hormiga, ten
diéndole un pañuelo—. Suénate. Algo te presta
ré, pero espero que lo que te ocurre te sirva de
lección. Creo que si cantas un poco y trabajas
un poquito también en el buen tiempo, no te ve
rás más en esta fea situación y te convertirás en
la primera cigarra trabajadora del mundo. A lo
mejor hasta podrás trabajar cantando. ¿Tú sa
bes? A mí me gustaría hacerlo, pero para el can
to soy una tonta.   No sé cantar ni el pío pío.
—Si quieres, algo te puedo enseñar yo —dijo la
cigarra—. Y si aprendes, te convertirás en la pri
mera hormiga cantadora.
—Podríamos intentarlo —dijeron las dos a dúo.
Y allí se quedaron, ensayando y practicando.
Veremos qué pasa, pues, este verano. Si es que
no las contrata algún circo para llevarlas al ex
tranjero, tendremos por primera vez en nuestro
jardín una hormiga cantadora y una cigarra tra
bajadora, f^
La Cigarra
y la Hormiga




Narración de Beatriz Barnes
Ilustración de Marta Gaspar
*.* * '
—¡Un momento, señora cigarra, un momento! —di
jo la hormiga—. A usted el tiempo se le hizo
corto, porque no hizo nada más que cantar y bai
lar, pero para mí fue muy largo porque no hice
otra cosa que trabajar y trabajar, y recuerdo aho
ra que el día aquel que acarreaba la madreselva
del cerro, usted me vio pasar varias veces y ni se
le movió un pelo, digo una antena, para ayudarme.
—¡No la habría visto, doña hormiga! —dijo la ci
garra—. Créame usted, la habría confundido con
otra hormiga. Aquel día estaba ensayando preci
samente "La torre en guardia", que siempre me
sale mal.
—Bueno —dijo la hormiga—, sigue ensayándola
ahpra. Yo estoy cansada, cansadísima de tanto
trabajar, y me voy a retirar a mi cuarto, a des
cansar    unos   meses.

—¿Pero qué me dice de mi pedido? —preguntó
la cigarra.
—Nada —dijo la hormiga—.           Si te bastó el canto
en el verano, que te baste el baile ahora, en in
vierno.    ¡Baila, baila!. .   ¡A lo   mejor entretienes
así un poco el hambre!
—Pero      es que en el verano yo cantaba para mí
y para     todos los que pasaban, pero ahora es in
vierno    y no pasa nadie. Y además tengo mucho
frío, y    además tengo mucho hambre, y además
éstos de cebada, estos pétalos de malvón y     toda
la madreselva del céreo, varias doeenitas de   alas
de mosca azul y pa.jitas de todo grosor.
—Bueno, por eso, doña hormiga, por eso es,     pre
cisamente, que me permito pedirle prestado     esas
cositas para poder pasar el invierno.
Y sacó de nuevo la libreta del bolsillo.
—¡Un momento, un momento! —dijo la       hormi
ga—, No cree confusiones. Y no me distraiga. Yo
le preguntaba a usted por qué no había guardado
en todo el verano un solo grano de trigo para el
invierno.
—Bueno, dos o tres guardé, pero, como le decía,
el tiempo no me alcanzó.
—¡Qué extraño! —dijo la hormiga—. Fue el mis
mo tiempo que tuve yo, y a mí me bastó perfec
tamente para juntar todos estos granos de trigo,
/




•—Pues a mí no —dijo la hormiga—. Yo trabaja
toda la noche. De día descansaba un poco, y vuel
ta a cargar los fardos a la espalda. ¡Todo el tiem
po trajinando por los senderos del jardín!
—¡Ah! ¿Sí? —dijo la cigarra—. Entonces me ha
bría oído cantar alguna vez. ¿No1?
—¿Alguna vez1?    Te   oí todo   el verano, dale que
dale, todo tu repertorio: La farolera tropezó, Es
taba la pájara pinta y Cu cu cu cú, cantaba la
rana.

—También cantaba Mambrú se fue a la guerra. ..
  rr



Si no lo oyó,    se lo puedo cantar ahora     mismo
—dijo la cigarra, y empezó:
—MAMBRÚ SE FUE A LA GUERRA, CHIRI-
B1N
—Un momento —dijo        la   hormiga—.   No    tanto
ejém, ejéni, ejém. Contésteme con precisión. ¿Có
mo es que, con tan buena cosecha, no tiene usted
un solo grano de nada?
—Bueno, bueno...   A eso iba. Resulta     que    este
verano se me pasó muy ligero. Por la mañana me
despertaba y cantaba, al mediodía comía y canta
ba, de noche bailaba y cantaba. Después. . .      lie-
gaba la hora de descansar un poco hasta el otro
día, en que me despertaba y cantaba, comía y
cantaba, bailaba y cantaba... ¡Y ya se había pa
sado otro día!... ¿Ve usted, doña hormiga, lo li-
gerito que se me pasaban a mí los días?
—En el departamento de al lado vive la hormiga.
Le pediré prestado algo para comer.
Y golpeó a la puerta, hasta   que la hormiga    le
abrió.
—Buenas tardes, doña hormiga —dijo la cigarra—.
Querría hablar con usted de un pequeño proble
ma. Resulta que se me han acabado las provisio
nes, el invierno promete ser largo y duro y, como
sé que tiene usted su despensa llenita y no dudo
de su buena voluntad, me permito hacer el      si
guiente pedido.
Sacó de su bolsillo una libreta y, poniéndose los
lentes, leyó:
     5 docenas y media de granos de trigo
    33 granos de cebada sin cascara
    33 cascaras de granos de cebada
    10 docenas y media de gusanitos finos
    29 hojas de...
—¡Un momento, un momento! —dijo la hormiga—.
Por lo que veo, esa lista que usted piensa leerme,
pide cinco pies de hombre y tres de niño. No crea
usted que voy a escuchársela aquí, de pie, en la
puerta de mi casa, con este frío. Pase y siéntese.
—¡Qué suerte! —pensó la    cigarra—. Parece que
está de buen humor.    A lo mejor,    hasta me da
unas florecitas de malvón, para celebrar mi cum
pleaños.
O




Pero una vez que estuvieron dentro, sentadas en
la sala, y cuando la cigarra se disponía a conti
nuar leyendo su lista, la hormiga la interrumpió:
—Vamos a ver, señora cigarra. ¿Cómo es que us
ted se ha quedado sin un grano? ¡Mire que este
año la cosecha ha sido muy buena!
—¡Ejém!   ¡Ejém! ¡Ejém! —dijo la    cigarra—.   Lo
que pasa es que...   ¡Ejém! ¡Ejém! ¡Ejém!...
Aquel    verano la   cigarra   cantó más que   nunca.
Cantó por la mañana, cantó por la tarde y cantó
por la noche. Pero, a medida que se iba el vera
no, pasaba el otoño y llegaba el invierno, fue de
jando de cantar porque, con el frío, el canto, ape
nas salía de su garganta, se transformaba en un
tornillito congelado.
—Bueno —dijo—, por ahora no cantaré más. Me
meteré en mi casa y esperaré a que vuelva el her
moso    verano.

Durante algunos días comió un poquito de gusano
y algún poquito de trigo, que había en la despen
sa, pero a eso de los tres o cuatro días, toda la
poquita comida se le acabó. Y entonces dijo:
El Labrador
y sus Hijos
—En algún lugar hay un tesoro escondido. No
sé dónde se encuentra. Pero , con un poco de tra
bajo, lo hallaréis.
—Nunca nos habías hablado de eso antes —dije
ron los hijos.
—Esperaba este momento —les respondió el an
ciano padre—.       Ahora os diré lo que tenéis que
hacer.
—Cuando terminéis de cosechar el trigo, el lino
y el maíz que se ha sembrado este año, cavad, re
gistrad, removed la tierra palmo a palmo. . .               ¡No
dejéis   ni   un pedacito         sin remover y     de   seguro
que    encontraréis     el   tesoro   enterrado!. .
     El viejo labrador murió y sus dos hijos espe
raron hasta la cosecha.
Cuando los campos estuvieron maduros, comenzó
la siega y los hijos trabajaron              con más ahínco
que nunca, para terminar de una vez y ponerse
a buscar el tesoro.          No les gustaba mucho traba
jar, pero eran bastante ambiciosos. Cuando termi
nó la cosecha, uno de ellos le dijo al otro:
—Nos repartiremos            el   trabajo;   tú removerás      el
campo de trigo y el de girasol, yo, el de lino y
el de maíz.
El    otro aceptó   e   inmediatamente         se   pusieron   a
cavar.

Trabajaron todos los días de muchos meses con
gran entusiasmo.        A cada golpe de azadón les pa-
recia que iba a aparecer el tesoro y así seguían
                                     /V



removiendo y removiendo la tierra,
Cuando el viejo labrador estaba para morir, llamó
a sus dos hijos y les dijo:
—Quiero hablaros a solas y con tranquilidad; es
toy muy viejo, así que voy a morir; pero antes
quiero deciros un secreto.       Esta tierra fue de mi
tatarabuelo, y después de mi bisabuelo.               Cuando
él murió, la recibió mi abuelo, y después mi pa
dre.   Ahora   ha   sido mía,   pero   yo   ya   no    puedo
trabajarla.    Así que,   en   adelante, vosotros      seréis
los dueños de la tierra, y todo lo que hay en ella
os pertenecerá.—     Y agregó:
—¿Qué te parece si, ya que tenemos el campo tan
removido, sembramos un poco1?                ¡Así, mientras se
guimos    buscando,        crecerá    el    trigo!    Y   podemos
sembrar también lino, maíz, girasol. . . ¡De todo!..
—Me parece muy bien —dijo el otro.
Y   mientras uno          sembraba,    el   otro     seguía remo
viendo y removiendo, hasta que no quedó más que
un pedacito de tierra de la extensión de un za
pato.
Entonces uno le dijo al otro:
—Queda solamente este pedazo de tierra, no creo
que haya aquí ningún tesoro.
Y era verdad, removieron aquel pedacito de tierra
y no había        nada.
Pero, mientras tanto, el trigo, el lino, el maíz y
el girasol habían crecido y, de la tierra tan re
movida y trabajada, habían salido espigas y ma
zorcas que parecían de oro; las flores rojas y azules
del lino brillaban como piedras preciosas bajo la
luz del Sol: los girasoles eran enormes y brillan
tes como las monedas que guardan los piratas en
sus cofres. . .
Entonces uno de los hermanos le dijo al otro:
—¡Mira el campo!           ¡No parece el mismo de antes!
¡Parece un!. .
—¡Parece un tesoro! —dijo el otro.
—¡Sí!    ¡Un enorme tesoro!
—¡Y lo hemos hecho nosotros!
Cuando les faltaba un poquito para terminar y aún
no habían encontrado nada,   uno le dijo al otro:
—¡Removiendo la tierra palmo a palmo!
—¡Un tesoro que lia salido del fondo de la tierra!
—¿Te parece que sabría esto nuestro padre %
Y en aquello pensaban              aún, mientras recogían la
espléndida cosecha.
Así    que,   año tras      año,    volvieron a     remover        la
tierra    bien   a   fondo,   y a     sembrar   y       a    recoger.
Hasta     que    estuvieron    viejos   y cansados.
Entonces llamaron ellos a sus hijos y les dijeron
bajito:
—En       el campo hay un tesoro escondido.. .
Y los hijos removían la tierra con tanto vigor y
entusiasmo, que todo lo que nacía, crecía fuerte
y hermoso, y brillaba al Sol             como un tesoro.. .
Entonces los hijos se daban cuenta, pero siempre
se    preguntaban,     mientras      recogían     las       cosechas:
—¿Sabrían nuestros padres de estas cosas?
Y el trigo y el lino y             el maíz y el girasol les
daban la      respuesta.1
El Carretero
y Atlas
Había una vez un campesino que se llamaba Juan
Era un hombre muy bueno, pero un poco distraí
do y muy protesten. Si una mosca lo picaba,
Juan protestaba como si un elefante le hubiera
pisado un pie; si tropezaba con una piedrecita en
el camino, refunfuñaba como si hubiera chocado
con un buzón.
Lo llamaban Juan Kegaña.
Juan Regaña tenía una carreta, y con su carreta
iba a todas partes.     Si cosechaba papas, en la ca
rreta las llevaba al mercado.     Cuando necesitaba
leña, al bosque iba con su carreta a buscar los
leños.   Y cuando el trigo maduraba, cargaba Juan
en su carreta las gavillas doradas y las llevaba
al molino. Claro que siempre le ocurría algo. Algo
que a los otros campesinos nunca les ocurría.
Entonces Juan apretaba los puños y saltaba hasta
el techo, bajaba y volvía a saltar. Protestaba todo
lo que podía, y tan fuerte, que los vecinos decían:
—¡Ahí está otra vez regañando, Juan regaña!
Un día cargó la carreta con leña, se puso el som
brero hasta las orejas, subió y tomó las riendas,
diciendo:
—¡Ale, ale, caballos!
Pero     la   carreta   no   se   movió.    Juan apretó      los
puños, tiró el sombrero al suelo, y vio entonces
que los caballos comían muy tranquilos en el pra
do.    ¡Se había olvidado de engancharlos al carro!
Otro día sacó una            rueda y la limpió hasta de
jarla reluciente.       Después subió a la carreta e in
tentó hacerla marchar, pero la carreta no se movió.
Juan protestó y regañó, hasta que vio la rueda
sobre el pasto.     ¡Claro, se había olvidado de colo
carla!
Así iban las cosas hasta que un día Juan cargó
la carreta con heno y salió rumbo al pueblo.                 La
carreta estaba completa y            los caballos engancha
dos a la carreta.       Era una mañana preciosa y Juan
se    encontraba    de    muy buen         humor.   Bueno,   no
tanto    como muy bueno, pero sí bastante bueno,
tratándose de Juan Regaña.
—¡Atlas! —seguía llamando Juan Regaña.
—¿Para qué gritas tanto, si te estoy oyendo1?—di
jo Atlas.
—¡ATLAS! —seguía gritando Juan, tan fuerte y
con tanta rabia, que no veía nada de nada—. ¡Mal
dición de las maldiciones malditas! —tronaba y
vociferaba Juan, dando saltos y brincos de rabia.
Y de pronto, en un salto de aquellos, dio con la
cabeza en la copa del gran roble y vio allí a Atlas
sentado.    A pesar de que hacía más de dos horas
y media que llamaba y gritaba, se soprendió tanto
de verlo, que cayó sentado y no se levantó.
—¿Qué te ocurre"? —le preguntó Atlas.
—¿No ves lo que me está ocurriendo'? —replicó
Juan Regaña.
—Lo     que veo es    que   no     pasas de   ese roble y
hace rato que estás ahí vociferando.
—¿Cómo voy a pasarlo, si eso es lo que me ocurre,
que se me atascó la carreta y no va ni para atrás
ni para adelante?
—¿Has probado        otra   cosa   que   no   sea   gritar y
maldecir? —preguntó Atlas.
Pero ya Juan no lo oía.            Clamaba, saltaba,    gri
taba:
—¡Tú, Atlas, sólo tú, puedes ayudarme!
—¿Yo? —dijo Atlas—.          Si fuera para levantar un
mundo, todavía.      Pero de carretas entiendes tú,
que eres carretero.     ¿Por qué no tienes calma y
miras bien? La rueda está llena de barro, lím-
piala, por lo pronto, Juan.
Y Juan limpió la rueda de prisa.
—Hay una piedra muy grande.        Toma, pues, el
pico y pícala, Juan.
Y Juan picó la piedra, ¡bien picadita!
—Hay un pozo, cúbrelo de tierra.
Y Juan lo cubrió de tierra hasta el tope.
—Ahora toma el látigo.
Mientras iba en su carreta, disfrutaba del canto
de los pájaros y de las encinas movidas por el
viento. En el camino se cruzó con el panadero,
con el pastor y con el lechero, que estaban ha
ciendo su trabajo, y a todos los saludó amable
mente.
Al   rato   de    marchar    y   marchar   llegó   a   cierto
punto del camino donde, al pasar al lado del gran
roble, se le atascó la carreta.
Juan estaba de buen humor. . . y no protestó. Bajó,
miró la carreta por todos lados, habló en voz baja
con los caballos, y volvió a subirse a la carreta.
Pero la carreta no se movió.
Entonces Juan tiró su sombrero, que salió volan
do, y junto con el sombrero voló el buen humor
de Juan Regaña.
Dijo y gritó tantas maldiciones, que mejor será
no reproducirlas aquí.       Llenaríamos como tres pá
ginas y media y resultaría muy aburrido leer tres
páginas y media de las maldiciones de Juan Re
gaña, ^r^
Pero,    aparte    de maldecir,    Juan    se acordaba de
Atlas, un dios muy forzudo y grandote que hace
muchísimos millones de años dicen que llevó un
inundo entero sobre sus hombros.
—¡ATLAS!          —gritaba   Juan Regaña—.         ¡Tú,   que
tienes tanta fuerza y una vez llevaste un mundo
sobre tus hombros, bien puedes ayudarme a sacar
la carreta de este atolladero!
/   I   I
—Atlas, ayúdame porque ya estoy perdiendo toda la
mucha, muchísima paciencia que tengo!
Durante dos horas y media Juan gritó tanto y
tan fuerte, que a pesar de que Atlas no levanta
más mundos y hace montones de años que anda
volando por ahí, muy tranquilo, oyó las protestas
y   las   súplicas   de   Juan   Regaña   atascado   en   el
camino.
Entonces se fue       para abajo volando y se        sentó
en el gran roble.
Juan tomó entonces el látigo y la carreta partió
ligerito, ligerito.
—¡Gracias, xtlas! ¡Cómo me lias ayudado! —decía
Juan, que ni cuenta se daba de que todo el tra
bajo lo había hecho él mismo, pero razonando y
sin quejarse, con la cabeza serena. ¡Te llamaré
todas las veces que te necesite!
—¿Qué? —dijo Atlas—.       ¿Hacerme venir volando
por estas simplezas1?   Cuando te ocurran esas co-
sas, mejor te llamas a ti mismo a la calma.
—¿La calma? ¡No la conozco! —dijo Juan.
—Te vendrá bien conocerla, porque gritas y mal
dices como si fueras JUAN REGAÑA.
—¿Juan Regaña? ¡Ese soy yo! —dijo boquiabierto
Juan.
Pero ya Atlas volaba tan alto, que no lo oyó. Así
que nunca supo que sí, que en verdad Juan era
el verdadero Juan Regaña.
Claro que desde aquel día Juan recurrió a la cal
ma, y entonces protestó cada vez menos.    Hasta
que ya no fue más Juan Regaña, sino Juan...
¡Juan a secas!. .Q
La Lechera
y el Cántaro




Narración de Beatriz Barnes
Ilustración de Marta Gaspar
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Había una vez una lechera que tenía un cántaro
para llevar la leche.
Una mañana colocó el cántaro sobre su cabeza y,
muy contenta, se encaminó hacia el pueblo.
Como era una muchacha muy ágil, llevaba el cán
taro                        con             la      misma   comodidad          con             que           nosotros
llevamos el pelo.                                       Y aunque el camino bajaba y
subía, subía y bajaba, ella iba muy derechita, mi
rando para un lado y para otro, para arriba y
para abajo, sin que el cántaro se le cayera.                                                                     Mi-
raba y pensaba. Pensaba que iba a cumplir años
otra vez.     Pensaba que se acercaba el tiempo de
comer otra vez helados. Pensaba                 que   tenía   que
aprender la tabla del seis...         Y de pronto pensó
en el cántaro, en la leche y en el dinero que sa
caría de la venta de la leche. ..
Entonces caminó un poquito más ligero.
—Con el dinero que saque de la venta de la le
che,   compraré..., compraré        diez    huevos...           ¡Sí,
me compraré diez huevos!           ¡Y me los comeré ba
tidos con azúcar!..
—O     mejor,   no,   me   compraré      cincuenta      huevos.
¡No!   ¡Mejor me compro        cien huevos!           ¡Y   en     el
verano tendré cien pollos!..
Y caminó más ligero, pensando en los hermosos
pollos que la rodearían en el verano, haciendo pío,
pío, pío...
—¡Tendré que hacerles una buena casa cerca de
mi cabana,      no vaya a    ser   que     el    zorro me los
coma!..
Y cuando crezcan, los venderé... Y con el dinero
de la venta me compraré un cerdo... ¡Sí, me
compraré un cerdo y lo alimentaré con las bello
tas de la encina grande! ¡Y el cerdo crecerá tan
to, tanto, tanto, que tendré que hacerle un corral
de cinco metros de largo y de tres metros y me
dio de ancho! ¡Y cuando sea el cerdo más grande
del pueblo, lo llevaré y lo venderé y sacaré un
enorme montón de dinero!       ¡Mucho,   mucho dine
ro!..
Y caminaba más ligero y paliiioteaba de alegría.
—¡Será un montón de dinero grande como el cer
do! ¡Y con el montón de dinero me compraré un
ternero y una vaca!    ¡Sí, sí, sí!   ¡Una vaca y un
ternero!   ¡Una vaca y un ternero!. .
fMMülj


//MU I MI



                                             // /// /y

Y ya la lechera corría y saltaba.
—¡La vaca cuidará al ternero!     ¡El ternero brin
cará y saltará!   ¡Será gordo y lustroso!   ¡Gordo y
lustroso!..
Y ya veía al ternero y a la vaca corriendo por
el prado. Lo cual le produjo tal alegría, que em
pezó a saltar y girar como un trompo. . .     Tanto
y tanto saltó y giró, que el cántaro...     al suelo
cayó!. .
Entonces la lechera se detuvo.     Se detuvo y mi-
ró.. . Miró cómo la leche se había derramado.. .
Y junto con la leche, la vaca y el ternero, el
cerdo y los pollos, los pollos y los huevos.. .   ¡To
do, todo, había desaparecido de un golpe !..M




                 —         CL.
La Zorra
y las Uvas

                          L




Narración de Beatriz Barnes
Ilustración de Marta Gaspar
DQD




En Normandía, un lugar que queda bastante lejos,
hubo una vez una zorra muy arrogante.
Tenía la cola lustrosa, los ojos brillantes y un
precioso modo de caminar. Deseosa de conocer el
mundo, la zorra decidió salir de viaje, siempre cami
nando, sin rumbo fijo, para un lado y para otro.
Anduvo y anduvo, comiendo lo que podía, pero al
cabo de algún tiempo, le empezó a resultar difícil
encontrar alimento.
Cada vez pasaba más hambre y cada vez sus ojos
brillaban menos y cada vez su cola era menos lus
trosa; hasta su modo de caminar era menos lindo
que antes, pero igual seguía siendo una zorra de
Normandía muy arrogante.
Llegó un día en que tuvo una hambre grandísima,
buscó más afanosamente todavía que los días an-
teriores.   No encontró nada digno de ser comido,
pero de pronto, al mirar para arriba, vio una vid
que crecía entre las piedras, cargada de uvas ri
quísimas.
Tenían un color rojizo tan hermoso, que la zorra
de Normandía las miró y se relamió. Levantó una
pata y la bajó, después levantó la otra y la es
tiró todo lo que pudo, pero ni siquiera las pudo
rozar. Entonces trató de saltar, pero nada, las uvas
parecían cada vez más altas y el Sol las hacía
brillar con reflejos más multicolores. Saltó y saltó
la zorra, pero, al no poder alcanzar las uvas, dijo
por fin:
—¡Están verdes!
Pero las miró y las uvas brillaban cada vez más.
—Es un espejismo —dijo la zorra—.     Es mentira.
¡Están verdes!
Las miró otra vez, y la verdad era que estaban
más rojas, y debían de estar muy ricas.
—Todavía les falta mucho para madurar —dijo la
zorra—. Y a pesar de estar tan cerquita de mi pata
no las agarro porque no me gustan las uvas verdes.
¡Y ni siquiera las voy a mirar más!
Pero las miró un poquito otra vez: las uvas esta
ban bien, ¡pero muy bien maduras!..
—Y ya en seguida me voy a ir —continuó dicien
do la zorra—, porque no vale la pena que me que
de acá parada, mirando unas uvas que se están
poniendo cada vez más verdes.
Después, dio media vuelta y se alejó.   Y al llegar
a un recodo, dobló la cabeza y las miró por últi
ma   vez.

—¡Uyyyyyyy, ahora están más verdes todavía que
nunca! —dijo.
Y las uvas seguían reluciendo bajo el Sol del ve
rano.
—¡Estaban verdes, estaban cada vez más verdes,
estaban verdes del todo y no las comí porque no
me gustan las uvas verdes!..
Yo no sé si en verdad la zorra aquella creía lo
que decía.   ¿Pero qué otra cosa podía hacer aque
lla pobre zorra de Normandía?1
El Cuervo
y el Zorro
La otra mañana, muy tempranito, el cuervo salió
a desayunar. Miró y miró y al final eligió la rama
de un roble y allí se posó.   Sacó un queso de de
bajo del ala y se lo puso en el pico.
El zorro, que también se había levantado tempra
no y andaba por allí, dando vueltas, sintió el olor
del queso y siguiendo el olor, derechito, derechito,
doblando un poquito para acá y otro poquito para
allá, y otra vez derechito, llegó hasta el roble en
el cual estaba el cuervo.
—Buenos días —dijo el zorro—.        Linda mañana.
¿Verdad? Mire usted, apenas me desperté, oí unos
cantos tan preciosos, que me pregunté: ¿cuál será
el pájaro que canta tan lindo? Busqué y busqué
y no encontré nada.    Llegué hasta aquí y ahora
que lo veo a usted, tan elegante, tan lustroso, tan
bien parado, tan, tan, tan... La verdad es que no
hay palabras para decir lo hermoso que usted se
ve, don Cuervo.    Solamente digo:   Esas canciones
que oí, sólo de su garganta, de su pico, pueden
salir.   En fin, señor Cuervo, yo creo que habría
que nombrarlo a usted emperador de estos bos
ques y también de los otros, y de los de más allá.
—Aquí estoy, ansioso, esperando a que cante usted
para tener el privilegio de oirlo en la primera fila.
¡Adelante!
Es un poco extraño, pensó el cuervo, jamás en
toda mi vida de cuervo, me pidió nadie que can
tara, y a lo mejor lo hago muy bien.     Si el zorro,
que tiene tanto mundo, lo dice, debe de ser verdad.
¿Qué canción cantaré? Podría ser aquella que sa
bía de chico.   ¡Claro!   ¡Cantaré aquélla! Creo que
la recuerdo toda muy bien.
—Pronto, don Cuervo, pronto.   Nunca sentí tanta
ansiedad —dijo el zorro.
Se atusó el cuervo las plumas, se irguió, abrió el
negro pico y... ¡el queso cayó justo, justito, en
la boca del zorro!
—¡Qué tonto fui! —se dijo el cuervo— ¡Creerme
todo lo que me dijo! Se está comiendo el queso y
yo sin nada. Eso me pasa por vanidoso. Mejor
me voy ligerito, antes de que   se me ría en la
cara, que eso sí que no podría soportarlo.
Y se fue disimulando, silbando bajito, pues silbar
es una cosa que este cuervo sabe hacer bastante
El Burro
y el Lobo
Por un camino verde, verde, verde, iba Don Bu
rro caminando.
Mira para arriba, mira para un lado, mira para
el otro, mira para atrás... Y de pronto pisa un
clavo, que estaba en el camino verde, verde, ver
de, y se lo clava en la pata, justo, justito, cuan
do iba a mirar para abajo.
—¡Paaa! —dijo don Burro, y se sentó.
—¡Lo que me viene a pasar! No me duele mucho,
pero igual tengo ganas de llorar, así que lloraré
con todas las ganas que tengo.
Lloró y lloró, con la pata en el aire, hasta que se
cansó.   Entonces apoyó la pata en el suelo para
seguir caminando y ¡Ayyyyyy! ¡Cómo le dolió!..
Entonces lloró con muchas más ganas todavía.
Miró para arriba, miró para abajo, miró para un
lado, miró para el otro.
¿Y quién estaba allí, muy orondo, frotándose las
uñas?..   ¡El Lobo!
Claro, Don Burro no podía escapar, ni podía si
quiera tenerse en pie, así que movía la pata, la
cola, lloraba y gemía, se agarraba la cabeza con
las dos manos y decía:
—¡Ay, Ay, Ay,    señor Lobo!..    —(pero, mientras
tanto, pensaba: de alguna manera tengo que sal
varme).
—¡Ay, Ay, Ay,    señor Lobo!. .   —(pero, mientras
tanto, pensaba: ya sé, le diré que él es tan bueno,
etc., etc., y que sabe tantas cosas, etc., etc., que
a lo mejor hasta de médico
—¡Ay, Ay, Ay, señor Lobo!    ¡Mire usted cómo me
estoy muriendo!    ¡No me deje morir así, sufrien
do tanto! ¡Ay, señor Lobo, qué dientes tan gran
des y preciosos que tiene usted!   Parecen hechos
a propósito para sacar clavos!
—¿Te parece? —preguntó el lobo.
—Claro que sí.    Antes de que muera, pruebe, sá-
queme el clavo de la pata, y después, cuando me
muera tranquilo,     porque   con    clavo   o   sin   clavo
igual me voy a morir, cómame usted en recom
pensa, todo, enterito, de la cabeza a los pies.
—Y si te saco el clavo, ¿por qué te vas a morir?
—¡Porque sí! —contestó        Don    Burro—.      ¡Porque
estoy muy     mal!   ¡Ay,   Ayyyy!     ¡Haga     usted rá
pido lo que     tiene que hacer, que lo único que
interesa acá es que yo pueda morir tranquilo, sin
este dolor!..
—Bueno, si es así —dijo el Lobo—, sacaré dos
dientes de mi estuche y una uña bisturí...               ¡A
ver, déme la pata!..
—Esta es una      operación de      cuidado, pero, para
mí, que tengo tanta práctica, es sólo una patacu-
ritis sencilla.
—¿Dolerá mucho? —preguntó Don Burro.
—Alargue bien esa pata y no se me acobarde.
Procederé.




     ? TAC £¡TS
—¡AY,   AY,   AY!   —decía   el   burro,   y   pensaba:
ahora es el momento, mientras tiene mi pata de
recha, no, la izquierda, no, la derecha, qué lío...
Bueno, cuando me saque el clavo de esta pata, yo
con la otra le doy una...
Y, en efecto, el buen Don Burro le dio tal directo
a la mandíbula del Lobo, con su guante de bo
xeador, que todos los dientes del Lobo cayeron de
su estuche con gran estrépito.




                                    V                     1
                         É 5¿'                            i
                    1 PJ
Aprovechó entonces Don Burro, corre que te co
rre, escapando por el camino verde, verde, verde,
y el Lobo se quedó solo, muy solo, con unas ga
nas de llorar...
Y ya que tenía tantas ganas de llorar, lloró:
—¡Ay,Ay! ¡Infeliz de mí! ¡Yo, que tenía un buen
oficio como lobo carnicero, ahora he quedado sin
los dientes, por meterme a lobo curandero!1
Fábulas. para leer_en_voz_alta_[1]

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  • 1.
  • 2.
  • 3. Fábulas para leer en voz alta Narración de Beatriz Barnes Ilustración de Marta Gaspar
  • 4. Sistema de clasificación Melvin Dewey D.G.B. I 398.24 F35 Fábulas. Para leer en voz alta/ texto de Beatriz Bearnes; ilustraciones de Marta Gaspar. Bs. As.: CEAL; Mé xico: Salvat: SEP, 1993. 160 p.: il. (Cuentos de Polidoro) ISBN 968-29-5764-8 1. Fábulas. 1. Barnes, Beatriz. II. Gaspar, Marta, il. III. Ser. Primera edición en Libros del Rincón: 1989 (en fascículos) Primera edición en Libros del Rincón: 1993 Primera Reimpresión: 1994 Coedición: CEAL/Hachette Lannoamérica/SEP Producción: SECRETARÍA DE EDUCACIÓN PÚBLICA Unidad de Publicaciones Educativas Isabel la Católica 1106 Col. Américas Unidas 03610 México, D.F. Te!. 674 32 22 / Fax 674 32 87 Diseño de portada: Adriana Esteve D.R. © de la edición Consejo Nacional de Fomento Educativo Av. Thiers 251-10° piso 11590 México, D.F. D.R. © Centro Editor de América Latina, S.A. Junio 981, Buenos Aires, Argentina Hachette Latinoamérica, S.A. de C.V. Mazarik 101-4° piso 11570 México, D.F. Tel. 203 43 93/Fax 531 87 73 ISBN 968-29-5764-8 Impreso y hecho en México Fíbulas. Para leer en voz alta, se terminó de imprimir en el mes de octubre de 1994, en los talleres de Gráficas Monte Albán, S.A. de C.V. Se tiraron 19,000 ejemplares más sobrantes para reposición.
  • 5. LA TORTUGA Y LOS PATOS Este verano no me ocurrirá como los otros —dijo Doña Tortuga, mientras miraba una bandada de pájaros silvestres que volaban hacia el horizonte. —Apenas pasen las fiestas de fin de año, me pon dré en camino y saldré a conocer el mundo. El año anterior, cuando se disponía a partir, apa reció Doña Rata con sus seis hijas a pasar las vacaciones en su casa, y Doña Tortuga tuvo que desistir de su viaje. Y el año de antes había te nido una angina que la mantuvo en cama durante todo el verano. Y el año anterior al de antes era muy chiquita para viajar sola.
  • 6. Pero, aunque a Doña Tortuga le gustaba mucho viajar, apenas salía de su casa. La laguna, los matorrales* las cuevas que había cerca de su casa apenas los conocía. Doña Tortuga pensaba que, como aquellas cosas estaban tan cerca, no valían la pena de moverse para ir a verlas. Doña Tortuga quería conocer otros países. Doña Tortuga quería llegar a donde ninguna tor tuga hubiera llegado antes. Doña Tortuga hubiera querido tener alas, para volar cuando se le diera la gana. Entonces una tarde llegó a la laguna y estuvo conversando con los patos silvestres. —Este verano partiré y no creo que vaya a vol ver —dijo. —¿Cómo viajarás? —le preguntaron los patos. —Andando —contestó la tortuga. —Parece que no se ha dado cuenta de que es una tortuga —dijo un pato a otro, volviendo hacia él el pico para hablarle con disimulo y por lo bajo. Y agregaron después en voz alta: —Nos parece muy bien, Doña Tortuga, su entu siasmo por viajar. Nosotros también somos gran des viajeros. —Lo sé —dijo Doña Tortuga—. Siempre los miro cuando levantan el vuelo. ¡La de países que deben de conocer! —¡No tanto, Doña Tortuga, no tanto! —contesta ron los patos.
  • 7. TANTO DONA
  • 8. —Y como sé que tienen experiencia, sobre esto mismo quería consultarles. —Lo que guste usted, Doña Tortuga —contestaron los patos encantados. --Desearía saber cuál es el mejor camino para partir. Los patos movieron la cabeza para todos lados y señalaron con la pata un camino angostito y largo. —El mejor camino para partir es el que está bor deado de tréboles —dijeron. Y agregaron con voz llena de emoción: —¡Es el camino que lleva a los países lejanos! —Pero no te enojes, Doña Tortuga, si te decimos que tardarás 125 años en llegar. —No importa —dijo Doña Tortuga— yo vivo 500 años. Los patos hablaron bajito un rato, y al final di jeron:
  • 9. —Doña Tortuga, hemos decidido una cosa. Via jaremos y tú serás nuestra compañera. Volaremos bien alto, sobre el camino de tréboles, hasta llegar a los países del Lejano Oriente. Verás palacios, montañas, góndolas, volcanes y rascacielos, ascen sores y grandísimas palmeras. —¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! —decía Doña Tortuga, llena de entusiasmo. —¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!.. Doña Tortuga no cabía en sí de alegría y daba vueltas como un trompo. Se veía ya resbalando por las montañas, bajando y subiendo en ascensor, cantando en góndola, comiendo dátiles. ¡Por fin se alejaría de aquel lugar tan aburrido! —Tranquilízate —le dijeron los patos—. Ahora tenemos que pensar en construir la máquina. —¿Qué máquina? —preguntó Doña Tortuga. —La máquina para llevarte.
  • 10. —¿Tendrá motor? —El motor seremos nosotros —contestaron los patos. —¡Entonces serán dos motores! —Hace falta una vara liviana y resistente —di jeron los patos. Y comenzaron a buscarla. Recorrieron los alre dedores y en la otra orilla de la laguna encon traron un gran sauce. Cortaron una vara y le Quiitaron las hoias. — i a esiá pronta la máquina —anunciaron—. Abre la boca y te la colocaremos. Doña Tortuga abrió la boca y los patos le colo caron la vara. —¡A cerrar la boca! —dijeron—. Haremos un largo trayecto, pero en todo el viaje no abrirás la boca ni para decir Mu. Sujétate bien, que ya emprenderemos vuelo. ¡Atención! ¡Y boca cerrada! Los patos levantaron vuelo, con Doña Tortuga prendida fuertemente de la vara. Se levantaron
  • 11. por el aire y Doña Tortuga miraba encantada todo lo que iba pasando bajo sus ojos: con la boca bien apretada, se balanceaba en la máquina por encima de los árboles. Los demás animales, al verla pasar, no salían de su asombro. El cerdo, el burro, el chivo, el perro, comentaban en voz alta aquella maravillosa proeza: —¡Doña Tortuga es la reina de las tortugas! —de cían—. ¡Elevarse por los aires con su casa a cuestas! ¡Qué maravilla! —¡Doña Tortuga es la emperatriz de las Tortugas! Doña Tortuga los oía y se llenaba de orgullo. Tanto, que se olvidó de que tenía que tener la boca cerrada y gritó: —¡Sí, SOY LA REINA DE LAS TORTUGAS Y ME VOY A OTROS PAÍSES PORQUE AQUÍ NO HAY NADA QUE MEREZCA SER VISTO POR Mí!
  • 12. Claro que aquello fue lo que quiso decir, porque apenas abrió la boca, empezó a caer por el aire, dando vueltas, y no tuvo tiempo de pronunciar una sola palabra. Lo único que se le oyó fue: AAhhhhhhhhhhhhhhhh... ¡ Patapáfate!.. Doña Tortuga cayó en mitad de la laguna. Cayó y rebotó: ¡Menos mal que sabía nadar! Muy agi tada, llegó por fin a la orilla. Sus amigos los patos se alejaban, a todo volar, rumbo a los le janos países del Oriente y Doña Tortuga apenas tuvo tiempo para hacerles adiós con la pata. Los otros animales se acercaron a socorrerla y la acompañaron hasta su casa. Doña Tortuga se sintió muy triste, y al otro día, para distraerse y olvidar su pena, salió a dar una vuelta por los alrededores. Llegó al camino de los tréboles y se quedó un rato mirando los bichitos que pa saban, vestidos todos ellos con sus trajes de co lores. Le gustaron tanto, que al otro día volvió, y al otro día fue a los matorrales, a ver las prue bas de salto que daban las liebres, y al otro fue al concierto de las ranas.. . Todos los días salió de su casa y caminó de aquí para allá, y todo lo que encontró era interesante y divertido. —Esto es tan lindo como los volcanes, las gón dolas y los ascensores que hay en los lejanos paí ses —comentó un día en rueda de animales—. Y
  • 13.
  • 14. además queda cerquita de mi casa. Y además tengo tanto amigos, que no pienso salir de viaje esta temporada. Y no salió ni aquel año, ni al otro, ni al otro, porque cada vez encontró cosas nuevas que ver, amigos nuevos con quienes jugar, y distintas ocu paciones en que entretenerse. ¡Hacía trescientos cincuenta años que estaba en aquel lugar, y aún no lo conocía del todo. Menos mal que le quedaban todavía ciento cua renta y cinco años por delante, porque todo lo anterior le ocurrió a Doña Tortuga cuando era aún muy chiquita, y no sabía ver, ni apreciar bien todo lo bueno, y hermoso, y lindo, que la rodeaba.
  • 16.
  • 17. Un día la pájara carpintera bajó y subió ciento treinta y cinco veces del mismo árbol, después de lo cual se sentó a descansar. Pero, como estaba medio aturdida, se le empezaron a ocurrir cosas que nunca se le habían ocurrido. —Podría tener un negocio de muebles finos —pen só primeramente. —O podría poner un cartel que dijera: ¡SUBO Y BAJO EN ASCENSOR, CUALQUIER FRUTO Y CUALQUIER FLOR! —Y también podría dar conciertos de tamboril.
  • 18. —Pero mejor voy a empollar, aunque, en vez de empollar mis huevos, empollaré huevos de tórtola y de picaflor, de perdiz y de gorrión. Y se puso tan contenta, que bajó y subió ciento setenta y nueve veces en dos minutos por el tron co del árbol. Al final, dijo: —Mañana mismo salgo de recorrida para reunir los huevos. Y al otro día, bien tempranito, salió de recorrida a buscarlos. Esperó a que Doña Gorriona se estuviera bañando en el charquito, y le sacó un huevlfo. Cuando el Sol estaba alto, la perdiz salió a dar su paseo y aprovechó el momento para sacarle otro huevo. —Todas las demás pájaras me envidiarán por te ner pichones tan variados —dijo, y se dirigió a la casa de Doña Tórtola; sabía que aquélla era la hora en que Doña Tórtola iba de compras al mer-
  • 19. cado de bichitos, y así, tranquilamente, pudo sacarle otro huevito. —Falta la Señora Picaflor —dijo—. Iré cuando esté en los rosales. Y esperó un ratito, subiendo y bajando tres veces por el viejo roble. Pero, al poco rato, se llevó tam bién un huevito, chiquitísimo, de la Señora Picaflor. —Ahora están todos —dijo—. Y se sentó a em pollarlos. Esperó ansiosa varios días sin bajar ni subir por el tronco del árbol, hasta que empezaron a apa recer los pichones y, cuando estuvieron todos na cidos, anunció en el tronco del roble viejo la bue na nueva.
  • 20. Las aves del bosque acudieron volando al anuncio y cuando vieron lo que ocurría, empezaron a piar todas juntas: —¡Este pichón es mío! —gritó la perdiz. —¡Y éste es mío! ¡Lo reconozco porque se parece a sus hermanos! —dijo la tórtola.
  • 21. B—¡Éste es el mío! —dijo la gorriona, llevándoselo H)ajo el ala. ■—¡Estoy segurísima de que éste es mío! ¡Tiene ¡jni mismo color de cola! —dijo la Señora Picaflor. HT todas se retiraron indignadas, llevándose sus ■•espectivos hijos.
  • 22. —¡Me quedé sin nada! ¡Ay, ay, ay! —lloróla pá jara carpintera. —¡Quería tener hijos de todas las clases y me quedé sin ninguno! ¡Ay, ay, ay! —¿Y por qué no te conformas con tener los tu yos? —le preguntó el viejo roble. —¡No me conformo nada! ¡Y de enojada que estoy, no voy a empollar ya! —dijo la pájara car pintera. Y subió y bajó por el tronco, pero subía y bajaba muy despacio, para escuchar bien lo que le decía
  • 23. el roble, que, como tiene muchos años, sabe mu chas cosas y da muy buenos consejos. —Cálmese, Doña —le dijo el roble—. ¿Qué es eso, que no va empollar nunca ya1? Si no tiene usted hijos, tampoco tendrá nietos, y entonces... ¿a quién va usted a contar cuentos en las noches in vernales? ¿En? ¿Quiere usted decirme1? —¡Tiene usted toda la razón del mundo, Don Ro ble! ¡Eso es algo muy importante, que hay que tener muy en cuenta! Me ha convencido. He obrado como una aturdida que soy.
  • 24. Y a la semana siguiente se puso a empollar siete huevos, y de los siete huevos salieron siete picho nes. Aquellos siete pichones se hicieron grandes y le dieron cuarenta y nueve nietos. Ahora la pá jara carpintera es la que más cuentos cuenta en las noches invernales. Y el cuento que más les gusta a los pichoncitos nietos es el que trata de una pájara carpintera que empolló los huevos que no eran de ella. Siempre lo cuenta de distinta manera. Y también lo escribe, grabándolo con el pico en el tronco del viejo roble. Porque al viejo roble le gustan mucho las historias de pájaros. ¡So bre todo ésta, que él mismo ayudó a inventar!
  • 26.
  • 27. Había una vez un tordo pequeñito, tan pequeñi to, que era tataranieto de un tordo viejo, tan viejo, que era tatarabuelo del tordo pequeñito. El tor- dito apenas estaba aprendiendo por entonces a volar y buscar alimentos, pero, como todos los tor dos pequeños, creía que sabía todo de todo. El tordo viejo volaba y observaba, hablaba muy poco de lo que sabía, pero en verdad sabía todo lo que tiene que saber un tordo. Un día, después de mirar a su tataranieto dar vueltas y más vueltas, le dijo: —Querido tataranieto, anímate y vuela más lejos. Por aquí no encontrarás nada muy apetecible. Estas encinas son muy hermosas, sobre todo ahora que llega el otoño y las hojitas comienzan a po nerse doradas, pero, si vuelas un poco más allá, encontrarás una viña cargada de racimos. El tordito fue, voló un poquito y al rato volvió sin haber visto la viña. El tatarabuelo le pre guntó: —¿Encontraste la viña?
  • 28. —¡No! ¡Volé y volé por ahí, pero no encontré nada! —respondió el tordito. —Es que no miras bien. —¿Cómo que no miro bien1? ¡Miré tanto, que en contré un fruto grande, grandísimo, que debe de ser riquísimo! —Me parece que estás equivocado —le dijo el viejo tordo. —¿Equivocarme yo? —le dijo el tordito, que, co mo sabía muy poco, creía que no se equivocaba nunca.
  • 29. —Ven —le dijo el tordo viejo—. Volaremos juntos y te mostraré la viña. Empezaron, pues, a volar, dejaron atrás el bos- quecillo y cruzaron como dos flechitas negras por el cielo azul. Llegaron a la viña y el tatarabuelo exclamó: —¡Mira, mira qué hermosas están las uvas, bri llantes y moradas! —¡No me digas tatarabuelo, que ésa es la fruta de que tanto me hablabas! ¡Tan chiquitita! ¡No vale la pena! ¡Y no debe de ser nada rica tampoco!
  • 30. ¡TOCÍ 1 ¡Toa No me molestaré siquiera en probarla. Y te diré además, tatarabuelo, que la fruta que yo vi, es como 107 veces más grande que ésa. ¡Entonces tiene que ser como 107 veces más rica también! ¡Vamos rá pido a comerla! ¡Verás! ¡Verás!.. —Me parece que estás equivocado. En mis ochen-
  • 31. ta años de tordo, lie probado todo lo que existe de comestible por estos lugares, y estoy seguro de que no hay fruto, por grande que sea, que valga más que un peqeñito grano de uva —dijo el ta tarabuelo, que, como sabía muchas cosas, sabía también que podía equivocarse. Y otra vez vola-
  • 32. ron los dos tordos, como dos flechitas, por el cielo azul. Y de pronto exclama el tordito: —¡Ahí, ahí! ¡Ahí está la fruta! ¡Grandísima y riquísima! Y aterrizó sobre una gran calabaza. Comenzó a picotearla, y siguió picoteándola y picoteándola, pero era como si picoteara un buzón. Siguió pi coteando y picoteando un rato todavía, pero de pronto comprendió.. . ¡Y sin decir ni pío, voló a la viña!.. En la viña picoteó y comió todo cuanto quiso, y el tatarabuelo se dio cuenta de que el tordito había aprendido lo que todo tordo tiene que saber. —En un fruto tan chiquito está concentrada toda la dulzura —dijo el tordito. Y haciéndose el asombrado, le contestó su tata rabuelo: —¡Has dicho una gran verdad!
  • 33. El León Rey y el Leopardo Narración de Beatriz Barnes Ilustración de Marta Gaspar
  • 34.
  • 35. Hacía un montón de años que el Leopardo vivía en la selva: una selva grandísima, toda verde, con subidas y bajadas, y toda llena de árboles y ani males, flores y pájaros. El Leopardo, un día, se puso el traje de Sultán y dijo: —¡Yo soy el dueño de toda la selva y de todos los prados que hay en ella y de todas las ovejas que están en esos prados! ¡Y de todos los ríos que hay en la selva, y de los pescados que viven en esos ríos! Un poco más lejos hay campos donde viven grandes manadas de bueyes, y yo soy tam bién el dueño de todos esos bueyes y de los paja ritos que se posan en los cuernos de los bueyes
  • 36. Ocurrió que un día, en una selva vecina, nació un León. El Leopardo se puso el gorro de Sultán y fue a saludar al León, recién nacido. Después volvió a su casa, y llamó al zorro, que era el ministro de la selva. —Señor ministro zorro —dijo el Leopardo—, lo, he llamado porque tengo muchas ganas de con versar con usted del calor que hace, del canto de las ranas, de los peces de colores, y... —Del León que acaba de nacer en la selva vecina —dijo el zorro. —¡Sí, también del León! —dijo el Leopardo Sultán. —Yo creo —dijo el zorro— que, en vez de hablar, tendríamos que pensar. —¿Pensar en qué? —preguntó el Leopardo. —Pensar qué vamos hacer con el León. —¿Y qué podemos hacer con el León? —dijo el Leopardo—. Es un León pequeñito y muy bonito. —¡Ah! ¿Sí? —dijo el zorro ministro—. ¿No sabe usted, señor Sultán Leopardo, que los días pasan unos tras otros y forman una semana, y las se manas pasan y forman los meses,, y los meses van pasando y forman los años, y los años van uno tras otro hasta formar un siglo, que es como cien años juntos?
  • 37.
  • 38. —¡Qué montón de cosas que sabe usted, señor ministro zorro! —dijo el Leopardo. —Lo que pasa es que yo tengo mucha selva —re plicó el zorro—, y creo que usted no se ha dado cuenta de por qué le estoy hablando tan larga mente de esa cosa que se llama TIEMPO. —No, la verdad que no, pero me gusta mucho oírlo hablar de los años que pasan y se convierten ,en semanas y de los siglos que se convierten en días. . . —Me parece que usted no entiende mucho de na da —dijo el zorro un poco fastidiado—, pero no importa. Lo que quería decirle era que, cuando el tiempo pasa, los leones recién nacidos crecen, y también les crece la melena, y les crecen las ga rras, y el rugido se les hace más estruendoso, y un buen día se ponen el traje de Rey León y se convierten en dueños de la selva. •crecen!,
  • 39. —¿De veras0? —dijo el Leopardo, sin poderlo creer. —Tal como se lo digo, señor Sultán —contestó el zorro ministro. El Leopardo pensó un poquito, y después dijo: —Entonces habrá que decirle al tiempo que no pase tan ligero. —¡Oh! —dijo el zorro, muy molesto—. Usted es mucho más tonto de lo que yo pensaba. Lo único posible es hacerse amigo del León, así cuando él sea rey, le deja a usted ponerse el traje de Sul tán, para que lo miren con respecto las hormigas, los sapos y hasta todos los mosquitos de la selva.
  • 40. —Usted, señor ministro zorro, esta diciendo mu chas cosas raras, que no me gustan nada. Yo ten go traje de Sultán, sombrero y guantes de Sultán. Y me miran con respeto todos los animales y yo soy el dueño de toda la selva. Y ahora me voy a dormir, porque estoy muy cansado. —No se me duerma —dijo el zorro—. Yo quería explicarle que... ^ Pero ya el Leopardo se había quedado dormido y el zorro ministro se fue a visitar al León recién nacido: y como era un ministro muy zorro, al poco tiempo era tan amigo del León, que el León le dijo:
  • 41. —Señor zorro, cuando yo sea grande y me ponga el traje de Rey, usted va a ser mi ministro.
  • 42. El Leopardo durmió y durmió, hasta que lo des pertaron los rugidos del León, que ya se había convertido en un animal enorme, con garras y melena grandísimas, y se estaba mirando en el espejo lo bien que le quedaba el traje de Rey León. Rápidamente mandó el Leopardo a buscar al zorro ministro. OOÜ
  • 43. —Eso mismo —dijo el León— y no pienso qui tarme el traje de Rey en muchos años. —¿No? —preguntó el Leopardo. —¡No! —contestó el Rey León. —Yo se lo avisé —le dijo el zorro al Leopardo muy bajito—. Entregúele usted esos regalitos. EL REY Entonces el Leopardo le entregó al León la colec ción de medallas y la flauta, y el León se puso tan contento, que habló sin rugir:
  • 44. Muy'sorprendido el Leopardo se quitó el gorro de ¡Sultán y contestó: —Puede decirme todas las cosas que quiera, pero antes me gustaría darle unos regalitos que tengo en el bolsillo. —Muchas gracias —contestó el León—. Pero ten go tantas cosas, que no creo que me haga falta ningún regalito. Mire, soy el dueño de toda la selva grande y de la selva chiquita, y de los prados y de las ovejas, de los ríos y de los pescados y... —De los campos, de los bueyes, y de los pajaritos que se posan en los cuernos de los bueyes —pro siguió el zorro ministro.
  • 45. —No me parece. Creo que lo mejor será que le mande usted una oveja, algún buey y, si tiene un elefante que le sobre, mejor que mejor. —¡Ah! ¡No, no y no! —«lijo el Leopardo—. Ya está usted diciendo cosas raras. Con las medallas y la flauta el León se quedará muy contento. —Hágame caso, señor Leopardo, mándele todas las ovejas y todos los bueyes y todos los elefantes que pueda. ¿No oye que el León está rugiendo cada vez más cerquita? —No. Yo creo que ese que se oye ahora es el eco del rugido de esta mañana. —¡¡ES EL RUGIDO DE AHORA!! —rugió el León, vestido de Rey—. Y se lo estoy haciendo bien cerquita de su oreja, señor Leopardo. Lo que pasa ,es que tiene usted el gorro de Sultán puesto y no oye ni ve nada de lo que pasa a su alrededor. Quíteselo, que quiero decirle unas cuantas cosas. ^¿T
  • 46. —¿Qué hago ahora? —preguntó—. Me quedé dor mido y no me hice amigo del León, ni hablé siquie ra con el Tiempo. —Eso ya no tiene remedio —le dijo el zorro—. El León acaba de lanzar su rugido más fuerte, y eso quiere decir que ya es Rey y que se viene para acá. Mejor será que le haga usted, unos regalitos. —Tiene usted razón —asintió el Leopardo—. Le regalaré mi colección de medallas y la flauta.
  • 47. —Muchas gracias —dijo—, señor Leopardo, puede usted usar el traje de Sultán todos los días de fiesta. Mañana, por ejemplo, es la fiesta de las abejas, y pasado mañana la de las cebras, y el jueves el cumpleaños de la jirafa. Pero eso sí: ¡el Rey de la selva soy yo! ¡Yo!. . . El Leopardo se volvió a poner el gorro de Sultán y se fue caminando, despacito, despacito, con el .zorro. Después de pensar un ratito como de tres o cuatro horas, dijo: —¡Pero mire que pasan cosas raras en la selva! —Esto tenía que pasar —le contestó el zorro—. En las selvas siempre se visa un León como Rey, y no un Leopardo como Sultán.
  • 48.
  • 49.
  • 50. —Bueno —dijo el Leopardo—, yo he sido, soy y seré el único Sultán Leopardo en la historia de la selva, y eso, señor ministro zorro, se lo contaré a todos los que pasen por acá. Tantas, tantas veces lo contó, que el cuento, tal como yo se lo he contado a ustedes, llegó hasta mi casa, que queda un poquito lejos de la selva.
  • 51.
  • 52. El León Prepara su Ejército t ro . »y
  • 53. Pasó un tiempo y pasó otro tiempo, y un día del tercer tiempo decidió el León formar un gran ejér cito. En aquella selva no había nadie que quisiera pelear, pero por las dudas, dijo el León, si al guna vez, cruzando los mares, llega hasta aquí un ejército con ganas de pelear, nos entrontrará bien preparados. —Esto es bastante improbable—se dijo de nuevo el León—, ya que para llegar a esta selva hay que cruzar tres grandes mares y un montón de cadenas de montañas, con volcanes y todo, pero igual tengo ganas de formar un gran ejército. Así dijo el León, y todos los animales estuvieron de acuerdo. Entonces se reunieron bajo un gran alcornoque, y el León les dijo: —Esto de formar un ejército debe de ser una co sa importante. Me parece, pues, que lo mejor será que cada uno cumpla sus funciones de acuerdo con su especial manera de ser. Pero, entretanto, pensaremos, conversaremos y al final decidiremos. Así estuvieron durante muchas horas de aquel día y durante muchas horas del día siguiente,
  • 54. hasta que de común acuerdo decidieron: —Primero los proyectiles. —A mover las encinas y las palmeras, que caigan todos los .coquitos y todas las bellotas, y a colo carlos encima del lomo del elefante. El llevará todos los pertrechos y utensilios que necesitemos. Así lo hicieron y después de colocar el último proyectil, fueron disponiendo con cuidado también, sobre el lomo del elefante, los pertrechos y uten silios que el León iba enumerando en voz alta:
  • 55. —Anteojos larga vista. —Papel de envolver. —Compás y brújula. —El almanaque del año que viene. —Trozos de cordel de cinco y ocho centímetros. —La lata de tabaco sin tabaco. —El patín. —El astrolabio. —El acordeón. —Las cantimploras con granadina.
  • 56. Se detuvo el León de enumerar y dejaron los de más animales de colocar utensilios sobre el lomo del elefante. —Todavía puedo llevar algo más —dijo el elefan te con gran delicadeza. —Pues que vayan arriba los lobos, encima de to do —dijo el León—. Su función será aullar y aullar, para que todo el mundo sepa que estamos acá. Dé ahora el oso un paso adelante y recibirá las ins trucciones. Se colocó el oso en el centro y el León prosiguió: —Tú, en caso de asalto, asaltarás. —¿Cómo? —preguntó el oso. —Muy sencillo, asaltando. —Encantado, así lo haré —contestó el oso. *
  • 57. —Adelántese el zorro —dio el León. —Aparte de mi función como simple soldado en este ejército magnífico —preguntó el zorro, ha ciendo una reverencia—, ¿qué otra cosa tenéis que encomendarme % —Toma este portafolio —dijo el León—, hemos decidido que tu tarea sea la diplomacia secreta. Ahí dentro tienes un par de guantes, un frasco de agua de colonia y un aparato a transistores con nuestras claves secretas. —Estoy un poco fatigado de dar tantas órdenes, pero prosigamos —dijo el León—f. secándose la frente.
  • 58. —Los monos distraerán al enemigo siempre que sea necesario, para que los mosquitos, siempre a Ja ofensiva, puedan descargar su artillería por sorpresa. —Estamos bien dispuestos —contestaron monos y mosquitos al unísono. —Prosigamos. La cigarra y el grillo, el sapo y la rana, formarán nuestra banda musical. Sus instrumentos estarán siempre en forma, cuerdas afinadas y clavijas apretadas. La rata será la encargada de liberar con sus dientes a todo aquel que caiga en alguna trampa enemiga. Ya estaba hecho el reparto, cuando alguien, que nunca falta, dijo: —El asno y la liebre mejor será que se queden en sus casa, el uno por torpe y la otra por miedosa.
  • 59. —¿Cómo es eso? —preguntó el León. —Digo —respondió alguien— que la liebre y el asno mejor sería que se quedaran en sus casas. —Está usted muy equivocado, señor mío. El asno y la liebre tendrán su empleo también en esta armada. Y si alguna vez llega el enemigo. . . No acabó el León de completar la frase, cuando un terrible ruido conmovió la selva por el lado Oeste. ^ —¡Todos a sus puestos! —rugió el León.
  • 60. Y todos los que se hallaban presentes comenzaron a aprontarse para la lucha. Pero faltaban muchos animales todavía. —La liebre —llamó el León. —Presente —dijo ésta, algo aturdida. —¡Pronto! Nadie más rápida que tú. ¡Ve, pues, y avisa casa por casa, a la cebra, a la jirafa, a las
  • 61. hormigas, que el momento de la lucha ha llegado! Y que todos los que no han acudido, que vengan en seguida. Y la liebre partió tan presurosa, que en un peri quete llegaron todos los animales que faltaban. Y comenzaron a marchar cuando el ruido que venía del Oeste se hacía más estruendoso.
  • 62. —¡A anunciar que llegamos! —dijo el León—. Us ted, señor burro, lance el mejor y más fuerte de sus rebuznos. El burro comenzó a rebuznar tanto, tan sostenido y tan fuerte, que cuando al cabo de treinta y siete minutos interrumpió su rebuzno, en la selva reinaba un completo silencio, como de estupor, y no se oía ni un ruidito, ni por el Oeste, ni por el Sur, ni por el Este, ni por el Norte.
  • 63. —El enemigo ha huido espantado —anunció el León solemnemente—. Y que sirva esto de lec ción a los charlatanes. La liebre será para siem pre nuestro correo, y el burro infundirá pavor a las tropas enemigas. Ahora descansemos —agregó el León— y mañana proseguiremos. —Me parece que metí la pata —dijo el loro, que era quien había dicho lo de la liebre y el asno. El comandante en jefe, señor León, ha dado prue bas de buen sentido y prudencia. Veremos qué papel me toca desempeñar a mí, cuando me llegue el turno.
  • 64. Porque así ocurre en ese ejército: todos tienen un, empleo útil. Loro y jirafa, cebra y tucán, liebre y asno, todos ocupan sus puestos. Y si un día, del otro lado de los tres grandes mares, o del otro lado de las largas cadenas de montañas con sus volcanes, llega hasta esa selva alguien con ganag de pelear, tendrá que vérselas con el poderoso y disciplinado ejército del comandante en jefe, se ñor León... ¡que los mandará de vuelta, a pun tapiés, con la velocidad de los aviones a chorro!... ^
  • 65. El Zapatero y el Hacendado
  • 66.
  • 67. Y así fue. Al otro día el hacendado oyó a Gre gorio cantar desde el amanecer hastabien entrada la noche. El hacendado, en cambio, era un hombre muy simple y nada listo. Tenía montones de cientos de monedas que cuidar, y en eso se pasaba el tiempo. Y siempre se lamentaba: —¡Ay! ¡Cómo hará mi vecino, el pobre zapatero, para dormir y ^
  • 68. —Muchas gracias, señor hacendado —dijo—. Acá le dejo las cien monedas de oro que usted me regaló. —¿QUÉ?.. —preguntó el hacendado, abriendo dos ojos grandísimos, de pura sorpresa. —¡Que acá le traigo las monedas de oro! —repi tió Gregorio—. No las quiero tener más. Por cui darlas, no hago otra cosa, ni tengo un momento de tranquilidad. Téngalas usted, que está acos tumbrado a eso. Yo quiero trabajar en paz, dor mir de noche y cantar de día.
  • 69. Sacó, pues, una tabla del piso y colocó allí la bolsa con las cien monedas de oro. Pero a la noche siguiente volvió a pensar en las monedas, y decidió: —¡No! Las colocaré en el pozo. Allí estarán más seguras. Entonces las puso dentro del balde y bajó el bal de al pozo.
  • 70. Pero, cuando estaba durmiendo, lo despertó un ruido y se levantó alarmadisimo, pensando que estaban robándole las cien monedas de oro. Pero, por más que buscó y buscó, lo único que encontró fue al perro, royendo un hueso y las monedas, tranquilitas, quietas, en su lugar. Se acostó otra vez y al rato lo despertó otro rui-
  • 71. do. Salió y buscó y encontró al caballo... ¡es pantándose las moscas con la cola! Después se levantó por el cerdo y por las galli nas y por la lluvia que comenzó a caer... ¡Y ya era hora de levantarse a trabajar y no había dor mido nada, ni un poquito!..
  • 72. Tan cansado estaba, que apenas pudo trabajar, y menos que menos cantar. ¡Qué iba a cantar! Al otro día tampoco cantó, ni a la noche durmió. Cuidaba día y noche el bolso con las cien mone das de oro y el tiempo apenas si le alcanzaba para eso nada más. Apenas trabajaba.. ., ni mi raba los aviones..., ni nadaba..., ni se tiraba en el pasto..., ni dormía. .., ni cantaba.. . Pero, como era un hombre muy listo, un día se dijo: —¡BASTA! ¡BASTA! ¡BASTA! ¡BASTA!.. Sacó las monedas del pozo y se las llevó al ha cendado.
  • 73. —¿Todas para mil —preguntó el zapatero. —Todas para ti —respondió el hacendado, y re gresó a su Gregorio el zapatero empezó a buscar un lugar seguro donde guardar las monedas. —Las guardaré encima del ropero —dijo—, y su biéndose en un banco, las coloco con gran cui dado. : -■] •—í
  • 74. Pero, poi la noche pensó: creo que estarán más seguras debajo de la cama. Entonces las sacó de encima del ropero y las pu so debajo de la cama. Pero al otro día, mientras trabajaba, se dijo: —Creo que estarán más seguras bajo una tabla del piso.
  • 75. Hay muchos días en los que no se trabaja, por que es fiesta, la Navidad, la Pascua, la batalla de San Lorenzo, el carnaval y tantas fiestas más. Además, hay un montón de días en que no hay trabajo, y otros en que, en vez de trabajar, es mejor tirarse en el pasto, nadar, mirar todos los bichitos que vuelan, las florcitas del campo y los aviones que pasan... V '*mim
  • 76. —Este hombre es un simple —pensó el hacenda do—. Creí que tendría algún motivo para cantar como canta y dormir como duerme, pero no tiene nada de nada. Le daré unas monedas de oro para que las guarde. —Aquí tienes Gregorio. Cien monedas de oro pa ra ti. Guárdalas bien para cuando las necesites.
  • 77. Había una vez un zapatero, pobre, que cantaba todo el día y dormía toda la noche. Y había también un hacendado, muy rico, que no cantaba nunca y no dormía casi nada. —¡Ay! —dijo el hacendado—. ¿Cómo hará mi ve cino, el zapatero, tan pobre, para cantar y dor mir? Yo, con todo el dinero que tengo, apenas si pego los ojos y no sé cantar ni "el arroz con leche". ¡Si pudiera ir al almacén y comprar un
  • 78. kilo de sueño bien servido! Pero, como eso no es posible todavía, a pesar de todos los inventos que se están haciendo todos los días, lo único que me queda por hacer es ir a preguntarle a mi vecino cómo se las arregla para cantar todo el día y dor mir toda la noche. Llamó el hacendado a la puerta del zapatero y le preguntó: —¿Cómo te llamas? —Dime, Gregorio, tú cantas todo el día y duer mes toda la noche, ¿no es así? —Es verdad —dijo el zapatero. —Gregorio, dime. ¿Cuánto dinero guardas por año? —¿Que qué? ¿Que cuánto dinero guardo por año? No guardo nada. Lo que gano con mi trabajo, me alcanza justito, justito para comer. —Dime Gregorio, ¿cuánto dinero ganas en un día de trabajo? —Y. . . —dijo Gregorio el zapatero—. A veces gano un poco más y a veces gano un poco menos.
  • 79. tengo unas ganas locas de llorar. ¡Ji, ji, ji, ji! —Bueno, bueno, cálmate —dijo la hormiga, ten diéndole un pañuelo—. Suénate. Algo te presta ré, pero espero que lo que te ocurre te sirva de lección. Creo que si cantas un poco y trabajas un poquito también en el buen tiempo, no te ve rás más en esta fea situación y te convertirás en la primera cigarra trabajadora del mundo. A lo mejor hasta podrás trabajar cantando. ¿Tú sa bes? A mí me gustaría hacerlo, pero para el can to soy una tonta. No sé cantar ni el pío pío. —Si quieres, algo te puedo enseñar yo —dijo la cigarra—. Y si aprendes, te convertirás en la pri mera hormiga cantadora. —Podríamos intentarlo —dijeron las dos a dúo. Y allí se quedaron, ensayando y practicando. Veremos qué pasa, pues, este verano. Si es que no las contrata algún circo para llevarlas al ex tranjero, tendremos por primera vez en nuestro jardín una hormiga cantadora y una cigarra tra bajadora, f^
  • 80.
  • 81.
  • 82. La Cigarra y la Hormiga Narración de Beatriz Barnes Ilustración de Marta Gaspar
  • 84. —¡Un momento, señora cigarra, un momento! —di jo la hormiga—. A usted el tiempo se le hizo corto, porque no hizo nada más que cantar y bai lar, pero para mí fue muy largo porque no hice otra cosa que trabajar y trabajar, y recuerdo aho ra que el día aquel que acarreaba la madreselva del cerro, usted me vio pasar varias veces y ni se le movió un pelo, digo una antena, para ayudarme. —¡No la habría visto, doña hormiga! —dijo la ci garra—. Créame usted, la habría confundido con otra hormiga. Aquel día estaba ensayando preci samente "La torre en guardia", que siempre me sale mal. —Bueno —dijo la hormiga—, sigue ensayándola ahpra. Yo estoy cansada, cansadísima de tanto trabajar, y me voy a retirar a mi cuarto, a des cansar unos meses. —¿Pero qué me dice de mi pedido? —preguntó la cigarra. —Nada —dijo la hormiga—. Si te bastó el canto en el verano, que te baste el baile ahora, en in vierno. ¡Baila, baila!. . ¡A lo mejor entretienes así un poco el hambre! —Pero es que en el verano yo cantaba para mí y para todos los que pasaban, pero ahora es in vierno y no pasa nadie. Y además tengo mucho frío, y además tengo mucho hambre, y además
  • 85. éstos de cebada, estos pétalos de malvón y toda la madreselva del céreo, varias doeenitas de alas de mosca azul y pa.jitas de todo grosor. —Bueno, por eso, doña hormiga, por eso es, pre cisamente, que me permito pedirle prestado esas cositas para poder pasar el invierno. Y sacó de nuevo la libreta del bolsillo.
  • 86. —¡Un momento, un momento! —dijo la hormi ga—, No cree confusiones. Y no me distraiga. Yo le preguntaba a usted por qué no había guardado en todo el verano un solo grano de trigo para el invierno. —Bueno, dos o tres guardé, pero, como le decía, el tiempo no me alcanzó. —¡Qué extraño! —dijo la hormiga—. Fue el mis mo tiempo que tuve yo, y a mí me bastó perfec tamente para juntar todos estos granos de trigo,
  • 87. / •—Pues a mí no —dijo la hormiga—. Yo trabaja toda la noche. De día descansaba un poco, y vuel ta a cargar los fardos a la espalda. ¡Todo el tiem po trajinando por los senderos del jardín! —¡Ah! ¿Sí? —dijo la cigarra—. Entonces me ha bría oído cantar alguna vez. ¿No1?
  • 88. —¿Alguna vez1? Te oí todo el verano, dale que dale, todo tu repertorio: La farolera tropezó, Es taba la pájara pinta y Cu cu cu cú, cantaba la rana. —También cantaba Mambrú se fue a la guerra. .. rr Si no lo oyó, se lo puedo cantar ahora mismo —dijo la cigarra, y empezó: —MAMBRÚ SE FUE A LA GUERRA, CHIRI- B1N
  • 89. —Un momento —dijo la hormiga—. No tanto ejém, ejéni, ejém. Contésteme con precisión. ¿Có mo es que, con tan buena cosecha, no tiene usted un solo grano de nada? —Bueno, bueno... A eso iba. Resulta que este verano se me pasó muy ligero. Por la mañana me despertaba y cantaba, al mediodía comía y canta ba, de noche bailaba y cantaba. Después. . . lie-
  • 90. gaba la hora de descansar un poco hasta el otro día, en que me despertaba y cantaba, comía y cantaba, bailaba y cantaba... ¡Y ya se había pa sado otro día!... ¿Ve usted, doña hormiga, lo li- gerito que se me pasaban a mí los días?
  • 91. —En el departamento de al lado vive la hormiga. Le pediré prestado algo para comer. Y golpeó a la puerta, hasta que la hormiga le abrió. —Buenas tardes, doña hormiga —dijo la cigarra—. Querría hablar con usted de un pequeño proble ma. Resulta que se me han acabado las provisio nes, el invierno promete ser largo y duro y, como sé que tiene usted su despensa llenita y no dudo de su buena voluntad, me permito hacer el si guiente pedido. Sacó de su bolsillo una libreta y, poniéndose los lentes, leyó: 5 docenas y media de granos de trigo 33 granos de cebada sin cascara 33 cascaras de granos de cebada 10 docenas y media de gusanitos finos 29 hojas de... —¡Un momento, un momento! —dijo la hormiga—. Por lo que veo, esa lista que usted piensa leerme, pide cinco pies de hombre y tres de niño. No crea usted que voy a escuchársela aquí, de pie, en la puerta de mi casa, con este frío. Pase y siéntese. —¡Qué suerte! —pensó la cigarra—. Parece que está de buen humor. A lo mejor, hasta me da unas florecitas de malvón, para celebrar mi cum pleaños.
  • 92. O Pero una vez que estuvieron dentro, sentadas en la sala, y cuando la cigarra se disponía a conti nuar leyendo su lista, la hormiga la interrumpió: —Vamos a ver, señora cigarra. ¿Cómo es que us ted se ha quedado sin un grano? ¡Mire que este año la cosecha ha sido muy buena! —¡Ejém! ¡Ejém! ¡Ejém! —dijo la cigarra—. Lo que pasa es que... ¡Ejém! ¡Ejém! ¡Ejém!...
  • 93. Aquel verano la cigarra cantó más que nunca. Cantó por la mañana, cantó por la tarde y cantó por la noche. Pero, a medida que se iba el vera no, pasaba el otoño y llegaba el invierno, fue de jando de cantar porque, con el frío, el canto, ape nas salía de su garganta, se transformaba en un tornillito congelado. —Bueno —dijo—, por ahora no cantaré más. Me meteré en mi casa y esperaré a que vuelva el her moso verano. Durante algunos días comió un poquito de gusano y algún poquito de trigo, que había en la despen sa, pero a eso de los tres o cuatro días, toda la poquita comida se le acabó. Y entonces dijo:
  • 94.
  • 95.
  • 97. —En algún lugar hay un tesoro escondido. No sé dónde se encuentra. Pero , con un poco de tra bajo, lo hallaréis. —Nunca nos habías hablado de eso antes —dije ron los hijos. —Esperaba este momento —les respondió el an ciano padre—. Ahora os diré lo que tenéis que hacer. —Cuando terminéis de cosechar el trigo, el lino y el maíz que se ha sembrado este año, cavad, re gistrad, removed la tierra palmo a palmo. . . ¡No dejéis ni un pedacito sin remover y de seguro que encontraréis el tesoro enterrado!. . El viejo labrador murió y sus dos hijos espe raron hasta la cosecha. Cuando los campos estuvieron maduros, comenzó la siega y los hijos trabajaron con más ahínco que nunca, para terminar de una vez y ponerse a buscar el tesoro. No les gustaba mucho traba jar, pero eran bastante ambiciosos. Cuando termi nó la cosecha, uno de ellos le dijo al otro: —Nos repartiremos el trabajo; tú removerás el campo de trigo y el de girasol, yo, el de lino y el de maíz. El otro aceptó e inmediatamente se pusieron a cavar. Trabajaron todos los días de muchos meses con gran entusiasmo. A cada golpe de azadón les pa-
  • 98. recia que iba a aparecer el tesoro y así seguían /V removiendo y removiendo la tierra,
  • 99. Cuando el viejo labrador estaba para morir, llamó a sus dos hijos y les dijo: —Quiero hablaros a solas y con tranquilidad; es toy muy viejo, así que voy a morir; pero antes quiero deciros un secreto. Esta tierra fue de mi tatarabuelo, y después de mi bisabuelo. Cuando él murió, la recibió mi abuelo, y después mi pa dre. Ahora ha sido mía, pero yo ya no puedo trabajarla. Así que, en adelante, vosotros seréis los dueños de la tierra, y todo lo que hay en ella os pertenecerá.— Y agregó:
  • 100.
  • 101. —¿Qué te parece si, ya que tenemos el campo tan removido, sembramos un poco1? ¡Así, mientras se guimos buscando, crecerá el trigo! Y podemos sembrar también lino, maíz, girasol. . . ¡De todo!.. —Me parece muy bien —dijo el otro. Y mientras uno sembraba, el otro seguía remo viendo y removiendo, hasta que no quedó más que un pedacito de tierra de la extensión de un za pato. Entonces uno le dijo al otro: —Queda solamente este pedazo de tierra, no creo que haya aquí ningún tesoro. Y era verdad, removieron aquel pedacito de tierra y no había nada. Pero, mientras tanto, el trigo, el lino, el maíz y el girasol habían crecido y, de la tierra tan re movida y trabajada, habían salido espigas y ma zorcas que parecían de oro; las flores rojas y azules del lino brillaban como piedras preciosas bajo la luz del Sol: los girasoles eran enormes y brillan tes como las monedas que guardan los piratas en sus cofres. . . Entonces uno de los hermanos le dijo al otro: —¡Mira el campo! ¡No parece el mismo de antes! ¡Parece un!. . —¡Parece un tesoro! —dijo el otro. —¡Sí! ¡Un enorme tesoro! —¡Y lo hemos hecho nosotros!
  • 102. Cuando les faltaba un poquito para terminar y aún no habían encontrado nada, uno le dijo al otro:
  • 103.
  • 104. —¡Removiendo la tierra palmo a palmo! —¡Un tesoro que lia salido del fondo de la tierra! —¿Te parece que sabría esto nuestro padre % Y en aquello pensaban aún, mientras recogían la espléndida cosecha. Así que, año tras año, volvieron a remover la tierra bien a fondo, y a sembrar y a recoger. Hasta que estuvieron viejos y cansados. Entonces llamaron ellos a sus hijos y les dijeron bajito: —En el campo hay un tesoro escondido.. . Y los hijos removían la tierra con tanto vigor y entusiasmo, que todo lo que nacía, crecía fuerte y hermoso, y brillaba al Sol como un tesoro.. . Entonces los hijos se daban cuenta, pero siempre se preguntaban, mientras recogían las cosechas: —¿Sabrían nuestros padres de estas cosas? Y el trigo y el lino y el maíz y el girasol les daban la respuesta.1
  • 106.
  • 107. Había una vez un campesino que se llamaba Juan Era un hombre muy bueno, pero un poco distraí do y muy protesten. Si una mosca lo picaba, Juan protestaba como si un elefante le hubiera pisado un pie; si tropezaba con una piedrecita en el camino, refunfuñaba como si hubiera chocado con un buzón. Lo llamaban Juan Kegaña.
  • 108. Juan Regaña tenía una carreta, y con su carreta iba a todas partes. Si cosechaba papas, en la ca rreta las llevaba al mercado. Cuando necesitaba leña, al bosque iba con su carreta a buscar los leños. Y cuando el trigo maduraba, cargaba Juan en su carreta las gavillas doradas y las llevaba al molino. Claro que siempre le ocurría algo. Algo que a los otros campesinos nunca les ocurría. Entonces Juan apretaba los puños y saltaba hasta el techo, bajaba y volvía a saltar. Protestaba todo lo que podía, y tan fuerte, que los vecinos decían: —¡Ahí está otra vez regañando, Juan regaña! Un día cargó la carreta con leña, se puso el som brero hasta las orejas, subió y tomó las riendas, diciendo: —¡Ale, ale, caballos!
  • 109. Pero la carreta no se movió. Juan apretó los puños, tiró el sombrero al suelo, y vio entonces que los caballos comían muy tranquilos en el pra do. ¡Se había olvidado de engancharlos al carro! Otro día sacó una rueda y la limpió hasta de jarla reluciente. Después subió a la carreta e in tentó hacerla marchar, pero la carreta no se movió. Juan protestó y regañó, hasta que vio la rueda sobre el pasto. ¡Claro, se había olvidado de colo carla! Así iban las cosas hasta que un día Juan cargó la carreta con heno y salió rumbo al pueblo. La carreta estaba completa y los caballos engancha dos a la carreta. Era una mañana preciosa y Juan se encontraba de muy buen humor. Bueno, no tanto como muy bueno, pero sí bastante bueno, tratándose de Juan Regaña.
  • 110.
  • 111. —¡Atlas! —seguía llamando Juan Regaña. —¿Para qué gritas tanto, si te estoy oyendo1?—di jo Atlas. —¡ATLAS! —seguía gritando Juan, tan fuerte y con tanta rabia, que no veía nada de nada—. ¡Mal dición de las maldiciones malditas! —tronaba y vociferaba Juan, dando saltos y brincos de rabia. Y de pronto, en un salto de aquellos, dio con la cabeza en la copa del gran roble y vio allí a Atlas sentado. A pesar de que hacía más de dos horas y media que llamaba y gritaba, se soprendió tanto de verlo, que cayó sentado y no se levantó. —¿Qué te ocurre"? —le preguntó Atlas. —¿No ves lo que me está ocurriendo'? —replicó Juan Regaña. —Lo que veo es que no pasas de ese roble y hace rato que estás ahí vociferando. —¿Cómo voy a pasarlo, si eso es lo que me ocurre, que se me atascó la carreta y no va ni para atrás ni para adelante? —¿Has probado otra cosa que no sea gritar y maldecir? —preguntó Atlas. Pero ya Juan no lo oía. Clamaba, saltaba, gri taba: —¡Tú, Atlas, sólo tú, puedes ayudarme! —¿Yo? —dijo Atlas—. Si fuera para levantar un mundo, todavía. Pero de carretas entiendes tú, que eres carretero. ¿Por qué no tienes calma y
  • 112. miras bien? La rueda está llena de barro, lím- piala, por lo pronto, Juan. Y Juan limpió la rueda de prisa. —Hay una piedra muy grande. Toma, pues, el pico y pícala, Juan. Y Juan picó la piedra, ¡bien picadita! —Hay un pozo, cúbrelo de tierra. Y Juan lo cubrió de tierra hasta el tope. —Ahora toma el látigo.
  • 113. Mientras iba en su carreta, disfrutaba del canto de los pájaros y de las encinas movidas por el viento. En el camino se cruzó con el panadero, con el pastor y con el lechero, que estaban ha ciendo su trabajo, y a todos los saludó amable mente. Al rato de marchar y marchar llegó a cierto punto del camino donde, al pasar al lado del gran roble, se le atascó la carreta. Juan estaba de buen humor. . . y no protestó. Bajó, miró la carreta por todos lados, habló en voz baja con los caballos, y volvió a subirse a la carreta. Pero la carreta no se movió. Entonces Juan tiró su sombrero, que salió volan do, y junto con el sombrero voló el buen humor de Juan Regaña. Dijo y gritó tantas maldiciones, que mejor será no reproducirlas aquí. Llenaríamos como tres pá ginas y media y resultaría muy aburrido leer tres páginas y media de las maldiciones de Juan Re gaña, ^r^ Pero, aparte de maldecir, Juan se acordaba de Atlas, un dios muy forzudo y grandote que hace muchísimos millones de años dicen que llevó un inundo entero sobre sus hombros. —¡ATLAS! —gritaba Juan Regaña—. ¡Tú, que tienes tanta fuerza y una vez llevaste un mundo sobre tus hombros, bien puedes ayudarme a sacar la carreta de este atolladero!
  • 114. / I I
  • 115.
  • 116. —Atlas, ayúdame porque ya estoy perdiendo toda la mucha, muchísima paciencia que tengo! Durante dos horas y media Juan gritó tanto y tan fuerte, que a pesar de que Atlas no levanta más mundos y hace montones de años que anda volando por ahí, muy tranquilo, oyó las protestas y las súplicas de Juan Regaña atascado en el camino. Entonces se fue para abajo volando y se sentó en el gran roble.
  • 117. Juan tomó entonces el látigo y la carreta partió ligerito, ligerito. —¡Gracias, xtlas! ¡Cómo me lias ayudado! —decía Juan, que ni cuenta se daba de que todo el tra bajo lo había hecho él mismo, pero razonando y sin quejarse, con la cabeza serena. ¡Te llamaré todas las veces que te necesite! —¿Qué? —dijo Atlas—. ¿Hacerme venir volando por estas simplezas1? Cuando te ocurran esas co-
  • 118. sas, mejor te llamas a ti mismo a la calma. —¿La calma? ¡No la conozco! —dijo Juan. —Te vendrá bien conocerla, porque gritas y mal dices como si fueras JUAN REGAÑA. —¿Juan Regaña? ¡Ese soy yo! —dijo boquiabierto Juan. Pero ya Atlas volaba tan alto, que no lo oyó. Así que nunca supo que sí, que en verdad Juan era el verdadero Juan Regaña. Claro que desde aquel día Juan recurrió a la cal ma, y entonces protestó cada vez menos. Hasta que ya no fue más Juan Regaña, sino Juan... ¡Juan a secas!. .Q
  • 119.
  • 120. La Lechera y el Cántaro Narración de Beatriz Barnes Ilustración de Marta Gaspar
  • 121. f t 1' I ' lili M I ( I I / I 11 I I p ' r r t t / ' I I I I t I I I I I / 11 i i 11 t ,,, ,t i t r r * r r t 11 / ,r 11 t r t t ' ' ' r l r • r > r r r r t i Había una vez una lechera que tenía un cántaro para llevar la leche. Una mañana colocó el cántaro sobre su cabeza y, muy contenta, se encaminó hacia el pueblo. Como era una muchacha muy ágil, llevaba el cán taro con la misma comodidad con que nosotros llevamos el pelo. Y aunque el camino bajaba y subía, subía y bajaba, ella iba muy derechita, mi rando para un lado y para otro, para arriba y para abajo, sin que el cántaro se le cayera. Mi-
  • 122. raba y pensaba. Pensaba que iba a cumplir años otra vez. Pensaba que se acercaba el tiempo de comer otra vez helados. Pensaba que tenía que aprender la tabla del seis... Y de pronto pensó en el cántaro, en la leche y en el dinero que sa caría de la venta de la leche. .. Entonces caminó un poquito más ligero. —Con el dinero que saque de la venta de la le che, compraré..., compraré diez huevos... ¡Sí, me compraré diez huevos! ¡Y me los comeré ba tidos con azúcar!.. —O mejor, no, me compraré cincuenta huevos. ¡No! ¡Mejor me compro cien huevos! ¡Y en el verano tendré cien pollos!.. Y caminó más ligero, pensando en los hermosos pollos que la rodearían en el verano, haciendo pío, pío, pío... —¡Tendré que hacerles una buena casa cerca de mi cabana, no vaya a ser que el zorro me los coma!.. Y cuando crezcan, los venderé... Y con el dinero de la venta me compraré un cerdo... ¡Sí, me compraré un cerdo y lo alimentaré con las bello tas de la encina grande! ¡Y el cerdo crecerá tan to, tanto, tanto, que tendré que hacerle un corral de cinco metros de largo y de tres metros y me dio de ancho! ¡Y cuando sea el cerdo más grande del pueblo, lo llevaré y lo venderé y sacaré un
  • 123. enorme montón de dinero! ¡Mucho, mucho dine ro!.. Y caminaba más ligero y paliiioteaba de alegría. —¡Será un montón de dinero grande como el cer do! ¡Y con el montón de dinero me compraré un ternero y una vaca! ¡Sí, sí, sí! ¡Una vaca y un ternero! ¡Una vaca y un ternero!. .
  • 124.
  • 125. fMMülj //MU I MI // /// /y Y ya la lechera corría y saltaba. —¡La vaca cuidará al ternero! ¡El ternero brin cará y saltará! ¡Será gordo y lustroso! ¡Gordo y lustroso!.. Y ya veía al ternero y a la vaca corriendo por el prado. Lo cual le produjo tal alegría, que em pezó a saltar y girar como un trompo. . . Tanto
  • 126. y tanto saltó y giró, que el cántaro... al suelo cayó!. . Entonces la lechera se detuvo. Se detuvo y mi- ró.. . Miró cómo la leche se había derramado.. . Y junto con la leche, la vaca y el ternero, el cerdo y los pollos, los pollos y los huevos.. . ¡To do, todo, había desaparecido de un golpe !..M — CL.
  • 127. La Zorra y las Uvas L Narración de Beatriz Barnes Ilustración de Marta Gaspar
  • 128.
  • 129. DQD En Normandía, un lugar que queda bastante lejos, hubo una vez una zorra muy arrogante. Tenía la cola lustrosa, los ojos brillantes y un precioso modo de caminar. Deseosa de conocer el mundo, la zorra decidió salir de viaje, siempre cami nando, sin rumbo fijo, para un lado y para otro.
  • 130. Anduvo y anduvo, comiendo lo que podía, pero al cabo de algún tiempo, le empezó a resultar difícil encontrar alimento. Cada vez pasaba más hambre y cada vez sus ojos brillaban menos y cada vez su cola era menos lus trosa; hasta su modo de caminar era menos lindo que antes, pero igual seguía siendo una zorra de Normandía muy arrogante. Llegó un día en que tuvo una hambre grandísima, buscó más afanosamente todavía que los días an-
  • 131. teriores. No encontró nada digno de ser comido, pero de pronto, al mirar para arriba, vio una vid que crecía entre las piedras, cargada de uvas ri quísimas.
  • 132. Tenían un color rojizo tan hermoso, que la zorra de Normandía las miró y se relamió. Levantó una pata y la bajó, después levantó la otra y la es tiró todo lo que pudo, pero ni siquiera las pudo rozar. Entonces trató de saltar, pero nada, las uvas parecían cada vez más altas y el Sol las hacía brillar con reflejos más multicolores. Saltó y saltó la zorra, pero, al no poder alcanzar las uvas, dijo por fin: —¡Están verdes!
  • 133.
  • 134. Pero las miró y las uvas brillaban cada vez más. —Es un espejismo —dijo la zorra—. Es mentira. ¡Están verdes! Las miró otra vez, y la verdad era que estaban más rojas, y debían de estar muy ricas. —Todavía les falta mucho para madurar —dijo la zorra—. Y a pesar de estar tan cerquita de mi pata no las agarro porque no me gustan las uvas verdes. ¡Y ni siquiera las voy a mirar más! Pero las miró un poquito otra vez: las uvas esta ban bien, ¡pero muy bien maduras!..
  • 135. —Y ya en seguida me voy a ir —continuó dicien do la zorra—, porque no vale la pena que me que de acá parada, mirando unas uvas que se están poniendo cada vez más verdes. Después, dio media vuelta y se alejó. Y al llegar a un recodo, dobló la cabeza y las miró por últi ma vez. —¡Uyyyyyyy, ahora están más verdes todavía que nunca! —dijo. Y las uvas seguían reluciendo bajo el Sol del ve rano.
  • 136. —¡Estaban verdes, estaban cada vez más verdes, estaban verdes del todo y no las comí porque no me gustan las uvas verdes!.. Yo no sé si en verdad la zorra aquella creía lo que decía. ¿Pero qué otra cosa podía hacer aque lla pobre zorra de Normandía?1
  • 137.
  • 138. El Cuervo y el Zorro
  • 139. La otra mañana, muy tempranito, el cuervo salió a desayunar. Miró y miró y al final eligió la rama de un roble y allí se posó. Sacó un queso de de bajo del ala y se lo puso en el pico. El zorro, que también se había levantado tempra no y andaba por allí, dando vueltas, sintió el olor del queso y siguiendo el olor, derechito, derechito, doblando un poquito para acá y otro poquito para allá, y otra vez derechito, llegó hasta el roble en el cual estaba el cuervo.
  • 140.
  • 141. —Buenos días —dijo el zorro—. Linda mañana. ¿Verdad? Mire usted, apenas me desperté, oí unos cantos tan preciosos, que me pregunté: ¿cuál será el pájaro que canta tan lindo? Busqué y busqué y no encontré nada. Llegué hasta aquí y ahora que lo veo a usted, tan elegante, tan lustroso, tan bien parado, tan, tan, tan... La verdad es que no hay palabras para decir lo hermoso que usted se ve, don Cuervo. Solamente digo: Esas canciones que oí, sólo de su garganta, de su pico, pueden salir. En fin, señor Cuervo, yo creo que habría que nombrarlo a usted emperador de estos bos ques y también de los otros, y de los de más allá.
  • 142. —Aquí estoy, ansioso, esperando a que cante usted
  • 143. para tener el privilegio de oirlo en la primera fila.
  • 144. ¡Adelante! Es un poco extraño, pensó el cuervo, jamás en toda mi vida de cuervo, me pidió nadie que can tara, y a lo mejor lo hago muy bien. Si el zorro, que tiene tanto mundo, lo dice, debe de ser verdad. ¿Qué canción cantaré? Podría ser aquella que sa bía de chico. ¡Claro! ¡Cantaré aquélla! Creo que
  • 145. la recuerdo toda muy bien. —Pronto, don Cuervo, pronto. Nunca sentí tanta ansiedad —dijo el zorro. Se atusó el cuervo las plumas, se irguió, abrió el negro pico y... ¡el queso cayó justo, justito, en la boca del zorro!
  • 146. —¡Qué tonto fui! —se dijo el cuervo— ¡Creerme todo lo que me dijo! Se está comiendo el queso y yo sin nada. Eso me pasa por vanidoso. Mejor me voy ligerito, antes de que se me ría en la cara, que eso sí que no podría soportarlo. Y se fue disimulando, silbando bajito, pues silbar es una cosa que este cuervo sabe hacer bastante
  • 147. El Burro y el Lobo
  • 148.
  • 149. Por un camino verde, verde, verde, iba Don Bu rro caminando. Mira para arriba, mira para un lado, mira para el otro, mira para atrás... Y de pronto pisa un clavo, que estaba en el camino verde, verde, ver de, y se lo clava en la pata, justo, justito, cuan do iba a mirar para abajo. —¡Paaa! —dijo don Burro, y se sentó. —¡Lo que me viene a pasar! No me duele mucho, pero igual tengo ganas de llorar, así que lloraré con todas las ganas que tengo. Lloró y lloró, con la pata en el aire, hasta que se cansó. Entonces apoyó la pata en el suelo para seguir caminando y ¡Ayyyyyy! ¡Cómo le dolió!.. Entonces lloró con muchas más ganas todavía.
  • 150. Miró para arriba, miró para abajo, miró para un lado, miró para el otro. ¿Y quién estaba allí, muy orondo, frotándose las uñas?.. ¡El Lobo!
  • 151. Claro, Don Burro no podía escapar, ni podía si quiera tenerse en pie, así que movía la pata, la cola, lloraba y gemía, se agarraba la cabeza con las dos manos y decía:
  • 152. —¡Ay, Ay, Ay, señor Lobo!.. —(pero, mientras tanto, pensaba: de alguna manera tengo que sal varme). —¡Ay, Ay, Ay, señor Lobo!. . —(pero, mientras tanto, pensaba: ya sé, le diré que él es tan bueno, etc., etc., y que sabe tantas cosas, etc., etc., que a lo mejor hasta de médico
  • 153. —¡Ay, Ay, Ay, señor Lobo! ¡Mire usted cómo me estoy muriendo! ¡No me deje morir así, sufrien do tanto! ¡Ay, señor Lobo, qué dientes tan gran des y preciosos que tiene usted! Parecen hechos a propósito para sacar clavos! —¿Te parece? —preguntó el lobo. —Claro que sí. Antes de que muera, pruebe, sá-
  • 154. queme el clavo de la pata, y después, cuando me muera tranquilo, porque con clavo o sin clavo igual me voy a morir, cómame usted en recom pensa, todo, enterito, de la cabeza a los pies. —Y si te saco el clavo, ¿por qué te vas a morir? —¡Porque sí! —contestó Don Burro—. ¡Porque estoy muy mal! ¡Ay, Ayyyy! ¡Haga usted rá pido lo que tiene que hacer, que lo único que interesa acá es que yo pueda morir tranquilo, sin este dolor!.. —Bueno, si es así —dijo el Lobo—, sacaré dos dientes de mi estuche y una uña bisturí... ¡A ver, déme la pata!.. —Esta es una operación de cuidado, pero, para mí, que tengo tanta práctica, es sólo una patacu- ritis sencilla. —¿Dolerá mucho? —preguntó Don Burro. —Alargue bien esa pata y no se me acobarde. Procederé. ? TAC £¡TS
  • 155. —¡AY, AY, AY! —decía el burro, y pensaba: ahora es el momento, mientras tiene mi pata de recha, no, la izquierda, no, la derecha, qué lío... Bueno, cuando me saque el clavo de esta pata, yo con la otra le doy una... Y, en efecto, el buen Don Burro le dio tal directo a la mandíbula del Lobo, con su guante de bo xeador, que todos los dientes del Lobo cayeron de su estuche con gran estrépito. V 1 É 5¿' i 1 PJ
  • 156.
  • 157. Aprovechó entonces Don Burro, corre que te co rre, escapando por el camino verde, verde, verde, y el Lobo se quedó solo, muy solo, con unas ga nas de llorar... Y ya que tenía tantas ganas de llorar, lloró: —¡Ay,Ay! ¡Infeliz de mí! ¡Yo, que tenía un buen oficio como lobo carnicero, ahora he quedado sin los dientes, por meterme a lobo curandero!1