5. LA TORTUGA Y LOS PATOS
Este verano no me ocurrirá como los otros —dijo
Doña Tortuga, mientras miraba una bandada de
pájaros silvestres que volaban hacia el horizonte.
—Apenas pasen las fiestas de fin de año, me pon
dré en camino y saldré a conocer el mundo.
El año anterior, cuando se disponía a partir, apa
reció Doña Rata con sus seis hijas a pasar las
vacaciones en su casa, y Doña Tortuga tuvo que
desistir de su viaje. Y el año de antes había te
nido una angina que la mantuvo en cama durante
todo el verano. Y el año anterior al de antes era
muy chiquita para viajar sola.
6. Pero, aunque a Doña Tortuga le gustaba mucho
viajar, apenas salía de su casa. La laguna, los
matorrales* las cuevas que había cerca de su casa
apenas los conocía. Doña Tortuga pensaba que,
como aquellas cosas estaban tan cerca, no valían
la pena de moverse para ir a verlas.
Doña Tortuga quería conocer otros países.
Doña Tortuga quería llegar a donde ninguna tor
tuga hubiera llegado antes.
Doña Tortuga hubiera querido tener alas, para
volar cuando se le diera la gana.
Entonces una tarde llegó a la laguna y estuvo
conversando con los patos silvestres.
—Este verano partiré y no creo que vaya a vol
ver —dijo.
—¿Cómo viajarás? —le preguntaron los patos.
—Andando —contestó la tortuga.
—Parece que no se ha dado cuenta de que es
una tortuga —dijo un pato a otro, volviendo hacia
él el pico para hablarle con disimulo y por lo bajo.
Y agregaron después en voz alta:
—Nos parece muy bien, Doña Tortuga, su entu
siasmo por viajar. Nosotros también somos gran
des viajeros.
—Lo sé —dijo Doña Tortuga—. Siempre los miro
cuando levantan el vuelo. ¡La de países que deben
de conocer!
—¡No tanto, Doña Tortuga, no tanto! —contesta
ron los patos.
8. —Y como sé que tienen experiencia, sobre esto
mismo quería consultarles.
—Lo que guste usted, Doña Tortuga —contestaron
los patos encantados.
--Desearía saber cuál es el mejor camino para
partir.
Los patos movieron la cabeza para todos lados y
señalaron con la pata un camino angostito y largo.
—El mejor camino para partir es el que está bor
deado de tréboles —dijeron. Y agregaron con voz
llena de emoción:
—¡Es el camino que lleva a los países lejanos!
—Pero no te enojes, Doña Tortuga, si te decimos
que tardarás 125 años en llegar.
—No importa —dijo Doña Tortuga— yo vivo 500
años.
Los patos hablaron bajito un rato, y al final di
jeron:
9. —Doña Tortuga, hemos decidido una cosa. Via
jaremos y tú serás nuestra compañera. Volaremos
bien alto, sobre el camino de tréboles, hasta llegar
a los países del Lejano Oriente. Verás palacios,
montañas, góndolas, volcanes y rascacielos, ascen
sores y grandísimas palmeras.
—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! —decía Doña Tortuga, llena
de entusiasmo.
—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!..
Doña Tortuga no cabía en sí de alegría y daba
vueltas como un trompo. Se veía ya resbalando
por las montañas, bajando y subiendo en ascensor,
cantando en góndola, comiendo dátiles. ¡Por fin
se alejaría de aquel lugar tan aburrido!
—Tranquilízate —le dijeron los patos—. Ahora
tenemos que pensar en construir la máquina.
—¿Qué máquina? —preguntó Doña Tortuga.
—La máquina para llevarte.
10. —¿Tendrá motor?
—El motor seremos nosotros —contestaron los
patos.
—¡Entonces serán dos motores!
—Hace falta una vara liviana y resistente —di
jeron los patos.
Y comenzaron a buscarla. Recorrieron los alre
dedores y en la otra orilla de la laguna encon
traron un gran sauce. Cortaron una vara y le
Quiitaron las hoias.
— i a esiá pronta la máquina —anunciaron—. Abre
la boca y te la colocaremos.
Doña Tortuga abrió la boca y los patos le colo
caron la vara.
—¡A cerrar la boca! —dijeron—. Haremos un
largo trayecto, pero en todo el viaje no abrirás
la boca ni para decir Mu. Sujétate bien, que ya
emprenderemos vuelo. ¡Atención! ¡Y boca cerrada!
Los patos levantaron vuelo, con Doña Tortuga
prendida fuertemente de la vara. Se levantaron
11. por el aire y Doña Tortuga miraba encantada todo
lo que iba pasando bajo sus ojos: con la boca
bien apretada, se balanceaba en la máquina por
encima de los árboles.
Los demás animales, al verla pasar, no salían de
su asombro.
El cerdo, el burro, el chivo, el perro, comentaban
en voz alta aquella maravillosa proeza:
—¡Doña Tortuga es la reina de las tortugas! —de
cían—. ¡Elevarse por los aires con su casa a
cuestas! ¡Qué maravilla!
—¡Doña Tortuga es la emperatriz de las Tortugas!
Doña Tortuga los oía y se llenaba de orgullo.
Tanto, que se olvidó de que tenía que tener la
boca cerrada y gritó:
—¡Sí, SOY LA REINA DE LAS TORTUGAS
Y ME VOY A OTROS PAÍSES PORQUE AQUÍ
NO HAY NADA QUE MEREZCA SER VISTO
POR Mí!
12. Claro que aquello fue lo que quiso decir, porque
apenas abrió la boca, empezó a caer por el aire,
dando vueltas, y no tuvo tiempo de pronunciar
una sola palabra. Lo único que se le oyó fue:
AAhhhhhhhhhhhhhhhh... ¡ Patapáfate!..
Doña Tortuga cayó en mitad de la laguna. Cayó
y rebotó: ¡Menos mal que sabía nadar! Muy agi
tada, llegó por fin a la orilla. Sus amigos los
patos se alejaban, a todo volar, rumbo a los le
janos países del Oriente y Doña Tortuga apenas
tuvo tiempo para hacerles adiós con la pata.
Los otros animales se acercaron a socorrerla y
la acompañaron hasta su casa. Doña Tortuga se
sintió muy triste, y al otro día, para distraerse
y olvidar su pena, salió a dar una vuelta por los
alrededores. Llegó al camino de los tréboles y
se quedó un rato mirando los bichitos que pa
saban, vestidos todos ellos con sus trajes de co
lores. Le gustaron tanto, que al otro día volvió,
y al otro día fue a los matorrales, a ver las prue
bas de salto que daban las liebres, y al otro fue
al concierto de las ranas.. .
Todos los días salió de su casa y caminó de aquí
para allá, y todo lo que encontró era interesante
y divertido.
—Esto es tan lindo como los volcanes, las gón
dolas y los ascensores que hay en los lejanos paí
ses —comentó un día en rueda de animales—. Y
13.
14. además queda cerquita de mi casa. Y además
tengo tanto amigos, que no pienso salir de viaje
esta temporada.
Y no salió ni aquel año, ni al otro, ni al otro,
porque cada vez encontró cosas nuevas que ver,
amigos nuevos con quienes jugar, y distintas ocu
paciones en que entretenerse. ¡Hacía trescientos
cincuenta años que estaba en aquel lugar, y aún
no lo conocía del todo.
Menos mal que le quedaban todavía ciento cua
renta y cinco años por delante, porque todo lo
anterior le ocurrió a Doña Tortuga cuando era
aún muy chiquita, y no sabía ver, ni apreciar bien
todo lo bueno, y hermoso, y lindo, que la rodeaba.
17. Un día la pájara carpintera bajó y subió ciento
treinta y cinco veces del mismo árbol, después de
lo cual se sentó a descansar. Pero, como estaba
medio aturdida, se le empezaron a ocurrir cosas
que nunca se le habían ocurrido.
—Podría tener un negocio de muebles finos —pen
só primeramente.
—O podría poner un cartel que dijera:
¡SUBO Y BAJO EN ASCENSOR,
CUALQUIER FRUTO Y CUALQUIER FLOR!
—Y también podría dar conciertos de tamboril.
18. —Pero mejor voy a empollar, aunque, en vez de
empollar mis huevos, empollaré huevos de tórtola
y de picaflor, de perdiz y de gorrión.
Y se puso tan contenta, que bajó y subió ciento
setenta y nueve veces en dos minutos por el tron
co del árbol.
Al final, dijo:
—Mañana mismo salgo de recorrida para reunir
los huevos.
Y al otro día, bien tempranito, salió de recorrida
a buscarlos.
Esperó a que Doña Gorriona se estuviera bañando
en el charquito, y le sacó un huevlfo. Cuando el
Sol estaba alto, la perdiz salió a dar su paseo
y aprovechó el momento para sacarle otro huevo.
—Todas las demás pájaras me envidiarán por te
ner pichones tan variados —dijo, y se dirigió a
la casa de Doña Tórtola; sabía que aquélla era la
hora en que Doña Tórtola iba de compras al mer-
19. cado de bichitos, y así, tranquilamente, pudo sacarle
otro huevito.
—Falta la Señora Picaflor —dijo—. Iré cuando
esté en los rosales.
Y esperó un ratito, subiendo y bajando tres veces
por el viejo roble. Pero, al poco rato, se llevó tam
bién un huevito, chiquitísimo, de la Señora Picaflor.
—Ahora están todos —dijo—. Y se sentó a em
pollarlos.
Esperó ansiosa varios días sin bajar ni subir por
el tronco del árbol, hasta que empezaron a apa
recer los pichones y, cuando estuvieron todos na
cidos, anunció en el tronco del roble viejo la bue
na nueva.
20. Las aves del bosque acudieron volando al anuncio
y cuando vieron lo que ocurría, empezaron a piar
todas juntas:
—¡Este pichón es mío! —gritó la perdiz.
—¡Y éste es mío! ¡Lo reconozco porque se parece
a sus hermanos! —dijo la tórtola.
21. B—¡Éste es el mío! —dijo la gorriona, llevándoselo
H)ajo el ala.
■—¡Estoy segurísima de que éste es mío! ¡Tiene
¡jni mismo color de cola! —dijo la Señora Picaflor.
HT todas se retiraron indignadas, llevándose sus
■•espectivos hijos.
22. —¡Me quedé sin nada! ¡Ay, ay, ay! —lloróla pá
jara carpintera.
—¡Quería tener hijos de todas las clases y me
quedé sin ninguno! ¡Ay, ay, ay!
—¿Y por qué no te conformas con tener los tu
yos? —le preguntó el viejo roble.
—¡No me conformo nada! ¡Y de enojada que
estoy, no voy a empollar ya! —dijo la pájara car
pintera.
Y subió y bajó por el tronco, pero subía y bajaba
muy despacio, para escuchar bien lo que le decía
23. el roble, que, como tiene muchos años, sabe mu
chas cosas y da muy buenos consejos.
—Cálmese, Doña —le dijo el roble—. ¿Qué es eso,
que no va empollar nunca ya1? Si no tiene usted
hijos, tampoco tendrá nietos, y entonces... ¿a
quién va usted a contar cuentos en las noches in
vernales? ¿En? ¿Quiere usted decirme1?
—¡Tiene usted toda la razón del mundo, Don Ro
ble! ¡Eso es algo muy importante, que hay que
tener muy en cuenta! Me ha convencido. He
obrado como una aturdida que soy.
24. Y a la semana siguiente se puso a empollar siete
huevos, y de los siete huevos salieron siete picho
nes. Aquellos siete pichones se hicieron grandes y
le dieron cuarenta y nueve nietos. Ahora la pá
jara carpintera es la que más cuentos cuenta en
las noches invernales. Y el cuento que más les
gusta a los pichoncitos nietos es el que trata de
una pájara carpintera que empolló los huevos que
no eran de ella. Siempre lo cuenta de distinta
manera. Y también lo escribe, grabándolo con el
pico en el tronco del viejo roble. Porque al viejo
roble le gustan mucho las historias de pájaros. ¡So
bre todo ésta, que él mismo ayudó a inventar!
27. Había una vez un tordo pequeñito, tan pequeñi
to, que era tataranieto de un tordo viejo, tan viejo,
que era tatarabuelo del tordo pequeñito. El tor-
dito apenas estaba aprendiendo por entonces a
volar y buscar alimentos, pero, como todos los tor
dos pequeños, creía que sabía todo de todo.
El tordo viejo volaba y observaba, hablaba muy
poco de lo que sabía, pero en verdad sabía todo
lo que tiene que saber un tordo.
Un día, después de mirar a su tataranieto dar
vueltas y más vueltas, le dijo:
—Querido tataranieto, anímate y vuela más lejos.
Por aquí no encontrarás nada muy apetecible.
Estas encinas son muy hermosas, sobre todo ahora
que llega el otoño y las hojitas comienzan a po
nerse doradas, pero, si vuelas un poco más allá,
encontrarás una viña cargada de racimos.
El tordito fue, voló un poquito y al rato volvió
sin haber visto la viña. El tatarabuelo le pre
guntó:
—¿Encontraste la viña?
28. —¡No! ¡Volé y volé por ahí, pero no encontré
nada! —respondió el tordito.
—Es que no miras bien.
—¿Cómo que no miro bien1? ¡Miré tanto, que en
contré un fruto grande, grandísimo, que debe de
ser riquísimo!
—Me parece que estás equivocado —le dijo el
viejo tordo.
—¿Equivocarme yo? —le dijo el tordito, que, co
mo sabía muy poco, creía que no se equivocaba
nunca.
29. —Ven —le dijo el tordo viejo—. Volaremos juntos
y te mostraré la viña.
Empezaron, pues, a volar, dejaron atrás el bos-
quecillo y cruzaron como dos flechitas negras por
el cielo azul.
Llegaron a la viña y el tatarabuelo exclamó:
—¡Mira, mira qué hermosas están las uvas, bri
llantes y moradas!
—¡No me digas tatarabuelo, que ésa es la fruta
de que tanto me hablabas! ¡Tan chiquitita! ¡No
vale la pena! ¡Y no debe de ser nada rica tampoco!
30. ¡TOCÍ
1 ¡Toa
No me molestaré siquiera en probarla. Y te diré
además, tatarabuelo, que la fruta que yo vi, es como
107 veces más grande que ésa. ¡Entonces tiene que
ser como 107 veces más rica también! ¡Vamos rá
pido a comerla! ¡Verás! ¡Verás!..
—Me parece que estás equivocado. En mis ochen-
31. ta años de tordo, lie probado todo lo que existe
de comestible por estos lugares, y estoy seguro de
que no hay fruto, por grande que sea, que valga
más que un peqeñito grano de uva —dijo el ta
tarabuelo, que, como sabía muchas cosas, sabía
también que podía equivocarse. Y otra vez vola-
32. ron los dos tordos, como dos flechitas, por el cielo
azul.
Y de pronto exclama el tordito:
—¡Ahí, ahí! ¡Ahí está la fruta! ¡Grandísima y
riquísima!
Y aterrizó sobre una gran calabaza. Comenzó a
picotearla, y siguió picoteándola y picoteándola,
pero era como si picoteara un buzón. Siguió pi
coteando y picoteando un rato todavía, pero de
pronto comprendió.. . ¡Y sin decir ni pío, voló
a la viña!..
En la viña picoteó y comió todo cuanto quiso, y
el tatarabuelo se dio cuenta de que el tordito había
aprendido lo que todo tordo tiene que saber.
—En un fruto tan chiquito está concentrada toda
la dulzura —dijo el tordito.
Y haciéndose el asombrado, le contestó su tata
rabuelo:
—¡Has dicho una gran verdad!
33. El León Rey
y el Leopardo
Narración de Beatriz Barnes
Ilustración de Marta Gaspar
34.
35. Hacía un montón de años que el Leopardo vivía
en la selva: una selva grandísima, toda verde, con
subidas y bajadas, y toda llena de árboles y ani
males, flores y pájaros.
El Leopardo, un día, se puso el traje de Sultán
y dijo:
—¡Yo soy el dueño de toda la selva y de todos
los prados que hay en ella y de todas las ovejas
que están en esos prados! ¡Y de todos los ríos
que hay en la selva, y de los pescados que viven
en esos ríos! Un poco más lejos hay campos donde
viven grandes manadas de bueyes, y yo soy tam
bién el dueño de todos esos bueyes y de los paja
ritos que se posan en los cuernos de los bueyes
36. Ocurrió que un día, en una selva vecina, nació un
León.
El Leopardo se puso el gorro de Sultán y fue a
saludar al León, recién nacido. Después volvió a
su casa, y llamó al zorro, que era el ministro de
la selva.
—Señor ministro zorro —dijo el Leopardo—, lo,
he llamado porque tengo muchas ganas de con
versar con usted del calor que hace, del canto de
las ranas, de los peces de colores, y...
—Del León que acaba de nacer en la selva vecina
—dijo el zorro.
—¡Sí, también del León! —dijo el Leopardo Sultán.
—Yo creo —dijo el zorro— que, en vez de hablar,
tendríamos que pensar.
—¿Pensar en qué? —preguntó el Leopardo.
—Pensar qué vamos hacer con el León.
—¿Y qué podemos hacer con el León? —dijo el
Leopardo—. Es un León pequeñito y muy bonito.
—¡Ah! ¿Sí? —dijo el zorro ministro—. ¿No sabe
usted, señor Sultán Leopardo, que los días pasan
unos tras otros y forman una semana, y las se
manas pasan y forman los meses,, y los meses
van pasando y forman los años, y los años van
uno tras otro hasta formar un siglo, que es como
cien años juntos?
37.
38. —¡Qué montón de cosas que sabe usted, señor
ministro zorro! —dijo el Leopardo.
—Lo que pasa es que yo tengo mucha selva —re
plicó el zorro—, y creo que usted no se ha dado
cuenta de por qué le estoy hablando tan larga
mente de esa cosa que se llama TIEMPO.
—No, la verdad que no, pero me gusta mucho
oírlo hablar de los años que pasan y se convierten
,en semanas y de los siglos que se convierten en
días. . .
—Me parece que usted no entiende mucho de na
da —dijo el zorro un poco fastidiado—, pero no
importa. Lo que quería decirle era que, cuando el
tiempo pasa, los leones recién nacidos crecen, y
también les crece la melena, y les crecen las ga
rras, y el rugido se les hace más estruendoso, y
un buen día se ponen el traje de Rey León y se
convierten en dueños de la selva.
•crecen!,
39. —¿De veras0? —dijo el Leopardo, sin poderlo creer.
—Tal como se lo digo, señor Sultán —contestó el
zorro ministro.
El Leopardo pensó un poquito, y después dijo:
—Entonces habrá que decirle al tiempo que no
pase tan ligero.
—¡Oh! —dijo el zorro, muy molesto—. Usted es
mucho más tonto de lo que yo pensaba. Lo único
posible es hacerse amigo del León, así cuando él
sea rey, le deja a usted ponerse el traje de Sul
tán, para que lo miren con respecto las hormigas,
los sapos y hasta todos los mosquitos de la selva.
40. —Usted, señor ministro zorro, esta diciendo mu
chas cosas raras, que no me gustan nada. Yo ten
go traje de Sultán, sombrero y guantes de Sultán.
Y me miran con respeto todos los animales y yo
soy el dueño de toda la selva. Y ahora me voy
a dormir, porque estoy muy cansado.
—No se me duerma —dijo el zorro—. Yo quería
explicarle que... ^
Pero ya el Leopardo se había quedado dormido y
el zorro ministro se fue a visitar al León recién
nacido: y como era un ministro muy zorro, al
poco tiempo era tan amigo del León, que el León
le dijo:
41. —Señor zorro, cuando yo sea grande y me ponga
el traje de Rey, usted va a ser mi ministro.
42. El Leopardo durmió y durmió, hasta que lo des
pertaron los rugidos del León, que ya se había
convertido en un animal enorme, con garras y
melena grandísimas, y se estaba mirando en el
espejo lo bien que le quedaba el traje de Rey
León. Rápidamente mandó el Leopardo a buscar
al zorro ministro.
OOÜ
43. —Eso mismo —dijo el León— y no pienso qui
tarme el traje de Rey en muchos años.
—¿No? —preguntó el Leopardo.
—¡No! —contestó el Rey León.
—Yo se lo avisé —le dijo el zorro al Leopardo
muy bajito—. Entregúele usted esos regalitos.
EL REY
Entonces el Leopardo le entregó al León la colec
ción de medallas y la flauta, y el León se puso
tan contento, que habló sin rugir:
44. Muy'sorprendido el Leopardo se quitó el gorro de
¡Sultán y contestó:
—Puede decirme todas las cosas que quiera, pero
antes me gustaría darle unos regalitos que tengo
en el bolsillo.
—Muchas gracias —contestó el León—. Pero ten
go tantas cosas, que no creo que me haga falta
ningún regalito. Mire, soy el dueño de toda la
selva grande y de la selva chiquita, y de los prados
y de las ovejas, de los ríos y de los pescados y...
—De los campos, de los bueyes, y de los pajaritos
que se posan en los cuernos de los bueyes —pro
siguió el zorro ministro.
45. —No me parece. Creo que lo mejor será que le
mande usted una oveja, algún buey y, si tiene un
elefante que le sobre, mejor que mejor.
—¡Ah! ¡No, no y no! —«lijo el Leopardo—. Ya
está usted diciendo cosas raras. Con las medallas
y la flauta el León se quedará muy contento.
—Hágame caso, señor Leopardo, mándele todas las
ovejas y todos los bueyes y todos los elefantes
que pueda. ¿No oye que el León está rugiendo
cada vez más cerquita?
—No. Yo creo que ese que se oye ahora es el eco
del rugido de esta mañana.
—¡¡ES EL RUGIDO DE AHORA!! —rugió el León,
vestido de Rey—. Y se lo estoy haciendo bien
cerquita de su oreja, señor Leopardo. Lo que pasa
,es que tiene usted el gorro de Sultán puesto y
no oye ni ve nada de lo que pasa a su alrededor.
Quíteselo, que quiero decirle unas cuantas cosas. ^¿T
46. —¿Qué hago ahora? —preguntó—. Me quedé dor
mido y no me hice amigo del León, ni hablé siquie
ra con el Tiempo.
—Eso ya no tiene remedio —le dijo el zorro—. El
León acaba de lanzar su rugido más fuerte, y eso
quiere decir que ya es Rey y que se viene para
acá. Mejor será que le haga usted, unos regalitos.
—Tiene usted razón —asintió el Leopardo—. Le
regalaré mi colección de medallas y la flauta.
47. —Muchas gracias —dijo—, señor Leopardo, puede
usted usar el traje de Sultán todos los días de
fiesta. Mañana, por ejemplo, es la fiesta de las
abejas, y pasado mañana la de las cebras, y el
jueves el cumpleaños de la jirafa. Pero eso sí:
¡el Rey de la selva soy yo! ¡Yo!. . .
El Leopardo se volvió a poner el gorro de Sultán
y se fue caminando, despacito, despacito, con el
.zorro. Después de pensar un ratito como de tres
o cuatro horas, dijo:
—¡Pero mire que pasan cosas raras en la selva!
—Esto tenía que pasar —le contestó el zorro—.
En las selvas siempre se visa un León como Rey,
y no un Leopardo como Sultán.
48.
49.
50. —Bueno —dijo el Leopardo—, yo he sido, soy
y seré el único Sultán Leopardo en la historia de
la selva, y eso, señor ministro zorro, se lo contaré
a todos los que pasen por acá.
Tantas, tantas veces lo contó, que el cuento, tal
como yo se lo he contado a ustedes, llegó hasta
mi casa, que queda un poquito lejos de la selva.
53. Pasó un tiempo y pasó otro tiempo, y un día del
tercer tiempo decidió el León formar un gran ejér
cito. En aquella selva no había nadie que quisiera
pelear, pero por las dudas, dijo el León, si al
guna vez, cruzando los mares, llega hasta aquí un
ejército con ganas de pelear, nos entrontrará bien
preparados.
—Esto es bastante improbable—se dijo de nuevo
el León—, ya que para llegar a esta selva hay
que cruzar tres grandes mares y un montón de
cadenas de montañas, con volcanes y todo, pero
igual tengo ganas de formar un gran ejército.
Así dijo el León, y todos los animales estuvieron
de acuerdo.
Entonces se reunieron bajo un gran alcornoque,
y el León les dijo:
—Esto de formar un ejército debe de ser una co
sa importante. Me parece, pues, que lo mejor será
que cada uno cumpla sus funciones de acuerdo
con su especial manera de ser. Pero, entretanto,
pensaremos, conversaremos y al final decidiremos.
Así estuvieron durante muchas horas de aquel
día y durante muchas horas del día siguiente,
54. hasta que de común acuerdo decidieron:
—Primero los proyectiles.
—A mover las encinas y las palmeras, que caigan
todos los .coquitos y todas las bellotas, y a colo
carlos encima del lomo del elefante. El llevará
todos los pertrechos y utensilios que necesitemos.
Así lo hicieron y después de colocar el último
proyectil, fueron disponiendo con cuidado también,
sobre el lomo del elefante, los pertrechos y uten
silios que el León iba enumerando en voz alta:
55. —Anteojos larga vista.
—Papel de envolver.
—Compás y brújula.
—El almanaque del año que viene.
—Trozos de cordel de cinco y ocho centímetros.
—La lata de tabaco sin tabaco.
—El patín.
—El astrolabio.
—El acordeón.
—Las cantimploras con granadina.
56. Se detuvo el León de enumerar y dejaron los de
más animales de colocar utensilios sobre el lomo
del elefante.
—Todavía puedo llevar algo más —dijo el elefan
te con gran delicadeza.
—Pues que vayan arriba los lobos, encima de to
do —dijo el León—. Su función será aullar y aullar,
para que todo el mundo sepa que estamos acá. Dé
ahora el oso un paso adelante y recibirá las ins
trucciones.
Se colocó el oso en el centro y el León prosiguió:
—Tú, en caso de asalto, asaltarás.
—¿Cómo? —preguntó el oso.
—Muy sencillo, asaltando.
—Encantado, así lo haré —contestó el oso.
*
57. —Adelántese el zorro —dio el León.
—Aparte de mi función como simple soldado en
este ejército magnífico —preguntó el zorro, ha
ciendo una reverencia—, ¿qué otra cosa tenéis que
encomendarme %
—Toma este portafolio —dijo el León—, hemos
decidido que tu tarea sea la diplomacia secreta.
Ahí dentro tienes un par de guantes, un frasco de
agua de colonia y un aparato a transistores con
nuestras claves secretas.
—Estoy un poco fatigado de dar tantas órdenes,
pero prosigamos —dijo el León—f. secándose la
frente.
58. —Los monos distraerán al enemigo siempre que
sea necesario, para que los mosquitos, siempre a
Ja ofensiva, puedan descargar su artillería por
sorpresa.
—Estamos bien dispuestos —contestaron monos y
mosquitos al unísono.
—Prosigamos. La cigarra y el grillo, el sapo y
la rana, formarán nuestra banda musical. Sus
instrumentos estarán siempre en forma, cuerdas
afinadas y clavijas apretadas. La rata será la
encargada de liberar con sus dientes a todo aquel
que caiga en alguna trampa enemiga.
Ya estaba hecho el reparto, cuando alguien, que
nunca falta, dijo:
—El asno y la liebre mejor será que se queden
en sus casa, el uno por torpe y la otra por
miedosa.
59. —¿Cómo es eso? —preguntó el León.
—Digo —respondió alguien— que la liebre y el
asno mejor sería que se quedaran en sus casas.
—Está usted muy equivocado, señor mío. El asno
y la liebre tendrán su empleo también en esta
armada. Y si alguna vez llega el enemigo. . .
No acabó el León de completar la frase, cuando
un terrible ruido conmovió la selva por el lado
Oeste. ^
—¡Todos a sus puestos! —rugió el León.
60. Y todos los que se hallaban presentes comenzaron a
aprontarse para la lucha. Pero faltaban muchos
animales todavía.
—La liebre —llamó el León.
—Presente —dijo ésta, algo aturdida.
—¡Pronto! Nadie más rápida que tú. ¡Ve, pues,
y avisa casa por casa, a la cebra, a la jirafa, a las
61. hormigas, que el momento de la lucha ha llegado!
Y que todos los que no han acudido, que vengan
en seguida.
Y la liebre partió tan presurosa, que en un peri
quete llegaron todos los animales que faltaban. Y
comenzaron a marchar cuando el ruido que venía
del Oeste se hacía más estruendoso.
62. —¡A anunciar que llegamos! —dijo el León—. Us
ted, señor burro, lance el mejor y más fuerte de
sus rebuznos.
El burro comenzó a rebuznar tanto, tan sostenido
y tan fuerte, que cuando al cabo de treinta y
siete minutos interrumpió su rebuzno, en la selva
reinaba un completo silencio, como de estupor, y
no se oía ni un ruidito, ni por el Oeste, ni por el
Sur, ni por el Este, ni por el Norte.
63. —El enemigo ha huido espantado —anunció el
León solemnemente—. Y que sirva esto de lec
ción a los charlatanes. La liebre será para siem
pre nuestro correo, y el burro infundirá pavor a
las tropas enemigas. Ahora descansemos —agregó
el León— y mañana proseguiremos.
—Me parece que metí la pata —dijo el loro, que
era quien había dicho lo de la liebre y el asno.
El comandante en jefe, señor León, ha dado prue
bas de buen sentido y prudencia. Veremos qué
papel me toca desempeñar a mí, cuando me llegue
el turno.
64. Porque así ocurre en ese ejército: todos tienen un,
empleo útil. Loro y jirafa, cebra y tucán, liebre
y asno, todos ocupan sus puestos. Y si un día,
del otro lado de los tres grandes mares, o del otro
lado de las largas cadenas de montañas con sus
volcanes, llega hasta esa selva alguien con ganag
de pelear, tendrá que vérselas con el poderoso y
disciplinado ejército del comandante en jefe, se
ñor León... ¡que los mandará de vuelta, a pun
tapiés, con la velocidad de los aviones a chorro!... ^
67. Y así fue. Al otro día el hacendado oyó a Gre
gorio cantar desde el amanecer hastabien entrada
la noche.
El hacendado, en cambio, era un hombre muy
simple y nada listo. Tenía montones de cientos
de monedas que cuidar, y en eso se pasaba el
tiempo.
Y siempre se lamentaba:
—¡Ay! ¡Cómo hará mi vecino, el pobre zapatero,
para dormir y ^
68. —Muchas gracias, señor hacendado —dijo—. Acá
le dejo las cien monedas de oro que usted me
regaló.
—¿QUÉ?.. —preguntó el hacendado, abriendo
dos ojos grandísimos, de pura sorpresa.
—¡Que acá le traigo las monedas de oro! —repi
tió Gregorio—. No las quiero tener más. Por cui
darlas, no hago otra cosa, ni tengo un momento
de tranquilidad. Téngalas usted, que está acos
tumbrado a eso. Yo quiero trabajar en paz, dor
mir de noche y cantar de día.
69. Sacó, pues, una tabla del piso y colocó allí la
bolsa con las cien monedas de oro.
Pero a la noche siguiente volvió a pensar en las
monedas, y decidió:
—¡No! Las colocaré en el pozo. Allí estarán más
seguras.
Entonces las puso dentro del balde y bajó el bal
de al pozo.
70. Pero, cuando estaba durmiendo, lo despertó un
ruido y se levantó alarmadisimo, pensando que
estaban robándole las cien monedas de oro. Pero,
por más que buscó y buscó, lo único que encontró
fue al perro, royendo un hueso y las monedas,
tranquilitas, quietas, en su lugar.
Se acostó otra vez y al rato lo despertó otro rui-
71. do. Salió y buscó y encontró al caballo... ¡es
pantándose las moscas con la cola!
Después se levantó por el cerdo y por las galli
nas y por la lluvia que comenzó a caer... ¡Y ya
era hora de levantarse a trabajar y no había dor
mido nada, ni un poquito!..
72. Tan cansado estaba, que apenas pudo trabajar, y
menos que menos cantar. ¡Qué iba a cantar!
Al otro día tampoco cantó, ni a la noche durmió.
Cuidaba día y noche el bolso con las cien mone
das de oro y el tiempo apenas si le alcanzaba
para eso nada más. Apenas trabajaba.. ., ni mi
raba los aviones..., ni nadaba..., ni se tiraba en
el pasto..., ni dormía. .., ni cantaba.. .
Pero, como era un hombre muy listo, un día se
dijo:
—¡BASTA! ¡BASTA! ¡BASTA! ¡BASTA!..
Sacó las monedas del pozo y se las llevó al ha
cendado.
73. —¿Todas para mil —preguntó el zapatero.
—Todas para ti —respondió el hacendado, y re
gresó a su
Gregorio el zapatero empezó a buscar un lugar
seguro donde guardar las monedas.
—Las guardaré encima del ropero —dijo—, y su
biéndose en un banco, las coloco con gran cui
dado.
: -■]
•—í
74. Pero, poi la noche pensó: creo que estarán más
seguras debajo de la cama.
Entonces las sacó de encima del ropero y las pu
so debajo de la cama.
Pero al otro día, mientras trabajaba, se dijo:
—Creo que estarán más seguras bajo una tabla
del piso.
75. Hay muchos días en los que no se trabaja, por
que es fiesta, la Navidad, la Pascua, la batalla de
San Lorenzo, el carnaval y tantas fiestas más.
Además, hay un montón de días en que no hay
trabajo, y otros en que, en vez de trabajar, es
mejor tirarse en el pasto, nadar, mirar todos los
bichitos que vuelan, las florcitas del campo y los
aviones que pasan...
V '*mim
76. —Este hombre es un simple —pensó el hacenda
do—. Creí que tendría algún motivo para cantar
como canta y dormir como duerme, pero no tiene
nada de nada. Le daré unas monedas de oro para
que las guarde.
—Aquí tienes Gregorio. Cien monedas de oro pa
ra ti. Guárdalas bien para cuando las necesites.
77. Había una vez un zapatero, pobre, que cantaba
todo el día y dormía toda la noche.
Y había también un hacendado, muy rico, que no
cantaba nunca y no dormía casi nada.
—¡Ay! —dijo el hacendado—. ¿Cómo hará mi ve
cino, el zapatero, tan pobre, para cantar y dor
mir? Yo, con todo el dinero que tengo, apenas si
pego los ojos y no sé cantar ni "el arroz con
leche". ¡Si pudiera ir al almacén y comprar un
78. kilo de sueño bien servido! Pero, como eso no es
posible todavía, a pesar de todos los inventos que
se están haciendo todos los días, lo único que me
queda por hacer es ir a preguntarle a mi vecino
cómo se las arregla para cantar todo el día y dor
mir toda la noche.
Llamó el hacendado a la puerta del zapatero y
le preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—Dime, Gregorio, tú cantas todo el día y duer
mes toda la noche, ¿no es así?
—Es verdad —dijo el zapatero.
—Gregorio, dime. ¿Cuánto dinero guardas por
año?
—¿Que qué? ¿Que cuánto dinero guardo por año?
No guardo nada. Lo que gano con mi trabajo,
me alcanza justito, justito para comer.
—Dime Gregorio, ¿cuánto dinero ganas en un día
de trabajo?
—Y. . . —dijo Gregorio el zapatero—. A veces
gano un poco más y a veces gano un poco menos.
79. tengo unas ganas locas de llorar. ¡Ji, ji, ji, ji!
—Bueno, bueno, cálmate —dijo la hormiga, ten
diéndole un pañuelo—. Suénate. Algo te presta
ré, pero espero que lo que te ocurre te sirva de
lección. Creo que si cantas un poco y trabajas
un poquito también en el buen tiempo, no te ve
rás más en esta fea situación y te convertirás en
la primera cigarra trabajadora del mundo. A lo
mejor hasta podrás trabajar cantando. ¿Tú sa
bes? A mí me gustaría hacerlo, pero para el can
to soy una tonta. No sé cantar ni el pío pío.
—Si quieres, algo te puedo enseñar yo —dijo la
cigarra—. Y si aprendes, te convertirás en la pri
mera hormiga cantadora.
—Podríamos intentarlo —dijeron las dos a dúo.
Y allí se quedaron, ensayando y practicando.
Veremos qué pasa, pues, este verano. Si es que
no las contrata algún circo para llevarlas al ex
tranjero, tendremos por primera vez en nuestro
jardín una hormiga cantadora y una cigarra tra
bajadora, f^
80.
81.
82. La Cigarra
y la Hormiga
Narración de Beatriz Barnes
Ilustración de Marta Gaspar
84. —¡Un momento, señora cigarra, un momento! —di
jo la hormiga—. A usted el tiempo se le hizo
corto, porque no hizo nada más que cantar y bai
lar, pero para mí fue muy largo porque no hice
otra cosa que trabajar y trabajar, y recuerdo aho
ra que el día aquel que acarreaba la madreselva
del cerro, usted me vio pasar varias veces y ni se
le movió un pelo, digo una antena, para ayudarme.
—¡No la habría visto, doña hormiga! —dijo la ci
garra—. Créame usted, la habría confundido con
otra hormiga. Aquel día estaba ensayando preci
samente "La torre en guardia", que siempre me
sale mal.
—Bueno —dijo la hormiga—, sigue ensayándola
ahpra. Yo estoy cansada, cansadísima de tanto
trabajar, y me voy a retirar a mi cuarto, a des
cansar unos meses.
—¿Pero qué me dice de mi pedido? —preguntó
la cigarra.
—Nada —dijo la hormiga—. Si te bastó el canto
en el verano, que te baste el baile ahora, en in
vierno. ¡Baila, baila!. . ¡A lo mejor entretienes
así un poco el hambre!
—Pero es que en el verano yo cantaba para mí
y para todos los que pasaban, pero ahora es in
vierno y no pasa nadie. Y además tengo mucho
frío, y además tengo mucho hambre, y además
85. éstos de cebada, estos pétalos de malvón y toda
la madreselva del céreo, varias doeenitas de alas
de mosca azul y pa.jitas de todo grosor.
—Bueno, por eso, doña hormiga, por eso es, pre
cisamente, que me permito pedirle prestado esas
cositas para poder pasar el invierno.
Y sacó de nuevo la libreta del bolsillo.
86. —¡Un momento, un momento! —dijo la hormi
ga—, No cree confusiones. Y no me distraiga. Yo
le preguntaba a usted por qué no había guardado
en todo el verano un solo grano de trigo para el
invierno.
—Bueno, dos o tres guardé, pero, como le decía,
el tiempo no me alcanzó.
—¡Qué extraño! —dijo la hormiga—. Fue el mis
mo tiempo que tuve yo, y a mí me bastó perfec
tamente para juntar todos estos granos de trigo,
87. /
•—Pues a mí no —dijo la hormiga—. Yo trabaja
toda la noche. De día descansaba un poco, y vuel
ta a cargar los fardos a la espalda. ¡Todo el tiem
po trajinando por los senderos del jardín!
—¡Ah! ¿Sí? —dijo la cigarra—. Entonces me ha
bría oído cantar alguna vez. ¿No1?
88. —¿Alguna vez1? Te oí todo el verano, dale que
dale, todo tu repertorio: La farolera tropezó, Es
taba la pájara pinta y Cu cu cu cú, cantaba la
rana.
—También cantaba Mambrú se fue a la guerra. ..
rr
Si no lo oyó, se lo puedo cantar ahora mismo
—dijo la cigarra, y empezó:
—MAMBRÚ SE FUE A LA GUERRA, CHIRI-
B1N
89. —Un momento —dijo la hormiga—. No tanto
ejém, ejéni, ejém. Contésteme con precisión. ¿Có
mo es que, con tan buena cosecha, no tiene usted
un solo grano de nada?
—Bueno, bueno... A eso iba. Resulta que este
verano se me pasó muy ligero. Por la mañana me
despertaba y cantaba, al mediodía comía y canta
ba, de noche bailaba y cantaba. Después. . . lie-
90. gaba la hora de descansar un poco hasta el otro
día, en que me despertaba y cantaba, comía y
cantaba, bailaba y cantaba... ¡Y ya se había pa
sado otro día!... ¿Ve usted, doña hormiga, lo li-
gerito que se me pasaban a mí los días?
91. —En el departamento de al lado vive la hormiga.
Le pediré prestado algo para comer.
Y golpeó a la puerta, hasta que la hormiga le
abrió.
—Buenas tardes, doña hormiga —dijo la cigarra—.
Querría hablar con usted de un pequeño proble
ma. Resulta que se me han acabado las provisio
nes, el invierno promete ser largo y duro y, como
sé que tiene usted su despensa llenita y no dudo
de su buena voluntad, me permito hacer el si
guiente pedido.
Sacó de su bolsillo una libreta y, poniéndose los
lentes, leyó:
5 docenas y media de granos de trigo
33 granos de cebada sin cascara
33 cascaras de granos de cebada
10 docenas y media de gusanitos finos
29 hojas de...
—¡Un momento, un momento! —dijo la hormiga—.
Por lo que veo, esa lista que usted piensa leerme,
pide cinco pies de hombre y tres de niño. No crea
usted que voy a escuchársela aquí, de pie, en la
puerta de mi casa, con este frío. Pase y siéntese.
—¡Qué suerte! —pensó la cigarra—. Parece que
está de buen humor. A lo mejor, hasta me da
unas florecitas de malvón, para celebrar mi cum
pleaños.
92. O
Pero una vez que estuvieron dentro, sentadas en
la sala, y cuando la cigarra se disponía a conti
nuar leyendo su lista, la hormiga la interrumpió:
—Vamos a ver, señora cigarra. ¿Cómo es que us
ted se ha quedado sin un grano? ¡Mire que este
año la cosecha ha sido muy buena!
—¡Ejém! ¡Ejém! ¡Ejém! —dijo la cigarra—. Lo
que pasa es que... ¡Ejém! ¡Ejém! ¡Ejém!...
93. Aquel verano la cigarra cantó más que nunca.
Cantó por la mañana, cantó por la tarde y cantó
por la noche. Pero, a medida que se iba el vera
no, pasaba el otoño y llegaba el invierno, fue de
jando de cantar porque, con el frío, el canto, ape
nas salía de su garganta, se transformaba en un
tornillito congelado.
—Bueno —dijo—, por ahora no cantaré más. Me
meteré en mi casa y esperaré a que vuelva el her
moso verano.
Durante algunos días comió un poquito de gusano
y algún poquito de trigo, que había en la despen
sa, pero a eso de los tres o cuatro días, toda la
poquita comida se le acabó. Y entonces dijo:
97. —En algún lugar hay un tesoro escondido. No
sé dónde se encuentra. Pero , con un poco de tra
bajo, lo hallaréis.
—Nunca nos habías hablado de eso antes —dije
ron los hijos.
—Esperaba este momento —les respondió el an
ciano padre—. Ahora os diré lo que tenéis que
hacer.
—Cuando terminéis de cosechar el trigo, el lino
y el maíz que se ha sembrado este año, cavad, re
gistrad, removed la tierra palmo a palmo. . . ¡No
dejéis ni un pedacito sin remover y de seguro
que encontraréis el tesoro enterrado!. .
El viejo labrador murió y sus dos hijos espe
raron hasta la cosecha.
Cuando los campos estuvieron maduros, comenzó
la siega y los hijos trabajaron con más ahínco
que nunca, para terminar de una vez y ponerse
a buscar el tesoro. No les gustaba mucho traba
jar, pero eran bastante ambiciosos. Cuando termi
nó la cosecha, uno de ellos le dijo al otro:
—Nos repartiremos el trabajo; tú removerás el
campo de trigo y el de girasol, yo, el de lino y
el de maíz.
El otro aceptó e inmediatamente se pusieron a
cavar.
Trabajaron todos los días de muchos meses con
gran entusiasmo. A cada golpe de azadón les pa-
98. recia que iba a aparecer el tesoro y así seguían
/V
removiendo y removiendo la tierra,
99. Cuando el viejo labrador estaba para morir, llamó
a sus dos hijos y les dijo:
—Quiero hablaros a solas y con tranquilidad; es
toy muy viejo, así que voy a morir; pero antes
quiero deciros un secreto. Esta tierra fue de mi
tatarabuelo, y después de mi bisabuelo. Cuando
él murió, la recibió mi abuelo, y después mi pa
dre. Ahora ha sido mía, pero yo ya no puedo
trabajarla. Así que, en adelante, vosotros seréis
los dueños de la tierra, y todo lo que hay en ella
os pertenecerá.— Y agregó:
100.
101. —¿Qué te parece si, ya que tenemos el campo tan
removido, sembramos un poco1? ¡Así, mientras se
guimos buscando, crecerá el trigo! Y podemos
sembrar también lino, maíz, girasol. . . ¡De todo!..
—Me parece muy bien —dijo el otro.
Y mientras uno sembraba, el otro seguía remo
viendo y removiendo, hasta que no quedó más que
un pedacito de tierra de la extensión de un za
pato.
Entonces uno le dijo al otro:
—Queda solamente este pedazo de tierra, no creo
que haya aquí ningún tesoro.
Y era verdad, removieron aquel pedacito de tierra
y no había nada.
Pero, mientras tanto, el trigo, el lino, el maíz y
el girasol habían crecido y, de la tierra tan re
movida y trabajada, habían salido espigas y ma
zorcas que parecían de oro; las flores rojas y azules
del lino brillaban como piedras preciosas bajo la
luz del Sol: los girasoles eran enormes y brillan
tes como las monedas que guardan los piratas en
sus cofres. . .
Entonces uno de los hermanos le dijo al otro:
—¡Mira el campo! ¡No parece el mismo de antes!
¡Parece un!. .
—¡Parece un tesoro! —dijo el otro.
—¡Sí! ¡Un enorme tesoro!
—¡Y lo hemos hecho nosotros!
102. Cuando les faltaba un poquito para terminar y aún
no habían encontrado nada, uno le dijo al otro:
103.
104. —¡Removiendo la tierra palmo a palmo!
—¡Un tesoro que lia salido del fondo de la tierra!
—¿Te parece que sabría esto nuestro padre %
Y en aquello pensaban aún, mientras recogían la
espléndida cosecha.
Así que, año tras año, volvieron a remover la
tierra bien a fondo, y a sembrar y a recoger.
Hasta que estuvieron viejos y cansados.
Entonces llamaron ellos a sus hijos y les dijeron
bajito:
—En el campo hay un tesoro escondido.. .
Y los hijos removían la tierra con tanto vigor y
entusiasmo, que todo lo que nacía, crecía fuerte
y hermoso, y brillaba al Sol como un tesoro.. .
Entonces los hijos se daban cuenta, pero siempre
se preguntaban, mientras recogían las cosechas:
—¿Sabrían nuestros padres de estas cosas?
Y el trigo y el lino y el maíz y el girasol les
daban la respuesta.1
107. Había una vez un campesino que se llamaba Juan
Era un hombre muy bueno, pero un poco distraí
do y muy protesten. Si una mosca lo picaba,
Juan protestaba como si un elefante le hubiera
pisado un pie; si tropezaba con una piedrecita en
el camino, refunfuñaba como si hubiera chocado
con un buzón.
Lo llamaban Juan Kegaña.
108. Juan Regaña tenía una carreta, y con su carreta
iba a todas partes. Si cosechaba papas, en la ca
rreta las llevaba al mercado. Cuando necesitaba
leña, al bosque iba con su carreta a buscar los
leños. Y cuando el trigo maduraba, cargaba Juan
en su carreta las gavillas doradas y las llevaba
al molino. Claro que siempre le ocurría algo. Algo
que a los otros campesinos nunca les ocurría.
Entonces Juan apretaba los puños y saltaba hasta
el techo, bajaba y volvía a saltar. Protestaba todo
lo que podía, y tan fuerte, que los vecinos decían:
—¡Ahí está otra vez regañando, Juan regaña!
Un día cargó la carreta con leña, se puso el som
brero hasta las orejas, subió y tomó las riendas,
diciendo:
—¡Ale, ale, caballos!
109. Pero la carreta no se movió. Juan apretó los
puños, tiró el sombrero al suelo, y vio entonces
que los caballos comían muy tranquilos en el pra
do. ¡Se había olvidado de engancharlos al carro!
Otro día sacó una rueda y la limpió hasta de
jarla reluciente. Después subió a la carreta e in
tentó hacerla marchar, pero la carreta no se movió.
Juan protestó y regañó, hasta que vio la rueda
sobre el pasto. ¡Claro, se había olvidado de colo
carla!
Así iban las cosas hasta que un día Juan cargó
la carreta con heno y salió rumbo al pueblo. La
carreta estaba completa y los caballos engancha
dos a la carreta. Era una mañana preciosa y Juan
se encontraba de muy buen humor. Bueno, no
tanto como muy bueno, pero sí bastante bueno,
tratándose de Juan Regaña.
110.
111. —¡Atlas! —seguía llamando Juan Regaña.
—¿Para qué gritas tanto, si te estoy oyendo1?—di
jo Atlas.
—¡ATLAS! —seguía gritando Juan, tan fuerte y
con tanta rabia, que no veía nada de nada—. ¡Mal
dición de las maldiciones malditas! —tronaba y
vociferaba Juan, dando saltos y brincos de rabia.
Y de pronto, en un salto de aquellos, dio con la
cabeza en la copa del gran roble y vio allí a Atlas
sentado. A pesar de que hacía más de dos horas
y media que llamaba y gritaba, se soprendió tanto
de verlo, que cayó sentado y no se levantó.
—¿Qué te ocurre"? —le preguntó Atlas.
—¿No ves lo que me está ocurriendo'? —replicó
Juan Regaña.
—Lo que veo es que no pasas de ese roble y
hace rato que estás ahí vociferando.
—¿Cómo voy a pasarlo, si eso es lo que me ocurre,
que se me atascó la carreta y no va ni para atrás
ni para adelante?
—¿Has probado otra cosa que no sea gritar y
maldecir? —preguntó Atlas.
Pero ya Juan no lo oía. Clamaba, saltaba, gri
taba:
—¡Tú, Atlas, sólo tú, puedes ayudarme!
—¿Yo? —dijo Atlas—. Si fuera para levantar un
mundo, todavía. Pero de carretas entiendes tú,
que eres carretero. ¿Por qué no tienes calma y
112. miras bien? La rueda está llena de barro, lím-
piala, por lo pronto, Juan.
Y Juan limpió la rueda de prisa.
—Hay una piedra muy grande. Toma, pues, el
pico y pícala, Juan.
Y Juan picó la piedra, ¡bien picadita!
—Hay un pozo, cúbrelo de tierra.
Y Juan lo cubrió de tierra hasta el tope.
—Ahora toma el látigo.
113. Mientras iba en su carreta, disfrutaba del canto
de los pájaros y de las encinas movidas por el
viento. En el camino se cruzó con el panadero,
con el pastor y con el lechero, que estaban ha
ciendo su trabajo, y a todos los saludó amable
mente.
Al rato de marchar y marchar llegó a cierto
punto del camino donde, al pasar al lado del gran
roble, se le atascó la carreta.
Juan estaba de buen humor. . . y no protestó. Bajó,
miró la carreta por todos lados, habló en voz baja
con los caballos, y volvió a subirse a la carreta.
Pero la carreta no se movió.
Entonces Juan tiró su sombrero, que salió volan
do, y junto con el sombrero voló el buen humor
de Juan Regaña.
Dijo y gritó tantas maldiciones, que mejor será
no reproducirlas aquí. Llenaríamos como tres pá
ginas y media y resultaría muy aburrido leer tres
páginas y media de las maldiciones de Juan Re
gaña, ^r^
Pero, aparte de maldecir, Juan se acordaba de
Atlas, un dios muy forzudo y grandote que hace
muchísimos millones de años dicen que llevó un
inundo entero sobre sus hombros.
—¡ATLAS! —gritaba Juan Regaña—. ¡Tú, que
tienes tanta fuerza y una vez llevaste un mundo
sobre tus hombros, bien puedes ayudarme a sacar
la carreta de este atolladero!
116. —Atlas, ayúdame porque ya estoy perdiendo toda la
mucha, muchísima paciencia que tengo!
Durante dos horas y media Juan gritó tanto y
tan fuerte, que a pesar de que Atlas no levanta
más mundos y hace montones de años que anda
volando por ahí, muy tranquilo, oyó las protestas
y las súplicas de Juan Regaña atascado en el
camino.
Entonces se fue para abajo volando y se sentó
en el gran roble.
117. Juan tomó entonces el látigo y la carreta partió
ligerito, ligerito.
—¡Gracias, xtlas! ¡Cómo me lias ayudado! —decía
Juan, que ni cuenta se daba de que todo el tra
bajo lo había hecho él mismo, pero razonando y
sin quejarse, con la cabeza serena. ¡Te llamaré
todas las veces que te necesite!
—¿Qué? —dijo Atlas—. ¿Hacerme venir volando
por estas simplezas1? Cuando te ocurran esas co-
118. sas, mejor te llamas a ti mismo a la calma.
—¿La calma? ¡No la conozco! —dijo Juan.
—Te vendrá bien conocerla, porque gritas y mal
dices como si fueras JUAN REGAÑA.
—¿Juan Regaña? ¡Ese soy yo! —dijo boquiabierto
Juan.
Pero ya Atlas volaba tan alto, que no lo oyó. Así
que nunca supo que sí, que en verdad Juan era
el verdadero Juan Regaña.
Claro que desde aquel día Juan recurrió a la cal
ma, y entonces protestó cada vez menos. Hasta
que ya no fue más Juan Regaña, sino Juan...
¡Juan a secas!. .Q
119.
120. La Lechera
y el Cántaro
Narración de Beatriz Barnes
Ilustración de Marta Gaspar
121. f t 1' I '
lili M I ( I I /
I 11 I I p '
r r t t / '
I I I I t I I I I I /
11 i i 11 t ,,, ,t i t r r * r r t
11 / ,r 11 t r t t ' ' '
r l r • r > r r r r t i
Había una vez una lechera que tenía un cántaro
para llevar la leche.
Una mañana colocó el cántaro sobre su cabeza y,
muy contenta, se encaminó hacia el pueblo.
Como era una muchacha muy ágil, llevaba el cán
taro con la misma comodidad con que nosotros
llevamos el pelo. Y aunque el camino bajaba y
subía, subía y bajaba, ella iba muy derechita, mi
rando para un lado y para otro, para arriba y
para abajo, sin que el cántaro se le cayera. Mi-
122. raba y pensaba. Pensaba que iba a cumplir años
otra vez. Pensaba que se acercaba el tiempo de
comer otra vez helados. Pensaba que tenía que
aprender la tabla del seis... Y de pronto pensó
en el cántaro, en la leche y en el dinero que sa
caría de la venta de la leche. ..
Entonces caminó un poquito más ligero.
—Con el dinero que saque de la venta de la le
che, compraré..., compraré diez huevos... ¡Sí,
me compraré diez huevos! ¡Y me los comeré ba
tidos con azúcar!..
—O mejor, no, me compraré cincuenta huevos.
¡No! ¡Mejor me compro cien huevos! ¡Y en el
verano tendré cien pollos!..
Y caminó más ligero, pensando en los hermosos
pollos que la rodearían en el verano, haciendo pío,
pío, pío...
—¡Tendré que hacerles una buena casa cerca de
mi cabana, no vaya a ser que el zorro me los
coma!..
Y cuando crezcan, los venderé... Y con el dinero
de la venta me compraré un cerdo... ¡Sí, me
compraré un cerdo y lo alimentaré con las bello
tas de la encina grande! ¡Y el cerdo crecerá tan
to, tanto, tanto, que tendré que hacerle un corral
de cinco metros de largo y de tres metros y me
dio de ancho! ¡Y cuando sea el cerdo más grande
del pueblo, lo llevaré y lo venderé y sacaré un
123. enorme montón de dinero! ¡Mucho, mucho dine
ro!..
Y caminaba más ligero y paliiioteaba de alegría.
—¡Será un montón de dinero grande como el cer
do! ¡Y con el montón de dinero me compraré un
ternero y una vaca! ¡Sí, sí, sí! ¡Una vaca y un
ternero! ¡Una vaca y un ternero!. .
124.
125. fMMülj
//MU I MI
// /// /y
Y ya la lechera corría y saltaba.
—¡La vaca cuidará al ternero! ¡El ternero brin
cará y saltará! ¡Será gordo y lustroso! ¡Gordo y
lustroso!..
Y ya veía al ternero y a la vaca corriendo por
el prado. Lo cual le produjo tal alegría, que em
pezó a saltar y girar como un trompo. . . Tanto
126. y tanto saltó y giró, que el cántaro... al suelo
cayó!. .
Entonces la lechera se detuvo. Se detuvo y mi-
ró.. . Miró cómo la leche se había derramado.. .
Y junto con la leche, la vaca y el ternero, el
cerdo y los pollos, los pollos y los huevos.. . ¡To
do, todo, había desaparecido de un golpe !..M
— CL.
127. La Zorra
y las Uvas
L
Narración de Beatriz Barnes
Ilustración de Marta Gaspar
128.
129. DQD
En Normandía, un lugar que queda bastante lejos,
hubo una vez una zorra muy arrogante.
Tenía la cola lustrosa, los ojos brillantes y un
precioso modo de caminar. Deseosa de conocer el
mundo, la zorra decidió salir de viaje, siempre cami
nando, sin rumbo fijo, para un lado y para otro.
130. Anduvo y anduvo, comiendo lo que podía, pero al
cabo de algún tiempo, le empezó a resultar difícil
encontrar alimento.
Cada vez pasaba más hambre y cada vez sus ojos
brillaban menos y cada vez su cola era menos lus
trosa; hasta su modo de caminar era menos lindo
que antes, pero igual seguía siendo una zorra de
Normandía muy arrogante.
Llegó un día en que tuvo una hambre grandísima,
buscó más afanosamente todavía que los días an-
131. teriores. No encontró nada digno de ser comido,
pero de pronto, al mirar para arriba, vio una vid
que crecía entre las piedras, cargada de uvas ri
quísimas.
132. Tenían un color rojizo tan hermoso, que la zorra
de Normandía las miró y se relamió. Levantó una
pata y la bajó, después levantó la otra y la es
tiró todo lo que pudo, pero ni siquiera las pudo
rozar. Entonces trató de saltar, pero nada, las uvas
parecían cada vez más altas y el Sol las hacía
brillar con reflejos más multicolores. Saltó y saltó
la zorra, pero, al no poder alcanzar las uvas, dijo
por fin:
—¡Están verdes!
133.
134. Pero las miró y las uvas brillaban cada vez más.
—Es un espejismo —dijo la zorra—. Es mentira.
¡Están verdes!
Las miró otra vez, y la verdad era que estaban
más rojas, y debían de estar muy ricas.
—Todavía les falta mucho para madurar —dijo la
zorra—. Y a pesar de estar tan cerquita de mi pata
no las agarro porque no me gustan las uvas verdes.
¡Y ni siquiera las voy a mirar más!
Pero las miró un poquito otra vez: las uvas esta
ban bien, ¡pero muy bien maduras!..
135. —Y ya en seguida me voy a ir —continuó dicien
do la zorra—, porque no vale la pena que me que
de acá parada, mirando unas uvas que se están
poniendo cada vez más verdes.
Después, dio media vuelta y se alejó. Y al llegar
a un recodo, dobló la cabeza y las miró por últi
ma vez.
—¡Uyyyyyyy, ahora están más verdes todavía que
nunca! —dijo.
Y las uvas seguían reluciendo bajo el Sol del ve
rano.
136. —¡Estaban verdes, estaban cada vez más verdes,
estaban verdes del todo y no las comí porque no
me gustan las uvas verdes!..
Yo no sé si en verdad la zorra aquella creía lo
que decía. ¿Pero qué otra cosa podía hacer aque
lla pobre zorra de Normandía?1
139. La otra mañana, muy tempranito, el cuervo salió
a desayunar. Miró y miró y al final eligió la rama
de un roble y allí se posó. Sacó un queso de de
bajo del ala y se lo puso en el pico.
El zorro, que también se había levantado tempra
no y andaba por allí, dando vueltas, sintió el olor
del queso y siguiendo el olor, derechito, derechito,
doblando un poquito para acá y otro poquito para
allá, y otra vez derechito, llegó hasta el roble en
el cual estaba el cuervo.
140.
141. —Buenos días —dijo el zorro—. Linda mañana.
¿Verdad? Mire usted, apenas me desperté, oí unos
cantos tan preciosos, que me pregunté: ¿cuál será
el pájaro que canta tan lindo? Busqué y busqué
y no encontré nada. Llegué hasta aquí y ahora
que lo veo a usted, tan elegante, tan lustroso, tan
bien parado, tan, tan, tan... La verdad es que no
hay palabras para decir lo hermoso que usted se
ve, don Cuervo. Solamente digo: Esas canciones
que oí, sólo de su garganta, de su pico, pueden
salir. En fin, señor Cuervo, yo creo que habría
que nombrarlo a usted emperador de estos bos
ques y también de los otros, y de los de más allá.
143. para tener el privilegio de oirlo en la primera fila.
144. ¡Adelante!
Es un poco extraño, pensó el cuervo, jamás en
toda mi vida de cuervo, me pidió nadie que can
tara, y a lo mejor lo hago muy bien. Si el zorro,
que tiene tanto mundo, lo dice, debe de ser verdad.
¿Qué canción cantaré? Podría ser aquella que sa
bía de chico. ¡Claro! ¡Cantaré aquélla! Creo que
145. la recuerdo toda muy bien.
—Pronto, don Cuervo, pronto. Nunca sentí tanta
ansiedad —dijo el zorro.
Se atusó el cuervo las plumas, se irguió, abrió el
negro pico y... ¡el queso cayó justo, justito, en
la boca del zorro!
146. —¡Qué tonto fui! —se dijo el cuervo— ¡Creerme
todo lo que me dijo! Se está comiendo el queso y
yo sin nada. Eso me pasa por vanidoso. Mejor
me voy ligerito, antes de que se me ría en la
cara, que eso sí que no podría soportarlo.
Y se fue disimulando, silbando bajito, pues silbar
es una cosa que este cuervo sabe hacer bastante
149. Por un camino verde, verde, verde, iba Don Bu
rro caminando.
Mira para arriba, mira para un lado, mira para
el otro, mira para atrás... Y de pronto pisa un
clavo, que estaba en el camino verde, verde, ver
de, y se lo clava en la pata, justo, justito, cuan
do iba a mirar para abajo.
—¡Paaa! —dijo don Burro, y se sentó.
—¡Lo que me viene a pasar! No me duele mucho,
pero igual tengo ganas de llorar, así que lloraré
con todas las ganas que tengo.
Lloró y lloró, con la pata en el aire, hasta que se
cansó. Entonces apoyó la pata en el suelo para
seguir caminando y ¡Ayyyyyy! ¡Cómo le dolió!..
Entonces lloró con muchas más ganas todavía.
150. Miró para arriba, miró para abajo, miró para un
lado, miró para el otro.
¿Y quién estaba allí, muy orondo, frotándose las
uñas?.. ¡El Lobo!
151. Claro, Don Burro no podía escapar, ni podía si
quiera tenerse en pie, así que movía la pata, la
cola, lloraba y gemía, se agarraba la cabeza con
las dos manos y decía:
152. —¡Ay, Ay, Ay, señor Lobo!.. —(pero, mientras
tanto, pensaba: de alguna manera tengo que sal
varme).
—¡Ay, Ay, Ay, señor Lobo!. . —(pero, mientras
tanto, pensaba: ya sé, le diré que él es tan bueno,
etc., etc., y que sabe tantas cosas, etc., etc., que
a lo mejor hasta de médico
153. —¡Ay, Ay, Ay, señor Lobo! ¡Mire usted cómo me
estoy muriendo! ¡No me deje morir así, sufrien
do tanto! ¡Ay, señor Lobo, qué dientes tan gran
des y preciosos que tiene usted! Parecen hechos
a propósito para sacar clavos!
—¿Te parece? —preguntó el lobo.
—Claro que sí. Antes de que muera, pruebe, sá-
154. queme el clavo de la pata, y después, cuando me
muera tranquilo, porque con clavo o sin clavo
igual me voy a morir, cómame usted en recom
pensa, todo, enterito, de la cabeza a los pies.
—Y si te saco el clavo, ¿por qué te vas a morir?
—¡Porque sí! —contestó Don Burro—. ¡Porque
estoy muy mal! ¡Ay, Ayyyy! ¡Haga usted rá
pido lo que tiene que hacer, que lo único que
interesa acá es que yo pueda morir tranquilo, sin
este dolor!..
—Bueno, si es así —dijo el Lobo—, sacaré dos
dientes de mi estuche y una uña bisturí... ¡A
ver, déme la pata!..
—Esta es una operación de cuidado, pero, para
mí, que tengo tanta práctica, es sólo una patacu-
ritis sencilla.
—¿Dolerá mucho? —preguntó Don Burro.
—Alargue bien esa pata y no se me acobarde.
Procederé.
? TAC £¡TS
155. —¡AY, AY, AY! —decía el burro, y pensaba:
ahora es el momento, mientras tiene mi pata de
recha, no, la izquierda, no, la derecha, qué lío...
Bueno, cuando me saque el clavo de esta pata, yo
con la otra le doy una...
Y, en efecto, el buen Don Burro le dio tal directo
a la mandíbula del Lobo, con su guante de bo
xeador, que todos los dientes del Lobo cayeron de
su estuche con gran estrépito.
V 1
É 5¿' i
1 PJ
156.
157. Aprovechó entonces Don Burro, corre que te co
rre, escapando por el camino verde, verde, verde,
y el Lobo se quedó solo, muy solo, con unas ga
nas de llorar...
Y ya que tenía tantas ganas de llorar, lloró:
—¡Ay,Ay! ¡Infeliz de mí! ¡Yo, que tenía un buen
oficio como lobo carnicero, ahora he quedado sin
los dientes, por meterme a lobo curandero!1