1. Número 11 - Septiembre 2000
El Sentido de la Alfabetización Tecnológica
Escribe: Hugo M. Castellano
Maestro Normal Nacional y Técnico en Electrónica Digital. Coordinador del Area Informática y profesor en EGB y Polimodal en ejercicio. Co-
fundador y Webmaster de Nueva Alejandría Internet, ha publicado numerosos artículos en revistas pedagógicas y en la Web. Es dibujante por
afición, habiendo participado con sus obras en dos Salones Nacionales y en múltiples muestras y exhibiciones locales y extranjeras.
El latiguillo sale de la boca del político con la rapidez de una serpiente atacando entre la hierba, y se
nos antoja igualmente preciso y mortal: "los que egresen del sistema educativo de hoy sin la preparación
adecuada, serán analfabetos tecnológicos en el mundo del futuro". Quienes inspiraron esta frase
acuñaron una variante todavía más ponzoñosa, que nos pone de frente con el verdadero sentido oculto de
la afirmación al sustituir "analfabetos" por indigentes. Los pobres del futuro lo serán de conocimiento
tecnológico; no de dinero, ni de bienes, ni de cultura, sino de aquello que habrá de permitirles -o no-
acceder a todas esas cosas. Y cuando un político dice esto, los maestros y los profesores tiemblan ante el
dedo acusador que los señala como directos responsables de todos los males futuros, si no cumplen con
su deber.
Cada vez que un funcionario educativo -no importa su rango o especialidad- hace su aparición en los
medios para difundir algún proyecto relacionado con la tecnología, y muy especialmente con la
Informática, recurre al axioma para justificarse. Pareciera ser que pensar en el futuro de los alumnos en
estos términos es un acto de incalculable generosidad, que no sólo pinta al dicente como una persona
sensible y preocupada, sino además como un visionario agudo, un analista profundo de la realidad
moderna y un tipo verdaderamente aggiornado.
Pero no hay nada de eso. Lo que esos funcionarios están haciendo día tras día es recitar como loros
una letanía que inventaron quienes inventaron el negocio antes que ellos. Son sumisos repetidores de lo
que se conoce como "la tecnocracia neoliberal", formados en talleres y seminarios de "marketing
educativo", "gestión empresaria y calidad total" o "management escolar",
y se salen con la suya nada más que porque sus interlocutores no se han
desayunado todavía con "the big picture", como suelen llamar los
norteamericanos al panorama total de nuestro tiempo.
En el siglo pasado, hubo un tiempo en el que se fantaseaba con la idea
de que ninguna señorita podía sobrevivir en el mundo del trabajo sin
saber taqui-dactilografía. El arte de tomar apuntes a la velocidad del rayo
y de escribir a máquina con igual celeridad era considerado el pasaporte
inmediato hacia un buen empleo, visión fomentada con especial ahínco
por aquellos que dirigían academias e institutos donde la habilidad era
enseñada por una cuota mensual. La sabiduría popular, que siempre sabe
más de estas cosas, sostenía, en cambio, que un buen par de piernas era
2. un conveniente sustituto a la hora de postularse al título de "secretaria perfecta". Pero, como con las
piernas se nace, las academias donde se enseñaba a escribir a máquina ganaron en aquella época mucho
más dinero que los gimnasios.
En los años cuarenta y cincuenta no había empresa sin máquinas de sumar y de escribir; en el futuro
no las habrá sin computadoras. ¿Es diferente la situación ahora?
Indudablemente. Hace medio siglo la cantidad de tareas que un humano podía asumir para paliar el
hambre o para trepar hasta la "clase media" era mucho mayor que hoy. Con poco podía llegarse lejos; con
mucho, podía alcanzarse casi cualquier meta. Hoy, en cambio, la brecha entre lo que es considerado
aceptable en términos de riqueza o éxito y aquello que es visto como un fracaso existencial es
comparativamente enorme: la vida bucólica de un campesino es equiparada con la pobreza más abyecta si
no adorna su techo con una antena satelital y si no se desplaza por los sembradíos a bordo de un poderoso
vehículo de doble tracción; el oficinista de antaño, que discutía a Bergman en la sobremesa, hoy es un ser
despreciable si se lo pone a la par de los entrepreneurs de las punto com, cuyo dominio de la
macroeconomía y destreza financiera son menos filosóficos que el cine sueco pero tanto o más
herméticos; la maestra, otrora referente social, respetada y amada con reverencia, hoy es un obstáculo
para la "modernización" y su oficio es reaccionario a la luz de la nueva concepción educativa, donde
priman conceptos como eficiencia, productividad y calidad, y -por ende- pasa por el mundo con la
autoestima en reversa.
Más cosas han cambiado. Por ejemplo, la cantidad de bienes que hacen "a la felicidad" ha crecido
geométricamente. Ya dijimos que el número de oficios elegibles como potenciales caminos hacia el éxito
ha disminuido en proporción, pero -para colmo- hay muchos más humanos que antes; sobra gente, y la
tecnología se empeña en reducir drásticamente la necesidad de mano de obra. Ergo, cada vez somos más
aspirando a ocupar posiciones más y más escasas. Cada año nos cuesta más, en términos de tiempo y
dinero, poseer todo lo que necesitamos poseer para ser considerados exitosos. No basta ya con el
refrigerador, el lavarropas y la televisión de hace cincuenta años; no alcanza con un auto en la cochera, ni
con leer un libro, plantar un árbol y tener un hijo.
Ante semejante panorama, es de una simpleza sospechosa de malintencionada decir que un
analfabeto tecnológico será un fracasado a corto plazo. Por supuesto que lo será , tanto como un mudo o
un ciego viven en radical desventaja frente a las personas que gozan de sus cinco sentidos; pero la
inversa, poseer algún dominio de la tecnología, de ningún modo garantiza el éxito ni asegura el futuro de
nadie a no ser que cuente además con otros ingredientes que los tecnócratas y los políticos evitan
deliberadamente mencionar.
El primero de estos ingredientes es la inteligencia,
una mente despierta y creativa. Cuando en 1876 se
inventó el teléfono, se abrió el camino hacia la creación
de innumerables puestos de trabajo directamente
relacionados con la nueva tecnología. Al convertirse en
producto de uso masivo, hicieron falta ingenieros,
técnicos y especialistas, y en número mucho mayor...
telefonistas. Los unos y los otros, desde una óptica
similar a la que utilizan los políticos de hoy frente a la
Informática, eran diestros en la tecnología, pero -sin
duda- esa destreza tenía sus matices. La diferencia
estribaba nada más ni nada menos que en la profundidad
del conocimiento y en la capacidad intelectual con que
cada una de las partes asumía su relación con la telefonía.
Vista con la estrechez del ojo político contemporáneo, la telefonista no era una indigente tecnológica; a la
distancia, está claro que su proyecto de vida difería notablemente del de un ingeniero, porque la
3. condicionaba otra indigencia -intelectual y formativa- que le marcaba con nitidez su lugar en la escala
social.
Existe, por lo tanto, una clara concomitancia entre la educación de la inteligencia y las posibilidades
de éxito social y económico, y es evidente que los que la han recibido llegan más lejos aún partiendo de
una idéntica formación tecnológica "de base", tal como la que puede brindar la escuela elemental. Podría
incluso hipotetizarse que la alfabetización tecnológica no es determinante de nada, porque en ausencia de
habilidades mentales de relevancia no sirve para mucho y, en su presencia, es sencillo adquirirla en el
momento en que se la necesita.
El segundo elemento es el de las oportunidades. Una persona formada con razonable amplitud no es
automáticamente independiente de las condiciones socio-económicas de su entorno a la hora de conseguir
empleo. Puede que no tenga los contactos adecuados, la personalidad que se busca (o que es vista como
necesaria), el color de la piel o el origen social óptimos. Supo decir una Ministro de Educación argentina,
"la educación no garantiza el empleo, pero su ausencia sí garantiza que no habrá de conseguírselo".
Parafraseándola, "la alfabetización tecnológica sólo asegura el éxito en tanto se posean muchas otras
habilidades -asociadas o no con ella- y siempre y cuando se disponga de las oportunidades adecuadas".
Y el tercer ingrediente es tan simple que da miedo, pero no caben dudas de que es lo que da
verdadero sabor a la receta: es el trabajo mismo. Porque aunque los políticos y los funcionarios del
ministerio de Educación lo ignoren, o prentendan ignorarlo, o no quieran saberlo, si no hay trabajo de
nada sirven todas las demás disquisiciones.
Aducen algunos que es justamente por la escasez de empleos que se hace importante la capacitación.
¡Claro!, esa debe ser la razón por la cual los supermercados exigen título secundario a sus cajeros y
repartidores. Pero no es así. Lo hacen porque, de este modo, filtran un treinta o cuarenta por ciento de
postulantes sin el gasto de una entrevista. Cuando la educación secundaria sea universal, entonces
exigirán un título terciario, y cuando ésta llegue al noventa por ciento de la población, pedirán un
doctorado en Harvard para los "repositores". Curioso es que los más acérrimos defensores de las leyes del
mercado no conozcan este asunto de "la oferta y la demanda".
La capacitación es valiosa per se cuando hay abundancia de empleo. Cuando no, es un factor
importante pero no decisivo, porque el potencial empleador puede darse el lujo de ser caprichosamente
selectivo. ¿Está capacitado? Bien, pero... ¿tiene menos de treinta y cinco, es soltero y sin parientes a su
cargo, posee vehículo propio, tiene más de veinte años de experiencia en el puesto, está
dispuesto a trasladarse a la sucursal de Usuahia, aceptaría trabajar sin sueldo y por comisión,
cobraría la mitad de su salario "en negro"?
La estructura socio-económica de nuestros países es una doble pirámide. En una, grandes
masas debajo, disminuyendo hacia arriba el número de los que ocupan posiciones más
favorables. En la otra, el grueso del beneficio va para muy pocos, y los millones que forman la
base de la primera pirámide se reparten apenas unos mendrugos. En el vértice de una está, por
ejemplo, Bill Gates con sus setenta u ochenta mil millones de dólares. En la base, ochocientos
millones de humanos que viven con un dólar por mes (lo peor del caso es que los lados
mayores de ambos triángulos distan mucho de ser rectos, y su concavidad creciente agrega
dramatismo al ejemplo).
¿Existe alguna relación que pueda inferirse respecto de la capacitación tecnológica en esta
esquemática visión de la realidad? Sin duda la hay en una franja intermedia, donde puede darse
una movilidad hacia arriba o hacia abajo dependiendo de la formación de las personas; pero en
los extremos, nada de ésto tiene sentido, porque allí es donde entran a tallar con inusual
potencia los otros ingredientes de que hablábamos antes: las oportunidades y la disponibilidad
4. misma del trabajo. No se encuentran muchos puestos de "dueño del mundo" en Wall
Street, y no hay dinero para repartirse cuando uno ha nacido en Zaire, en una favela
de Rio de Janeiro o en una "villa miseria" de Buenos Aires.
Más aún, está claro que cuando hablamos de capacitar tecnológicamente no nos
referimos a la misma cosa según se trate de individuos posicionados en diferentes
puntos a lo largo de la altura de la pirámide. A unos, la tecnología que les resulta vital no tiene nada que
ver con las computadoras; un mago de las finanzas puede pagar empleados que las operen por él,
mientras que los muy pobres no tienen uso para dichas máquinas, a menos que se trate de revenderlas. El
discurso de la alfabetización tecnológica, entonces, está estrechamente ligado a una franja social con
condiciones especiales de educación, inteligencia y oportunidades, y que -curiosamente- es la más
afectada por el desempleo que aflige a las economías en desarrollo. Justamente eso es lo que revela una
reciente encuesta: que la desocupación afecta con más fuerza a las personas... ¡cuanto más capacitadas
están! Aparentemente, es más fácil conseguir un buen trabajo si uno no ha completado la secundaria, y
muy difícil si uno es un egresado de ese nivel o del terciario.
No puede cerrarse ningún análisis sin considerar otro aspecto crucial: la propia tecnología, que en su
avance descontrolado es una causa primordial de la reducción de los puestos de trabajo. Donde antes
hacían falta seis o siete mil hombres para producir automóviles, hoy basta y sobra con un robot industrial
y un puñado de operarios. Las cosechas son levantadas por un par de buenos granjeros motorizados. Las
telefonistas de la foto hoy son reemplazadas por un contestador automático que atiende miles de llamadas
por segundo. Tal vez esto sea bueno, porque libera a las personas de tareas pesadas y rutinarias,
alejándolas de aquella visión del hombre-como-engranaje que mostraba Chaplin en "Tiempos Modernos".
Pero... ¿en qué se puede trabajar ahora que la producción está mecanizada o en vías de serlo?
Los exégetas de la tecnocracia nos dicen que hay amplio espacio en el rubro de los "servicios", tanto
como para acomodar a toda la humanidad en empleos satisfactorios y bien remunerados. Sólo hace falta,
nos recomiendan, alfabetizarlos tecnológicamente.
La solución sería sensata de no mediar dos factores. Primero, que los puestos de trabajo donde la
tecnología (informática) es requerida son deseables porque hay pocos aspirantes y todavía es baja la
competencia. Si una mayoría de la población estuviese ya en condiciones de ocupar esos empleos, es
seguro que los contratistas subirían automáticamente los requisitos de admisión, tal como comentábamos
de los supermercados.
Y el segundo factor -terrorífico y nada despreciable-, es que, en tanto alfabetizamos a la población,
la tecnología sigue avanzando a un ritmo tal que nos deja atrás casi por definición. Más aún, siguiendo las
propias reglas tecnocráticas de que "todo lo que puede hacerse debe ser hecho", no sería nada raro que en
cualquier momento salgan de los laboratorios técnicas o artefactos que barran de un plumazo con
millones de puestos de trabajo, mucho antes de que los potenciales empleados acaben de capacitarse en la
tecnología anterior.
¿Es ésta una visión apocalíptica del futuro inmediato? No. Es una descripción apocalíptica del
presente, porque el espejismo de unas pocas economías dominantes -que viven bien gracias a siglos de
extraer la riqueza del resto del mundo- no puede ocultar la injusticia en la que se debaten los países
menos afortunados, ni nos da pie a pensar que la misma solución es aplicable en forma universal: no
habría economías dominantes si no hay dominados, del mismo modo que no hay imperios sin colonias.
Lo terrible del caso es que se atan estos gravísimos problemas sociales y económicos a la Educación,
haciéndola aparecer como responsable de los males de la gente. Es cierto que una persona bien formada
tiene mejores oportunidades, que ha desarrollado su inteligencia y que puede acceder a mejores
condiciones de vida. Pero que "pueda" no significa que lo logre. La realidad es que un maestro que
5. alfabetice tecnológicamente a treinta niños de clase media puede estar seguro de que veinticinco de ellos
verán frustradas sus expectativas en un mediano plazo. Tal vez no mueran de hambre, en razón de su
cuna semi-afortunada y de su plasticidad para adaptarse a situaciones precarias, pero -sin duda- ese
maestro estará creando en ellos una ilusión que luego la realidad se encargará de poner en su sitio.
¿Es mejor, entonces, no insistir con esto de la educación? Seguramente que no. Como decía aquella
Ministro, eso sería ponerle el sello de "definitiva" a su frustración. Pero como educadores y ciudadanos
no debemos tragarnos la ingenuidad de los políticos y digerir alegremente que todo pasa por nuestra
responsabilidad de docentes. Hagamos nuestro trabajo con profesionalismo, transmitiendo todo el
conocimiento que pueda transmitirse, ampliando la cultura, la inteligencia y el horizonte de nuestros
alumnos, socializándolos para una existencia útil para sí mismos y para los demás, inculcándoles los
mejores hábitos y dándoles las más finas destrezas, pero seamos conscientes de que nuestra labor sólo
cambiará al mundo si damos origen a una generación que rechace como a la peste la injusticia social, la
ambición desmedida de poder y riqueza, el egoísmo y la insensibilidad.
Estos valores, que nada tienen que ver con la tecnología, son sin embargo los que le pueden dar el
sentido que hoy le falta y los que obligarán a la clase política a asumir su parte en el proyecto humano,
asegurando que la semilla de la educación no está destinada a caer en un desierto.
Como siempre, las verdaderas soluciones son las que eliminan las causas, no las que atacan los
efectos. Educar tecnológicamente para sobrevivir en un mundo de competitividad feroz, de modo que
unos pocos puedan darse por satisfechos mientras que el resto agoniza, no es una buena excusa para
educar. Eliminar la injusticia, crear un orden social más benévolo, garantizar la igualdad de
oportunidades para todos y, luego, educar para enaltecer y ennoblecer al Hombre; eso sí vale la pena.
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