Luisa de Marillac Animadora de las Cofradías de la Caridad
La enseñanza ayuda a salvar vidas2
1. La enseñanza ayuda a salvar vidas
RUSSELL T. OSGUTHORPE
SUNDAY SCHOOL GENERAL PRESIDENT
Enseñamos la doctrina clave, invitamos a los alumnos a que
hagan la obra que Dios tiene para ellos y luego prometemos que
las bendiciones sin duda llegarán.
Un día, mientras servía como presidente de misión, estaba hablando por teléfono
con nuestro hijo mayor que se dirigía al hospital donde trabajaba como médico. Al
llegar al hospital, dijo: “Me dio gusto hablar contigo, papá, pero ahora tengo que
bajarme del auto para ir a salvar vidas”.
Nuestro hijo atiende a niños con enfermedades mortales. Si diagnostica
correctamente la enfermedad y da el tratamiento adecuado, puede salvar la vida
de un niño. Les dije a nuestros misioneros que el trabajo de ellos también era el de
salvar vidas, la vida espiritual de las personas a las que enseñan.
El presidente Joseph F. Smith dijo: “Cuando [recibimos] la verdad, la verdad [nos]
salvará. No [seremos salvos] simplemente porque alguien [nos] la haya enseñado,
sino porque la [aceptamos y procedimos] de acuerdo con ella” (Conference
Report, abril de 1902, pág. 86; véase también, La enseñanza: El llamamiento más
importante, 2000, pág. 53; 1 Timoteo 4:16).
Nuestro hijo salva vidas al compartir su conocimiento de medicina; los misioneros
y maestros de la Iglesia ayudan a salvar vidas al compartir su conocimiento del
Evangelio. Cuando se valen del Espíritu, los misioneros y los maestros enseñan el
principio adecuado, invitan a las personas a vivir ese principio y dan testimonio de
las bendiciones prometidas que ciertamente se recibirán. El élder David A. Bednar
presentó estos tres elementos sencillos de la enseñanza eficaz en una
capacitación reciente: (1) la doctrina clave, (2) la invitación a actuar y (3) las
bendiciones prometidas.
La guía Predicad Mi Evangelio ayuda a los misioneros a enseñar la doctrina clave,
y a invitar a las personas a quien ellos enseñan a actuar y recibir las bendiciones
prometidas. La guía La enseñanza: El llamamiento más importante, ayuda a los
padres y a los maestros a hacer lo mismo; es para la enseñanza del Evangelio lo
que Predicad Mi Evangelio es para la obra misional. Las usamos a fin de
prepararnos para enseñar, y luego nos valemos del Espíritu al enseñar.
El presidente Thomas S. Monson cuenta de una maestra de la Escuela Dominical
cuando él era joven; se llamaba Lucy Gertsch. Un domingo, durante una lección
sobre el servicio desinteresado, la hermana Gertsch invitó a sus alumnos a dar los
2. fondos de la clase para una fiesta a un compañero cuya madre había fallecido. El
presidente Monson dijo que al invitarles a actuar, la hermana Gertsch “cerró el
manual y nos abrió los ojos, los oídos y el corazón a la gloria de Dios” (“Ejemplos
de grandes maestros”, Liahona, junio de 2007, pág. 76 [tomado de la reunión
mundial de capacitación de líderes, 10 de febrero de 2007]). La hermana Gertsch
sin duda había utilizado el manual para preparar la lección, pero al recibir
inspiración, cerró el manual e invitó a los alumnos a vivir el principio del Evangelio
que estaba enseñando.
Como nos ha enseñado el presidente Monson: “El propósito… de la enseñanza
del Evangelio… no es ‘llenar la mente’ de los miembros de la clase con
información… El objetivo es inspirar al individuo a que piense, sienta y luego haga
algo por aplicar… los principios del Evangelio” (citado en “Cómo preparar una
lección”, véase Liahona, junio de 2004, pág. 34).
Cuando Moroni se apareció al profeta José, no sólo le enseñó doctrinas clave de
la Restauración, sino también le dijo que “Dios tenía una obra para [él]”, y le
prometió que su nombre se conocería en todo el mundo (véase José Smith—
Historia 1:33). Todos los padres y los maestros del Evangelio son mensajeros de
Dios. No todos enseñamos a futuros profetas, como lo hicieron la hermana
Gertsch y Moroni, pero todos enseñamos a futuros líderes de la Iglesia. Por lo
tanto, enseñamos la doctrina clave, invitamos a los alumnos a que hagan la obra
que Dios tiene para ellos y luego prometemos que las bendiciones sin duda
llegarán.
Cuando era niño, recuerdo haberme dirigido muy despreocupado a la iglesia para
asistir a la Primaria. Al llegar, me sorprendió ver a todos los padres allí para un
programa especial. Entonces me acordé; yo tenía que participar y se me había
olvidado memorizar mi parte. Cuando me tocó mi turno, me paré frente a la silla,
pero no dije una sola palabra. No recordaba nada, así que me quedé allí de pie;
finalmente me senté y fijé la mirada en el piso.
Después de esa experiencia, decidí que nunca más tomaría parte en una reunión
de la Iglesia, y por algún tiempo cumplí mi cometido. Pero un domingo, la hermana
Lydia Stillman, una líder de la Primaria, se arrodilló a mi lado y me pidió que diera
un discurso corto la siguiente semana. Le dije: “Yo no doy discursos”. Y me
contestó: “Ya lo sé, pero puedes dar éste porque te voy a ayudar”. Seguí
resistiéndome, pero expresó tanta confianza en mí, que fue difícil rehusar su
invitación. Di el discurso.
Esa buena mujer era una mensajera de Dios que tenía una obra para mí. Me
enseñó que cuando se recibe un llamamiento, se acepta, sin importar lo
incompetente que uno se sienta. Tal como lo hizo Moroni con José, se aseguró de
que yo estuviera preparado cuando llegara el momento de dar el discurso. Esa
maestra inspirada ayudó a salvar mi vida.
En mi adolescencia, mi maestro de la Escuela Dominical era un ex misionero
reciente, el hermano Peterson. Cada semana trazaba en la pizarra una gran flecha
3. desde la esquina izquierda inferior apuntando hacia la esquina derecha superior.
Luego escribía en la parte de arriba de la pizarra: “Apunta más alto”.
Sin importar la doctrina que estuviera enseñando, nos pedía que nos
esforzáramos y que llegáramos un poco más allá de lo que creyéramos posible. La
flecha y esas palabras, apunta más alto, eran una invitación constante durante la
lección. El hermano Peterson me inspiró a querer servir una buena misión, ser
mejor en los estudios y elevar mis metas profesionales.
El hermano Peterson tenía una obra para nosotros; su meta era ayudarnos a
“[pensar], [sentir] y luego [hacer] algo por vivir… los principios del Evangelio”. Su
enseñanza ayudó a salvar mi vida.
A los 19 años, fui llamado a servir en una misión a Tahití, y tenía que aprender dos
idiomas: el francés y el tahitiano. Al principio me desanimé mucho por no
progresar en ninguno de los dos idiomas. Cuando trataba de hablar francés, la
gente me contestaba en tahitiano, y cuando trataba de hablar tahitiano, me
respondían en francés. Estaba a punto de darme por vencido.
Entonces, un día, al pasar por la lavandería de la casa de misión, escuché que
alguien me llamaba. Me volteé y vi a una mujer tahitiana canosa en la puerta
indicándome que regresara. Se llamaba Tuputeata Moo. Ella sólo hablaba
tahitiano y yo sólo hablaba inglés. Entendí muy poco de lo que trataba de decirme,
pero sí entendí que quería que regresara todos los días a la lavandería para
ayudarme a aprender el tahitiano.
Pasé todos los días para practicar con ella mientras planchaba. Al principio no
estaba seguro si reunirme con ella me ayudaría, pero gradualmente comencé a
entender lo que me decía. Cada vez que nos reuníamos, me expresaba su total
confianza de que yo podía aprender ambos idiomas.
La hermana Moo me ayudó a aprender el tahitiano, pero me ayudó a aprender
más que eso. En realidad me estaba enseñando el primer principio del Evangelio:
la fe en el Señor Jesucristo. Me enseñó que si confiaba en el Señor, Él me
ayudaría a hacer algo que yo consideraba imposible. No sólo ayudó a salvar mi
misión, sino también a salvar mi vida.
La hermana Stillman, el hermano Peterson y la hermana Moo enseñaron “por
persuasión, por longanimidad, benignidad, mansedumbre y por amor sincero; por
bondad y por conocimiento puro, lo cual ennoblecerá grandemente el alma” (D. y
C. 121:41–42). Enseñaron sus pensamientos engalanados de virtud y, como
resultado, el Espíritu Santo fue su compañero constante (véase D. y C. 121:41–
46).
Esos grandes maestros me han inspirado a hacerme preguntas acerca de mi
propia forma de enseñar:
1. ¿Como maestro, ¿me considero un mensajero de Dios?
2. ¿Me preparo y luego enseño en formas que ayuden a salvar vidas?
4. 3. ¿Me concentro en una doctrina clave de la Restauración?
4. ¿Sienten las personas a las que enseño mi amor por ellos, por mi Padre
Celestial y por el Salvador?
5. ¿Cuando recibo inspiración, ¿cierro el manual y les abro los ojos, los oídos
y el corazón a la gloria de Dios?
6. ¿Les invito a hacer la obra que Dios tiene para ellos?
7. ¿Expreso tanta confianza en ellos que les es difícil rehusar la invitación?
8. ¿Les ayudo a reconocer las bendiciones prometidas por vivir la doctrina que
enseño?
El aprendizaje y la enseñanza no son actividades optativas en el reino de Dios.
Son el medio por el cual se ha restaurado el Evangelio a la tierra y mediante el
cual obtendremos la vida eterna. Establecen el sendero al testimonio personal.
Nadie puede “[salvarse] en la ignorancia” (D. y C. 131:6).
Sé que Dios vive. Testifico que Jesús es el Cristo. Testifico que el profeta José
abrió esta dispensación al aprender la verdad y después enseñarla. José hizo una
pregunta tras otra, recibió respuestas divinas, y después enseñó a los hijos de
Dios lo que había aprendido. Sé que el presidente Monson es el vocero del Señor
sobre la tierra hoy y que él continúa aprendiendo y enseñando tal como lo hizo
José, porque la enseñanza ayuda a salvar vidas. En el nombre de Jesucristo.
Amén.