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JEAN-LOUIS
DUBUT DE LAFOREST
LA
CRUCIFICADA
Jean-Louis Dubut de Laforest
Título original: La Crucifiée
Calmann Lévy, editeur. Paris 1884
Traducción del original en francés de José M. Ramos González
Cádiz 31 de julio de 2014
5
ALEXANDRE DUMAS HIJO
DEDICO ESTA OBSERVACIÓN
DUBUT DE LAFOREST
7
Nuestros predecesores, mi querido maestro, no lo han di-
cho todo por la sencilla razón de que las sociedades humanas se
modifican día a día y más particularmente en Francia en estos
últimos años.
La guerra de 1870, en efecto, parece haber producido entre
nosotros una sobrexcitación de los espíritus, de los deseos de
batalla, de unas vidas más intensas que se manifiestan tanto para
bien como para mal. Jamás hemos tenido grandes criminales;
aquellos que estudian las costumbres de este pueblo que resuci-
ta, nunca han observado semejantes ejemplos de devoción y de
indomable valor.
Esto que es cierto para provincias, lo es más aún para
París.
Si la GAZETTE DES TRIBUNAUX está poblada de relatos
talmente espantosos, que la imaginación de un Shakespeare sería
impotente en concebir, el mundo parisino es el teatro de aconte-
cimientos tan extraños, que, sobre la misma escena, en presencia
de nuestros personajes en carne y hueso, nos frotamos los ojos
temiendo soñar.
Es así, querido maestro, como se me ha ocurrido saludar
en París a una mujer que ha puesto en práctica el sacrificio, so-
lamente entrevisto por uno de los héroes de Balzac, una esposa
madre que al no tener elección de esperar, ni la suerte de morir
como la señora Hulot1
, vende su cuerpo a un hombre que no
ama. La esposa-madre ha concluido ese negocio a fin de evitar a
su hijo la mancha de un apellido deshonroso y a su miserable
esposo los tribunales de justicia y la cárcel.
1
Personaje de la novela de Balzac La cousine Bette. (Nota del T.)
8
LA CRUCIFICADA es pues la inmolación de una mujer, no
el remordimiento de una esposa después de una falta lejana, tal
como usted y el Sr. De Girardin lo han dramatizado tan bien en
el SUPLICIO DE UNA MUJER, pero la inmolación observada,
por así decirlo, en el mismo momento del sacrificio.
El argumento de esta novela, usted lo reconoce en la carta
tan halagadora y benevolente que me ha hecho el honor de es-
cribir, aceptando el homenaje de su joven amigo, es terrible.
Intentar decir lo que no ha dicho Balzac; lo que nadie to-
davía ha pensado en decir; ser tratado por usted de atrevido, por
usted, querido maestro, que siempre se ha atrevido de forma tan
magnífica, me ha dado más valor todavía para la audacia.
Me he dedicado a disecar ese trozo de vida real, con la
idea bien meditada de no salirme de la decencia que demanda un
tema tan ardiente y tan peligroso. He debido ser breve para dejar
al drama todas sus armas y todos sus efectos.
El libro se resume por su título: LA CRUCIFICADA.
Es ese pudor ultrajado, es ese vestido abotonado hasta
arriba y lentamente desgarrado por el amante; son esas manos,
esa boca, ese cuerpo mancillado por unas manos, por una boca,
por un cuerpo odioso; es el rubor de la madre ante su hijo, las
silenciosas vergüenzas de la esposa adúltera; son las súplicas,
las lágrimas, los gritos, las angustias, la sublevación de la cris-
tiana librada a su propia debilidad, blasfemando contra su reli-
gión, acusando a su Dios, lo que constituye la base de esta co-
media trágica, cuya división será: El Sacrificio, La Expiación,
La Redención.
El amante es implacable. Cuanto más deseo pone en su
empeño, mayor es la insensibilidad voluntaria de la mujer; la
castidad de la dama se rebela con más fuerza contra las apeten-
cias de la lujuria; tan grande es el mal que hay en él- el mal de la
época, la neurosis- que la amante comprada permanece como
muerta en medio de los besos que él le prodiga, en medio de los
espasmos donde todo su ser en él estremece, se consume y se
apaga.
9
A veces es para preguntarse cuál es el mártir de este pacto
inhumano…
¿Es la duquesa de Lormont? ¿Es Samuel Heymann? ¿Es el
amante atenazado por las mordeduras del deseo? ¿Es la mujer
llena de vergüenza y de horror, la mujer tan cruelmente flagela-
da?...
Ambos, ¿no es así?...
Marcelle de Lormont, la esposa-madre que, para salvar a
los suyos, vende su cuerpo, ¿no es de entre las mujeres, lo que
se podría llamar una santa laica?... ¿El recibidor del palacete de
la avenida de Villiers, no ha sido para ella más frío y mortal que
la celda de una clarisa descalza?...
Ese Samuel Heymann – ese poseso de los sentidos – ese
descendiente de una raza hasta ahora tan fecunda, tan dueña de
sí misma, ¿no es la victima desesperada de las faltas de sus an-
tepasados solamente unidos entre consanguíneos, cuya decaden-
cia estaba fisiológicamente prevista?… Todos esos deseos, todas
esas pasiones que los Heymann han dominado, desde dos siglos
atrás, limitando en ello su amor, sus deseos y sus pasiones, a un
círculo de parentesco obligadamente restringido, se han acumu-
lado en el camino. Su desencadenamiento ha sido terrible, por-
que el dique que los contenía se ha desmoronado bruscamente,
tras haber resistido a las amenaza de ruptura, a las veleidades de
independencia.
El Sr.- J.J. Weiss, que desde hace tiempo tengo por uno de
los espíritus más notables de estos tiempos, publicó el año pasa-
do en el Figaro un estudio sobre Bismarck. No tengo el texto
ante mí, pero la síntesis me ha quedado grabada en la memoria.
El Sr. Weiss decía que un gran hombre no es, propiamente
hablando, más que el punto culminante de una familia, como la
resultante de antepasados desaparecidos que vuelven a vivir en
un heredero privilegiado. El fisiólogo encontraba en Bismarck la
audacia de un solado alemán, la estrategia de un diplomático, la
10
visión de un gran oficial, etc. En fin, afirmaba que ni uno de los
pequeños Bismarcks, venidos o por venir, no están tan bien do-
tados como el gran Bismarck contemporáneo, al encontrarse este
en posesión del summun de inteligencia debida a su familia.
La conclusión de la doctrina del Sr. Weiss me parece erró-
nea.
En efecto, si es cierto decir que el canciller de Alemania,
que cuenta en su genealogía con valores disimiles, ha aprove-
chado – por medio de las leyes atávicas – la herencia vital de sus
antepasados, nos está más permitido concluir un punto de as-
cendencia en la línea de los Bismarck que se renueva y se modi-
fica por sangres nuevas.
El razonamiento del Sr. Weiss lo aplicaría más de buen
grado a la familia de los Heymann, cuya selección pura, no vi-
viendo más que de si misma, de sus fuerzas y de su sangre, pod-
ía desembocar en un punto culminante para dirigirse hacia una
decadencia absoluta.
Pero, todavía una vez más, la doctrina es falsa, pues basta
que los Heymann de hoy contraigan alianzas fuera de su paren-
tesco para que la tesis del Sr. Weiss no encuentre en ninguna
parte su aplicación; para que Samuel Heymann – ese desdicha-
do- tenga pequeños sobrinos más inteligentes que sus propios
antepasados.
El montón de genios e idiotas que hay en el aire bajo la
forma de átomos es inconmensurable, como diría un cura de
campo, si un cura se ocupase de estas cosas.
No hay punto culminante. Tal familia producirá mañana
un gran hombre, y ese gran hombre tendrá por hijo a un cretino.
El cretino desaparecerá. La selección, momentáneamente debili-
tada, se fortalecerá mediante elementos de vitalidad reclutados
en otra familia, tal vez en otra raza; y nacerán aún seres ordina-
rios, luego seres superiores, esperando que la decadencia reco-
mience.
Así pues, para determinar la marcha hacia delante, harían
falta las vacilaciones y el retroceso de las selecciones humanas,
no un punto culminante, sino más bien unos postes indicadores
11
cuya elevación sería creciente hasta cierto grado, para volver a
disminuir y elevarse aún, disminuir de nuevo y volver a elevar-
se, así siempre.
La Naturaleza es una gran inconsciente que distribuye sus
gérmenes a ciegas. No tiene orgullo por sus prodigalidades; no
se preocupa por sus éxitos ni por sus debilidades. Su centro de
actividad está por todas partes al mismo tiempo; su labor es infa-
tigable.
Ni se debe maldecir ni alabar.
Esta naturaleza, que los chinos tanto como los franceses y
los prusianos están de acuerdo – entre algunos estruendos de
cañones y algunos cantos de poetas – en llamar maternal, no
hace más que realizar su tarea a sus horas. Nos crea sin conocer-
nos nunca, sin interesarse en nosotros sus gigantes, al igual que
crea una montaña, un océano, un león, un árbol, una fuente, un
perro, una hormiga, una flor; nos concede a veces incluso algo
que está en ella, de la cual ella tiene la nuda propiedad, pero
cuyo usufructo le está prohibido por causas que no hace hay que
buscar: la inteligencia y el libre albedrío.
Yo creo, querido y gran Dumas, que no es útil llevar más
lejos el problema, y que las religiones y ciencias futuras se de-
tendrán como en el pasado, como hoy nosotros, ante el misterio
que es el secreto de la fuerza concedida.
El Sr. Pasteur podrá aún asesinar gérmenes malsanos; el
Sr. Camille Flammarion podrá convencernos de que hay milla-
res de habitantes en la luna y en los planetas; el Sr. Paul Bert
podrá encontrar las causas y los remedios de nuestras enferme-
dades en sus experiencias de vivisección; el Sr. Charcot podrá
arrinconar la hidroterapia y el tratamiento mediante metales y
hacer prodigios con la electricidad estática, la electricidad, ese
agente desconocido, así como se decía ayer en los exámenes de
bachillerato: vendrá tal vez desde lo más profundo de Alemania
un doctor Knauss llamado a reparar los desastres de los herma-
nos Krupp, esos tumbadores de hombres: ese gigante podrá vul-
garizar la generación artificial, ayudar a la obra de la creación
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humana, hacer madres a las mujeres que sufren y que lloran en
su helada impotencia…
Realmente este fin de siglo que pertenece a la ciencia, y
que pronto va a llegar al término de su gestación, maravillará a
los habitantes de la tierra…
¿Y luego?...
Pues bien, después de esos nacimientos gigantescos, to-
davía permanecerá por siempre el eterno problema, el problema
del movimiento y de la vida, el eterno inspirador de los folios
inútiles, de las declamaciones vanas y de los renovados furores
de los griegos.
Así pues, querido maestro, es su opinión, creo – debemos
restringirnos y conformarnos con arrancar un par de pequeños
regalos de las gran madre – la Naturaleza– que si tuviese un
cuerpo y un alma, reiría hasta retorcer su cuerpo y condenar su
alma, por nuestros descubrimientos, nuestras invenciones y so-
bre todo por nuestros asombros.
Al menos, tenemos el deber de observar nuestro miserable
paso, aprovechando las informaciones que nos da el día a día.
Debemos romper los viejos moldes y registrar la sociedad con
armas antaño poderosas como las de nuestros mayores, incluso
los más ilustres – con esos rayos de luz siempre más brillante
que las lámparas Edison – quiero decir las ciencias: la antropo-
logía, la anatomía, la fisiología – se proyectarán de todos lados.
Pero ordenaremos a la ciencia no mancharnos de aceite, de
permanecer en el estado de vapor rosa, a fin de no asustar a los
adorables frutos secos de los institutos de muchachas. La peque-
ña serpiente oculta entre líneas hará nuestras obras más persona-
les, más vivas y más humanas; y la serpiente, amiga de las muje-
res, defendiendo nuestra causa al lado de las lectoras, excusará
nuestras audacias y nuestras revelaciones.,
No tenemos ya el derecho de actuar como simples hacedo-
res de inventarios. Los otros – los muertos ilustres – han cum-
plido admirablemente ese oficio que la comparación nos pare-
cería demasiado dolorosa y que a tan poca distancia nuestra la-
bor no contaría.
13
En la actualidad, hay que decir también el por qué de las
cosas, sin querer subir hasta las nubges, conformándonos con
interrogar el pasado, tratando con ello, con nuestras armas nue-
vas, de conocernos nosotros mismos y conocer a los demás, si es
posible.
En la novela contemporánea – todos tanto como somos
historiadores de costumbres, en nuestras alegrías como en nues-
tras tristezas, – seremos distribuidores de razones o no lo sere-
mos.
Regreso a LA CRUCIFICADA.
Usted me concederá, querido maestro, que esta digresión
no ha sido inútil respecto a mi tema.
Presentando un personaje como Samuel Heymann, tenía el
deber de investigar las causas de los desfallecimientos de mi
héroe: esas causas las resumo diciendo que Samuel Heymann es
el descendiente de una familia demasiado tiempo cerrada, un
mal producto de la dama Naturaleza a la cual no hay que guar-
dar rencor nunca.
A pesar de todo, Samuel Heymann permanece en un se-
gundo plano.
Lo que me ha interesado sobre todo en este estudio de la
vida parisina: lo que hace que la obra haya temblado en mis ser,
es que he podido ver a una mujer luchando en Paris – vendién-
dose a un caballero, como una puta callejera, – pero por razones
tan elevadas y con amarguras tan poderosas, que desafío a una
esposa fiel a negarle el saludo y su piedad.
Al marido de tal mujer sorprendida en flagrante delito de
adulterio, usted no le gritaría: ¡Mátela!...Usted tomaría al hom-
bre por los hombros y le obligaría a arrodillarse: lo que el Sr. de
Lormont no ha hecho. El marido indigno ha muerto con el insul-
to en los labios; el amante se ha matado, con el amor en el co-
razón, queriendo la muerte de su víctima, después de haberle
comprado su vida. Hay por el mundo ciertos seres de los cuales
no se debe esperar ni sacrificio, ni perdón.
14
La Señora de Lormont ha sido crucificada por dos hom-
bres, por un marido desprovisto de sentido moral, por un amante
que sería demasiado odioso si no fuese un irresponsable. Sola,
ella ha conservado casi hasta el final la plenitud de su libre al-
bedrío. Fue por ello por lo que ha sufrido. Ella ha sufrido… No
se puede decir más que eso, puesto que no hay palabras en las
lenguas humanas capaces de expresar los dolores de esta infor-
tunada…
Usted me comprenderá mejor que nadie, señor autor del
Demi-Monde, cuando le diga que desde que he tenido uso de
razón, toda mi curiosidad se ha dirigido hacia la mujer, sobre ese
ser múltiple en sus manifestaciones, fatigado dice usted.
Es la mujer siempre noticia con sus caprichos, sus desfa-
llecimientos, sus cobardías, sus heroísmos; es la mujer siempre
modificada por nuestras condiciones sociales, en cuyo misterio
trato de profundizar.
Allá, en el Perigord, en mi agujero de provincias, siendo
niño todavía, cuando sorprendía a las señoritas risueñas, char-
lando detrás de sus sombrillas, al abrigo del sol meridional y de
unas orejas meridionales también, hubiese querido hacerme muy
pequeñito, convertirme en un Ariel para escuchar sin ser visto.
Esas encantadoras jóvenes – hoy damas serias – se divertían
mucho con esas curiosidades de colegial ávido de despojar el
árbol de la ciencia. Si veía lágrimas mojar sus grandes ojos o
risas expandirse sobre sus labios rosas, trataba de adivinar el
secreto de sus dolores y de sus alegrías infantiles.
Más tarde, siendo joven, esas mismas risas y esas lágri-
mas, las vi aparecer sobre los rostros de las mujeres; y, en ese
momento, comencé a comprender. Los hombres, a menudo reían
menos y a menudo lloraban menos también. La mujer era pues
un ser aparte, hecho de una carne frágil y delicada, una sensiti-
va.
Entonces, he pedido al marido, quien tiene el orgullo y el
goce de sentir apoyada sobre su hombro la cabeza de una com-
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pañera amada y que la ama, que debe ser realmente el protector
de su mujer; he pedido a la madre tener más ternura e indulgen-
cia aún por su hija que por el bebé macho, más capaz de resig-
nación; he pedido al amante que sea menos duro con la querida
a la que paga y que no le engaña; he pedido al legislador deci-
dirse por fin a intentar algo para esas muchachas, para esas mi-
serables que deshonran nuestras calles, pero cuya vergüenza,
asco y lagrimas también proporcionan el pan cotidiano.
Todas son mujeres, casi todas son débiles.
En Paris, en medio de esta vida terriblemente agotadora
del observador vigilante, en ausencia del cual la capital queda
como una esfinge de ojos enormes hecho de luz y de fuego que
os quemaqn sin iluminaros, mi respeto y mi piedad para la mu-
jer ha aumentado todavía más.
La Esfinge hablaba: He escuchado ansiosa, a las horas en
que la Ciudad del Placer parece por fin dormida. Y hete aquí que
de los palacetes suntuosos y de las casas más modestas; y de las
cortinas de seda de las casadas y de los amantes ricos; y de las
cortinas todas blancas de las castas señoritas; y de las camas sin
cortinas de las impúdicas y las desheredadas, subían contra Paris
y contra el hombre, más gritos de angustia que suspiros de amor.
Fue bajo el impacto de esas diversas emociones, y tras un
paciente análisis, como escribí LA CRUCIFICADA.
Esa novela, mi querido maestro, de la que usted ha querido
ser padrino, no será inútil, si se encuentran en Francia siete mu-
jeres bastante virtuosas para convencer a sus maridos que hay
adulterios más gloriosos que fidelidades sin batalla.
DUBUT DE LAFOREST
París, octubre de 1883.
17
I
Cuando el duque de Lormont salió del círculo de los Ar-
tistas Reunidos, los cocheros que estacionaban sus vehículos en
el bulevar de los italianos le ofrecieron sus servicios: él los des-
pidió con ademán brusco; luego, con las solapas de su gabán
levantadas sobre su cuello, con el cigarro entre los dientes, su
bastón nerviosamente agarrado con la mano derecha, caminó
como lo hace un hombre que tiene miedo de lo que deja tras él.
Era el mes de noviembre de 1881. Sonaron las cuatro de la
madrugada. Una lluvia fina comenzaba a caer. El duque, des-
pués de numerosas vacilaciones, entró en el Café Americano.
En las salas del piso superior, la animación era grande.
Mucha gente de alcurnia. Grupos ruidosos luchando contra la
lasitud de la madrugada; flores marchitas dentro de corsés de
mujeres; rosas muertas en el ojal de las levitas; todos los rostros
cansados por la víspera, adoptando un semblante de vida a la luz
del gas, en una atmósfera cargada de olores a cigarros, a heno
cortado y a perfume. Aquí y allá, algunas desdichados en la pro-
cura de una última copa de champán después de haber errado,
melancólicos, por todos los ambientes noctámbulos.
– ¡Vaya, si es el barón Nicolás!... ¡Qué cara de enterrador!
–Arruinado, querida… absolutamente arruinado… limpio
como un vaso de cerveza…
–No somos nada… Era tan agradable antaño… Todo pa-
sa… Todo se estropea… ¡Oh! ¡Ese maldito bacarrá!.... ¡Es el
cólera de París!...
Y el comentario filosófico se ahogaba en el gluglú de un
jerez seco sorbido mediante una pajita por unos labios pintados.
El duque pidió una botella de champán y se sentó solo en
una mesa. Parecía tener una treintena de años.
Alto, muy moreno, bigote negro, rostro abotargado, la piel
del color de los viejos marfiles, corbata blanca casi desanudada,
la levita gastada y rozada en diversos lugares, el rostro ilumina-
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do por un rictus amargo, tal era el joven duque Frédéric de Lor-
mont.
Mientras se le servía, una joven alta en vestido de tercio-
pelo, con los ojos brillantes, cuyas orejas y dedos refulgían bajo
el fuego de los diamantes, se acercó y lo tomó del cuello. El
había llenado su copa. La muchacha la vació, y tomando la bote-
lla, se dispuso a servir de nuevo.
–Estás apenado, mi gran bebé, bebe un poco, tu pena se
ahogará… Vamos, gluglú… gluglú…
Ella le presentaba la copa…
Maquinalmente, el duque se puso a beber; pero temblaba
tan fuerte que la mujer se vio obligada a ayudarlo. En el segundo
intento, fue ella misma quién le hizo beber con mesura, y, como
él reía divertidamente, la mujer le dijo:
–He leído en mis cartas que un hombre iba a suicidarse;
apuesto a que ese hombre eres tú.
–Quizá…
–¿Cómo te llamas?
Él no respondió.
–Armas de duque. –dijo ella, tomando la mano y mirando
una sortija.
Y, en una actitud heroico-cómica, dijo:
–Señor duque de… Turlututu…
–Schssss…
Ella habló en voz más baja:
–Ya sé… Entonces, pobre gatito, ¿quieres morir?... ¡Oh!
Veo en tu cara que estás harto de la vida… Tienes la máscara…
la máscara del jugador… del desesperado… Yo tenía ese rostro
la noche en la que los agentes de policía me detuvieron en la
calle de Ámsterdam… Quería suicidarme también… Ánimo,
duque, la vida es una broma de la que hay que participar hasta el
límite…
–Mi querida amiga, ¿no bebe?
Charlaron así durante algunos minutos. La mujer que se
llamaba Anna-la- Limousine quería llevarse al duque con ella.
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Entonces, entre el ruido de los vasos, en medio de las risas
burlonas, se comenzó a decir que era rica, muy rica. Había veni-
do de Limoges completamente inocente; pero ahora conocía la
vida. Tenía un palacete en los Campos Elíseos, caballos, criados,
un tren de vida extraordinariamente suntuoso… Su casa era pura
diversión… Todo Paris estaba en sus fiestas… Un amigo, un
periodista, el vivaracho Fonreau, que el duque debía con seguri-
dad conocer, presidía la organización de sus cenas…
–Me he arrastrado por la miseria, mi querido duque, –
continuó ella en voz alta – me vengo de la miseria… No soy una
puta… soy una artista, una artista-pintora; mis cuadros se expo-
nen en el Salón y algún día obtendré una medalla… ¿Una tipa
divertida, verdad?... Vengo aquí de observadora, no de otro mo-
do… Eso me divierte y alguna vez me hace llorar también por
sentirme dueña de mi misma, después de haber caído tan bajo…
Sin duda, Anna se vanagloriaba un poco; pues, próxima a
ella, una gruesa rubia alzó los hombros y se echó a reír ruidosa-
mente. La alusión era directa; y ya las putas comenzaban a dis-
cutir, cuando el duque, tras haber pedido y saldado la cuenta,
abandonó el restaurante sin quedarse a escuchar las protestas de
amor de Anna-la Limousine.
Amanecía. A lo largo del camino, el duque encontró unos
barrenderos vestidos con unas telas grises y unas mujeres delga-
das haciendo creer que estaban extenuadas por los sabats noc-
turnos, y llegó hasta el número 80 de la calle Rochechouart. Su-
bió lentamente la escalera hasta el quinto piso. Una vez que pe-
netró en el vestíbulo, pareció reflexionar un instante. Por fin,
abrió la puerta del comedor que también servía de despacho, una
gran estancia fría y desnuda.
El duque arrojó al suelo su abrigo; y cuando entraba en la
habitación contigua, una joven le cortó el paso.
Quedaron un largo rato de pie, el uno delante del otro, sin
fuerzas para decirse nada.
–Te he esperado toda la noche –dijo la duquesa– He pa-
sado mucho tiempo rezando… ¿Qué desgracia me vas a anun-
ciar ahora?
20
Frédéric bajó la cabeza. Se hubiese dicho que en ese espí-
ritu turbado, la situación real que la orgía había expulsado du-
rante algunas horas, regresaba imperiosa y brutal. Bruscamente,
ese rostro arrugado se distendió y de ese pecho de hombre salió
un sollozo de niño.
–Vengo a decirte que el duque de Lormont es un misera-
ble…
Ella se cayó.
–Sí, un miserable – repitió él tomándose dolorosamente la
cabeza– Un canalla…
–¿Has vuelto a jugar?
–Sí.
–Desgraciado… Desgraciado…
Continuó su relato en una especie de extraña monotonía.
Desde hacía algunas semanas, no había hecho más que mentir.
So pretexto de un viaje a Versalles, donde lo esperaba una situa-
ción honorable, había ido al círculo de los Artistas Reunidos con
un amigo, el Sr. Samuel Heymann… Una mala suerte increí-
ble… Esperando ganar una fuete suma para pagar sus pérdidas
en Bolsa, había jugado como un insensato… En resumen, había
firmado al cajero del círculo un bono de cincuenta mil francos:
tenía cuatro días para pagar… Estaba decidido a matarse si no
podía hacer frente a sus compromisos… la Bolsa y el círculo le
producían unas pérdidas totales de ciento cuarenta mil francos…
Una buena cantidad…
Decía todo eso como un niño que recita una lección;
hablaba de saltarse la tapa de los sesos o de arrojarse al agua, de
un modo completamente tranquilo. Se veía que el sentimiento
de lo real se iba poco a poco de esa organización atormentada;
se veía que el aristócrata mentía y que era incapaz de llevar a
cabo sus amenazas.
La joven no tuvo más que una idea:
–¡Mi hijo!... ¿Mi pobre bebé!... ¿Qué va a ocurrir?... ¿Qué
va a suceder ahora?... ¡Dios mío, ten piedad de nosotros!...
En ese momento, por la puerta entreabierta, se escuchó de
la habitación contigua una voz que decía:
21
–Papá… papá… ven a contarme las costillas… El diablo
no ha venido esta noche… Tengo todas mis costillas… Una…
dos… dos… tres…
Era el pequeño Antoine con el cual el duque jugaba todas
las mañanas, pretendiendo que quería ver si durante la noche,
Mefisto no había robado una de las costillas de su hijo.
–Tengo todas mis costillas… cuenta, cuenta, papá.
La cama de la madre no estaba deshecha.
El duque permaneció un poco apartado: la voz del niño lo
seguía llamando.
–Papá, ¿Por qué mamá no se ha acostado ayer? ¿Por qué
ha llorado tanto? ¡Dime!...
La duquesa Marcelle fue hacia su marido:
–No es necesario que nuestro hijo tenga que avergonzarse
de tu apellido… Mis joyas, algunas piezas de plata que nos que-
dan aún, eso supondrá un poco de dinero… Yo partiré esta no-
che para la granja de Bareuil… Veré a mi tío Louis…
–El tío no te dará nada, Marcelle… Sabes bien que ya se
ha negado en otras ocasiones…
–Entonces…
–Creo que lo mejor será que me dirija a Samuel Hey-
mann…
Ante ese nombre, Marcelle se estremeció, pero Frédéric
levantaba los ojos al techo para buscar allí sin duda alguna teoría
que lo sacase del apuro y no se percató del trastorno de su espo-
sa.
Frédéric continuó:
–Estábamos un poco distanciados de Samuel que me guar-
daba un rencor de un modo poco benevolente porque no lo has
acogido bien… No te gustan los judíos…
–Iré a Bareuil.
–Bien
–Debes querer descansar
–Estoy destrozado.
El duque se arrojó sobre su cama.
22
–Despiértame al mediodía para el almuerzo… Mi madre
no se enterará de nada.
Marcelle vistió a su hijo y salieron ambos de la habitación,
sin hacer ruido.
El niño decía:
–¿Cómo está tan pálido papá esta mañana?... ¿Y tú, por
qué lloras?...
–Cállate… Cállate…
Marcelle había abierto su armario. Las joyas que esperaba
vender habían desaparecido.
–También ladrón, – gruñó con voz sorda – Un Lormont
que roba a su esposa…
Y se mordió los labios para no llorar.
Hacia las doce, Antoine golpeó a la puerta de la habitación
de su padre.
Frédéric llegó sonriente, descansado, besó a su madre, la
vieja duquesa de Lormont. La comida fue alegre. Se habló de la
buena colocación que el duque tendría próximamente en el con-
sejo de administración de una gran compañía financiera, y la
anciana que miraba a los ojos de su nuera para buscar allí la ver-
dad, fue engañada por las buenas palabras del aristócrata.
A las cinco de la tarde, la duquesa se dirigió a la estación
del Norte y tomó un billete para Bareuil-sur-Oise.
Marcelle, hija de ricos granjeros, no tenía por pariente más
que a su tío Louis, el hermano de su padre y la familia Parce-
llier, todos originarios de la provincia del Oise. A los dieciocho
años, la señorita Marcelle Le Vasseur era muy bonita; alta, ru-
bia, de ojos negros y profundos, de una distinción completamen-
te aristocrática; fue cortejada por muchos jóvenes de la región.
El Sr. y la Sra. Le Vasseur – y sobre todo el tío Louis que había
jurado morir soltero – habrían sido felices al ver a Marcelle ca-
sada con un propietario del país.
Pero la joven no parecía en absoluto dispuesta al matrimo-
nio. Fue en ese momento cuando el joven duque Frédéric, cuyo
castillo era vecino de la propiedad de los Le Vasseur, se fijó en
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Marcelle y cayó perdidamente enamorado. El general de Lor-
mont había muerto durante el asedio de París, y fue su esposa
quien, por amor a su hijo, pasando por encima de las alianzas,
fue personalmente a pedir la mano de la joven a la granja de
Bareuil.
Se produjeron dudas y tiras y aflojas. Aunque halagados
por esa unión, los Le Vasseur no dejaban de temer la reputación
del joven duque del que los periódicos de París divulgaban sus
francachelas. Los padres de Marcelle se rindieron al deseo de su
hija, a la que consideraban con justicia prudente y ahorradora,
con la esperanza de que la vida familiar procurase un poco de
sensatez al aristócrata. Solamente el tío Luis permaneció in-
flexible. En su rudeza de paisano enriquecido, decía que las vie-
jas razas tanto como las viejas fortunas, se iban al garete en este
siglo donde prima el trabajo.
El consejero general republicano encontraba escandaloso
que aparte del temido caos financiero, su sobrina se casase con
un monárquico. Lo que él desearía era que la hija de un burgués
se convirtiese en la esposa de un burgués; y en lugar de enorgu-
llecerse del parentesco con un duque que llevaba uno de los
grandes apellidos de Francia, sentía una gran tristeza. Fue en
vano que la novia tratara de enternecer esta naturaleza salvaje; el
corazón del hombre del Norte no se abrió al perdón.
La boda tuvo lugar. El tío Louis no apareció. El consejero
general, alcalde de Bareuil, que vivía en una casa cercana a la de
su hermano, delegó sus poderes en su adjunto; y, desde lo alto
de su ventana, miró pasar los coches adornados con la rabia en
el alma.
El enfado entre ambos hermanos contribuyó no poco a la
muerte del padre de Marcelle; la pena por el ausente mató a la
madre.
Los jóvenes esposos vivían en el palacete de los Lormont
en el barrio Saint-Germain, en la calle de Varennes, un edificio
un poco sombrío, un poco severo, así como conviene a las gran-
des cosas que portan en ellas toda la historia del pasado.
24
El tío Louis había adivinado el futuro. En menos de cinco
años, la ruina se abatió sobre la familia. Se vendió el castillo de
Lormont; se vendió el palacete de la calle de Varennes y la pare-
ja, que había tenido un hijo, fue a vivir a un apartamento en el
quinto piso de un edificio de la calle Rochechouart.
En medio de sus escandalosas locuras, el aristócrata en-
contró un compañero de juergas, un hombre que se aferró a él,
que se convirtió en su más íntimo confidente, un joven banquero
retirado de los negocios, el Sr. Samuel Heymann.
El duque había conocido al riquísimo Heymann en el
círculo de los Artistas-Reunidos; lo había invitado a cenar al
palacete de la calle Varennes. Samuel había ido varias veces y
luego sus visitas se habían hecho escasas. Fue en vano que
Frédéric intentase llevar a Heymann; este invocaba mil pretextos
para rechazar las invitaciones; y sin embargo su cartera estaba
siempre abierta al aristócrata. Pero el día de la catástrofe previs-
ta, el duque de Lormont, que había mantenido a su amigo al
corriente de todos sus asuntos, buscó, sin encontrarlo, al alegre
compañero. Heymann estaba de viaje, mientras los alguaciles
embargaban los bienes de los señores de Lormont: fue por abso-
luta casualidad que Frédéric se encontrase con Samuel una no-
che en Tortini, cuando se disponía a tentar una última vez su
suerte.
Cenaron en el círculo. El duque contó a su amigo todas sus
desgracias, y Samuel acogió con muy buena disposición todas
las confidencias. Luego pasaron a la sala de juegos; y allí,
Frédéric encontró un crédito inesperado. El duque de Lormont
apostaba, en plena desesperación, cuando el cajero vino a decirle
al oído:
–Señor duque, debéis ya cincuenta mil; me es imposible
prestarle más… Apenas estoy en condiciones de reembolsar las
fichas…
–Veinte luises… nada más que veinte luises… Mañana
temprano, a las ocho, habré pagado todo… Vamos señor Ro-
dolphe… Usted sabe perfectamente que pago con buenos inter-
eses…
25
El cajero fue inflexible.
–Ni un centavo, señor duque… ni un centavo…
Y dirigiéndose a la mesa:
–La banca está adjudicada en quinientos luises…. ¡Caba-
lleros, hagan juego!...
El desdichado jugador buscó con la mirada a Samuel
Heymann: el amigo había abandonado el círculo.
Estas dos súbitas desapariciones en condiciones análogas
no inspiraron ninguna reflexión al aristócrata parisino.
Solamente, la duquesa habría podido explicar el horror
instintivo que sentía por Heymann y que había comenzado en
una cena íntima dada, hacía dos años, en el palacete de Lormont.
Allí, en la paz del hogar doméstico, una visión turbadora había
hecho estremecer a la joven mujer. Una noche – se había des-
pedido al servicio para poder charlar entre amigos – el duque
acababa de levantarse de la mesa, bajo el pretexto de tomar so-
bre la chimenea una carta que deseaba mostrar a Heymann. La
viuda de Lormont se había retirado a sus aposentos. Frédéric no
encontraba la carta; se excusó ante su amigo al verse obligado a
registrar los documentos de una enorme cartera.
–Papeles… papeles… mi querido duque –murmuró Sa-
muel con toda naturalidad.
Y mientras Frédéric, con los ojos perdidos entre los pape-
les, no podía ver nada, Samuel Heymann tomó la copa de la
duquesa y la llevó a sus labios. Marcelle, creyéndolo una confu-
sión, hizo ademán de levantar el brazo; pero la súbita animación
del amigo del duque de Lormont afirmó en grado sumo que el
error había sido voluntario.
El duque de Lormont retomó su lugar. La carta, una misi-
va cualquiera, fue leida.
–¿Qué le parece este vino?
–¡Ah! mi querido duque, me siento demasiado emociona-
do par responderle… Este johannisberg trae alegría y sol al co-
razón…
El duque Frédéric quiso llenar la copa de la duquesa.
–Gracias, amigo mío.
26
Y, rechazando el vaso donde Samuel Heymann acababa de
beber, Marcelle muy pálida abandonó la mesa.
El Sr. de Lormont no comprendió nada de esa escena.
27
II
El tío Louis acababa de cenar, cuando Marcelle llegó a la
granja de Bareuil. La granja estaba situada a algunos cientos de
metros de la estación de Creil. Era el establecimiento agrícola
más importante de la provincia del Oise, el mejor organizado,
aquél que se citaba en primer lugar de las granjas modelo. Los
premios de las exposiciones y los diplomas vinieron a recom-
pensar el infatigable celo del propietario de Bareuil: se hablaba
incluso de la cruz de honor para el tío Louis con motivo del
próximo concurso regional.
La joven duquesa había hecho el camino a pie.
–¡Es su sobrina, la señora Marcelle! – exclamó la sirvien-
ta, que había conocido a la duquesa desde pequeña.
–¡Ah! – dijo sencillamente el consejero general.
La duquesa fue hacia él con el corazón llenos de grandes
suspiros; se arrojó a su cuello, mientras la criada, muy conmovi-
da, decía retirándose:
–¡Otra desgracia más!... ¡Pobre señorita!...
El tío miró fijamente a su sobrina:
–Para que vengas a esta hora, debe suceder algo muy gra-
ve…
–Muy grave, tío.
–¿Has cenado?
–No, pero quiero hablar con usted antes.
El Sr. Le Vasseur cruzó sus brazos sobre su pecho de atle-
ta; su rostro rojo con unas espesas patillas completamente blan-
cas, se iluminó con salvajes luces. Su cuello de toro normando
cruzado con una amplia corbata negra pareció hincharse desme-
suradamente; muy tieso en su amplio chaleco marrón, se dispuso
a escuchar.
Ella se sentía muy pequeña para hablar al tío terrible que
escuchaba todas las tristezas y todas las angustias de su sobrina
sin que un músculo de su rostro se alterase.
Cuando hubo dicho todo, el Sr. Le Vasseur lanzó al techo
su servilleta, y se puso a caminar lentamente por el gran salón
28
muy sencillo de la granja. Tras haber dado algunos pasos, el
hombre, todavía pálido, se detuvo y apoyando sus huesudas ma-
nos sobre los hombros de Marcelle completamente temblorosa,
dijo:
–Tu marido es un canalla…
La duquesa desconsolada tendió hacia él unos brazos su-
plicantes.
–He dicho «canalla» y lo mantengo, sobrina…. Tal vez no
me creas… Espera… espera, querida.
Y sentándose de nuevo, extrajo un fajo de papeles del bol-
sillo de su chaleco:
–Ves estos valores, señora duquesa… valen unos diez mil
francos… Los he pagado… Tu marido el señor Frédéric de
Lormont es un falsificador: ha falsificado mi firma…
Marcelle escuchaba jadeante y destrozada.
–Sí, habría podido enviar a ese caballero a la cárcel: no sé
en verdad lo que me ha retenido…
Y elevando los papeles a la claridad de la lámpara de co-
bre, tuvo un estremecimiento formidable. Las ojos llameantes,
miraba la firma Louis Le Vasseur, y sus dedos nerviosos atena-
zaban el papel.
–Está muy bien imitada… Cuando el alguacil ha venido
esta mañana, me he quedado sin palabras durante algunos minu-
tos; luego me he hecho el tonto, diciendo que comenzaba a per-
der la memoria… Mi firma yo no la haría mejor… Vamos, va-
mos, para mantener las juergas y recorrer las timbas, uno se
arriesga a galeras, y es el tonto de Louis quien paga el baile…
Tomó a la duquesa por el brazo:
–Escúchame bien: que tu marido no vuelva a poner nun-
ca más los pies en Bareuil a partir de ahora: he hecho todo lo
posible para oponerme a ese matrimonio; soy un burgués, un
hombre honrado, y no quiero ladrones en mi casa; eso es todo.
Marcelle se fundió en lágrimas; y viéndola así, el tío
adoptó una voz menos dura:
–Vas a cenar, ¿verdad?
–No tengo hambre, tío.
29
Entonces, él la besó dulcemente en la frente.
–Vamos, no debo mostrarme más malvado de lo que soy
realmente… Después de todo esto no es culpa tuya, mi pobre
hija, si tus padres no han sido lo bastante razonables para pre-
servarte del peligro. Cuando el corazón domina la razón hay que
esperar de todo… Vamos, Marcelle, ¿quieres que me sacrifique
otra vez más?; ¿quieres que impida que tu marido se vea des-
honrado mañana?... ¿Quieres que repare las infamias cometidas?
Pues bien, estoy dispuesto, lo estoy…
La duquesa levantó sobre su tío una mirada llena de agra-
decimiento.
–Mi fortuna es tu fortuna, ¿no es así? No se ha de decir
que el Sr. Le Vasseur ha dejado morir de hambre a la propia hija
de su hermano… Pagaré las deudas de tu marido; venderé si es
necesario mi granja de Lassigny… Vendrás a vivir a Bareuil con
tu pequeño Antoine al que yo amo con todo mi corazón; reci-
birás allí a tu suegra que un una santa mujer; y ambas os conver-
tiréis aquí en amas absolutas; pero con una condición….
–¿La condición?
–Que tu marido será inexistente a partir de ahora para ti
….
–Abandonar a Frédéric, jamás.
–No me has comprendido, sin duda, o mejor aún, no te das
cuenta de la situación. Teníais un palacete, ese palacete ha sido
vendido; ese castillo de Lormont que nos deslumbraba antaño, a
mí y a los tuyos, pertenece hoy a un industrial inteligente y tra-
bajador. Estáis arruinados, completamente arruinados; sin algu-
nos millares de franco que yo te doy, de todo corazón, cada año,
viviríais en la miseria… ¿Acaso no es cierto todo eso?
–Así es, tío.
–Entonces, Marcelle, tienes un hijo que amas con toda tu
alma; eres una buena madre y nadie en el mundo tiene el dere-
cho de reprocharte los crímenes del hombre al que has unido tu
vida, a una hora donde niña todavía, no sabías nada de las cosas
de este mundo… Eres una buena madre, estoy seguro… la san-
gre de los Lormont no ha podido envenenar la sangre de los Le
30
Vasseur… Si permaneces en Paris con tu marido, Frédéric co-
meterá nuevas estupideces y tal vez nuevos crímenes… Quiero
salvarte. Cuando se ha tenido la desgracia de casarse con un
hombre semejante a tu marido, se llora el pasado y se mantiene
uno fuerte ante el futuro… Tu hijo prima ante tu marido; eres
esposa, pero también eres madre, y los sentimientos maternales
son de esos contra los cuales nada debe prevalecer… Instálate
en Bareuil y serás la dicha de mis últimos días…
–Lo que usted me pide, tío, es imposible… Mi existencia
está vinculada a la de Frédéric; esperaba ser feliz con él; no ten-
go el derecho de ser feliz sin él… Abandonar a mi marido y so-
bre todo en un momento como este, sería indigno de una esposa
cristiana… Sería una cobardía…
–¿Lo has pensado bien, Marcelle?
–¡Oh! sí…
Louis Le Vasseur hacía girar sus pulgares.
–Con los sentimientos, se muere de hambre, señora duque-
sa; y a veces, peor todavía…
–Tio…tío…
Levantando la cabeza con orgullo, Marcelle contestó:
–Por mucho respeto que le tengo, no le permito que me
hable así…
Iba a retirarse. El Sr. Le Vasseur le rogó que la escuchase
aún.
–Marcelle, perteneces a una familia de gente decente. La
muerte ha hecho que yo sea hoy el jefe de esta familia: tu tío, mi
primo Parcellier no te hablaría de un modo distinto al que yo lo
he hecho; no tendría otros consejos distintos para su hija, si Je-
annine, a la que quieres tanto, se encontrase en tu situación. Es
un padre que se dirige a su hija; la amistad excusa la autoridad y
los rigores. Te lo repito, Marcelle, debes abandonar a tu mari-
do… Es preciso…
–No puedo; no debo…
–Entonces, estás perdida, hija mía.
La joven mujer unía las manos.
31
–Tío Louis, usted es bueno. Ya nos ha ayudado en otras
ocasiones; sin usted estaríamos muertos de hambre… Pues bien,
sea usted humano como siempre lo ha sido. Frédéric ha actuado
mal; es un hombre desdichado, un ser débil que no ve de la vida
más que sus aspectos brillantes y engañosos; tiene necesidad
más que nadie de un alma gemela que vele por él; no exija que
su compañera le sea infiel, que sea cobarde en el momento de la
caída… Nuestro rol, el de las esposas, es mostrarnos fuertes y
valerosas en el peligro; es tener la energía por aquellos a los que
le falta… Le prometo que Frédéric no volverá a caer…
–Vamos, vamos, hija mía, veo que la influencia de los
Lormont ha extraviado tu espíritu… Hablas de honor y de valor,
y el recuerdo de tu hijo es impotente para hacerte sacrificar ese
amor fatal que llevas en ti… ¿Quieres que te diga?: eres amante
y no eres madre; tu amas a ese hombre con una pasión insensata,
una pasión de cortesana y no de esposa; tú, gran dama, amas a
ese señor indigno como una puta ama a un chulo…. Todas sois
iguales. La porquería os atrae en lugar de asquearos… Ve, du-
quesa… Continua viviendo y divirtiéndote con tu duque; y, de-
ntro de algunos meses – escúchame bien – dentro de algunos
meses, te encontraré moribunda y loca en la Salpétriere o en
Saint-Lazare…
La duquesa saltó bajo el ultraje.
–No tenéis derecho a insultarme, tío… Si es necesario tra-
bajaré día y noche… A partir de ahora no quiero nada de us-
ted… ¡Oh! nada… nada…
–Como quieras, querida…. como quieras, duquesa…
Y retirándose, Marcelle pudo escuchar una voz que decía:
–¡Ah! hermano Julien, más valdría que tu hija estuviese
muerta…
Esa noche, la duquesa pidió hospitalidad a sus otros pa-
rientes, los Parcellier, que vivían también en el pueblo de Bareu-
il. Los Parcellier no eran ricos. Marcelle debió contener sus
lágrimas y su desesperación.
32
33
III
Durante todo el día, el duque había recorrido París para
conseguir dinero. Frédéric no se hacía ninguna ilusión sobre el
resultado de la gestión de su esposa: sabía que el viejo tío pagar-
ía la deuda que él acababa de contraer; pero no pensaba que
consintiese en sacarlo de apuros. Uno de sus amigos de nombre
de Foureau, con el que había contado, no le hizo siquiera el
honor de recibirlo. En cuanto a Samuel Heymann, había perma-
necido sordo a todos los ruegos. El duque había dicho:
–Mi esposa firmará.
Samuel se había conformado con responder:
–Usted sabe perfectamente, señor, que la duquesa es tan
pobre como usted.
Entonces el duque, presa de una sorda rabia, tuvo un acce-
so violento. Quiso decir a ese hombre que era él, Heymann, la
causa de su desgracia, porque solo él lo había arrastrado a las
malas inversiones en Bolsa y al círculo, procurándole un crédito
demasiado considerable: se contuvo sin embargo, y, debatiéndo-
se contra un rencor desesperado, regresó a su apartamento. Al-
gunas horas más tarde, un coche llevaba a la duquesa a la calle
Rocheuart.
Frédéric comprendió al mirar a su mujer que no era posi-
ble ocultar la historia de los valores falsificados; extendiendo los
brazos, los dejó caer con un grito de dolor tan agudo que Marce-
lle se puso más pálida que él.
–El juzgado… Galeras… No. no… La liberación… La
muerte…
Bruscamente se dirigió hacia la panoplia donde estaban
sus pistolas.
Marcelle le detuvo.
–No quiero que mueras; no quiero… ¿entiendes?... Te
prohíbo matarte…
–¡Déjame! ¡Déjame desdichada!...
–Frédéric, es tu esposa quién te habla; es tu esposa que te
ama…
34
Los ojos del duque brillaban.
–¿Prefieres verme en la cárcel?... ¡Confiesa que ya no me
amas!....
Él se desprendió del abrazo; luego, muy fríamente, dijo:
–Solo hay un hombre en Paris que puede salvarme: ese
hombre que me trataba como un hermano me ha echado de su
casa; pero lo que se le rechaza a un compañero de juerga, se le
puede conceder a una mujer que llora…
–Ese hombre…
–Es Heymann… Me gustaría…
–Te gustaría…
Suplicó a la duquesa de Lormont que se presentase en el
palacete de la avenida de Villiers…
–No es a tu esposa, Frédéric, a quién corresponde hacer
semejantes gestiones…
–Entonces me mataré… Un Lormont no va a galeras…
Después de mi muerte, volverás a tomar el apellido Le Vasseur
para que nuestro hijo no esté deshonrado… Es la mejor de las
salidas…. Sin embargo existe una posibilidad de salvarme; la
gestión te repugna; no hablemos más, entonces…
–Por lo demás –añadió él con indolencia – no te lo he di-
cho todo… El Sr. Samuel Heymann tiene en sus manos la posi-
bilidad de hacerme detener hoy mismo… Es terrible, pero es
así… Soy dos veces falsificador… He falsificado también la
firma de Heymann…. Los efectos serán descubiertos mañana….
–¡Oh! –suspiró la joven mujer, – Cállate… cállate… Pare-
ce que te place torturarme…
La duquesa bajó la cabeza; pero de pronto en su mirada
sombría pasó un rayo de luz, de esperanza:
–Está bien. – dijo sencillamente– Iré a casa del Sr. Samuel
Heymann.
Samuel Heymann nació en Viena. Había llegado a París
desde hacía varios años, dejando la dirección de la banca viene-
sa a su hermano más joven. Lo quisieron casar con una de sus
primas de Londres, pero él huyó del matrimonio.
35
Vivía en un encantador palacete, al fondo de la avenida de
Villiers; cada sábado aceptaba ir a cenar con sus parientes los
Heymann, los grandes banqueros de la calle Lafayette.
En lo físico, era un apuesto muchacho, de altura por enci-
ma de la media, esbelto y nervioso, ojos azules llenos de enso-
ñaciones, una barba rubia rizada, unos labios un poco delgados
que revelaban una voluntad férrea. Se le conocían pocos amigos,
aunque fuese el más benefactor de los hombres; en cuanto a
amantes, no se le conoció nunca una relación seria, aunque en el
semi mundo e incluso en la alta sociedad, más de una mujer se
hubiese turbado ante su mirada escrutadora y misteriosa. El du-
que de Lormont era tal vez el único hombre que lo había fre-
cuentado con asiduidad; la naturaleza poco sospechosa del pari-
sino vividor era de todos sabida; la de Samuel permanecía im-
penetrable.
Se le veía conduciendo a él mismo sus caballos en el Bois;
tenía hermosos ejemplares. Gran aficionado a la pintura, Hey-
mann poseía una colección soberbia. Ni desenfrenado, ni juga-
dor, llevaba una vida completamente artística hasta la edad de
treinta y cuatro años.
Viéndolo tan apuesta y tan bueno, se decía de él:
«Tiene un rostro y un corazón de Cristo.»
Pues bien, ocurrió un día en el que esa máscara de impasi-
bilidad de quebró. Sobre esa cara, de ordinario sonriente y repo-
sada, pasó un viento frío de amargura y tristeza. Sí, después de
esa velada donde – como un ladrón – había bebido de la copa de
la mujer tan ardientemente deseada; desde el momento en el
que su magnética mirada se había cruzado con la de la duquesa,
Samuel Heymann ya no era el mismo hombre. Se había dicho:
«Esta mujer me pertenecerá un día»; y, a partir de ese momento
haría todo lo que hiciera falta para lograr su objetivo.
La Señora de Lormont lo comprendió tan bien, que tenía
miedo del hombre e intentaba evitarlo; él merodeó en torno a
ella como un pájaro siniestro que acecha su presa.
36
La pasión estalló repentinamente, irresistible, en el co-
razón del joven austríaco. Todo su ser se vio abrasado; y desde
entonces Samuel no vivió más que para la visión entrevista.
Soñó con la ruina del duque Frédéric y fue él quien mostró
el camino de esa ruina; soñó con el deshonor de su amigo y el
amigo se deshonró; deseo la miseria para la gran dama que lo
rechazaba, y la miseria no se hizo esperar.
Entró en la vida del aristócrata y la demolió con la tenaci-
dad de un paisano que, buscando un tesoro, destruye su casa,
piedra por piedra. Lo que quería, no era la ruina, ni la miseria, ni
el deshonor del marido. Quería que la mujer amada – esa visión
obsesiva a todas horas – acudiese a él desolada y suplicante,
puesto que sabía perfectamente que no podía venir de otro mo-
do.
Ahora estaba seguro de poseerla. Su corazón había san-
grado lo suficiente como para mostrarse implacable.
Samuel esperaba a Marcelle. Era su obra la que por fin se
iba a realizar… Su carne se había animado en impulsos de de-
seo… Sentía oleadas de calor por todo el cuerpo…
Esperaba en su magnífico despacho, cuyos muebles despa-
recían bajo ramos de flores y de verdor. Las pesadas cortinas de
seda y oro estaban recogidas sobre las ventanas. Samuel estaba
atento a los ruidos que procedían de la avenida. Se encontraba
allí, febril por los tumultuosos latidos de los sentidos.
Esta noche que él había creado, en ese día invernal, pobla-
ba su espíritu de mil quimeras.
Sonó un timbre. Fue el propio Samuel quien abrió la puer-
ta.
–Duquesa, sea bienvenida – dijo, inclinándose respetuo-
samente.
No se veía criado alguno por ninguna parte.
Marcelle, completamente vestida de negro, subió detrás de
Samuel por la escalera de mármol rosa que conducía al despa-
cho; y como, en el momento de entrar, Heymann se apartaba
37
para dejarla pasar, la joven mujer fue presa de un temblor ner-
vioso que no pudo reprimir.
En medio de la sala aparecía el retrato de ella en la época
en la que, gran dama, era la reina de las fiestas del barrio Saint-
Germain. Estaba vestida con un largo vestido de terciopelo color
cereza, los mismos encajes en la blusa, las mismas rosas en el
cabello. Era la sonrisa de la época en la que la noble dama era
feliz.
Al ver su retrato en esa estancia, se vio tan aturdida que
Samuel se vio obligado por dos veces a invitarla a sentarse en el
sofá: tomó lugar frente a ella; y viendo que toda esa parafernalia
la turbaba hasta el punto de impedirle hablar, él dijo dulcemente:
–Perdóneme, señora, por vivir en medio de estos recuer-
dos… Ese retrato es la obra de un gran pintor… El artista no os
conocía mucho; pero yo estaba ahí, guiando al pintor que traba-
jaba basándose en una fotografía… Yo estaba ahí, dándole áni-
mo e inspiración… Me parecía a veces que era mi propia mano
la que reproducía sus rasgos… Ese dulce y noble rostro que me
está por fin permitido contemplar a mis anchas…
–Señor, no hubiese venido si hubiese sospechado…
Samuel se mordió los labios.
–Usted sabe tan bien como yo, señor, el asunto que me
trae…
–Lo sé, Señora, – respondió Samuel.
–Señor, una palabra suya va a decidir el destino de toda
una familia… El duque de Lormont ha sido su amigo, ¿quiere
usted salvarlo? Sea generoso, señor…
–Por el amor que le tengo a usted no hay obstáculo que no
pueda vencer…
Samuel temblaba al hablar; bajo el golpe de una sobrexci-
tación febril, suspiró, con los ojos llenos de llamaradas:
–El dolor la vuelve extraordinariamente bella, señora…
–Señor…
–Sí, sabía que vendría, y hace muchas horas que la espe-
ro… Hable… hable… Su voz me encanta y me embriaga…
Ella se levantó fría y altiva.
38
–No me queda más que retirarme.
Pero volvió aún, suplicante, desesperada:
–Señor Heymann, el favor que os pido en nombre de mi
marido, en nombre de mi hijo, puede llevarlo a cabo. Sea gene-
roso… Haga que mi marido no tenga que ir a la cárcel y yo lo
bendeciré…
Entonces fue el hombre el que fue hacia ella, a su vez, de-
solado y febril. Habló de sus noches sin sueño, de todos los
horribles sufrimientos que había soportado, sabiéndola feliz con
otro; dijo que desde el día en el que sus labios se habían posado
en el lado de la copa por la que ella había mojado sus labios,
todo en la vida había desaparecido, y que solo ella había tomado
en su ser el lugar de todas las cosas.
Ella ya no lo escuchaba y parecía murmurar una plegaria.
Y él la miraba extasiado, transfigurado como los persona-
jes de Ingres de los que la mirada se pierde en las profundidades
del Infinito. Una sonrisa que no era del hombre erró un minuto
sobre la boca del joven extranjero.
De súbito, tomó las manos de Marcelle entre las suyas; y,
arrodillado, dijo estas palabras que expresaban todo su respeto y
todo su amor:
–La adoro, como usted, mujer católica, adora a la virgen
María…
Marcelle se desprendió vivamente:
–Señor, señor, quiero irme… ¡Ah! es usted cruel…
–Camina a la vergüenza, señora.
–No, a la muerte –respondió ella, con la cabeza alta, irrita-
da y todavía desdeñosa.
A estas palabras, toda la pasión de Heymann se desvane-
ció. Samuel tuvo miedo de haber dicho demasiado y rogó a la
duquesa que no se retirase todavía. Ante ese rostro más tranqui-
lo, se encontraba algo del paisano bromista y estratega, pasean-
do a su viajero por los lugares pantanosos y haciendo ensuciar a
su compañero, mientras que él sale de allí –no se sabe como–
con los botines brillantes y la reputación intacta.
39
La conversación fue retomada y la duquesa casi llega a
creer que Samuel iba a ceder, cuando, inclinándose hacia su ore-
ja, él le dijo palabras ardientes abrazándola con su aliento.
–No… no… antes la vergüenza y la muerte – dijo ella con
un grito de angustia.
Fuera de sí, salió del salón.
Pero desde que la puerta del corredor se cerró sobre ella y
no le quedó más que descender algunos escalones para verse
libre, una especie de vértigo la tomó. Esa noche, el apellido de
los Lormont iba a ser deshonrado; la historia de esa familia tan
ilustre se terminaba en los registros del presidio; vio más aún:
una vergüenza inefable sobre la frente de su Antoine bien ama-
do… Sí, todos esos cuadros pasaron ante sus ojos con una niti-
dez desesperante. Tuvo miedo.
Y, sumida en ese espanto sobrehumano, le pareció que las
paredes de amplios arabescos se cruzaban ante ella para impe-
dirle pasar… Estaba allí, con los labios pálidos, la frente ardien-
do, la garganta jadeante… Iba a ser demasiado tarde…. Todos
aquellos a los que amaba estaban perdidos… La puerta estaba
entreabierta y Samuel envolvía a la joven mujer con una amplia
mirada de amor.
La Señora Lormont se cubrió el rostro con sus manos; y,
con los ojos llenos de lágrimas, de lágrimas de muerta en vida –
la madre dijo fríamente estas palabras, en las que gritaban su
pudor sublevado y su sacrificio:
–Voy a venderme, señor…
41
IV
Las deudas de Frédéric de Lormont fueron pagadas por
Samuel.
Marcelle, cuya actividad iba a ser puesta en entredicho por
poner todos los medios ante el Sr. Heymann, exhortaba cada día
a su marido a buscar un empleo. Las gestiones repugnaban al
aristócrata que ahora pasaba sus noches en los cafés de los bule-
vares de la periferia.
Frédéric no agotaba elogios sobre Samuel:
–Ese diablo de Heymann… me rehúye… Evita mi agrade-
cimiento… Excelente corazón…
Desde su viaje a la granja de Bareuil, la duquesa no había
escrito a su prima, la señorita Parcellier. Por la mañana, había
partido furtivamente y la joven, que no había podido dejar a su
padre que se encontraba un poco indispuesto en aquel momento,
había escrito a la calle Rochechouart. Al no recibir respuesta, la
señorita Jeannine Parcellier se había dirigido a París, presintien-
do alguna grande desgracia. Había ido dispuesta a sacrificar la
pequeña fortuna que había heredado de su madre. Una palabra
de Frédéric calmó todas sus inquietudes.
–Está todo pagado, Jeannine.
–¿Por el tío Louis?
–No… Por un extranjero, un amigo, un hermano…
La prima no hizo más preguntas.
Marcelle y Jeannine eran amigas desde la infancia. Aun-
que la duquesa fuese algunos años mayor – Jeannine tenía dieci-
nueve años – la mayor de las intimidades no había dejado de
reinar entre las dos mujeres.
La hija del Sr. Parcellier amaba a Marcelle y le pareció
que la gran desgracia que había golpeado a la duquesa le impon-
ía el deber de ser aún más afectuosa con ella que en el pasado:
experimentó como una satisfacción íntima haciendo sus visitas
más frecuentes al modesto apartamento de la calle Rochechou-
art. Las situaciones sociales diferentes no habían disminuido en
nada la recíproca amistad entre las dos muchachas del Norte, y
42
el infortunio repentino de la duquesa encontró un eco doloroso
en el corazón de aquella que se decía la hermana pequeña de
Marcelle.
También, Jeannine confesó en su inocencia encantadora
que lamentaba ver a sus parientes llenos de problemas sin contar
con ella.
–Un extranjero – decía – no tenía el derecho de pasar por
delante de mí.
–Tu fortuna no habría bastado, mi querida Jeannine–
murmuró Marcelle tomando a la jovencita entre sus brazos.
–¿Y si mi fortuna hubiese sido suficiente, hubieses busca-
do en otra parte?
–No podía hacer que te desprendieses de ella.
–Sin embargo estabas segura de que jamás te hubiese re-
prochado ese favor…
–Querida mía…
–¿Y el otro? ese amigo, ese extranjero cuyo nombre no sé,
¿tienes la certeza de que jamás te reprochará ese servicio?
Marcelle arrojó sobre su prima una mirada indefinible.
A ambas les gustaba recordar sus alegrías de juventud.
Eran ellas quienes –antaño– en la iglesia de Bareuil-sur-Oise
estaban encargadas de los ornamentos de las capillas. Cuando
había una colecta en la iglesia, eran ellas quienes la hacían y se
las veía vestidas de blanco, a la entrada del templo con motivo
de las ceremonias del Jueves Santo. Un domingo, durante la
misa, Marcelle Le Vasseur había presentado una bolsa de ter-
ciopelo azul a un elegante caballero venido de París que se man-
tenía muy orgulloso en un banco reservado desde siglos a su
familia. Fue ese día cuando Frédéric de Lormont, que dio un
puñado de oro sin percatarse de la muchacha, tomó lugar en el
corazón de Marcelle.
La duquesa había conservado de sus primeros años una
especie de extraño misticismo; y fue tal vez ese mismo misti-
cismo el que le dio el valor necesario para su sacrificio.
43
Esa mañana –mientras el Sr. de Lormont, siempre en la
búsqueda de una situación imposible, recorría las calles de París
– las dos jóvenes mujeres charlaban en el salón.
Un saloncito tapizado de papel rosa y blanco en el cual se
encontraban algunos restos de los muebles del palacete de la
calle de Varennes. En las ventanas que daban a la calle Roche-
chouart unas cortinas de tapicería, trabajadas por Marcelle. En-
cima del piano, los retratos de dos antepasados, el del padre de
Frédéric, el general de Lormont que se hizo matar durante el
asedio de París y el del bisabuelo, un miembro del Parlamento.
La genealogía se detenía allí, pues los demás retratos habían
sido vendidos por el duque de Lormont.
La familia conservaba aún con un esmero religioso un
Cristo de tamaño natural esculpido en madera, una maravilla
artística que databa del Renacimiento. Era ante ese Cristo situa-
do enfrente de su cama donde la duquesa iba a rezar. Frédéric
encontraba que Samuel Heymann tenía un parecido asombroso
con el Cristo, lo decía a menudo – a propósito de nada – y no se
daba cuenta de la alteración de los rasgos de su esposa ante esta
continua comparación.
–¿Tú suegra no está mejor? – preguntó la señorita Parce-
llier.
–No, querida Jeannine, en su caso ha quedado más afecta-
da que los demás… Ha visto tantas cosas tristes…
–Tú eres valiente.
–Yo también necesito valor.
–Trabajas demasiado… Vamos… descansa un poco… Te
pondrás enferma…
–Debo entregar esta tapicería por la tarde… Es imprescin-
dible que la termine…
Jeannine se acercó al trabajo.
–Este dibujo es realmente encantador… Sin duda es para
un reclinatorio…
–Así es.
–Eres una joya, mi querida Marcelle…. Lecciones de pia-
no, bordado, tapicería….
44
–También es un modo de ganar mucho dinero, mi querida
Jeannine…
–¡Oh! mucho dinero… es decir que todas tus marquesas y
todas tus condesas de pacotilla te engañan… Ellas obtienen tra-
bajos magníficos por casi nada…. Y luego, ¿quieres que sea
franca?: esas damas se vanaglorias; dicen: Esto está hecho por la
duquesa de Lormont; esta mantilla ha sido bordada por manos
de duquesa… ¿Os lo imagináis?... Y las bellas damas ennoble-
cidas ayer no se sienten en absoluto mal por humillarte un po-
co…. Hacer trabajar a una auténtica duquesa, eso encanta a las
damas del alto comercio de Paris…
–No seas malévola, Jeannine.
–Digo la verdad…. Fíjate, la pasada noche en el teatro
«Français», escuché a una dama que se encontraba al lado de mi
palco pavoneándose, durante un entreacto, con un pañuelo bor-
dado a mano; decía a las personas de su entorno: «Me cuesta
cien francos.» Todos los oídos a su alrededor estaban atentos y
ella continuaba: Pero es el trabajo de una duquesa, ¿eh?... ¿De
duquesa?, exclamaban todos a coro; y era la dama quién le des-
velaba tu identidad a los demás… Yo estaba roja de cólera; la
habría abofeteado… He sabido que esa dama era la condesa de
Tessières… una bonita condesa, desde luego…
–La condesa no me daría más trabajo si te escuchase…
Hubiese sido generoso callar mi nombre…. Pero, Jeannine, ne-
cesito trabajo y me hace falta sufrir….
–Pobre Marcelle…. Es a otra persona a quién guardo ren-
cor, te lo aseguro… Tu tío Louis ha actuado mal; es un mal
hombre… ¡Oh¡ tú no quisiste decir nada la noche en la que vi-
niste tan triste a pedirnos hospitalidad…. Marcelle, mi padre y
yo leímos en tu alma; comprendimos todo lo que sufrías… El
hermano de tu padre tenía el deber de acudir en tu ayuda; des-
pués de él me pertenecía a mí sacrificarme por mi prima, por mi
amiga de la infancia: un extranjero ha tomado mi lugar, tanto
peor…
El duque entraba en el salón. La Señorita Jeannine dejó de
hablar.
45
Siempre despreocupado y encantador a la vez, Frédéric se
dedicó a contar el resultado de sus visitas. En la imprenta Du-
pont se le había ofrecido un empleo, un humillante empleo. Se
trataba se servir de intermediario entre el ministerio de la guerra
y la empresa; un diputado influyente del Oise lo había recomen-
dado; y poco había faltado realmente para que no aceptase re-
presentar el rol de criado idiota que se le había propuesto.
–¿Qué se quería de ti? –preguntó orgullosamente Marce-
lle.
–¡Ah! mi querida esposa… Querían que el duque de Lor-
mont atravesase diariamente diez y veinte veces al día las calles
de París, con unos paquetes bajo el brazo; querían que el caba-
llero arruinado se convirtiese en un criado de tercera clase…. El
barrio Saint-Germain recibía una lección…
–¿Y te has negado?
–Me he negado, duquesa.
–Has hecho bien, Frédéric.
Y diciendo eso, Marcelle volvió valientemente a su tarea.
Jeannine no resistió el deseo de abrazar a su prima:
–¡Ah! eres grande… grande…
En el fondo, la duquesa no se dejaba engañar por las men-
tiras de su marido; pero le agradecía que se mantuviese orgullo-
so ante la desgracia. Ella, la burguesa, podía matarse a trabajar;
pero él, el gran señor, hacía bien en no rebajar su condición. Era
un Lormont, un «de» Lormont; ella era una Le Vasseur: eso lo
decía todo.
Y ella se identificaba tan bien con su papel que admiraba a
Frédéric, incluso en sus locuras. Su Frédéric era aristócrata hasta
la médula. No era culpa suya que hubiese nacido en un medio
que los burgueses no podían comprender. La sangre hablaba en
él; su buen corazón justificaba todas sus faltas: si no tenía más
que veinte centavos en su bolsillo, los daba a un pobre; si poseía
un luís enviaba un ramo de flores a su esposa o un juguete para
su hijo. No se podía razonablemente ver en él ninguna mezquin-
dad.
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Bajo sus trajes un poco pasados de moda, pero mantenidos
por su esposa con un decoro irreprochable, el duque tenía gran-
des aires, y hasta en esa casa, el portero, de por sí insolente con
los demás inquilinos, se sentía pequeño ante el Sr. de Lormont,
y lo saludaba más bajo que a los otros inquilinos más ricos.
Marcelle, que se levantaba al amanecer, se ocupaba del
hogar, al no poder la criada con todo el trabajo. Ella confeccio-
naba la ropa ordinaria de su hijo, zurcía la ropa interior de su
marido; y además, hacia las dos, daba una lección de piano a la
hija del Sr. Séverin, el inquilino del tercero. El resto del tiempo,
lo dedicaba a las obras de bordado y tapicería que vendía a las
burguesas parisinas e incluso a sus antiguas amigas del barrio
Saint-Germain.
La señora de Lormont, casi siempre enferma, admiraba la
energía de su nuera; y esta decía simplemente:
–Trabajo para distraerme… No me riña, mamá… Me abu-
rro cuando no hago nada.
Jeannine no podía reprimir sus impulsos de ternura y ad-
miración.
–Eres una santa –murmuraba.
Y la duquesa – al recuerdo de su sacrificio – bajaba la ca-
beza; y atormentada, desgarrada por la dolorosa visión, de la que
ella solo conocía el misterio, se volvía a a ver saliendo del pala-
cete Heymann, sucumbiendo bajo el oprobio y el dolor de su rol
de prostituta.
–Si se supiese…
Y esas tres palabras se clavaban en su corazón, a cada
hora, a cada minuto, sangrantes, vengativas.
La cena tuvo lugar a las seis.
Cuando en ese comedor tan burgués, la anciana madre,
dulcemente apoyada sobre el hombro de Marcelle, tomó asiento,
el cuadro parecía engrandecerse: se hubiese dicho que las pare-
des tomaban un aspecto severo y solemne.
A pesar de los años que pesaban sobre ella, Gersinde de
Lormont era bella todavía con su perfil de medallón romano y
sus largos papillotes completamente blancos y rizados. Sentada
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en su sillón Enrique II– un regalo del Sr. Parcellier – parecía una
gran reina en el exilio presidiendo una comida entre exiliados,
sus fieles súbditos.
Completamente erguida, había rezado el Benedicite con
voz dulce y grave y se había tomado mucho tiempo porque la
casa tenía necesidad de largas oraciones.
A veces, la vieja dama volvía a ver las glorias pasadas, su
padre ministro del rey, su marido el general famoso, muerto en
1870, los antepasados de lord Lormont, sus antepasados tam-
bién, los Drouot-Brézières cuyos nombres destacaban en la his-
toria de Francia; cuando le sobrevenía algún pensamiento rela-
cionado con su juventud pasada en la corte, la señora Gersinde
tenía palideces de muerta. Pero, bajo el esfuerzo de la voluntad,
el rostro retomaba rápido su ordinaria placidez. –Una de esas
placideces de estatuas tan majestuosas que se pasa aún ante ellas
con el sombrero bajo. La dama engrandecía la casa.
–¡Bien! ¿Frédéric? – preguntó con bondad, –podemos
hablar ante Jeannine, que es una pariente, ¿has encontrado una
situación adecuada?
Fue Marcelle quién tomó la palabra:
–Tenemos buenas noticias, madre.
La vieja dama inclinó la cabeza:
–Un Lormont no debería dejar de trabajar, cuando su es-
posa trabaja.
–Sin embargo, madre, no puedo aceptar una plaza de cria-
do.
–Es de los empleos, hijo mío, que no afectan en absoluto a
la dignidad… No importa que la nobleza piense aún que el tra-
bajo degrada al hombre…
La duquesa, mediante una mirada muy triste, suplicó a la
madre del duque que no continuase; y a las palabras de que
Frédéric sería próximamente nombrado inspector del Crédito
financiero, se habló de otra cosa.
El apellido de Neymann fue varias veces pronunciado por
Frédéric; y, al final de la comida, sin haberlo deseado, Jeannine
sabía que el riquísimo Heymann era el salvador de la familia.
48
–Es muy divertido – decía Frédéric –varias veces me he
presentado en el palacete de la avenida de Villiers para agrade-
cer a nuestro amigo… Nunca había nadie…
–Un gran corazón como el del Sr. Samuel, concluyó la
vieja dama, sufre con los sentimientos de gratitud que se le tes-
timonian.
La conversación decayó.
En el salón se hizo un poco de música. A petición de Je-
annine, la señora de Lormont tocó una melodía que había com-
puesto antaño. El pequeño Antoine, elegante como un paje en su
vestido de terciopelo, charlaba con la señorita Parcellier:
–¿Qué quieres ser, mi hombrecito?...
–¿General, verdad? –preguntaba el padre.
–No… no general… Obispo.
La abuela sonreía al futuro prelado.
Frédéric se había acercado a Jeannine.
–Prima, ¿no piensas en el matrimonio?
La señorita tuvo una mueca encantadora:
–No todavía, primo.
–¿Cuál es tu principal condición, querida?
–Vivir en París.
El duque se inclinó a la oreja de la joven:
–Creo haber puesto la mano…
No acabó su frase. El Sr. Parcellier, quien había ido a ce-
nar a casa de viejos amigos del Marais, entraba en el salón. Se
adivinaba en él a uno de esos buenos granjeros del Norte, fríos,
reservados, sin grandes maneras. Se presentó alegremente y es-
trechó entre sus robustas manos la frágil mano que le tendía la
vieja dama; se sentía intimidado ante la señora. Su rostro frágil,
su tez fuertemente colorada, sus largos dientes blancos y su es-
pesa cabellera le daban el aire de un hombre grueso curtido por
el campo.
–Es de la quinta de 1830… decía el duque de Lormont –
Estaría muy elegante en sotana…
Mejor que nadie, el Sr. Parcellier sabía el bien que los
Lormont habían hecho al país, en los tiempos en los que, simple
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empleado en una refinería de Compiégne, comenzaba a hacer
fortuna. El tío Louis no le gustaba demasiado con su moral a
todas horas y sus ideas del otro mundo. No tenía el derecho en
erigirse en moralista aunque era generoso y bueno con las cabe-
zas ligeras. Era inexcusable en el alcalde de Bareuil el haber
permanecido insensible ante las lágrimas de su sobrina.
Bien es verdad que hablando así, el Sr Parcellier ignoraba
el comportamiento del duque Frédéric.
–Puesto que los parientes más próximos no son padres –
dijo él con voz gruesa que hería un poco, – le recuerdo, mi que-
rido duque, que nuestra casa es la suya. ¿No es así Jeannine?
–¡Oh! sí, padre.
Frédéric estaba soñador.
–Tío Parcellier, ¿no conoce usted a nuestro benefactor?
–No, pero sea quien sea, es un gran hombre…
–No lo adivinaría. Es un israelita…
–No me gustan demasiado los judíos…
–Es mi amigo Samuel Heymann…
–¿El sobrino del gran banquero, el archimillonario?
–El mismo.
–Sabía que los Heymannn hacen mucho bien en París…
–Samuel se había negado al principio…
Marcelle se había levantado:
–No partirá esta noche Sr Parcellier.
–Mi querida Marcelle, permaneceríamos en París con mu-
cho gusto, pero los negocios son los negocios… El mercado en
Beauvais se celebra mañana.
El duque sonrió.
–Y papá Parcellier no dejaría el mercado ni por un caño-
nazo…
–Es cierto, mi querido duque.
Y el buen hombre murmuró aún:
–Los negocios son los negocios…
–«Los negocios son los negocios», dijo Frédéric bromista:
ese es el estribillo de una cancion de los «Ambassadors…»
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Tras esas palabras, los Parcellier se despidieron de los
Lormont.
–Un gran hombre. – dijo la señora Gersinde– Lleva en sus
ojos inscritos la honestidad y la devoción.
–Pero nunca inventaría el fonógrafo – continuó Frédéric –
¡Oh!, no…
–Te equivocas hablando de ese modo, – dijo Marcelle.
La vieja dama se encaminaba hacia su habitación.
–¿Sabes Marcelle que tengo una idea?
–¿Alguna maldad, tal vez?
–No, verás… ¿Tu quieres a tu prima, verdad?
–Desde luego.
–He pensado en casar a Jeannine… Dirás que deliro; pero
se ven tanta cosa extraña bajo el gobierno de la República fran-
cesa, que todo me parece posible.
–¿Y quién sería el pretendiente?...
–Podría citarte mil… Nadie como yo para tener semejan-
tes ideas: he pensado que la prima Parcellier podría convertirse
en la señora Samuel Heymann…
–Eso es insensato, – dijo la duquesa con voz estridente.
–¿Por qué?... Los Heymann no se casaban antaño más que
entre parientes; pero tú sabes que la señorita Heymann de Lon-
dres se casó con lord Ratersy, y que la señorita Heymann de
París se ha convertido en la esposa del duque de Garlès…. Nada
imposible pues en que el Sr. Heymann de Viena sea el marido
de una burguesa de Francia… ¿No dices nada?... Pero si es la
felicidad de tu prima lo que barrunto.
–El Sr. Heymann es de religión judía…
–Samuel se hará católico… Su prima Rachel, de Franc-
fort-sur-le-Mein, que va a casarse con un príncipe, se convirtió
al catolicismo… Samuel tiene el mismo derecho… Los Hey-
mann desertan de la fe judía; ponen al servicio del catolicismo
su dinero e influencias… La religión es golpeada por todos la-
dos… Nosotros, los creyentes, tenemos el deber de acoger a los
recién convertidos… Esta si que es buena, daría la impresión de
que te apene que hable así…
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53
V
Hacía algunos minutos que Marcelle miraba el reloj de su
salón. En un momento se levantó; y como el pequeño Antoine,
que jugaba a su lado, la seguía inquieto, ella le empujó un poco
fuerte hacia la puerta:
–Ve a buscar a tu criada… Vamos vete. Necesito salir.
–¿No me llevas contigo, mamá?
–No… no…
–Mamita, me portaré bien…
–He dicho que no.
–¡Oh! mamita mala…
El niño se iba, arrastrando por una cuerda un polichinela;
hacia: ¡ouh!... ¡ouh!... y luego su rosado rostro sonreía y sus
pequeños labios chasqueaban bajo un beso que enviaba con sus
manos – un beso que silbaba en el aire como un gorjeo de pájaro
en una bella mañana de primavera. Ella lo llamó de nuevo y le
besó tan fuerte como pudo…
Y ambos jugaron a hacerse cosquillas.
–Déjame, déjame – dijo la madre.
Y bruscamente, tras haber arrojado sobre sus hombros un
chal de paño negro, Marcelle salió del salón.
Al pasar cerca de la cocina, gritó a Gabrielle, la criada:
–Si el señor regresa antes que yo, le dirá que estoy en casa
de la condesa de Tessières.
–Sí, señora.
Eran las cuatro, el comienzo del anochecer en noviembre.
La Señora de Lormont bajó por la calle Rochechouart. Al llegar
a la avenida Trudaine, tomó un coche que subía vacío. Su agita-
ción era tal, que olvidó decir la dirección adónde debía ser tras-
ladada.
Cerrando la portezuela, el cochero le preguntó:
–Avenida de Villiers – dijo ella– Al final de la avenida…
Yo le detendré.
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El hombre sonrió estúpidamente y el coche partió al trote.
De vez en cuando, el rostro de la duquesa se contraía dolo-
rosamente; en sus ojos unas lágrimas pugnaban por salir y, al no
poder desbordar, la hacían sufrir más todavía; su cuerpo delgado
se había hundido hacia atrás, como si tuviese miedo de llegar
demasiado pronto al término del viaje.
Se circulaba por la avenida de Villiers.
El coche rodaba y los árboles sin hojas se alineaban, seme-
jantes a esqueletos en procesión: la joven se echaba hacia atrás
cada vez más en el fondo del coche, con las manos juntas y la
mirada fija.
Bajó, pagó al cochero, y éste al verla tan bonita y tan páli-
da, sacudió la cabeza con una risa guasona.
Marcelle continuó la ruta a pie, pegada a las fachadas de
las casas, y a medida que avanzaba, su rostro adoptaba una ex-
presión más dolorosa todavía.
Por fin, se detuvo ante un palacete de amplias verjas blan-
cas. La puerta de servicio estaba entreabierta. Marcelle siguió
por un paseo que llevaba a una marquesina de cristal.
Sin que tuviese necesidad de llamar, las puertas se abrie-
ron por si solas. La joven mujer temblaba muy fuerte; se vio
obligada a apoyarse contra las paredes pintadas del gran corre-
dor en el que penetró; el Sr. Heymann, muy elegante, vestido
con una chaqueta azul que dejaba ver una camisa de seda blan-
ca, calzado con unos zapatos de hebillas de oro, se acercó respe-
tuoso y la tomó por la mano.
Ella subió así algunos escalones de mármol rosa que con-
ducían al salón; iba, inconsciente.
–Señora… Señora Marcelle –decía el hombre muy emo-
cionado, tembloroso, pálido – Perdóneme, la amo, la amo a mo-
rir…
Sentada en un sillón, la duquesa cruzó las manos, inmóvil,
horrorizada en su belleza glacial.
Samuel Heymann se mantenía de pie a su lado. Durante
mucho tiempo, él la miró como se hace con una obra de arte
maravillosa o, mejor aún, con algo santo; luego se arrodilló y,
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con infinita delicadeza, rodeó el cuello de la duquesa con sus
brazos. La joven pareció abandonarse; sus manos se distendie-
ron, impotentes y flojas. Solamente su mirada conservó esa fije-
za desoladora de unos ojos deslumbrados por un objeto lumino-
so.
Samuel le tomó las manos que estaban frías; al besarle el
rostro, no encontró más que el frío de un mármol.
Entonces, en un lenguaje cálido y colorido, él narró sus
noches sin sueño, su vida sin esperanza. Habló de la embriaguez
en la que había vivido desde el día en que Marcelle se había
entregado a él, huyendo de París y sus fiestas… ¡Oh! le hubiese
gustado tanto no actuar como amo; debía perdonarlo… Había en
él fuerzas irresistibles… El combate entre su pasión y el honor
había sido rudo… Estaba vencido…
Ella no respondía.
La máscara del hombre humilde y suplicante se volvió de
pronto imperiosa.
La última vez que ella había acudido, él había tenido pie-
dad, esperando aún, esperando que ella tuviese piedad de él y
que acabaría diciéndole un día: «No me has robado mi amor; me
has obtenido, después de haberme conquistado; te amo.» Él hab-
ía sido un esclavo sumiso, un amante imbécil, cuando habría
debido ser un amo. Realmente, la cosa era paradójica: la dama
había partido liberada de su pesadilla de algunos minutos; y él,
él, había llorado largas horas, solo, completamente solo… ahora
era la bestia que aullaba, la bestia ávida de goces soñados, enca-
britada bajo las dolorosas mordeduras del deseo.
–Quiero que me hable– gruñó, apretándole las muñecas–
Lo quiero… lo quiero…
Y liberando la soberbia cabellera de Marcelle, tomó ávi-
damente los rubios cabellos entre sus manos febriles. La pasaba
por su boca, por sus ojos, por todo su rostro. Se embriagaba de
ese modo con la fragancia de la mujer.
–¡Oh! ¿Me desprecia, señora? ¿Me odia?... ¿Qué impor-
ta?... Sea lo que sea para usted, ángel o bestia, soy feliz…
56
Sobre un velador se encontraban unos joyeros, un regalo
de Samuel destinado a Marcelle.
–Estas son sus joyas de familia que he vuelto a comprar…
¿Esto le gusta, señora?... ¿Lo rechaza?...
La Señora de Lormont no respondió.
–¡Oh! por piedad–murmuró él con la garganta oprimida –
no sea así… Yo la amo tanto… La fortuna no significa nada.
Usted es mi vida… Oh, Marcelle no me juzgue por el acto
horrible que la ha traído a mí. El amor produce desesperados…
Me gustaría poder borrar todo, me gustaría poder decirte: «Vete,
eres libre…» No puedo. Cuando no estás ahí me parece que no
soy yo mismo; mi alma me abandona y marcha contigo… Se
clemente…
–Señor – dijo la duquesa desasiéndose –sabe perfectamen-
te que la mujer que está ante usted jamás lo ha amado; sabe de
sobra que ella se ha vendido, y que si está en su casa a estas
horas, es porque usted tiene en sus manos papeles que compro-
meten el honor de su marido… Señor Heymann, no espere nun-
ca mi amor… Me he vendido…
–Vendida… Vendida… por culpa de él… ¿Y todavía lo
ama?
–Sí, lo amo… ya lo creo que lo amo.
–¡Vendida!...
Esa palabra cayó sobre Heymann y se hundía en su pecho
como una espada desgarradora.
–¿Así que usted no me amará nunca, señora?
–Jamás.
–¿No puede?
–Ni puedo, ni quiero, señor…
Heymann se levantó; el incendio iluminaba los ojos del te-
rrible amante:
–Pues bien, mujer… me libero de este infierno… Tomo a
Dios por testigo que usted podía hacer de mí el más generoso y
el mejor de los hombres… He sido respetuoso mientras usted se
burlaba de mi respeto; he llorado lágrimas de sangre, y mis
lágrimas la hacían sonreír. Ya he tenido bastante con esos opro-
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bios y esos dolores; más vale la infamia… Tengo rabia en el
corazón… Ya no es un hombre quien le habla, mi noble dama,
es un miserable… La pasión infantil de los dioses y también de
los monstruos… Soy un monstruo…
La duquesa lo miró, impasible.
Samuel no veía; no comprendía. Esta actitud de crucifica-
da lo exasperaba cada vez más; cuanto más ella se hundía en su
resignación, él se sentía más martirizado por el aguijón de los
sentidos.
Se acercó a ella; la miró frente a frente; la cubrió con su
cuerpo… ¡Oh! ahora la poseía; ella era suya. ¿La mano blanca
no había temblado? ¿El corazón no había latido muy fuerte? ¿El
cuerpo entero no se había estremecido, cuando él la estrechó
entre sus brazos?...
Desde luego, una mujer no podía permanecer insensible.
La carne es la carne… ¡La mujer amada por fin se había entre-
gado!... Sí, realmente la había poseído en uno de esos fulgores
de fuego y de vida donde su ser se había abrasado en él…
No… no… Samuel se equivocaba. Sus sentidos, vivamen-
te excitados, se volvían locos bajo los ardores de la neurosis sin
percatarse de que durante todo el tiempo que duró esta escena, el
cuerpo de la duquesa había sido, entre sus manos, «como un
cadáver entre las manos de un embalsamador de muertos.»
Marcelle abandonó el palacete de la avenida de Villiers.
Portaba en todo su ser tal desesperanza que no caminaba
por la acera, sino por medio de la calzada, apartándose apenas
ante los gritos de los cocheros, esperando la bendita hora en la
que sería destrozada bajo las patas de los caballos; sin embargo
no hubiese sufrido, y tendría que ocurrir que un ángel del cielo o
algún demonio vengador la preservase de sí misma para hacerla
sufrir más.
Le asaltó la idea de desfigurarse, de cortar sus cabellos de
oro que un aliento impuro había mancillado; quería herir los
labios que unos labios odiosos habían profanado… Entonces
Heymann no la amaría; entonces también, se vería a Frédéric
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con el uniforme de los presidiarios… Antoine, el hijo de un de-
lincuente… No, no, para ella el lodo y la infamia, puesto que el
lodo y la infamia eran lo único que podía salvar a los que ama-
ba…
Pero a algunos pasos de la casa de la calle Rochechouart,
el rostro de la mujer adúltera se tranquilizó; se hubiese dicho
que algún mago, cansado de verla sufrir tanto, hiciese desapare-
cer los signos del dolor soportado. Marcelle ya no era la misma
mujer en el momento en el que Frédéric, que la esperaba, la
abrazó contra su pecho.
–¿Cómo has tardado tanto en regresar?... He recorrido
París; traigo buenas noticias…
–Qué bien, amigo mío… Qué bien…
Marcelle lo había exhortado de tal modo al trabajo, había
puesto tanto empeño en hacerle comprender la necesidad de
encontrar una posición, que finalmente Frédéric se había decidi-
do a buscarlo. Regresaba siempre con excelentes promesas. El
Crédito financiero, la Compañía de ferrocarriles del Norte, los
Seguros, todo el mundo le quería; pero él no podía realmente
aceptar así, a la ligera…
–Cuando uno se llama duque de Lormont, no se debe
mezclar con ciertas personas… ¿No es así, esposa mía?
Y Marcelle, decidida a perdonarle, incluso si la hubiese
abofeteado, respondía:
–Es verdad… Tú eres un Lormont…
Desde que la duquesa tenía algún dinero proveniente de
sus trabajos de bordado o sus lecciones de piano, se daba el gus-
to de darlo a su marido, ignorante aún de que este se viese redu-
cido a pedir prestados veinte centavos a sus antiguos amigos.
Ahora, Frédéric paseaba su mirada sobre un enorme ramo
de rosas y camelias blancas que él mismo había colocado en uno
de los jarrones de la chimenea.
Cuando la duquesa se desprendió de su sombrero y abrigo
gris, vio el ramo.
–¡Oh! Frédéric… ¿Todavía más locuras?
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–Quería darte una pequeña sorpresa. ¿Soy amable, no es
así? Un viejo deudor me ha pagado…
–¿No me mientes?
–Yo no miento nunca… nunca.
Con una triste sonrisa, tomó el ramo entre sus manos y
respiró profundamente el olor de las rosas.
Frédéric estaba serio.
–Marcelle, eres la bondad personificada; te amo tanto que
no pido al cielo más que verte siempre como un rayo en lo alto
para consolar mis entristecidos días…. Ven, más cerca de mí…
Más…
La joven mujer apoyó su cabeza sobre el hombro de su
marido.
–Querida esposa, vas a verme cambiar de conducta; me
hace daño pensar que trabajas y que yo estoy a tu cargo…
–¿Quién dice eso?
–¡Oh! sí, es humillante… Hay personas que me miran con
sorna…
–¿Qué te importa?...
–Habría debido hacer como el conde de Lernouze, que se
ha arruinado en el krach. Ahora está en Ciudad del Cabo, a pun-
to de recuperar su fortuna.
–Hay que conocer el mercado de los diamantes….
–Cuando salió de París, Lernouze no sabía distinguir un
solitario de un tapón de una jarra… Ha trabajado. No depende
de su esposa… Y yo, yo, no valgo más que los merodeadores
nocturnos del bulevar Rochechouart y de los Batignolles… Soy
un pardillo… Un buen pardillo…
–Cállate– dijo ella vivamente – me haces daño.
Marcelle estaba acostumbrada a ese carácter de hombre
esencialmente versátil.
–¿Es que te he reprochado algo, Frédéric?
–No… Pero…
–¿Acaso no eres mi vida? Te he amado tanto, te amo tan-
to, que por ti no hay sacrificio que no me sienta capaz de sopor-
tar… Por ti y por nuestro hijo…
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–Querida esposa…
–Venga, ánimo. Los malos días ya pasaron. Tengo con-
fianza en Dios. Pero Frédéric, tu deber y el mío es tratar de libe-
rarnos lo más pronto posible… Es vital… vital…
–¡Bah! Samuel no se preocupa de lo que podemos deber-
le… Es tan rico… ¿La prueba?... Fíjate, no tengo secretos para
ti; prométeme no enfadarte…
–¿De qué se trata?
La duquesa lo tomó vivamente por el brazo.
–¿Has hecho eso, Frédéric?
–¿Qué tiene de malo? Samuel no es un amigo para mí, es
un hermano. Observa pues, te lo ruego, toda su delicadeza… No
se atreve a venir aquí, porque le horrorizan los agradecimien-
tos… Ese judío, en verdad, es el mejor de los hombres; dice
cosas que llegan al corazón, como esta por ejemplo: El favor es
para aquel que lo hace… ¿No es bonito?... Es banal, pero bello
de todos modos…
El duque seguía hablando:
–Realmente es raro, en los tiempos que corren, encontrar
en París a uno de tus amigos que te preste una centena de mil
francos para pagar tus deudas… Y además, Marcelle, lo que
todavía me sorprende más que el acto en sí mismo, es la encan-
tadora delicadeza del benefactor. Fíjate, ayer, por ejemplo, yo
estaba en la plaza del Palais-Royal, cuando vi a Heymann que
charlaba con Planchas, uno de nuestros amigos comunes. Corrí
hacia Samuel; tomé sus manos entre las mías; mi efusión pare-
ció molestarle hasta tal puente que, viéndole sonrojado y ver-
gonzoso, me pregunté si no era él quien me estaba agradecido a
mí…
–Papá– dijo vivamente Antoine que entraba en el salón–
¿dónde está el caballo grande que me has prometido?
–Mañana, mi Antonie, mañana…
–¡Oh! papito, vas a engañarme otra vez, como el tiito
Heymann que me había dicho «mañana» para el coche azul,
mañana… siempre mañana… no me gusta mañana…
61
Frédéric tomó al niño en sus rodillas, mientras la madre
arreglaba las flores encima de una mesa de mármol.
–¿Antoine, te gustaría volver a ver al tiito Heymann?
–¡Oh! sí… Es tan bueno, tan guapo… Se parece al buen
Dios con su barba rizada… Y además, siempre me daba carame-
los… ¿Te acuerdas, mamá?
–¿Marcelle?
–¿Amigo mío?
–¿Y si invitásemos a Samuel a cenar el domingo por la
noche?
–¿Tú sueñas? – dijo la joven mujer girándose bruscamen-
te.
Más dulcemente, añadió:
–Es una idea loca… El Sr. Samuel es nuestro acreedor; es-
taría molesto con nosotros….
–Vamos pues, él vendrá sin ceremonias, en chaleco, en
simple chaleco…
–Soy yo entonces quién estaría molesta por su presencia,
Frédéric.
–¿Tú?... ¿por qué? Invitaremos también al Sr. Parcellier y
a Jeannine… una pequeña reunión de amigos… Mi madre estará
contenta de volver a ver al Sr. Heymann… El millonario ha sido
recibido en el palacete de Varennes, no establecerá ninguna
comparación con el apartamento de la calle Rochechouart…
Marcelle, me daría mucha pena, mucha pena, que me negases el
placer de recibir a un amigo… mejor dicho, a un hermano…
El pequeño Antoine aplaudía:
–Tiito Heymann va a venir… Tiito Heymann va a venir.
¡Qué alegría!... Me traerá el cochecito azul… el bonito coche…
La madre emitió una extraña sonrisa.
–¿Marcelle, qué decidimos?
–Tú eres el amo, amigo mío.
–¿Entonces, me autorizas a escribirle unas palabras?
El duque se había levantado.
62
–Hecha la reflexión, escríbele tú. Tal vez rechazaría mi
invitación… La escritura de una gran dama siempre impacta
más a un hombre.
–Tal vez sería mejor…
–Te lo ruego… Me harás muy feliz… un autógrafo de du-
quesa… Heymann estará orgulloso como Artaban…
Bajo el dictado de su marido, la duquesa escribió una carta
de invitación al Sr. Samuel Heymann, una carta muy espiritual.
Hacia las ocho, Frédéric se dispuso a salir.
La viuda, sentada ante el hogar, leía un misal.
–No salgas, Frédéric. Pasa al menos una velada en fami-
lia…
–Me has de diculpar, madre; tengo una reunión de nego-
cios ineludible.
–Reuniones de negocios que te retienen hasta las cinco de
la mañana. Deberías enrojecer…
El duque comentó algo al oído de su esposa.
–¿Ciento cincuenta francos?, pero yo no tengo esa suma –
dijo Marcelle.
–Marcelle, necesito ese dinero….
–¿Cómo me miras?
–Perdón… perdón… Me avergüenza haberte hablado
así… ¿Qué queda en la casa?
–Apenas cien francos…
–Dame cincuenta… cincuenta solamente…
–Guardaba ese dinero en caso de necesidad… Siempre
hace falta tener algo en un ca saca… En fin, rogaré a mis amigas
que me adelanten un poco de dinero…
–Mira, mamá duerme…
Ambos se levantaron y pasaron a su dormitorio.
Frédéric ponía su traje y su corbata blanca, y se miraba en
el espejo de cuerpo entero.
–Todavía tengo aspecto de señor, caramba! ¿Qué opinas
tú, esposa? Pero, mírame…
Posó con orgullo el puño sobre la cadera.
63
–Y de un enamorado – dijo con voz acariciadora – dando
un largo beso de amor a Marcelle.
–Eres guapo, mi señor; bésame otra vez…
El duque abrazó a la joven, y Marcelle, completamente es-
tremecida, permaneció un largo rato entre los brazos de su mari-
do.
Las mismas escenas de amor se renovaban a menudo;
jamás hombre alguno fue adorado por una mujer como Frédéric
fue adorado por Marcelle.
Le entregó el último billete de cincuenta francos que ella
había ganado con su trabajo.
Y mientras Frédéric, en compañía de algunos amigos, fu-
maba excelentes cigarros en el bulevar de los Capuchinos, la
joven esposa, tras haber acostado a su hijo, terminaba un trabajo
de costura.
-¡Eh! mi querido duque, vamos a jugar unas partidas? –
acababa de preguntar a Lormont un joven alto de rostro exan-
güe, con voz ronca.
–No, ahora no; me ha pillado en una situación….
–¡Bah! uno se hace y se vuelve a hacer.
–No tengo más que dos o tres luises en el bolsillo.
–Vamos, vamos, venga… Eso lo rejuvenecerá.
–Tengo una mala racha… En fin….
Esos caballeros entraron en el círculo de los Artistas-
Reunidos.
La partida apenas había comenzado.
–Apuesto un luís – dijo el duque de Lormont.
La voz era conocida; las cabezas se volvieron.
El cajero del círculo se acercó a Frédéric, saludando en
voz baja al duque, pero rechazando enérgicamente consentir el
préstamo de diez luises que este solicitaba con una encantadora
naturalidad.
En menos de diez minutos, Frédéric, cabizbajo, erraba
como un alma en pena por los salones del establecimiento. Per-
maneció en la sala de juego, sin jugar, interesándose por la suer-
64
te de los demás hasta las tres de la madrugada. Se le veían los
labios tensos, tan atento al juego como si él mismo hubiese
arriesgado sumas importantes… El banquero – un hombre del-
gado y calvo –le interpeló de este modo:
–¡Eh! mi pequeño Frédéric… ¿Cómo va eso?
Frédéric no dudó en estrechar la mano del banquero, un
boock-maker, que le tuteaba y a veces le decía impertinencias
que hacían reír a la mesa. El duque soportaba las pesadas bro-
mas del hombre, porque este se dejaba fácilmente pedir presta-
dos algunos luises cuando estaba de buena racha.
–Buenas noches, mi querido Frédéric… mi duquesito…
La voz continuaba – ¡Nueve!...
Cuando el duque regresó a su casa, la lámpara de la habi-
tación todavía no estaba apagada. La costurera todavía no había
finalizado su trabajo.
65
VI
El tío Louis, mejor que nadie, conocía las locuras del Sr.
de Lormont.
En los primeros tiempos, cuando «los señores» – así como
los llamaba él con un acento casi feroz – venían de vacaciones al
castillo de Lormont, él se había dejado enternecer por el aristó-
crata espiritual y buen muchacho. Él, el hombre del Norte, tan
frío y desafiante, había aceptado todas las historias contadas por
el marido de Marcelle. Un día, el duque había olvidado su carte-
ra; otra vez, le faltaba tiempo para negociar unas acciones; nun-
ca era más que por una quincena de días: los billetes de mil del
burgués desaparecían en el pozo abierto por el aristócrata, un
pozo terrible.
–Ese duque – decía el paisano – devorará todo… Es el
torbellino del Niágara de donde nada emerge…
Louis Le Vasseur no quería arruinarse; puso orden, lo que
no le impidió en absoluto – era sabido – pagar los efectos de
diez mil francos sustraídos por su sobrino convertido en falsifi-
cador.
El alcalde de Bareuil había conocido al general de Lor-
mont y sabía que Frédéric, su hijo, que no había podido ser ad-
mitido en la Academia militar de Saint-Cyr, era víctima de un
temperamento desordenado. Se había opuesto al matrimonio de
Marcelle porque había sabido que el duque tenía necesidad de
rehacer su fortuna. La señorita Parcellier tenía quinientos mil
francos de dote.
Cada vez que el Sr. Louis se paseaba por la ruta de Om-
braies y miraba a los extranjeros convertidos en dueños de la
propiedad de su hermano, sentía su corazón encogerse y su odio
crecer contra el devastador de la familia. Habría querido ver el
castillo de los Lormont en cenizas –ahora una fábrica – cuyo
subsuelo gruñía bajo el ruido de máquinas de vapor y cuyas to-
rres altas, dentadas, desafiando el humo de los hornos, todavía
conservaban sus aires de altivas e insolentes princesas ante el
trabajo.
66
Las nuevas infamias del duque Frédéric de Lormont casi
habían sido acogidas por el Sr. Le Vasseur con placer, pues pen-
saba que Marcelle, preocupada por el futuro de su hijo, consen-
tiría finalmente aceptar la hospitalidad en la granja de Bareuil.
El burgués se equivocaba.
Hay ciertas naturalezas tan extraordinariamente dotadas, a
los que los duelos y las desgracias los aferran a la vida más aún
que una vida feliz, exenta de tristezas y de deberes. Hay mujeres
de espíritu débil que se someten al déspota que las considera
como máquinas de placer y como mujeres productivas; hay otras
que tienen un amor tan profundo, tan vivo y tan fiel por el espo-
so que han decidido que para ellas ese esposo está investido de
todas las cualidades y que, pase lo que pase, jamás se desenga-
ñan: Marcelle era una de esas.
Cuando la joven duquesa hubo comenzado a leer en la vi-
da de Frédéric, tuvo nauseas; pero cerró el libro y fueron las
visiones de antaño las que todavía la mantenían encantada.
–Frédéric es un niño grande…
Y la esposa no encontraba otra frase para calificar la con-
ducta de su marido.
El Sr. Le Vasseur regresaba de cazar y entregaba su fusil a
su criado, cuando percibió al Sr. Parcellier de pie ante la chime-
nea de la cocina.
–¿Qué hay de nuevo, mi viejo amigo?
El Sr. Parcellier dudaba en hablar.
Entonces, ambos pasaron al salón que precedía al jardín de
la granja – el saloncito en el que Marcelle había estado hacía
algunos meses, para solicitar la intervención de su pariente.
–¿Dime?... ¿Qué ocurre? habla…
–Es que…
–Vamos…
–Bueno… no te enojes, Louis. He querido hacer la gestión
yo mismo… El secretario del juzgado de paz ha recibido de
París una petición de informe muy extraña. Se trata de saber si
estás muerto…
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La crucificada

  • 1. 1
  • 2.
  • 3. 3 JEAN-LOUIS DUBUT DE LAFOREST LA CRUCIFICADA Jean-Louis Dubut de Laforest Título original: La Crucifiée Calmann Lévy, editeur. Paris 1884 Traducción del original en francés de José M. Ramos González Cádiz 31 de julio de 2014
  • 4.
  • 5. 5 ALEXANDRE DUMAS HIJO DEDICO ESTA OBSERVACIÓN DUBUT DE LAFOREST
  • 6.
  • 7. 7 Nuestros predecesores, mi querido maestro, no lo han di- cho todo por la sencilla razón de que las sociedades humanas se modifican día a día y más particularmente en Francia en estos últimos años. La guerra de 1870, en efecto, parece haber producido entre nosotros una sobrexcitación de los espíritus, de los deseos de batalla, de unas vidas más intensas que se manifiestan tanto para bien como para mal. Jamás hemos tenido grandes criminales; aquellos que estudian las costumbres de este pueblo que resuci- ta, nunca han observado semejantes ejemplos de devoción y de indomable valor. Esto que es cierto para provincias, lo es más aún para París. Si la GAZETTE DES TRIBUNAUX está poblada de relatos talmente espantosos, que la imaginación de un Shakespeare sería impotente en concebir, el mundo parisino es el teatro de aconte- cimientos tan extraños, que, sobre la misma escena, en presencia de nuestros personajes en carne y hueso, nos frotamos los ojos temiendo soñar. Es así, querido maestro, como se me ha ocurrido saludar en París a una mujer que ha puesto en práctica el sacrificio, so- lamente entrevisto por uno de los héroes de Balzac, una esposa madre que al no tener elección de esperar, ni la suerte de morir como la señora Hulot1 , vende su cuerpo a un hombre que no ama. La esposa-madre ha concluido ese negocio a fin de evitar a su hijo la mancha de un apellido deshonroso y a su miserable esposo los tribunales de justicia y la cárcel. 1 Personaje de la novela de Balzac La cousine Bette. (Nota del T.)
  • 8. 8 LA CRUCIFICADA es pues la inmolación de una mujer, no el remordimiento de una esposa después de una falta lejana, tal como usted y el Sr. De Girardin lo han dramatizado tan bien en el SUPLICIO DE UNA MUJER, pero la inmolación observada, por así decirlo, en el mismo momento del sacrificio. El argumento de esta novela, usted lo reconoce en la carta tan halagadora y benevolente que me ha hecho el honor de es- cribir, aceptando el homenaje de su joven amigo, es terrible. Intentar decir lo que no ha dicho Balzac; lo que nadie to- davía ha pensado en decir; ser tratado por usted de atrevido, por usted, querido maestro, que siempre se ha atrevido de forma tan magnífica, me ha dado más valor todavía para la audacia. Me he dedicado a disecar ese trozo de vida real, con la idea bien meditada de no salirme de la decencia que demanda un tema tan ardiente y tan peligroso. He debido ser breve para dejar al drama todas sus armas y todos sus efectos. El libro se resume por su título: LA CRUCIFICADA. Es ese pudor ultrajado, es ese vestido abotonado hasta arriba y lentamente desgarrado por el amante; son esas manos, esa boca, ese cuerpo mancillado por unas manos, por una boca, por un cuerpo odioso; es el rubor de la madre ante su hijo, las silenciosas vergüenzas de la esposa adúltera; son las súplicas, las lágrimas, los gritos, las angustias, la sublevación de la cris- tiana librada a su propia debilidad, blasfemando contra su reli- gión, acusando a su Dios, lo que constituye la base de esta co- media trágica, cuya división será: El Sacrificio, La Expiación, La Redención. El amante es implacable. Cuanto más deseo pone en su empeño, mayor es la insensibilidad voluntaria de la mujer; la castidad de la dama se rebela con más fuerza contra las apeten- cias de la lujuria; tan grande es el mal que hay en él- el mal de la época, la neurosis- que la amante comprada permanece como muerta en medio de los besos que él le prodiga, en medio de los espasmos donde todo su ser en él estremece, se consume y se apaga.
  • 9. 9 A veces es para preguntarse cuál es el mártir de este pacto inhumano… ¿Es la duquesa de Lormont? ¿Es Samuel Heymann? ¿Es el amante atenazado por las mordeduras del deseo? ¿Es la mujer llena de vergüenza y de horror, la mujer tan cruelmente flagela- da?... Ambos, ¿no es así?... Marcelle de Lormont, la esposa-madre que, para salvar a los suyos, vende su cuerpo, ¿no es de entre las mujeres, lo que se podría llamar una santa laica?... ¿El recibidor del palacete de la avenida de Villiers, no ha sido para ella más frío y mortal que la celda de una clarisa descalza?... Ese Samuel Heymann – ese poseso de los sentidos – ese descendiente de una raza hasta ahora tan fecunda, tan dueña de sí misma, ¿no es la victima desesperada de las faltas de sus an- tepasados solamente unidos entre consanguíneos, cuya decaden- cia estaba fisiológicamente prevista?… Todos esos deseos, todas esas pasiones que los Heymann han dominado, desde dos siglos atrás, limitando en ello su amor, sus deseos y sus pasiones, a un círculo de parentesco obligadamente restringido, se han acumu- lado en el camino. Su desencadenamiento ha sido terrible, por- que el dique que los contenía se ha desmoronado bruscamente, tras haber resistido a las amenaza de ruptura, a las veleidades de independencia. El Sr.- J.J. Weiss, que desde hace tiempo tengo por uno de los espíritus más notables de estos tiempos, publicó el año pasa- do en el Figaro un estudio sobre Bismarck. No tengo el texto ante mí, pero la síntesis me ha quedado grabada en la memoria. El Sr. Weiss decía que un gran hombre no es, propiamente hablando, más que el punto culminante de una familia, como la resultante de antepasados desaparecidos que vuelven a vivir en un heredero privilegiado. El fisiólogo encontraba en Bismarck la audacia de un solado alemán, la estrategia de un diplomático, la
  • 10. 10 visión de un gran oficial, etc. En fin, afirmaba que ni uno de los pequeños Bismarcks, venidos o por venir, no están tan bien do- tados como el gran Bismarck contemporáneo, al encontrarse este en posesión del summun de inteligencia debida a su familia. La conclusión de la doctrina del Sr. Weiss me parece erró- nea. En efecto, si es cierto decir que el canciller de Alemania, que cuenta en su genealogía con valores disimiles, ha aprove- chado – por medio de las leyes atávicas – la herencia vital de sus antepasados, nos está más permitido concluir un punto de as- cendencia en la línea de los Bismarck que se renueva y se modi- fica por sangres nuevas. El razonamiento del Sr. Weiss lo aplicaría más de buen grado a la familia de los Heymann, cuya selección pura, no vi- viendo más que de si misma, de sus fuerzas y de su sangre, pod- ía desembocar en un punto culminante para dirigirse hacia una decadencia absoluta. Pero, todavía una vez más, la doctrina es falsa, pues basta que los Heymann de hoy contraigan alianzas fuera de su paren- tesco para que la tesis del Sr. Weiss no encuentre en ninguna parte su aplicación; para que Samuel Heymann – ese desdicha- do- tenga pequeños sobrinos más inteligentes que sus propios antepasados. El montón de genios e idiotas que hay en el aire bajo la forma de átomos es inconmensurable, como diría un cura de campo, si un cura se ocupase de estas cosas. No hay punto culminante. Tal familia producirá mañana un gran hombre, y ese gran hombre tendrá por hijo a un cretino. El cretino desaparecerá. La selección, momentáneamente debili- tada, se fortalecerá mediante elementos de vitalidad reclutados en otra familia, tal vez en otra raza; y nacerán aún seres ordina- rios, luego seres superiores, esperando que la decadencia reco- mience. Así pues, para determinar la marcha hacia delante, harían falta las vacilaciones y el retroceso de las selecciones humanas, no un punto culminante, sino más bien unos postes indicadores
  • 11. 11 cuya elevación sería creciente hasta cierto grado, para volver a disminuir y elevarse aún, disminuir de nuevo y volver a elevar- se, así siempre. La Naturaleza es una gran inconsciente que distribuye sus gérmenes a ciegas. No tiene orgullo por sus prodigalidades; no se preocupa por sus éxitos ni por sus debilidades. Su centro de actividad está por todas partes al mismo tiempo; su labor es infa- tigable. Ni se debe maldecir ni alabar. Esta naturaleza, que los chinos tanto como los franceses y los prusianos están de acuerdo – entre algunos estruendos de cañones y algunos cantos de poetas – en llamar maternal, no hace más que realizar su tarea a sus horas. Nos crea sin conocer- nos nunca, sin interesarse en nosotros sus gigantes, al igual que crea una montaña, un océano, un león, un árbol, una fuente, un perro, una hormiga, una flor; nos concede a veces incluso algo que está en ella, de la cual ella tiene la nuda propiedad, pero cuyo usufructo le está prohibido por causas que no hace hay que buscar: la inteligencia y el libre albedrío. Yo creo, querido y gran Dumas, que no es útil llevar más lejos el problema, y que las religiones y ciencias futuras se de- tendrán como en el pasado, como hoy nosotros, ante el misterio que es el secreto de la fuerza concedida. El Sr. Pasteur podrá aún asesinar gérmenes malsanos; el Sr. Camille Flammarion podrá convencernos de que hay milla- res de habitantes en la luna y en los planetas; el Sr. Paul Bert podrá encontrar las causas y los remedios de nuestras enferme- dades en sus experiencias de vivisección; el Sr. Charcot podrá arrinconar la hidroterapia y el tratamiento mediante metales y hacer prodigios con la electricidad estática, la electricidad, ese agente desconocido, así como se decía ayer en los exámenes de bachillerato: vendrá tal vez desde lo más profundo de Alemania un doctor Knauss llamado a reparar los desastres de los herma- nos Krupp, esos tumbadores de hombres: ese gigante podrá vul- garizar la generación artificial, ayudar a la obra de la creación
  • 12. 12 humana, hacer madres a las mujeres que sufren y que lloran en su helada impotencia… Realmente este fin de siglo que pertenece a la ciencia, y que pronto va a llegar al término de su gestación, maravillará a los habitantes de la tierra… ¿Y luego?... Pues bien, después de esos nacimientos gigantescos, to- davía permanecerá por siempre el eterno problema, el problema del movimiento y de la vida, el eterno inspirador de los folios inútiles, de las declamaciones vanas y de los renovados furores de los griegos. Así pues, querido maestro, es su opinión, creo – debemos restringirnos y conformarnos con arrancar un par de pequeños regalos de las gran madre – la Naturaleza– que si tuviese un cuerpo y un alma, reiría hasta retorcer su cuerpo y condenar su alma, por nuestros descubrimientos, nuestras invenciones y so- bre todo por nuestros asombros. Al menos, tenemos el deber de observar nuestro miserable paso, aprovechando las informaciones que nos da el día a día. Debemos romper los viejos moldes y registrar la sociedad con armas antaño poderosas como las de nuestros mayores, incluso los más ilustres – con esos rayos de luz siempre más brillante que las lámparas Edison – quiero decir las ciencias: la antropo- logía, la anatomía, la fisiología – se proyectarán de todos lados. Pero ordenaremos a la ciencia no mancharnos de aceite, de permanecer en el estado de vapor rosa, a fin de no asustar a los adorables frutos secos de los institutos de muchachas. La peque- ña serpiente oculta entre líneas hará nuestras obras más persona- les, más vivas y más humanas; y la serpiente, amiga de las muje- res, defendiendo nuestra causa al lado de las lectoras, excusará nuestras audacias y nuestras revelaciones., No tenemos ya el derecho de actuar como simples hacedo- res de inventarios. Los otros – los muertos ilustres – han cum- plido admirablemente ese oficio que la comparación nos pare- cería demasiado dolorosa y que a tan poca distancia nuestra la- bor no contaría.
  • 13. 13 En la actualidad, hay que decir también el por qué de las cosas, sin querer subir hasta las nubges, conformándonos con interrogar el pasado, tratando con ello, con nuestras armas nue- vas, de conocernos nosotros mismos y conocer a los demás, si es posible. En la novela contemporánea – todos tanto como somos historiadores de costumbres, en nuestras alegrías como en nues- tras tristezas, – seremos distribuidores de razones o no lo sere- mos. Regreso a LA CRUCIFICADA. Usted me concederá, querido maestro, que esta digresión no ha sido inútil respecto a mi tema. Presentando un personaje como Samuel Heymann, tenía el deber de investigar las causas de los desfallecimientos de mi héroe: esas causas las resumo diciendo que Samuel Heymann es el descendiente de una familia demasiado tiempo cerrada, un mal producto de la dama Naturaleza a la cual no hay que guar- dar rencor nunca. A pesar de todo, Samuel Heymann permanece en un se- gundo plano. Lo que me ha interesado sobre todo en este estudio de la vida parisina: lo que hace que la obra haya temblado en mis ser, es que he podido ver a una mujer luchando en Paris – vendién- dose a un caballero, como una puta callejera, – pero por razones tan elevadas y con amarguras tan poderosas, que desafío a una esposa fiel a negarle el saludo y su piedad. Al marido de tal mujer sorprendida en flagrante delito de adulterio, usted no le gritaría: ¡Mátela!...Usted tomaría al hom- bre por los hombros y le obligaría a arrodillarse: lo que el Sr. de Lormont no ha hecho. El marido indigno ha muerto con el insul- to en los labios; el amante se ha matado, con el amor en el co- razón, queriendo la muerte de su víctima, después de haberle comprado su vida. Hay por el mundo ciertos seres de los cuales no se debe esperar ni sacrificio, ni perdón.
  • 14. 14 La Señora de Lormont ha sido crucificada por dos hom- bres, por un marido desprovisto de sentido moral, por un amante que sería demasiado odioso si no fuese un irresponsable. Sola, ella ha conservado casi hasta el final la plenitud de su libre al- bedrío. Fue por ello por lo que ha sufrido. Ella ha sufrido… No se puede decir más que eso, puesto que no hay palabras en las lenguas humanas capaces de expresar los dolores de esta infor- tunada… Usted me comprenderá mejor que nadie, señor autor del Demi-Monde, cuando le diga que desde que he tenido uso de razón, toda mi curiosidad se ha dirigido hacia la mujer, sobre ese ser múltiple en sus manifestaciones, fatigado dice usted. Es la mujer siempre noticia con sus caprichos, sus desfa- llecimientos, sus cobardías, sus heroísmos; es la mujer siempre modificada por nuestras condiciones sociales, en cuyo misterio trato de profundizar. Allá, en el Perigord, en mi agujero de provincias, siendo niño todavía, cuando sorprendía a las señoritas risueñas, char- lando detrás de sus sombrillas, al abrigo del sol meridional y de unas orejas meridionales también, hubiese querido hacerme muy pequeñito, convertirme en un Ariel para escuchar sin ser visto. Esas encantadoras jóvenes – hoy damas serias – se divertían mucho con esas curiosidades de colegial ávido de despojar el árbol de la ciencia. Si veía lágrimas mojar sus grandes ojos o risas expandirse sobre sus labios rosas, trataba de adivinar el secreto de sus dolores y de sus alegrías infantiles. Más tarde, siendo joven, esas mismas risas y esas lágri- mas, las vi aparecer sobre los rostros de las mujeres; y, en ese momento, comencé a comprender. Los hombres, a menudo reían menos y a menudo lloraban menos también. La mujer era pues un ser aparte, hecho de una carne frágil y delicada, una sensiti- va. Entonces, he pedido al marido, quien tiene el orgullo y el goce de sentir apoyada sobre su hombro la cabeza de una com-
  • 15. 15 pañera amada y que la ama, que debe ser realmente el protector de su mujer; he pedido a la madre tener más ternura e indulgen- cia aún por su hija que por el bebé macho, más capaz de resig- nación; he pedido al amante que sea menos duro con la querida a la que paga y que no le engaña; he pedido al legislador deci- dirse por fin a intentar algo para esas muchachas, para esas mi- serables que deshonran nuestras calles, pero cuya vergüenza, asco y lagrimas también proporcionan el pan cotidiano. Todas son mujeres, casi todas son débiles. En Paris, en medio de esta vida terriblemente agotadora del observador vigilante, en ausencia del cual la capital queda como una esfinge de ojos enormes hecho de luz y de fuego que os quemaqn sin iluminaros, mi respeto y mi piedad para la mu- jer ha aumentado todavía más. La Esfinge hablaba: He escuchado ansiosa, a las horas en que la Ciudad del Placer parece por fin dormida. Y hete aquí que de los palacetes suntuosos y de las casas más modestas; y de las cortinas de seda de las casadas y de los amantes ricos; y de las cortinas todas blancas de las castas señoritas; y de las camas sin cortinas de las impúdicas y las desheredadas, subían contra Paris y contra el hombre, más gritos de angustia que suspiros de amor. Fue bajo el impacto de esas diversas emociones, y tras un paciente análisis, como escribí LA CRUCIFICADA. Esa novela, mi querido maestro, de la que usted ha querido ser padrino, no será inútil, si se encuentran en Francia siete mu- jeres bastante virtuosas para convencer a sus maridos que hay adulterios más gloriosos que fidelidades sin batalla. DUBUT DE LAFOREST París, octubre de 1883.
  • 16.
  • 17. 17 I Cuando el duque de Lormont salió del círculo de los Ar- tistas Reunidos, los cocheros que estacionaban sus vehículos en el bulevar de los italianos le ofrecieron sus servicios: él los des- pidió con ademán brusco; luego, con las solapas de su gabán levantadas sobre su cuello, con el cigarro entre los dientes, su bastón nerviosamente agarrado con la mano derecha, caminó como lo hace un hombre que tiene miedo de lo que deja tras él. Era el mes de noviembre de 1881. Sonaron las cuatro de la madrugada. Una lluvia fina comenzaba a caer. El duque, des- pués de numerosas vacilaciones, entró en el Café Americano. En las salas del piso superior, la animación era grande. Mucha gente de alcurnia. Grupos ruidosos luchando contra la lasitud de la madrugada; flores marchitas dentro de corsés de mujeres; rosas muertas en el ojal de las levitas; todos los rostros cansados por la víspera, adoptando un semblante de vida a la luz del gas, en una atmósfera cargada de olores a cigarros, a heno cortado y a perfume. Aquí y allá, algunas desdichados en la pro- cura de una última copa de champán después de haber errado, melancólicos, por todos los ambientes noctámbulos. – ¡Vaya, si es el barón Nicolás!... ¡Qué cara de enterrador! –Arruinado, querida… absolutamente arruinado… limpio como un vaso de cerveza… –No somos nada… Era tan agradable antaño… Todo pa- sa… Todo se estropea… ¡Oh! ¡Ese maldito bacarrá!.... ¡Es el cólera de París!... Y el comentario filosófico se ahogaba en el gluglú de un jerez seco sorbido mediante una pajita por unos labios pintados. El duque pidió una botella de champán y se sentó solo en una mesa. Parecía tener una treintena de años. Alto, muy moreno, bigote negro, rostro abotargado, la piel del color de los viejos marfiles, corbata blanca casi desanudada, la levita gastada y rozada en diversos lugares, el rostro ilumina-
  • 18. 18 do por un rictus amargo, tal era el joven duque Frédéric de Lor- mont. Mientras se le servía, una joven alta en vestido de tercio- pelo, con los ojos brillantes, cuyas orejas y dedos refulgían bajo el fuego de los diamantes, se acercó y lo tomó del cuello. El había llenado su copa. La muchacha la vació, y tomando la bote- lla, se dispuso a servir de nuevo. –Estás apenado, mi gran bebé, bebe un poco, tu pena se ahogará… Vamos, gluglú… gluglú… Ella le presentaba la copa… Maquinalmente, el duque se puso a beber; pero temblaba tan fuerte que la mujer se vio obligada a ayudarlo. En el segundo intento, fue ella misma quién le hizo beber con mesura, y, como él reía divertidamente, la mujer le dijo: –He leído en mis cartas que un hombre iba a suicidarse; apuesto a que ese hombre eres tú. –Quizá… –¿Cómo te llamas? Él no respondió. –Armas de duque. –dijo ella, tomando la mano y mirando una sortija. Y, en una actitud heroico-cómica, dijo: –Señor duque de… Turlututu… –Schssss… Ella habló en voz más baja: –Ya sé… Entonces, pobre gatito, ¿quieres morir?... ¡Oh! Veo en tu cara que estás harto de la vida… Tienes la máscara… la máscara del jugador… del desesperado… Yo tenía ese rostro la noche en la que los agentes de policía me detuvieron en la calle de Ámsterdam… Quería suicidarme también… Ánimo, duque, la vida es una broma de la que hay que participar hasta el límite… –Mi querida amiga, ¿no bebe? Charlaron así durante algunos minutos. La mujer que se llamaba Anna-la- Limousine quería llevarse al duque con ella.
  • 19. 19 Entonces, entre el ruido de los vasos, en medio de las risas burlonas, se comenzó a decir que era rica, muy rica. Había veni- do de Limoges completamente inocente; pero ahora conocía la vida. Tenía un palacete en los Campos Elíseos, caballos, criados, un tren de vida extraordinariamente suntuoso… Su casa era pura diversión… Todo Paris estaba en sus fiestas… Un amigo, un periodista, el vivaracho Fonreau, que el duque debía con seguri- dad conocer, presidía la organización de sus cenas… –Me he arrastrado por la miseria, mi querido duque, – continuó ella en voz alta – me vengo de la miseria… No soy una puta… soy una artista, una artista-pintora; mis cuadros se expo- nen en el Salón y algún día obtendré una medalla… ¿Una tipa divertida, verdad?... Vengo aquí de observadora, no de otro mo- do… Eso me divierte y alguna vez me hace llorar también por sentirme dueña de mi misma, después de haber caído tan bajo… Sin duda, Anna se vanagloriaba un poco; pues, próxima a ella, una gruesa rubia alzó los hombros y se echó a reír ruidosa- mente. La alusión era directa; y ya las putas comenzaban a dis- cutir, cuando el duque, tras haber pedido y saldado la cuenta, abandonó el restaurante sin quedarse a escuchar las protestas de amor de Anna-la Limousine. Amanecía. A lo largo del camino, el duque encontró unos barrenderos vestidos con unas telas grises y unas mujeres delga- das haciendo creer que estaban extenuadas por los sabats noc- turnos, y llegó hasta el número 80 de la calle Rochechouart. Su- bió lentamente la escalera hasta el quinto piso. Una vez que pe- netró en el vestíbulo, pareció reflexionar un instante. Por fin, abrió la puerta del comedor que también servía de despacho, una gran estancia fría y desnuda. El duque arrojó al suelo su abrigo; y cuando entraba en la habitación contigua, una joven le cortó el paso. Quedaron un largo rato de pie, el uno delante del otro, sin fuerzas para decirse nada. –Te he esperado toda la noche –dijo la duquesa– He pa- sado mucho tiempo rezando… ¿Qué desgracia me vas a anun- ciar ahora?
  • 20. 20 Frédéric bajó la cabeza. Se hubiese dicho que en ese espí- ritu turbado, la situación real que la orgía había expulsado du- rante algunas horas, regresaba imperiosa y brutal. Bruscamente, ese rostro arrugado se distendió y de ese pecho de hombre salió un sollozo de niño. –Vengo a decirte que el duque de Lormont es un misera- ble… Ella se cayó. –Sí, un miserable – repitió él tomándose dolorosamente la cabeza– Un canalla… –¿Has vuelto a jugar? –Sí. –Desgraciado… Desgraciado… Continuó su relato en una especie de extraña monotonía. Desde hacía algunas semanas, no había hecho más que mentir. So pretexto de un viaje a Versalles, donde lo esperaba una situa- ción honorable, había ido al círculo de los Artistas Reunidos con un amigo, el Sr. Samuel Heymann… Una mala suerte increí- ble… Esperando ganar una fuete suma para pagar sus pérdidas en Bolsa, había jugado como un insensato… En resumen, había firmado al cajero del círculo un bono de cincuenta mil francos: tenía cuatro días para pagar… Estaba decidido a matarse si no podía hacer frente a sus compromisos… la Bolsa y el círculo le producían unas pérdidas totales de ciento cuarenta mil francos… Una buena cantidad… Decía todo eso como un niño que recita una lección; hablaba de saltarse la tapa de los sesos o de arrojarse al agua, de un modo completamente tranquilo. Se veía que el sentimiento de lo real se iba poco a poco de esa organización atormentada; se veía que el aristócrata mentía y que era incapaz de llevar a cabo sus amenazas. La joven no tuvo más que una idea: –¡Mi hijo!... ¿Mi pobre bebé!... ¿Qué va a ocurrir?... ¿Qué va a suceder ahora?... ¡Dios mío, ten piedad de nosotros!... En ese momento, por la puerta entreabierta, se escuchó de la habitación contigua una voz que decía:
  • 21. 21 –Papá… papá… ven a contarme las costillas… El diablo no ha venido esta noche… Tengo todas mis costillas… Una… dos… dos… tres… Era el pequeño Antoine con el cual el duque jugaba todas las mañanas, pretendiendo que quería ver si durante la noche, Mefisto no había robado una de las costillas de su hijo. –Tengo todas mis costillas… cuenta, cuenta, papá. La cama de la madre no estaba deshecha. El duque permaneció un poco apartado: la voz del niño lo seguía llamando. –Papá, ¿Por qué mamá no se ha acostado ayer? ¿Por qué ha llorado tanto? ¡Dime!... La duquesa Marcelle fue hacia su marido: –No es necesario que nuestro hijo tenga que avergonzarse de tu apellido… Mis joyas, algunas piezas de plata que nos que- dan aún, eso supondrá un poco de dinero… Yo partiré esta no- che para la granja de Bareuil… Veré a mi tío Louis… –El tío no te dará nada, Marcelle… Sabes bien que ya se ha negado en otras ocasiones… –Entonces… –Creo que lo mejor será que me dirija a Samuel Hey- mann… Ante ese nombre, Marcelle se estremeció, pero Frédéric levantaba los ojos al techo para buscar allí sin duda alguna teoría que lo sacase del apuro y no se percató del trastorno de su espo- sa. Frédéric continuó: –Estábamos un poco distanciados de Samuel que me guar- daba un rencor de un modo poco benevolente porque no lo has acogido bien… No te gustan los judíos… –Iré a Bareuil. –Bien –Debes querer descansar –Estoy destrozado. El duque se arrojó sobre su cama.
  • 22. 22 –Despiértame al mediodía para el almuerzo… Mi madre no se enterará de nada. Marcelle vistió a su hijo y salieron ambos de la habitación, sin hacer ruido. El niño decía: –¿Cómo está tan pálido papá esta mañana?... ¿Y tú, por qué lloras?... –Cállate… Cállate… Marcelle había abierto su armario. Las joyas que esperaba vender habían desaparecido. –También ladrón, – gruñó con voz sorda – Un Lormont que roba a su esposa… Y se mordió los labios para no llorar. Hacia las doce, Antoine golpeó a la puerta de la habitación de su padre. Frédéric llegó sonriente, descansado, besó a su madre, la vieja duquesa de Lormont. La comida fue alegre. Se habló de la buena colocación que el duque tendría próximamente en el con- sejo de administración de una gran compañía financiera, y la anciana que miraba a los ojos de su nuera para buscar allí la ver- dad, fue engañada por las buenas palabras del aristócrata. A las cinco de la tarde, la duquesa se dirigió a la estación del Norte y tomó un billete para Bareuil-sur-Oise. Marcelle, hija de ricos granjeros, no tenía por pariente más que a su tío Louis, el hermano de su padre y la familia Parce- llier, todos originarios de la provincia del Oise. A los dieciocho años, la señorita Marcelle Le Vasseur era muy bonita; alta, ru- bia, de ojos negros y profundos, de una distinción completamen- te aristocrática; fue cortejada por muchos jóvenes de la región. El Sr. y la Sra. Le Vasseur – y sobre todo el tío Louis que había jurado morir soltero – habrían sido felices al ver a Marcelle ca- sada con un propietario del país. Pero la joven no parecía en absoluto dispuesta al matrimo- nio. Fue en ese momento cuando el joven duque Frédéric, cuyo castillo era vecino de la propiedad de los Le Vasseur, se fijó en
  • 23. 23 Marcelle y cayó perdidamente enamorado. El general de Lor- mont había muerto durante el asedio de París, y fue su esposa quien, por amor a su hijo, pasando por encima de las alianzas, fue personalmente a pedir la mano de la joven a la granja de Bareuil. Se produjeron dudas y tiras y aflojas. Aunque halagados por esa unión, los Le Vasseur no dejaban de temer la reputación del joven duque del que los periódicos de París divulgaban sus francachelas. Los padres de Marcelle se rindieron al deseo de su hija, a la que consideraban con justicia prudente y ahorradora, con la esperanza de que la vida familiar procurase un poco de sensatez al aristócrata. Solamente el tío Luis permaneció in- flexible. En su rudeza de paisano enriquecido, decía que las vie- jas razas tanto como las viejas fortunas, se iban al garete en este siglo donde prima el trabajo. El consejero general republicano encontraba escandaloso que aparte del temido caos financiero, su sobrina se casase con un monárquico. Lo que él desearía era que la hija de un burgués se convirtiese en la esposa de un burgués; y en lugar de enorgu- llecerse del parentesco con un duque que llevaba uno de los grandes apellidos de Francia, sentía una gran tristeza. Fue en vano que la novia tratara de enternecer esta naturaleza salvaje; el corazón del hombre del Norte no se abrió al perdón. La boda tuvo lugar. El tío Louis no apareció. El consejero general, alcalde de Bareuil, que vivía en una casa cercana a la de su hermano, delegó sus poderes en su adjunto; y, desde lo alto de su ventana, miró pasar los coches adornados con la rabia en el alma. El enfado entre ambos hermanos contribuyó no poco a la muerte del padre de Marcelle; la pena por el ausente mató a la madre. Los jóvenes esposos vivían en el palacete de los Lormont en el barrio Saint-Germain, en la calle de Varennes, un edificio un poco sombrío, un poco severo, así como conviene a las gran- des cosas que portan en ellas toda la historia del pasado.
  • 24. 24 El tío Louis había adivinado el futuro. En menos de cinco años, la ruina se abatió sobre la familia. Se vendió el castillo de Lormont; se vendió el palacete de la calle de Varennes y la pare- ja, que había tenido un hijo, fue a vivir a un apartamento en el quinto piso de un edificio de la calle Rochechouart. En medio de sus escandalosas locuras, el aristócrata en- contró un compañero de juergas, un hombre que se aferró a él, que se convirtió en su más íntimo confidente, un joven banquero retirado de los negocios, el Sr. Samuel Heymann. El duque había conocido al riquísimo Heymann en el círculo de los Artistas-Reunidos; lo había invitado a cenar al palacete de la calle Varennes. Samuel había ido varias veces y luego sus visitas se habían hecho escasas. Fue en vano que Frédéric intentase llevar a Heymann; este invocaba mil pretextos para rechazar las invitaciones; y sin embargo su cartera estaba siempre abierta al aristócrata. Pero el día de la catástrofe previs- ta, el duque de Lormont, que había mantenido a su amigo al corriente de todos sus asuntos, buscó, sin encontrarlo, al alegre compañero. Heymann estaba de viaje, mientras los alguaciles embargaban los bienes de los señores de Lormont: fue por abso- luta casualidad que Frédéric se encontrase con Samuel una no- che en Tortini, cuando se disponía a tentar una última vez su suerte. Cenaron en el círculo. El duque contó a su amigo todas sus desgracias, y Samuel acogió con muy buena disposición todas las confidencias. Luego pasaron a la sala de juegos; y allí, Frédéric encontró un crédito inesperado. El duque de Lormont apostaba, en plena desesperación, cuando el cajero vino a decirle al oído: –Señor duque, debéis ya cincuenta mil; me es imposible prestarle más… Apenas estoy en condiciones de reembolsar las fichas… –Veinte luises… nada más que veinte luises… Mañana temprano, a las ocho, habré pagado todo… Vamos señor Ro- dolphe… Usted sabe perfectamente que pago con buenos inter- eses…
  • 25. 25 El cajero fue inflexible. –Ni un centavo, señor duque… ni un centavo… Y dirigiéndose a la mesa: –La banca está adjudicada en quinientos luises…. ¡Caba- lleros, hagan juego!... El desdichado jugador buscó con la mirada a Samuel Heymann: el amigo había abandonado el círculo. Estas dos súbitas desapariciones en condiciones análogas no inspiraron ninguna reflexión al aristócrata parisino. Solamente, la duquesa habría podido explicar el horror instintivo que sentía por Heymann y que había comenzado en una cena íntima dada, hacía dos años, en el palacete de Lormont. Allí, en la paz del hogar doméstico, una visión turbadora había hecho estremecer a la joven mujer. Una noche – se había des- pedido al servicio para poder charlar entre amigos – el duque acababa de levantarse de la mesa, bajo el pretexto de tomar so- bre la chimenea una carta que deseaba mostrar a Heymann. La viuda de Lormont se había retirado a sus aposentos. Frédéric no encontraba la carta; se excusó ante su amigo al verse obligado a registrar los documentos de una enorme cartera. –Papeles… papeles… mi querido duque –murmuró Sa- muel con toda naturalidad. Y mientras Frédéric, con los ojos perdidos entre los pape- les, no podía ver nada, Samuel Heymann tomó la copa de la duquesa y la llevó a sus labios. Marcelle, creyéndolo una confu- sión, hizo ademán de levantar el brazo; pero la súbita animación del amigo del duque de Lormont afirmó en grado sumo que el error había sido voluntario. El duque de Lormont retomó su lugar. La carta, una misi- va cualquiera, fue leida. –¿Qué le parece este vino? –¡Ah! mi querido duque, me siento demasiado emociona- do par responderle… Este johannisberg trae alegría y sol al co- razón… El duque Frédéric quiso llenar la copa de la duquesa. –Gracias, amigo mío.
  • 26. 26 Y, rechazando el vaso donde Samuel Heymann acababa de beber, Marcelle muy pálida abandonó la mesa. El Sr. de Lormont no comprendió nada de esa escena.
  • 27. 27 II El tío Louis acababa de cenar, cuando Marcelle llegó a la granja de Bareuil. La granja estaba situada a algunos cientos de metros de la estación de Creil. Era el establecimiento agrícola más importante de la provincia del Oise, el mejor organizado, aquél que se citaba en primer lugar de las granjas modelo. Los premios de las exposiciones y los diplomas vinieron a recom- pensar el infatigable celo del propietario de Bareuil: se hablaba incluso de la cruz de honor para el tío Louis con motivo del próximo concurso regional. La joven duquesa había hecho el camino a pie. –¡Es su sobrina, la señora Marcelle! – exclamó la sirvien- ta, que había conocido a la duquesa desde pequeña. –¡Ah! – dijo sencillamente el consejero general. La duquesa fue hacia él con el corazón llenos de grandes suspiros; se arrojó a su cuello, mientras la criada, muy conmovi- da, decía retirándose: –¡Otra desgracia más!... ¡Pobre señorita!... El tío miró fijamente a su sobrina: –Para que vengas a esta hora, debe suceder algo muy gra- ve… –Muy grave, tío. –¿Has cenado? –No, pero quiero hablar con usted antes. El Sr. Le Vasseur cruzó sus brazos sobre su pecho de atle- ta; su rostro rojo con unas espesas patillas completamente blan- cas, se iluminó con salvajes luces. Su cuello de toro normando cruzado con una amplia corbata negra pareció hincharse desme- suradamente; muy tieso en su amplio chaleco marrón, se dispuso a escuchar. Ella se sentía muy pequeña para hablar al tío terrible que escuchaba todas las tristezas y todas las angustias de su sobrina sin que un músculo de su rostro se alterase. Cuando hubo dicho todo, el Sr. Le Vasseur lanzó al techo su servilleta, y se puso a caminar lentamente por el gran salón
  • 28. 28 muy sencillo de la granja. Tras haber dado algunos pasos, el hombre, todavía pálido, se detuvo y apoyando sus huesudas ma- nos sobre los hombros de Marcelle completamente temblorosa, dijo: –Tu marido es un canalla… La duquesa desconsolada tendió hacia él unos brazos su- plicantes. –He dicho «canalla» y lo mantengo, sobrina…. Tal vez no me creas… Espera… espera, querida. Y sentándose de nuevo, extrajo un fajo de papeles del bol- sillo de su chaleco: –Ves estos valores, señora duquesa… valen unos diez mil francos… Los he pagado… Tu marido el señor Frédéric de Lormont es un falsificador: ha falsificado mi firma… Marcelle escuchaba jadeante y destrozada. –Sí, habría podido enviar a ese caballero a la cárcel: no sé en verdad lo que me ha retenido… Y elevando los papeles a la claridad de la lámpara de co- bre, tuvo un estremecimiento formidable. Las ojos llameantes, miraba la firma Louis Le Vasseur, y sus dedos nerviosos atena- zaban el papel. –Está muy bien imitada… Cuando el alguacil ha venido esta mañana, me he quedado sin palabras durante algunos minu- tos; luego me he hecho el tonto, diciendo que comenzaba a per- der la memoria… Mi firma yo no la haría mejor… Vamos, va- mos, para mantener las juergas y recorrer las timbas, uno se arriesga a galeras, y es el tonto de Louis quien paga el baile… Tomó a la duquesa por el brazo: –Escúchame bien: que tu marido no vuelva a poner nun- ca más los pies en Bareuil a partir de ahora: he hecho todo lo posible para oponerme a ese matrimonio; soy un burgués, un hombre honrado, y no quiero ladrones en mi casa; eso es todo. Marcelle se fundió en lágrimas; y viéndola así, el tío adoptó una voz menos dura: –Vas a cenar, ¿verdad? –No tengo hambre, tío.
  • 29. 29 Entonces, él la besó dulcemente en la frente. –Vamos, no debo mostrarme más malvado de lo que soy realmente… Después de todo esto no es culpa tuya, mi pobre hija, si tus padres no han sido lo bastante razonables para pre- servarte del peligro. Cuando el corazón domina la razón hay que esperar de todo… Vamos, Marcelle, ¿quieres que me sacrifique otra vez más?; ¿quieres que impida que tu marido se vea des- honrado mañana?... ¿Quieres que repare las infamias cometidas? Pues bien, estoy dispuesto, lo estoy… La duquesa levantó sobre su tío una mirada llena de agra- decimiento. –Mi fortuna es tu fortuna, ¿no es así? No se ha de decir que el Sr. Le Vasseur ha dejado morir de hambre a la propia hija de su hermano… Pagaré las deudas de tu marido; venderé si es necesario mi granja de Lassigny… Vendrás a vivir a Bareuil con tu pequeño Antoine al que yo amo con todo mi corazón; reci- birás allí a tu suegra que un una santa mujer; y ambas os conver- tiréis aquí en amas absolutas; pero con una condición…. –¿La condición? –Que tu marido será inexistente a partir de ahora para ti …. –Abandonar a Frédéric, jamás. –No me has comprendido, sin duda, o mejor aún, no te das cuenta de la situación. Teníais un palacete, ese palacete ha sido vendido; ese castillo de Lormont que nos deslumbraba antaño, a mí y a los tuyos, pertenece hoy a un industrial inteligente y tra- bajador. Estáis arruinados, completamente arruinados; sin algu- nos millares de franco que yo te doy, de todo corazón, cada año, viviríais en la miseria… ¿Acaso no es cierto todo eso? –Así es, tío. –Entonces, Marcelle, tienes un hijo que amas con toda tu alma; eres una buena madre y nadie en el mundo tiene el dere- cho de reprocharte los crímenes del hombre al que has unido tu vida, a una hora donde niña todavía, no sabías nada de las cosas de este mundo… Eres una buena madre, estoy seguro… la san- gre de los Lormont no ha podido envenenar la sangre de los Le
  • 30. 30 Vasseur… Si permaneces en Paris con tu marido, Frédéric co- meterá nuevas estupideces y tal vez nuevos crímenes… Quiero salvarte. Cuando se ha tenido la desgracia de casarse con un hombre semejante a tu marido, se llora el pasado y se mantiene uno fuerte ante el futuro… Tu hijo prima ante tu marido; eres esposa, pero también eres madre, y los sentimientos maternales son de esos contra los cuales nada debe prevalecer… Instálate en Bareuil y serás la dicha de mis últimos días… –Lo que usted me pide, tío, es imposible… Mi existencia está vinculada a la de Frédéric; esperaba ser feliz con él; no ten- go el derecho de ser feliz sin él… Abandonar a mi marido y so- bre todo en un momento como este, sería indigno de una esposa cristiana… Sería una cobardía… –¿Lo has pensado bien, Marcelle? –¡Oh! sí… Louis Le Vasseur hacía girar sus pulgares. –Con los sentimientos, se muere de hambre, señora duque- sa; y a veces, peor todavía… –Tio…tío… Levantando la cabeza con orgullo, Marcelle contestó: –Por mucho respeto que le tengo, no le permito que me hable así… Iba a retirarse. El Sr. Le Vasseur le rogó que la escuchase aún. –Marcelle, perteneces a una familia de gente decente. La muerte ha hecho que yo sea hoy el jefe de esta familia: tu tío, mi primo Parcellier no te hablaría de un modo distinto al que yo lo he hecho; no tendría otros consejos distintos para su hija, si Je- annine, a la que quieres tanto, se encontrase en tu situación. Es un padre que se dirige a su hija; la amistad excusa la autoridad y los rigores. Te lo repito, Marcelle, debes abandonar a tu mari- do… Es preciso… –No puedo; no debo… –Entonces, estás perdida, hija mía. La joven mujer unía las manos.
  • 31. 31 –Tío Louis, usted es bueno. Ya nos ha ayudado en otras ocasiones; sin usted estaríamos muertos de hambre… Pues bien, sea usted humano como siempre lo ha sido. Frédéric ha actuado mal; es un hombre desdichado, un ser débil que no ve de la vida más que sus aspectos brillantes y engañosos; tiene necesidad más que nadie de un alma gemela que vele por él; no exija que su compañera le sea infiel, que sea cobarde en el momento de la caída… Nuestro rol, el de las esposas, es mostrarnos fuertes y valerosas en el peligro; es tener la energía por aquellos a los que le falta… Le prometo que Frédéric no volverá a caer… –Vamos, vamos, hija mía, veo que la influencia de los Lormont ha extraviado tu espíritu… Hablas de honor y de valor, y el recuerdo de tu hijo es impotente para hacerte sacrificar ese amor fatal que llevas en ti… ¿Quieres que te diga?: eres amante y no eres madre; tu amas a ese hombre con una pasión insensata, una pasión de cortesana y no de esposa; tú, gran dama, amas a ese señor indigno como una puta ama a un chulo…. Todas sois iguales. La porquería os atrae en lugar de asquearos… Ve, du- quesa… Continua viviendo y divirtiéndote con tu duque; y, de- ntro de algunos meses – escúchame bien – dentro de algunos meses, te encontraré moribunda y loca en la Salpétriere o en Saint-Lazare… La duquesa saltó bajo el ultraje. –No tenéis derecho a insultarme, tío… Si es necesario tra- bajaré día y noche… A partir de ahora no quiero nada de us- ted… ¡Oh! nada… nada… –Como quieras, querida…. como quieras, duquesa… Y retirándose, Marcelle pudo escuchar una voz que decía: –¡Ah! hermano Julien, más valdría que tu hija estuviese muerta… Esa noche, la duquesa pidió hospitalidad a sus otros pa- rientes, los Parcellier, que vivían también en el pueblo de Bareu- il. Los Parcellier no eran ricos. Marcelle debió contener sus lágrimas y su desesperación.
  • 32. 32
  • 33. 33 III Durante todo el día, el duque había recorrido París para conseguir dinero. Frédéric no se hacía ninguna ilusión sobre el resultado de la gestión de su esposa: sabía que el viejo tío pagar- ía la deuda que él acababa de contraer; pero no pensaba que consintiese en sacarlo de apuros. Uno de sus amigos de nombre de Foureau, con el que había contado, no le hizo siquiera el honor de recibirlo. En cuanto a Samuel Heymann, había perma- necido sordo a todos los ruegos. El duque había dicho: –Mi esposa firmará. Samuel se había conformado con responder: –Usted sabe perfectamente, señor, que la duquesa es tan pobre como usted. Entonces el duque, presa de una sorda rabia, tuvo un acce- so violento. Quiso decir a ese hombre que era él, Heymann, la causa de su desgracia, porque solo él lo había arrastrado a las malas inversiones en Bolsa y al círculo, procurándole un crédito demasiado considerable: se contuvo sin embargo, y, debatiéndo- se contra un rencor desesperado, regresó a su apartamento. Al- gunas horas más tarde, un coche llevaba a la duquesa a la calle Rocheuart. Frédéric comprendió al mirar a su mujer que no era posi- ble ocultar la historia de los valores falsificados; extendiendo los brazos, los dejó caer con un grito de dolor tan agudo que Marce- lle se puso más pálida que él. –El juzgado… Galeras… No. no… La liberación… La muerte… Bruscamente se dirigió hacia la panoplia donde estaban sus pistolas. Marcelle le detuvo. –No quiero que mueras; no quiero… ¿entiendes?... Te prohíbo matarte… –¡Déjame! ¡Déjame desdichada!... –Frédéric, es tu esposa quién te habla; es tu esposa que te ama…
  • 34. 34 Los ojos del duque brillaban. –¿Prefieres verme en la cárcel?... ¡Confiesa que ya no me amas!.... Él se desprendió del abrazo; luego, muy fríamente, dijo: –Solo hay un hombre en Paris que puede salvarme: ese hombre que me trataba como un hermano me ha echado de su casa; pero lo que se le rechaza a un compañero de juerga, se le puede conceder a una mujer que llora… –Ese hombre… –Es Heymann… Me gustaría… –Te gustaría… Suplicó a la duquesa de Lormont que se presentase en el palacete de la avenida de Villiers… –No es a tu esposa, Frédéric, a quién corresponde hacer semejantes gestiones… –Entonces me mataré… Un Lormont no va a galeras… Después de mi muerte, volverás a tomar el apellido Le Vasseur para que nuestro hijo no esté deshonrado… Es la mejor de las salidas…. Sin embargo existe una posibilidad de salvarme; la gestión te repugna; no hablemos más, entonces… –Por lo demás –añadió él con indolencia – no te lo he di- cho todo… El Sr. Samuel Heymann tiene en sus manos la posi- bilidad de hacerme detener hoy mismo… Es terrible, pero es así… Soy dos veces falsificador… He falsificado también la firma de Heymann…. Los efectos serán descubiertos mañana…. –¡Oh! –suspiró la joven mujer, – Cállate… cállate… Pare- ce que te place torturarme… La duquesa bajó la cabeza; pero de pronto en su mirada sombría pasó un rayo de luz, de esperanza: –Está bien. – dijo sencillamente– Iré a casa del Sr. Samuel Heymann. Samuel Heymann nació en Viena. Había llegado a París desde hacía varios años, dejando la dirección de la banca viene- sa a su hermano más joven. Lo quisieron casar con una de sus primas de Londres, pero él huyó del matrimonio.
  • 35. 35 Vivía en un encantador palacete, al fondo de la avenida de Villiers; cada sábado aceptaba ir a cenar con sus parientes los Heymann, los grandes banqueros de la calle Lafayette. En lo físico, era un apuesto muchacho, de altura por enci- ma de la media, esbelto y nervioso, ojos azules llenos de enso- ñaciones, una barba rubia rizada, unos labios un poco delgados que revelaban una voluntad férrea. Se le conocían pocos amigos, aunque fuese el más benefactor de los hombres; en cuanto a amantes, no se le conoció nunca una relación seria, aunque en el semi mundo e incluso en la alta sociedad, más de una mujer se hubiese turbado ante su mirada escrutadora y misteriosa. El du- que de Lormont era tal vez el único hombre que lo había fre- cuentado con asiduidad; la naturaleza poco sospechosa del pari- sino vividor era de todos sabida; la de Samuel permanecía im- penetrable. Se le veía conduciendo a él mismo sus caballos en el Bois; tenía hermosos ejemplares. Gran aficionado a la pintura, Hey- mann poseía una colección soberbia. Ni desenfrenado, ni juga- dor, llevaba una vida completamente artística hasta la edad de treinta y cuatro años. Viéndolo tan apuesta y tan bueno, se decía de él: «Tiene un rostro y un corazón de Cristo.» Pues bien, ocurrió un día en el que esa máscara de impasi- bilidad de quebró. Sobre esa cara, de ordinario sonriente y repo- sada, pasó un viento frío de amargura y tristeza. Sí, después de esa velada donde – como un ladrón – había bebido de la copa de la mujer tan ardientemente deseada; desde el momento en el que su magnética mirada se había cruzado con la de la duquesa, Samuel Heymann ya no era el mismo hombre. Se había dicho: «Esta mujer me pertenecerá un día»; y, a partir de ese momento haría todo lo que hiciera falta para lograr su objetivo. La Señora de Lormont lo comprendió tan bien, que tenía miedo del hombre e intentaba evitarlo; él merodeó en torno a ella como un pájaro siniestro que acecha su presa.
  • 36. 36 La pasión estalló repentinamente, irresistible, en el co- razón del joven austríaco. Todo su ser se vio abrasado; y desde entonces Samuel no vivió más que para la visión entrevista. Soñó con la ruina del duque Frédéric y fue él quien mostró el camino de esa ruina; soñó con el deshonor de su amigo y el amigo se deshonró; deseo la miseria para la gran dama que lo rechazaba, y la miseria no se hizo esperar. Entró en la vida del aristócrata y la demolió con la tenaci- dad de un paisano que, buscando un tesoro, destruye su casa, piedra por piedra. Lo que quería, no era la ruina, ni la miseria, ni el deshonor del marido. Quería que la mujer amada – esa visión obsesiva a todas horas – acudiese a él desolada y suplicante, puesto que sabía perfectamente que no podía venir de otro mo- do. Ahora estaba seguro de poseerla. Su corazón había san- grado lo suficiente como para mostrarse implacable. Samuel esperaba a Marcelle. Era su obra la que por fin se iba a realizar… Su carne se había animado en impulsos de de- seo… Sentía oleadas de calor por todo el cuerpo… Esperaba en su magnífico despacho, cuyos muebles despa- recían bajo ramos de flores y de verdor. Las pesadas cortinas de seda y oro estaban recogidas sobre las ventanas. Samuel estaba atento a los ruidos que procedían de la avenida. Se encontraba allí, febril por los tumultuosos latidos de los sentidos. Esta noche que él había creado, en ese día invernal, pobla- ba su espíritu de mil quimeras. Sonó un timbre. Fue el propio Samuel quien abrió la puer- ta. –Duquesa, sea bienvenida – dijo, inclinándose respetuo- samente. No se veía criado alguno por ninguna parte. Marcelle, completamente vestida de negro, subió detrás de Samuel por la escalera de mármol rosa que conducía al despa- cho; y como, en el momento de entrar, Heymann se apartaba
  • 37. 37 para dejarla pasar, la joven mujer fue presa de un temblor ner- vioso que no pudo reprimir. En medio de la sala aparecía el retrato de ella en la época en la que, gran dama, era la reina de las fiestas del barrio Saint- Germain. Estaba vestida con un largo vestido de terciopelo color cereza, los mismos encajes en la blusa, las mismas rosas en el cabello. Era la sonrisa de la época en la que la noble dama era feliz. Al ver su retrato en esa estancia, se vio tan aturdida que Samuel se vio obligado por dos veces a invitarla a sentarse en el sofá: tomó lugar frente a ella; y viendo que toda esa parafernalia la turbaba hasta el punto de impedirle hablar, él dijo dulcemente: –Perdóneme, señora, por vivir en medio de estos recuer- dos… Ese retrato es la obra de un gran pintor… El artista no os conocía mucho; pero yo estaba ahí, guiando al pintor que traba- jaba basándose en una fotografía… Yo estaba ahí, dándole áni- mo e inspiración… Me parecía a veces que era mi propia mano la que reproducía sus rasgos… Ese dulce y noble rostro que me está por fin permitido contemplar a mis anchas… –Señor, no hubiese venido si hubiese sospechado… Samuel se mordió los labios. –Usted sabe tan bien como yo, señor, el asunto que me trae… –Lo sé, Señora, – respondió Samuel. –Señor, una palabra suya va a decidir el destino de toda una familia… El duque de Lormont ha sido su amigo, ¿quiere usted salvarlo? Sea generoso, señor… –Por el amor que le tengo a usted no hay obstáculo que no pueda vencer… Samuel temblaba al hablar; bajo el golpe de una sobrexci- tación febril, suspiró, con los ojos llenos de llamaradas: –El dolor la vuelve extraordinariamente bella, señora… –Señor… –Sí, sabía que vendría, y hace muchas horas que la espe- ro… Hable… hable… Su voz me encanta y me embriaga… Ella se levantó fría y altiva.
  • 38. 38 –No me queda más que retirarme. Pero volvió aún, suplicante, desesperada: –Señor Heymann, el favor que os pido en nombre de mi marido, en nombre de mi hijo, puede llevarlo a cabo. Sea gene- roso… Haga que mi marido no tenga que ir a la cárcel y yo lo bendeciré… Entonces fue el hombre el que fue hacia ella, a su vez, de- solado y febril. Habló de sus noches sin sueño, de todos los horribles sufrimientos que había soportado, sabiéndola feliz con otro; dijo que desde el día en el que sus labios se habían posado en el lado de la copa por la que ella había mojado sus labios, todo en la vida había desaparecido, y que solo ella había tomado en su ser el lugar de todas las cosas. Ella ya no lo escuchaba y parecía murmurar una plegaria. Y él la miraba extasiado, transfigurado como los persona- jes de Ingres de los que la mirada se pierde en las profundidades del Infinito. Una sonrisa que no era del hombre erró un minuto sobre la boca del joven extranjero. De súbito, tomó las manos de Marcelle entre las suyas; y, arrodillado, dijo estas palabras que expresaban todo su respeto y todo su amor: –La adoro, como usted, mujer católica, adora a la virgen María… Marcelle se desprendió vivamente: –Señor, señor, quiero irme… ¡Ah! es usted cruel… –Camina a la vergüenza, señora. –No, a la muerte –respondió ella, con la cabeza alta, irrita- da y todavía desdeñosa. A estas palabras, toda la pasión de Heymann se desvane- ció. Samuel tuvo miedo de haber dicho demasiado y rogó a la duquesa que no se retirase todavía. Ante ese rostro más tranqui- lo, se encontraba algo del paisano bromista y estratega, pasean- do a su viajero por los lugares pantanosos y haciendo ensuciar a su compañero, mientras que él sale de allí –no se sabe como– con los botines brillantes y la reputación intacta.
  • 39. 39 La conversación fue retomada y la duquesa casi llega a creer que Samuel iba a ceder, cuando, inclinándose hacia su ore- ja, él le dijo palabras ardientes abrazándola con su aliento. –No… no… antes la vergüenza y la muerte – dijo ella con un grito de angustia. Fuera de sí, salió del salón. Pero desde que la puerta del corredor se cerró sobre ella y no le quedó más que descender algunos escalones para verse libre, una especie de vértigo la tomó. Esa noche, el apellido de los Lormont iba a ser deshonrado; la historia de esa familia tan ilustre se terminaba en los registros del presidio; vio más aún: una vergüenza inefable sobre la frente de su Antoine bien ama- do… Sí, todos esos cuadros pasaron ante sus ojos con una niti- dez desesperante. Tuvo miedo. Y, sumida en ese espanto sobrehumano, le pareció que las paredes de amplios arabescos se cruzaban ante ella para impe- dirle pasar… Estaba allí, con los labios pálidos, la frente ardien- do, la garganta jadeante… Iba a ser demasiado tarde…. Todos aquellos a los que amaba estaban perdidos… La puerta estaba entreabierta y Samuel envolvía a la joven mujer con una amplia mirada de amor. La Señora Lormont se cubrió el rostro con sus manos; y, con los ojos llenos de lágrimas, de lágrimas de muerta en vida – la madre dijo fríamente estas palabras, en las que gritaban su pudor sublevado y su sacrificio: –Voy a venderme, señor…
  • 40.
  • 41. 41 IV Las deudas de Frédéric de Lormont fueron pagadas por Samuel. Marcelle, cuya actividad iba a ser puesta en entredicho por poner todos los medios ante el Sr. Heymann, exhortaba cada día a su marido a buscar un empleo. Las gestiones repugnaban al aristócrata que ahora pasaba sus noches en los cafés de los bule- vares de la periferia. Frédéric no agotaba elogios sobre Samuel: –Ese diablo de Heymann… me rehúye… Evita mi agrade- cimiento… Excelente corazón… Desde su viaje a la granja de Bareuil, la duquesa no había escrito a su prima, la señorita Parcellier. Por la mañana, había partido furtivamente y la joven, que no había podido dejar a su padre que se encontraba un poco indispuesto en aquel momento, había escrito a la calle Rochechouart. Al no recibir respuesta, la señorita Jeannine Parcellier se había dirigido a París, presintien- do alguna grande desgracia. Había ido dispuesta a sacrificar la pequeña fortuna que había heredado de su madre. Una palabra de Frédéric calmó todas sus inquietudes. –Está todo pagado, Jeannine. –¿Por el tío Louis? –No… Por un extranjero, un amigo, un hermano… La prima no hizo más preguntas. Marcelle y Jeannine eran amigas desde la infancia. Aun- que la duquesa fuese algunos años mayor – Jeannine tenía dieci- nueve años – la mayor de las intimidades no había dejado de reinar entre las dos mujeres. La hija del Sr. Parcellier amaba a Marcelle y le pareció que la gran desgracia que había golpeado a la duquesa le impon- ía el deber de ser aún más afectuosa con ella que en el pasado: experimentó como una satisfacción íntima haciendo sus visitas más frecuentes al modesto apartamento de la calle Rochechou- art. Las situaciones sociales diferentes no habían disminuido en nada la recíproca amistad entre las dos muchachas del Norte, y
  • 42. 42 el infortunio repentino de la duquesa encontró un eco doloroso en el corazón de aquella que se decía la hermana pequeña de Marcelle. También, Jeannine confesó en su inocencia encantadora que lamentaba ver a sus parientes llenos de problemas sin contar con ella. –Un extranjero – decía – no tenía el derecho de pasar por delante de mí. –Tu fortuna no habría bastado, mi querida Jeannine– murmuró Marcelle tomando a la jovencita entre sus brazos. –¿Y si mi fortuna hubiese sido suficiente, hubieses busca- do en otra parte? –No podía hacer que te desprendieses de ella. –Sin embargo estabas segura de que jamás te hubiese re- prochado ese favor… –Querida mía… –¿Y el otro? ese amigo, ese extranjero cuyo nombre no sé, ¿tienes la certeza de que jamás te reprochará ese servicio? Marcelle arrojó sobre su prima una mirada indefinible. A ambas les gustaba recordar sus alegrías de juventud. Eran ellas quienes –antaño– en la iglesia de Bareuil-sur-Oise estaban encargadas de los ornamentos de las capillas. Cuando había una colecta en la iglesia, eran ellas quienes la hacían y se las veía vestidas de blanco, a la entrada del templo con motivo de las ceremonias del Jueves Santo. Un domingo, durante la misa, Marcelle Le Vasseur había presentado una bolsa de ter- ciopelo azul a un elegante caballero venido de París que se man- tenía muy orgulloso en un banco reservado desde siglos a su familia. Fue ese día cuando Frédéric de Lormont, que dio un puñado de oro sin percatarse de la muchacha, tomó lugar en el corazón de Marcelle. La duquesa había conservado de sus primeros años una especie de extraño misticismo; y fue tal vez ese mismo misti- cismo el que le dio el valor necesario para su sacrificio.
  • 43. 43 Esa mañana –mientras el Sr. de Lormont, siempre en la búsqueda de una situación imposible, recorría las calles de París – las dos jóvenes mujeres charlaban en el salón. Un saloncito tapizado de papel rosa y blanco en el cual se encontraban algunos restos de los muebles del palacete de la calle de Varennes. En las ventanas que daban a la calle Roche- chouart unas cortinas de tapicería, trabajadas por Marcelle. En- cima del piano, los retratos de dos antepasados, el del padre de Frédéric, el general de Lormont que se hizo matar durante el asedio de París y el del bisabuelo, un miembro del Parlamento. La genealogía se detenía allí, pues los demás retratos habían sido vendidos por el duque de Lormont. La familia conservaba aún con un esmero religioso un Cristo de tamaño natural esculpido en madera, una maravilla artística que databa del Renacimiento. Era ante ese Cristo situa- do enfrente de su cama donde la duquesa iba a rezar. Frédéric encontraba que Samuel Heymann tenía un parecido asombroso con el Cristo, lo decía a menudo – a propósito de nada – y no se daba cuenta de la alteración de los rasgos de su esposa ante esta continua comparación. –¿Tú suegra no está mejor? – preguntó la señorita Parce- llier. –No, querida Jeannine, en su caso ha quedado más afecta- da que los demás… Ha visto tantas cosas tristes… –Tú eres valiente. –Yo también necesito valor. –Trabajas demasiado… Vamos… descansa un poco… Te pondrás enferma… –Debo entregar esta tapicería por la tarde… Es imprescin- dible que la termine… Jeannine se acercó al trabajo. –Este dibujo es realmente encantador… Sin duda es para un reclinatorio… –Así es. –Eres una joya, mi querida Marcelle…. Lecciones de pia- no, bordado, tapicería….
  • 44. 44 –También es un modo de ganar mucho dinero, mi querida Jeannine… –¡Oh! mucho dinero… es decir que todas tus marquesas y todas tus condesas de pacotilla te engañan… Ellas obtienen tra- bajos magníficos por casi nada…. Y luego, ¿quieres que sea franca?: esas damas se vanaglorias; dicen: Esto está hecho por la duquesa de Lormont; esta mantilla ha sido bordada por manos de duquesa… ¿Os lo imagináis?... Y las bellas damas ennoble- cidas ayer no se sienten en absoluto mal por humillarte un po- co…. Hacer trabajar a una auténtica duquesa, eso encanta a las damas del alto comercio de Paris… –No seas malévola, Jeannine. –Digo la verdad…. Fíjate, la pasada noche en el teatro «Français», escuché a una dama que se encontraba al lado de mi palco pavoneándose, durante un entreacto, con un pañuelo bor- dado a mano; decía a las personas de su entorno: «Me cuesta cien francos.» Todos los oídos a su alrededor estaban atentos y ella continuaba: Pero es el trabajo de una duquesa, ¿eh?... ¿De duquesa?, exclamaban todos a coro; y era la dama quién le des- velaba tu identidad a los demás… Yo estaba roja de cólera; la habría abofeteado… He sabido que esa dama era la condesa de Tessières… una bonita condesa, desde luego… –La condesa no me daría más trabajo si te escuchase… Hubiese sido generoso callar mi nombre…. Pero, Jeannine, ne- cesito trabajo y me hace falta sufrir…. –Pobre Marcelle…. Es a otra persona a quién guardo ren- cor, te lo aseguro… Tu tío Louis ha actuado mal; es un mal hombre… ¡Oh¡ tú no quisiste decir nada la noche en la que vi- niste tan triste a pedirnos hospitalidad…. Marcelle, mi padre y yo leímos en tu alma; comprendimos todo lo que sufrías… El hermano de tu padre tenía el deber de acudir en tu ayuda; des- pués de él me pertenecía a mí sacrificarme por mi prima, por mi amiga de la infancia: un extranjero ha tomado mi lugar, tanto peor… El duque entraba en el salón. La Señorita Jeannine dejó de hablar.
  • 45. 45 Siempre despreocupado y encantador a la vez, Frédéric se dedicó a contar el resultado de sus visitas. En la imprenta Du- pont se le había ofrecido un empleo, un humillante empleo. Se trataba se servir de intermediario entre el ministerio de la guerra y la empresa; un diputado influyente del Oise lo había recomen- dado; y poco había faltado realmente para que no aceptase re- presentar el rol de criado idiota que se le había propuesto. –¿Qué se quería de ti? –preguntó orgullosamente Marce- lle. –¡Ah! mi querida esposa… Querían que el duque de Lor- mont atravesase diariamente diez y veinte veces al día las calles de París, con unos paquetes bajo el brazo; querían que el caba- llero arruinado se convirtiese en un criado de tercera clase…. El barrio Saint-Germain recibía una lección… –¿Y te has negado? –Me he negado, duquesa. –Has hecho bien, Frédéric. Y diciendo eso, Marcelle volvió valientemente a su tarea. Jeannine no resistió el deseo de abrazar a su prima: –¡Ah! eres grande… grande… En el fondo, la duquesa no se dejaba engañar por las men- tiras de su marido; pero le agradecía que se mantuviese orgullo- so ante la desgracia. Ella, la burguesa, podía matarse a trabajar; pero él, el gran señor, hacía bien en no rebajar su condición. Era un Lormont, un «de» Lormont; ella era una Le Vasseur: eso lo decía todo. Y ella se identificaba tan bien con su papel que admiraba a Frédéric, incluso en sus locuras. Su Frédéric era aristócrata hasta la médula. No era culpa suya que hubiese nacido en un medio que los burgueses no podían comprender. La sangre hablaba en él; su buen corazón justificaba todas sus faltas: si no tenía más que veinte centavos en su bolsillo, los daba a un pobre; si poseía un luís enviaba un ramo de flores a su esposa o un juguete para su hijo. No se podía razonablemente ver en él ninguna mezquin- dad.
  • 46. 46 Bajo sus trajes un poco pasados de moda, pero mantenidos por su esposa con un decoro irreprochable, el duque tenía gran- des aires, y hasta en esa casa, el portero, de por sí insolente con los demás inquilinos, se sentía pequeño ante el Sr. de Lormont, y lo saludaba más bajo que a los otros inquilinos más ricos. Marcelle, que se levantaba al amanecer, se ocupaba del hogar, al no poder la criada con todo el trabajo. Ella confeccio- naba la ropa ordinaria de su hijo, zurcía la ropa interior de su marido; y además, hacia las dos, daba una lección de piano a la hija del Sr. Séverin, el inquilino del tercero. El resto del tiempo, lo dedicaba a las obras de bordado y tapicería que vendía a las burguesas parisinas e incluso a sus antiguas amigas del barrio Saint-Germain. La señora de Lormont, casi siempre enferma, admiraba la energía de su nuera; y esta decía simplemente: –Trabajo para distraerme… No me riña, mamá… Me abu- rro cuando no hago nada. Jeannine no podía reprimir sus impulsos de ternura y ad- miración. –Eres una santa –murmuraba. Y la duquesa – al recuerdo de su sacrificio – bajaba la ca- beza; y atormentada, desgarrada por la dolorosa visión, de la que ella solo conocía el misterio, se volvía a a ver saliendo del pala- cete Heymann, sucumbiendo bajo el oprobio y el dolor de su rol de prostituta. –Si se supiese… Y esas tres palabras se clavaban en su corazón, a cada hora, a cada minuto, sangrantes, vengativas. La cena tuvo lugar a las seis. Cuando en ese comedor tan burgués, la anciana madre, dulcemente apoyada sobre el hombro de Marcelle, tomó asiento, el cuadro parecía engrandecerse: se hubiese dicho que las pare- des tomaban un aspecto severo y solemne. A pesar de los años que pesaban sobre ella, Gersinde de Lormont era bella todavía con su perfil de medallón romano y sus largos papillotes completamente blancos y rizados. Sentada
  • 47. 47 en su sillón Enrique II– un regalo del Sr. Parcellier – parecía una gran reina en el exilio presidiendo una comida entre exiliados, sus fieles súbditos. Completamente erguida, había rezado el Benedicite con voz dulce y grave y se había tomado mucho tiempo porque la casa tenía necesidad de largas oraciones. A veces, la vieja dama volvía a ver las glorias pasadas, su padre ministro del rey, su marido el general famoso, muerto en 1870, los antepasados de lord Lormont, sus antepasados tam- bién, los Drouot-Brézières cuyos nombres destacaban en la his- toria de Francia; cuando le sobrevenía algún pensamiento rela- cionado con su juventud pasada en la corte, la señora Gersinde tenía palideces de muerta. Pero, bajo el esfuerzo de la voluntad, el rostro retomaba rápido su ordinaria placidez. –Una de esas placideces de estatuas tan majestuosas que se pasa aún ante ellas con el sombrero bajo. La dama engrandecía la casa. –¡Bien! ¿Frédéric? – preguntó con bondad, –podemos hablar ante Jeannine, que es una pariente, ¿has encontrado una situación adecuada? Fue Marcelle quién tomó la palabra: –Tenemos buenas noticias, madre. La vieja dama inclinó la cabeza: –Un Lormont no debería dejar de trabajar, cuando su es- posa trabaja. –Sin embargo, madre, no puedo aceptar una plaza de cria- do. –Es de los empleos, hijo mío, que no afectan en absoluto a la dignidad… No importa que la nobleza piense aún que el tra- bajo degrada al hombre… La duquesa, mediante una mirada muy triste, suplicó a la madre del duque que no continuase; y a las palabras de que Frédéric sería próximamente nombrado inspector del Crédito financiero, se habló de otra cosa. El apellido de Neymann fue varias veces pronunciado por Frédéric; y, al final de la comida, sin haberlo deseado, Jeannine sabía que el riquísimo Heymann era el salvador de la familia.
  • 48. 48 –Es muy divertido – decía Frédéric –varias veces me he presentado en el palacete de la avenida de Villiers para agrade- cer a nuestro amigo… Nunca había nadie… –Un gran corazón como el del Sr. Samuel, concluyó la vieja dama, sufre con los sentimientos de gratitud que se le tes- timonian. La conversación decayó. En el salón se hizo un poco de música. A petición de Je- annine, la señora de Lormont tocó una melodía que había com- puesto antaño. El pequeño Antoine, elegante como un paje en su vestido de terciopelo, charlaba con la señorita Parcellier: –¿Qué quieres ser, mi hombrecito?... –¿General, verdad? –preguntaba el padre. –No… no general… Obispo. La abuela sonreía al futuro prelado. Frédéric se había acercado a Jeannine. –Prima, ¿no piensas en el matrimonio? La señorita tuvo una mueca encantadora: –No todavía, primo. –¿Cuál es tu principal condición, querida? –Vivir en París. El duque se inclinó a la oreja de la joven: –Creo haber puesto la mano… No acabó su frase. El Sr. Parcellier, quien había ido a ce- nar a casa de viejos amigos del Marais, entraba en el salón. Se adivinaba en él a uno de esos buenos granjeros del Norte, fríos, reservados, sin grandes maneras. Se presentó alegremente y es- trechó entre sus robustas manos la frágil mano que le tendía la vieja dama; se sentía intimidado ante la señora. Su rostro frágil, su tez fuertemente colorada, sus largos dientes blancos y su es- pesa cabellera le daban el aire de un hombre grueso curtido por el campo. –Es de la quinta de 1830… decía el duque de Lormont – Estaría muy elegante en sotana… Mejor que nadie, el Sr. Parcellier sabía el bien que los Lormont habían hecho al país, en los tiempos en los que, simple
  • 49. 49 empleado en una refinería de Compiégne, comenzaba a hacer fortuna. El tío Louis no le gustaba demasiado con su moral a todas horas y sus ideas del otro mundo. No tenía el derecho en erigirse en moralista aunque era generoso y bueno con las cabe- zas ligeras. Era inexcusable en el alcalde de Bareuil el haber permanecido insensible ante las lágrimas de su sobrina. Bien es verdad que hablando así, el Sr Parcellier ignoraba el comportamiento del duque Frédéric. –Puesto que los parientes más próximos no son padres – dijo él con voz gruesa que hería un poco, – le recuerdo, mi que- rido duque, que nuestra casa es la suya. ¿No es así Jeannine? –¡Oh! sí, padre. Frédéric estaba soñador. –Tío Parcellier, ¿no conoce usted a nuestro benefactor? –No, pero sea quien sea, es un gran hombre… –No lo adivinaría. Es un israelita… –No me gustan demasiado los judíos… –Es mi amigo Samuel Heymann… –¿El sobrino del gran banquero, el archimillonario? –El mismo. –Sabía que los Heymannn hacen mucho bien en París… –Samuel se había negado al principio… Marcelle se había levantado: –No partirá esta noche Sr Parcellier. –Mi querida Marcelle, permaneceríamos en París con mu- cho gusto, pero los negocios son los negocios… El mercado en Beauvais se celebra mañana. El duque sonrió. –Y papá Parcellier no dejaría el mercado ni por un caño- nazo… –Es cierto, mi querido duque. Y el buen hombre murmuró aún: –Los negocios son los negocios… –«Los negocios son los negocios», dijo Frédéric bromista: ese es el estribillo de una cancion de los «Ambassadors…»
  • 50. 50 Tras esas palabras, los Parcellier se despidieron de los Lormont. –Un gran hombre. – dijo la señora Gersinde– Lleva en sus ojos inscritos la honestidad y la devoción. –Pero nunca inventaría el fonógrafo – continuó Frédéric – ¡Oh!, no… –Te equivocas hablando de ese modo, – dijo Marcelle. La vieja dama se encaminaba hacia su habitación. –¿Sabes Marcelle que tengo una idea? –¿Alguna maldad, tal vez? –No, verás… ¿Tu quieres a tu prima, verdad? –Desde luego. –He pensado en casar a Jeannine… Dirás que deliro; pero se ven tanta cosa extraña bajo el gobierno de la República fran- cesa, que todo me parece posible. –¿Y quién sería el pretendiente?... –Podría citarte mil… Nadie como yo para tener semejan- tes ideas: he pensado que la prima Parcellier podría convertirse en la señora Samuel Heymann… –Eso es insensato, – dijo la duquesa con voz estridente. –¿Por qué?... Los Heymann no se casaban antaño más que entre parientes; pero tú sabes que la señorita Heymann de Lon- dres se casó con lord Ratersy, y que la señorita Heymann de París se ha convertido en la esposa del duque de Garlès…. Nada imposible pues en que el Sr. Heymann de Viena sea el marido de una burguesa de Francia… ¿No dices nada?... Pero si es la felicidad de tu prima lo que barrunto. –El Sr. Heymann es de religión judía… –Samuel se hará católico… Su prima Rachel, de Franc- fort-sur-le-Mein, que va a casarse con un príncipe, se convirtió al catolicismo… Samuel tiene el mismo derecho… Los Hey- mann desertan de la fe judía; ponen al servicio del catolicismo su dinero e influencias… La religión es golpeada por todos la- dos… Nosotros, los creyentes, tenemos el deber de acoger a los recién convertidos… Esta si que es buena, daría la impresión de que te apene que hable así…
  • 51. 51
  • 52.
  • 53. 53 V Hacía algunos minutos que Marcelle miraba el reloj de su salón. En un momento se levantó; y como el pequeño Antoine, que jugaba a su lado, la seguía inquieto, ella le empujó un poco fuerte hacia la puerta: –Ve a buscar a tu criada… Vamos vete. Necesito salir. –¿No me llevas contigo, mamá? –No… no… –Mamita, me portaré bien… –He dicho que no. –¡Oh! mamita mala… El niño se iba, arrastrando por una cuerda un polichinela; hacia: ¡ouh!... ¡ouh!... y luego su rosado rostro sonreía y sus pequeños labios chasqueaban bajo un beso que enviaba con sus manos – un beso que silbaba en el aire como un gorjeo de pájaro en una bella mañana de primavera. Ella lo llamó de nuevo y le besó tan fuerte como pudo… Y ambos jugaron a hacerse cosquillas. –Déjame, déjame – dijo la madre. Y bruscamente, tras haber arrojado sobre sus hombros un chal de paño negro, Marcelle salió del salón. Al pasar cerca de la cocina, gritó a Gabrielle, la criada: –Si el señor regresa antes que yo, le dirá que estoy en casa de la condesa de Tessières. –Sí, señora. Eran las cuatro, el comienzo del anochecer en noviembre. La Señora de Lormont bajó por la calle Rochechouart. Al llegar a la avenida Trudaine, tomó un coche que subía vacío. Su agita- ción era tal, que olvidó decir la dirección adónde debía ser tras- ladada. Cerrando la portezuela, el cochero le preguntó: –Avenida de Villiers – dijo ella– Al final de la avenida… Yo le detendré.
  • 54. 54 El hombre sonrió estúpidamente y el coche partió al trote. De vez en cuando, el rostro de la duquesa se contraía dolo- rosamente; en sus ojos unas lágrimas pugnaban por salir y, al no poder desbordar, la hacían sufrir más todavía; su cuerpo delgado se había hundido hacia atrás, como si tuviese miedo de llegar demasiado pronto al término del viaje. Se circulaba por la avenida de Villiers. El coche rodaba y los árboles sin hojas se alineaban, seme- jantes a esqueletos en procesión: la joven se echaba hacia atrás cada vez más en el fondo del coche, con las manos juntas y la mirada fija. Bajó, pagó al cochero, y éste al verla tan bonita y tan páli- da, sacudió la cabeza con una risa guasona. Marcelle continuó la ruta a pie, pegada a las fachadas de las casas, y a medida que avanzaba, su rostro adoptaba una ex- presión más dolorosa todavía. Por fin, se detuvo ante un palacete de amplias verjas blan- cas. La puerta de servicio estaba entreabierta. Marcelle siguió por un paseo que llevaba a una marquesina de cristal. Sin que tuviese necesidad de llamar, las puertas se abrie- ron por si solas. La joven mujer temblaba muy fuerte; se vio obligada a apoyarse contra las paredes pintadas del gran corre- dor en el que penetró; el Sr. Heymann, muy elegante, vestido con una chaqueta azul que dejaba ver una camisa de seda blan- ca, calzado con unos zapatos de hebillas de oro, se acercó respe- tuoso y la tomó por la mano. Ella subió así algunos escalones de mármol rosa que con- ducían al salón; iba, inconsciente. –Señora… Señora Marcelle –decía el hombre muy emo- cionado, tembloroso, pálido – Perdóneme, la amo, la amo a mo- rir… Sentada en un sillón, la duquesa cruzó las manos, inmóvil, horrorizada en su belleza glacial. Samuel Heymann se mantenía de pie a su lado. Durante mucho tiempo, él la miró como se hace con una obra de arte maravillosa o, mejor aún, con algo santo; luego se arrodilló y,
  • 55. 55 con infinita delicadeza, rodeó el cuello de la duquesa con sus brazos. La joven pareció abandonarse; sus manos se distendie- ron, impotentes y flojas. Solamente su mirada conservó esa fije- za desoladora de unos ojos deslumbrados por un objeto lumino- so. Samuel le tomó las manos que estaban frías; al besarle el rostro, no encontró más que el frío de un mármol. Entonces, en un lenguaje cálido y colorido, él narró sus noches sin sueño, su vida sin esperanza. Habló de la embriaguez en la que había vivido desde el día en que Marcelle se había entregado a él, huyendo de París y sus fiestas… ¡Oh! le hubiese gustado tanto no actuar como amo; debía perdonarlo… Había en él fuerzas irresistibles… El combate entre su pasión y el honor había sido rudo… Estaba vencido… Ella no respondía. La máscara del hombre humilde y suplicante se volvió de pronto imperiosa. La última vez que ella había acudido, él había tenido pie- dad, esperando aún, esperando que ella tuviese piedad de él y que acabaría diciéndole un día: «No me has robado mi amor; me has obtenido, después de haberme conquistado; te amo.» Él hab- ía sido un esclavo sumiso, un amante imbécil, cuando habría debido ser un amo. Realmente, la cosa era paradójica: la dama había partido liberada de su pesadilla de algunos minutos; y él, él, había llorado largas horas, solo, completamente solo… ahora era la bestia que aullaba, la bestia ávida de goces soñados, enca- britada bajo las dolorosas mordeduras del deseo. –Quiero que me hable– gruñó, apretándole las muñecas– Lo quiero… lo quiero… Y liberando la soberbia cabellera de Marcelle, tomó ávi- damente los rubios cabellos entre sus manos febriles. La pasaba por su boca, por sus ojos, por todo su rostro. Se embriagaba de ese modo con la fragancia de la mujer. –¡Oh! ¿Me desprecia, señora? ¿Me odia?... ¿Qué impor- ta?... Sea lo que sea para usted, ángel o bestia, soy feliz…
  • 56. 56 Sobre un velador se encontraban unos joyeros, un regalo de Samuel destinado a Marcelle. –Estas son sus joyas de familia que he vuelto a comprar… ¿Esto le gusta, señora?... ¿Lo rechaza?... La Señora de Lormont no respondió. –¡Oh! por piedad–murmuró él con la garganta oprimida – no sea así… Yo la amo tanto… La fortuna no significa nada. Usted es mi vida… Oh, Marcelle no me juzgue por el acto horrible que la ha traído a mí. El amor produce desesperados… Me gustaría poder borrar todo, me gustaría poder decirte: «Vete, eres libre…» No puedo. Cuando no estás ahí me parece que no soy yo mismo; mi alma me abandona y marcha contigo… Se clemente… –Señor – dijo la duquesa desasiéndose –sabe perfectamen- te que la mujer que está ante usted jamás lo ha amado; sabe de sobra que ella se ha vendido, y que si está en su casa a estas horas, es porque usted tiene en sus manos papeles que compro- meten el honor de su marido… Señor Heymann, no espere nun- ca mi amor… Me he vendido… –Vendida… Vendida… por culpa de él… ¿Y todavía lo ama? –Sí, lo amo… ya lo creo que lo amo. –¡Vendida!... Esa palabra cayó sobre Heymann y se hundía en su pecho como una espada desgarradora. –¿Así que usted no me amará nunca, señora? –Jamás. –¿No puede? –Ni puedo, ni quiero, señor… Heymann se levantó; el incendio iluminaba los ojos del te- rrible amante: –Pues bien, mujer… me libero de este infierno… Tomo a Dios por testigo que usted podía hacer de mí el más generoso y el mejor de los hombres… He sido respetuoso mientras usted se burlaba de mi respeto; he llorado lágrimas de sangre, y mis lágrimas la hacían sonreír. Ya he tenido bastante con esos opro-
  • 57. 57 bios y esos dolores; más vale la infamia… Tengo rabia en el corazón… Ya no es un hombre quien le habla, mi noble dama, es un miserable… La pasión infantil de los dioses y también de los monstruos… Soy un monstruo… La duquesa lo miró, impasible. Samuel no veía; no comprendía. Esta actitud de crucifica- da lo exasperaba cada vez más; cuanto más ella se hundía en su resignación, él se sentía más martirizado por el aguijón de los sentidos. Se acercó a ella; la miró frente a frente; la cubrió con su cuerpo… ¡Oh! ahora la poseía; ella era suya. ¿La mano blanca no había temblado? ¿El corazón no había latido muy fuerte? ¿El cuerpo entero no se había estremecido, cuando él la estrechó entre sus brazos?... Desde luego, una mujer no podía permanecer insensible. La carne es la carne… ¡La mujer amada por fin se había entre- gado!... Sí, realmente la había poseído en uno de esos fulgores de fuego y de vida donde su ser se había abrasado en él… No… no… Samuel se equivocaba. Sus sentidos, vivamen- te excitados, se volvían locos bajo los ardores de la neurosis sin percatarse de que durante todo el tiempo que duró esta escena, el cuerpo de la duquesa había sido, entre sus manos, «como un cadáver entre las manos de un embalsamador de muertos.» Marcelle abandonó el palacete de la avenida de Villiers. Portaba en todo su ser tal desesperanza que no caminaba por la acera, sino por medio de la calzada, apartándose apenas ante los gritos de los cocheros, esperando la bendita hora en la que sería destrozada bajo las patas de los caballos; sin embargo no hubiese sufrido, y tendría que ocurrir que un ángel del cielo o algún demonio vengador la preservase de sí misma para hacerla sufrir más. Le asaltó la idea de desfigurarse, de cortar sus cabellos de oro que un aliento impuro había mancillado; quería herir los labios que unos labios odiosos habían profanado… Entonces Heymann no la amaría; entonces también, se vería a Frédéric
  • 58. 58 con el uniforme de los presidiarios… Antoine, el hijo de un de- lincuente… No, no, para ella el lodo y la infamia, puesto que el lodo y la infamia eran lo único que podía salvar a los que ama- ba… Pero a algunos pasos de la casa de la calle Rochechouart, el rostro de la mujer adúltera se tranquilizó; se hubiese dicho que algún mago, cansado de verla sufrir tanto, hiciese desapare- cer los signos del dolor soportado. Marcelle ya no era la misma mujer en el momento en el que Frédéric, que la esperaba, la abrazó contra su pecho. –¿Cómo has tardado tanto en regresar?... He recorrido París; traigo buenas noticias… –Qué bien, amigo mío… Qué bien… Marcelle lo había exhortado de tal modo al trabajo, había puesto tanto empeño en hacerle comprender la necesidad de encontrar una posición, que finalmente Frédéric se había decidi- do a buscarlo. Regresaba siempre con excelentes promesas. El Crédito financiero, la Compañía de ferrocarriles del Norte, los Seguros, todo el mundo le quería; pero él no podía realmente aceptar así, a la ligera… –Cuando uno se llama duque de Lormont, no se debe mezclar con ciertas personas… ¿No es así, esposa mía? Y Marcelle, decidida a perdonarle, incluso si la hubiese abofeteado, respondía: –Es verdad… Tú eres un Lormont… Desde que la duquesa tenía algún dinero proveniente de sus trabajos de bordado o sus lecciones de piano, se daba el gus- to de darlo a su marido, ignorante aún de que este se viese redu- cido a pedir prestados veinte centavos a sus antiguos amigos. Ahora, Frédéric paseaba su mirada sobre un enorme ramo de rosas y camelias blancas que él mismo había colocado en uno de los jarrones de la chimenea. Cuando la duquesa se desprendió de su sombrero y abrigo gris, vio el ramo. –¡Oh! Frédéric… ¿Todavía más locuras?
  • 59. 59 –Quería darte una pequeña sorpresa. ¿Soy amable, no es así? Un viejo deudor me ha pagado… –¿No me mientes? –Yo no miento nunca… nunca. Con una triste sonrisa, tomó el ramo entre sus manos y respiró profundamente el olor de las rosas. Frédéric estaba serio. –Marcelle, eres la bondad personificada; te amo tanto que no pido al cielo más que verte siempre como un rayo en lo alto para consolar mis entristecidos días…. Ven, más cerca de mí… Más… La joven mujer apoyó su cabeza sobre el hombro de su marido. –Querida esposa, vas a verme cambiar de conducta; me hace daño pensar que trabajas y que yo estoy a tu cargo… –¿Quién dice eso? –¡Oh! sí, es humillante… Hay personas que me miran con sorna… –¿Qué te importa?... –Habría debido hacer como el conde de Lernouze, que se ha arruinado en el krach. Ahora está en Ciudad del Cabo, a pun- to de recuperar su fortuna. –Hay que conocer el mercado de los diamantes…. –Cuando salió de París, Lernouze no sabía distinguir un solitario de un tapón de una jarra… Ha trabajado. No depende de su esposa… Y yo, yo, no valgo más que los merodeadores nocturnos del bulevar Rochechouart y de los Batignolles… Soy un pardillo… Un buen pardillo… –Cállate– dijo ella vivamente – me haces daño. Marcelle estaba acostumbrada a ese carácter de hombre esencialmente versátil. –¿Es que te he reprochado algo, Frédéric? –No… Pero… –¿Acaso no eres mi vida? Te he amado tanto, te amo tan- to, que por ti no hay sacrificio que no me sienta capaz de sopor- tar… Por ti y por nuestro hijo…
  • 60. 60 –Querida esposa… –Venga, ánimo. Los malos días ya pasaron. Tengo con- fianza en Dios. Pero Frédéric, tu deber y el mío es tratar de libe- rarnos lo más pronto posible… Es vital… vital… –¡Bah! Samuel no se preocupa de lo que podemos deber- le… Es tan rico… ¿La prueba?... Fíjate, no tengo secretos para ti; prométeme no enfadarte… –¿De qué se trata? La duquesa lo tomó vivamente por el brazo. –¿Has hecho eso, Frédéric? –¿Qué tiene de malo? Samuel no es un amigo para mí, es un hermano. Observa pues, te lo ruego, toda su delicadeza… No se atreve a venir aquí, porque le horrorizan los agradecimien- tos… Ese judío, en verdad, es el mejor de los hombres; dice cosas que llegan al corazón, como esta por ejemplo: El favor es para aquel que lo hace… ¿No es bonito?... Es banal, pero bello de todos modos… El duque seguía hablando: –Realmente es raro, en los tiempos que corren, encontrar en París a uno de tus amigos que te preste una centena de mil francos para pagar tus deudas… Y además, Marcelle, lo que todavía me sorprende más que el acto en sí mismo, es la encan- tadora delicadeza del benefactor. Fíjate, ayer, por ejemplo, yo estaba en la plaza del Palais-Royal, cuando vi a Heymann que charlaba con Planchas, uno de nuestros amigos comunes. Corrí hacia Samuel; tomé sus manos entre las mías; mi efusión pare- ció molestarle hasta tal puente que, viéndole sonrojado y ver- gonzoso, me pregunté si no era él quien me estaba agradecido a mí… –Papá– dijo vivamente Antoine que entraba en el salón– ¿dónde está el caballo grande que me has prometido? –Mañana, mi Antonie, mañana… –¡Oh! papito, vas a engañarme otra vez, como el tiito Heymann que me había dicho «mañana» para el coche azul, mañana… siempre mañana… no me gusta mañana…
  • 61. 61 Frédéric tomó al niño en sus rodillas, mientras la madre arreglaba las flores encima de una mesa de mármol. –¿Antoine, te gustaría volver a ver al tiito Heymann? –¡Oh! sí… Es tan bueno, tan guapo… Se parece al buen Dios con su barba rizada… Y además, siempre me daba carame- los… ¿Te acuerdas, mamá? –¿Marcelle? –¿Amigo mío? –¿Y si invitásemos a Samuel a cenar el domingo por la noche? –¿Tú sueñas? – dijo la joven mujer girándose bruscamen- te. Más dulcemente, añadió: –Es una idea loca… El Sr. Samuel es nuestro acreedor; es- taría molesto con nosotros…. –Vamos pues, él vendrá sin ceremonias, en chaleco, en simple chaleco… –Soy yo entonces quién estaría molesta por su presencia, Frédéric. –¿Tú?... ¿por qué? Invitaremos también al Sr. Parcellier y a Jeannine… una pequeña reunión de amigos… Mi madre estará contenta de volver a ver al Sr. Heymann… El millonario ha sido recibido en el palacete de Varennes, no establecerá ninguna comparación con el apartamento de la calle Rochechouart… Marcelle, me daría mucha pena, mucha pena, que me negases el placer de recibir a un amigo… mejor dicho, a un hermano… El pequeño Antoine aplaudía: –Tiito Heymann va a venir… Tiito Heymann va a venir. ¡Qué alegría!... Me traerá el cochecito azul… el bonito coche… La madre emitió una extraña sonrisa. –¿Marcelle, qué decidimos? –Tú eres el amo, amigo mío. –¿Entonces, me autorizas a escribirle unas palabras? El duque se había levantado.
  • 62. 62 –Hecha la reflexión, escríbele tú. Tal vez rechazaría mi invitación… La escritura de una gran dama siempre impacta más a un hombre. –Tal vez sería mejor… –Te lo ruego… Me harás muy feliz… un autógrafo de du- quesa… Heymann estará orgulloso como Artaban… Bajo el dictado de su marido, la duquesa escribió una carta de invitación al Sr. Samuel Heymann, una carta muy espiritual. Hacia las ocho, Frédéric se dispuso a salir. La viuda, sentada ante el hogar, leía un misal. –No salgas, Frédéric. Pasa al menos una velada en fami- lia… –Me has de diculpar, madre; tengo una reunión de nego- cios ineludible. –Reuniones de negocios que te retienen hasta las cinco de la mañana. Deberías enrojecer… El duque comentó algo al oído de su esposa. –¿Ciento cincuenta francos?, pero yo no tengo esa suma – dijo Marcelle. –Marcelle, necesito ese dinero…. –¿Cómo me miras? –Perdón… perdón… Me avergüenza haberte hablado así… ¿Qué queda en la casa? –Apenas cien francos… –Dame cincuenta… cincuenta solamente… –Guardaba ese dinero en caso de necesidad… Siempre hace falta tener algo en un ca saca… En fin, rogaré a mis amigas que me adelanten un poco de dinero… –Mira, mamá duerme… Ambos se levantaron y pasaron a su dormitorio. Frédéric ponía su traje y su corbata blanca, y se miraba en el espejo de cuerpo entero. –Todavía tengo aspecto de señor, caramba! ¿Qué opinas tú, esposa? Pero, mírame… Posó con orgullo el puño sobre la cadera.
  • 63. 63 –Y de un enamorado – dijo con voz acariciadora – dando un largo beso de amor a Marcelle. –Eres guapo, mi señor; bésame otra vez… El duque abrazó a la joven, y Marcelle, completamente es- tremecida, permaneció un largo rato entre los brazos de su mari- do. Las mismas escenas de amor se renovaban a menudo; jamás hombre alguno fue adorado por una mujer como Frédéric fue adorado por Marcelle. Le entregó el último billete de cincuenta francos que ella había ganado con su trabajo. Y mientras Frédéric, en compañía de algunos amigos, fu- maba excelentes cigarros en el bulevar de los Capuchinos, la joven esposa, tras haber acostado a su hijo, terminaba un trabajo de costura. -¡Eh! mi querido duque, vamos a jugar unas partidas? – acababa de preguntar a Lormont un joven alto de rostro exan- güe, con voz ronca. –No, ahora no; me ha pillado en una situación…. –¡Bah! uno se hace y se vuelve a hacer. –No tengo más que dos o tres luises en el bolsillo. –Vamos, vamos, venga… Eso lo rejuvenecerá. –Tengo una mala racha… En fin…. Esos caballeros entraron en el círculo de los Artistas- Reunidos. La partida apenas había comenzado. –Apuesto un luís – dijo el duque de Lormont. La voz era conocida; las cabezas se volvieron. El cajero del círculo se acercó a Frédéric, saludando en voz baja al duque, pero rechazando enérgicamente consentir el préstamo de diez luises que este solicitaba con una encantadora naturalidad. En menos de diez minutos, Frédéric, cabizbajo, erraba como un alma en pena por los salones del establecimiento. Per- maneció en la sala de juego, sin jugar, interesándose por la suer-
  • 64. 64 te de los demás hasta las tres de la madrugada. Se le veían los labios tensos, tan atento al juego como si él mismo hubiese arriesgado sumas importantes… El banquero – un hombre del- gado y calvo –le interpeló de este modo: –¡Eh! mi pequeño Frédéric… ¿Cómo va eso? Frédéric no dudó en estrechar la mano del banquero, un boock-maker, que le tuteaba y a veces le decía impertinencias que hacían reír a la mesa. El duque soportaba las pesadas bro- mas del hombre, porque este se dejaba fácilmente pedir presta- dos algunos luises cuando estaba de buena racha. –Buenas noches, mi querido Frédéric… mi duquesito… La voz continuaba – ¡Nueve!... Cuando el duque regresó a su casa, la lámpara de la habi- tación todavía no estaba apagada. La costurera todavía no había finalizado su trabajo.
  • 65. 65 VI El tío Louis, mejor que nadie, conocía las locuras del Sr. de Lormont. En los primeros tiempos, cuando «los señores» – así como los llamaba él con un acento casi feroz – venían de vacaciones al castillo de Lormont, él se había dejado enternecer por el aristó- crata espiritual y buen muchacho. Él, el hombre del Norte, tan frío y desafiante, había aceptado todas las historias contadas por el marido de Marcelle. Un día, el duque había olvidado su carte- ra; otra vez, le faltaba tiempo para negociar unas acciones; nun- ca era más que por una quincena de días: los billetes de mil del burgués desaparecían en el pozo abierto por el aristócrata, un pozo terrible. –Ese duque – decía el paisano – devorará todo… Es el torbellino del Niágara de donde nada emerge… Louis Le Vasseur no quería arruinarse; puso orden, lo que no le impidió en absoluto – era sabido – pagar los efectos de diez mil francos sustraídos por su sobrino convertido en falsifi- cador. El alcalde de Bareuil había conocido al general de Lor- mont y sabía que Frédéric, su hijo, que no había podido ser ad- mitido en la Academia militar de Saint-Cyr, era víctima de un temperamento desordenado. Se había opuesto al matrimonio de Marcelle porque había sabido que el duque tenía necesidad de rehacer su fortuna. La señorita Parcellier tenía quinientos mil francos de dote. Cada vez que el Sr. Louis se paseaba por la ruta de Om- braies y miraba a los extranjeros convertidos en dueños de la propiedad de su hermano, sentía su corazón encogerse y su odio crecer contra el devastador de la familia. Habría querido ver el castillo de los Lormont en cenizas –ahora una fábrica – cuyo subsuelo gruñía bajo el ruido de máquinas de vapor y cuyas to- rres altas, dentadas, desafiando el humo de los hornos, todavía conservaban sus aires de altivas e insolentes princesas ante el trabajo.
  • 66. 66 Las nuevas infamias del duque Frédéric de Lormont casi habían sido acogidas por el Sr. Le Vasseur con placer, pues pen- saba que Marcelle, preocupada por el futuro de su hijo, consen- tiría finalmente aceptar la hospitalidad en la granja de Bareuil. El burgués se equivocaba. Hay ciertas naturalezas tan extraordinariamente dotadas, a los que los duelos y las desgracias los aferran a la vida más aún que una vida feliz, exenta de tristezas y de deberes. Hay mujeres de espíritu débil que se someten al déspota que las considera como máquinas de placer y como mujeres productivas; hay otras que tienen un amor tan profundo, tan vivo y tan fiel por el espo- so que han decidido que para ellas ese esposo está investido de todas las cualidades y que, pase lo que pase, jamás se desenga- ñan: Marcelle era una de esas. Cuando la joven duquesa hubo comenzado a leer en la vi- da de Frédéric, tuvo nauseas; pero cerró el libro y fueron las visiones de antaño las que todavía la mantenían encantada. –Frédéric es un niño grande… Y la esposa no encontraba otra frase para calificar la con- ducta de su marido. El Sr. Le Vasseur regresaba de cazar y entregaba su fusil a su criado, cuando percibió al Sr. Parcellier de pie ante la chime- nea de la cocina. –¿Qué hay de nuevo, mi viejo amigo? El Sr. Parcellier dudaba en hablar. Entonces, ambos pasaron al salón que precedía al jardín de la granja – el saloncito en el que Marcelle había estado hacía algunos meses, para solicitar la intervención de su pariente. –¿Dime?... ¿Qué ocurre? habla… –Es que… –Vamos… –Bueno… no te enojes, Louis. He querido hacer la gestión yo mismo… El secretario del juzgado de paz ha recibido de París una petición de informe muy extraña. Se trata de saber si estás muerto…