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La guerra de las campanas
Érase una vez una guerra, una grande y terrible guerra, que hacía morir a los
soldados de uno y otro bando. Nosotros estábamos en este bando y nuestros
enemigos estaban en el otro, y nos disparábamos mutuamente día y noche,
pero la guerra era tan larga que llegó un momento en que empezó a escasear
el bronce para los cañones y en el que ya no nos quedaba hierro para las
bayonetas, etc.
Nuestro comandante, el Extrageneral Bombón Tirón Pisarruidón, ordenó echar
abajo todas las campanas de los campanarios y fundirlas todas juntas para
hacer un grandísimo cañón: uno solo, pero lo suficientemente grande como
para ganar la guerra de un solo disparo.
Para levantar aquel cañón fueron necesarias cien mil grúas; para transportarlo
al frente se ncecesitaron noventa y siete trenes. El Extrageneral se frotaba las
manos de contento y decía:
- Cuando dispare mi cañón, los enemigo huirán a la luna.
Llegó el gran momento. El cañonísimo fue apuntado contra los enemigos.
Nosotros nos habíamos tapados los oídos con algodón, porque el estallido
podía rompernos los tímpanos y la trompa de Eustaquio.
El Extrageneral Bombón Tirón Pisarruidón ordenó:
- ¡Fuego!
El artillero pulsó un mando. Y de improviso, desde un extremo hasta el otro del
frente, se oyó un gigantesco repique de campanas: "¡Din! ¡Don! ¡Dan!"
Nosotros nos quitamos el algodón de los oídos para oír mejor. "¡Din! ¡Don!
¡Dan!", tronaba el grandísimo cañón. Y el eco, con cien mil voces, resonaba
por montes y valles: "¡Din! ¡Don! ¡Dan!"
- ¡Fuego! -gritó el Extrageneral por segunda vez- ¡Fuego, córcholis!
El artillero pulsó el mando nuevamente y otro concierto de campana se
difundió de trinchera en trinchera. Parecía como si tocaran a la vez todas las
campanas de nuestra patria. El Extrageneral se arrancaba los cabellos de rabia
y continuó arrancándoselos hasta que sólo le quedó uno.
Luego hubo un momento de silencio. Y entonces, desde el otro frente, como si
fuera una señal, respondió un alegre y ensordecedor "¡Din! ¡Don! ¡Dan!"
Porque debéis saber que el comandate de los enemigos, el Muertiscal Von
Bombonen Tironen Pisaruidonsson, también había tenido la idea de fabricar un
cañonísimo con las campanas de su país.
"¡Din! ¡Dan!, tronaba ahora nuestro cañón. "¡Don", respondía el de los
enemigos.
Y los soldados de los dos ejércitos saltaban de las trincheras y corrían los unos
hacia los otros, bailando y gritando:
- ¡Las campanas, las campanas! ¡Es fiesta! ¡Ha estallado la paz!
El Extrageneral y el Muertiscal subieron a sus coches y se fueron corriendo, y
aunque gastaron toda la gasolina, el son de las campanas todavía les
perseguía.

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La guerra de las campanas

  • 1. La guerra de las campanas Érase una vez una guerra, una grande y terrible guerra, que hacía morir a los soldados de uno y otro bando. Nosotros estábamos en este bando y nuestros enemigos estaban en el otro, y nos disparábamos mutuamente día y noche, pero la guerra era tan larga que llegó un momento en que empezó a escasear el bronce para los cañones y en el que ya no nos quedaba hierro para las bayonetas, etc. Nuestro comandante, el Extrageneral Bombón Tirón Pisarruidón, ordenó echar abajo todas las campanas de los campanarios y fundirlas todas juntas para hacer un grandísimo cañón: uno solo, pero lo suficientemente grande como para ganar la guerra de un solo disparo. Para levantar aquel cañón fueron necesarias cien mil grúas; para transportarlo al frente se ncecesitaron noventa y siete trenes. El Extrageneral se frotaba las manos de contento y decía: - Cuando dispare mi cañón, los enemigo huirán a la luna. Llegó el gran momento. El cañonísimo fue apuntado contra los enemigos. Nosotros nos habíamos tapados los oídos con algodón, porque el estallido podía rompernos los tímpanos y la trompa de Eustaquio. El Extrageneral Bombón Tirón Pisarruidón ordenó: - ¡Fuego! El artillero pulsó un mando. Y de improviso, desde un extremo hasta el otro del frente, se oyó un gigantesco repique de campanas: "¡Din! ¡Don! ¡Dan!" Nosotros nos quitamos el algodón de los oídos para oír mejor. "¡Din! ¡Don! ¡Dan!", tronaba el grandísimo cañón. Y el eco, con cien mil voces, resonaba
  • 2. por montes y valles: "¡Din! ¡Don! ¡Dan!" - ¡Fuego! -gritó el Extrageneral por segunda vez- ¡Fuego, córcholis! El artillero pulsó el mando nuevamente y otro concierto de campana se difundió de trinchera en trinchera. Parecía como si tocaran a la vez todas las campanas de nuestra patria. El Extrageneral se arrancaba los cabellos de rabia y continuó arrancándoselos hasta que sólo le quedó uno. Luego hubo un momento de silencio. Y entonces, desde el otro frente, como si fuera una señal, respondió un alegre y ensordecedor "¡Din! ¡Don! ¡Dan!" Porque debéis saber que el comandate de los enemigos, el Muertiscal Von Bombonen Tironen Pisaruidonsson, también había tenido la idea de fabricar un cañonísimo con las campanas de su país. "¡Din! ¡Dan!, tronaba ahora nuestro cañón. "¡Don", respondía el de los enemigos. Y los soldados de los dos ejércitos saltaban de las trincheras y corrían los unos hacia los otros, bailando y gritando: - ¡Las campanas, las campanas! ¡Es fiesta! ¡Ha estallado la paz! El Extrageneral y el Muertiscal subieron a sus coches y se fueron corriendo, y aunque gastaron toda la gasolina, el son de las campanas todavía les perseguía.