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poesía
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Ilustraciones de tapa e interior: Diego Simone.
Diseño edición: D.C.-llantodemudo.
Las obras publicadas en la revista pertenecen en su totalidad a sus autores.
La editorial se hace responsable de lo que sea, mientras no haya que pagar un
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llantodemudo
Nueva época número 2
Mayo 2013
Ediciones Llanto de Mudo 2013.
Colón 355 – Local 61 – Galería Cinerama – Córdoba
llantodemudo@hotmail.com
llantodemudo
Yamila Greco
Ricardo Roche
Amanda Oxidada
Gustavo Borga
Ramiro Sanchíz
Cezary Novek
Fernando Calvi
Diego Parés
Federico Reggiani y Lauri Fernández
Yamila Greco
V
la entrada es por el ombligo de toda muerte
donde el llanto mastica
la escara sacra por donde se asoman los huesos
a través de la carne
yo me perjudico el ojo
cuando la bestia resplandece el cierre
yo abro los labios y demuestro hambre
es la lujuria de Dios con su hábito de sombra
arrastrando mi nacimiento contra las ventanas
VIII
ofrecer ahora la mueca histérica de mis muletas
huir clavada en cruz por hambre y consuelo
de un diente aferrado
agita mi noche el alto baile de la sangre
el choque de las mandíbulas
para hacer de ese gemido mi órgano más soberbio
XIII
son las palabras las que nos multiplican
busco saltar y perjudicar el vidrio con la patada
abrázalos saliva
que se ahoguen en tu amabilidad
y no asumas la culpa
XVII
formó su sexo como tibia pero muerta
en la vulva el lobo trepando mugre
Jesús prostituta alta urge asilo quiero
pero con sal y bajo los surcos
XVIII
preciso manos y tengo uñas que desenlazan en la tierra
atajo de un auxilio permitido por los huesos
donde la tortura es limitada por la asfixia
XLV
el corazón un símbolo de madera y sin tallar
lo cierto es que detrás hay un manto oscuro -dije-
y lloré piedras
LVI
olvida Dios mi cuerpo deforma mi corazón
su dolor injerto en la mueca descosida del destino
me observa caminar como nunca quisiera caminar
se convierte en tierra abismo e incluso yo
Él que es una palabra un cuchillo un símbolo atrofiado
trae Dios en su silencio el Sol que permite a su enemigo crecer
vestido y acariciado por los muertos que no volvieron
Yamila Greco
Poeta argentina nacida en 1979. Colaboró en di-
versas publicaciones literarias, como Punto en
Línea” (publicación de la Dirección de Literatura
de la Coordinación de Difusión Cultural de la
UNAM), “Revista Hispanoamericana Arte y
Mundo”, “Resonancias”, “Vieja Lilith” y "Arte-
sanías Literarias" (Nuevas Voces de La Poesía:
Comentario y selección de la poeta argentina Sil-
via Loustau). Parte de su poemario “Sobrevivir
es una Curvatura” fue publicado en la revista
“Casa Litterae" (Visión sobre la nueva literatura
internacional del poeta español Antonio Gamo-
neda del poeta Jacobo Rauskin). Realizó el pró-
logo y la selección de autores para la muestra de
poesía argentina organizada por la revista mexi-
cana“Círculo de Poesía”. Sus poemas han sido
traducidos al catalán, al italiano, al portugués y
al inglés.
Página personal: www.yamilagreco.com
Ricardo Roche
FASCINEROSO
Ahí van esos bandidos
descorchando vinos de alta gama
como siluetas bailarinas del siglo pasado
llenos de historias
y estupidez
y aunque esté listo para otra partida de cartas
prefiero una canción
que me abrigue de estrellas
o de soles de inviernos
mientras en la tele
juega el Inter un amistoso
yo soy el sueño
y todas las pesadillas juntas
de sus rengos corazones!
el barrio huele a carpinterías
donde se cortan y se lijan
pestañas para estos alfiles de salón
que bucean en resacas
así que por unos humildes tragos de café
me quedaré hasta recibir mi propina
entrada la madrugada
el camino de nuestras vidas
se desdobla
facineroso
bicicleteando entre hongos gigantes
me pierdo…
DE LUNES A VIERNES
Voy en sueños
poniendo bombas en el vecindario
voy preso
escuchando Big Star
las tormentas están por llegar
y el ridículo optimismo
ya se estrelló en el jardín de en frente
entre escombros
y malezas de todos los tiempos
miro a los animales
me encuentro entre ellos
las revelaciones
cada vez son menos
y mis enemigos
ya no poseen cuerpos
ni forma alguna
una sola mente
un solo pantano
un solo rock
me libero de mí
meo sobre algunas tumbas de bebés
asalto a una viejita
llego a casa
rezo
masturbo a una Barbie
y te escupo desde mi ventana
con la mejor onda.
ESTO NO ES (CIENCIA FICCIÓN)
Planos de ataques virtuales
androide bipolar
la nieve hace cortocircuito
y todo arde
cables fluorescentes
mucamas en chispones agitándose
un cometa arácnido
eléctrico
entre la desconocida paz
de mundos renegados
perdidos en órbitas abombadas
el apocalipsis cibernético
empieza a llover sobre mí
sobre mi cama nodriza
los controles no funcionan
y el radar que detectaba amor
ha desaparecido en el agujero negro
de mi corazón
el silencio
cuelga de las estrellas
porque hay un alma
que las abraza
sin preocuparse
por el espacio
ni por el tiempo
ni por la forma.
DEL CANSANCIO QUE AMANECE EN MÍ
Me gustan los brazos de mi mochila
yo la vi
junto a otras mochilas
en canastos de basura
durante estos años hambriento
y ahora andar
como un perro
con miedo a los petardos
tal vez sea un pequeño
y rápido reflejo
a la caricia primera
del cansancio que amanece en mí
ladrón de relojes
sin tiempo
abro mis ojos
los pierdo en una luna de amarillo
mientras bajo mi abrazo
duerme la generación brackets
quiero decirte algo…
estás empezando a vivir los días
en los que perdés todo
y que ya nunca te abandonarán.
HOY ESTOY MUY CONTENTO
COMO PARA ESTE POEMA
Ya no importa la intensidad
de esta felicidad
ni la de este inmenso vacío
blanco
casi infinito
las arenas del verano
son las sábanas de mis sueños
un beso en la frente
una sonrisa desencajada
y corretear por la casa
me acuerdo de cada momento
todos de negro
recién llegados a ese pueblo
llamado Tierra
buscamos lo fresco
y lo fresco pocas veces apareció
recurrimos a pastillas
y en un tubo de ensayo
pusimos la magia
la ciencia
las drogas
los frutos
los colores
y así siempre
nos llegó el amanecer
dame un año más
para lo que sea
sí
escuché eso
no sé si de mi boca
o de algún parlante paranormal
estoy a punto de activarme
camino
y sólo veo por las calles y veredas
pájaros muertos
lo voy a tomar como una buena señal.
COMIDA RÁPIDA
Si te llaman a enloquecer
ama tu chaleco de fuerza
siembra en cada testigo
una luz
que se queme a cada rato
y de el chispazo cualquiera
elimina
tus divinidades
tus dioses
tus mayúsculas
une el bien con el mal
inventa un nuevo idioma
y que tu cuerpo
lo sea todo
del trabajo
a robar un banco
y morir
y vivir
por encima de cualquier trabajo
esta temporada
debe tenerlo todo
sonríe.
DESNUTRICIÓN
“la tristeza
hace sus promesas
y las cumple
una
por una”
(Diego Cortés – Infierno envuelto en un pañuelo)
Nubes pixeladas
después de tantas caras
el incendio en mi cabeza
sé que va acabar
luego de esta temporada
tan hostil
no es este el tiempo
para hablar de nuestras perdiciones
ya la distancia
se está ocupando de los derrumbes
mientras el cuerpo
sólo pide
lo que le doy
las alucinaciones
las caminatas sin sentido
voy a estar bien
seguiré el camino del Barón Rojo
hasta ser derrumbado sin aviso
y quizás en la caída
encuentre esa sonrisa pura
la respuesta a todo
que hoy se camufla
en vinos que giran
en puños sin fuerza
no puedo decir más
en esta esquina
está todo mal.
DISTORCIÓN NATURAL
Viajar y no viajar
despertar y no despertar
limpiarse sin querer
ensuciarse a propósito
ver el olvido
lejano
entre las estrellas
y las jorobas de los cerros
imaginar a alguien ahí
cerca mío
imaginar la felicidad
hambre
poco hambre
todos disfrazados de cirujas
humos relucientes
extrañar al perro
preocupación de útero
tranquilidad de útero
costillas
caderas
doloridas
sin fuerzas
sin cara
la naturaleza tartamudeó
me retuvo entre sus raíces
para siempre
allá
acá
fue sincera
y cruel.
Ricardo Roche, 1983 Córdoba Capital.
“Poeta” cordobés con inclinación al prittyao
en caja y a los sanguches de milanesas bara-
tos. Influenciado por la caballerosidad de Car-
litos Bukowski, la elegancia del peinado de
Robert Smith, el punk rrock, el dadaísmo es-
catológico. Reclutado en barrio San Martín ac-
tualmente pasa los días tirándole bulucasos
desde su ventana a los niños.
Publicaciones:
• La Caída es Invisible, poesía, Llanto de
Mudo, 2005.
• A solas con todo el mundo 1, 2, 3 y 4, parti-
cipación en poesía, Llanto de Mudo, 2005 –
2007.
• Autor de los fanzines John y El mejor color
de la noche, Llanto de Mudo, 2007 – 2009.
Desde lo oculto
Las palabras a veces condenan
Lo innombrable nos come desde dentro,
desde las profundidades del ser.
Y nuestros ojos miran con tristeza
intentando expresar
lo que nuestra garganta no quiere soltar.
Es la lucha constante
entre lo oculto y lo que muestras
lo que repites al hablar.
El poema que nunca escribiste
y todo lo que aún no has dicho
se convierte en tu vestimenta
y te paseas con tus grises harapos
mostrando, cuando crees necesario,
tu áspera y gastada piel.
Amanda Oxidada
Transición de los días
Tarde de tristes canciones
El invierno se aferra a sus últimos días
y el viento atenta contra la primera esperanza de primavera.
Este estar consciente del suicidio de las horas,
del paso de los días,
del lento marchitar de las vidas...
Este enamoramiento de lo absoluto,
de lo desconocido,
de lo que se muestra inalcanzable...
Tarde de tristes canciones
en que lo bello parece tan ajeno y distante
y sólo siento un vacío en el corazón.
Alabanza
Es la fantasía quien se acuesta junto a mí
me abraza y me cuenta al oído
las historias que luego
continúan en sueños.
Y así, sin casi darme cuenta,
me zambullo sin temor en esa irrealidad,
y en ella encuentro todo anhelo,
en donde toda ausencia se desvanece
y los viejos y nuevos amores,
que no son más que uno,
me embargan el alma
con cuchicheos incesantes
de versos desconocidos;
la angustia en el pecho
no es más que una tristeza
que ha partido junto con aquella que fui;
y aquello que jamás tuve
hoy aguarda con ansias mi llegada.
Oh, fantasía de querer,
mi corazón rebozante de esperanza
te suplica,
no me entregues a la espera
de aquel jardín
que nunca pisaré
más que en los sueños
que tu presencia evoca en mí.
Amanecer
En un vano abrir de ojos
despierto entre sábanas sucias,
que no huelen a sexo
sino más bien a abandono,
y los pensamientos
que quedaron colgando
de la noche anterior
me reciben fervorosamente
bailan en mi mente
intentan seducirme,
saltan y rebotan y me llaman
Amanda, Amanda...
como invitándome a perderme
entre sueños despiertos
y cuentos de hadas que no son ciertos.
Y yo me resisto,
no me entrego del todo,
porque aún mantengo
inútilmente
una chispa de esperanza en mis ojos.
Entonces me levanto,
me calzo las pantuflas
y sigo viviendo la vida que todavía
no conseguí...
Verano del '98
Guarda en tu memoria
el recuerdo de este infortunio.
Recuerda cada detalle de la vuelta humillante,
de tu orgullo destrozado.
Memoriza todas las cosas que dijiste,
las que te dijeron.
Nunca olvides cómo te traicionó la vida,
cómo te hizo arrastrar una vez más por el barro,
la manera en que te ilusionó, te llevó casi a la cima
y te tiró de golpe al pozo miserable que es tu existencia...
Pero en lo que más tienes que concentrarte
es en que volverá a hacerlo,
y caerás como caes siempre,
porque ella te enseñará las piernas, te guiñará un ojo,
y la seguirás hasta que, creyéndote en el paraíso,
te pateará los cojones y se llevará tu dinero,
dejándote empalmado y dolorido,
en un callejón sucio y apestoso de Mar del Plata.
Consejos de un viejo embotellado
No te estanques, no te entregues a la amarga espera de lo descono-
cido.
Déjate llevar por los verdes del paisaje,
olvídate del gris cemento y su frialdad, olvida la ciudad.
Pero no te expongas demasiado al sol que puede quemarte.
Anda con cuidado, con cautela,
los malos ratos están por doquier,
sentados a tu lado mientras te crees a salvo.
Brindo en tu honor, Ausencia
Pierdo el tacto.
Escucho las voces de esta ciudad muerta.
Soy una nueva estatua
en un banco
de una plaza desierta.
Mi mano entumecida,
el viento corrompiéndome los huesos,
mis pensamientos como garras...
Acá no hay primavera,
hoy se siente el invierno en el cuerpo,
en las entrañas,
en ese rincón oscuro y escondido
que ustedes suelen llamar..."alma".
Mini autobiografía:
Habito la ciudad de Mar del Plata, ciudad en la que lo que so-
bran son desencantos. Mi existencia es la representación
exacta de la decadencia humana, del lento pasar de las horas
en vano, una continua pérdida de tiempo y dignidad... ¿Qué
decir al respecto entonces? Quizás que nunca hubo grandes
aventuras en la historia de mi vida, sólo algunas anécdotas
poco graciosas, relaciones complicadas y poco duraderas,
pocos méritos y reconocimientos… en fin, poco de todo. Una
vida plagada de inexistencia y banalidad.
Entonces… ¿Para qué escribo? Quizás por la influencia estú-
pida de la esperanza de encontrar resguardo en las palabras,
de encontrarme a mí misma en ellas, o quizás sea por ven-
ganza... Sí, por el ferviente sabor de la venganza. ¿Para ven-
garme de qué? De la vida.
Amanda Oxidada
por Amanda Oxidada.
Árboles en la noche
En las afueras de Punta de Piedra hay un bar. Está bastante lejos
de la última línea de casas y se levanta desde la llanura descuidada
diría ahora que no sin cierta ominosidad, un cubo, ante todo, de
concreto gris con ventanas pequeñas y un predio para estacionar
automóviles; de hecho, para simular un poco el efecto que me pro-
vocó siempre contemplarlo, con las casitas de Punta de Piedra a lo
lejos y la llanura reducida a un paisaje del universo dentro de miles
de millones de años, debería apelar a una imagen simple, tosca e
improbable: un edificio art nouveau en un planeta remoto y desha-
bitado, por ejemplo.
Mi abuelo solía darse una vuelta por allí los viernes a la noche,
pero no se me permitía acompañarlo. Así que un día de febrero de
1990 mi amigo Marcos y yo tomamos nuestras bicicletas y partimos
hacia el norte, hacia el bar. Eran más o menos las cinco de la tarde
cuando llegamos; lo encontramos cerrado y recuerdo que hacía un
poco de frío, el cielo estaba cubierto y se había levantado viento.
Nos paramos ante la puerta, desilusionados. Estaba cubierta de ad-
hesivos de mundiales de fútbol a los que no presté atención –Mar-
cos, en cambio, los examinó con cara de asombro; eran tantos,
además, que casi no dejaban ver hacia adentro. En cualquier caso,
el interior del bar estaba a oscuras. No había mucho más que hacer.
De inmediato, entonces, entendimos que si seguíamos el camino
de tierra que nos había llevado al bar terminaríamos en la ruta, y
que si la cruzábamos (algo impensable hasta ese momento) podrí-
amos explorar la gran región que en nuestro mapa de fantasía lla-
mábamos las Marismas –porque siempre que la mirábamos desde
la ventana del auto de mis abuelos o de los padres de Marcos, en
algún viaje a Castillos o al Chuy, nos parecía un panorama propio
del delta del Nilo. Después de encontrar el bar cerrado era imposi-
ble no ceder ante la tentación de aquel paisaje más o menos imagi-
nario, de juncos altísimos, atardeceres de pantano y árboles de
Ramiro Sanchíz
troncos múltiples que más que árboles parecían los cuerpos desfi-
gurados por el tiempo de grandes bestias antediluvianas. Iba a ser,
entonces, la primera vez que entráramos en las Marismas, la pri-
mera vez que pudiéramos ver aquel paisaje sin la mediación de una
ventanilla: nosotros solos, en el otoño anticipado de aquella tarde
de febrero.
De inmediato pedaleamos hasta la ruta y más allá, donde no
había caminos ni alambrados, y pronto nos encontramos ante una
especie de bosquecillo; habría sido imposible dar vuelta atrás en ese
momento (pese a que eran casi las seis y si demorábamos un poco
más en regresar a nuestras casas estaríamos en problemas), así que
dejamos las bicicletas y nos adentramos a pie. Al rato llegamos a
una laguna no muy grande, un estanque de agua verde e inmóvil.
Rodeándola, a modo de mediación entre ella y el monte, había
un cinturón de arena que nos pareció fría y húmeda, llena de insec-
tos y gusanos diminutos. Y vimos sobre la arena, a pocos metros de
dónde estábamos, una cosa que debía ser el conjunto de los restos
de un animal en avanzado estado de descomposición. Marcos abrió
unos ojos como radiotelescopios y se acercó de inmediato. Yo arran-
qué una rama del monte y lo seguí.
No era fácil darse cuenta de a qué animal pertenecían –habían
pertenecido– aquellas formas. Había, por ejemplo, partes compara-
bles a las secciones de una columna vertebral, curva y con espinas,
pero no podían verse indicios de patas, costillas o cráneo. Marcos
dijo que debía tratarse de un carpincho muy grande y un poco de-
forme, y que la falta de algunos de los huesos se debía a la acción
de comedores de carroña. Podía ser, pero yo seguía asombrado por
las formas de la criatura. Para empezar, ya más de cerca, la textura
del cuerpo no hacía pensar en la descomposición ni sentíamos tam-
poco olor a muerto, olor a podrido; lo toqué con la rama y me pa-
reció que aquella piel (o lo que fuese) era rígida y que tenía la
dureza del cristal. Es un tronco, dije, a lo mejor estuvo mucho
tiempo en el agua y quedó con esta forma. Entonces tratamos de
moverlo; Marcos había conseguido otra rama y, entre los dos, em-
pujamos como para hacerla girar. No se movió siquiera un milíme-
tro: aquello parecía pesar toneladas o estar clavado al planeta, como
un afloramiento de roca… cosa que podía ser, por supuesto, pero
nos resultaba imposible, de todas formas, no reconocer algo orgánico
allí, una textura, un patrón de organización que, de cerca, parecía
remedar nervaduras, capilares o nervios. Marcos retrocedió unos
pasos y me llamó: había visto algo diferente desde su nueva pers-
pectiva, y me lo señaló. Era una forma similar a un brazo, que ter-
minaba en lo que parecía la pata de un ave o un dinosaurio. Eso, al
menos, fue lo que vi yo, porque él decía haber dado con el cráneo
de la criatura. Traté de pararme exactamente en la misma posición
desde la que él miraba la cosa, pero después de hacerlo seguí pen-
sando que las formas eran las de una extremidad, con dedos y uñas.
Giré en torno al cuerpo y busqué lo que originalmente había to-
mado por una columna vertebral: no pude encontrarlo. Aquello pa-
recía ahora un animal con simetría radial, del tipo que yo –por mis
lecturas de la vieja enciclopedia de historia natural de mi tío Hila-
rio– entendía como una forma de vida esencialmente primitiva, ab-
yecta, ajena por completo a los caminos que había tomado después
la evolución sobre la Tierra.
Ahora, al rememorar esa sensación de asco, viene también a mi
memoria una suerte de asombro y terror que siempre han inspirado
en mí los árboles en la noche. A toda hora puedo, por supuesto, mi-
rarlos sin mirar, o apreciar, a un nivel superficial de percepción, sus
colores, la distribución de las ramas, las formas de las hojas, las pau-
tas de la corteza en sus troncos o la presencia o ausencia de flores,
piñas y frutos, pero si me esfuerzo en cierta dirección llego a un es-
tado en el que un árbol –tan ajeno a cualquier patrón morfológico
reiterado a lo largo del reino animal– se revela como una criatura
fuera de este mundo, un alienígena. Y accedo con gran facilidad a
esa sensación por la noche, cuando los árboles parecen arrancados
de su hábitat natural, que es la luz, y permanecen en el espacio de
la ciudad (un baldío, especialmente, o también alguna de las gran-
des casonas del barrio del Prado, o incluso un parque o una cuadra
de arboleda densa) como intrusos, como fantasmas o sombras de
otra realidad. En esas ocasiones siento, ante la extraña y en aparien-
cia caótica ramificación y proliferación de hojas que parece seguir
las fisuras y rugosidades del espacio, invisibles para los animales,
que estoy ante una criatura esencialmente incomprensible, dotada
de una forma de consciencia a la que jamás podré acceder. Su obvia
cualidad de máquinas solares, de artefactos de una tecnología pre-
térita y olvidada, y a la vez su no menos obvia cualidad viviente se
configuran en un todo más extraño que cualquier animal, en los que
los movimientos y las articulaciones, la vida móvil en busca del sus-
tento, resultan mucho más familiares y comprensibles. Recuerdo,
por ejemplo, detenerme a la vez extasiado y aterrado ante las gran-
des formas (como helechos atrapados en el interior de un libro
grande y pesado) de los árboles aplastados por varios reflectores de
luz verde en un salón de fiestas, probablemente hacia 1993; y re-
cuerdo también una noche en que me armé de valor y trepé a una
gran higuera, en el fondo de la casa de un amigo, y traté de pensar,
como si de lograrlo pudiera disipar para siempre el miedo, que me
fundía con el árbol y sus ramas y su tronco se convertían en pro-
longaciones de mi cuerpo.
Pero aquella criatura muerta frente a la laguna no era el tronco
de un árbol. Pronto fue evidente que su forma mutaba según desde
dónde la contemplásemos y que incluso la visión que habíamos al-
canzado desde un punto en particular variaba dramáticamente si
pasábamos a otra perspectiva y después de un rato regresábamos a
la posición original. Así, lo que al principio había parecido una co-
lumna vertebral pronto fue uno de los ejes fosilizados de aquella
concebible simetría radiada, pero luego también un apéndice, un
tentáculo, una suerte de arco ojival, como en una catedral gótica o
el techo de un Volkwswagen escarabajo. No recuerdo, entonces, si
fui yo o Marcos el que sugirió –recuerdo sí que ya estaba haciéndose
de noche– que debía tratarse de un extraterrestre.
Lo más probable es que la idea del alienígena se nos ocurriese
gracias al recuerdo de alguna película. Si bien en el cine los extrate-
rrestres eran esencialmente antropomórficos –y no sólo en el sentido
más inmediato de la conformación de sus cuerpos–, estaba el ejem-
plo de Alien, donde la criatura sin ojos se comportaba de una ma-
nera que hacía difícil concluir si era inteligente, y también Solaris,
que habíamos visto sin entender gran cosa –excepto que todo aquel
océano, como una ameba gigante, era un ser extraterrestre. Es cierto
que ahora no puedo fijar con precisión cuándo vi cualquiera de esas
películas; de Alien sí sé que fue en el ciclo de terror que el canal 4
de Montevideo emitía los viernes a partir de las 22 horas, pero el
caso de Solaris es más dudoso, ya que mis primeros recuerdos sóli-
dos de la película o del libro datan del 94 o el 95, cuando me uní al
grupo de escritores de ciencia ficción liderado por Emilio Scarone
–aunque a la vez siento que al comentarla en esas épocas yo afir-
maba haberla visto antes. En cualquier caso, Marcos y yo sí habíamos
visto Cosmos, donde Carl Sagan sostenía, en uno de los episodios,
que los extraterrestres, de existir, debían ser sumamente diferentes
a las formas animales o vegetales que veíamos en la Tierra. Esa idea
debió ser la que nos llevó a concluir que aquello era un alien. ¿De
qué otra cosa podía tratarse? No era un cadáver: lo dejaba claro la
falta de señales de descomposición; tampoco un tronco; quizá era
algo artificial, una escultura deliberadamente ominosa, por ejemplo,
pero aceptando esa hipótesis se volvía muy difícil justificar los dra-
máticos cambios de forma (o incluso de estructura) según el punto
de vista.
Si tuviera que intentar explicarlo en este momento diría que, tra-
tándose de una forma de vida alienígena, probablemente su estruc-
tura fuese tan ajena a los conceptos y percepciones posibles para la
mente humana (formada, además, por siglos y siglos de cultura)
que, de alguna manera, no nos resultaba del todo visible, o que la
única manera que teníamos de percibirla era cediendo el mando a
la imaginación, que reconstruía profusa e instantáneamente aque-
llas formas imposibles para evitarnos la contemplación del vacío,
de lo que sería de otro modo un hueco imposible en la realidad.
En cualquier caso, sin llegar entonces a esa conclusión, Marcos
y yo nos convencimos de que estábamos ante un extraterrestre
muerto. Quizá su nave se había estrellado días atrás y la criatura
logró moverse hacia el monte y aquel estanque o laguna, para morir
por alguna influencia de las aguas, los microorganismos o quién
sabe qué detalle bioquímico. También pudo haber permanecido si-
glos allí, bajo el agua, y en su lento proceso de secado o reducción
la laguna la había dejado finalmente descubierta sobre la arena. Para
que nosotros la encontrásemos.
Nuestra primera decisión fue no avisar a nadie; pensamos que
cualquier intrusión iba irremediablemente a apartarnos de aquella
criatura; imaginábamos que llegarían de inmediato equipos cientí-
ficos que cercarían la zona y nos volverían imposible acercarnos de
nuevo. El secreto, entonces, era fundamental: ante los padres de
Marcos y mis abuelos debíamos actuar como si nada hubiese pa-
sado, como si no hubiésemos hecho otra cosa que dar una larga
vuelta en bicicleta por los límites de Punta de Piedra.
No recuerdo ahora cuánto tiempo permanecimos ante la cosa,
pero pronto oscureció y entendimos que debíamos regresar; la con-
templación había tenido los efectos de una sesión de hipnosis, como
si nos hubiese desdibujado el mundo que nos rodeaba, los árboles,
la laguna, el paisaje de aquella región al norte de Punta de Piedra,
una suerte de blanqueado de nuestra percepción o anulación de
cualquier cosa que pudiese elaborar nuestra mente.
Fue sólo mucho después que imaginé ciudades enteras que se
levantaban con esas formas y texturas, ese color negruzco sobre el
que a veces se deslizaban reflejos verdosos o azulados, esa rugosi-
dad intrincada e infinita, esos patrones de ramificación y prolifera-
ción que nos obligaban a recorrerlos como se recorre un fractal, cada
segundo del acto de percepción también subdividido (y ramificado)
en innumerables espacios de tiempo en los que no podíamos sino
perdernos.
A la vez, habíamos entendido que aquel había sido el momento
más importante de nuestras vidas, que la larga búsqueda de algo
nuevo en el mundo nunca podría llevar a nada diferente a lo que ha-
bíamos encontrado ya que todo el resto, desde los templos de Ang-
kor Vat hasta las iglesias subterráneas en Etiopía, desde el más
avanzado caza de guerra o las estaciones orbitales que imaginába-
mos para el futuro cercano, desde la computadora más poderosa
hasta el mayor acelerador de partículas, jamás podría ser algo real-
mente diferente, libre de las pautas de lo humano, de lo que nos cons-
tituía. Y la criatura era todo lo contrario. Las máquinas, las grandes
obras de arte, las maravillas arquitectónicas, incluso las bellezas de
la naturaleza, todo eso estaba adentro, estaba en nosotros, era parte
lo que nos hacía humanos, el mobiliario o las paredes de nuestra
mente; el extraterrestre, en cambio, era el verdadero afuera; por de-
bajo de la danza de formas intrincadas y cambiantes había algo que
nos ponía en contacto con lo incomprensible, algo que vaciaba o
destruía nuestra mente y volvía a construirla, de a poco, de acuerdo
a otros principios. Nos sentíamos como dos viajeros inmortales que
han recorrido miles de veces el mundo y las épocas y, cuando todo
parecía perdido y nada lograba arrancarlos del hastío más terrible
y desolado, llegaban a encontrarse cara a cara con la maravilla, para,
al contacto con ella, perder capas y capas de cansancio y de mundo
y convertirse en dos niños de once años, más libres para fundirse
con lo nuevo, para asimilarlo, para hacerlo circular, ahora sí, hacia
el adentro, cambiándolo para siempre.
Entonces nos miramos, asombrados, como flotando todavía en
el lento despertar de un sueño profundo, y, sin pensarlo, me arro-
dillé en la arena y toqué a la criatura.
Cuando regresamos, después del inevitable regaño, cené con mis
abuelos mirando la televisión; no recuerdo nada más de esa noche
y, si intento representarme sentado a la mesa, sólo puedo imaginar
mi mirada perdida, mi expresión absorta mientras mis abuelos con-
versan y comentan el programa al aire o los hechos del día; me
acosté temprano y apenas pude leer unas pocas líneas del libro que
me ocupaba en ese momento. Instantes después ya dormía y so-
ñaba: estaba, ahora sí, recorriendo esa ciudad deslumbrante que
podía ser tanto el lugar que habitaban criaturas de la especie de la
que habíamos encontrado como, en sí misma, un único ser viviente.
En el sueño me preguntaba si estaba yo dentro de la criatura o si
aquello que habíamos encontrado con Marcos era un fragmento de
una forma de vida alienígena o del vehículo que la había traído a
nuestro planeta. En mis recuerdos, además, el sueño ocupa toda la
noche y, a la vez, se limita a unos pocos minutos, durante los que
camino por esas extrañas avenidas pensando en la criatura. Cuando
desperté mi abuela sostenía un paño frío y húmedo sobre mi frente.
No estaba en mi cama del garaje sino en la de mis abuelos, recostado
entre almohadones. Intenté hablar pero no pude sino susurrar lo
que sentí como un lamento vergonzoso. Mi abuela me pidió que
guardara silencio; jamás la había visto tan preocupada, por lo que,
supongo, aquella noche debí haber delirado por la fiebre. Al poco
tiempo llegó un médico de la policlínica que había en el barrio viejo;
habló con mis abuelos durante un largo rato pero no pude entender
una sola palabra. Debí quedarme dormido una vez más, porque mi
siguiente recuerdo es volver a ver a mi abuela a un lado de la cama,
esta vez bajo la luz del atardecer. En ese momento pude hablar un
poco más, y le pregunté qué me estaba pasando: Contestó que lo
peor ya había quedado atrás pero que todavía tenía algo de fiebre
y necesitaba descansar. Y me contó que había permanecido incons-
ciente por casi cuatro días y que recién esa mañana había logrado
despertar; me habían llevado a Castillos, donde fui examinado sin
que los médicos lograsen llegar a mayores conclusiones que el pro-
verbial virus. La recomendación, como era imaginable, fue bajar la
fiebre y esperar.
No sé exactamente cuántos días pasé en la cama. A la que sentí
como la mañana siguiente al primer despertar recordé la laguna y
la criatura, pero también me sentía seguro de haber estado allí va-
rias veces, en distintos momentos del día, a veces con Marcos y a
veces solo. Recordaba también haber acampado ante la cosa más de
una noche, lo cual era imposible, ya que no había manera de que
mis abuelos me permitiesen algo así (ni yo querría hacerlo, al menos
en circunstancias normales). Pero ahí estaba, sin embargo, en mis
recuerdos; me veía sentado ante la laguna mirando tanto al alien
como al cielo, no las estrellas sino el cielo, completamente negro, y
era como si hubiera algo que indagar, un detalle que estaba per-
diéndome y que debía buscar como si armase un rompecabezas
sobre una mesa muy grande y tuviese a mi lado un pequeño mo-
delo a escala muy reducida de la imagen y la mirase insistentemente
para detectar los patrones que se me escapaban en el caos de todas
aquellas piezas.
También recordé que, en las últimas ocasiones en que la visita-
mos, la criatura mostraba evidentes señales de deterioro. Los cam-
bios de forma según la perspectiva no se daban de la misma manera
que en las primeras oportunidades y había estructuras que parecían
estancarse y durar hasta el día siguiente, a la vez que grandes por-
ciones del cuerpo desaparecían con señales de haber sido arranca-
das o mordidas por animales. Marcos dijo que si buscábamos en el
monte quizá encontraríamos los pedazos que faltaban, y a mí se me
ocurrió que aquello seguramente iba a tener consecuencias, como
si de alguna manera esa extrañeza de la cosa extraterrestre pudiese
fundirse con los árboles y el paisaje, como una mancha de tinta que
se extiende por los capilares del mapa y alcanza también a Punta
de Piedra y de ahí a toda la costa y a Montevideo y quizá al resto
del mundo.
Esa noche me sentí bien. Habían dejado la ventana abierta y en-
traba la brisa. Mi abuela dormía en la cama pequeña que yo usaba
más de niño; me levanté y recorrí la casa. Había cosas de mis padres,
ropa, bolsos, y en mi cama del garaje estaba mi madre, también dor-
mida (de un modo apacible, me pareció, que daba a entender que
yo estaba bien, que lo peor realmente había sido dejado atrás). Sobre
la mesa del comedor encontré el reloj de mi padre: eran la una y
media de la mañana del veinticuatro de febrero; creí entender que
habían sido semanas, no días, y que debí pasar inconsciente más
tiempo del que suponía. ¿Cuándo habían llegado mis padres desde
Montevideo? ¿Y dónde estaban mi abuelo y mi padre? Sobre la he-
ladera, en una cesta de frutas, había siempre una linterna; la tomé
y volví al garaje. Pasé su círculo de luz por las paredes; faltaban las
cañas de pescar, los baldes, el mediomundo y el calderín. Segura-
mente se habían ido a pescar, a la encandilada. Yo no solía acompa-
ñar a mi abuelo en esas sesiones de pesca nocturna –me aburría
muchísimo y siempre tuve miedo de los árboles en la noche– pero
esta vez fueron más fuertes las ganas de mover mi cuerpo en el aire
fresco y salado, bajar a la playa, buscar a papá y hacerle entender
que ya estaba bien, que ya estaba de vuelta, que me daban las fuer-
zas para quedarme allí, pescando con él, con mi abuelo y con él. La
puerta principal estaba cerrada con llave, pero la trasera, la de la
cocina, no. Me puse unas bermudas, las ojotas y una remera y, con
cuidado de no hacer ruido, salí al fondo. Después de rodear la casa
y avanzar hacia la calle miré hacia atrás: los pinos parecían criaturas
dormidas muy cerca unas de otras, como en el fondo de una ma-
driguera. Era una noche luminosa, llena de estrellas. Caminé hacia
la playa sintiéndome todavía mejor y encontré la camioneta de mi
abuelo en la bajada, ella sola sobre la arena color de plata. Corrí
hacia la orilla, iluminando el camino con la linterna, y los vi; pri-
mero los faroles a mantilla, luego a mi abuelo y a mi padre bastante
adentrados en el agua, con una red, y a Marcos y su padre en la ori-
lla, sosteniendo las luces. Alcé el brazo con la linterna y grité sus
nombres. Se había levantado un poco de viento, por lo que mi voz
no debió alcanzarlos. Avancé más, volví a gritar, y entonces sí, en-
tonces sí me oyeron.
Ramiro Sanchiz (Montevideo, 1978). Escritor y
crítico. Ha publicado las novelas y nouvelles
01.Lineal (2008), Perséfone (2009), Vampiros por-
teños, sombras solitarias (2010), Nadie recuerda
a Mlejnas (2011), La vista desde el puente (2011),
Trashpunk (2012, edición digital) y Los Viajes
(2012), además de los libros de relatos "Algunos
de los otros" (2010), "Del otro lado" (2010), "Los
otros libros" (2012) y "Algunos de los otros
Redux" (2012, edición digital). Cuentos suyos
fueron publicados en revistas como Diaspar,
Axxón, Galileo, Próxima, Otro Cielo, Letralia, IF,
Narrativas y Galaxies, entre otras. Escribe regu-
larmente crítica y reseñas para el periódico mon-
tevideano La Diaria.
Gustavo Borga
LOS NIÑOS MUERTOS
QUIEREN CORTAR
En el Hospital de Niños, el médico cirujano Mario Pérez opera,
aproximadamente, a cinco niños por día. Cualquiera lo puede ver
a la mañana temprano subir con paso firme las escaleras del hospi-
tal. Se lo ve muy concentrado. Es un hombre que va hacia un obje-
tivo y da la sensación de que nada ni nadie podrá detenerlo. Abre
la puerta y entra. Se dirige rápidamente al ascensor que lo llevará
al piso más alto.
Para el común de la gente,ese momento es mágico, por que el
ascensor corre por fuera del hospital, y como sus paredes son de vi-
drio, se tiene la sensación de que uno está volando. Pero eso a Mario
no le importa.
Cuando llega a su destino y abre la puerta del ascensor, se en-
cuentra con todos sus colaboradores. Son, entre médicos y enfer-
meras, quince personas. Todos están vestidos de azúl. Mario los
saluda a uno por uno y se dirige a un cuarto del que sale vestido de
blanco.
Sin perder un instante, se encamina a la sala de operación.
Mario Pérez es famoso en todo el mundo por su destreza con el
bisturí. Todos los padres quieren que sus hijos sean operados por
él. Miles de niños pasaron por sus manos.
Sin embargo, este gran hombre, no es perfecto. Cada tanto cae
en profundas depresiones. Esto ocurre cuando se le muere un niño.
Llora desconsoladamente. Se siente culpable y se arrastra en estado
lamentable hasta su casa. No atiende la puerta ni el teléfono. Per-
manese todo el día tirado en la cama como un muerto.
Mientras tanto, niños que tienen que ser operados por Mario son
atendidos por otros cirujanos. Las estadísticas dicen que cuando
Mario Pérez no opera, se incrementa sustancialmente la muerte de
niños.
Afortunadamente estas crisis no son eternas y en algún mo-
mento el cirujano saca fuerzas de algún lado y con paso vacilante
se dirige de noche al hospital. No es el Mario que todos conocen.
Es un ser parcialmente destruido.Una sombra.Un fantasma.
Sube las escaleras, abre la puerta y entra al ascensor. Cuando
llega al piso cincuenta, va hacia una de las ventana y la abre. Luego
se dirige al cuarto donde habitualmente se cambia de ropa y sale
completamente desnudo. Se interna en la sala de operaciones, se
acuesta y espera. No tarda en aparecer el primer niño. Después otro
y otro. Llegan lentamente. Todos entraron volando por la ventana.
Son los niños muertos. Son los niños que Mario no pudo salvar. Lo
rodean. Vuelan sobre su cuerpo. Súbitamente, uno de ellos le aplica
la anestesia y cuando el cirujano se duerme, empieza la operación.
No es una operación común y corriente. Es bastante extraña. Por
ejemplo, no hay quien dirija. No hay jefe. O lo que es peor, todos
quieren serlo. Todos quieren operar. Todos los niños quieren cortar.
En medio de la operación surgen disputas. Los niños se insultan, se
golpean, se desafian a pelear con los bisturís.E n fin, un gran caos.
Sin embargo, después de un largo rato de confusión, surge mágica-
mente el corazón de Mario. Ahora todo es silencio. Podemos verlo
en lo alto, sostenido por las manos sangrantes de los niños. Del co-
razón sale una luz. Al principio es una luz pobre, insignificante,
como un hilito. Pero a medida que los minutos pasan, crece hasta
enceguecer y se ilumina todo el piso cincuenta. De sus ventanas
salen rayos de luz para todos los puntos cardinales. Luego la luz
disminuye y finalmente se apaga. Los niños colocan el corazón den-
tro de el cuerpo, lo cosen y se van volando por la ventana.
Después de unos meses de reposo,el cirujano podrá seguir ope-
rando.
COMO UNA GRANADA
Una mujer me regaló un reloj.
-¿Es sumergible?- le pregunté.
-Si,- dijo- hasta mil metros. Después estallará como una granada.
-No comprendo.
-El reloj- dijo-tiene un explosivo adentro. Si descendés más de
mil metros, por la presión del agua explotará.
Al otro día me sumergi en el mar.
Descendí mil metros. Desde donde estaba, veía claramente el
fondo. Me disponía a subir cuando apareció, desnuda, la mujer que
me regalo el reloj. Se encontraba a cinco metros debajo mío. Sus
pies, cada tanto, tocaban el fondo. Le hice señas para que subiera.
Como respuesta abrió sus brazos. Me ofrecía su cuerpo pero no se
movía del lugar. Quería que yo bajara hasta ella. Señalé el reloj.
Traté de explicarle por señas que podíamos volar en pedazos. Siguió
con sus brazos abiertos. Me quité el reloj. La pequeña maquina
buscó la superficie.
Descendí. Nos abrazamos. Su cuerpo y el mío estallaron al
mismo tiempo, como una granada.
LA QUE MIRABA COMO UNA IDIOTA
Eran las dos de la tarde y estábamos sobre el techo de la casa.
-Se desprendió un cable- dijo mi padre señalando hacia arriba.
Yo esforcé mi vista al máximo, y vi, en lo más alto de la antena,
un cable negro, suelto…
-Hay que subir -dijo mi padre- No queda otra.
Luego agregó:
-Hijo,traeme la pinza y el destornillador del galponcito.
Estaba por bajar cuando me detuvo:
-Decile a tu madre que cuando vea las primeras imágenes,grite.
-¿Que grite?
-Claro, así la escuchamos desde arriba.
Fui al galponcito y busqué las herramientas. Luego le dije a mi
madre (que miraba como una idiota un televisor sin imágenes) que
cuando viera las primeras imágenes,gritara.
-¿Que grite?- preguntó mi madre.
-Claro, así te escuchamos desde arriba.
Subí al techo y le di las herramientas a mi padre. Se las puso en
el bolsillo de atrás de pantalón y comenzó a trepar. A medida que
subía se hacía más pequeño. Cuando llegó arriba parecía un niño.
Lo que ocurrió después solo Dios lo sabe. Una cosa es cierta. Mi
madre (antes que el que el cuerpo de mi padre salpicara mis pies
de sangre) gritó.
Gustavo Borga nació el 7 de diciembre de 1960,
en Villa Nueva, provincia de Córdoba.
Tiene tres libros publicados: patitos degollados
(edición de autor,2002), hermoso niño rubio (Xión
ediciones, 2006) y para vos NO (ediciones llanto-
demudo2010). Es ferroviario. Vive en su ciudad
natal.
¿Qué es esto que se levanta delante de mí?
Figura de negro que me señala con el dedo
Doy la vuelta rápido, y comienzo a correr
Me entero que soy el elegido ¡Oh nooo!
Black Sabbath
- Geezer Butler, 1969-
El tipo de remera verde vino caminando despacito. Un día pre-
cioso de julio. Veranillo de San Juan, era. Vestía bermudas y un mo-
rral de cuero.
Siguió el arroyo hasta encontrarse con unas piedras que difi-
cultaron la marcha. Más adelante, un árbol caído le obligó rodear
para el lado del alambrado. Más adelante, se abría una pendiente
hasta donde se podía ver desde ahí. Hizo un alto y, cuando se sentó
en la gramilla el pelo largo rozaba el suelo.
Del morral sacó tabaco y papel. Armó un cigarrillo aderezado
con hierba de su propia huerta, lo prendió y se descalzó para sentir
la tierra. Se entretuvo un rato paseando la vista por la corteza de
los algarrobos. La noche anterior acampó a unos kilómetros de la
zona. La luz que se colaba entre las hojas le trajo una confortable
sensación de tiempo detenido.
Terminó el cigarrillo, se calzó las sandalias y siguió caminando
tras abrirse paso por entre los yuyos hasta encontrar un sendero
que corta el bosque en diagonal. Caminó un rato largo.
El sol empezó a bajar. El follaje perdió definición y las siluetas
de las ramas de los árboles se recortaron contra el fondo naranja
moribundo del cielo. Entrecerró los ojos y el bosque se convirtió en
una multitud de manos superpuestas que suplican una piedad que
nunca les será concedida.
Ya no gritan
Pensó en la hora y en que tendría que volver antes de que la
oscuridad le impidiese encontrar el lugar en el que había armado
la carpa. Algo le hizo detener la marcha.
Se acarició la barba varias veces. Llegaba hasta el esternón
cuando estaba mojada. Armó un cigarrillo -sin aderezos- y supo que
no tendría que estar ahí.
De su laguna mental emergió una certeza: no había ruido.
Nunca hubo. Como un campo sin pájaros. Ni chicharras. Nada.
Caminó un poquito más.
Lejos, adelante, el senderito se volvía más ancho. Campo
abierto, tal vez. Más lejos, una mancha que parecía una casa. No se
veía bien.
Fue en el momento en que todo se ve blanco y negro, medio
borroso -un trecho más adelante- cuando el pie se enganchó con la
raíz gruesa y flexible que asomaba de la tierra como un ojal que es-
tuviera esperándolo desde siempre. El pie se dobló en ángulo agudo
y cayó de cara al piso, perdiendo el morral.
Delante de él, un par de suelas de zapatos. Alzó la vista y tenía
adelante un hombre sentado de espalda contra un tronco. No se le
veía bien la cara. Enfocó la vista y la piel se le contrajo, poniéndole
los pelos de punta. Todo liso. No había cara.
Se irguió de un salto. Gimió sin mirarse el pie. Dio un respingo
cuando vio al otro hombre sentado contra una montañita de casco-
tes, a su izquierda. Tampoco había cara en él ni en ninguno de los
muñecos que colgaban de los árboles.
Tamaño natural, vestidos de forma diferente. Algunos en el
piso, acostados o sentados. La mayoría colgando por el cuello desde
las ramas de los árboles. Un par de ellos de pie, apoyados contra
algún arbusto.
El aire no se movía. El único ruido era el de sus pies contra el
pasto, corriendo hacia adelante.
Más adelante había más muñecos.
Y, más adelante, dos sujetos al costado del camino. Vestían de
negro.
-Hola. Dijeron por turno.
-Hola… Yo….
-Es propiedad privada para allá-. No había emoción en la voz.
-Perdón, caminaba… Se… puso oscuro…
-Podés venir a casa-. Señaló hacia atrás. Una mancha oscura
entre el follaje gris. Una lucecita lejana.
-A tomar algo, no pasarás sed - dijo el otro.
-Ni aburrimiento.
-Está bien, eh… tengo que…
-En serio, vení. Sin emoción en la voz, pero cada vez más cerca.
-No, gracias, yo…
-Está todo bien, vení a casa-. Ambas voces cerca, monocordes.
-Dale, vení.
Cuando lo acariciaron decidió correr. Y sus pasos encontraron
raíces duras y flexibles asomando de la tierra como bucles enmara-
ñados que se enredaron en sus tobillos.
No sé cuánto hace de esto.
Una conversación, un estado anímico o un hábito que se repite.
Una reunión, tal vez. Puede ser una mala canción que persiste en la
conciencia. El infierno puede ser cualquier lugar de donde no te
podés ir.
Y cada vez que los miro me acuerdo una y otra vez de ese mo-
mento, como una película que empieza cada vez que termina.
No siento el frío. No hay ruido ni olores. Desde acá apenas se
puede ver la ventana de la casa, borrosa. Hace mucho que se olvi-
daron de mí.
El viento cada tanto me mueve y entonces puedo ver otras
cosas. O pensar en otras cosas.
Pero casi nunca hay viento.
Cezary Novek
Cezary Novek.
(La Paz, Entre Ríos, 1982) Comunicador Social,
docente e ilustrador. Coeditor de la revista El
Vaso Ruso (2006-2007)
Publicó los siguientes libros: El Vaso Ruso. Verdad,
compromiso y batahola (2010), Ropa Sucia (2011) y
Letra Muerta, una novela en la Argentina postapoca-
líptica (2012)
Ilustró el libro para niños El problema de Bonita
(2008), de Matías Lapezzata y el poemario La soga
en los pies (2012), de Angie Ferrero.
Desde 2011 coordina el taller de escritura creativa
para adolescentes Dígalo con tinta. En 2012 editan
una recopilación de la producción del taller bajo
el título de Especiero. A partir de 2013, dicta el
taller Lecturas Privadas, redacciones públicas.
Colabora en algunas publicaciones independien-
tes como Piso 13 Revista Digital, Redacción 351, Ca-
bezas de Tormenta Fanzine o la Revista Rockumental
(publicación del concurso de bandas en donde
también participa como jurado)
diana dínamo
Guión y dibujos:
Fernando Calvi
Fernando Calvi, Córdoba1973. Ha publicado
ilustraciones e historietas en revistas y diarios,
Genios, Billiken, Zigzag (Página 12), Clarín, La
Nación, Rolling Stone, Ñ revista de cultura, Bar-
celona y Mongolia, entre otras. Ha ilustrado más
de treinta libros para jóvenes y niños. Su trabajo
se ha publicado en España, Italia, Francia, USA,
y Noruega. Su libro Bosquenegro fue destacado
ALIJA, a la mejor historieta infantil. Dictó clínicas
sobre técnica de guión de historietas en la uni-
versidad de Córdoba y talleres de historietas
para niños y adultos, en la Feria del libro de Bue-
nos Aires. Desde el 2007 publica regularmente en
la revista FIERRO sus series Altavista y El Ma-
quinista del General. En la actualidad dirige un
taller de historieta en su estudio, en el barrio de
San Telmo y publica las series ¡México lindo! en
la revista FIERRO y Punto Rojo en Tótem comics.
http://artoffernandocalvi.blogspot.com/
título
se viene,
se viene,
se viene el
colaless!
Guión y dibujos:
Diego Parés
Diego Parés, argentino, 1970. Comenzó a publi-
car en 1984 en la revista CantaRock. Se recibió de
maestro de plástica en la Escuela de Bellas
Artes Rogelio Yrurtia en 1987. Entre 1987 y 2006
publicó en las revistas Humor, Sex-Humor,
Humi, La Urraca, Billiken, Gente, Recreio de Bra-
sil y otras. Y para los diarios La Nación, Clarín y
Página 12. Así mismo trabajó en publicidad como
free-lance para diversas agencias. En 1991 co-di-
rigió el fanzine Maldita Garcha. En 1993 publicó
el libro Buscando a Charly, con material recopi-
latorio de la revista Humor. En 1995 co-editó la
revista de historietas ¡Suélteme!
Publicó una veintena de libros para niños. En
2002 Publicó el libro Literatura Latinoamericana
para principiantes junto a la escritora Florencia
Abatte. En 2007 presentó el primer libro de El sr.
y la sra. Rispo y lo expuso en el Centro Cultural
Recoleta. En 2008 los libros Monsterville para pú-
blico infantil y La esperanza fue lo último que se
perdió, para adultos, con el material de
la revista Barcelona. Colabora con la productora
Farsa Producciones en diversas actividades,
actorales y plásticas. En 2011 editó “Las correrías
del Sr. y la Sra. Rispo”, por llantodemudo edicio-
nes.
Actualmente publica su cuadro “Humor Petiso”
en el diario La Nación y colabora en las revistas
Barcelona, Genios y Fierro.
historia
de la guerra
capítulo 2
Guión:
Federico Reggiani
Dibujos:
Lauri Fernández
Federico Reggiani es pequeño, peludo, suave;
tan blando por fuera, que se diría todo de algo-
dón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de aza-
bache de sus ojos son duros cual dos escarabajos
de cristal negro. Escribe más o menos lo que se
espera de él porque no puede salirse de sí mismo;
lo más visible de esa actividad son sus guiones
de historietas. Ha publicado o publica La Mueca
de Dios, Vitamina Potencia y Tristeza con Angel
Mosquito, Dos Estaciones con Rodrigo Terra-
nova, Patria, con Kwaichang Kraneo, Autobió-
grafo con Fran López, Mi amor, hoy tengo fútbol,
con Max Aguirre, Don Quijote de La Mancha con
Sergio Coronel y Don Miguel de Cervantes.
Desde los inicios forma parte de Historietas Rea-
les. Desconfía de la desesperación tanto como del
entusiasmo.
Lauri Fernández:
Historietista, dibujante, grabadora.
Ha participado en numerosos poryectos, entre
los que figuran las revistas "Pelotazo" y "Clìtoris".
Dibujó las historietas "Ani" (Ed. Llanto de Mudo,
2011) con guión de Roberto von Sprecher; "Vien-
tre" (Dragoncomics / Llanto de Mudo, 2012) con
Roy Leguisamo y Nacha Vollenweider; "Meca-
nismos" y otras ilustraciones (para el libro 0El
"Mendozazo, herramientas de rebeldìa", Ediunc,
2012). Actualmente dibuja "Regulaciòn o0,75. La
dàdiva" , con guión de Roy Leguisamo para el
blog marcheuncuadrito.wordpress. Blog "dibuji-
tosdelau.blogspot.com
Ilustraciones de tapa,
contratapa e interior
Diego Simone
Diego Simone, historietista e Ilustrador, intenta
dividir sus tiempos entre proyectos personales y
su trabajo freelance. Participó en publicaciones
independientes como La Murcielaga y La Baba,
y realizado trabajos para Image Comics, Dark
Horse, Canal Encuentro, Rolling Stone y Disney
XD, entre otros. Vive en La Plata.
Llantodemudo numero 2
Llantodemudo numero 2

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Llantodemudo numero 2

  • 1.
  • 2.
  • 4. Ilustraciones de tapa e interior: Diego Simone. Diseño edición: D.C.-llantodemudo. Las obras publicadas en la revista pertenecen en su totalidad a sus autores. La editorial se hace responsable de lo que sea, mientras no haya que pagar un asado. llantodemudo Nueva época número 2 Mayo 2013 Ediciones Llanto de Mudo 2013. Colón 355 – Local 61 – Galería Cinerama – Córdoba llantodemudo@hotmail.com
  • 5. llantodemudo Yamila Greco Ricardo Roche Amanda Oxidada Gustavo Borga Ramiro Sanchíz Cezary Novek Fernando Calvi Diego Parés Federico Reggiani y Lauri Fernández
  • 6.
  • 7.
  • 8. Yamila Greco V la entrada es por el ombligo de toda muerte donde el llanto mastica la escara sacra por donde se asoman los huesos a través de la carne yo me perjudico el ojo cuando la bestia resplandece el cierre yo abro los labios y demuestro hambre es la lujuria de Dios con su hábito de sombra arrastrando mi nacimiento contra las ventanas VIII ofrecer ahora la mueca histérica de mis muletas huir clavada en cruz por hambre y consuelo de un diente aferrado agita mi noche el alto baile de la sangre el choque de las mandíbulas para hacer de ese gemido mi órgano más soberbio
  • 9. XIII son las palabras las que nos multiplican busco saltar y perjudicar el vidrio con la patada abrázalos saliva que se ahoguen en tu amabilidad y no asumas la culpa XVII formó su sexo como tibia pero muerta en la vulva el lobo trepando mugre Jesús prostituta alta urge asilo quiero pero con sal y bajo los surcos XVIII preciso manos y tengo uñas que desenlazan en la tierra atajo de un auxilio permitido por los huesos donde la tortura es limitada por la asfixia
  • 10. XLV el corazón un símbolo de madera y sin tallar lo cierto es que detrás hay un manto oscuro -dije- y lloré piedras LVI olvida Dios mi cuerpo deforma mi corazón su dolor injerto en la mueca descosida del destino me observa caminar como nunca quisiera caminar se convierte en tierra abismo e incluso yo Él que es una palabra un cuchillo un símbolo atrofiado trae Dios en su silencio el Sol que permite a su enemigo crecer vestido y acariciado por los muertos que no volvieron
  • 11. Yamila Greco Poeta argentina nacida en 1979. Colaboró en di- versas publicaciones literarias, como Punto en Línea” (publicación de la Dirección de Literatura de la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM), “Revista Hispanoamericana Arte y Mundo”, “Resonancias”, “Vieja Lilith” y "Arte- sanías Literarias" (Nuevas Voces de La Poesía: Comentario y selección de la poeta argentina Sil- via Loustau). Parte de su poemario “Sobrevivir es una Curvatura” fue publicado en la revista “Casa Litterae" (Visión sobre la nueva literatura internacional del poeta español Antonio Gamo- neda del poeta Jacobo Rauskin). Realizó el pró- logo y la selección de autores para la muestra de poesía argentina organizada por la revista mexi- cana“Círculo de Poesía”. Sus poemas han sido traducidos al catalán, al italiano, al portugués y al inglés. Página personal: www.yamilagreco.com
  • 12. Ricardo Roche FASCINEROSO Ahí van esos bandidos descorchando vinos de alta gama como siluetas bailarinas del siglo pasado llenos de historias y estupidez y aunque esté listo para otra partida de cartas prefiero una canción que me abrigue de estrellas o de soles de inviernos mientras en la tele juega el Inter un amistoso yo soy el sueño y todas las pesadillas juntas de sus rengos corazones! el barrio huele a carpinterías donde se cortan y se lijan pestañas para estos alfiles de salón que bucean en resacas así que por unos humildes tragos de café me quedaré hasta recibir mi propina entrada la madrugada el camino de nuestras vidas se desdobla facineroso bicicleteando entre hongos gigantes me pierdo…
  • 13. DE LUNES A VIERNES Voy en sueños poniendo bombas en el vecindario voy preso escuchando Big Star las tormentas están por llegar y el ridículo optimismo ya se estrelló en el jardín de en frente entre escombros y malezas de todos los tiempos miro a los animales me encuentro entre ellos las revelaciones cada vez son menos y mis enemigos ya no poseen cuerpos ni forma alguna una sola mente un solo pantano un solo rock me libero de mí meo sobre algunas tumbas de bebés asalto a una viejita llego a casa rezo masturbo a una Barbie y te escupo desde mi ventana con la mejor onda.
  • 14. ESTO NO ES (CIENCIA FICCIÓN) Planos de ataques virtuales androide bipolar la nieve hace cortocircuito y todo arde cables fluorescentes mucamas en chispones agitándose un cometa arácnido eléctrico entre la desconocida paz de mundos renegados perdidos en órbitas abombadas el apocalipsis cibernético empieza a llover sobre mí sobre mi cama nodriza los controles no funcionan y el radar que detectaba amor ha desaparecido en el agujero negro de mi corazón el silencio cuelga de las estrellas porque hay un alma que las abraza sin preocuparse por el espacio ni por el tiempo ni por la forma.
  • 15. DEL CANSANCIO QUE AMANECE EN MÍ Me gustan los brazos de mi mochila yo la vi junto a otras mochilas en canastos de basura durante estos años hambriento y ahora andar como un perro con miedo a los petardos tal vez sea un pequeño y rápido reflejo a la caricia primera del cansancio que amanece en mí ladrón de relojes sin tiempo abro mis ojos los pierdo en una luna de amarillo mientras bajo mi abrazo duerme la generación brackets quiero decirte algo… estás empezando a vivir los días en los que perdés todo y que ya nunca te abandonarán.
  • 16. HOY ESTOY MUY CONTENTO COMO PARA ESTE POEMA Ya no importa la intensidad de esta felicidad ni la de este inmenso vacío blanco casi infinito las arenas del verano son las sábanas de mis sueños un beso en la frente una sonrisa desencajada y corretear por la casa me acuerdo de cada momento todos de negro recién llegados a ese pueblo llamado Tierra buscamos lo fresco y lo fresco pocas veces apareció recurrimos a pastillas y en un tubo de ensayo pusimos la magia la ciencia las drogas los frutos los colores y así siempre nos llegó el amanecer dame un año más para lo que sea sí escuché eso no sé si de mi boca o de algún parlante paranormal estoy a punto de activarme camino y sólo veo por las calles y veredas pájaros muertos lo voy a tomar como una buena señal.
  • 17. COMIDA RÁPIDA Si te llaman a enloquecer ama tu chaleco de fuerza siembra en cada testigo una luz que se queme a cada rato y de el chispazo cualquiera elimina tus divinidades tus dioses tus mayúsculas une el bien con el mal inventa un nuevo idioma y que tu cuerpo lo sea todo del trabajo a robar un banco y morir y vivir por encima de cualquier trabajo esta temporada debe tenerlo todo sonríe.
  • 18. DESNUTRICIÓN “la tristeza hace sus promesas y las cumple una por una” (Diego Cortés – Infierno envuelto en un pañuelo) Nubes pixeladas después de tantas caras el incendio en mi cabeza sé que va acabar luego de esta temporada tan hostil no es este el tiempo para hablar de nuestras perdiciones ya la distancia se está ocupando de los derrumbes mientras el cuerpo sólo pide lo que le doy las alucinaciones las caminatas sin sentido voy a estar bien seguiré el camino del Barón Rojo hasta ser derrumbado sin aviso y quizás en la caída encuentre esa sonrisa pura la respuesta a todo que hoy se camufla en vinos que giran en puños sin fuerza no puedo decir más en esta esquina está todo mal.
  • 19. DISTORCIÓN NATURAL Viajar y no viajar despertar y no despertar limpiarse sin querer ensuciarse a propósito ver el olvido lejano entre las estrellas y las jorobas de los cerros imaginar a alguien ahí cerca mío imaginar la felicidad hambre poco hambre todos disfrazados de cirujas humos relucientes extrañar al perro preocupación de útero tranquilidad de útero costillas caderas doloridas sin fuerzas sin cara la naturaleza tartamudeó me retuvo entre sus raíces para siempre allá acá fue sincera y cruel.
  • 20. Ricardo Roche, 1983 Córdoba Capital. “Poeta” cordobés con inclinación al prittyao en caja y a los sanguches de milanesas bara- tos. Influenciado por la caballerosidad de Car- litos Bukowski, la elegancia del peinado de Robert Smith, el punk rrock, el dadaísmo es- catológico. Reclutado en barrio San Martín ac- tualmente pasa los días tirándole bulucasos desde su ventana a los niños. Publicaciones: • La Caída es Invisible, poesía, Llanto de Mudo, 2005. • A solas con todo el mundo 1, 2, 3 y 4, parti- cipación en poesía, Llanto de Mudo, 2005 – 2007. • Autor de los fanzines John y El mejor color de la noche, Llanto de Mudo, 2007 – 2009.
  • 21. Desde lo oculto Las palabras a veces condenan Lo innombrable nos come desde dentro, desde las profundidades del ser. Y nuestros ojos miran con tristeza intentando expresar lo que nuestra garganta no quiere soltar. Es la lucha constante entre lo oculto y lo que muestras lo que repites al hablar. El poema que nunca escribiste y todo lo que aún no has dicho se convierte en tu vestimenta y te paseas con tus grises harapos mostrando, cuando crees necesario, tu áspera y gastada piel. Amanda Oxidada
  • 22. Transición de los días Tarde de tristes canciones El invierno se aferra a sus últimos días y el viento atenta contra la primera esperanza de primavera. Este estar consciente del suicidio de las horas, del paso de los días, del lento marchitar de las vidas... Este enamoramiento de lo absoluto, de lo desconocido, de lo que se muestra inalcanzable... Tarde de tristes canciones en que lo bello parece tan ajeno y distante y sólo siento un vacío en el corazón.
  • 23. Alabanza Es la fantasía quien se acuesta junto a mí me abraza y me cuenta al oído las historias que luego continúan en sueños. Y así, sin casi darme cuenta, me zambullo sin temor en esa irrealidad, y en ella encuentro todo anhelo, en donde toda ausencia se desvanece y los viejos y nuevos amores, que no son más que uno, me embargan el alma con cuchicheos incesantes de versos desconocidos; la angustia en el pecho no es más que una tristeza que ha partido junto con aquella que fui; y aquello que jamás tuve hoy aguarda con ansias mi llegada. Oh, fantasía de querer, mi corazón rebozante de esperanza te suplica, no me entregues a la espera de aquel jardín que nunca pisaré más que en los sueños que tu presencia evoca en mí.
  • 24. Amanecer En un vano abrir de ojos despierto entre sábanas sucias, que no huelen a sexo sino más bien a abandono, y los pensamientos que quedaron colgando de la noche anterior me reciben fervorosamente bailan en mi mente intentan seducirme, saltan y rebotan y me llaman Amanda, Amanda... como invitándome a perderme entre sueños despiertos y cuentos de hadas que no son ciertos. Y yo me resisto, no me entrego del todo, porque aún mantengo inútilmente una chispa de esperanza en mis ojos. Entonces me levanto, me calzo las pantuflas y sigo viviendo la vida que todavía no conseguí...
  • 25. Verano del '98 Guarda en tu memoria el recuerdo de este infortunio. Recuerda cada detalle de la vuelta humillante, de tu orgullo destrozado. Memoriza todas las cosas que dijiste, las que te dijeron. Nunca olvides cómo te traicionó la vida, cómo te hizo arrastrar una vez más por el barro, la manera en que te ilusionó, te llevó casi a la cima y te tiró de golpe al pozo miserable que es tu existencia... Pero en lo que más tienes que concentrarte es en que volverá a hacerlo, y caerás como caes siempre, porque ella te enseñará las piernas, te guiñará un ojo, y la seguirás hasta que, creyéndote en el paraíso, te pateará los cojones y se llevará tu dinero, dejándote empalmado y dolorido, en un callejón sucio y apestoso de Mar del Plata.
  • 26. Consejos de un viejo embotellado No te estanques, no te entregues a la amarga espera de lo descono- cido. Déjate llevar por los verdes del paisaje, olvídate del gris cemento y su frialdad, olvida la ciudad. Pero no te expongas demasiado al sol que puede quemarte. Anda con cuidado, con cautela, los malos ratos están por doquier, sentados a tu lado mientras te crees a salvo.
  • 27. Brindo en tu honor, Ausencia Pierdo el tacto. Escucho las voces de esta ciudad muerta. Soy una nueva estatua en un banco de una plaza desierta. Mi mano entumecida, el viento corrompiéndome los huesos, mis pensamientos como garras... Acá no hay primavera, hoy se siente el invierno en el cuerpo, en las entrañas, en ese rincón oscuro y escondido que ustedes suelen llamar..."alma". Mini autobiografía: Habito la ciudad de Mar del Plata, ciudad en la que lo que so- bran son desencantos. Mi existencia es la representación exacta de la decadencia humana, del lento pasar de las horas en vano, una continua pérdida de tiempo y dignidad... ¿Qué decir al respecto entonces? Quizás que nunca hubo grandes aventuras en la historia de mi vida, sólo algunas anécdotas poco graciosas, relaciones complicadas y poco duraderas, pocos méritos y reconocimientos… en fin, poco de todo. Una vida plagada de inexistencia y banalidad. Entonces… ¿Para qué escribo? Quizás por la influencia estú- pida de la esperanza de encontrar resguardo en las palabras, de encontrarme a mí misma en ellas, o quizás sea por ven- ganza... Sí, por el ferviente sabor de la venganza. ¿Para ven- garme de qué? De la vida. Amanda Oxidada por Amanda Oxidada.
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  • 30. Árboles en la noche En las afueras de Punta de Piedra hay un bar. Está bastante lejos de la última línea de casas y se levanta desde la llanura descuidada diría ahora que no sin cierta ominosidad, un cubo, ante todo, de concreto gris con ventanas pequeñas y un predio para estacionar automóviles; de hecho, para simular un poco el efecto que me pro- vocó siempre contemplarlo, con las casitas de Punta de Piedra a lo lejos y la llanura reducida a un paisaje del universo dentro de miles de millones de años, debería apelar a una imagen simple, tosca e improbable: un edificio art nouveau en un planeta remoto y desha- bitado, por ejemplo. Mi abuelo solía darse una vuelta por allí los viernes a la noche, pero no se me permitía acompañarlo. Así que un día de febrero de 1990 mi amigo Marcos y yo tomamos nuestras bicicletas y partimos hacia el norte, hacia el bar. Eran más o menos las cinco de la tarde cuando llegamos; lo encontramos cerrado y recuerdo que hacía un poco de frío, el cielo estaba cubierto y se había levantado viento. Nos paramos ante la puerta, desilusionados. Estaba cubierta de ad- hesivos de mundiales de fútbol a los que no presté atención –Mar- cos, en cambio, los examinó con cara de asombro; eran tantos, además, que casi no dejaban ver hacia adentro. En cualquier caso, el interior del bar estaba a oscuras. No había mucho más que hacer. De inmediato, entonces, entendimos que si seguíamos el camino de tierra que nos había llevado al bar terminaríamos en la ruta, y que si la cruzábamos (algo impensable hasta ese momento) podrí- amos explorar la gran región que en nuestro mapa de fantasía lla- mábamos las Marismas –porque siempre que la mirábamos desde la ventana del auto de mis abuelos o de los padres de Marcos, en algún viaje a Castillos o al Chuy, nos parecía un panorama propio del delta del Nilo. Después de encontrar el bar cerrado era imposi- ble no ceder ante la tentación de aquel paisaje más o menos imagi- nario, de juncos altísimos, atardeceres de pantano y árboles de Ramiro Sanchíz
  • 31. troncos múltiples que más que árboles parecían los cuerpos desfi- gurados por el tiempo de grandes bestias antediluvianas. Iba a ser, entonces, la primera vez que entráramos en las Marismas, la pri- mera vez que pudiéramos ver aquel paisaje sin la mediación de una ventanilla: nosotros solos, en el otoño anticipado de aquella tarde de febrero. De inmediato pedaleamos hasta la ruta y más allá, donde no había caminos ni alambrados, y pronto nos encontramos ante una especie de bosquecillo; habría sido imposible dar vuelta atrás en ese momento (pese a que eran casi las seis y si demorábamos un poco más en regresar a nuestras casas estaríamos en problemas), así que dejamos las bicicletas y nos adentramos a pie. Al rato llegamos a una laguna no muy grande, un estanque de agua verde e inmóvil. Rodeándola, a modo de mediación entre ella y el monte, había un cinturón de arena que nos pareció fría y húmeda, llena de insec- tos y gusanos diminutos. Y vimos sobre la arena, a pocos metros de dónde estábamos, una cosa que debía ser el conjunto de los restos de un animal en avanzado estado de descomposición. Marcos abrió unos ojos como radiotelescopios y se acercó de inmediato. Yo arran- qué una rama del monte y lo seguí. No era fácil darse cuenta de a qué animal pertenecían –habían pertenecido– aquellas formas. Había, por ejemplo, partes compara- bles a las secciones de una columna vertebral, curva y con espinas, pero no podían verse indicios de patas, costillas o cráneo. Marcos dijo que debía tratarse de un carpincho muy grande y un poco de- forme, y que la falta de algunos de los huesos se debía a la acción de comedores de carroña. Podía ser, pero yo seguía asombrado por las formas de la criatura. Para empezar, ya más de cerca, la textura del cuerpo no hacía pensar en la descomposición ni sentíamos tam- poco olor a muerto, olor a podrido; lo toqué con la rama y me pa- reció que aquella piel (o lo que fuese) era rígida y que tenía la dureza del cristal. Es un tronco, dije, a lo mejor estuvo mucho tiempo en el agua y quedó con esta forma. Entonces tratamos de moverlo; Marcos había conseguido otra rama y, entre los dos, em- pujamos como para hacerla girar. No se movió siquiera un milíme- tro: aquello parecía pesar toneladas o estar clavado al planeta, como un afloramiento de roca… cosa que podía ser, por supuesto, pero nos resultaba imposible, de todas formas, no reconocer algo orgánico allí, una textura, un patrón de organización que, de cerca, parecía
  • 32. remedar nervaduras, capilares o nervios. Marcos retrocedió unos pasos y me llamó: había visto algo diferente desde su nueva pers- pectiva, y me lo señaló. Era una forma similar a un brazo, que ter- minaba en lo que parecía la pata de un ave o un dinosaurio. Eso, al menos, fue lo que vi yo, porque él decía haber dado con el cráneo de la criatura. Traté de pararme exactamente en la misma posición desde la que él miraba la cosa, pero después de hacerlo seguí pen- sando que las formas eran las de una extremidad, con dedos y uñas. Giré en torno al cuerpo y busqué lo que originalmente había to- mado por una columna vertebral: no pude encontrarlo. Aquello pa- recía ahora un animal con simetría radial, del tipo que yo –por mis lecturas de la vieja enciclopedia de historia natural de mi tío Hila- rio– entendía como una forma de vida esencialmente primitiva, ab- yecta, ajena por completo a los caminos que había tomado después la evolución sobre la Tierra. Ahora, al rememorar esa sensación de asco, viene también a mi memoria una suerte de asombro y terror que siempre han inspirado en mí los árboles en la noche. A toda hora puedo, por supuesto, mi- rarlos sin mirar, o apreciar, a un nivel superficial de percepción, sus colores, la distribución de las ramas, las formas de las hojas, las pau- tas de la corteza en sus troncos o la presencia o ausencia de flores, piñas y frutos, pero si me esfuerzo en cierta dirección llego a un es- tado en el que un árbol –tan ajeno a cualquier patrón morfológico reiterado a lo largo del reino animal– se revela como una criatura fuera de este mundo, un alienígena. Y accedo con gran facilidad a esa sensación por la noche, cuando los árboles parecen arrancados de su hábitat natural, que es la luz, y permanecen en el espacio de la ciudad (un baldío, especialmente, o también alguna de las gran- des casonas del barrio del Prado, o incluso un parque o una cuadra de arboleda densa) como intrusos, como fantasmas o sombras de otra realidad. En esas ocasiones siento, ante la extraña y en aparien- cia caótica ramificación y proliferación de hojas que parece seguir las fisuras y rugosidades del espacio, invisibles para los animales, que estoy ante una criatura esencialmente incomprensible, dotada de una forma de consciencia a la que jamás podré acceder. Su obvia cualidad de máquinas solares, de artefactos de una tecnología pre-
  • 33. térita y olvidada, y a la vez su no menos obvia cualidad viviente se configuran en un todo más extraño que cualquier animal, en los que los movimientos y las articulaciones, la vida móvil en busca del sus- tento, resultan mucho más familiares y comprensibles. Recuerdo, por ejemplo, detenerme a la vez extasiado y aterrado ante las gran- des formas (como helechos atrapados en el interior de un libro grande y pesado) de los árboles aplastados por varios reflectores de luz verde en un salón de fiestas, probablemente hacia 1993; y re- cuerdo también una noche en que me armé de valor y trepé a una gran higuera, en el fondo de la casa de un amigo, y traté de pensar, como si de lograrlo pudiera disipar para siempre el miedo, que me fundía con el árbol y sus ramas y su tronco se convertían en pro- longaciones de mi cuerpo. Pero aquella criatura muerta frente a la laguna no era el tronco de un árbol. Pronto fue evidente que su forma mutaba según desde dónde la contemplásemos y que incluso la visión que habíamos al- canzado desde un punto en particular variaba dramáticamente si pasábamos a otra perspectiva y después de un rato regresábamos a la posición original. Así, lo que al principio había parecido una co- lumna vertebral pronto fue uno de los ejes fosilizados de aquella concebible simetría radiada, pero luego también un apéndice, un tentáculo, una suerte de arco ojival, como en una catedral gótica o el techo de un Volkwswagen escarabajo. No recuerdo, entonces, si fui yo o Marcos el que sugirió –recuerdo sí que ya estaba haciéndose de noche– que debía tratarse de un extraterrestre. Lo más probable es que la idea del alienígena se nos ocurriese gracias al recuerdo de alguna película. Si bien en el cine los extrate- rrestres eran esencialmente antropomórficos –y no sólo en el sentido más inmediato de la conformación de sus cuerpos–, estaba el ejem- plo de Alien, donde la criatura sin ojos se comportaba de una ma- nera que hacía difícil concluir si era inteligente, y también Solaris, que habíamos visto sin entender gran cosa –excepto que todo aquel océano, como una ameba gigante, era un ser extraterrestre. Es cierto que ahora no puedo fijar con precisión cuándo vi cualquiera de esas películas; de Alien sí sé que fue en el ciclo de terror que el canal 4 de Montevideo emitía los viernes a partir de las 22 horas, pero el
  • 34. caso de Solaris es más dudoso, ya que mis primeros recuerdos sóli- dos de la película o del libro datan del 94 o el 95, cuando me uní al grupo de escritores de ciencia ficción liderado por Emilio Scarone –aunque a la vez siento que al comentarla en esas épocas yo afir- maba haberla visto antes. En cualquier caso, Marcos y yo sí habíamos visto Cosmos, donde Carl Sagan sostenía, en uno de los episodios, que los extraterrestres, de existir, debían ser sumamente diferentes a las formas animales o vegetales que veíamos en la Tierra. Esa idea debió ser la que nos llevó a concluir que aquello era un alien. ¿De qué otra cosa podía tratarse? No era un cadáver: lo dejaba claro la falta de señales de descomposición; tampoco un tronco; quizá era algo artificial, una escultura deliberadamente ominosa, por ejemplo, pero aceptando esa hipótesis se volvía muy difícil justificar los dra- máticos cambios de forma (o incluso de estructura) según el punto de vista. Si tuviera que intentar explicarlo en este momento diría que, tra- tándose de una forma de vida alienígena, probablemente su estruc- tura fuese tan ajena a los conceptos y percepciones posibles para la mente humana (formada, además, por siglos y siglos de cultura) que, de alguna manera, no nos resultaba del todo visible, o que la única manera que teníamos de percibirla era cediendo el mando a la imaginación, que reconstruía profusa e instantáneamente aque- llas formas imposibles para evitarnos la contemplación del vacío, de lo que sería de otro modo un hueco imposible en la realidad. En cualquier caso, sin llegar entonces a esa conclusión, Marcos y yo nos convencimos de que estábamos ante un extraterrestre muerto. Quizá su nave se había estrellado días atrás y la criatura logró moverse hacia el monte y aquel estanque o laguna, para morir por alguna influencia de las aguas, los microorganismos o quién sabe qué detalle bioquímico. También pudo haber permanecido si- glos allí, bajo el agua, y en su lento proceso de secado o reducción la laguna la había dejado finalmente descubierta sobre la arena. Para que nosotros la encontrásemos. Nuestra primera decisión fue no avisar a nadie; pensamos que cualquier intrusión iba irremediablemente a apartarnos de aquella criatura; imaginábamos que llegarían de inmediato equipos cientí- ficos que cercarían la zona y nos volverían imposible acercarnos de nuevo. El secreto, entonces, era fundamental: ante los padres de
  • 35. Marcos y mis abuelos debíamos actuar como si nada hubiese pa- sado, como si no hubiésemos hecho otra cosa que dar una larga vuelta en bicicleta por los límites de Punta de Piedra. No recuerdo ahora cuánto tiempo permanecimos ante la cosa, pero pronto oscureció y entendimos que debíamos regresar; la con- templación había tenido los efectos de una sesión de hipnosis, como si nos hubiese desdibujado el mundo que nos rodeaba, los árboles, la laguna, el paisaje de aquella región al norte de Punta de Piedra, una suerte de blanqueado de nuestra percepción o anulación de cualquier cosa que pudiese elaborar nuestra mente. Fue sólo mucho después que imaginé ciudades enteras que se levantaban con esas formas y texturas, ese color negruzco sobre el que a veces se deslizaban reflejos verdosos o azulados, esa rugosi- dad intrincada e infinita, esos patrones de ramificación y prolifera- ción que nos obligaban a recorrerlos como se recorre un fractal, cada segundo del acto de percepción también subdividido (y ramificado) en innumerables espacios de tiempo en los que no podíamos sino perdernos. A la vez, habíamos entendido que aquel había sido el momento más importante de nuestras vidas, que la larga búsqueda de algo nuevo en el mundo nunca podría llevar a nada diferente a lo que ha- bíamos encontrado ya que todo el resto, desde los templos de Ang- kor Vat hasta las iglesias subterráneas en Etiopía, desde el más avanzado caza de guerra o las estaciones orbitales que imaginába- mos para el futuro cercano, desde la computadora más poderosa hasta el mayor acelerador de partículas, jamás podría ser algo real- mente diferente, libre de las pautas de lo humano, de lo que nos cons- tituía. Y la criatura era todo lo contrario. Las máquinas, las grandes obras de arte, las maravillas arquitectónicas, incluso las bellezas de la naturaleza, todo eso estaba adentro, estaba en nosotros, era parte lo que nos hacía humanos, el mobiliario o las paredes de nuestra mente; el extraterrestre, en cambio, era el verdadero afuera; por de- bajo de la danza de formas intrincadas y cambiantes había algo que nos ponía en contacto con lo incomprensible, algo que vaciaba o destruía nuestra mente y volvía a construirla, de a poco, de acuerdo
  • 36. a otros principios. Nos sentíamos como dos viajeros inmortales que han recorrido miles de veces el mundo y las épocas y, cuando todo parecía perdido y nada lograba arrancarlos del hastío más terrible y desolado, llegaban a encontrarse cara a cara con la maravilla, para, al contacto con ella, perder capas y capas de cansancio y de mundo y convertirse en dos niños de once años, más libres para fundirse con lo nuevo, para asimilarlo, para hacerlo circular, ahora sí, hacia el adentro, cambiándolo para siempre. Entonces nos miramos, asombrados, como flotando todavía en el lento despertar de un sueño profundo, y, sin pensarlo, me arro- dillé en la arena y toqué a la criatura. Cuando regresamos, después del inevitable regaño, cené con mis abuelos mirando la televisión; no recuerdo nada más de esa noche y, si intento representarme sentado a la mesa, sólo puedo imaginar mi mirada perdida, mi expresión absorta mientras mis abuelos con- versan y comentan el programa al aire o los hechos del día; me acosté temprano y apenas pude leer unas pocas líneas del libro que me ocupaba en ese momento. Instantes después ya dormía y so- ñaba: estaba, ahora sí, recorriendo esa ciudad deslumbrante que podía ser tanto el lugar que habitaban criaturas de la especie de la que habíamos encontrado como, en sí misma, un único ser viviente. En el sueño me preguntaba si estaba yo dentro de la criatura o si aquello que habíamos encontrado con Marcos era un fragmento de una forma de vida alienígena o del vehículo que la había traído a nuestro planeta. En mis recuerdos, además, el sueño ocupa toda la noche y, a la vez, se limita a unos pocos minutos, durante los que camino por esas extrañas avenidas pensando en la criatura. Cuando desperté mi abuela sostenía un paño frío y húmedo sobre mi frente. No estaba en mi cama del garaje sino en la de mis abuelos, recostado entre almohadones. Intenté hablar pero no pude sino susurrar lo que sentí como un lamento vergonzoso. Mi abuela me pidió que guardara silencio; jamás la había visto tan preocupada, por lo que, supongo, aquella noche debí haber delirado por la fiebre. Al poco tiempo llegó un médico de la policlínica que había en el barrio viejo; habló con mis abuelos durante un largo rato pero no pude entender
  • 37. una sola palabra. Debí quedarme dormido una vez más, porque mi siguiente recuerdo es volver a ver a mi abuela a un lado de la cama, esta vez bajo la luz del atardecer. En ese momento pude hablar un poco más, y le pregunté qué me estaba pasando: Contestó que lo peor ya había quedado atrás pero que todavía tenía algo de fiebre y necesitaba descansar. Y me contó que había permanecido incons- ciente por casi cuatro días y que recién esa mañana había logrado despertar; me habían llevado a Castillos, donde fui examinado sin que los médicos lograsen llegar a mayores conclusiones que el pro- verbial virus. La recomendación, como era imaginable, fue bajar la fiebre y esperar. No sé exactamente cuántos días pasé en la cama. A la que sentí como la mañana siguiente al primer despertar recordé la laguna y la criatura, pero también me sentía seguro de haber estado allí va- rias veces, en distintos momentos del día, a veces con Marcos y a veces solo. Recordaba también haber acampado ante la cosa más de una noche, lo cual era imposible, ya que no había manera de que mis abuelos me permitiesen algo así (ni yo querría hacerlo, al menos en circunstancias normales). Pero ahí estaba, sin embargo, en mis recuerdos; me veía sentado ante la laguna mirando tanto al alien como al cielo, no las estrellas sino el cielo, completamente negro, y era como si hubiera algo que indagar, un detalle que estaba per- diéndome y que debía buscar como si armase un rompecabezas sobre una mesa muy grande y tuviese a mi lado un pequeño mo- delo a escala muy reducida de la imagen y la mirase insistentemente para detectar los patrones que se me escapaban en el caos de todas aquellas piezas. También recordé que, en las últimas ocasiones en que la visita- mos, la criatura mostraba evidentes señales de deterioro. Los cam- bios de forma según la perspectiva no se daban de la misma manera que en las primeras oportunidades y había estructuras que parecían estancarse y durar hasta el día siguiente, a la vez que grandes por- ciones del cuerpo desaparecían con señales de haber sido arranca- das o mordidas por animales. Marcos dijo que si buscábamos en el monte quizá encontraríamos los pedazos que faltaban, y a mí se me ocurrió que aquello seguramente iba a tener consecuencias, como si de alguna manera esa extrañeza de la cosa extraterrestre pudiese fundirse con los árboles y el paisaje, como una mancha de tinta que se extiende por los capilares del mapa y alcanza también a Punta
  • 38. de Piedra y de ahí a toda la costa y a Montevideo y quizá al resto del mundo. Esa noche me sentí bien. Habían dejado la ventana abierta y en- traba la brisa. Mi abuela dormía en la cama pequeña que yo usaba más de niño; me levanté y recorrí la casa. Había cosas de mis padres, ropa, bolsos, y en mi cama del garaje estaba mi madre, también dor- mida (de un modo apacible, me pareció, que daba a entender que yo estaba bien, que lo peor realmente había sido dejado atrás). Sobre la mesa del comedor encontré el reloj de mi padre: eran la una y media de la mañana del veinticuatro de febrero; creí entender que habían sido semanas, no días, y que debí pasar inconsciente más tiempo del que suponía. ¿Cuándo habían llegado mis padres desde Montevideo? ¿Y dónde estaban mi abuelo y mi padre? Sobre la he- ladera, en una cesta de frutas, había siempre una linterna; la tomé y volví al garaje. Pasé su círculo de luz por las paredes; faltaban las cañas de pescar, los baldes, el mediomundo y el calderín. Segura- mente se habían ido a pescar, a la encandilada. Yo no solía acompa- ñar a mi abuelo en esas sesiones de pesca nocturna –me aburría muchísimo y siempre tuve miedo de los árboles en la noche– pero esta vez fueron más fuertes las ganas de mover mi cuerpo en el aire fresco y salado, bajar a la playa, buscar a papá y hacerle entender que ya estaba bien, que ya estaba de vuelta, que me daban las fuer- zas para quedarme allí, pescando con él, con mi abuelo y con él. La puerta principal estaba cerrada con llave, pero la trasera, la de la cocina, no. Me puse unas bermudas, las ojotas y una remera y, con cuidado de no hacer ruido, salí al fondo. Después de rodear la casa y avanzar hacia la calle miré hacia atrás: los pinos parecían criaturas dormidas muy cerca unas de otras, como en el fondo de una ma- driguera. Era una noche luminosa, llena de estrellas. Caminé hacia la playa sintiéndome todavía mejor y encontré la camioneta de mi abuelo en la bajada, ella sola sobre la arena color de plata. Corrí hacia la orilla, iluminando el camino con la linterna, y los vi; pri- mero los faroles a mantilla, luego a mi abuelo y a mi padre bastante adentrados en el agua, con una red, y a Marcos y su padre en la ori- lla, sosteniendo las luces. Alcé el brazo con la linterna y grité sus nombres. Se había levantado un poco de viento, por lo que mi voz no debió alcanzarlos. Avancé más, volví a gritar, y entonces sí, en- tonces sí me oyeron.
  • 39. Ramiro Sanchiz (Montevideo, 1978). Escritor y crítico. Ha publicado las novelas y nouvelles 01.Lineal (2008), Perséfone (2009), Vampiros por- teños, sombras solitarias (2010), Nadie recuerda a Mlejnas (2011), La vista desde el puente (2011), Trashpunk (2012, edición digital) y Los Viajes (2012), además de los libros de relatos "Algunos de los otros" (2010), "Del otro lado" (2010), "Los otros libros" (2012) y "Algunos de los otros Redux" (2012, edición digital). Cuentos suyos fueron publicados en revistas como Diaspar, Axxón, Galileo, Próxima, Otro Cielo, Letralia, IF, Narrativas y Galaxies, entre otras. Escribe regu- larmente crítica y reseñas para el periódico mon- tevideano La Diaria.
  • 40. Gustavo Borga LOS NIÑOS MUERTOS QUIEREN CORTAR En el Hospital de Niños, el médico cirujano Mario Pérez opera, aproximadamente, a cinco niños por día. Cualquiera lo puede ver a la mañana temprano subir con paso firme las escaleras del hospi- tal. Se lo ve muy concentrado. Es un hombre que va hacia un obje- tivo y da la sensación de que nada ni nadie podrá detenerlo. Abre la puerta y entra. Se dirige rápidamente al ascensor que lo llevará al piso más alto. Para el común de la gente,ese momento es mágico, por que el ascensor corre por fuera del hospital, y como sus paredes son de vi- drio, se tiene la sensación de que uno está volando. Pero eso a Mario no le importa. Cuando llega a su destino y abre la puerta del ascensor, se en- cuentra con todos sus colaboradores. Son, entre médicos y enfer- meras, quince personas. Todos están vestidos de azúl. Mario los saluda a uno por uno y se dirige a un cuarto del que sale vestido de blanco. Sin perder un instante, se encamina a la sala de operación. Mario Pérez es famoso en todo el mundo por su destreza con el bisturí. Todos los padres quieren que sus hijos sean operados por él. Miles de niños pasaron por sus manos.
  • 41. Sin embargo, este gran hombre, no es perfecto. Cada tanto cae en profundas depresiones. Esto ocurre cuando se le muere un niño. Llora desconsoladamente. Se siente culpable y se arrastra en estado lamentable hasta su casa. No atiende la puerta ni el teléfono. Per- manese todo el día tirado en la cama como un muerto. Mientras tanto, niños que tienen que ser operados por Mario son atendidos por otros cirujanos. Las estadísticas dicen que cuando Mario Pérez no opera, se incrementa sustancialmente la muerte de niños. Afortunadamente estas crisis no son eternas y en algún mo- mento el cirujano saca fuerzas de algún lado y con paso vacilante se dirige de noche al hospital. No es el Mario que todos conocen. Es un ser parcialmente destruido.Una sombra.Un fantasma. Sube las escaleras, abre la puerta y entra al ascensor. Cuando llega al piso cincuenta, va hacia una de las ventana y la abre. Luego se dirige al cuarto donde habitualmente se cambia de ropa y sale completamente desnudo. Se interna en la sala de operaciones, se acuesta y espera. No tarda en aparecer el primer niño. Después otro y otro. Llegan lentamente. Todos entraron volando por la ventana. Son los niños muertos. Son los niños que Mario no pudo salvar. Lo rodean. Vuelan sobre su cuerpo. Súbitamente, uno de ellos le aplica la anestesia y cuando el cirujano se duerme, empieza la operación. No es una operación común y corriente. Es bastante extraña. Por ejemplo, no hay quien dirija. No hay jefe. O lo que es peor, todos quieren serlo. Todos quieren operar. Todos los niños quieren cortar. En medio de la operación surgen disputas. Los niños se insultan, se golpean, se desafian a pelear con los bisturís.E n fin, un gran caos. Sin embargo, después de un largo rato de confusión, surge mágica- mente el corazón de Mario. Ahora todo es silencio. Podemos verlo en lo alto, sostenido por las manos sangrantes de los niños. Del co- razón sale una luz. Al principio es una luz pobre, insignificante, como un hilito. Pero a medida que los minutos pasan, crece hasta enceguecer y se ilumina todo el piso cincuenta. De sus ventanas salen rayos de luz para todos los puntos cardinales. Luego la luz
  • 42. disminuye y finalmente se apaga. Los niños colocan el corazón den- tro de el cuerpo, lo cosen y se van volando por la ventana. Después de unos meses de reposo,el cirujano podrá seguir ope- rando.
  • 43. COMO UNA GRANADA Una mujer me regaló un reloj. -¿Es sumergible?- le pregunté. -Si,- dijo- hasta mil metros. Después estallará como una granada. -No comprendo. -El reloj- dijo-tiene un explosivo adentro. Si descendés más de mil metros, por la presión del agua explotará. Al otro día me sumergi en el mar. Descendí mil metros. Desde donde estaba, veía claramente el fondo. Me disponía a subir cuando apareció, desnuda, la mujer que me regalo el reloj. Se encontraba a cinco metros debajo mío. Sus pies, cada tanto, tocaban el fondo. Le hice señas para que subiera. Como respuesta abrió sus brazos. Me ofrecía su cuerpo pero no se movía del lugar. Quería que yo bajara hasta ella. Señalé el reloj. Traté de explicarle por señas que podíamos volar en pedazos. Siguió con sus brazos abiertos. Me quité el reloj. La pequeña maquina buscó la superficie. Descendí. Nos abrazamos. Su cuerpo y el mío estallaron al mismo tiempo, como una granada.
  • 44. LA QUE MIRABA COMO UNA IDIOTA Eran las dos de la tarde y estábamos sobre el techo de la casa. -Se desprendió un cable- dijo mi padre señalando hacia arriba. Yo esforcé mi vista al máximo, y vi, en lo más alto de la antena, un cable negro, suelto… -Hay que subir -dijo mi padre- No queda otra. Luego agregó: -Hijo,traeme la pinza y el destornillador del galponcito. Estaba por bajar cuando me detuvo: -Decile a tu madre que cuando vea las primeras imágenes,grite. -¿Que grite? -Claro, así la escuchamos desde arriba. Fui al galponcito y busqué las herramientas. Luego le dije a mi madre (que miraba como una idiota un televisor sin imágenes) que cuando viera las primeras imágenes,gritara. -¿Que grite?- preguntó mi madre. -Claro, así te escuchamos desde arriba. Subí al techo y le di las herramientas a mi padre. Se las puso en el bolsillo de atrás de pantalón y comenzó a trepar. A medida que subía se hacía más pequeño. Cuando llegó arriba parecía un niño. Lo que ocurrió después solo Dios lo sabe. Una cosa es cierta. Mi madre (antes que el que el cuerpo de mi padre salpicara mis pies de sangre) gritó. Gustavo Borga nació el 7 de diciembre de 1960, en Villa Nueva, provincia de Córdoba. Tiene tres libros publicados: patitos degollados (edición de autor,2002), hermoso niño rubio (Xión ediciones, 2006) y para vos NO (ediciones llanto- demudo2010). Es ferroviario. Vive en su ciudad natal.
  • 45. ¿Qué es esto que se levanta delante de mí? Figura de negro que me señala con el dedo Doy la vuelta rápido, y comienzo a correr Me entero que soy el elegido ¡Oh nooo! Black Sabbath - Geezer Butler, 1969- El tipo de remera verde vino caminando despacito. Un día pre- cioso de julio. Veranillo de San Juan, era. Vestía bermudas y un mo- rral de cuero. Siguió el arroyo hasta encontrarse con unas piedras que difi- cultaron la marcha. Más adelante, un árbol caído le obligó rodear para el lado del alambrado. Más adelante, se abría una pendiente hasta donde se podía ver desde ahí. Hizo un alto y, cuando se sentó en la gramilla el pelo largo rozaba el suelo. Del morral sacó tabaco y papel. Armó un cigarrillo aderezado con hierba de su propia huerta, lo prendió y se descalzó para sentir la tierra. Se entretuvo un rato paseando la vista por la corteza de los algarrobos. La noche anterior acampó a unos kilómetros de la zona. La luz que se colaba entre las hojas le trajo una confortable sensación de tiempo detenido. Terminó el cigarrillo, se calzó las sandalias y siguió caminando tras abrirse paso por entre los yuyos hasta encontrar un sendero que corta el bosque en diagonal. Caminó un rato largo. El sol empezó a bajar. El follaje perdió definición y las siluetas de las ramas de los árboles se recortaron contra el fondo naranja moribundo del cielo. Entrecerró los ojos y el bosque se convirtió en una multitud de manos superpuestas que suplican una piedad que nunca les será concedida. Ya no gritan
  • 46. Pensó en la hora y en que tendría que volver antes de que la oscuridad le impidiese encontrar el lugar en el que había armado la carpa. Algo le hizo detener la marcha. Se acarició la barba varias veces. Llegaba hasta el esternón cuando estaba mojada. Armó un cigarrillo -sin aderezos- y supo que no tendría que estar ahí. De su laguna mental emergió una certeza: no había ruido. Nunca hubo. Como un campo sin pájaros. Ni chicharras. Nada. Caminó un poquito más. Lejos, adelante, el senderito se volvía más ancho. Campo abierto, tal vez. Más lejos, una mancha que parecía una casa. No se veía bien. Fue en el momento en que todo se ve blanco y negro, medio borroso -un trecho más adelante- cuando el pie se enganchó con la raíz gruesa y flexible que asomaba de la tierra como un ojal que es- tuviera esperándolo desde siempre. El pie se dobló en ángulo agudo y cayó de cara al piso, perdiendo el morral. Delante de él, un par de suelas de zapatos. Alzó la vista y tenía adelante un hombre sentado de espalda contra un tronco. No se le veía bien la cara. Enfocó la vista y la piel se le contrajo, poniéndole los pelos de punta. Todo liso. No había cara. Se irguió de un salto. Gimió sin mirarse el pie. Dio un respingo cuando vio al otro hombre sentado contra una montañita de casco- tes, a su izquierda. Tampoco había cara en él ni en ninguno de los muñecos que colgaban de los árboles. Tamaño natural, vestidos de forma diferente. Algunos en el piso, acostados o sentados. La mayoría colgando por el cuello desde las ramas de los árboles. Un par de ellos de pie, apoyados contra algún arbusto. El aire no se movía. El único ruido era el de sus pies contra el pasto, corriendo hacia adelante. Más adelante había más muñecos. Y, más adelante, dos sujetos al costado del camino. Vestían de negro. -Hola. Dijeron por turno. -Hola… Yo…. -Es propiedad privada para allá-. No había emoción en la voz. -Perdón, caminaba… Se… puso oscuro…
  • 47. -Podés venir a casa-. Señaló hacia atrás. Una mancha oscura entre el follaje gris. Una lucecita lejana. -A tomar algo, no pasarás sed - dijo el otro. -Ni aburrimiento. -Está bien, eh… tengo que… -En serio, vení. Sin emoción en la voz, pero cada vez más cerca. -No, gracias, yo… -Está todo bien, vení a casa-. Ambas voces cerca, monocordes. -Dale, vení. Cuando lo acariciaron decidió correr. Y sus pasos encontraron raíces duras y flexibles asomando de la tierra como bucles enmara- ñados que se enredaron en sus tobillos. No sé cuánto hace de esto. Una conversación, un estado anímico o un hábito que se repite. Una reunión, tal vez. Puede ser una mala canción que persiste en la conciencia. El infierno puede ser cualquier lugar de donde no te podés ir. Y cada vez que los miro me acuerdo una y otra vez de ese mo- mento, como una película que empieza cada vez que termina. No siento el frío. No hay ruido ni olores. Desde acá apenas se puede ver la ventana de la casa, borrosa. Hace mucho que se olvi- daron de mí. El viento cada tanto me mueve y entonces puedo ver otras cosas. O pensar en otras cosas. Pero casi nunca hay viento. Cezary Novek
  • 48. Cezary Novek. (La Paz, Entre Ríos, 1982) Comunicador Social, docente e ilustrador. Coeditor de la revista El Vaso Ruso (2006-2007) Publicó los siguientes libros: El Vaso Ruso. Verdad, compromiso y batahola (2010), Ropa Sucia (2011) y Letra Muerta, una novela en la Argentina postapoca- líptica (2012) Ilustró el libro para niños El problema de Bonita (2008), de Matías Lapezzata y el poemario La soga en los pies (2012), de Angie Ferrero. Desde 2011 coordina el taller de escritura creativa para adolescentes Dígalo con tinta. En 2012 editan una recopilación de la producción del taller bajo el título de Especiero. A partir de 2013, dicta el taller Lecturas Privadas, redacciones públicas. Colabora en algunas publicaciones independien- tes como Piso 13 Revista Digital, Redacción 351, Ca- bezas de Tormenta Fanzine o la Revista Rockumental (publicación del concurso de bandas en donde también participa como jurado)
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  • 51. diana dínamo Guión y dibujos: Fernando Calvi
  • 52. Fernando Calvi, Córdoba1973. Ha publicado ilustraciones e historietas en revistas y diarios, Genios, Billiken, Zigzag (Página 12), Clarín, La Nación, Rolling Stone, Ñ revista de cultura, Bar- celona y Mongolia, entre otras. Ha ilustrado más de treinta libros para jóvenes y niños. Su trabajo se ha publicado en España, Italia, Francia, USA, y Noruega. Su libro Bosquenegro fue destacado ALIJA, a la mejor historieta infantil. Dictó clínicas sobre técnica de guión de historietas en la uni- versidad de Córdoba y talleres de historietas para niños y adultos, en la Feria del libro de Bue- nos Aires. Desde el 2007 publica regularmente en la revista FIERRO sus series Altavista y El Ma- quinista del General. En la actualidad dirige un taller de historieta en su estudio, en el barrio de San Telmo y publica las series ¡México lindo! en la revista FIERRO y Punto Rojo en Tótem comics. http://artoffernandocalvi.blogspot.com/
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  • 61. se viene, se viene, se viene el colaless! Guión y dibujos: Diego Parés
  • 62. Diego Parés, argentino, 1970. Comenzó a publi- car en 1984 en la revista CantaRock. Se recibió de maestro de plástica en la Escuela de Bellas Artes Rogelio Yrurtia en 1987. Entre 1987 y 2006 publicó en las revistas Humor, Sex-Humor, Humi, La Urraca, Billiken, Gente, Recreio de Bra- sil y otras. Y para los diarios La Nación, Clarín y Página 12. Así mismo trabajó en publicidad como free-lance para diversas agencias. En 1991 co-di- rigió el fanzine Maldita Garcha. En 1993 publicó el libro Buscando a Charly, con material recopi- latorio de la revista Humor. En 1995 co-editó la revista de historietas ¡Suélteme! Publicó una veintena de libros para niños. En 2002 Publicó el libro Literatura Latinoamericana para principiantes junto a la escritora Florencia Abatte. En 2007 presentó el primer libro de El sr. y la sra. Rispo y lo expuso en el Centro Cultural Recoleta. En 2008 los libros Monsterville para pú- blico infantil y La esperanza fue lo último que se perdió, para adultos, con el material de la revista Barcelona. Colabora con la productora Farsa Producciones en diversas actividades, actorales y plásticas. En 2011 editó “Las correrías del Sr. y la Sra. Rispo”, por llantodemudo edicio- nes. Actualmente publica su cuadro “Humor Petiso” en el diario La Nación y colabora en las revistas Barcelona, Genios y Fierro.
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  • 70. historia de la guerra capítulo 2 Guión: Federico Reggiani Dibujos: Lauri Fernández
  • 71. Federico Reggiani es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algo- dón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de aza- bache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro. Escribe más o menos lo que se espera de él porque no puede salirse de sí mismo; lo más visible de esa actividad son sus guiones de historietas. Ha publicado o publica La Mueca de Dios, Vitamina Potencia y Tristeza con Angel Mosquito, Dos Estaciones con Rodrigo Terra- nova, Patria, con Kwaichang Kraneo, Autobió- grafo con Fran López, Mi amor, hoy tengo fútbol, con Max Aguirre, Don Quijote de La Mancha con Sergio Coronel y Don Miguel de Cervantes. Desde los inicios forma parte de Historietas Rea- les. Desconfía de la desesperación tanto como del entusiasmo. Lauri Fernández: Historietista, dibujante, grabadora. Ha participado en numerosos poryectos, entre los que figuran las revistas "Pelotazo" y "Clìtoris". Dibujó las historietas "Ani" (Ed. Llanto de Mudo, 2011) con guión de Roberto von Sprecher; "Vien- tre" (Dragoncomics / Llanto de Mudo, 2012) con Roy Leguisamo y Nacha Vollenweider; "Meca- nismos" y otras ilustraciones (para el libro 0El "Mendozazo, herramientas de rebeldìa", Ediunc, 2012). Actualmente dibuja "Regulaciòn o0,75. La dàdiva" , con guión de Roy Leguisamo para el blog marcheuncuadrito.wordpress. Blog "dibuji- tosdelau.blogspot.com
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  • 78. Ilustraciones de tapa, contratapa e interior Diego Simone Diego Simone, historietista e Ilustrador, intenta dividir sus tiempos entre proyectos personales y su trabajo freelance. Participó en publicaciones independientes como La Murcielaga y La Baba, y realizado trabajos para Image Comics, Dark Horse, Canal Encuentro, Rolling Stone y Disney XD, entre otros. Vive en La Plata.