1. Castillo Eduardo
Poeta nacido en Bogotá, el 5 de febrero de 1889, muerto
en la misma ciudad, el 21 de junio de 1938. Hijo de
Alejandro Castillo y Clementina Gálvez, Eduardo Castillo
perteneció a la llamada segunda etapa del modernismo, o
sea la correspondiente a los centenaritas, que tiene como
sus mayores representantes a Castillo, Porfirio Barba-
Jacob y José Eustasio Rivera, considerando que los
poetas José Asunción Silva y Guillermo Valencia serían
los dos hombres claves de la primera etapa del
modernismo. Castillo fue un gran admirador de Valencia
y un devoto de la poesía de José Asunción Silva. Es
considerado el poeta lírico de esta generación, llamada
centenarita por ser la que surgió hacia 1910, cuando se
celebró el primer centenario de la Independencia. Según
Carlos Arturo Torres Pinzón, el nombre de la generación
del Centenario fue dado a un grupo de jóvenes que
ayudaron a derrocar el gobierno del general Rafael Reyes
2. y a llevar a buen efecto las reformas de 1910, y fue dado
para significar una modalidad literaria, sin trascendencia
ni finalidades ulteriores, una actitud espiritual alejada de
toda lucha y de todo dogma, y que tendía a expresar en
forma concreta el bullir lejano de una cultura espiritual
alejada de toda lucha violenta. Historia, filosofía,
literatura y crítica fueron cultivadas en esos años
tratando de buscar el valor intrínseco de cada una, su
pura expresión natural, sin tener para nada en cuenta las
progresiones de ellas en el campo político o
administrativo. Gran admirador de Guillermo Valencia,
Castillo fue su secretario particular durante catorce años.
Eduardo Castillo ha sido uno de los pocos casos de las
letras de Hispanoamérica en que un escritor ha
permanecido tan fiel a su vocación, ya que dedicó su vida
a escribir poesía, ensayos y uno que otro artículo
periodístico, oficio este último que le proporcionaba los
medios económicos necesarios para vivir. Eduardo
Castillo apareció en el panorama poético colombiano en
los primeros años de este siglo, cuando poetas como
Rubén Darío, Guillermo Valencia, Amado Nervo, Leopoldo
Lugones, José Santos Chocano, Herrera Reissig eran los
dioses mayores del modernismo. La verbalizad a
ultranza, lo parnasiano, la brillantez preciosista, ejercían
una influencia total sobre la generación de poetas que les
siguió; pocos de entre ellos escaparon. Por esto tiene
algo de asombroso el caso de Eduardo Castillo, quien
supo eludir ese aire.
Guillermo Valencia escribió sobre Castillo: Dominaba
algunas lenguas vivas y asistía diariamente al cenáculo
de periodistas y poetas donde era acatado por su
erudición pasmosa, su exquisito gusto y sus admirables
poesías [...] No conozco una sola página de Castillo que
no se distinga por lo pulcra y refinada. Su extremada
3. sensibilidad, casi morbosa, tal vez fue factor
determinante de la sutileza de matices en su creación
artística. Eduardo Castillo fue uno de los primeros poetas
colombianos en pensar y escribir de manera muy
concreta y brillante acerca del fenómeno de la creación
poética, hecho que hace clara su posición modernista. En
varios de sus poemas se refiere a la poesía misma.
Fernando Charry Lara sostiene que este hecho se deriva
de las lecturas de autores franceses, a quienes accedió
desde muy joven y que influyeron mucho en su
formación intelectual. Influyeron así mismo en su
formación, los textos acerca de teoría poética de Edgar
Allan Poe, autor muy de su predilección, En su poesía se
ve claramente cómo se acerca permanentemente a un
simbolismo no guiado por principios estéticos
determinados de antemano, sino como él mismo lo dijera,
por "la exaltación" del individualismo y la entera libertad
para crear conforme a su propio carácter o
temperamento. Emulando a Paul Berlina, Castillo
solicitaba de los artistas el ser ellos mismos, se podría
decir que combinaba su inspiración romántica con las
libertades proclamadas por el modernismo. Según Charly
Lara, el modernismo inclinaba más a Castillo a las
ambiciones simbolistas de aquella "precisión de lo
impreciso", que a la impasibilidad de los parnasianos.
Por esto podemos decir que poéticamente se acercaba
más a Silva que a Valencia. Castillo fue uno de los
mejores ejemplos de la fuerza musical inherente a la
poesía, tanto en su forma externa como interna. Para mí -
decía- el verso es sobre todo imagen o emoción
musicalizadas [...] Por eso seguramente los grandes
poetas de mi dilección han sido poetas auditivos: un
Lamartine, un Poe, etc... A través de la música del
lenguaje, quería llegar, como algunos de sus modelos, no
sólo a la concordancia con el universo, sino aun al
4. conocimiento de la realidad: Bajo esta noche azul, todas
las cosas/ que ven mis ojos: la dormida fuente,/ los
árboles amigos, y las rosas/ y el hechizo lunar, todas las
cosas/ que ven mis ojos, me hablan de la ausente. Su
poesía es limpia, transparente, muy fina en la rima, y usó
en ella tanto el alejandrino, como las cuartetas
eneasílabas. Mirando el conjunto de sus poemas,
podemos ver una variedad de ritmos, medidas y
combinaciones de estrofas, sin los temas helénicos tan
de moda entre los parnasianos y sin mayores
innovaciones métricas. Según palabras de Charry Lara,
en las composiciones de Castillo quisiera dominar una
estrecha fusión entre vida y poesía, lo que hace más
visible la herencia romántica;
Baldomero Sanín Cano dijo que Castillo dominó todo el
cuerpo de la versificación española. En varios de sus
poemas se ve una especie de entusiasmo irónico hacia la
luna, herencia no solamente del lunario sentimental, sino
del argentino Jules Lafarge, uno de sus autores
preferidos: Y a lo lejos, en el campo/ embrujado por la
luna,/ por la Hécate triforme, se oyen voces ululantes,/
esa larga queja aguda/ de los perros cuando sienten/ la
presencia de la Intrusa... Los poemas de Eduardo
Castillo, más que descriptivos o narrativos, se podrían
llamar sugerentes; su lenguaje es simple, alejado de
palabras rebuscadas y rimbombantes, son
confidenciales, transparentes, límpidos, cristalinos.
Podríamos decir que son sentimentales, buscando este
significado en su versión modernista, afectivos. Hay en
su poesía una búsqueda permanente de lo misterioso, de
lo inexplicable en los seres humanos: El dolor es el alma
de las cosas,/ y más sin son efímeras y bellas;/ quizá por
eso nos parecen ellas/ tanto más tristes cuanto más
hermosas./ Habitadas por almas misteriosas/ nos ocultan
5. sus íntimas querellas,/ aunque sólo el dolor de las
estrellas/ se puede comparar al de las rosas. En su obra
aparecen con frecuencia símbolos religiosos. Aguda
nostalgia de lo religioso, que es entusiasmo por el candor
franciscano, comprensión de la íntima hermandad con las
cosas, añoranza de la pureza infantil, pero también
erotismo, amor en toda su fatalidad. Su catolicismo tuvo
que aceptar que la revelación de lo desconocido la
alcanzaba también el hombre en la dimensión de la
poesía: San Francisco de Asís, el ermitaño,/ el ruiseñor
celeste de la Umbría/ que con su acento melodioso hacía/
dormir al lobo en medio del rebaño,/ en la quietud de su
reino huraño/ cerca de la Porciúncula, vio un día/ a una
mujer; su boca sonreía/ roja y floral cual un clavel
extraño./ Y el poeta del Agua, el Aire, el Fuego,/ roto
sintió su místico sosiego por una tentación
pecaminosa.../ Rebelde a la inquietud luciferina,/ arrojase
a un cardal, y cada espinal bajo su cuerpo se tornó una
rosa. Castillo dejó escritos textos sobre Poe, Silva,
Gabriele D'Annunzio, Stefan Mayarme, León de Grife,
Luis Carlos López, Leopoldo de la Rosa, Mauricio
Maeterlink, Amado Nervo, José Umaña Bernal, Anatole
France, Rubén Darío, Víctor Londoño, Aurelio Martínez
Mutis, Delio Serviles y Rafael Maya, entre otros. De su
obra crítica dijo Sanín Cano: Puso a veces su razón y su
conocimiento de las literaturas al servicio de la crítica. La
ejerció con gusto firme, con una celosa percepción de los
valores artísticos y en una prosa límpida capaz de
grandes sugestiones y de verdades llenas de interés y de
poesía. Fue su prosa leve, sencilla, extraña a la
profusión, libre de inútiles adornos y como su poesía,
iluminada a todo momento por la sonrisa apenas
aparente de Nuestra Señora la Gracia. Eduardo Castillo
trabajó en El Nuevo Tiempo haciendo selección de
material para el suplemento, y tuvo a cargo la sección de
6. "Páginas Históricas" que reunía obras francesas, de
historia y biografías traducidas por él.
En 1918 publicó su libro Duelo lírico, en compañía de
Ángel María Céspedes. Tradujo La parábola del
resucitado, de Oscar Wilde, haciendo de ella una versión
magnífica. Castillo hizo de las traducciones de Eugenio
de Castro, de J.M. de Heredia, de Albert Samán, de
Baudelaire, de Berlina, de D'Annunzio, Wilde y Kipling,
otras obras poéticas. En 1930 fue nombrado académico
de la lengua y correspondiente de la Real Española.
Ricardo Rendón, el caricaturista, hizo más de doscientas
caricaturas de Castillo (anteojos negros, bastón amarillo
con empuñadura de plata y capa española). En palabras
de Octavio Amórtegui, Castillo era alto, consumido,
pálido hasta la lividez, los grandes ojos verdes fatigados
de leer todos los libros, la nariz ahusada "como para
husmear el misterio", y envuelto en su clásica capa,
pasaba o, por mejor decir, deslizabas entre el asombro
fervoroso de la vieja ciudad que le contaba con orgullo
entre sus hijos dilectos [...] Desde muy joven,
adolescente casi, sintiese asqueado de la realidad y de
sus choques brutales. Quiso huir por dandismo de "esta
vida tan cuotidiana" y búscale un refugio a su espíritu en
los opios tiránicos de la belleza y del ensueño. Conocido
como "El Papa Negro", Castillo murió a los 49 años, el 21
de junio de 1938, en la Clínica de Peña en Bogotá, víctima
de la morfina. Después de Duelo lírico (1918), en 1920
apareció su poema "Desfile blanco", inicialmente
conocido como "Desfile nupcial"; en 1921 escribió su
"Réplica a Rivera" y "Guillermo Valencia íntimo"; en 1923
aparecieron sus textos "La coronación de Julio Flórez" y
el poema "Visión prerrafaelita"; El árbol que canta, su
libro más conocido, apareció en 1928; en 1934 publicó
los poemas "La Tisana" y "Leticia" (dedicado a Leticia
7. Velásquez); en 1935 publicó los poemas infantiles "La
dulzaina" y "El grillo cautivo"; y en marzo de 1936
aparecieron sus últimos trabajos: el poema "Entre el cielo
y el mar" y el ensayo "En torno a Delio Serviles". Su libro
de poemas Los siete carrizos fue editado póstumamente.