3. el huerfano del tambo colorado
Tres jóvenes mineros que se habían unido para
explotar una mina de plata a extramuros de la vieja
ciudad cerreña, vieron premiados sus esfuerzos y
privaciones, en muy corto tiempo. Habían descubierto
un filón admirablemente fabuloso que al explotarlo
debidamente, les dio ingentes cantidades que en las
Cajas Reales las trocaron en modales, en un pequeño
cofre de madera revestida en cuero repujado, tuvieron
mucho cuidado de encargarle muy autoritaria,
pacienzuda y constantemente que, el cofre, solamente
se lo daría a los tres juntos. Nunca a uno solo.
Así cuando los jóvenes querían aumentar sus depósitos
en el arca, conjuntamente lo solicitaban y, cumpliendo su
cometido, se lo devolvían. Así muchas veces. Fue
transcurriendo el tiempo en el que los jóvenes
alternaban las duras tareas de la mina con sus
semanales y notables francachelas. Dos de ellos tocaban
guitarras y cantaban, el otro tañía el violín. Este último
cuidaba mucho de su instrumento extremando su celo en
protegerlo; tanto es así, que para que esté seguro, se lo
entregaba al viejo de la fonda para que se lo cuidara con
mucho empeño.
Un día, alegres y acicalados para la juerga, salieron muy
rumbosos y entusiastas; estando en la calle, repararon
que el violinista no portaba su instrumento por lo que lo
conminaron a que urgentemente se lo pidiera al
posadero. El violinista les ordenó que lo esperaran y
raudamente se presentó ante el viejo al que ordenó:
4. EL PACTO CON EL MUQUI
Este era un viejo minero que no obstante sus cuarenta años de trabajo en las oquedades, no había podido reunir los
fondos necesarios para sobrellevar una vejez exenta de privaciones. No tenía casa propia ni había podido ampliar su
chacrita como lo habían hecho sus compañeros que siempre le estaban recordando: “La juventud no es eterna”. Eso lo
intranquilizaba terriblemente. Tenía que encontrar una manera de mejorar su situación.
Como si todo fuera poco, a su cadena de frustraciones se le unía una serie de acontecimientos misteriosos e
inquietantes. A su agudo dolor reumático que agarrotaba sus manos, cada día más agobiante, a la dureza acerada de
las galerías, al salvaje trato de sus jefes, se sumaba ahora un acontecimiento que lo tenía intrigado. Cada vez que
regresaba a su labor después de haber cumplido una tarea, encontraba revoloteado su “huallqui” casi vacío y sin
ningún cigarro en él. No podía saber quién le originaba este problema. Cuando preguntaba a sus compañeros, éstos
negaban enfáticamente ser los actores del latrocinio. En el colmo de la desesperación con muchos de ellos llegó a
trompearse. Este hecho cada vez más repetitivo lo convirtió en enemigo de los que trabajaban con él, aislándolo
completamente en un enervante mundo de soledad y silencio. Sólo su silbo, armonioso y sentimental como el de los
jilgueros silvestres, le hacían llevadero su aislamiento. Así las cosas, decidió investigar la razón de su intranquilidad:
encontraría al culpable de los hurtos de su coca y sus cigarros.
5. EL CURA SIN CABEZA
Hace muchísimos años, en los linderos de Chaupimarca y Yanacancha –camino a Pucayacu- por donde transitaban los
viajeros que iban a Huánuco, había aparecido un espectro terrible que tenía atemorizado a los caminantes. Era un cura
sin cabeza que deambulaba por la zona desplazándose por los aires a considerable velocidad. Todo era que descubriera a
un transeúnte o un grupo de ellos cuando inmediatamente se aparejaba y deslizándose por los aires –como si volara- los
acompañaba un buen trecho que al verlo se inmovilizaban de terror. Cuando estos quedaban atónitos, el cura cuya negra
sotana ya estaba raída y desprendiéndose en flecos -no sabemos cómo- la emprendía a grandes puñadas, a manera de
zarpazos desordenados y fieros, destrozando la cara y cuerpo de sus víctimas; cuando éstas, salvajemente desjarretadas
yacían muertas, se alejaba emitiendo lúgubres ronquidos guturales.
Muy pronto, la zona dejó de ser transitada por los peregrinos. Los pocos que tuvieron la osadía de aventurarse, fueron
desmontados de sus cabalgaduras y cuando aterrorizados huían a campo traviesa, se convertían en presa de las
inmisericordes garras del cura asesino.