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Cuando Dios reprende
A
menudo Dios es mal comprendido. Toda suerte de conceptos equi­
vocados acerca de él son expresados verbalmente y por escrito, en
los que se lo cuestiona y se lo sienta en el banquillo de los acusados.
Con frecuencia esta actitud se origina en un esfuerzo inconsciente
por hacer encajar a Dios dentro del marco de nuestras ideas personales del
amor y de la justicia. Sometemos a Dios a nuestros criterios en vez de someter­
nos a los suyos revelados en las Escrituras.
Esta situación se hace especialmente evidente cuando Dios tiene que re­
prender. La reprensión es uno de los elementos más complejos de las relacio­
nes interpersonales, pues, por bien intencionada que sea, siempre está cargada
con el enorme potencial de ser mal recibida, mal comprendida, y causar como
resultado un efecto negativo sobre la relación. Esto se da con frecuencia entre
amigos, jefes y subalternos, docentes y alumnos, hermanos, cónyuges, y sobre
todo, entre padres e hijos. De ahí que la reprensión sea naturalmente rehuida,
aplazada, o evitada por completo. Aunque no es deseada, la reprensión es una
tarea que, finalmente, Dios, como el Padre ejemplar y por excelencia, tiene que
asumir en su relación personal con sus hijos, puesto que insistimos en usar nues­
tra voluntad para apartamos de la suya. Su represión es siempre motivada por
su amor (Apoc. 3: 19).
Los dos caminos
¿Alguna vez has visto un cuadro de un hombreparado al frente de la encru­
cijada de dos caminos, o de una vía que se bifurca justo delante de sus pies? El
hombre aparece de espaldas con una mano rascándose la cabeza, indicando así
su indecisión. El título del cuadro es: «Los dos caminos». Ya sea que lo haya­
mos visto o no, como hijos de Dios tenemos siempre dos caminos delante de
nosotros: seguir al Señor o seguir nuestra propia voluntad. Servirlo de todo
42 • El Dios de Jeremías
corazón o no hacerlo. Dios nos ha dado no solamente libre albedrío para to­
mar la decisión por nosotros mismos, sino que también nos ha dotado de in­
teligencia para elegir lo mejor. Además, nos ha bendecido con la luz de su Pa­
labra.
Muy frecuentemente esta disyuntiva nos confronta con las dos alternativas
de poner nuestra confianza en Dios o ponerla en el hombre, lo cual nos inclu­
ye a nosotros mismos. Si traemos de nuevo a nuestras mentes la imagen de
«Los dos caminos», podríamos imaginar que uno de los dos senderos está mar­
cado con un rótulo que señala hacia el destino: «Bendición»; mientras que el
otro también señala hacia el camino: «Maldición». Sabemos que el Dios de
Jeremías quiere que antes de tomar una decisión evaluemos bien nuestras alter­
nativas (ver Jer. 6: 16).
Con relación a uno de los caminos: «Así dice el Señor: "¡Maldito el hombre
que confía en el hombre! ¡Maldito el que se apoya en su propia fuerza y aparta
su corazón del Señor! Será como una zarza en el desierto: no se dará cuenta
cuando llegue el bien. Morará en la sequedad del desierto, en tierras de sal,
donde nadie habita"» (Jer. 17: 5, 6, JSTVI). Y con relación al otro camino nos
dice: «Bendito el hombre que confía en el Señor, y pone su confianza en él. Será
como un árbol plantado junto al agua, que extiende sus raíces hacia la corrien­
te; no teme que llegue el calor, y sus hojas están siempre verdes. En época de
sequía no se angustia, y nunca deja de dar fruto» (vers. 7, 8).
I-a razón que el Señor nos da para advertimos a no decidir cuál camino to­
maremos basándonos en la sabiduría y la fuerza humanas, esto es, apoyándo­
nos en el hombre más que en Dios, es que el corazón humano es engañoso
más que todas las otras cosas y, además, perverso. Y nadie puede llegar a cono­
cerlo o comprenderlo, ni siquiera nosotros mismos (vers. 9). Bueno, nadie,
excepto él; porque la pregunta con la cual cierra el versículo 9: «¿Quién lo co­
nocerá?» es contestada inequívocamente en el versículo 10: «¡Yo, Jehová, que
escudriño la mente, que pruebo el corazón, para dar a cada uno según su cami­
no, según el fruto de sus obras!». Por tanto, nuestra sabiduría radica en poner
nuestra confianza en Dios y elegir siempre su camino.
En este último versículo el Dios de Jeremías se nos revela como un Dios que
sondea el corazón, es decir, que hace un análisis profundo, detenido y exacto
de la mente humana. Un Dios que, como nuestro Creador que es, nos conoce,
y examina nuestros pensamientos con un conocimiento perfecto de los moti­
vos e intenciones que yacen detrás de cada uno de ellos. Un Dios cuya evalua­
ción y juicio son correctos, exactos. Por lo tanto, él es el único que tiene la ca­
pacidad y está en la condición de darle a cada persona su debida retribución o
recompensa.
4. Cuando Dios reprende * 43
Él desea que finalmente obtengamos la recompensa prometida y la expresa
en las palabras: «Paraos en los caminos, mirad y preguntad por las sendas anti­
guas, cuál sea el buen camino. Andad por él y hallaréis descanso para vuestra
alma». No hagamos como los hijos de Israel quienes a esta invitación respon­
dieron: «¡No andaremos!» ()er. 6: 16).
El pecado de Judá
El Dios de Jeremías nos envía mensajes de reprensión porque nos ama. El
medio especial escogido por él para transmitir dichos mensajes a su pueblo ha
sido el testimonio de los profetas. De ahí que, por lo general, en ninguna épo­
ca los profetas eran personas muy queridas. La tarea grande y difícil dada por
Dios a Jeremías fue la de declarar el pecado del pueblo de Judá. El profeta es­
cribió: «El pecado de Judá está escrito con cincel de hierro y con punta de dia­
mante; está esculpido en la tabla de su corazón y en los cuernos de sus altares,
como un recuerdo para sus hijos» (17: 1, 2). Estas palabras implican que, más
allá de actos ocasionales de desobediencia, el pecado había llegado a ser una
condición, un estilo de vida, tan profundamente arraigado en el corazón de su
pueblo como una inscripción labrada indeleblemente sobre la roca o sobre
duro metal. Como tal, era un seguro legado que pasaba de los padres a sus hi­
jos. El remedio para dicha condición no era primeramente un cambio de con­
ducta sino un cambio de corazón; una operación que solo Dios podía realizar.
Christian Bamard (1922-2001) fue un médico sudafricano mundialmente fa­
moso por haber realizado el primer trasplante de corazón a un ser humano, el 3 de
diciembre de 1967. Habiéndose especializado en intervenciones a corazón abier­
to, fue exitoso como cirujano, logrando efectuar varios tipos de trasplantes du­
rante su carrera profesional.
Su vida sentimental, sin embargo, se caracterizó por el cambio constante de
esposa dejando como legado una numerosa descendencia. Sus detractores
aprovechaban esta debilidad para criticarlo y tratarlo como el médico playboy.1
Sigue siendo cierto que, aunque podemos obtener un nuevo órgano cardíaco
en nuestro cuerpo, o aun implantarlo en otros, como Bamard, únicamente el
Cimjano divino puede cambiar nuestros corazones. Pero, para que él lo haga,
debemos hacer lo que los hijos de Judá rehusaron: rendimos y permitirle que
haga su obra en nuestras vidas.
Nuestra condición no es muy diferente de la de Judá. Las palabras que Jere­
mías les dirigió a ellos se aplican, como al pueblo de Dios de todas las épocas,
también a nosotros en la actualidad. Las preguntas del profeta fueron: «¿Podrá
cambiar el etíope su piel y el leopardo sus manchas? Así también, ¿podréis
vosotros hacer el bien, estando habituados a hacer lo malo?» (Jer. 13: 23). No
44 • El D ios de Jeremías
podemos cambiar nuestra naturaleza pecaminosa por nosotros mismos. Por
tanto, tampoco podemos hacer lo bueno, es decir, lo que agrada al Señor, con
nuestra propia fuerza. Pero el Dios de Jeremías está esperando llevar a cabo esa
obra en nosotros por su gracia. Cuando se lo permitamos, llegaremos a ser «crea­
dos en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano
para que anduviéramos en ellas» (Efe. 2: 10).
Sea nuestra oración: «Señor, toma mi corazón; porque yo no puedo dártelo.
Es tuyo, mantenlo puro, porque yo no puedo mantenerlo por ti. Sálvame a
pesar de mi yo, mi yo débil y desemejante a Cristo. Modélame, fórmame, elé­
vame a una atmósfera pura y santa, donde la rica corriente de tu amor pueda
fluir por mi alma».2
Advertencia a Jeremías
Los seres humanos tenemos la tendencia natural a aceptar los mensajes que
estén de acuerdo con nuestra manera de pensar y a rechazar aquellos que no lo
están. No estamos naturalmente dispuestos a aceptar reprensiones, ya sean estas
explícitas o implícitas en la vida de otras personas cuyo ejemplo reprenda los
males que estamos inclinados o habituados a cometer. Esa fue, por ejemplo, la
razón básica por la cual los contemporáneos de Jesús lo rechazaron. «Y esta es la
condenación», escribe Juan, «la luz vino al mundo, pero los hombres amaron
más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas, pues todo aquel que
hace lo malo detesta la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean puestas
al descubierto» (Juan 3: 19, 20). Y esa misma fue la razón esencial por la que el
profeta Jeremías fue rechazado por sus contemporáneos.
Los habitantes de Jerusalén, y de Judá, no quisieron oír el mensaje de re­
prensión enviado por Dios a través de Jeremías. No era lo que ellos querían oír.
Y ante la fidelidad de Jeremías en advertirles del peligro y presentarles una vía
de escape que no era popular, reaccionaron con violencia. Los miembros de su
propio clan familiar fueron los primeros en tramar secretamente un complot
para deshacerse de él quitándole la vida. Pero su Dios le reveló el plan que te­
nían. «Jehová me lo hizo saber, y lo supe», escribe. Y agrega: «Yo era como un
cordero inocente que llevan a degollar, pues no entendía que maquinaban
designios contra mí, diciendo: "Destruyamos el árbol con su fruto, cortémoslo
de la tierra de los vivientes, para que no haya más memoria de su nombre"»
(Jer. 11: 18, 19). Dios le advirtió del peligro a Jeremías, intervino para proteger­
lo de las maquinaciones de sus enemigos, y prometió castigarlos a su debido
tiempo trayendo sobre sus propias cabezas el mal que habían planeado hacer­
le a su siervo (vers. 21-23).
4. Cuando Dios reprende • 45
La vida de Jeremías era una reprensión para su pueblo, como en los tiempos
del Nuevo Testamento la vida de Jesús lo sería para los suyos. Jeremías fue re­
chazado por sus propios parientes, tal como ocurriría con Jesús como mensa­
jero de Dios, acerca de quien se nos dice que «a lo suyo vino, pero los suyos no
lo recibieron» (Juan 1: 11). A pesar de todo, ambos fueron fieles a su cometido
divino; e igual debemos serlo cada uno de nosotros, ya que también hemos
sido advertidos de que «el hermano entregará a la muerte al hermano, y el pa­
dre al hijo», y que «los hijos se levantarán contra los padres y los harán morir»
(Mat. 10: 21). «Así que los enemigos del hombre serán los de su casa» (vers.
36). Y «seréis odiados por todos por causa de mi nombre; pero el que perseve­
rare hasta el fin, este será salvo» (vers. 22).
Un lamento
Dios le había anunciado a Jeremías desde su llamamiento que padecería
dificultades y que tendría que hacerle frente a la oposición; pero también le
aseguró que no lo dejaría solo. «Pelearán contra ti», le dijo, «pero no te vence­
rán, porque yo estoy contigo, dice Jehová, para librarte» (Jer. 1: 19). A pesar de
la advertencia del Señor, cuando tuvo que enfrentar esa realidad, Jeremías se
dolió y se lamentó (20: 7-10; 14-18). Esto nos muestra que los siervos de Dios
en la Biblia, incluyendo a los profetas, ¡son humanos! Como Job, Jeremías no
entendía por qué le estaba sucediendo eso; sin embargo, confió en la promesa
de su Dios y se mantuvo fiel.
El profeta también se queja por la prosperidad de los impíos. Usando len­
guaje de la corte, Jeremías presenta su caso ante Dios y alega su causa (12: 1).
Él pregunta: «¿Por qué es prosperado el camino de los malvados y les va bien a
todos los que se portan deslealmente? Los plantaste, y echaron raíces; crecie­
ron, y dieron fruto; cercano estás tú en sus bocas, pero lejos de sus corazones
[...]. ¿Hasta cuándo estará desierta la tierra y marchita la hierba de todo el
campo? Por la maldad de los que en ella moran han perecido los ganados y las
aves, pues dijeron: "No verá Dios nuestro fin"» (vers. 2, 4).
La respuesta de Dios al lamento de Jeremías implica que el profeta no esta­
ba preparado en ese momento para comprender los caminos del Todopodero­
so (vers. 5), e incluye una invitación a poner en el Señor toda su confianza.
Dios estaba al control de los acontecimientos y en su debido tiempo él haría
prevalecer la justicia vindicando a su pueblo y destruyendo la esperanza de los
impíos si no escuchaban su voz y procedían al arrepentimiento (vers. 6-17).
Cuando en ciertas ocasiones, como Jeremías, no entendamos los caminos de
Dios y las cosas no tengan sentido para nosotros, recordemos que el mismo Dios
de Jeremías continúa en el control del universo. Él reina supremo y se regocija
46 • El D ios de Jeremías
con la alegría de sus hijos, jóvenes y ancianos. El Señor cambia nuestro llanto en
gozo; nos consuela y transforma nuestro dolor en alegría (Jer. 31:13). El Dios de
Jeremías satisface las necesidades de sus hijos con abundancia y los sacia con sus
bienes (vers. 14).
Vislumbres del Dios de Jeremías
De las palabras del Señor al profeta aprendemos:
Primero: Que el Dios de Jeremías conoce el futuro, puesto que ya ha estado
allí. «Pelearán contra ti, pero no te vencerán», le anunció (1: 19). Dios no está
limitado por el tiempo, así que lo porvenir le es tan claro como lo que ya ha
ocurrido. Esta es una de sus características sobresalientes que lo destacan como
el Dios verdadero. Él reta a los falsos dioses de todas las naciones: «Presentad
vuestras pruebas», les dice. «Que se acerquen y nos anuncien lo que ha de ve­
nir: que nos digan lo que ha pasado desde el principio y pondremos nuestro
corazón en ello; y sepamos también su final. ¡Hacednos entender lo que ha de
venir! Dadnos noticias de lo que ha de ser después, para que sepamos que vo­
sotros sois dioses» (Isa. 41: 21-23). Nuestro futuro está en sus manos. Podemos
confiarle nuestras vidas a él.
Segundo: Dios es Padre y Amigo fiel; nunca nos abandona. «Porque yo estoy
contigo», le aseguró a Jeremías. Tener la seguridad de la presencia de Dios con
nosotros es tenerlo todo. Por eso Moisés, después de oír la promesa de Dios:
«Mi presencia te acompañará y te daré descanso», antes de liderar al pueblo en
su travesía por el desierto, le rogó al Señor: «Si tu presencia no ha de acompa­
ñamos, no nos saques de aquí» (Éxo. 33: 14).
Dios no nos ha prometido, en ninguna parte de la Biblia, que por el hecho
de ser sus hijos jamás tendremos que enfrentar dificultades o situaciones de
peligro. Vivimos en un mundo imperfecto, armiñado por el pecado en el que
estas cosas son inevitables. Lo que sí nos ha prometido es que cuando pasemos
por las dificultades y enfrentemos las situaciones de peligro, él estará con noso­
tros.
«Ahora, así dice Jehová, Creador tuyo, Jacob, y Formador tuyo, Israel: "No te­
mas, porque yo te redimí; te puse nombre, mío eres tú. Cuando pases por las
aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán. Cuando pases por el
fuego, no te quemarás ni la llama arderá en ti. Porque yo, Jehová, Dios tuyo, el
Santo de Israel, soy tu Salvador"» (Isa. 43: 1-3). Así que él es nuestro Padre, nues­
tro Salvador y también nuestro Amigo fiel.
En un concurso escolar sobre la definición de quién es un amigo, la definición
ganadora fueron las palabras de un niño que escribió: «Un amigo es aquel que
4. Cuando Dios reprende • 47
llega cuando todos se han ido». Y aunque eso es cierto, es mucho más cierto que
Dios es el Amigo que nunca se va; el que no necesita «llegar» porque nunca se fue
de nuestro lado. Ese Dios sigue siendo el mismo hoy y lo será por siempre. Es el
mismo que nos asegura: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del
mundo» (Mat. 28: 20).
Tercero: El Dios de Jeremías es protector de sus hijos. Le dijo a su siervo: «Yo es­
toy contigo para librarte», para defenderte y protegerte. ¡Qué seguridad! Y qué
paz deben damos esas palabras. Me siento seguro en creer que el mejor curso de
defensa personal es el que está resumido en la siguiente declaración: «El ángel de
Jehová acampa alrededor de los que lo temen y los defiende» (Sal. 34: 7). Lo
cumplió con Jeremías y lo hará también contigo y conmigo. Así que podemos
preguntar con la seguridad de Pablo: «Si Dios es por nosotros, ¿quién contra no­
sotros?» (Rom. 8: 31).
Una situación desesperada
Introdujimos este capítulo diciendo que a menudo Dios es mal comprendido,
de manera especial cuando tiene que reprendemos. Con frecuencia en la historia
bíblica, ante la insistente resistencia de su pueblo a escuchar las palabras enviadas
por él a través de sus siervos escogidos, y cuando vez tras vez rechazaron sus men­
sajes, Dios tuvo que hacer sus reprensiones más «visibles» y «tangibles» mediante
calamidades naturales.
Debido a estas y otras circunstancias en las que Dios tuvo que intervenir
con juicios en su propio pueblo, o por medio de este ejecutarlos en naciones
paganas circunvecinas, Marcion, filósofo griego del segundo siglo de nuestra
era, enseñó que hay dos Dioses diferentes en la Biblia, el Dios duro y cruel del
Antiguo Testamento, y el Dios de amor y gracia del Nuevo. Marcion se creyó
justificado en rechazar el Antiguo Testamento y aceptar el Nuevo solo por par­
tes, aquellas que según él, revelaban al Dios de la misericordia. Muchos cristia­
nos en la actualidad piensan de manera similar. Esa es la razón por la cual hay
maestros y confesiones cristianas cuya predicación exalta solo el evangelio del
Nuevo Testamento y niega la validez actual del Antiguo.
Sin embargo, una lectura más cuidadosa del Antiguo Testamento revela a
un Dios de amor, de perdón y de misericordia; el mismo Dios revelado en las
páginas del Nuevo Testamento. El mismo Dios que no cambia y que en su in­
tento amoroso por captar la atención de sus hijos en los días de Jeremías, tuvo
que reprender a su pueblo por medio de una situación calamitosa, tratando de
hacerlos reaccionar para librarlos de la extinción definitiva.
48 • El D ios de Jeremías
En Jeremías 14: 1 leemos: «Palabra de Jehová que vino a Jeremías con mo­
tivo de la sequía».
En el original hebreo la palabra «sequía» no está en singular sino en plural:
«sequías». Por lo tanto, la calamidad descrita aquí, puede ser interpretada no
como un evento aislado, una sola sequía de intensidad prolongada, sino más
bien como una serie de sequías, repetidas de tiempo en tiempo. La retención
de la lluvia era uno de los juicios de Dios por la desobediencia; una de las mal­
diciones anunciadas por él sobre quienes despreciaban sus palabras (Lev. 26:
19; Deut. 11: 16, 17; 28: 23). Este tipo de retribución ya le había sobrevenido
en varias ocasiones al pueblo de Dios en los días de Jeremías, debido a su des­
obediencia (Jer. 3: 3; 12: 4; 23: 10).3
Consecuencias de la sequía (o sequías). Esta calamidad en serie desencadenó en
Judá una cadena de situaciones lamentables, según Jeremías 14:
• Luto. La falta de agua ocasionó la muerte de plantas y animales y, posible­
mente, de algunas de las personas más vulnerables de la población, hacien­
do que Judá se enlutara (vers. 2).
• Desfallecimiento de las puertas. Las puertas de las ciudades eran lugares
de importantes encuentros y reuniones; su desfallecimiento implica la falta
de las mismas y, como resultado, soledad, desolación (vers. 2).
• Tristeza. El sentarse en tierra era símbolo de consternación y profundo do­
lor (vers. 2).
• Clamor. Quejidos y lamentos ascendían de Jerusalén al cielo en lugar de
alabanzas y cantos (vers. 2).
• Chasco. Los siervos enviados por agua regresan a sus amos con su misión
fracasada, pues la no encuentran (vers. 3).
• Fuentes secas. Lagunas y otras fuentes de agua carecen ahora del líquido
vivificante (vers. 3).
• Vasijas vacías. Símbolos de escasez, de hambre, de necesidad aguda (vers. 3).
• Vergüenza y confusión. Predominan en lugar de la confianza y la certi­
dumbre (vers. 3).
• Cabezas cubiertas. Una señal de desconsuelo en presencia de una gran cri­
sis (vers. 3).
• Resquebrajamiento de la tierra. Consecuencia natural de la carencia de
lluvia (vers. 4).
4. Cuando Dios reprende • 49
• Trastorno en la agricultura. Lo cual ocasiona confusión en los labradores
(vers. 4).
• Ciervas que abandonan sus crías. Esto ofrecía un cuadro impactante por­
que los antiguos tenían a las ciervas en gran estima debido a su tierno cui­
dado maternal por sus crías (vers. 5).
• Ausencia de hierba. El paisaje ofrecía un cuadro de completa devastación
(vers. 5).
• Asnos monteses en las alturas. En ausencia de agua, ascendían para aspirar
el viento procurando algo de humectación del aire en movimiento (vers. 5).
• Animales con ojos ofuscados. Por la falta del hidratante líquido vital (vers. 5).
Así las cosas, el pueblo hacía lo que fuera necesario (orar, ayunar, ir al tem­
plo, dar ofrendas, y aun apoyarse en falsas profecías, etc.) procurando cambiar
la situación, excepto arrepentirse y buscar a Dios de corazón. No ha de sorpren­
demos que Dios le dijera a Jeremías: «No ruegues por el bien de este pueblo.
Cuando ayunen, yo no escucharé su clamor, y cuando ofrezcan holocausto y
ofrenda no los aceptaré, sino que los consumiré con espada, con hambre y con
pestilencia» (vers. 11, 12). Y en cuanto a los autores de las profecías falsas, lee­
mos: «Así ha dicho Jehová sobre los profetas que profetizan en mi nombre, los
cuales yo no envié, y que dicen: "Ni espada ni hambre habrá en esta tierra".
¡Con espada y con hambre serán consumidos esos profetas!» (vers. 15).
El pecado y el mal son racionalmente inexplicables. Ni aun la calamidad
descrita hizo que el pueblo se humillara genuinamente ante Dios y se apartara
de sus pecados. En su dureza de cerviz, avanzaban decididamente hacia la des­
trucción y el cautiverio que pudieron evitar.
Reflexiones sobre el Dios de Jeremías
Esta historia, y su desenlace final, encierran para nosotros importantes re­
flexiones que nos revelan vislumbres del carácter del Dios de Jeremías:
Una primera reflexión es que sus reprensiones son advertencias mediante
las cuales él espera que nos apartemos del mal camino en que vamos, a fin de
restauramos con su perdón (ver Jer. 36: 3).
Una segunda es que el Dios de Jeremías es incomprensiblemente bondado­
so y paciente. En vez de desechar a ese pueblo de una vez por todas, los instru­
yó para que mientras avanzaban hacia el lugar de su cautiverio fueran dejando
señales en el camino que les sirvieran de orientación para que un día pudieran
regresar a sus ciudades en Judá (véase 31:21).
50 • El D ios de Jeremías
Y no solo eso, en tercer lugar, más que reprender y castigar, el Dios de Jere­
mías es un Dios que nos vindica: Todas las naciones que serían testigos del
castigo de su pueblo por medio del cautiverio, fueron convocadas por Dios a ser
también testigos del regreso de sus cautivos a su tierra natal (ver Jer. 31: 10, 17).
Una cuarta reflexión es que cuando nuestra situación es más desesperada, el
Dios de Jeremías actúa, él mismo, como nuestro pariente más cercano (goel)
para redimimos como lo hizo al rescatar a Israel de su cautiverio (véase 31:11).
Una quinta reflexión es que al Dios de Jeremías, «Dios de todo ser viviente»,
pertenece todo el poder, en el cielo y en la tierra. No hay nada que le sea impo­
sible y ni siquiera difícil. Retóricamente él pregunta: «¿Acaso hay algo que sea
difícil para mí?» (32: 27). Así, como Dios soberano y todopoderoso se mostró
en la caída y también en la restauración de Jemsalén y Judá. Y así se mostrará
en nuestras vidas.
Es importante conocer al Dios revelado por Jeremías, porque solamente la
confianza en él nos sostendrá en medio de las mayores calamidades. Recorde­
mos las palabras del profeta: «¡Bendito el hombre que confía en Jehová, cuya
confianza está puesta en Jehová!, porque será como el árbol plantado junto a
las aguas, que junto a la corriente echará sus raíces. No temerá cuando llegue el
calor, sino que su hoja estará verde. En el año de sequía no se inquietará ni
dejará de dar fruto» (Jer. 17: 7, 8).
Acerca de los recabitas
El Dios de Jeremía no solo reprende cuando tiene que hacerlo; también
observa la fidelidad de quienes le son leales y la hace notoria.
Los recabitas eran un clan israelita, parecido a los gitanos, descendientes de
los ceneos (1 Crón. 2: 55). Eran conocidos por su devoción a Dios expresada
por medio de su estricta fidelidad a un voto de abstenerse del vino y el alcohol,
y de no poseer moradas permanentes, viviendo una vida nómada que evitaba
la posesión de terrenos y, por tanto, la agricultura. Jeremías, por instrucción
divina, los llevó al templo para ofrecerles vino, pero ellos rehusaron beberlo,
pues no lo hacían aunque estuvieran sedientos, por respeto al mandamiento
de su antepasado Jonadab (Jer. 35: 1-11).
Su antepasado Jonadab fue un hijo de Recab (2 Rey. 10: 15) quien, unos
dos siglos antes, había ayudado a Jehú en su intento por desterrar del pueblo
de Israel el culto a Baal, y en su celo por la esuicta fidelidad a Dios, se convirtió
en el fundador de la secta conservadora de los recabitas, quienes procuraban la
restauración del verdadero judaismo en Israel.4
El profeta Jeremías encomió la lealtad de los recabitas y Dios mismo los
puso como ejemplo de fidelidad en agudo contraste con la desobediencia del
4. Cuando Dios reprende * 51
resto de la nación a los preceptos divinos (Jer. 35: 18). Los recabitas eran fieles
a un pacto meramente humano, mientras que el pueblo de Judá era infiel a su
pacto con Dios. Por su desobediencia los habitantes de Judá fueron condena­
dos al exilio, pero a los recabitas, por su obediencia, se les aseguró que tendrían
un lugar permanente en el servicio del Señor (vers. 19).5
Como el Maestro por excelencia, el Dios de Jeremías usó la obediencia de
los recabitas como ilustración viva y como una reprensión para un reino que-
brantador de su pacto. Hizo de ellos una lección objetiva para invitar a Judá al
arrepentimiento;6revelándose así, una vez más, como un Dios de gracia.
Referencias
1. http://www.quien.net/christiaan-bamard.php#ixzz3IfQjYboi. Consultado el 4 de noviembre
de 2014.
2. Elena G. de White, Palabras de vida del gran Maestro, cap. 13, p. 124.
3. Keil and Delitzsch, Oíd Testament Commentaries (Grand Rapids, Michigan: Associated Publi-
shers and Authors Inc., s.f.), t. 5, p. 692.
4. Losch, «Jonadab».
5. R. L. Pratt, Jr. «Rechabites», ISBE, t. 4, p. 53.
6. AUB, p. 999.

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Libro complementario | Capítulo 4 | Cuando Dios reprende | Escuela Sabática

  • 1. 4 Cuando Dios reprende A menudo Dios es mal comprendido. Toda suerte de conceptos equi­ vocados acerca de él son expresados verbalmente y por escrito, en los que se lo cuestiona y se lo sienta en el banquillo de los acusados. Con frecuencia esta actitud se origina en un esfuerzo inconsciente por hacer encajar a Dios dentro del marco de nuestras ideas personales del amor y de la justicia. Sometemos a Dios a nuestros criterios en vez de someter­ nos a los suyos revelados en las Escrituras. Esta situación se hace especialmente evidente cuando Dios tiene que re­ prender. La reprensión es uno de los elementos más complejos de las relacio­ nes interpersonales, pues, por bien intencionada que sea, siempre está cargada con el enorme potencial de ser mal recibida, mal comprendida, y causar como resultado un efecto negativo sobre la relación. Esto se da con frecuencia entre amigos, jefes y subalternos, docentes y alumnos, hermanos, cónyuges, y sobre todo, entre padres e hijos. De ahí que la reprensión sea naturalmente rehuida, aplazada, o evitada por completo. Aunque no es deseada, la reprensión es una tarea que, finalmente, Dios, como el Padre ejemplar y por excelencia, tiene que asumir en su relación personal con sus hijos, puesto que insistimos en usar nues­ tra voluntad para apartamos de la suya. Su represión es siempre motivada por su amor (Apoc. 3: 19). Los dos caminos ¿Alguna vez has visto un cuadro de un hombreparado al frente de la encru­ cijada de dos caminos, o de una vía que se bifurca justo delante de sus pies? El hombre aparece de espaldas con una mano rascándose la cabeza, indicando así su indecisión. El título del cuadro es: «Los dos caminos». Ya sea que lo haya­ mos visto o no, como hijos de Dios tenemos siempre dos caminos delante de nosotros: seguir al Señor o seguir nuestra propia voluntad. Servirlo de todo
  • 2. 42 • El Dios de Jeremías corazón o no hacerlo. Dios nos ha dado no solamente libre albedrío para to­ mar la decisión por nosotros mismos, sino que también nos ha dotado de in­ teligencia para elegir lo mejor. Además, nos ha bendecido con la luz de su Pa­ labra. Muy frecuentemente esta disyuntiva nos confronta con las dos alternativas de poner nuestra confianza en Dios o ponerla en el hombre, lo cual nos inclu­ ye a nosotros mismos. Si traemos de nuevo a nuestras mentes la imagen de «Los dos caminos», podríamos imaginar que uno de los dos senderos está mar­ cado con un rótulo que señala hacia el destino: «Bendición»; mientras que el otro también señala hacia el camino: «Maldición». Sabemos que el Dios de Jeremías quiere que antes de tomar una decisión evaluemos bien nuestras alter­ nativas (ver Jer. 6: 16). Con relación a uno de los caminos: «Así dice el Señor: "¡Maldito el hombre que confía en el hombre! ¡Maldito el que se apoya en su propia fuerza y aparta su corazón del Señor! Será como una zarza en el desierto: no se dará cuenta cuando llegue el bien. Morará en la sequedad del desierto, en tierras de sal, donde nadie habita"» (Jer. 17: 5, 6, JSTVI). Y con relación al otro camino nos dice: «Bendito el hombre que confía en el Señor, y pone su confianza en él. Será como un árbol plantado junto al agua, que extiende sus raíces hacia la corrien­ te; no teme que llegue el calor, y sus hojas están siempre verdes. En época de sequía no se angustia, y nunca deja de dar fruto» (vers. 7, 8). I-a razón que el Señor nos da para advertimos a no decidir cuál camino to­ maremos basándonos en la sabiduría y la fuerza humanas, esto es, apoyándo­ nos en el hombre más que en Dios, es que el corazón humano es engañoso más que todas las otras cosas y, además, perverso. Y nadie puede llegar a cono­ cerlo o comprenderlo, ni siquiera nosotros mismos (vers. 9). Bueno, nadie, excepto él; porque la pregunta con la cual cierra el versículo 9: «¿Quién lo co­ nocerá?» es contestada inequívocamente en el versículo 10: «¡Yo, Jehová, que escudriño la mente, que pruebo el corazón, para dar a cada uno según su cami­ no, según el fruto de sus obras!». Por tanto, nuestra sabiduría radica en poner nuestra confianza en Dios y elegir siempre su camino. En este último versículo el Dios de Jeremías se nos revela como un Dios que sondea el corazón, es decir, que hace un análisis profundo, detenido y exacto de la mente humana. Un Dios que, como nuestro Creador que es, nos conoce, y examina nuestros pensamientos con un conocimiento perfecto de los moti­ vos e intenciones que yacen detrás de cada uno de ellos. Un Dios cuya evalua­ ción y juicio son correctos, exactos. Por lo tanto, él es el único que tiene la ca­ pacidad y está en la condición de darle a cada persona su debida retribución o recompensa.
  • 3. 4. Cuando Dios reprende * 43 Él desea que finalmente obtengamos la recompensa prometida y la expresa en las palabras: «Paraos en los caminos, mirad y preguntad por las sendas anti­ guas, cuál sea el buen camino. Andad por él y hallaréis descanso para vuestra alma». No hagamos como los hijos de Israel quienes a esta invitación respon­ dieron: «¡No andaremos!» ()er. 6: 16). El pecado de Judá El Dios de Jeremías nos envía mensajes de reprensión porque nos ama. El medio especial escogido por él para transmitir dichos mensajes a su pueblo ha sido el testimonio de los profetas. De ahí que, por lo general, en ninguna épo­ ca los profetas eran personas muy queridas. La tarea grande y difícil dada por Dios a Jeremías fue la de declarar el pecado del pueblo de Judá. El profeta es­ cribió: «El pecado de Judá está escrito con cincel de hierro y con punta de dia­ mante; está esculpido en la tabla de su corazón y en los cuernos de sus altares, como un recuerdo para sus hijos» (17: 1, 2). Estas palabras implican que, más allá de actos ocasionales de desobediencia, el pecado había llegado a ser una condición, un estilo de vida, tan profundamente arraigado en el corazón de su pueblo como una inscripción labrada indeleblemente sobre la roca o sobre duro metal. Como tal, era un seguro legado que pasaba de los padres a sus hi­ jos. El remedio para dicha condición no era primeramente un cambio de con­ ducta sino un cambio de corazón; una operación que solo Dios podía realizar. Christian Bamard (1922-2001) fue un médico sudafricano mundialmente fa­ moso por haber realizado el primer trasplante de corazón a un ser humano, el 3 de diciembre de 1967. Habiéndose especializado en intervenciones a corazón abier­ to, fue exitoso como cirujano, logrando efectuar varios tipos de trasplantes du­ rante su carrera profesional. Su vida sentimental, sin embargo, se caracterizó por el cambio constante de esposa dejando como legado una numerosa descendencia. Sus detractores aprovechaban esta debilidad para criticarlo y tratarlo como el médico playboy.1 Sigue siendo cierto que, aunque podemos obtener un nuevo órgano cardíaco en nuestro cuerpo, o aun implantarlo en otros, como Bamard, únicamente el Cimjano divino puede cambiar nuestros corazones. Pero, para que él lo haga, debemos hacer lo que los hijos de Judá rehusaron: rendimos y permitirle que haga su obra en nuestras vidas. Nuestra condición no es muy diferente de la de Judá. Las palabras que Jere­ mías les dirigió a ellos se aplican, como al pueblo de Dios de todas las épocas, también a nosotros en la actualidad. Las preguntas del profeta fueron: «¿Podrá cambiar el etíope su piel y el leopardo sus manchas? Así también, ¿podréis vosotros hacer el bien, estando habituados a hacer lo malo?» (Jer. 13: 23). No
  • 4. 44 • El D ios de Jeremías podemos cambiar nuestra naturaleza pecaminosa por nosotros mismos. Por tanto, tampoco podemos hacer lo bueno, es decir, lo que agrada al Señor, con nuestra propia fuerza. Pero el Dios de Jeremías está esperando llevar a cabo esa obra en nosotros por su gracia. Cuando se lo permitamos, llegaremos a ser «crea­ dos en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas» (Efe. 2: 10). Sea nuestra oración: «Señor, toma mi corazón; porque yo no puedo dártelo. Es tuyo, mantenlo puro, porque yo no puedo mantenerlo por ti. Sálvame a pesar de mi yo, mi yo débil y desemejante a Cristo. Modélame, fórmame, elé­ vame a una atmósfera pura y santa, donde la rica corriente de tu amor pueda fluir por mi alma».2 Advertencia a Jeremías Los seres humanos tenemos la tendencia natural a aceptar los mensajes que estén de acuerdo con nuestra manera de pensar y a rechazar aquellos que no lo están. No estamos naturalmente dispuestos a aceptar reprensiones, ya sean estas explícitas o implícitas en la vida de otras personas cuyo ejemplo reprenda los males que estamos inclinados o habituados a cometer. Esa fue, por ejemplo, la razón básica por la cual los contemporáneos de Jesús lo rechazaron. «Y esta es la condenación», escribe Juan, «la luz vino al mundo, pero los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas, pues todo aquel que hace lo malo detesta la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean puestas al descubierto» (Juan 3: 19, 20). Y esa misma fue la razón esencial por la que el profeta Jeremías fue rechazado por sus contemporáneos. Los habitantes de Jerusalén, y de Judá, no quisieron oír el mensaje de re­ prensión enviado por Dios a través de Jeremías. No era lo que ellos querían oír. Y ante la fidelidad de Jeremías en advertirles del peligro y presentarles una vía de escape que no era popular, reaccionaron con violencia. Los miembros de su propio clan familiar fueron los primeros en tramar secretamente un complot para deshacerse de él quitándole la vida. Pero su Dios le reveló el plan que te­ nían. «Jehová me lo hizo saber, y lo supe», escribe. Y agrega: «Yo era como un cordero inocente que llevan a degollar, pues no entendía que maquinaban designios contra mí, diciendo: "Destruyamos el árbol con su fruto, cortémoslo de la tierra de los vivientes, para que no haya más memoria de su nombre"» (Jer. 11: 18, 19). Dios le advirtió del peligro a Jeremías, intervino para proteger­ lo de las maquinaciones de sus enemigos, y prometió castigarlos a su debido tiempo trayendo sobre sus propias cabezas el mal que habían planeado hacer­ le a su siervo (vers. 21-23).
  • 5. 4. Cuando Dios reprende • 45 La vida de Jeremías era una reprensión para su pueblo, como en los tiempos del Nuevo Testamento la vida de Jesús lo sería para los suyos. Jeremías fue re­ chazado por sus propios parientes, tal como ocurriría con Jesús como mensa­ jero de Dios, acerca de quien se nos dice que «a lo suyo vino, pero los suyos no lo recibieron» (Juan 1: 11). A pesar de todo, ambos fueron fieles a su cometido divino; e igual debemos serlo cada uno de nosotros, ya que también hemos sido advertidos de que «el hermano entregará a la muerte al hermano, y el pa­ dre al hijo», y que «los hijos se levantarán contra los padres y los harán morir» (Mat. 10: 21). «Así que los enemigos del hombre serán los de su casa» (vers. 36). Y «seréis odiados por todos por causa de mi nombre; pero el que perseve­ rare hasta el fin, este será salvo» (vers. 22). Un lamento Dios le había anunciado a Jeremías desde su llamamiento que padecería dificultades y que tendría que hacerle frente a la oposición; pero también le aseguró que no lo dejaría solo. «Pelearán contra ti», le dijo, «pero no te vence­ rán, porque yo estoy contigo, dice Jehová, para librarte» (Jer. 1: 19). A pesar de la advertencia del Señor, cuando tuvo que enfrentar esa realidad, Jeremías se dolió y se lamentó (20: 7-10; 14-18). Esto nos muestra que los siervos de Dios en la Biblia, incluyendo a los profetas, ¡son humanos! Como Job, Jeremías no entendía por qué le estaba sucediendo eso; sin embargo, confió en la promesa de su Dios y se mantuvo fiel. El profeta también se queja por la prosperidad de los impíos. Usando len­ guaje de la corte, Jeremías presenta su caso ante Dios y alega su causa (12: 1). Él pregunta: «¿Por qué es prosperado el camino de los malvados y les va bien a todos los que se portan deslealmente? Los plantaste, y echaron raíces; crecie­ ron, y dieron fruto; cercano estás tú en sus bocas, pero lejos de sus corazones [...]. ¿Hasta cuándo estará desierta la tierra y marchita la hierba de todo el campo? Por la maldad de los que en ella moran han perecido los ganados y las aves, pues dijeron: "No verá Dios nuestro fin"» (vers. 2, 4). La respuesta de Dios al lamento de Jeremías implica que el profeta no esta­ ba preparado en ese momento para comprender los caminos del Todopodero­ so (vers. 5), e incluye una invitación a poner en el Señor toda su confianza. Dios estaba al control de los acontecimientos y en su debido tiempo él haría prevalecer la justicia vindicando a su pueblo y destruyendo la esperanza de los impíos si no escuchaban su voz y procedían al arrepentimiento (vers. 6-17). Cuando en ciertas ocasiones, como Jeremías, no entendamos los caminos de Dios y las cosas no tengan sentido para nosotros, recordemos que el mismo Dios de Jeremías continúa en el control del universo. Él reina supremo y se regocija
  • 6. 46 • El D ios de Jeremías con la alegría de sus hijos, jóvenes y ancianos. El Señor cambia nuestro llanto en gozo; nos consuela y transforma nuestro dolor en alegría (Jer. 31:13). El Dios de Jeremías satisface las necesidades de sus hijos con abundancia y los sacia con sus bienes (vers. 14). Vislumbres del Dios de Jeremías De las palabras del Señor al profeta aprendemos: Primero: Que el Dios de Jeremías conoce el futuro, puesto que ya ha estado allí. «Pelearán contra ti, pero no te vencerán», le anunció (1: 19). Dios no está limitado por el tiempo, así que lo porvenir le es tan claro como lo que ya ha ocurrido. Esta es una de sus características sobresalientes que lo destacan como el Dios verdadero. Él reta a los falsos dioses de todas las naciones: «Presentad vuestras pruebas», les dice. «Que se acerquen y nos anuncien lo que ha de ve­ nir: que nos digan lo que ha pasado desde el principio y pondremos nuestro corazón en ello; y sepamos también su final. ¡Hacednos entender lo que ha de venir! Dadnos noticias de lo que ha de ser después, para que sepamos que vo­ sotros sois dioses» (Isa. 41: 21-23). Nuestro futuro está en sus manos. Podemos confiarle nuestras vidas a él. Segundo: Dios es Padre y Amigo fiel; nunca nos abandona. «Porque yo estoy contigo», le aseguró a Jeremías. Tener la seguridad de la presencia de Dios con nosotros es tenerlo todo. Por eso Moisés, después de oír la promesa de Dios: «Mi presencia te acompañará y te daré descanso», antes de liderar al pueblo en su travesía por el desierto, le rogó al Señor: «Si tu presencia no ha de acompa­ ñamos, no nos saques de aquí» (Éxo. 33: 14). Dios no nos ha prometido, en ninguna parte de la Biblia, que por el hecho de ser sus hijos jamás tendremos que enfrentar dificultades o situaciones de peligro. Vivimos en un mundo imperfecto, armiñado por el pecado en el que estas cosas son inevitables. Lo que sí nos ha prometido es que cuando pasemos por las dificultades y enfrentemos las situaciones de peligro, él estará con noso­ tros. «Ahora, así dice Jehová, Creador tuyo, Jacob, y Formador tuyo, Israel: "No te­ mas, porque yo te redimí; te puse nombre, mío eres tú. Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán. Cuando pases por el fuego, no te quemarás ni la llama arderá en ti. Porque yo, Jehová, Dios tuyo, el Santo de Israel, soy tu Salvador"» (Isa. 43: 1-3). Así que él es nuestro Padre, nues­ tro Salvador y también nuestro Amigo fiel. En un concurso escolar sobre la definición de quién es un amigo, la definición ganadora fueron las palabras de un niño que escribió: «Un amigo es aquel que
  • 7. 4. Cuando Dios reprende • 47 llega cuando todos se han ido». Y aunque eso es cierto, es mucho más cierto que Dios es el Amigo que nunca se va; el que no necesita «llegar» porque nunca se fue de nuestro lado. Ese Dios sigue siendo el mismo hoy y lo será por siempre. Es el mismo que nos asegura: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mat. 28: 20). Tercero: El Dios de Jeremías es protector de sus hijos. Le dijo a su siervo: «Yo es­ toy contigo para librarte», para defenderte y protegerte. ¡Qué seguridad! Y qué paz deben damos esas palabras. Me siento seguro en creer que el mejor curso de defensa personal es el que está resumido en la siguiente declaración: «El ángel de Jehová acampa alrededor de los que lo temen y los defiende» (Sal. 34: 7). Lo cumplió con Jeremías y lo hará también contigo y conmigo. Así que podemos preguntar con la seguridad de Pablo: «Si Dios es por nosotros, ¿quién contra no­ sotros?» (Rom. 8: 31). Una situación desesperada Introdujimos este capítulo diciendo que a menudo Dios es mal comprendido, de manera especial cuando tiene que reprendemos. Con frecuencia en la historia bíblica, ante la insistente resistencia de su pueblo a escuchar las palabras enviadas por él a través de sus siervos escogidos, y cuando vez tras vez rechazaron sus men­ sajes, Dios tuvo que hacer sus reprensiones más «visibles» y «tangibles» mediante calamidades naturales. Debido a estas y otras circunstancias en las que Dios tuvo que intervenir con juicios en su propio pueblo, o por medio de este ejecutarlos en naciones paganas circunvecinas, Marcion, filósofo griego del segundo siglo de nuestra era, enseñó que hay dos Dioses diferentes en la Biblia, el Dios duro y cruel del Antiguo Testamento, y el Dios de amor y gracia del Nuevo. Marcion se creyó justificado en rechazar el Antiguo Testamento y aceptar el Nuevo solo por par­ tes, aquellas que según él, revelaban al Dios de la misericordia. Muchos cristia­ nos en la actualidad piensan de manera similar. Esa es la razón por la cual hay maestros y confesiones cristianas cuya predicación exalta solo el evangelio del Nuevo Testamento y niega la validez actual del Antiguo. Sin embargo, una lectura más cuidadosa del Antiguo Testamento revela a un Dios de amor, de perdón y de misericordia; el mismo Dios revelado en las páginas del Nuevo Testamento. El mismo Dios que no cambia y que en su in­ tento amoroso por captar la atención de sus hijos en los días de Jeremías, tuvo que reprender a su pueblo por medio de una situación calamitosa, tratando de hacerlos reaccionar para librarlos de la extinción definitiva.
  • 8. 48 • El D ios de Jeremías En Jeremías 14: 1 leemos: «Palabra de Jehová que vino a Jeremías con mo­ tivo de la sequía». En el original hebreo la palabra «sequía» no está en singular sino en plural: «sequías». Por lo tanto, la calamidad descrita aquí, puede ser interpretada no como un evento aislado, una sola sequía de intensidad prolongada, sino más bien como una serie de sequías, repetidas de tiempo en tiempo. La retención de la lluvia era uno de los juicios de Dios por la desobediencia; una de las mal­ diciones anunciadas por él sobre quienes despreciaban sus palabras (Lev. 26: 19; Deut. 11: 16, 17; 28: 23). Este tipo de retribución ya le había sobrevenido en varias ocasiones al pueblo de Dios en los días de Jeremías, debido a su des­ obediencia (Jer. 3: 3; 12: 4; 23: 10).3 Consecuencias de la sequía (o sequías). Esta calamidad en serie desencadenó en Judá una cadena de situaciones lamentables, según Jeremías 14: • Luto. La falta de agua ocasionó la muerte de plantas y animales y, posible­ mente, de algunas de las personas más vulnerables de la población, hacien­ do que Judá se enlutara (vers. 2). • Desfallecimiento de las puertas. Las puertas de las ciudades eran lugares de importantes encuentros y reuniones; su desfallecimiento implica la falta de las mismas y, como resultado, soledad, desolación (vers. 2). • Tristeza. El sentarse en tierra era símbolo de consternación y profundo do­ lor (vers. 2). • Clamor. Quejidos y lamentos ascendían de Jerusalén al cielo en lugar de alabanzas y cantos (vers. 2). • Chasco. Los siervos enviados por agua regresan a sus amos con su misión fracasada, pues la no encuentran (vers. 3). • Fuentes secas. Lagunas y otras fuentes de agua carecen ahora del líquido vivificante (vers. 3). • Vasijas vacías. Símbolos de escasez, de hambre, de necesidad aguda (vers. 3). • Vergüenza y confusión. Predominan en lugar de la confianza y la certi­ dumbre (vers. 3). • Cabezas cubiertas. Una señal de desconsuelo en presencia de una gran cri­ sis (vers. 3). • Resquebrajamiento de la tierra. Consecuencia natural de la carencia de lluvia (vers. 4).
  • 9. 4. Cuando Dios reprende • 49 • Trastorno en la agricultura. Lo cual ocasiona confusión en los labradores (vers. 4). • Ciervas que abandonan sus crías. Esto ofrecía un cuadro impactante por­ que los antiguos tenían a las ciervas en gran estima debido a su tierno cui­ dado maternal por sus crías (vers. 5). • Ausencia de hierba. El paisaje ofrecía un cuadro de completa devastación (vers. 5). • Asnos monteses en las alturas. En ausencia de agua, ascendían para aspirar el viento procurando algo de humectación del aire en movimiento (vers. 5). • Animales con ojos ofuscados. Por la falta del hidratante líquido vital (vers. 5). Así las cosas, el pueblo hacía lo que fuera necesario (orar, ayunar, ir al tem­ plo, dar ofrendas, y aun apoyarse en falsas profecías, etc.) procurando cambiar la situación, excepto arrepentirse y buscar a Dios de corazón. No ha de sorpren­ demos que Dios le dijera a Jeremías: «No ruegues por el bien de este pueblo. Cuando ayunen, yo no escucharé su clamor, y cuando ofrezcan holocausto y ofrenda no los aceptaré, sino que los consumiré con espada, con hambre y con pestilencia» (vers. 11, 12). Y en cuanto a los autores de las profecías falsas, lee­ mos: «Así ha dicho Jehová sobre los profetas que profetizan en mi nombre, los cuales yo no envié, y que dicen: "Ni espada ni hambre habrá en esta tierra". ¡Con espada y con hambre serán consumidos esos profetas!» (vers. 15). El pecado y el mal son racionalmente inexplicables. Ni aun la calamidad descrita hizo que el pueblo se humillara genuinamente ante Dios y se apartara de sus pecados. En su dureza de cerviz, avanzaban decididamente hacia la des­ trucción y el cautiverio que pudieron evitar. Reflexiones sobre el Dios de Jeremías Esta historia, y su desenlace final, encierran para nosotros importantes re­ flexiones que nos revelan vislumbres del carácter del Dios de Jeremías: Una primera reflexión es que sus reprensiones son advertencias mediante las cuales él espera que nos apartemos del mal camino en que vamos, a fin de restauramos con su perdón (ver Jer. 36: 3). Una segunda es que el Dios de Jeremías es incomprensiblemente bondado­ so y paciente. En vez de desechar a ese pueblo de una vez por todas, los instru­ yó para que mientras avanzaban hacia el lugar de su cautiverio fueran dejando señales en el camino que les sirvieran de orientación para que un día pudieran regresar a sus ciudades en Judá (véase 31:21).
  • 10. 50 • El D ios de Jeremías Y no solo eso, en tercer lugar, más que reprender y castigar, el Dios de Jere­ mías es un Dios que nos vindica: Todas las naciones que serían testigos del castigo de su pueblo por medio del cautiverio, fueron convocadas por Dios a ser también testigos del regreso de sus cautivos a su tierra natal (ver Jer. 31: 10, 17). Una cuarta reflexión es que cuando nuestra situación es más desesperada, el Dios de Jeremías actúa, él mismo, como nuestro pariente más cercano (goel) para redimimos como lo hizo al rescatar a Israel de su cautiverio (véase 31:11). Una quinta reflexión es que al Dios de Jeremías, «Dios de todo ser viviente», pertenece todo el poder, en el cielo y en la tierra. No hay nada que le sea impo­ sible y ni siquiera difícil. Retóricamente él pregunta: «¿Acaso hay algo que sea difícil para mí?» (32: 27). Así, como Dios soberano y todopoderoso se mostró en la caída y también en la restauración de Jemsalén y Judá. Y así se mostrará en nuestras vidas. Es importante conocer al Dios revelado por Jeremías, porque solamente la confianza en él nos sostendrá en medio de las mayores calamidades. Recorde­ mos las palabras del profeta: «¡Bendito el hombre que confía en Jehová, cuya confianza está puesta en Jehová!, porque será como el árbol plantado junto a las aguas, que junto a la corriente echará sus raíces. No temerá cuando llegue el calor, sino que su hoja estará verde. En el año de sequía no se inquietará ni dejará de dar fruto» (Jer. 17: 7, 8). Acerca de los recabitas El Dios de Jeremía no solo reprende cuando tiene que hacerlo; también observa la fidelidad de quienes le son leales y la hace notoria. Los recabitas eran un clan israelita, parecido a los gitanos, descendientes de los ceneos (1 Crón. 2: 55). Eran conocidos por su devoción a Dios expresada por medio de su estricta fidelidad a un voto de abstenerse del vino y el alcohol, y de no poseer moradas permanentes, viviendo una vida nómada que evitaba la posesión de terrenos y, por tanto, la agricultura. Jeremías, por instrucción divina, los llevó al templo para ofrecerles vino, pero ellos rehusaron beberlo, pues no lo hacían aunque estuvieran sedientos, por respeto al mandamiento de su antepasado Jonadab (Jer. 35: 1-11). Su antepasado Jonadab fue un hijo de Recab (2 Rey. 10: 15) quien, unos dos siglos antes, había ayudado a Jehú en su intento por desterrar del pueblo de Israel el culto a Baal, y en su celo por la esuicta fidelidad a Dios, se convirtió en el fundador de la secta conservadora de los recabitas, quienes procuraban la restauración del verdadero judaismo en Israel.4 El profeta Jeremías encomió la lealtad de los recabitas y Dios mismo los puso como ejemplo de fidelidad en agudo contraste con la desobediencia del
  • 11. 4. Cuando Dios reprende * 51 resto de la nación a los preceptos divinos (Jer. 35: 18). Los recabitas eran fieles a un pacto meramente humano, mientras que el pueblo de Judá era infiel a su pacto con Dios. Por su desobediencia los habitantes de Judá fueron condena­ dos al exilio, pero a los recabitas, por su obediencia, se les aseguró que tendrían un lugar permanente en el servicio del Señor (vers. 19).5 Como el Maestro por excelencia, el Dios de Jeremías usó la obediencia de los recabitas como ilustración viva y como una reprensión para un reino que- brantador de su pacto. Hizo de ellos una lección objetiva para invitar a Judá al arrepentimiento;6revelándose así, una vez más, como un Dios de gracia. Referencias 1. http://www.quien.net/christiaan-bamard.php#ixzz3IfQjYboi. Consultado el 4 de noviembre de 2014. 2. Elena G. de White, Palabras de vida del gran Maestro, cap. 13, p. 124. 3. Keil and Delitzsch, Oíd Testament Commentaries (Grand Rapids, Michigan: Associated Publi- shers and Authors Inc., s.f.), t. 5, p. 692. 4. Losch, «Jonadab». 5. R. L. Pratt, Jr. «Rechabites», ISBE, t. 4, p. 53. 6. AUB, p. 999.