2. « (…)-Te llevaré a Tonaya.
-Bájame.
Su voz se hizo quedita, apenas murmuraba:
-Quiero acostarme un rato.
-Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La
cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió
los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar
la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
-Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por
su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo
hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado
allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para
llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la
que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a
usted no le debo más que puras dificultades, puras
mortificaciones, puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el
sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar».
3. Como se salvó Wang Fo
Marguerite Yourcenar (1903- 1987)
« (…)-¿Me preguntas qué es lo que has hecho,
viejo Wang-Fo? —dijo el Emperador.
Mi padre había reunido una colección de tus
pinturas en la habitación más secreta del palacio,
pues era de la opinión que los personajes de los
cuadros deben ser sustraídos a la vista de los
profanos, en cuya presencia no pueden bajar los
ojos. En esos salones fui educado, viejo Wang-Fo,
porque habían organizado la soledad a mi
alrededor, para permitirme crecer en ella. Con el
propósito de evitar a mi candor la salpicadura de las
almas, habían alejado de mí el oleaje agitado de
mis futuros súbditos; y no le estaba permitido a
nadie pasar frente al umbral de mi morada, por
temor de que la sombra de aquel hombre o de
aquella mujer se extendiera hasta mí. (…)Por la
noche, cuando no lograba dormir, contemplaba tus
cuadros, y, durante casi diez años, los miré todas
las noches».
4. “Él también tenía hambre. Hacía tres días justos
que no comía, tres largos días. Y más por timidez
y vergüenza que por orgullo, se resistía a pararse
delante de las escalas de los vapores, a las horas
de comida, esperando de la generosidad de los
marineros algún paquete que contuviera restos de
guisos y trozos de carne. No podía hacerlo, no
podría hacerlo nunca. Y cuando, como es el caso
reciente, alguno le ofrecía sus sobras, las
rechazaba heroicamente, sintiendo que la negativa
aumentaba su hambre.
Seis días hacía que vagaba por las callejuelas y
muelles de aquel puerto. Lo había dejado allí un
vapor inglés procedente de Punta Arenas. (…)
Estaba poseído por la obsesión del mar, que tuerce
las vidas más lisas y definidas como un brazo
poderoso una delgada varilla”.
5. « (…) Nosotros somos como la higuerilla, como
esa planta salvaje que brota y se multiplica en los
lugares más amargos y escarpados. Véanla cómo
crece en el arenal, sobre el canto rodado, en las
acequias sin riego, en el desmonte, alrededor de
los muladares. Ella no pide favores a nadie, pide
tan solo un pedazo de espacio para sobrevivir. No
le dan tregua el sol ni la sal de los vientos del
mar, la pisan los hombres y los tractores, pero la
higuerilla sigue creciendo, propagándose,
alimentándose de piedras y de basura. Por eso
digo que somos como la higuerilla, nosotros, la
gente del pueblo. Allí donde el hombre de la
costa encuentra una higuerilla, allí hace su casa
porque sabe que allí podrá también él vivir.
Nosotros la encontramos al fondo del barranco,
en los viejos baños de Magdalena. Veníamos
huyendo de la ciudad como bandidos porque los
escribanos y los policías nos habían echado de
quinta en quinta y de corralón en corralón».
6. « (… ) El hecho es que soy único. No me interesa lo
que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como
el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte
de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no
tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para
lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una
letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha
consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo
deploro porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al
carnero que va a embestir, corro por las galerías de
piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la
sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y
juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me
dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora
puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la
respiración poderosa».
7. « (…) -¿Qué te pasa? Te veo inquieta y pensativa desde hace tres
días.
Y ella respondió:
-Me disgusta no tener ni una alhaja, ni una sola joya que ponerme.
Pareceré, de todos modos, una miserable. Casi, casi me gustaría
más no ir a ese baile.
(…)-No hay nada tan humillante como parecer una pobre en medio
de mujeres ricas.
Pero su marido exclamó:
-¡Qué tonta eres! Anda a ver a tu compañera de colegio, la señora
de Forestier, y ruégale que te preste unas alhajas. Eres bastante
amiga suya para tomarte esa libertad.
La mujer dejó escapar un grito de alegría.
-Tienes razón, no había pensado en ello.
Al siguiente día, fue a casa de su amiga y le contó su apuro.
La señora de Forestier fue a un armario de espejo, cogió un
cofrecillo, lo sacó, lo abrió y dijo a la señora de Loisel:
-Escoge, querida.
Primero vio brazaletes; luego, un collar de perlas; luego, una cruz
veneciana de oro, y pedrería primorosamente construida. (…) De
repente descubrió, en una caja de raso negro, un soberbio collar de
brillantes, y su corazón empezó a latir de un modo inmoderado.
Sus manos temblaron al tomarlo. Se lo puso, rodeando con él su
cuello, y permaneció en éxtasis contemplando su imagen».
8. « (…) Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta
con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del
fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en
este lado.
(…) Los primeros días nos pareció penoso porque ambos
habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que
queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban
todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina
de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los
primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos
mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado
de la casa».
9. « (…) El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y
levanta los ojos al monte. Su hijo debía estar ya de vuelta. En
la mutua confianza que depositan el uno en el otro -el padre
de sienes plateadas y la criatura de trece años-, no se
engañan jamás. Cuando su hijo responde: "Sí, papá", hará lo
que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha
sonreído al verlo partir. Y no ha vuelto.
El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la
atención en su tarea. ¿Es tan fácil, tan fácil perder la noción de
la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo
mientras se descansa inmóvil?
El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su
taller, y al apoyar la mano en el banco de mecánica sube del
fondo de su memoria el estallido de una bala de parabellum, e
instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas,
piensa que tras el estampido de la Saint-Étienne no ha oído
nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso
conocido. Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla
detenida a la vera del bosque, esperándolo.
¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una ciega
confianza en la educación de un hijo para ahuyentar el
espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma ve
alzarse desde la línea del monte. Distracción, olvido, demora
fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden
retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón».
10. « (…) Nuestra amistad duró así varios años, en el
curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi
temperamento y mi carácter se alteraron
radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia.
Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable
e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué,
incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y
terminé por infligirle violencias personales. Mis
favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio
de mi carácter. No solo los descuidaba, sino que
llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo,
conservé suficiente consideración como para
abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los
conejos, el mono y hasta el perro cuando, por
casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en
mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -
pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y
finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y,
por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las
consecuencias de mi mal humor».
11. « (…) Algo sucedió entonces en la mente de María que le
hizo entender por qué las mujeres del autobús se movían
como en el fondo de un acuario. En realidad estaban
apaciguadas con sedantes, y aquel palacio en sombras,
con gruesos muros de cantería y escaleras heladas, era en
realidad un hospital de enfermas mentales. Asustada,
escapó corriendo del dormitorio, y antes de llegar al
portón una guardiana gigantesca con un mameluco de
mecánico la atrapó de un zarpazo y la inmovilizó en el
suelo con una llave maestra. María la miró de través
paralizada por el terror.
-Por el amor de Dios -dijo-. Le juro por mi madre muerta
que sólo vine a hablar por teléfono.
Le bastó con verle la cara para saber que no había súplica
posible ante aquella energúmena de mameluco a quien
llamaban Herculina por su fuerza descomunal. Era la
encargada de los casos difíciles, y dos reclusas habían
muerto estranguladas con su brazo de oso polar
adiestrado en el arte de matar por descuido. El primer
caso se resolvió como un accidente comprobado. El
segundo fue menos claro, y Herculina fue amonestada y
advertida de que la próxima vez sería investigada a fondo.
La versión corriente era que aquella oveja descarriada de
una familia de apellidos grandes tenía una turbia carrera
de accidentes dudosos en varios manicomios de España».