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Tu quoque. la izquierda contra la ciencia
1. Tu quoque. La izquierda contra la ciencia
Koren Shadmi para el Washington Post
A fines de los años sesenta del siglo pasado el mero hecho de hablar sobre la relación entre
cociente de inteligencia y status social podía ser motivo de tumultos juveniles. En las
universidades norteamericanas se repartían panfletos en donde se llamaba a “luchar contra las
mentiras del profesor de Harvard” (en referencia a Richard Herrnstein, que había cometido la
osadía de publicar sus ideas sobre genes, inteligencia y sociedad en la prensa popular). Por
pintoresco que pueda parecer, entonces un científico que propusiera que ciertos gestos
humanos podían ser universales y determinados desde el nacimiento, se la jugaba. Margaret
Mead, sacerdotisa de la antropología progresista, describió como “espantosos” los hallazgos de
Paul Ekman en este sentido. “Espantosos” y “Una vergüenza”. El mero hecho de sugerir que el
sistema visual de los gatos podía ser innato servía para ser descrito como un “fascista” en los
alrededores de la Academia. Tras atreverse a publicar su Sociobiología, E.O. Wilson también se
enfrentó a consignas estudiantiles que le describían como un peligroso “patriarca de la
derecha”. Y Robert Trivers, uno de los creadores de las teorías modernas sobre altruísmo
recíproco o inversión parental, fue tachado en la misma época como “una herramienta del
racismo y la opresión de la derecha”.
Steven Pinker coleccionaba estos y otros ejemplos similares en su libro La tabla rasa. La
negación moderna de la naturaleza humana, de cuya primera edición pasa ya más de una
década.
Las razones por las que estos alborotadores rechazaban la sociobiología, las emociones
universales o el sistema visual innato de los gatos no tenían nada que ver con razones
científicas. Con independencia de que esas teorías sean o no ciertas, se trataba de repulsas
exclusivamente motivadas por la ideología, en este caso por la izquierda radical.
La “clausura” del cerebro conservador
En los últimos años, sin embargo, se ha dado a conocer una “ciencia de la negación de la
ciencia” centrada en los ejemplos más turbios de la derecha. La tendencia parece haberse
recrudecido especialmente en los últimos años. Para hacernos una idea, de acuerdo con una
encuesta Pew de 2009, sólo el 6% de los científicos en EE.UU se declaran hoy republicanos,
frente a un 55% de demócratas.
2. Chris Mooney. Wikimedia Commons
Según Chris Mooney, autor de The republican war of science, la mayor resistencia de los
conservadores a aceptar los hechos científicos podría derivar no de las vicisitudes de la historia
cultural, sino de un estilo cognitivo diferente. Al parecer, los conservadores puntúan muy por
debajo de los progresistas en los test psicológicos que miden la “apertura a la experiencia” y en
consecuencia resultarían mucho más propensos a apoyar lo que llaman una “clausura cognitiva
del mundo”. Esta clausura se referiría al:
malestar con la incertidumbre y el deseo de resolverla mediante creencias firmes. Alguien con
una alta necesidad de clausura tiende a fijarse en la información que disipa dudas o ambigüedad
y a rechazar nueva información. También se espera que aquellos que poseen este rasgo pasen
menos tiempo procesando información que aquellos que están dirigidos por motivaciones
diferentes, tales como el logro de precisión. Varios estudios sugieren que los conservadores
tienden a poseer una necesidad mayor para la clausura que los progresistas, que es
exactamente lo esperado a la luz de la fuerte relación que hay entre el progresismo y la
apertura.
Esta característica de la mente políticamente conservadora ayudaría a explicar por qué una
mayor educación no siempre sirve para dejar atrás ideas erróneas, tal como cabría esperar
desde presupuestos “ilustrados” y racionalistas ingenuos (en román paladino, esa absurda idea
de que “hablando se entiende la gente”). Por ejemplo, se sabe que el negacionismo del cambio
climático antropogénico aumenta, no disminuye, a medida que lo hace la educación. Las
personas conservadoras más educadas tienden a ser más escépticos con el calentamiento global
(a los progresistas les pasa exactamente al revés) y, lo que es más perturbador, también tienden
a creer más en que Obama es musulmán. Mooney lo llama el “efecto del idiota inteligente”
(smart idiot effect).
La publicación del libro de Mooney, y especialmente la sugerencia de que en definitivas cuentas
podrían existir razones naturales por las que los conservadores rechazan más la ciencia,
despierta suspicacias culturales previsibles. Pero, como sintetiza Paul Rosenberg en Al-Jazeera,
las conclusiones de Mooney son más fáciles de lamentar que de rebatir. Insinuar que puede
haber una relación entre la ideología y determinadas capacidades cognitivas despierta
automáticamente el “Miedo a la diferencia” (copyright Steven Pinker): ¿Cómo se atreve usted a
sugerir que existen diferencias naturales, no culturales, entre sexos, razas o personas con
3. distinta ideología?
Izquierda, tú también
Una crítica más rigurosa a estos planteamientos corre a cargo de Dan Kahan, a la cabeza del
proyecto de Cognición Cultural en la facultad de derecho de Yale. Para Kahan, el problema no
está tanto en la síntesis de Mooney, sino en la fiabilidad y en la metodología de los estudios en
los cuales se apoya. Según Kahan existirían otras formas más fiables de medir la competencia en
tareas cognitivas específicas, tales como test de “cognición reflexiva”, que miden la disposición
para poner a prueba las intuiciones mediante razonamiento analítico, así como tests aritméticos
que miden las capacidades cuantitativas del razonamiento. Y se ha comprobado que estos tests
sirven para predecir, de forma muy precisa, “la disposición de las personas tanto para caer como
para evitar alguna forma de sesgo cognitivo”. Lo que es más interesante, según Kahan los
resultados de este tipo de test no estarían correlacionados con la ideología o las
predisposiciones culturales.
“Science left behind”
Según los periodistas científicos Alex Berezow y Hank B. Campbell, autores del libro reciente
Science left behind. The feel-good fallacies and the rise of the antiscientific left, las aparentes
diferencias entre izquierdistas y derechistas pudieran deberse además a un sesgo cultural. Los
temas científicos más molestos para la izquierda podrían estar insuficientemente estudiados. Se
sabe, de hecho, que las personas que se describen como progresistas en general son más
proclives a rechazar la vacunación, a mantener la insalubridad e inseguridad de lo que no es
“natural”, la aversión a programas de energía limpia, o cierta investigación biológica, por no
mencionar lo que otros se atreven a llamar “falacias de la izquierda reaccionaria”.
¿Se basa la negación de la ciencia realmente en sesgos cognitivos alimentados por la ideología?
En parte, parece que así es, aunque mi impresión personal es que este programa de
investigación, por lo demás tan interesante, menosprecia una fuente aún más obvia de aversión
a la ciencia y la realidad: el papel de las autoridades culturales. Al fin y al cabo, el “pensamiento
analítico”, el gusto por las evidencias y el estudio de la ciencia son lujos cognitivos al alcance de
pocos. Es más probable que una mayoría significativa acepte o rechace una teoría científica en
función de la opinión mantenida por sus autoridades culturales preferidas. Alrededor del 75% de
los españoles afirmaron en una encuesta de 2005 “aceptar” la teoría de la la evolución, lo cual
4. por de pronto sólo indica que confían en las autoridades científicas que construyen el consenso
sobre este tema. ¿Pero qué porcentaje dentro de este abrumador 75 estaría capacitado para
dar detalles técnicos sobre la teoría, basado en las evidencias y en el “pensamiento analítico”, o
simplemente de responder con argumentos racionales a las objeciones más rutinarias de los
oponentes culturales del evolucionismo?
Estoy convencido de que ese porcentaje debe ser muy bajo. Lo cual no resulta sorprendente,
habida cuenta de que la estructura de nuestra sociedad de masas sigue siendo fuertemente
propagandística, como en su día entendió el sobrino de Sigmund Freud, Edward Bernays, tan
temprano como en 1928: “En teoría, cada ciudadano toma sus decisiones en cuestiones públicas
y asuntos de conducta privada. En la práctica, si todos los hombres tuvieran que estudiar por sí
mismos los abstrusos datos económicos, políticos y éticos implicados en cada cuestión,
encontrarían que es imposible llegar a una conclusión sobre nada.”
Cabe recordar, eso sí, que siempre que hablamos aquí de “conservadores” y “progresistas” nos
referimos a conservadores y progresistas anglosajones. Nos referimos mayoritariamente a gente
“weird”. Podemos hacer la suposición razonable de que conclusiones similares pueden
extrapolarse a los demás países del área de influencia occidental, incluyendo España, pero es
más discutible que pueda aplicarse el mismo análisis a las lejanas naciones orientales, por no
hablar de culturas tradicionales no europeas.