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José Luz Ojeda, voz germinal




   Semblanza biográfica y selección antológica por

          J. Jesús García y García
Presentación
Un autógrafo del padre Ojeda
EL PRESBÍTERO JOSÉ LUZ OJEDA, HACIA 1944
EL CANÓNIGO DON JOSÉ LUZ OJEDA, HACIA 1963
El peregrino de la palabra
                                                                           Desde tu mal, desde tu entraña, desde tus
                                                                           lágrimas, quiero ser voz-germinal. Pensar
                                                                                 desde ti, desde tu centro hablarte...
                                                                                                Josep Palau i Fabre


        Somos legatarios de José Luz Ojeda. No conforme a derecho, pero sí conforme a
naturaleza, todos los católicos —especialmente los mexicanos y de modo particular los abajeños—
podemos solazarnos con los intangibles bienes que para nosotros destinó el testador, provenientes
de su actividad estética y de su ético ejemplo.
        Al tratar de rescatar aquí lo más selecto de tan rico legado, antes de que todo él se
disuelva en el tiempo, sentimos la necesidad de bosquejar un retrato de nuestro benefactor, al que,
según confesión propia, tanto le preocupó —sobre todo en la etapa en que se preparaba para
ejercer como ―peregrino de la palabra‖, es decir, como misionero— que su voz fuera germinal:

           Porque nuestra tarea como predicadores no estriba únicamente en decir palabras: hay que poner
                                                                1
           sangre sobre ellas, para que Dios las haga germinar.
                                               2
         Si hurgamos en sus Memorias, es posible extraer por lo menos los más ostensibles
méritos del padre Ojeda como clérigo, maestro, predicador, poeta y biblista. Otra cosa
conoceremos o confirmaremos: que de un modo estoico e indeclinable nuestro personaje supo
arrostrar los peligros de la persecución religiosa, especialmente durante los años de su formación
            3
sacerdotal.
         En su ocurrente narración van fluyendo las líneas torales de su perfil curricular: nació el 27
                                                                                          4
de diciembre de 1899 en San Nicolás de los Agustinos, municipio de Salvatierra, Gto., lugar aquél
que como centro de población tenía la categoría de hacienda, y, considerado como centro de
explotación agropecuaria, pertenecía a una clase de igual denominación, hacienda, la que todavía
entonces daba gusto por lo productiva, aunque, de otra parte, producía espanto por los métodos
injustos y procederes desalmados de sus propietarios civiles, verdaderos neoconquistadores
                                                                                                  5
extranjeros, primero Gregorio Lámbarri y después los Bermejillo, marqueses de Mohernando.
         Los padres de José Luz fueron don José Luz Ojeda Patiño —un domador de caballos que
murió aplastado precisamente por un equino cuando el cuarto de sus hijos y tocayo tenía apenas
cinco años— y doña Genoveva López, quien vivió bastante más, hasta el Viernes de Dolores de



1
 OJEDA José Luz, Tierra, canto y estrellas. Memorias sin memoria, México, Jus, 1975, p. 209. Juicio de Joaquín
Antonio Peñalosa sobre este libro: “prosa elegante, castiza y señorial”.
2
    Op. cit., passim.
3
  El Académico de la Historia y canónigo don Jesús García Gutiérrez (vid. Acción anticatólica en Méjico, México, Helios,
1939) dice que en nuestro país, desde mediados del siglo XVIII, el estado habitual es el de persecución religiosa. No debe
extrañarnos, pues, que, como circunstancia premonitoria, en el mismo año del nacimiento de José Luz haya surgido en
San Luis Potosí el Círculo Liberal Ponciano Arriaga, grupo político que cuestionaba al régimen porfirista por haber éste
abandonado las ideas de la Reforma y por “permitir que la Iglesia hubiera cobrado beligerancia”. Los integrantes de este
Círculo iban a ser los precursores de la revolución de 1910, a cuya sombra se originarían tantos episodios persecutorios.
4
  OJEDA José Luz, Op. cit., p. 14. En ese año nuestro planeta tenía cerca de mil 600 milllones de habitantes.
5
  La hacienda de San Nicolás de los Agustinos fue fundada en la segunda mitad del siglo XVI y en seguida se convirtió en
la más preciada joya de las propiedades agrícolas de la provincia agustiniana de San Nicolás de Tolentino de Michoacán.
En el siglo XIX la vendieron los frailes.
1940. Menciona a sus hermanos: ―eran seis: antes de mí, Lola, Pachita y María; después de mí,
Ricardo, Baltasar y Cuca‖.
        ―Ranchero‖ de origen —como se autocalifica—, el padre Ojeda dice que debe a esa
condición, entre otras cosas,

          ...cierta sorda rebeldía, la inclinación irresistible a la contemplación de la naturaleza [...] y, sobre todo,
          la admiración, de la que ya hablaba el viejo Aristóteles en su Metafísica, y a la que estimaba tanto
                                                                                                                    6
          Descartes que a ella reducía todas las pasiones, como Bossuet las reduciría, más tarde, al amor.

       Admiración, por lo demás, que a nuestra vez le debemos a Ojeda en este siglo en que
parece estarse agotando en el mundo la capacidad de asombro.
       El pequeño José Luz fue llevado, cuando aún no cumplía la edad de dos años, a vivir a la
cabecera del distrito, donde se le vino a las mientes

          que era de agradecerle al Lerma la feliz ocurrencia de pasar por Salvatierra para dejar el iris del
          ―Salto‖, la gracia antigua del puente y las dos franjas de la sabinera [...], una de las más bellas del río
                                       7
          [...] en su largo recorrido.

         Tuvo lugar en Salvatierra su formación escolar básica, muy a la manera usual de la época,
tentaleando en varias escuelas más o menos improvisadas —su recordada ―de Moniquita y
Amparito‖, entre ellas—, hasta llegar al colegio formal, el de Nuestra Señora de la Luz, dirigido por
don Pedro Sosa.
                                               8
         En su deseo de entrar al seminario, obtuvo una carta de recomendación del padre Vicente
de P. Meza, el nuevo director del colegio de Nuestra Señora de la Luz. Con esa palanca ingresó,
                                           9
en Morelia, al internado de San Ignacio. La clausura de los establecimientos de enseñanza
religiosa el 31 de julio de 1914 por los triunfantes carrancistas que pusieron por gobernador de
Michoacán al general Gertrudis Sánchez, trajo a José Luz nuevamente a Salvatierra, donde, tras
un frustrado intento de reincorporarse al seminario, que pronto había vuelto a operar (esta vez en
condiciones de clandestinidad), se dedicó al comercio en la tienda de abarrotes propiedad de su
familia.

          Felizmente —dice— lo que yo tenía de comerciante no pesaba veinte gramos en las balanzas de la
                            10
          tienda de mi casa.

        Ese mismo año estalló la Primera Guerra Mundial, murió Pío X y ascendió al pontificado
Benedicto XV.
        En esas andaba el mundo cuando llegaron a Salvatierra René Capistrán Garza, Julio
Jiménez Rueda y Jesús Rodríguez Gaona —colaboradores, entonces, del padre Bernardo
Bergöend— a fundar el centro local de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana, lo que fue
posible gracias al concurso de Ojeda, entre otros:




6
  OJEDA José Luz, Op. cit., p. 14.
7
  Ibidem, p. 25.
8
  Su inclinación levítica quedó al descubierto muy tempranamente. De pequeño jugaba a los altarcitos y “bautizaba” a las
muñecas de sus hermanas. Decía que “quería ser Padre”. Pero tenía “frenillo”: no podía pronunciar bien algunas letras, y
por ello sus parientes le decían que “no podría ser Padre”; pero Lucito replicaba que sí lo sería y que a todos ellos los iba a
hacer llorar con sus sermones. En cuanto llegó a la edad conveniente, entró a servir al templo parroquial en calidad de
monaguillo [informó Ana María Ojeda viuda de Reséndiz, 10 de octubre de 2003].
9
  Desde el siglo XVI Salvatierra (primitivamente Guatzindeo-San Andrés Chochones) ha venido perteneciendo, en lo
eclesiástico, a la diócesis de Michoacán, actual arquidiócesis de Morelia, dilatada provincia eclesiástica a la cual su
arzobispo Leopoldo Ruiz y Flores atribuía en la visita ad Limina de 1920 una población de un millón 45 mil 155
habitantes, distribuidos en una extensión de 22,136 km².
10
   OJEDA José Luz, Op. cit., p. 46.
me di por entero a aquella asociación, de la que fui, sucesivamente, secretario, presidente, tesorero,
         en una palabra, todo lo que podía ser.- Quieras que no quieras, en la A.C.J.M. tuve que subir a la
         tribuna, salir a las tablas, lanzarme a las obras sociales, y, a causa de esto, hube de pasar por el
         corredor sombrío de las más duras críticas y de las cuchufletas vulgares. Porque, en nuestras
         ciudades de provincia, hay siempre un grupo de descontentos, que forman una de las más grandes
         cofradías del mundo, y otro de inútiles, que a veces se disfrazan de intelectuales, y que se pasan la
                                                                                                            11
         vida disparando, contra los que hacen algo en el campo católico, todas las flechas de su aljaba.

         Sin contar con que para ese entonces ya debe haber pesado sobre José Luz, como una
losa, el secreto deber de exhibir ante la comunidad una conducta personal que contrastara
suficientemente con la de algunos parientes suyos, exaltados campeones del más galopante
machismo mexicano.
         De aquellos sus días de acejotaemero datan su adicción a la lectura, sus primeros
devaneos de muchacho romántico, su primer tomo de versos, la publicación del periódico Lux:

         Nos tomaba tiempo y afanes no sólo escribirlo, sino ―pararlo‖ y ―tirarlo‖ en gran parte de la noche del
         sábado, tras de lo cual nos tumbábamos a dormir, en la imprenta, sobre camas de recortes de papel.
                              12
         Pero éramos felices.

        Desde su regreso a Salvatierra el hostigamiento a los católicos había continuado en casi
todo el país: el carrancismo, triunfante en 1914, se lanzó contra la Iglesia:

          [...] los obispos, excepción del de Cuernavaca, que estaba en la región de Emiliano Zapata, se
         vieron obligados a salir del país; los sacerdotes fueron encarcelados, desterrados o fusilados, como
         el padre David Galván, a quien dieron muerte los carrancistas porque estaba confesando, entre las
         balas, ¡a un convencionista! Las religiosas fueron expulsadas de sus conventos, y, en muchos casos,
         entregadas a la soldadesca [...] los vasos sagrados, las imágenes y los templos fueron profanados;
         los edificios de las corporaciones católicas fueron ocupados, y algunos votados, prácticamente, a
                                                                                                               13
         derrumbarse en ruinas. En todo se puso la garra, y todo se pisoteó... ¡para ―castigar a la clerecía‖!

         En Michoacán, el 4 de mayo de 1915,el gobernador Alfredo Elizondo emitió un decreto por
el cual abolía la enseñanza religiosa en el estado y prohibía de manera especial los seminarios,
por lo que el diocesano de Morelia tuvo que ser clausurado, aunque la enseñanza siguió dándose
ocultamente en casas particulares a grupos pequeños de alumnos. Con increíbles dificultades y
                                                                                                   14
peligros se terminó el curso de 1915, y los de 1916 y 1917 se hicieron en idénticas condiciones.
         Desde octubre de 1917 las cosas empeoraron. Los mexicanos anticatólicos se alinearon
con el bolchevismo triunfante en Rusia, que anunciaba la libertad del hombre pero en la práctica
suprimía fundamentales derechos humanos y todo lo que es democracia y, además, ―mataba‖ a
Dios. El comunismo moreliano acabaría por provocar sangrientos sucesos en mayo de 1921.
         Saltando sobre la carga de ideología contraria, José Luz Ojeda volvió un día al seminario,
―doblado ya el cabo de los veinte años‖, para seguir su carrera religiosa, ya sin interrupción alguna,
pese a los peligros que aún le acechaban.
         En cuatro años (1921-1924) despachó los estudios del Seminario Menor (asignaturas de
latinidad y filosofía). El rector lo fue, con algunas ausencias, don Luis María Martínez. Al mismo
tiempo, Ojeda estudió el francés y empezó a poetizar en serio. Le apasionaba la historia.
         Ya en el Seminario Mayor (en el que se llevaban las materias de teología, derecho
canónico, liturgia y otras), de entrada imprimieron honda huella en su memoria dos novedades que
para él fueron gozosas: el uso obligatorio y cotidiano de la sotana, y su primera clase como
profesor (academia de castellano). Recuerda a sus profesores: don Luis María Martínez, los
canónigos Luis Madrigal y José Gaytán y los padres Pedro Aceves, José Gamiño, Joaquín Sáenz,
Gregorio Alfaro, Jesús Campos e Ignacio Aguilar. El padre Rafael de la Vega era el prefecto.
Durante el período presidencial de Plutarco Elías Calles, a pesar de que estudiaban muy a las
escondidas, los seminaristas sufrieron detenciones, interrogatorios y amenazas, como represalia a

11
   Ibidem, p. 47.
12
   Ibidem, p. 48.
13
   Ibidem, p. 55.
14
   Cfr. BRAVO UGARTE José, Historia sucinta de Michoacán. III, Estado y Departamento (1821-1962), pp. 209-210.
―la revuelta de los cristeros‖. A su gran amigo Fernando Ruiz Solórzano (más tarde,
sucesivamente, secretario de la Mitra moreliana y arzobispo de Yucatán) en cierto momento lo
dieron por fusilado.
        Debido al endurecimiento de las leyes en contra de la Iglesia por parte del régimen político
imperante, el 31 de julio de 1926 fue suspendido el culto religioso en todos los templos del país.
Simultáneamente se inició el movimiento armado que llaman ―La Cristiada‖, por el cual los católicos
que no soportaron más la violación de sus derechos y de su dignidad los reclamaron con fuerza y
valentía. En circunstancias de subrepción, José Luz recibe, el 18 de diciembre de ese mismo año
de 1926, las órdenes menores del exorcistado y el acolitado.
        Por la forma en que se ve obligado a trabajar el seminario, su cabeza visible es Ojeda,
pero sin ser vicerrector. El 28 de febrero de 1928 es detenido por agentes del gobierno, quienes le
dicen al soltarlo: ―El seminario ya no se abrirá más. Les dice a sus alumnos que eso de las cosas
de los curas ya se acabó en México, y que se vayan a sus casas‖.
        En el mismo año, el 2 de junio le es administrada la orden del diaconado, y el 22 de
diciembre queda ordenado sacerdote.
        El día 3 de enero de 1929, en una casa de Salvatierra, celebra su primera misa y de esa
forma festeja el día onomástico de su madre. A finales de junio se entera de que finalmente se
arregló el conflicto religioso.
        Se estrena como predicador el 11 de julio de 1929, en ocasión de la solemne reapertura de
cultos en Salvatierra.
        Solicitado por el obispo de Querétaro monseñor Francisco Banegas y Galván, el presbítero
José Luz Ojeda fue de 1931 a 1933 a fungir como prefecto espiritual del seminario queretano, el
cual, para variar un poco, cayó en el funcionamiento clandestino, debido al acoso del gobernador
Saturnino Osornio. Cuando éste clausuró el colegio afirmó que lo hacía porque ―así lo exigía la
seguridad del Estado‖, pues ―se tenían noticias de que en dicho edificio se celebraban juntas de
                    15
carácter político‖. En el último de esos años Ojeda estuvo en Coroneo, Gto., a donde fue
trasladado el seminario menor.
        Requerido por la arquidiócesis moreliana, allá volvió y se enteró de que querían poner
sobre sus hombros la dirección espiritual del seminario menor arquidiocesano. Apeló ante el
vicerrector, su amigo el padre Fernando Ruiz Solórzano, y logró que se revirtiera aquella decisión,
aunque no inmediatamente. Mientras tanto vino lo que Ojeda llama la diáspora, semánticamente
así explicada:

            Esta palabra era, en un principio, traducción de expresiones hebraicas de cierta dureza, como ‗ser
            arrojado‘ o ‗desterrado‘. Luego designó la presencia de minorías del judaísmo en el mundo gentil, y
            más tarde, considerándose esta dispersión como un beneficio a causa del proselitismo judío, la
            palabra cobró cierto timbre de grandeza. En un sentido más alto, para los cristianos designa esta
            vida, ya que, según las Santas Escrituras, ‗no tenemos aquí ciudad permanente‘, porque nuestra
                                       16
            patria está en los cielos.

        La diáspora fue el más largo y difícil desplazamiento del seminario arquidiocesano de
Morelia, primero por tierras del Bajío y después por la sierra michoacana. Duró desde 1934 hasta
1943. El seminario mayor se estableció en Celaya y allí pudo aguantar hasta que vinieron mejores
tiempos. Pero el seminario menor sufrió una gran dispersión tocando desde ciudades hasta
rancherías: Salvatierra, Salamanca, Rincón de Tamayo, Eménguaro, Huapango, La Esperanza,
Los Fierros, Villa Madero y la Cañada de la Vuelta; esto en el Bajío, y más tarde en la sierra
michoacana: en Tlacotepec, por los años de 1938 y 1939; en Santa María de los Ángeles, por
1940, y en San Francisco de los Reyes, de 1941 a 1943.
        Con asistencia del padre Ojeda a la ceremonia, la imagen de Nuestra Señora de la Luz,
patrona de Salvatierra, fue coronada pontificiamente, con gran regocijo popular, el 24 de mayo de
1939, mediante autorización otorgada por el papa Pío XI, quien murió ese mismo año y fue
sucedido por Pío XII. Terminó la guerra civil española y comenzó la segunda guerra mundial.



15
     OJEDA José Luz, Op. cit., cfr.pp. 138-139.
16
     Ibidem, nota en la p. 147.
En 1940 el padre Lucito compró su cámara ―Rolleiflex‖, de la que se haría acompañar en
sus salidas durante mucho tiempo y la que habría de proporcionarle tantos y tan sanos recreos.
Ese mismo año, el Viernes de Dolores, perdió a su madre.
          El 9 de febrero de 1944 se cumplieron tres centenarios de la fundación de Salvatierra. Se
convocó a un concurso de poesía alusiva al acto y el primer lugar lo ganó el padre José Luz Ojeda.
La composición lleva por título ―Canto secular a Salvatierra‖. El premio consistió en una medalla de
oro donada por el Senado de la República, un diploma de honor expedido por los organizadores y
cien pesos en efectivo, obsequio de la empresa Clemente Jacques y Cía. La decisión en su favor
fue dictada por el poeta doctor Enrique González Martínez y el doctor en filosofía y letras por la
universidad de Lovaina Jesús Guisa y Azevedo.
          Mientras tanto, seguían sus labores de maestro en el seminario (enseñaba, al final, historia
de México y francés). Sin perjuicio de aquellas, lo adscribieron a algunas actividades
administrativas en la curia arquidiocesana.
          El día que arrancó el año de 1951 emprendió formalmente sus actividades misioneras, a
las cuales siempre se había sentido tan atraído. La primera misión la hizo, acompañado de algunas
Madres Eucarísticas de la Trinidad, al pueblecito de Melchor Ocampo, cercano a la costa del
Pacífico; la misión produjo abundantes frutos. Para la segunda escogió el Carrizal de Arteaga y
ésta fue tan exitosa como la anterior. En seguida se fue a Celaya para establecer allí su centro de
operaciones, del cual salió a innumerables partes a misionar, incluyendo alejadas localidades del
norte de la república.
          Entre salidas a misión y a predicaciones aisladas, se fue volviendo celayense por
adopción. En la ciudad cajetera se encontró con viejos amigos y tejió nuevas relaciones. En ese
sitio se enteraría de los acontecimientos importantes: el advenimiento del papa Juan XXIII; la
celebración del concilio Vaticano II; los movimientos estudiantiles de 1968, especialmente en
Francia y en México; la llegada del hombre a la luna; la ascensión de Juan Pablo II al solio
pontificio; el sismo de México en 1985...
          Su creación poética en ningún momento cesó. En reconocimiento de ello, la sociedad
literaria ―La Trapa‖, de León, Gto., llamó a Ojeda a su seno y lo recibió en julio de 1956.
          El obispo Alfonso Toriz Cobián le otorgó la dignidad de canónigo honorario de la catedral
de Querétaro; tomó posesión de su asiento en el coro el 19 de septiembre de 1963.
          Inició, en enero de 1967, un venturoso contacto con el también sacerdote don Luis Alonso
Schökel, S.J., del Pontificio Instituto Bíblico. Esta relación culminó con el viaje de trabajo que don
José Luz Ojeda hizo a Roma, amparado por una especie de beca, en 1969. Integrado en el equipo
que comandaba Schökel, tuvo participación sobresaliente en la traducción de El libro de Job y el
Cantar de los cantares.
          La noticia de la erección de la diócesis de Celaya se recibió en dicha ciudad el 8 de febrero
de 1973. Al formarse la curia de la nueva diócesis, el padre Ojeda fue nombrado canónigo.
          La muerte, cuyo temor expresaba desde 1925 en su demasiado anticipado poema ―El
último huésped‖, acabó sorprendiéndolo en su casa de Celaya el 29 de mayo de 1989, cinco días
después de celebrarse el cincuentenario de la coronación pontificia de su eterno amparo y guía, la
Virgen de la Luz de Salvatierra.

                                                         *
                                                     *       *

        El seminario tridentino de Michoacán dio en la primera mitad del siglo XX, a pesar de la
rémora que supusieron muchos años de aciaga persecución religiosa, una estirpe inusitada de
valores, es decir, de personajes que se distinguieron en sus respectivas actividades, hayan sido
éstas científicas o artísticas. Tal estirpe cuajó de manera especial en tres poetas sobresalientes,
que citamos aquí en orden de edades, que es también el orden de su consagración sacerdotal, así
como el de su entrada en el mundo de la publicación literaria: José Luz Ojeda López, Francisco
Alday McCormick y Manuel Ponce Zavala.
        La poesía, si verdaderamente lo es, y, muy particularmente la lírica, debe tener algo más o
menos enigmático, algo que los lectores debemos rastrear. En esto hay grados y grados. Un grado
por demás bajo nos llevaría a lo pedestre y uno por demás alto, a lo incomprensible. Lo mismo
ocurre en materia de estilos, escuelas y corrientes.
La inclinación de Ojeda fue siempre a lo clásico, con formas decididamente inteligibles. Su
producción más temprana se sitúa entre 1921 y 1933. Era imposible, pues, que se librara de la
influencia del ya expirante modernismo. Su producción tiene inevitables ecos de Darío y Nervo,
aunque se nota su intento de rechazo a ello. A partir de 1925, más o menos, dueño ya de una
nueva lengua, la francesa, fue atendiendo preferentemente a los modelos franceses,
particularmente Mallarmé y Claudel, de quienes algo le quedó.
         Alday, en un término medio, le añadió personal prestancia a su composición siguiendo una
ponderada tendencia a la innovación; y su moderación se debe —lo afirma Alejandro Avilés— a
que siempre le interesó ser entendido más que admirado.
         Ponce, en cambio, presentó a rajatabla su estilo innovador. Anticipado a su tiempo, sus
primeros lectores quedaron divididos entre los que no lo comprendieron y los que acaso lo
comprendieron demasiado. De los tres fue el que a la postre alcanzaría mayor renombre. Entre
otros honores, tuvo el de ser nombrado individuo de número de la Academia Mexicana.

                                                                *
                                                            *       *

       No es entendible por qué José Luz Ojeda tenía cierto empeño en decir que era casi casi un
bravucón apenas mitigado, un individuo capaz de incurrir en furores por quítame estas pajas:

        ―Todo lo que hay en mí de mexicano un poco desgarrado se hubiera levantado en armas...‖, ―A mi
        origen ranchero debo quizá cierta sorda rebeldía‖, ―...mis violentas corajinas, aunque no fueran más
        que espuma de cerveza, que luego se bajaba‖.

        Porque vive todavía un copioso número de personas que tuvieron trato frecuente con él o
lo veían con cierta repetición celebrando la misa, confesando, predicando o deambulando
simplemente por las calles, con cámara fotográfica o sin ella, y dan fe de que se trataba de un
hombre siempre sosegado, flemático, pacífico, circunspecto... De él podía decirse lo que de
Guillermo Prieto apuntaba Antonio Acevedo Escobedo:

        Don Guillermo Prieto andaba siempre disfrazado de don Guillermo Prieto. Su aspecto es el mejor
                                  17
        resumen de su carácter...

        Así el padre Ojeda andaba siempre disfrazado de padre Ojeda, del sereno padre Ojeda.
Bien lo comprendió Herminio Martínez Ortega, quien sin empacho habla

        ... de aquel ser excelente, cuya bondad y sabiduría no conocieron el reposo. Porque don José Luz
        siempre fue bueno y sabio [...] Su palabra era un rocío de serenidad sobre el cansancio de las
                18
        almas.

                                                        *
                                                    *       *

         Para tener acceso a algunos libros que se requerían para la composición de éste, hubimos
de solicitar ayuda. Fue muy valiosa la que nos brindaron las siguientes personas: señora María de
Jesús Silva de García, señor don Guillermo Carrillo Cáceres, C. P. don Luis Estrella Primo y Lic.
don Pascual Zárate Ávila. Quedamos agradecidos.




17
   ACEVEDO ESCOBEDO Antonio, En la ola del tiempo, México, Jus, 1975, p. 131.
18
   MARTÍNEZ ORTEGA, Herminio, “Palabras para un prólogo”, apud OJEDA José Luz, El vendaval de la Pasión y
otros poemas, México, Universidad de Guanajuato (Centro de Investigaciones Humanísticas), 1988.
Páginas poéticas selectas:
  De Claridad, México, s. e. , 1934 (1ª. ed.); México, Editorial “La Cruz”, 1957 (2ª. ed.)

        PRÓLOGOS:

        DEL EXCMO. SR. MARTINEZ

         Giovanni Papini, en su obra reciente Dante redivivo, afirma que un santo no se ocuparía de
escribir un poema, aunque fuese capaz de hacerlo. No pienso como él, porque tengo idea tan
amplia de la santidad y tan subido aprecio de la poesía, que juzgo que en el cauce de la santidad,
por el que corren todas las ondas cristalinas que brotan del manantial eterno, puede y, aun en
cierto sentido, debe deslizarse la poesía, que tiene ese origen divino.
         San Juan de la Cruz escribió un poema de celestial unción y el Espíritu Santo no se
desdeñó de inspirar el Cantar de los Cantares.
         Lejos de ser incompatibles la santidad y la poesía se enlazan estrechamente por íntimas
relaciones: las vidas de los santos son poemas vivientes; y la poesía, como todas las cosas, llega a
su plenitud cuando vuelve a su principio, cuando sube hasta Dios llevándole el mensaje de un
amor exquisito.
         La prodigiosa revelación que nos trajo Jesús, y que San Juan anuncia en una de sus
Epístolas, se contiene en esta frase tan honda como breve: «Dios es luz». Y todo lo que es
luminoso en el universo tiene el sello de Dios y es un rayo de luz por el que baja al mundo lo divino
y por el que pueden las almas elevarse al infinito.
         Ávidos de luz, la ciencia, la poesía y el amor buscan por todas partes la huella divina, la
espléndida escala que enlaza al cielo con la tierra. La vislumbra la ciencia en sus investigaciones
ingeniosas; la descubre la poesía con su intuición rápida y hondísima, y el amor, más penetrante y,
si puede decirse, más divino, hace brotar de su propia esencia una luz celestial que embellece con
su claridad a toda criatura y sube audaz y victoriosa a hundirse en la luz indeficiente de la
Divinidad.
         Cuando la pupila del alma acierta a abarcar en una sola mirada esos divinos destellos y
funde en un solo rayo impalpable y riquísimo esos tesoros de luz, la tierra aparece en su prístina
belleza, como la contempló el Señor cuando acababa de crearla, y el cielo se entreabre para que
se vislumbre la gloria de Dios.
         Hijo de la luz y dispensador de sus tesoros, el sacerdote debe aspirar a esa mirada
suprema; en su corazón han da convivir armoniosamente la ciencia, la poesía y el amor para
enriquecerlo de Dios y para que lleve más copiosamente a las almas el don divino.
         Fruto de esa noble aspiración es este libro, que engasta en el oro finísimo de la poesía la
perla preciosa del amor y escancia en cincelada ánfora múrrina el licor del cielo. Su claridad emana
de la luz eterna; la forman dos destellos divinos al cruzarse en el prisma diáfano de una alma: el
amor, emanación celeste, encuentra su impalpable vestidura de luz, y la poesía, esplendor sutil,
engalana lo único digno de su gloria: el amor.
         Esta «Claridad» es de aurora, no tanto por ser el primer libro de su autor, sino por la
suavidad y la frescura que siente el alma al recorrer sus páginas.
         Dios quiera que la íntima aspiración que produjo este cántico llegue a la gloria de la
plenitud, pero no como la del día, que deshace la exquisita suavidad crepuscular y torna en ardor
la frescura de la aurora, sino como la plenitud de las almas, que enlaza en prodigioso fulgor la
dulzura del amanecer y la melancolía de la tarde con la gloria del medio día.

                                                                                 Luis M. Martínez
                                                                    Arzobispo Primado de México
DE ALFONSO JUNCO

        Vengo de contemplar una cascada fresca, abundosa, limpia y musical. Traigo en el alma la
lozanía y el arrullo, el gozo salubre y diáfano. ¿He estado en la Tzaráracua? No. He leído
«Claridad», de José Luz Ojeda.
        Bien está el nombre: «Claridad». Cristalina y radiosa claridad en el pensamiento, en la
emoción, en el verso. Cuando todo, en la atmósfera circundante, se vuelve complicación,
retorcimiento, apretura y tiniebla, José Luz Ojeda suelta su nativo torrente luminoso.
        Es expansiva y desbordante su fuerza lírica; su ternura, tan fina, tan acendrada y
contagiosa, surte de las honduras interiores en chorros borbollantes; su poesía salta y corre y se
explaya con ímpetus de salud [...]
        ¿Reparos? Huelgan. El poeta sabe hacérselos solo, y va castigándose y depurándose.
Las fechas nos lo dicen. Refrénase, al paso de los días, la despilfarrada afluencia, para ganar
pureza y nervio sin perder fluidez; la música del verso, melosa e igual a veces con extremo, se irá
enriqueciendo con austeridades y sorpresas, metamorfosis y polifonías; se perfila y habrá de
acentuarse la batalla del adjetivo, para abandonar el acomodaticio y genérico que llena cualquier
hueco y dondequiera está bien, y conquistar el exigente y único que no acepta más sitio que el
irreemplazable; la perfección técnica irá destacando más y más la fina personalidad del inspirado
[...]

                                                                                    Alfonso Junco


        DEL AUTOR A ESTA SEGUNDA EDICIÓN

          Hace mucho tiempo que, cediendo a los apremios de amigos y lectores —quienes parecían
decirme, en frase de Hugo Wast, que ―un libro no comienza a existir sino con su segunda
edición‖—, quise reimprimir ―Claridad‖. Pero al leer, a vueltas de los años, mis primeras poesías,
tan amplificadas, tan pueriles, o, si se quiere, tan de colegio, que no acertaba a reconocerlas.
Entones se alzó en mí este punzante dilema: o las corregía ―de fond en comble‖, como dicen los
franceses, o las dejaba sin tocarlas. Si lo primero, nada quedaría de ellas; si lo segundo, estarían
muy lejos de satisfacerme. Y resolví suspender la publicación, cerrando los oídos a las voces que
me la pedían, y aun olvidando que a este libro debo yo no pocas amistades, dentro y fuera de esta
realidad entrañable que se llama México.
          Hoy que, a Dios gracias, no me cuido ya, en lo más mínimo, de ciertos puntillos de honra
literaria, ni mucho menos de las escuelas y de las maneras en boga, cedo a los requerimientos de
un grande amigo mío, que se ha empeñado en sacar esta débil ―Claridad‖ del celemín —donde
acaso estaba bien—, con el deseo —un tanto inocente, pero generoso— de que brille un poco en
esta grande casa de nuestras letras, donde ahora fulgen antorchas tan vivas y brillantes.
          Fuera de seis poesías que corregí hace tiempo —no sé si para bien o para mal—, y fuera
también de otras tantas que tienen sólo ligeros retoques, la mayor parte aparecen aquí como se
publicaron por vez primera, pues creo que deben conservar, no obstante el desaliño de entonces,
su insustituible espontaneidad y frescura. Las fechas están allí, para escudarlas.
          Toda mi gratitud para aquellos que, hace veintitrés años, las saludaron con nobles y
magníficas palabras de admiración: aparte los que, ―contados ya los años de su vida,
emprendieron el viaje sin retorno‖, como dice el libro de Job —los Excmos. Sres. D. Leopoldo Ruiz
y Flores y D. Luis M. Martínez, el P. D. Federico Escobedo, D. Francisco y D. José Elguero, D.
Federico Gamboa y D. Carlos González Peña—, quiero citar aquí al P. D. Joaquín Cardoso, S.J., al
P. D. José Bárcena, a María Enriqueta, a Alfonso Junco, a Jesús Guisa y Azevedo, a los Lic. D.
Miguel Estrada Iturbide y D. Mariano Alcocer y a José Armida [...].

                                                                                          El Autor.

Celaya, a 3 de julio de 1957.
DEL SENDERO:

      El poema de la gota de agua

      ¿Una límpida perla luminosa,
  prendida en un rosal, como por gala?
     ¿Un rayito de sol, aprisionado
           por invisible gasa?
    ¿Una estrella caída de los cielos,
           o... una lágrima...?

      Éralo todo, con gentil alarde.
            Era una perla clara,
      un rayito de sol, una estrellita,
          y a la vez una lágrima.
     Pero era algo más bello todavía:
         era... una gota de agua.

            La puso en una hoja,
   con sus dedos rosados, la mañana,
       para dar al jardín la maravilla
 de un engaste de luz sobre esmeraldas,
          y para hablar, sin voces,
     al arcano silencio de las almas...

                       *
                   *       *

            Era pequeña y breve
—¿no son así todas las gotas de agua?—;
   pero en aquella pequeñez magnífica
          —urna divina y clara—,
    como en lago sereno que no altera
      ni el fugitivo roce de unas alas,
             el azul de los cielos,
     con toda su grandeza, palpitaba.
  ¡La inmensidad, envuelta en lo infinito
   de pequeñez, de una gotita de agua;
           la pequeñez, radiante,
 porque en su ser la inmensidad estaba!

  Sin embargo, a las veces, una sombra
           la viva luz quebraba
  —¿cuál es la claridad, sobre la tierra,
       que no tiene una mancha?—.
        Mas cuando el sol de fuego
     con un beso de gloria la besaba,
   no era sólo un fulgor, era una llama;
          era un sol cuya lumbre
    las pupilas, heridas, deslumbraba.

     ¡Divino privilegio el de las cosas
           pequeñitas y blancas:
        atraer al azul, y revestirse
               de sus galas;
arrebatar al sol sus esplendores,
  y envolverse en su clámide dorada!

             Así, calladamente,
         mi corazón me hablaba,
       cuando, de pronto, el viento
          estremeció las ramas,
    y la gota tembló, rodó a la tierra,
          que la lluvia enlodaba;
        rodó a la tierra en sombra,
         y... se rompió al tocarla.

           Primero, transparencia,
        como de una alma diáfana;
            luego, azul y fulgores:
  ¡todo un mundo divino, que cantaba!
    luego, un rayo de luz que se caía,
       y... al fin, lodo que mancha...

¡Ay! ¿Por qué se desprende de la altura
        una gotita de agua...?

    Yo la miré caer, con esa angustia
         que me sacude el alma
   cuando veo rodar de unas pupilas
 el temblor silencioso de una lágrima...

                      *
                  *       *

    Señor: yo quiero ser ese milagro
         de una gotita de agua:
  la más radiosa de las cosas breves
  y la más breve de las cosas claras.
      Así, como esa gota de rocío,
           así quiero mi alma:
  pequeña: que no aliente rebeldías;
     pequeña: que se vea delicada;
                pequeña,
              pero blanca:
      diminuto cristal, urna divina,
         para las cosas altas...

Que copie todo el cielo, y que al copiarlo
   sienta su pequeñez transfigurada
  –¡sublime pequeñez, si en ella cabe
       todo el azul sin mancha!–;
  que lo abrase del sol de tus ternuras
           la victoriosa llama,
        y en el radiante incendio
 se pierda la negrura de sus manchas,
  para que pueda ser, aun pequeñita,
como el sol de tu amor, para las almas.

  Pero si el viento aleve, que se goza
          en agitar las ramas,
para arrojar al suelo
     las maravillas de las gotas de agua,
            quiere enfangar la mía,
   tómala entonces en tus manos blancas
         —¡las manos que no rompen
            una gotita de agua...!—;
      y llévala contigo a donde el viento
             no sacude las ramas;
    donde sienta que vuelve, tras el viaje,
        al hontanar azul de la montaña
¡y se encienda, temblando, entre tus dedos,
    bajo el Sol deslumbrante de tu cara...!

                   Septiembre de 1933.



                  Polvo

           Me levanté del lodo
         manchado de la tierra,
    porque un soplo divino me dio alas
          de luz y de grandeza.

     El lodo se enjoyó de claridades,
          y hoy en su ser alienta
     una ansia inacabable de infinito
      y una sed infinita de belleza...

  Mas llegará el instante en que las alas
        que en su vuelo me llevan
    se plegarán. Y tornaré a los limos
   que eran mi cuna y mi palacio eran.

  Entonces, Tú, Señor, que me trocaste
     en una ansia de luz y de belleza,
   ¡dame otra vez la gloria de las alas,
  para alzarme por siempre de la tierra!

      Miércoles de Ceniza de 1926.




                 Otra vez

     Cuantas veces propuse quererte
           volví siempre atrás,
   ¡y hoy no acierto a decir que te amo,
     porque sé que te voy a engañar!

     ¿No sabías, Señor, al pedirme
           promesa de amor,
   que, pues soy tan menguado, podía
            jugarte traición?
Pero mira: ya tengo los ojos
         empapados de tanto llorar;
      y llorar de saber que no se ama
     ¿no es lo mismo que amar...? (1)

     Mas ya sé que sin Ti nada puedo.
      Dame lumbre de amor inmortal,
     Y de nuevo propongo quererte...
      ¡pero ya sin volverte a olvidar...!

               Octubre de 1926.

     (1) El pensamiento es de J. K. Huysmans:
“Pleurer parce qu’on n’aime pas, c’est déjà aimer”.




                    El viaje

 ―¡Cuántas veces mi espíritu errabundo‖,
   en la paz de las noches consteladas,
  hacia el piélago inmenso de los orbes,
      codicioso de luz, batió las alas!

     ¡Y cuántas, fatigado de la altura,
  cayó del mundo de las lumbres claras,
   como un pájaro herido que se abate
    con las débiles alas destrozadas!

         Y sólo trajo del inútil viaje:
   en el pecho, el venero de las ansias;
     en los ojos, nostalgia de fulgores,
    y nostalgia de alturas, en las alas...

                      *
                    * *
   Fue también una noche de luceros.
    Los de tus ojos claros me miraban
   desde el cielo triunfal de la custodia,
    que fulgía, de lumbres constelada.

     ¡Inefable quietud! En mí no había
       ni loco anhelo, ni batir de alas:
         sentía la caricia de tus ojos
    ¡y todo tu silencio, hecho palabras!

    Pero ¿por qué tu voz, tu voz divina
    al fondo de mí mismo me llamaba?
      Calladamente, sosegadamente,
  yo descendí hasta el fondo de mi alma.

   ¡Qué viaje de sorpresas inefables!
 Aún su recuerdo el ánimo me embarga.
   Primero, la negrura de un abismo,
  donde, inquieto, mi espíritu temblaba;
Luego, una senda donde un sol naciente,
   poco a poco, la niebla desgarraba,
       y, al fin, en lo más hondo,
    un surtidor de cegadoras llamas.

  ¡Era la luz que perseguía mi anhelo
           por la comba lejana,
  la Luz eterna, que se cree distante,
  y está, como cien soles, en el alma!

                      *
                  *       *

Desde entonces, Señor, yo no he soñado
    de las estrellas con la luz lejana:
   te llevo en mi ser en lo más hondo:
 ¡Tú eres la luz que el corazón buscaba!

     En tu infinito resplandor se agota
      el anhelo infinito de mis ansias
    ¡y se queman al sol de tus pupilas
  los átomos de sombra de mis alas...!

            Octubre de 1926



              DE MARÍA:

        El madrigal de tus ojos

            Hay en tus ojos,
             Virgen María,
           no sé qué suave,
              dulce fulgor:
           cuando me miras,
            allá en el alma,
             calladamente,
           se asoma el sol...

             Mayo de 1925.



        Madrigal guadalupano

            Eras más blanca
            que la azucena,
             eras más clara
            que el claro sol;
             mas te quisiste
             volver morena,
              para robarte
              mi corazón.

       12 de Diciembre de 1925.
El poema de las rosas

  Me gustaban las rosas, Madre mía.
           Pero supe que un día,
   en la gloria del alba deslumbrante,
           tus manos luminosas
 –nido de mi esperanza y mis amores–
            tomaron un fragante
   puñado de esas flores milagrosas,
  llenas de transparencias y rubores;
  y, obedeciendo a todos tus anhelos,
 pintaron de una tilma en la aspereza,
  con todas las bellezas de los cielos,
      el cielo virginal de tu belleza...

         Y hoy las amo, Señora,
con un amor que con tu amor se inflama.
  Y al mirar que el abril las desparrama
  con alarde gentil, y el huerto enflora,
         cuajándolo de estrellas,
        pienso en la dulce aurora
  en que cayeron de tus manos bellas.

        Y... sueño que en un día,
  —en el alba, radiosa cual ninguna—
  Tú me pondrás tus flores, una a una,
          dentro del alma mía...
         Y en esa tilma obscura,
    de tosquedades y miserias llena,
   las manos de tu amor y tu ternura
    pintarán tu magnífica hermosura,
 con milagro inmortal, Virgen Morena...

           Diciembre de 1924.




      DEL ALMA SACERDOTAL:

              Dos Hostias.
                  En unas bodas de oro sacerdotales

          Como infinitas veces,
   alzáronse las manos consagradas;
         y en medio del incienso
    que subía de todas las plegarias,
         brilló sobre las frentes,
          brilló sobre las almas
  todo el mundo de luz y de blancuras
que palpita en el sol de la Hostia Santa...

Pero esta vez, como si fuera en sueños,
me pareció que con la forma blanca,
     me pareció que con la forma pura
       otra cosa clarísima se alzaba,
   y un mundo de recuerdos descendía,
          y las manos temblaban,
  y otra vez —como en día ya distante—
    se arrodillaba, sollozando, el alma...

   Y yo vi las dos hostias: la que ahora
       al caer de la vida se levanta,
          y es oro de crepúsculos
      en la tarde serena y sosegada;
      y la otra inmortal, hostia divina
     de la primera Misa —ya lejana—,
       reír del corazón enamorado,
   porque el Primer Amor lo derramaba,
              y reír de la vida,
     bajo el rútilo sol de la alborada...

        Fue un instante inefable,
 de esos instantes que la vida embriagan.
              Sentí su poesía
   ¡y me puse a cantar, porque lloraba!

                       *
                   *       *

    Hostia primera, de la Misa aquella
 que no habrá de volver... ¡y nunca pasa!
   deja que mire hacia tu sol naciente
   ¡y deja que te bese toda el alma...!

  Fue... bajo el cielo azul de las primeras
              inefables palabras;
  fue cuando el alma, en toda la frescura
    del amor virginal que la embalsama,
    rompe sus alabastros, y hacia arriba
      su perfume y sus músicas exhala;
           cuando todo despierta
             con impulso de alas,
               y pasa por la vida
     con todos sus tesoros, la mañana...

           Las dos manos ungidas
 se juntan sobre el pecho, que se abrasa.
   ―Introíbo ad altare... ¡Oh, Dueño mío,
me acercaré a tu altar‖, pues Tú me llamas!
  Y subimos temblando, y con nosotros
          subió nuestra esperanza,
            y subieron, cantando,
   todos nuestros anhelos, hasta el ara.
            En ella, sobre el lino,
    que extendía su albura inmaculada,
            pusimos, reverentes,
           una hostia muy blanca.
¡Qué fiesta de blancuras! Sin embargo,
 era más blanca, entonces, nuestra alma,
  y era más blanco el rayo deslumbrante
             de la Luz increada,
   que, al dejar en el alma sus candores,
     iba, con sus candores, a besarla.

   Llegóse al cabo el turbador instante.
             Caímos sobre el ara
          con el alma en las manos
      y el corazón entero en la mirada;
             y todas las promesas
         que en lo interior hablaban
      pasaron por los labios, y cayeron
            sobre la hostia blanca.
     Luego... dijimos por la vez primera
            las divinas palabras...
  Rasgóse el fondo mismo de los cielos,
 y... ¡Dios bajó! ¡y... arrodillóse el alma...!

Después, cuando elevaron nuestras manos
            la Hostia consagrada;
      y la vimos radiante, triunfadora,
  como un sol en la noche de las almas,
      la nuestra destiló toda su dicha,
           se acallaron las ansias,
     y todos los clamores impacientes
        que en nuestro ser vibraban
    se hicieron un silencio de ternuras;
           murieron las palabras:
   ¡sólo habló nuestra nada, sólo ella,
  con un canto dulcísimo de lágrimas...!

            Así fue aquella Misa:
      un rayo de la luz de la mañana;
          un mundo de promesas
           que la Hostia elevaba;
   otro mundo más grande de ternuras;
     frescura virginal de nuestra alma,
    y Dios, que con su gloria la cubría,
   y Dios, que con su beso la besaba...

                         *
                     *       *

            Hoy he visto elevarse
    la Hostia de otra Misa, pura y santa:
    es aquella que, al cabo de los años,
          vuelve a ofrecer el alma,
      y que renueva el infinito encanto
              de la otra lejana;
la que se alza en la tarde, y es, como ella,
      quietud, adoración y luz dorada.

          No es el botón rosado
         que en el día de mañana
romperá sus mil vasos de perfumes,
 que ha de expandir el soplo de las auras;
     no es el brote rïente, cuyos frutos
    están en el verdor de la esperanza;
      es la rosa de sedas orientales
         —ánfora de fragancias—;
   es el fruto que cuelga entre las hojas
     su madurez magnífica y dorada.

           Otra vez sobre el pecho
    se juntan las dos manos veneradas,
   y de nuevo se escucha, como un eco
             de la estrofa lejana:
      ―Introíbo ad altare”.... Y una vida
    con todos sus tesoros, se adelanta.

           Porque esta vez la hostia
            no espera sobre el ara:
   la mies que el sembrador ha cultivado
            tiene espigas doradas;
      la viña del que ha sido fiel obrero
  tiene ya en su lagar jugo que embriaga.
      Y el alma deposita sus presentes,
    y su oblación es la oblación del alma.

          ¿Que hay miserias en ellos
         que el holocausto manchan?
    Sí, sí las hay... Pero a Jesús le place
             nacer sobre las pajas,
     para cubrirlas con su gloria inmensa,
  tocarlas con sus manos, e incendiarlas...
  Sí, sí las hay... Pero también hay sangre
            de martirios y lágrimas:
  y a las almas en Cruz, Cristo desciende...
¡y en las almas en Cruz, Cristo se enclava...!

  Se vuelven a decir con nuevo encanto
             las divinas palabras;
 tiemblan las manos otra vez, y tiemblan
           en el pecho las ansias,
        y... ¡baja el Dios excelso....!
   ¡y se arrodilla, sollozando, el alma...!
       Y porque hay más perdones,
   y se abren más los cielos, en la nada
         hay más hondos silencios,
más ternuras, más éxtasis, más lágrimas...

     Hostia dulce, que subes de la tarde
              en la infinita calma;
       que eres madurez, y vida plena,
        y reír de opulentas otoñadas;
      que sobrevives a los sueños todos
 y a las promesas que, muriendo, engañan,
       ¡deja que desde lejos te salude
       toda mi juventud, enamorada...!
*
                  *       *

  Claras hostias de amor, alfa y omega
           de la vida que pasa,
  que juntáis vuestra luz, en esta hora,
    en los fulgores de una sola llama:
 ¡vean siempre mis ojos vuestros soles!
 ¡alumbre siempre vuestra luz mi alma!

       Ilumina mi vida, Sol primero,
 que me miraste en la imperial mañana...
  Vuelve a regar de nuevo por mi senda
    tu sonrisa de abriles y alboradas;
vuelve a quemar el haz de mis promesas,
   en divino holocausto, sobre el ara...

  Espérame en la tarde, Sol postrero,
    tibio Sol del final de la jornada;
           y sea en Ti mi vida,
           y sea en Ti mi alma
  un átomo de sombra que se pierda
    en la luz de tu roja llamarada...

          Diciembre de 1930.



     DE LA HONDURA INTERIOR

              Disonancia

      Corazón: ¿por qué rompiste
         la estrofa de tu silencio,
       donde en un tiempo cabía
        la plenitud de tu anhelo?

      ¡Quebraste todo el encanto
          de tu divino secreto!
       ¡Diste todos los perfumes
             de tu huerto...!

          Ya no tienes una nota
       para mecer tus ensueños,
       que no sepan otros labios,
        y, con ellos, el sendero...

         Y sufres la disonancia
              y el tormento
          de oír mutilar afuera
      la dulce estrofa de adentro.

         Derrochaste tu tesoro,
         pues dijiste tu secreto.
       ¡Y es más hondo tu vacío,
        y tu dolor, más intenso!
Es un tormento callar,
   pero, al fin, dulce tormento.
   Corazón ¿por qué rompiste
   la estrofa de tu silencio...?

         Marzo de 1926.




           Fuentecilla

No sé qué tengo desde hace poco;
 no sé qué llevo dentro del alma...
          Parece el canto
          de fuente clara,
          que se desliza
          de la montaña,
          regando copos
       de espumas blancas,
y que, al arrullo de sus canciones
           enamoradas,
   de suavidades y de frescuras
        me inunda el alma.

    Vivía sólo con mi silencio,
 en lo más hondo de mi morada,
como esperando no sé qué cosa,
 no sé qué cosa que no llegaba,
       cuando en la lumbre
         de una alborada,
         con dulces voces
        que se quebraban,
           brotó rïendo
          dentro del alma
 el cantarcillo que tiene arrullos
          de fuente clara.

 Pensé, al oírlo, que era la dicha
       que yo esperaba;
         dejé el silencio
         de mi morada;
          salí buscando
         la luz del alba,
      y, como en sueños,
         oí que el alma
          también reía,
      también cantaba....

Y desde entonces oigo allá adentro
    la fuentecilla divina y clara,
  cuyos rumores fingen a veces
          dulces palabras,
         blandas querellas,
            batir de alas,
brisas que juegan
           entre las ramas.

   Y, sin embargo, yo sé que siento
            que algo me falta:
              llevo la misma
              sed en el alma,
            porque despiertas
            bullen mis ansias;
           no son mis sueños
             los que soñaba,
            ni se han secado
          todas mis lágrimas...

  No sé qué tengo desde hace poco;
   no sé qué llevo dentro del alma...
    Pero parece que algo me dice,
          con voz muy baja,
 que no es el canto que tiene arrullos
            de fuente clara,
             el de la dicha
            que yo soñaba,
          que no ha llegado,
           que tánto tarda...

            Julio de 1925.




       DEL ALMA RANCHERA

         L’amor del yuntero

   Jelipe quere muncho a Tomasilla,
 l‘hija del mayordomo de l‘hacienda.

Dende una vez que, sin querer, la vido
          con los trapos de fiesta:
     las naguas de lujosa brillantina,
    el listón encarnao de las trenzas,
      el rebozo de puntas tornasoles
  y el collarcito de brillantes cuentas,
          creyó que contemplaba
 lo q‘en el campo el corazón li alegra:
  se afiguró el manchón de mirasoles
 que se pone, en agosto, en la ladera;
   las frutas chiquititas del madroño,
           rojas como las fresas,
  que las aves pellizcan en las ramas
            y que l'aigre menea;
            el chorrito de l'agua
  que brinca del repecho de la sierra,
      y que saca polvito cuando cai,
y que relumbra cuando el sol le pega...
  ¡Vaya si staba linda la muchacha...!
¡No embalde era quen era...!

    Y Jelipe sintió que toda l'alma
        se l'iba detrás d‘ella...

        Y dende aquel momento
         nomás en ella piensa,
cuando, al cantar los gallos en el palo,
     muncho antes que amanezca,
 él se alevanta a madrugar, cantando,
       los güeyes de l'hacienda;
 cuando, al rayo del sol, a medio día,
    echa surcos y surcos en la tierra;
       cuando güelve del campo,
  ya pardiando la tarde en l'arboleda,
 detrás de los ganaos, que alevantan
          espesa polvadera...

        ¡La quere el yunterillo!
  ¡Palabra que la quere dial deveras!
          Es ella como agüita
        de mayo pa sus penas;
           lucerito de l'alba
   que alumina su vida de tinieblas...

                      *
                    * *
       Pero ella... ¡no lo quere...!
          Al prencipio no creiba
   qu'el probe juera a star enamorao
        ¡y muncho menos d'ella!
    y ansí lo saludaba como a todos
        los piones de l'hacienda;
  pero ansina que vido que las cosas
          andaban por deveras,
           meramente por eso
      no le volvió la cara ni siquera
Y cuando óiba cantar todas las noches,
           allá, dende la cerca,
           tamién ella cantaba,
          nomás pa qu'él oyera:
    "Yunterillo, tú stas equivocao...:
   no jallas ni el camino de tus eras.
  No vengas a trillar juntu a mi casa,
       que me hacis polvadera..."

   L'otra tarde volvía la muchacha
           por l'angosta vereda
que cai del ojo de agua, culebriando,
          y gana pa l'hacienda.
Llevaba, sobre l‘hombro, un cantarillo,
       chorriando di agua fresca.
          Atrás se bían quedao,
No se sabe por qué, las compañeras.
   Allí le habló Jelipe. ¿Qué le dijo,
   con los ojos clavaos en la tierra,
el gorro entre las manos,
     la cara colorada de vergüenza?
            ¿Y qué le respondió,
              qué le dijo ella,
  q‘el muchacho se jué sin decir nada,
        lo mesmo que si entonces
    encima d‘él, el cielo se cayera...?

     ¿Quén hizo aquel incuentro...?
      ¿Pa qué se aguardó ella...?
                Madrecita
    de Guadalupe, Madrecita güena:
    quítale al yunterillo ese cariño...
    ¡borra la veredita de la cuesta...!

                     *
                   * *
         La noche de aquel día
 Iba echando sus sombras dondequera.
      En el probe jacal del yunterillo
           preparaban la cena.

           –Usté, má, ¿nuá sabido
que quero a la muchacha de l'hacienda?
           –preguntaba el ranchero
             a su má ña Teresa–.
– ¡Cómo no lué saber! ¡Si todo el mundo
             lo sabe en la Calera!
    –Hoy tarde l'incontré por el camino,
             al bajar de la cuesta;
     y viendo que no tráiba compañía,
   ni s'incontraba naiden que nos viera,
   yo... pos... le dije, má, que la quería...
   y dispués... le pedí que me quisiera...
       ¡Pero ella no me tiene ni tantita
            voluntá, ni querencia...!
–Hay qu‘esperar, Jelipe: que no es güeno
             el amor sin pacencia.
 –¡No, má! ¡Si no me quere! ¡Si me dijo...
         (¡yo eso nunca lo créiba...!)
              si viera que me dijo
      que quén mi afiguraba q'era ella!
              ¡y que yo qué valía
            pa q'ella me quisiera...!
 –Pos... tú tienes la culpa, hijo del alma:
     ¡pa qué la juites a querer a ella...!
          –Má: si semos lo mesmo:
         ¡tamién ella es ranchera...!
     –Sí, Jelipe, ranchera; pero alvierte
              q‘en toda la Calera
    naiden tiene el dinero q'ellos tienen:
  ¡si su pá ya es el dueño de l'hacienda!
          ¿No ves que y'ha mercao
              un apilo de tierras?
           Ya son suyos los planes,
dende "el Mogote grande" hasta la presa,
las dos tablas de arriba,
                 toda la magueyera,
         y dicen que mercó ya la güeyada
           que bajó l'otro día de la sierra.
         Nosotros, Jelipillo, semos probes;
      tamos, como quen dice, en la miseria,
                pos apenas tenemos
                lo que tú te granjeas,
          este probe jacal, con el ecuaro,
               y algún tercio de leña,
¡y ésta porque en el monte hay muncha siempre,
       y porque Dios a náiden se la niega...!

               Ansina al yunterillo
                le dijo ña Teresa.
     Él se quedó agachao...; ella se puso
       a calentar las gordas de la cena.
      Tirao en un rincón, ullaba el perro;
      chisporrotiaba en el fogón la leña,
        y el viento de la noche parecía
             q‘iba llorando ajuera...

                         *
                     *       *

     Dende entonces Jelipe ya nuá güelto
                a pararse en la cerca,
         donde l'iba a cantar a Tomasilla,
       l'hija del mayordomo de l'hacienda.
     ya no la mira nunca. Y hay quien diga
              q'él tamién la desprecia...
                 Pero yo quise un día
                 preguntale por ella.
     Y me dijo: "La quero como siempre...
     ¿No dicen que se borran las veredas,
         pero nunca se vido que de l'alma
              se borre la querencia...?
  Porque l‘amor del hombre, si es del güeno,
         sólo se dobla, pero no se quebra.
               Mas ella m'hizo menos,
               nomás por mi probeza,
     ¡y l'amor nuá de ser paque l'humillen!
               ¡ni puede ser a juerzas!
               Pero a naiden lo digas:
      estas cosas mejor que ni se sepan...
   ¿Qué no ves que los probes no podemos
    precurar ni siquera que nos queran ....?

             Noviembre de 1926.




           DEL DIOS PEQUEÑITO
Sinfonía de Navidad

      Allá van los peregrinos, silenciosos y olvidados...
        De doquiera su pobreza dolorosa los rechaza:
   ¡se han cerrado los hogares y... también los corazones!
                       ¡No hay posada!

       Son los santos Peregrinos: el obscuro carpintero,
    que "del Padre de los cielos es la sombra" sacrosanta;
        la Doncella más humilde de las hijas de Judea,
      más hermosa que la gloria de la luz en la alborada;
    y, en el seno de la Virgen, el Dios fuerte, cuyo nombre
       las estrellas han escrito con su lumbre soberana,
porque Él fue quien en los cielos encendiólas, como antorchas,
    en la aurora de los mundos, con la luz de su palabra...

         Ya se llega de los tiempos a la cima luminosa:
    ¡no eran sueños las visiones de profetas y patriarcas!
      El Amor a quien cantaron en el arpa de los Salmos
     los anhelos impacientes de la edad de la esperanza;
          el Caudillo ―cuya gloria llenará toda la tierra‖
        ya bajó de las alturas. ¡En Belén asoma el alba!

                 Pero no: si es negra noche,
                  y ha llegado la invernada.
     Hace frío en las campiñas: es el frío de los hielos;
      hace frío en las ciudades: es el frío de las almas.
     Y se cierran los hogares y también los corazones...
                       ¡No hay posada!

  Pero ¿acaso en las mansiones opulentas de los grandes
  no hay un pobre rinconcillo que brindar a los que pasan?
  Es verdad: mas ¿quién no teme que la furia de los vientos
                 lo flagele con sus rachas?

     En la Roma de los siglos, ancho mar a donde afluye
      la infinita muchedumbre de los pueblos y las razas,
     el Panteón abre sus puertas a los dioses extranjeros,
    que lo pueblan en un triunfo de coronas y de estatuas.
      ¡Para Ti, Rey de los reyes, Dios y Rey del universo,
                        no hay posada...!

                    Pero dime, pastorcillo,
               ¿quién se acerca a las majadas,
                que los vientos se adormecen,
                 que la tierra se embalsama,
                  que los aires han sonado
                 con los besos de unas alas,
                  que despiertan las ovejas
                  y calladamente balan...?

    Son los santos Peregrinos, que caminan silenciosos...
   No encontraron con los hombres el abrigo que soñaran,
      y lo buscan en la inmensa soledad de la llanura,
     bajo el arco de diamantes de la noche constelada...
Y cantaron los pastores con un canto que tenía
       de los lirios de los valles la balsámica fragancia:
      Dulce Niño: si te niegan un albergue los palacios,
   ¡ven! nosotros te daremos un rincón en la hondonada,
        donde tienen sus rediles las ovejas baladoras,
      y los pájaros sus nidos y los pobres sus cabañas;
                     te daremos un albergue,
   si no lloras con el viento que se cuela entre las ramas.
         será pobre tu refugio; mas en él, Divino Niño,
    hallarás lo que Tú buscas: el albergue de las almas.

                                *
                            *       *

Hoy también, como en la noche más hermosa de los tiempos,
 Cristo llama a nuestras puertas, con dulcísima aldabada...

                   No es el canto de la brisa,
   que modula entre las hojas; no es el roce de unas alas:
     es el dulce Peregrino, que ha llamado suavemente,
      con sus dedos invisibles, a la puerta de las almas.
   Allí está, como en la noche del Cantar de los Cantares,
          toda llena de relente la cabeza perfumada...

 Yo lo he visto muchas veces a las puertas de los grandes,
                donde tantas manos llaman...
  Pero cerca pasa el viento, como el soplo de la muerte:
     Se desnuda la arboleda, se estremece la morada.
   ¿Quién no teme los rigores implacables de los hielos,
    en la racha que desciende del pinar de la montaña?
      El cansado Peregrino seguirá llamando afuera...
                     ¡No hay posada!

                  Nadie quiere darle abrigo;
    nadie escucha su querella, que, dulcísima, reclama.
               ¡Cuántos hay que tienen miedo
                        de la infamia
                   de su manto de ludibrio,
       de los rojos cardenales de su carne flagelada;
  de su Cruz, que resplandece con las gotas de su sangre,
    del estigma vergonzoso de sus cinco rojas llagas...!

    Y Él se va calladamente... Yo lo he visto con tristeza
        recorrer el horizonte llameante de mi Patria,
  y perderse entre la sombra, suelta al viento de la noche
      la blancura vaporosa de su veste inmaculada...

                     No, doliente Peregrino,
                   ¡no te vayas, no te vayas!
                   Ya mi Patria tiene abiertos
       los dos brazos al abrazo celestial de tu llegada,
      roto el mágico alabastro del amor y los perfumes,
     y la fe, viva y radiante, como el faro de sus playas.
                  Todo en ella es holocausto,
     se levanta de los campos un incienso de plegarias,
   reza el viento en la cimera de los pinos de sus bosques
y solloza con dulzura la canción de sus fontanas...

              Aun hay muchos que te buscan,
                  que te esperan y te aman.
               Cerca de ellos siempre tienes
    el calor de sus ternuras y el calor de sus cabañas,
 porque saben que eres suyo; que no temes la pobreza,
 ni la furia de los vientos, que se cuela entre las ramas.

              Después, ven hasta el secreto
                 rinconcillo de mi alma,
               Tú, que buscas la pobreza,
              pues naciste entre unas pajas.

                 Yo también soy pastorcillo:
         los rumores del Bajío arrullaron mi cabaña.
                         Será pobre
                         tu morada:
 un pesebre más inmundo que el pesebre en que naciste,
porque son más vergonzosas las miserias que lo manchan.
                 Pero el sol de tu presencia
       besará todas las cosas con divina llamarada,
                 y habrá luz: la de tus ojos,
       y cantares y sonrisas, y ternuras y fragancias.
      Y esa dulce Nochebuena soñaré con el encanto
     de que pagues en la gloria mi querer y mi posada,
hospedándome en tus brazos para siempre, para siempre,
   cuando venga la inefable Nochebuena de las almas...

                   Diciembre de 1926.




                         Arrullos

                 Así te quiero y te sueño:
                 pobre, débil y pequeño,
                         como yo,
                  para verte sin temores
                   y decirte mis dolores
                        y mi amor.

                No mirando tu realeza,
               no temblará mi pobreza
                     con su cruz.
            ¿Que estoy temblando de frío...?
             ¿Pues no estás así, Bien mío,
                     también Tú?

               Y eso mismo me enternece,
                pues al verte me parece,
                        Niño Dios,
               que, no obstante tu riqueza,
                 es la misma la pobreza
de los dos.

   Así te sueño y te quiero:
  que yo a tu gloria prefiero
        –¿lo creerás?–
 esa abyección que se queja,
   y que por mí nunca deja
           de llorar.

    Así te quiero y te sueño;
   me gustas así: pequeño,
           Niño Dios;
   pequeñito me enamoras,
 porque tiemblas, porque lloras
            como yo.

  Así... ¡qué dulce el cariño!
  ¡Quién fuera de veras niño
           como Tú:
    todo albura de paloma,
     todo música y aroma,
            todo luz!

   Quiero llegarme a tu lado,
      y vivir allí confiado,
            sin temor
  de pensar que me rechaces
  de esas pajas en que yaces
          por mi amor.

   Quiero ver en tus pupilas
    —apacibles y tranquilas,
          como Tú—
  que se enjoyen esos sueños
que tengo en horas de ensueños
           y de luz...

  Quiero mirarme en tus ojos.
    Allí, sin dolor ni enojos,
               viviré;
   y allí, con voces süaves,
   aquello que Tú ya sabes
             te diré...

    Ese secreto escogido,
  que tiene el alma escondido
             para Ti;
      el ritornello dorado,
  que es tan dulce y regalado
             repetir...

 Después, si vivo escuchando
    el divino arrullo blando
            de tu voz,
    y siento el alma tocada
   de la inmensa llamarada
de tu amor,

        ya sólo hallaré consuelo
           en avivar el anhelo
                de morir;
        en esperar ¡ay! la aurora
         mensajera de la hora
               de partir....

                      *
                  *       *

       En tanto, déjame el sueño
       de quererte así: pequeño,
               como yo.
        para verte sin temores
         y decirte mis dolores
              y mi amor...

             Abril de 1928.



            El último poema

    Voy a dejar la lira que me diste;
  mas temo darte su cantar postrero:
en el arte —y lo mismo en el sendero—
 la postrera canción es siempre triste.

   Y ¿cómo enmudecer sin amargura?
  ¡Por igual en la gloria y en lo adverso
      ha reído en el alma de mi verso
 el radiante esplendor de tu Hermosura!

    Tú lo sabes, Señor: mi vida era,
con mi canto y mis sueños, más sentida.
   Mas hoy dejo la lira. Estremecida,
  brota del alma la canción postrera.

   Hoy quiero tus secretas armonías:
    halle nueva belleza en el camino,
y un nuevo resplandor —claro y divino—
     en el sol inmutable de mis días.

     Que sea mi callar ánfora plena
de inmensidad, de amor, de adoraciones:
     si llenaste mi lira de canciones,
    ¡de adoraciones mi silencio llena!

  Dame tu dulce paz, en la escondida
    tristeza de mis íntimos pesares...
 Y mientras vuelvo a darte mis cantares
   ¡déjame hacer el verso de mi vida!

                   3 de diciembre de 1933.
De Agua que corre, México, s. e., 1944

          POR LA HONDURA
    “Seigneur, que votre créature est
    ouverte et qu’elle est profonde ! »
                   Paul Claudel


                Hondura

        ¡Qué sentir este sentir!
       ¡Qué extraña profundidad
      que conozco y desconozco,
             por mi mal.

         Sima cerrada y abierta,
         tan distinta y tan igual;
       tiniebla donde me pierdo,
     luz donde no me he de hallar.

    ¿De qué me sirve esta hondura,
        si me ha de engañar?

                      *
                  *       *

      Si me asomo hasta su borde,
       siempre llamándome está;
         si bajo, no llego nunca:
       que se ahonda más y más.

      Y no he de alejarme de ella:
       que conmigo siempre va,
        como algo mío, no mío,
      porque está en mí, sin estar.

    ¿Para qué quiero esta hondura,
        si no la puedo tocar?

                      *
                  *       *

    Piedras que al fondo se fueron
        ¿llegaron al fondo ya?
   ¿y eso que oigo, en mis silencios,
        rodar, rodar y rodar...?

        Sólo una vez han caído,
         pero cien sonando van,
       con voces que son a veces
          un clamoreo de mar.
¡Que me quiten esta hondura,
     si no la habré de callar...!

           Agosto de 1936



     Romance del agua clara

        Mi corazón era como
       la linfa clara de un río.

     Arenillas, hojas muertas,
      guijas, y a veces el brillo
       de alguna veta de oro,
      como un lucero caído...
   todo estaba en lo más hondo,
     y nada estaba escondido.
      Lo vieron todos los ojos,
          menos los míos.

       Vadearon, vadearon
      muchos romeros el río...

        Sólo vieron el tropiezo
       de las guijas, los altivos,
       y lo contaron al bosque,
        y al viento, y al infinito.
    Los pequeños se inclinaron,
    y, después de haber bebido,
      con un fulgor en el hueco
     de las manos, con un brillo
      en las pupilas, se fueron
             por el camino:
     ¡la cinta gris, donde todos
       nos olvidamos del río...!

     ¿Habré de sacar las guijas
       de mi cauce cantarino,
     o de esconder en la arena
    las vetas de oro encendido?

       ¡Le pediré a la neblina
   que empañe el cristal del río...!

          Octubre de 1937


     El poema de mis “nadas”

  Si los dones son ley de la ternura
 ¡cómo no he de sentir las cobardías
que me han dado esta inútil amargura
        de mis manos vacías!
Tengo, a lo más, algunas pequeñeces:
    un quebrar, a las veces, palabras y albedrío.
         Pero no sé beber hasta las heces
                ni tu cáliz, ni el mío.

              ¿Pequeñeces o nadas?
             ¿Y es a ti a quien lo digo,
                      Amigo,
       de las dádivas siempre desbordadas?

      ¡Nadas! Pero me cuestan de tal modo,
     que ¡aun siendo para ti! no van sin llanto.
            Nadas que cuestan tánto
           ¿no es porque son mi todo?

               Mira, pues, la pobreza
                     de mi vida,
     bajo del impetuoso caudal de tu largueza,
    que ignora la medida de darse con medida.

  Y, sin embargo, en sueños, oigo sonar tus voces,
    y siento que me tiendes la mano traspasada.
Si Tú eres quien me pides —y Tú bien me conoces—
 ¡es que quieres mis nadas, porque son de mi nada!

             Y entonces ¡oh, Dios mío!,
               tengo el sueño inefable
     de desbordar con ellas mi cáliz, hoy vacío,
        ¡y alzarlo hasta tu sed inagotable...!

                   Abril de 1939


                   Sobre el agua

    ¿Y por qué has de escribir sobre las aguas,
                    vientecillo,
             si en su inquietud eterna
        —movilidad de corazón vacío...—
         no se queda ni el trazo vigoroso
       que dejan con la quilla los navíos...?

                Así le dije al viento,
                    y él me dijo:
       ―Tu incesante escribir sobre las almas
   ¿no es también sobre el agua, como el mío...?

                   Julio de 1938


                      El odio

    Me atajó en el sendero, como lobo rabioso;
     clavó las dos saetas de sus ojos en mí;
     me envolvió con su aliento venenoso...
               ¡Momento doloroso,
que nunca presentí!

Porque antes, en mis múltiples rutas de peregrino,
    ni lo vieron mis ojos, ni supe nunca de él.
  ¡Fue siempre tan seguro y abierto mi camino!
       ¡Nadie rompió la espuma de mi vino
               con sus gotas de hiel!

    Mas ahora que llevo viva su mordedura,
              no lo habré de olvidar:
          es una ciega zarpa de locura;
  tal vez onda fugada de un cauce de ternura,
que arrolla y despedaza, porque no puede amar.

       Mas, no obstante la recia sacudida,
                la sorda vibración,
   no me segó los haces de rosas de mi vida:
que llevo, al mismo tiempo que la carne transida,
                intacto el corazón.

 Volveré a mis senderos. Ya rompe la mañana;
       vibra en todas las cosas un cantar.
              Siento el alma lozana.
Y me invade —lo mismo que en la niñez lejana—
     la inefable dulzura de no saber odiar...

                  Abril de 1937


                       Dar

            Todo yo me di cien veces;
             cien se me dieron a mí.
                Dádiva por dádiva;
                 pero... yo perdí.

               ¿Perdiste de veras,
                 o lo crees así?

                          *
                      *       *

              Porque más te vale
                dar que recibir,
              dar sin recompensa:
              que dar no es pedir.

                El don verdadero
                se da sin sentir.

                          *
                      *       *

          Fontana que siempre fluyes,
              y no pareces morir,
           más rica porque no sabes
que no te sabes medir,

                         ¡Qué gozo tu gozo
                         de dar... porque sí!

                       Das, y estás colmada.
                        y eres siempre así:
                          intacto y entero
                           tu tesoro en ti.

                         Porque más te vale
                           dar que recibir.

                          Octubre de 1942



                  POR EL TAJO INSONDABLE
        “Toute rose pour moi est peu au prix de son épine !
Peu de chose est pour moi l’amour où manque la souffrance divine! »
                                                   Paul Claudel

                               Dilema

                  Era todo tu afán estar conmigo..
                  ¡y era la hora de volver al Padre!
                        Era el dilema eterno:
                       o partir... o quedarse...

                 La tierra, con mi amor, te retenía;
                 los cielos te invitaban a dejarme.
                Tirado por dos fuerzas encontradas
                        ¡ibas a desgarrarte...!

              Pero el poder de Dios era en tus manos;
               en tu pecho, su incendio inacabable:
                       dos cifras que te dieron
                               la clave.

                 Fundiste en uno solo tus portentos,
                  y en una tus ternuras inmortales:
                   hiciste un imposible de locura:
                     ¡te fuiste... y te quedaste...!

                       Jueves Santo de 1938


                     El vendaval de la pasión

      “Et c’est Vous que l’on appelait le fort et l’Inaccessible!
  Le Ciel et la Terre interdits considèrent cette débauche indicible,
           Ce scandale d’un Dieu ivre d’amour et blessé! “
                                                    Paul Claudel

                 Hoy no tengo, Señor, otra locura
           que la de ser llevado del viento de huracanes
de tu enorme amargura.

              ¡Ser hoja desprendida,
            que se abandone al vértigo
                de tu recia avenida!

         Hoy no tengo ni risas ni cantares:
               que no me sabe nada
   sino el sorbo salobre de tus aguas de mares.

          Llene tu hiel mi boca temblorosa,
 y en tus vórtices rueden estos pies, que no saben
             correr a tu tiniebla luminosa.

                           *
                       *       *

             ¡Y —libre y prisionero—
    me pierda en Ti: que en Ti quiero perderme
      por encontrarme en Ti, Dolor Primero!

        Plenilunio de nimbos misteriosos.
Una quietud de ensueños, y tres hombres dormidos
          a los altos luceros silenciosos.

¿Y este nevar de luna? ¿Y este sueño de estrellas?
            Señor: o Tú me engañas,
     o he perdido los ampos de tus huellas...

  Él nada dice; pero me acerca hasta su pecho.
      Y me sube a la frente la viva sacudida
de un dolor desbordado, como huracán deshecho.

        ¡Getsemaní! La tempestad interna:
         el corazón de la Pasión de un día,
         ¡y la pasión del Corazón... eterna!

               ¡Y el alma, de rodillas!
    La gota que se tiene por onda de tu piélago
         ¡y ni siquiera sabe a tus orillas...!

                           *
                       *       *

                Como inmensa oleada
          la iniquidad te azota con su furia
        y te cubre de espuma encenagada.

          ¿Que Tú eres ―el Dios fuerte‖?
        ¿Y esa angustia infinita y esa queja
   del alma, que ―está triste hasta la muerte‖...?

   ¡Ay! todos nos perdimos por infinitos modos:
      cada quien su sendero en la tiniebla...
 ¡pero Dios te ha cargado los crímenes de todos!
Como en un sueño trágico, vez alzarse en la altura
    dos leños enlazados, y dos brazos abiertos
    y una selva de puños, crispados de locura.

        Y después, tramontando las edades,
      los pies que pisotean tu Corazón herido,
            duros a las divinas realidades.

                 Avenida impetuosa,
   que te arroja en el polvo del Olivar, temblando
           de pavores, tu carne dolorosa.

  Cuando eras Tú, domabas el viento enfurecido.
       Pero te hiciste, como yo, pecado,
      y... ¡ya sabes caer, como vencido...!

    Afuera, el plenilunio de nimbos misteriosos,
y una quietud de ensueños, y tres hombres dormidos
           a los altos luceros silenciosos...

                            *
                        *       *

   De súbito, a lo lejos, se oyen sordos rumores,
        y la penumbra del jardín dardean
             sangrientos resplandores.

             ¡Es la traición! Ya suena
                su tenebroso beso
          sobre la nieve de tu faz serena.

              ¡No quiero ver su saña!
              ¡No quiero oír sus lobos
              aullando en la montaña!

             ¡No quiero ver sus fauces!
                ¡Van a sorberse toda
              la sangre de tus cauces!

     No quiero verte, entre sus zarpas, preso,
  mientras buscan los tuyos las sendas ignoradas
                del olivar espeso...

                            *
                        *       *

        El impostor te acusa de imposturas;
  aquéllos que no rasgan, de contrición, su pecho,
    rasgan, al escucharte, sus ricas vestiduras.

                ¡Y en tus humillaciones
         pone también sus manos el amigo,
   con la injuria cobarde de sus tres negaciones!

                            *
                        *       *
El pueblo te condena, y absuelve al homicida:
              ¡la increíble ceguera
 de abrazarse a la muerte, por huir de la Vida!

    El supremo Cobarde flagela tu inocencia:
          ¡engaño de acallar un vocerío
       con una marejada en la conciencia!

                          *
                      *       *

     ¿Vamos ahora por la selva obscura...?
 Llévame de la mano: que no sé de tus huellas
           ni sé de tu hermosura...

      ¿Quién me empuja en la sombra...?
          ¿Qué boca de blasfemias
          en la sombra te nombra?

     ¡Obscura selva de la celda obscura!
   Unos soldados ebrios, un puñado de varas
      y una racha de abismo y de pavura.

 Antro donde el infierno encerró sus tormentas,
  para que descargaran en Ti sus remolinos
            de befas y de afrentas:

  El golpe de la vara que en tus carnes estalla,
  con el choque sonoro con que baten las olas
               el cantil de la playa.

       El chasquido del látigo envolvente,
que te deja en el cuerpo, con su rastro de anillos,
        su fina mordedura de serpiente.

        Y todo sin cesar, como si fuera
       granizada que rompe los rosales,
     chubasco que encharcó la sementera.

                El turbio salivazo
             que te estalla en la cara,
        y no sé si es blasfemia o latigazo.

 Y el hincarte las ciegas puntas de los espinos,
     que te rompen las fuentes de las venas
   y las fuentes calladas de tus ojos divinos...

                          *
                      *       *

Y ahí estás —―¡Ecce Homo!‖— befado y azotado.
       Pero la turba clama: ―¡Crucifícale...!‖
        con estruendo de mar alborotado.

                          *
*       *

     Allá vas, caminando por la doliente vía,
    donde cedes al peso de la cruz espantosa
    y al peso con que pesa toda mi cobardía.

            Donde hallas las miradas
      que fueron para Ti, cuando eras niño,
       serenidad de noches consteladas.

             Y hoy son como dulzura
        de aceite efuso y embriagante vino,
  pero también un soplo que enciende tu tortura.

      Y donde, en medio del insulto espeso,
      una mujer te cubre la cara con su toca
      ¡porque ya era dolor no darte un beso!

        ¡Beso valiente que yo quiero darte,
   divina Faz, que tienes mi sangre y mi saliva,
   para que ya no pueda negarme, ni negarte...!

                           *
                       *       *

         Pisas, al fin, la cumbre iluminada,
   para tender los brazos sobre el duro madero,
         y rendir, con el cuerpo, la jornada.

             ¡Al cabo, en su aspereza,
              tienes, Señor, en donde
                 reclinar tu cabeza!

Mas la cruz se levanta y, en sus brazos triunfantes,
    alza, como un trofeo, tu cansancio infinito,
que cuelga, suspendido, de las llagas sangrantes.

      Ruge, al verte, la loca muchedumbre.
            ¡No es más áspero el viento
   contra el recio ramaje del árbol de la cumbre!

   ¡Cómo tiras la savia por tus largas heridas!
  ¡Cómo tuerces las ramas, sedientas de rocío!
 ¡Cómo vuelan al viento tus hojas desprendidas!

  Arriba, el ancho cielo, que parece implacable,
              y un inmenso abandono
                y un sol inexorable.

      Abajo, el vocerío, los ojos inyectados,
              las bocas espumosas,
             los dientes apretados...

¡Y entre el cielo y la tierra, tu cuerpo estremecido,
            como un racimo espléndido,
   contra el lagar nudoso de la cruz, exprimido!
*
                       *       *

   Suena un clamor. Los orbes se estremecen
           y los astros se manchan
         de sangre, y se obscurecen.

       Es la venganza enorme del abismo,
            que, cimbrando sus senos
             como en un cataclismo,

            deja la tierra hendida,
  como para que grite, por cien bocas abiertas,
            la muerte de la Vida...

                           *
                       *       *

             El vendaval se ha ido...
     Ahora es una brisa cargada de perfumes
               de huerto florecido:

     La brisa de vergeles del eterno collado,
 del monte de la mirra, sobre el cual resplandece
              tu cuerpo traspasado.

         La brisa de tu sangre inmaculada,
que, al correr, arrastrando los crímenes del mundo,
                 en inmensa oleada,

 va cantando hacia el Padre la estrofa indefinible
       de la paz en la tierra y en los cielos,
         que desarma su cólera terrible,

  y lo inclina a la tierra, con las manos rendidas,
              para mirarte en éxtasis...
  ¡y mirarnos a todos, por tus anchas heridas...!

          Viernes Santo de 1938 y 1939.



        POR LA ORILLA DEL SENDERO

           “Caminante, son tus huellas
              el camino, y nada más;
            caminante, no hay camino,
            se hace camino al andar.”
                    Antonio Machado


                       Copla

             Bajo el cielo de mi tierra,
               una tarde del estío,
oí una voz que cantaba
           por la orillita del río:

         ―A solas, y sin palabras,
       te he de decir lo que ansío,
          a solas, y sin palabras,
          por la orillita del río...‖

        Cayó la tarde, vencida;
       quedó el sabinar sombrío.
       Se fue quebrando la copla
         por la orillita del río...

             Agosto de 1940


       Charquita de la quebrada

       Charquita de la quebrada
              de la sierra:
        mira si nos parecemos,
      como dos almas gemelas.
        En el día, viento, polvo
            y hojas secas;
     y en las noches consteladas
         de silencio y belleza,
      vaso perdido en la sombra,
    que se ha llenado de estrellas...

            Octubre de 1934


                  Amar

          Un solo pensamiento
          y un recuerdo tenaz;
  dos olas que, con júbilo de espumas,
   en el mismo cantil sonando están;

           Una palabra llena,
          con anchura de mar,
  que se dice cien veces, y cien veces
       tiene frescor de novedad;

     Un girar de la vida en otra vida
—alas que en torno de una llama están—,
    y un sentir, en el vértigo del giro,
  que se borra... o no existe lo demás;

   Un afán de partir la misma suerte
  —sorbo de hiel o suavidad de pan—,
 que nunca dice ¡basta! y se transforma
     en invasor anhelo de unidad;

    Un gozo desbordado, que parece
           que va a estallar,
y que sabe más hondo sin palabras,
               y en soledad;

      Una viva y quemante clavadura,
             bajo la cual están
      boca sellada, y ojos extasiados,
      y manos extendidas para dar...

                        *
                    *       *

  O yo no he de entender esta amalgama
           de sombra y claridad;
     este abrazo de júbilo y tormento,
   de duda y plenitud... o eso es amar...

              Octubre de 1939



            La tarde de Emaús

      Iban, por el incendio de la tarde,
             camino de Emaús.
        Les pesaba en el alma todo
          el escándalo de la Cruz.

               Sentían infinita
     sed de callar. Pero su desencanto
         se iba haciendo palabras,
           por no volverse llanto.

         De pronto, un peregrino
    marcha con ellos por la senda. Pero
     ¿para qué sirve, en la angustia,
        compañía de extranjero?

          ¿Extranjero? ¿Y conoce
               su desilusión?
          ¿Y tiene, a flor del alma,
     la pregunta que sabe al corazón?

          Ya no van los discípulos
    hundida, sobre el pecho, la cabeza:
la dulzura de aquel ―¿Por qué vais tristes?‖
    le dio un vuelco divino a su tristeza.

        Ya vibra en sus palabras,
    al hablar del Ausente, su alegría:
  ―Un gran Profeta poderoso en obras...‖
    ¿Sólo aquel extranjero no sabía?

          Mas ellos ―esperaban‖...
    Esperaban... ¡y él fue crucificado...!
     ¡Y estaban ya para caer tres días
sobre la piedra enorme del sepulcro sellado!
¡Oh —les dijo el viajero—
        tardos para entender las Escrituras!
   ¿No debe ser el grano de trigo hecho pedazos,
 para que pueda alzarse, como hostia, a las alturas?

      Y abriendo a los Profetas, en las páginas
 de sangre, en que el abismo de la Pasión pintaron,
          fue escribiendo un solo Nombre
          allí donde los cielos lo callaron...

    Era el momento augusto en que en las cosas
         el sol, con flavos esplendores, arde,
      y se alargan las sombras con las lumbres
           de los últimos oros de la tarde...

       Sobre el largo camino y sobre el valle,
                 la niebla que subía
               era como un incienso
              en la oración del día...

               Iban llegado a Emaús.
              Y el misterioso viandante
               hizo ademán de seguir
               por el camino adelante.

         ¡Qué dolor del final de la jornada
       que se anduvo en segura compañía!
       ¡Cómo brotó del alma el dulce ruego:
  ―Quédate con nosotros, porque se muere el día‖!

               Y entraron. Él, absorto
                 en un sueño divino;
         ellos, como embriagados todavía
        por las hondas palabras del camino.

              Después, aquella cena...
        —―¡la cena que recrea y enamora!‖—
                en que la noche tuvo
              un resplandor de aurora:

              Aquel rostro encendido,
         aquellos ojos, fijos en los cielos,
      aquel partir del pan, como en un éxtasis,
       que, de pronto, rasgó todos los velos.

              ¡Era Jesús! Los discípulos
       vieron las lumbres de sus llagas bellas,
            y sintieron el alma constelada,
lo mismo que un remanso que se inunda de estrellas...

       Y como el día, cuando estalla en voces,
          sus pechos estallaron de alegría,
             mientras, en lo más hondo,
         como una llama, el corazón ardía...
Extranjero:
                      En el sol de mi camino
               déjame oír tu voz —cielo y hondura—;
             dame a gustar del ágape de tu pan y tu vino,
                ¡quema todo mi ser en tu ternura...!

                           Agosto de 1941


                         POR EL SURCO
―Como el olor de un campo cuajado de verdores, que bendijo el Señor‖.
                                    Génesis, XXVII, 27

                       Era muy linda la niña

                        Era muy linda la niña
                      que me robó l‘amor mío...

                       Rancherita, pero bella,
                      como la flor del crucillo;
                       chiquita, pero preciosa,
                      como estrellita en el río.
                     Cuando cantaba, cantaban
                        con ella los pajaritos;
                     cuando andaba, se mecía
                      como espiguita de trigo.
                      Y era el color de su cara
                      como el color encendido
                      que tienen los mirasoles
                     que nacen en los baldíos.
                        ¡Por eso yo la quería
                     como a naiden he querido!

                     Mas ¿cómo jue que una vez
                       dejé de verla, Dios mío...?
                    Recuerdo que era una tarde...
                      ¡Todo el rancho me lo dijo!
                        ¡Ay, naiden me lo dijiera:
                        yo me lo hubiera sabido:
                       que ya no salió a la cerca,
                         ni bajó por agua al río.
                    Vino el dotor dende el pueblo.
                       Yo jui a dejarlo al camino;
                   y, aunque uno no entiende bien,
                      comprendí lo que me dijo...

                     Una vez salió Nuestro Amo
                       de su casa. Los vecinos
                        se juntaron por ajuera,
                      poco a poco, entristecidos,
                      quitándose los sombreros
                     y hablándose muy quedito...
                        Adentro, se oyó rezar,
                    y dispués... ¡se oyeron gritos!
                      ¡Sentí perder la cabeza...!
                     ¡Me mataba aquel gentío...!
¡Y me salí, trompezando,
  pa llorar nomás conmigo...!

              Otro día,
            tempranito,
   salió para el camposanto,
       en una caja de pino,
      llenita de cinco-llagas
             y de lirios.
    Y dicen los que la vieron
 —¡que mucha gente la vido,
    pero yo no tuve juerzas
     ni valor, pa resistilo!—
     que ansina les parecía
  como que se bía dormido.
  Estaba el campo re chulo,
         cubridito de rocío:
¡que hasta las yerbas lloraban
  de ver que la bían perdido!
     Sólo a mí no me salía
  ni una lágrima, ni un grito.
 Llegamos. Todos prendieron
     unos cabos amarillos.
       Bajaron aquella caja;
 se oyó el golpe de los picos,
   y luego... ¡No, lo demás...
     yo no pudiera dicirlo...!
    Al volver, no sé ni cómo
   pude dar con el camino...

        ¡Ay, d‘entonces
           yo no vivo!
 Cien veces me jui del rancho,
  y las mesmas q‘he volvido;
    huyo su casa, y sin verla
      no jallo ningún alivio.
Siento un peso aquí en el alma,
   como de plomo y de frío...

  Mirasol, que te has secao;
   estrellita, que te has ido,
  ¿por qué, si tú ya no vives,
  yo ni me muero ni vivo...?

                 *
             *       *

 Me lo contaba un ranchero,
     bajo del arco infinito,
 volviendo los dos del monte
      camino del caserío.
   En tanto, sobre las cosas
 la noche había descendido;
    perfumaban mirasoles
     en la paz los baldíos,
   y una estrellita temblaba,
como lágrima, en el río...

            Agosto de 1935



 POR EL CAUCE DE LAS TINIEBLAS
 “Entre tinieblas me ha hecho andar...”
                  Lamentaciones, III. 2

           Queja a mi madre

       Desde el día que te fuiste,
 se me quedó esta queja, encadenada,
   que hoy, rompiéndome los hierros,
       se me va de las entrañas
          con libertad de grito
         y libertad de lágrimas.
          Ni puedo detenerla,
         ni quiero que se vaya.
         ¡Tortura de un queja,
        cuando se tiene el alma
             demasiado llena
             para palabras...!

                      *
                  *       *

                Yo tenía
              tus miradas:
          un azul de remanso
           de aguas claras.

       Para mí, cuando era niño,
        en ese azul Dios estaba,
       y estaban todas las cosas
              transformadas:
         alto vitral de un templo,
            donde reía el alba.
Más tarde, cuando el vuelo de la angustia
         cruzó tus aguas claras,
        tú llevaste sus sombras
                 en el alma;
          pero yo tuve siempre
   todo el azul de Dios en tu mirada.

  Mas hoy la rama negra de la muerte
         quebró tus aguas...

                      *
                  *       *

                Yo tenía
              tus palabras:
          rocío para esta tierra
            que no se sacia.
Rocío lento,
          de madrugada,
        que caía luminoso
           y empapaba;
        rocío como caricia
      de manos inmaculadas,
       sobre las flores rotas,
         sin lastimarlas...

   Mas ¿para qué vivo ahora,
    si no lo siento en el alma?
   ¿Para qué quiero esta tierra
             agrietada,
    y esta sed, y este silencio
         que me mata...?

                  *

        Yo tenía un amparo:
         tus manos santas.

      Seguro estaba en ellas,
  más que las hojas en la rama,
 como la paloma de los Cantares
  en la grieta viva de la muralla.
 Y aunque, a veces, mis caminos
  de tus manos me arrancaran,
    las sentía en lo más hondo
   tirar de mí, como un áncora,
         tirar de todo mi ser
 hacia el azul abrigo de tu playa.

   Mas hoy ¿qué será del barco
           sin amarras?
   ¿de la paloma, en el vértigo
          de las rachas?
    ¿de la hoja desprendida,
   por los vientos aventada...?

                  *

              Yo tenía
             una dádiva:
         la dádiva radiante
     del amor que no engaña.

    Amor, que, siendo silencio,
         era voz y plegaria;
    que enriqueció mi pobreza
        con su abundancia,
y que dio, por mi sol y por mi júbilo,
    su tiniebla y sus lágrimas.

          ¡Divina y terrible
             tu dádiva,
amor que no eres
                 moneda falsa!

              Pero ahora voy solo
              por la senda cerrada.
              Entre tu ser y el mío,
               ni señal, ni palabra.
        Y las manos, abiertas y tendidas
             a la imposible dádiva...

                          *
                      *       *

              Antes de que te fueras,
           el dolor te hincó sus garras.
           Y tú, que callaste siempre,
                    te quejabas.

              Era tu queja como
              una llamada larga,
         como el gemido de una puerta
         que para siempre se cerrara...

              Era esta queja mía,
que hoy me rompe los hierros y se me va del alma.

          Porque yo, que de ti no tengo
                      nada,
               sólo tengo tu grito,
           clavado en las entrañas...

               3 de enero de 1942


                      Lucha

             ¿Y de dónde esta lucha
               que no entiendo...?

              Tú me llamas amigo,
              yo, cobarde, te niego;

           Tú, constante, me esperas,
             y yo engaño tu anhelo;

            Vas siguiendo mis pasos,
             y yo cambio el sendero;

            Me llamas con tus silbos,
             y tus silbos desprecio.

            Si en las albas me miras,
               a todas estoy ciego;

           Si en la noche me buscas,
             en la noche me pierdo;
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José luz Ojeda. Voz germinal

  • 1. José Luz Ojeda, voz germinal Semblanza biográfica y selección antológica por J. Jesús García y García
  • 3. Un autógrafo del padre Ojeda
  • 4. EL PRESBÍTERO JOSÉ LUZ OJEDA, HACIA 1944
  • 5. EL CANÓNIGO DON JOSÉ LUZ OJEDA, HACIA 1963
  • 6. El peregrino de la palabra Desde tu mal, desde tu entraña, desde tus lágrimas, quiero ser voz-germinal. Pensar desde ti, desde tu centro hablarte... Josep Palau i Fabre Somos legatarios de José Luz Ojeda. No conforme a derecho, pero sí conforme a naturaleza, todos los católicos —especialmente los mexicanos y de modo particular los abajeños— podemos solazarnos con los intangibles bienes que para nosotros destinó el testador, provenientes de su actividad estética y de su ético ejemplo. Al tratar de rescatar aquí lo más selecto de tan rico legado, antes de que todo él se disuelva en el tiempo, sentimos la necesidad de bosquejar un retrato de nuestro benefactor, al que, según confesión propia, tanto le preocupó —sobre todo en la etapa en que se preparaba para ejercer como ―peregrino de la palabra‖, es decir, como misionero— que su voz fuera germinal: Porque nuestra tarea como predicadores no estriba únicamente en decir palabras: hay que poner 1 sangre sobre ellas, para que Dios las haga germinar. 2 Si hurgamos en sus Memorias, es posible extraer por lo menos los más ostensibles méritos del padre Ojeda como clérigo, maestro, predicador, poeta y biblista. Otra cosa conoceremos o confirmaremos: que de un modo estoico e indeclinable nuestro personaje supo arrostrar los peligros de la persecución religiosa, especialmente durante los años de su formación 3 sacerdotal. En su ocurrente narración van fluyendo las líneas torales de su perfil curricular: nació el 27 4 de diciembre de 1899 en San Nicolás de los Agustinos, municipio de Salvatierra, Gto., lugar aquél que como centro de población tenía la categoría de hacienda, y, considerado como centro de explotación agropecuaria, pertenecía a una clase de igual denominación, hacienda, la que todavía entonces daba gusto por lo productiva, aunque, de otra parte, producía espanto por los métodos injustos y procederes desalmados de sus propietarios civiles, verdaderos neoconquistadores 5 extranjeros, primero Gregorio Lámbarri y después los Bermejillo, marqueses de Mohernando. Los padres de José Luz fueron don José Luz Ojeda Patiño —un domador de caballos que murió aplastado precisamente por un equino cuando el cuarto de sus hijos y tocayo tenía apenas cinco años— y doña Genoveva López, quien vivió bastante más, hasta el Viernes de Dolores de 1 OJEDA José Luz, Tierra, canto y estrellas. Memorias sin memoria, México, Jus, 1975, p. 209. Juicio de Joaquín Antonio Peñalosa sobre este libro: “prosa elegante, castiza y señorial”. 2 Op. cit., passim. 3 El Académico de la Historia y canónigo don Jesús García Gutiérrez (vid. Acción anticatólica en Méjico, México, Helios, 1939) dice que en nuestro país, desde mediados del siglo XVIII, el estado habitual es el de persecución religiosa. No debe extrañarnos, pues, que, como circunstancia premonitoria, en el mismo año del nacimiento de José Luz haya surgido en San Luis Potosí el Círculo Liberal Ponciano Arriaga, grupo político que cuestionaba al régimen porfirista por haber éste abandonado las ideas de la Reforma y por “permitir que la Iglesia hubiera cobrado beligerancia”. Los integrantes de este Círculo iban a ser los precursores de la revolución de 1910, a cuya sombra se originarían tantos episodios persecutorios. 4 OJEDA José Luz, Op. cit., p. 14. En ese año nuestro planeta tenía cerca de mil 600 milllones de habitantes. 5 La hacienda de San Nicolás de los Agustinos fue fundada en la segunda mitad del siglo XVI y en seguida se convirtió en la más preciada joya de las propiedades agrícolas de la provincia agustiniana de San Nicolás de Tolentino de Michoacán. En el siglo XIX la vendieron los frailes.
  • 7. 1940. Menciona a sus hermanos: ―eran seis: antes de mí, Lola, Pachita y María; después de mí, Ricardo, Baltasar y Cuca‖. ―Ranchero‖ de origen —como se autocalifica—, el padre Ojeda dice que debe a esa condición, entre otras cosas, ...cierta sorda rebeldía, la inclinación irresistible a la contemplación de la naturaleza [...] y, sobre todo, la admiración, de la que ya hablaba el viejo Aristóteles en su Metafísica, y a la que estimaba tanto 6 Descartes que a ella reducía todas las pasiones, como Bossuet las reduciría, más tarde, al amor. Admiración, por lo demás, que a nuestra vez le debemos a Ojeda en este siglo en que parece estarse agotando en el mundo la capacidad de asombro. El pequeño José Luz fue llevado, cuando aún no cumplía la edad de dos años, a vivir a la cabecera del distrito, donde se le vino a las mientes que era de agradecerle al Lerma la feliz ocurrencia de pasar por Salvatierra para dejar el iris del ―Salto‖, la gracia antigua del puente y las dos franjas de la sabinera [...], una de las más bellas del río 7 [...] en su largo recorrido. Tuvo lugar en Salvatierra su formación escolar básica, muy a la manera usual de la época, tentaleando en varias escuelas más o menos improvisadas —su recordada ―de Moniquita y Amparito‖, entre ellas—, hasta llegar al colegio formal, el de Nuestra Señora de la Luz, dirigido por don Pedro Sosa. 8 En su deseo de entrar al seminario, obtuvo una carta de recomendación del padre Vicente de P. Meza, el nuevo director del colegio de Nuestra Señora de la Luz. Con esa palanca ingresó, 9 en Morelia, al internado de San Ignacio. La clausura de los establecimientos de enseñanza religiosa el 31 de julio de 1914 por los triunfantes carrancistas que pusieron por gobernador de Michoacán al general Gertrudis Sánchez, trajo a José Luz nuevamente a Salvatierra, donde, tras un frustrado intento de reincorporarse al seminario, que pronto había vuelto a operar (esta vez en condiciones de clandestinidad), se dedicó al comercio en la tienda de abarrotes propiedad de su familia. Felizmente —dice— lo que yo tenía de comerciante no pesaba veinte gramos en las balanzas de la 10 tienda de mi casa. Ese mismo año estalló la Primera Guerra Mundial, murió Pío X y ascendió al pontificado Benedicto XV. En esas andaba el mundo cuando llegaron a Salvatierra René Capistrán Garza, Julio Jiménez Rueda y Jesús Rodríguez Gaona —colaboradores, entonces, del padre Bernardo Bergöend— a fundar el centro local de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana, lo que fue posible gracias al concurso de Ojeda, entre otros: 6 OJEDA José Luz, Op. cit., p. 14. 7 Ibidem, p. 25. 8 Su inclinación levítica quedó al descubierto muy tempranamente. De pequeño jugaba a los altarcitos y “bautizaba” a las muñecas de sus hermanas. Decía que “quería ser Padre”. Pero tenía “frenillo”: no podía pronunciar bien algunas letras, y por ello sus parientes le decían que “no podría ser Padre”; pero Lucito replicaba que sí lo sería y que a todos ellos los iba a hacer llorar con sus sermones. En cuanto llegó a la edad conveniente, entró a servir al templo parroquial en calidad de monaguillo [informó Ana María Ojeda viuda de Reséndiz, 10 de octubre de 2003]. 9 Desde el siglo XVI Salvatierra (primitivamente Guatzindeo-San Andrés Chochones) ha venido perteneciendo, en lo eclesiástico, a la diócesis de Michoacán, actual arquidiócesis de Morelia, dilatada provincia eclesiástica a la cual su arzobispo Leopoldo Ruiz y Flores atribuía en la visita ad Limina de 1920 una población de un millón 45 mil 155 habitantes, distribuidos en una extensión de 22,136 km². 10 OJEDA José Luz, Op. cit., p. 46.
  • 8. me di por entero a aquella asociación, de la que fui, sucesivamente, secretario, presidente, tesorero, en una palabra, todo lo que podía ser.- Quieras que no quieras, en la A.C.J.M. tuve que subir a la tribuna, salir a las tablas, lanzarme a las obras sociales, y, a causa de esto, hube de pasar por el corredor sombrío de las más duras críticas y de las cuchufletas vulgares. Porque, en nuestras ciudades de provincia, hay siempre un grupo de descontentos, que forman una de las más grandes cofradías del mundo, y otro de inútiles, que a veces se disfrazan de intelectuales, y que se pasan la 11 vida disparando, contra los que hacen algo en el campo católico, todas las flechas de su aljaba. Sin contar con que para ese entonces ya debe haber pesado sobre José Luz, como una losa, el secreto deber de exhibir ante la comunidad una conducta personal que contrastara suficientemente con la de algunos parientes suyos, exaltados campeones del más galopante machismo mexicano. De aquellos sus días de acejotaemero datan su adicción a la lectura, sus primeros devaneos de muchacho romántico, su primer tomo de versos, la publicación del periódico Lux: Nos tomaba tiempo y afanes no sólo escribirlo, sino ―pararlo‖ y ―tirarlo‖ en gran parte de la noche del sábado, tras de lo cual nos tumbábamos a dormir, en la imprenta, sobre camas de recortes de papel. 12 Pero éramos felices. Desde su regreso a Salvatierra el hostigamiento a los católicos había continuado en casi todo el país: el carrancismo, triunfante en 1914, se lanzó contra la Iglesia: [...] los obispos, excepción del de Cuernavaca, que estaba en la región de Emiliano Zapata, se vieron obligados a salir del país; los sacerdotes fueron encarcelados, desterrados o fusilados, como el padre David Galván, a quien dieron muerte los carrancistas porque estaba confesando, entre las balas, ¡a un convencionista! Las religiosas fueron expulsadas de sus conventos, y, en muchos casos, entregadas a la soldadesca [...] los vasos sagrados, las imágenes y los templos fueron profanados; los edificios de las corporaciones católicas fueron ocupados, y algunos votados, prácticamente, a 13 derrumbarse en ruinas. En todo se puso la garra, y todo se pisoteó... ¡para ―castigar a la clerecía‖! En Michoacán, el 4 de mayo de 1915,el gobernador Alfredo Elizondo emitió un decreto por el cual abolía la enseñanza religiosa en el estado y prohibía de manera especial los seminarios, por lo que el diocesano de Morelia tuvo que ser clausurado, aunque la enseñanza siguió dándose ocultamente en casas particulares a grupos pequeños de alumnos. Con increíbles dificultades y 14 peligros se terminó el curso de 1915, y los de 1916 y 1917 se hicieron en idénticas condiciones. Desde octubre de 1917 las cosas empeoraron. Los mexicanos anticatólicos se alinearon con el bolchevismo triunfante en Rusia, que anunciaba la libertad del hombre pero en la práctica suprimía fundamentales derechos humanos y todo lo que es democracia y, además, ―mataba‖ a Dios. El comunismo moreliano acabaría por provocar sangrientos sucesos en mayo de 1921. Saltando sobre la carga de ideología contraria, José Luz Ojeda volvió un día al seminario, ―doblado ya el cabo de los veinte años‖, para seguir su carrera religiosa, ya sin interrupción alguna, pese a los peligros que aún le acechaban. En cuatro años (1921-1924) despachó los estudios del Seminario Menor (asignaturas de latinidad y filosofía). El rector lo fue, con algunas ausencias, don Luis María Martínez. Al mismo tiempo, Ojeda estudió el francés y empezó a poetizar en serio. Le apasionaba la historia. Ya en el Seminario Mayor (en el que se llevaban las materias de teología, derecho canónico, liturgia y otras), de entrada imprimieron honda huella en su memoria dos novedades que para él fueron gozosas: el uso obligatorio y cotidiano de la sotana, y su primera clase como profesor (academia de castellano). Recuerda a sus profesores: don Luis María Martínez, los canónigos Luis Madrigal y José Gaytán y los padres Pedro Aceves, José Gamiño, Joaquín Sáenz, Gregorio Alfaro, Jesús Campos e Ignacio Aguilar. El padre Rafael de la Vega era el prefecto. Durante el período presidencial de Plutarco Elías Calles, a pesar de que estudiaban muy a las escondidas, los seminaristas sufrieron detenciones, interrogatorios y amenazas, como represalia a 11 Ibidem, p. 47. 12 Ibidem, p. 48. 13 Ibidem, p. 55. 14 Cfr. BRAVO UGARTE José, Historia sucinta de Michoacán. III, Estado y Departamento (1821-1962), pp. 209-210.
  • 9. ―la revuelta de los cristeros‖. A su gran amigo Fernando Ruiz Solórzano (más tarde, sucesivamente, secretario de la Mitra moreliana y arzobispo de Yucatán) en cierto momento lo dieron por fusilado. Debido al endurecimiento de las leyes en contra de la Iglesia por parte del régimen político imperante, el 31 de julio de 1926 fue suspendido el culto religioso en todos los templos del país. Simultáneamente se inició el movimiento armado que llaman ―La Cristiada‖, por el cual los católicos que no soportaron más la violación de sus derechos y de su dignidad los reclamaron con fuerza y valentía. En circunstancias de subrepción, José Luz recibe, el 18 de diciembre de ese mismo año de 1926, las órdenes menores del exorcistado y el acolitado. Por la forma en que se ve obligado a trabajar el seminario, su cabeza visible es Ojeda, pero sin ser vicerrector. El 28 de febrero de 1928 es detenido por agentes del gobierno, quienes le dicen al soltarlo: ―El seminario ya no se abrirá más. Les dice a sus alumnos que eso de las cosas de los curas ya se acabó en México, y que se vayan a sus casas‖. En el mismo año, el 2 de junio le es administrada la orden del diaconado, y el 22 de diciembre queda ordenado sacerdote. El día 3 de enero de 1929, en una casa de Salvatierra, celebra su primera misa y de esa forma festeja el día onomástico de su madre. A finales de junio se entera de que finalmente se arregló el conflicto religioso. Se estrena como predicador el 11 de julio de 1929, en ocasión de la solemne reapertura de cultos en Salvatierra. Solicitado por el obispo de Querétaro monseñor Francisco Banegas y Galván, el presbítero José Luz Ojeda fue de 1931 a 1933 a fungir como prefecto espiritual del seminario queretano, el cual, para variar un poco, cayó en el funcionamiento clandestino, debido al acoso del gobernador Saturnino Osornio. Cuando éste clausuró el colegio afirmó que lo hacía porque ―así lo exigía la seguridad del Estado‖, pues ―se tenían noticias de que en dicho edificio se celebraban juntas de 15 carácter político‖. En el último de esos años Ojeda estuvo en Coroneo, Gto., a donde fue trasladado el seminario menor. Requerido por la arquidiócesis moreliana, allá volvió y se enteró de que querían poner sobre sus hombros la dirección espiritual del seminario menor arquidiocesano. Apeló ante el vicerrector, su amigo el padre Fernando Ruiz Solórzano, y logró que se revirtiera aquella decisión, aunque no inmediatamente. Mientras tanto vino lo que Ojeda llama la diáspora, semánticamente así explicada: Esta palabra era, en un principio, traducción de expresiones hebraicas de cierta dureza, como ‗ser arrojado‘ o ‗desterrado‘. Luego designó la presencia de minorías del judaísmo en el mundo gentil, y más tarde, considerándose esta dispersión como un beneficio a causa del proselitismo judío, la palabra cobró cierto timbre de grandeza. En un sentido más alto, para los cristianos designa esta vida, ya que, según las Santas Escrituras, ‗no tenemos aquí ciudad permanente‘, porque nuestra 16 patria está en los cielos. La diáspora fue el más largo y difícil desplazamiento del seminario arquidiocesano de Morelia, primero por tierras del Bajío y después por la sierra michoacana. Duró desde 1934 hasta 1943. El seminario mayor se estableció en Celaya y allí pudo aguantar hasta que vinieron mejores tiempos. Pero el seminario menor sufrió una gran dispersión tocando desde ciudades hasta rancherías: Salvatierra, Salamanca, Rincón de Tamayo, Eménguaro, Huapango, La Esperanza, Los Fierros, Villa Madero y la Cañada de la Vuelta; esto en el Bajío, y más tarde en la sierra michoacana: en Tlacotepec, por los años de 1938 y 1939; en Santa María de los Ángeles, por 1940, y en San Francisco de los Reyes, de 1941 a 1943. Con asistencia del padre Ojeda a la ceremonia, la imagen de Nuestra Señora de la Luz, patrona de Salvatierra, fue coronada pontificiamente, con gran regocijo popular, el 24 de mayo de 1939, mediante autorización otorgada por el papa Pío XI, quien murió ese mismo año y fue sucedido por Pío XII. Terminó la guerra civil española y comenzó la segunda guerra mundial. 15 OJEDA José Luz, Op. cit., cfr.pp. 138-139. 16 Ibidem, nota en la p. 147.
  • 10. En 1940 el padre Lucito compró su cámara ―Rolleiflex‖, de la que se haría acompañar en sus salidas durante mucho tiempo y la que habría de proporcionarle tantos y tan sanos recreos. Ese mismo año, el Viernes de Dolores, perdió a su madre. El 9 de febrero de 1944 se cumplieron tres centenarios de la fundación de Salvatierra. Se convocó a un concurso de poesía alusiva al acto y el primer lugar lo ganó el padre José Luz Ojeda. La composición lleva por título ―Canto secular a Salvatierra‖. El premio consistió en una medalla de oro donada por el Senado de la República, un diploma de honor expedido por los organizadores y cien pesos en efectivo, obsequio de la empresa Clemente Jacques y Cía. La decisión en su favor fue dictada por el poeta doctor Enrique González Martínez y el doctor en filosofía y letras por la universidad de Lovaina Jesús Guisa y Azevedo. Mientras tanto, seguían sus labores de maestro en el seminario (enseñaba, al final, historia de México y francés). Sin perjuicio de aquellas, lo adscribieron a algunas actividades administrativas en la curia arquidiocesana. El día que arrancó el año de 1951 emprendió formalmente sus actividades misioneras, a las cuales siempre se había sentido tan atraído. La primera misión la hizo, acompañado de algunas Madres Eucarísticas de la Trinidad, al pueblecito de Melchor Ocampo, cercano a la costa del Pacífico; la misión produjo abundantes frutos. Para la segunda escogió el Carrizal de Arteaga y ésta fue tan exitosa como la anterior. En seguida se fue a Celaya para establecer allí su centro de operaciones, del cual salió a innumerables partes a misionar, incluyendo alejadas localidades del norte de la república. Entre salidas a misión y a predicaciones aisladas, se fue volviendo celayense por adopción. En la ciudad cajetera se encontró con viejos amigos y tejió nuevas relaciones. En ese sitio se enteraría de los acontecimientos importantes: el advenimiento del papa Juan XXIII; la celebración del concilio Vaticano II; los movimientos estudiantiles de 1968, especialmente en Francia y en México; la llegada del hombre a la luna; la ascensión de Juan Pablo II al solio pontificio; el sismo de México en 1985... Su creación poética en ningún momento cesó. En reconocimiento de ello, la sociedad literaria ―La Trapa‖, de León, Gto., llamó a Ojeda a su seno y lo recibió en julio de 1956. El obispo Alfonso Toriz Cobián le otorgó la dignidad de canónigo honorario de la catedral de Querétaro; tomó posesión de su asiento en el coro el 19 de septiembre de 1963. Inició, en enero de 1967, un venturoso contacto con el también sacerdote don Luis Alonso Schökel, S.J., del Pontificio Instituto Bíblico. Esta relación culminó con el viaje de trabajo que don José Luz Ojeda hizo a Roma, amparado por una especie de beca, en 1969. Integrado en el equipo que comandaba Schökel, tuvo participación sobresaliente en la traducción de El libro de Job y el Cantar de los cantares. La noticia de la erección de la diócesis de Celaya se recibió en dicha ciudad el 8 de febrero de 1973. Al formarse la curia de la nueva diócesis, el padre Ojeda fue nombrado canónigo. La muerte, cuyo temor expresaba desde 1925 en su demasiado anticipado poema ―El último huésped‖, acabó sorprendiéndolo en su casa de Celaya el 29 de mayo de 1989, cinco días después de celebrarse el cincuentenario de la coronación pontificia de su eterno amparo y guía, la Virgen de la Luz de Salvatierra. * * * El seminario tridentino de Michoacán dio en la primera mitad del siglo XX, a pesar de la rémora que supusieron muchos años de aciaga persecución religiosa, una estirpe inusitada de valores, es decir, de personajes que se distinguieron en sus respectivas actividades, hayan sido éstas científicas o artísticas. Tal estirpe cuajó de manera especial en tres poetas sobresalientes, que citamos aquí en orden de edades, que es también el orden de su consagración sacerdotal, así como el de su entrada en el mundo de la publicación literaria: José Luz Ojeda López, Francisco Alday McCormick y Manuel Ponce Zavala. La poesía, si verdaderamente lo es, y, muy particularmente la lírica, debe tener algo más o menos enigmático, algo que los lectores debemos rastrear. En esto hay grados y grados. Un grado por demás bajo nos llevaría a lo pedestre y uno por demás alto, a lo incomprensible. Lo mismo ocurre en materia de estilos, escuelas y corrientes.
  • 11. La inclinación de Ojeda fue siempre a lo clásico, con formas decididamente inteligibles. Su producción más temprana se sitúa entre 1921 y 1933. Era imposible, pues, que se librara de la influencia del ya expirante modernismo. Su producción tiene inevitables ecos de Darío y Nervo, aunque se nota su intento de rechazo a ello. A partir de 1925, más o menos, dueño ya de una nueva lengua, la francesa, fue atendiendo preferentemente a los modelos franceses, particularmente Mallarmé y Claudel, de quienes algo le quedó. Alday, en un término medio, le añadió personal prestancia a su composición siguiendo una ponderada tendencia a la innovación; y su moderación se debe —lo afirma Alejandro Avilés— a que siempre le interesó ser entendido más que admirado. Ponce, en cambio, presentó a rajatabla su estilo innovador. Anticipado a su tiempo, sus primeros lectores quedaron divididos entre los que no lo comprendieron y los que acaso lo comprendieron demasiado. De los tres fue el que a la postre alcanzaría mayor renombre. Entre otros honores, tuvo el de ser nombrado individuo de número de la Academia Mexicana. * * * No es entendible por qué José Luz Ojeda tenía cierto empeño en decir que era casi casi un bravucón apenas mitigado, un individuo capaz de incurrir en furores por quítame estas pajas: ―Todo lo que hay en mí de mexicano un poco desgarrado se hubiera levantado en armas...‖, ―A mi origen ranchero debo quizá cierta sorda rebeldía‖, ―...mis violentas corajinas, aunque no fueran más que espuma de cerveza, que luego se bajaba‖. Porque vive todavía un copioso número de personas que tuvieron trato frecuente con él o lo veían con cierta repetición celebrando la misa, confesando, predicando o deambulando simplemente por las calles, con cámara fotográfica o sin ella, y dan fe de que se trataba de un hombre siempre sosegado, flemático, pacífico, circunspecto... De él podía decirse lo que de Guillermo Prieto apuntaba Antonio Acevedo Escobedo: Don Guillermo Prieto andaba siempre disfrazado de don Guillermo Prieto. Su aspecto es el mejor 17 resumen de su carácter... Así el padre Ojeda andaba siempre disfrazado de padre Ojeda, del sereno padre Ojeda. Bien lo comprendió Herminio Martínez Ortega, quien sin empacho habla ... de aquel ser excelente, cuya bondad y sabiduría no conocieron el reposo. Porque don José Luz siempre fue bueno y sabio [...] Su palabra era un rocío de serenidad sobre el cansancio de las 18 almas. * * * Para tener acceso a algunos libros que se requerían para la composición de éste, hubimos de solicitar ayuda. Fue muy valiosa la que nos brindaron las siguientes personas: señora María de Jesús Silva de García, señor don Guillermo Carrillo Cáceres, C. P. don Luis Estrella Primo y Lic. don Pascual Zárate Ávila. Quedamos agradecidos. 17 ACEVEDO ESCOBEDO Antonio, En la ola del tiempo, México, Jus, 1975, p. 131. 18 MARTÍNEZ ORTEGA, Herminio, “Palabras para un prólogo”, apud OJEDA José Luz, El vendaval de la Pasión y otros poemas, México, Universidad de Guanajuato (Centro de Investigaciones Humanísticas), 1988.
  • 12. Páginas poéticas selectas: De Claridad, México, s. e. , 1934 (1ª. ed.); México, Editorial “La Cruz”, 1957 (2ª. ed.) PRÓLOGOS: DEL EXCMO. SR. MARTINEZ Giovanni Papini, en su obra reciente Dante redivivo, afirma que un santo no se ocuparía de escribir un poema, aunque fuese capaz de hacerlo. No pienso como él, porque tengo idea tan amplia de la santidad y tan subido aprecio de la poesía, que juzgo que en el cauce de la santidad, por el que corren todas las ondas cristalinas que brotan del manantial eterno, puede y, aun en cierto sentido, debe deslizarse la poesía, que tiene ese origen divino. San Juan de la Cruz escribió un poema de celestial unción y el Espíritu Santo no se desdeñó de inspirar el Cantar de los Cantares. Lejos de ser incompatibles la santidad y la poesía se enlazan estrechamente por íntimas relaciones: las vidas de los santos son poemas vivientes; y la poesía, como todas las cosas, llega a su plenitud cuando vuelve a su principio, cuando sube hasta Dios llevándole el mensaje de un amor exquisito. La prodigiosa revelación que nos trajo Jesús, y que San Juan anuncia en una de sus Epístolas, se contiene en esta frase tan honda como breve: «Dios es luz». Y todo lo que es luminoso en el universo tiene el sello de Dios y es un rayo de luz por el que baja al mundo lo divino y por el que pueden las almas elevarse al infinito. Ávidos de luz, la ciencia, la poesía y el amor buscan por todas partes la huella divina, la espléndida escala que enlaza al cielo con la tierra. La vislumbra la ciencia en sus investigaciones ingeniosas; la descubre la poesía con su intuición rápida y hondísima, y el amor, más penetrante y, si puede decirse, más divino, hace brotar de su propia esencia una luz celestial que embellece con su claridad a toda criatura y sube audaz y victoriosa a hundirse en la luz indeficiente de la Divinidad. Cuando la pupila del alma acierta a abarcar en una sola mirada esos divinos destellos y funde en un solo rayo impalpable y riquísimo esos tesoros de luz, la tierra aparece en su prístina belleza, como la contempló el Señor cuando acababa de crearla, y el cielo se entreabre para que se vislumbre la gloria de Dios. Hijo de la luz y dispensador de sus tesoros, el sacerdote debe aspirar a esa mirada suprema; en su corazón han da convivir armoniosamente la ciencia, la poesía y el amor para enriquecerlo de Dios y para que lleve más copiosamente a las almas el don divino. Fruto de esa noble aspiración es este libro, que engasta en el oro finísimo de la poesía la perla preciosa del amor y escancia en cincelada ánfora múrrina el licor del cielo. Su claridad emana de la luz eterna; la forman dos destellos divinos al cruzarse en el prisma diáfano de una alma: el amor, emanación celeste, encuentra su impalpable vestidura de luz, y la poesía, esplendor sutil, engalana lo único digno de su gloria: el amor. Esta «Claridad» es de aurora, no tanto por ser el primer libro de su autor, sino por la suavidad y la frescura que siente el alma al recorrer sus páginas. Dios quiera que la íntima aspiración que produjo este cántico llegue a la gloria de la plenitud, pero no como la del día, que deshace la exquisita suavidad crepuscular y torna en ardor la frescura de la aurora, sino como la plenitud de las almas, que enlaza en prodigioso fulgor la dulzura del amanecer y la melancolía de la tarde con la gloria del medio día. Luis M. Martínez Arzobispo Primado de México
  • 13. DE ALFONSO JUNCO Vengo de contemplar una cascada fresca, abundosa, limpia y musical. Traigo en el alma la lozanía y el arrullo, el gozo salubre y diáfano. ¿He estado en la Tzaráracua? No. He leído «Claridad», de José Luz Ojeda. Bien está el nombre: «Claridad». Cristalina y radiosa claridad en el pensamiento, en la emoción, en el verso. Cuando todo, en la atmósfera circundante, se vuelve complicación, retorcimiento, apretura y tiniebla, José Luz Ojeda suelta su nativo torrente luminoso. Es expansiva y desbordante su fuerza lírica; su ternura, tan fina, tan acendrada y contagiosa, surte de las honduras interiores en chorros borbollantes; su poesía salta y corre y se explaya con ímpetus de salud [...] ¿Reparos? Huelgan. El poeta sabe hacérselos solo, y va castigándose y depurándose. Las fechas nos lo dicen. Refrénase, al paso de los días, la despilfarrada afluencia, para ganar pureza y nervio sin perder fluidez; la música del verso, melosa e igual a veces con extremo, se irá enriqueciendo con austeridades y sorpresas, metamorfosis y polifonías; se perfila y habrá de acentuarse la batalla del adjetivo, para abandonar el acomodaticio y genérico que llena cualquier hueco y dondequiera está bien, y conquistar el exigente y único que no acepta más sitio que el irreemplazable; la perfección técnica irá destacando más y más la fina personalidad del inspirado [...] Alfonso Junco DEL AUTOR A ESTA SEGUNDA EDICIÓN Hace mucho tiempo que, cediendo a los apremios de amigos y lectores —quienes parecían decirme, en frase de Hugo Wast, que ―un libro no comienza a existir sino con su segunda edición‖—, quise reimprimir ―Claridad‖. Pero al leer, a vueltas de los años, mis primeras poesías, tan amplificadas, tan pueriles, o, si se quiere, tan de colegio, que no acertaba a reconocerlas. Entones se alzó en mí este punzante dilema: o las corregía ―de fond en comble‖, como dicen los franceses, o las dejaba sin tocarlas. Si lo primero, nada quedaría de ellas; si lo segundo, estarían muy lejos de satisfacerme. Y resolví suspender la publicación, cerrando los oídos a las voces que me la pedían, y aun olvidando que a este libro debo yo no pocas amistades, dentro y fuera de esta realidad entrañable que se llama México. Hoy que, a Dios gracias, no me cuido ya, en lo más mínimo, de ciertos puntillos de honra literaria, ni mucho menos de las escuelas y de las maneras en boga, cedo a los requerimientos de un grande amigo mío, que se ha empeñado en sacar esta débil ―Claridad‖ del celemín —donde acaso estaba bien—, con el deseo —un tanto inocente, pero generoso— de que brille un poco en esta grande casa de nuestras letras, donde ahora fulgen antorchas tan vivas y brillantes. Fuera de seis poesías que corregí hace tiempo —no sé si para bien o para mal—, y fuera también de otras tantas que tienen sólo ligeros retoques, la mayor parte aparecen aquí como se publicaron por vez primera, pues creo que deben conservar, no obstante el desaliño de entonces, su insustituible espontaneidad y frescura. Las fechas están allí, para escudarlas. Toda mi gratitud para aquellos que, hace veintitrés años, las saludaron con nobles y magníficas palabras de admiración: aparte los que, ―contados ya los años de su vida, emprendieron el viaje sin retorno‖, como dice el libro de Job —los Excmos. Sres. D. Leopoldo Ruiz y Flores y D. Luis M. Martínez, el P. D. Federico Escobedo, D. Francisco y D. José Elguero, D. Federico Gamboa y D. Carlos González Peña—, quiero citar aquí al P. D. Joaquín Cardoso, S.J., al P. D. José Bárcena, a María Enriqueta, a Alfonso Junco, a Jesús Guisa y Azevedo, a los Lic. D. Miguel Estrada Iturbide y D. Mariano Alcocer y a José Armida [...]. El Autor. Celaya, a 3 de julio de 1957.
  • 14. DEL SENDERO: El poema de la gota de agua ¿Una límpida perla luminosa, prendida en un rosal, como por gala? ¿Un rayito de sol, aprisionado por invisible gasa? ¿Una estrella caída de los cielos, o... una lágrima...? Éralo todo, con gentil alarde. Era una perla clara, un rayito de sol, una estrellita, y a la vez una lágrima. Pero era algo más bello todavía: era... una gota de agua. La puso en una hoja, con sus dedos rosados, la mañana, para dar al jardín la maravilla de un engaste de luz sobre esmeraldas, y para hablar, sin voces, al arcano silencio de las almas... * * * Era pequeña y breve —¿no son así todas las gotas de agua?—; pero en aquella pequeñez magnífica —urna divina y clara—, como en lago sereno que no altera ni el fugitivo roce de unas alas, el azul de los cielos, con toda su grandeza, palpitaba. ¡La inmensidad, envuelta en lo infinito de pequeñez, de una gotita de agua; la pequeñez, radiante, porque en su ser la inmensidad estaba! Sin embargo, a las veces, una sombra la viva luz quebraba —¿cuál es la claridad, sobre la tierra, que no tiene una mancha?—. Mas cuando el sol de fuego con un beso de gloria la besaba, no era sólo un fulgor, era una llama; era un sol cuya lumbre las pupilas, heridas, deslumbraba. ¡Divino privilegio el de las cosas pequeñitas y blancas: atraer al azul, y revestirse de sus galas;
  • 15. arrebatar al sol sus esplendores, y envolverse en su clámide dorada! Así, calladamente, mi corazón me hablaba, cuando, de pronto, el viento estremeció las ramas, y la gota tembló, rodó a la tierra, que la lluvia enlodaba; rodó a la tierra en sombra, y... se rompió al tocarla. Primero, transparencia, como de una alma diáfana; luego, azul y fulgores: ¡todo un mundo divino, que cantaba! luego, un rayo de luz que se caía, y... al fin, lodo que mancha... ¡Ay! ¿Por qué se desprende de la altura una gotita de agua...? Yo la miré caer, con esa angustia que me sacude el alma cuando veo rodar de unas pupilas el temblor silencioso de una lágrima... * * * Señor: yo quiero ser ese milagro de una gotita de agua: la más radiosa de las cosas breves y la más breve de las cosas claras. Así, como esa gota de rocío, así quiero mi alma: pequeña: que no aliente rebeldías; pequeña: que se vea delicada; pequeña, pero blanca: diminuto cristal, urna divina, para las cosas altas... Que copie todo el cielo, y que al copiarlo sienta su pequeñez transfigurada –¡sublime pequeñez, si en ella cabe todo el azul sin mancha!–; que lo abrase del sol de tus ternuras la victoriosa llama, y en el radiante incendio se pierda la negrura de sus manchas, para que pueda ser, aun pequeñita, como el sol de tu amor, para las almas. Pero si el viento aleve, que se goza en agitar las ramas,
  • 16. para arrojar al suelo las maravillas de las gotas de agua, quiere enfangar la mía, tómala entonces en tus manos blancas —¡las manos que no rompen una gotita de agua...!—; y llévala contigo a donde el viento no sacude las ramas; donde sienta que vuelve, tras el viaje, al hontanar azul de la montaña ¡y se encienda, temblando, entre tus dedos, bajo el Sol deslumbrante de tu cara...! Septiembre de 1933. Polvo Me levanté del lodo manchado de la tierra, porque un soplo divino me dio alas de luz y de grandeza. El lodo se enjoyó de claridades, y hoy en su ser alienta una ansia inacabable de infinito y una sed infinita de belleza... Mas llegará el instante en que las alas que en su vuelo me llevan se plegarán. Y tornaré a los limos que eran mi cuna y mi palacio eran. Entonces, Tú, Señor, que me trocaste en una ansia de luz y de belleza, ¡dame otra vez la gloria de las alas, para alzarme por siempre de la tierra! Miércoles de Ceniza de 1926. Otra vez Cuantas veces propuse quererte volví siempre atrás, ¡y hoy no acierto a decir que te amo, porque sé que te voy a engañar! ¿No sabías, Señor, al pedirme promesa de amor, que, pues soy tan menguado, podía jugarte traición?
  • 17. Pero mira: ya tengo los ojos empapados de tanto llorar; y llorar de saber que no se ama ¿no es lo mismo que amar...? (1) Mas ya sé que sin Ti nada puedo. Dame lumbre de amor inmortal, Y de nuevo propongo quererte... ¡pero ya sin volverte a olvidar...! Octubre de 1926. (1) El pensamiento es de J. K. Huysmans: “Pleurer parce qu’on n’aime pas, c’est déjà aimer”. El viaje ―¡Cuántas veces mi espíritu errabundo‖, en la paz de las noches consteladas, hacia el piélago inmenso de los orbes, codicioso de luz, batió las alas! ¡Y cuántas, fatigado de la altura, cayó del mundo de las lumbres claras, como un pájaro herido que se abate con las débiles alas destrozadas! Y sólo trajo del inútil viaje: en el pecho, el venero de las ansias; en los ojos, nostalgia de fulgores, y nostalgia de alturas, en las alas... * * * Fue también una noche de luceros. Los de tus ojos claros me miraban desde el cielo triunfal de la custodia, que fulgía, de lumbres constelada. ¡Inefable quietud! En mí no había ni loco anhelo, ni batir de alas: sentía la caricia de tus ojos ¡y todo tu silencio, hecho palabras! Pero ¿por qué tu voz, tu voz divina al fondo de mí mismo me llamaba? Calladamente, sosegadamente, yo descendí hasta el fondo de mi alma. ¡Qué viaje de sorpresas inefables! Aún su recuerdo el ánimo me embarga. Primero, la negrura de un abismo, donde, inquieto, mi espíritu temblaba;
  • 18. Luego, una senda donde un sol naciente, poco a poco, la niebla desgarraba, y, al fin, en lo más hondo, un surtidor de cegadoras llamas. ¡Era la luz que perseguía mi anhelo por la comba lejana, la Luz eterna, que se cree distante, y está, como cien soles, en el alma! * * * Desde entonces, Señor, yo no he soñado de las estrellas con la luz lejana: te llevo en mi ser en lo más hondo: ¡Tú eres la luz que el corazón buscaba! En tu infinito resplandor se agota el anhelo infinito de mis ansias ¡y se queman al sol de tus pupilas los átomos de sombra de mis alas...! Octubre de 1926 DE MARÍA: El madrigal de tus ojos Hay en tus ojos, Virgen María, no sé qué suave, dulce fulgor: cuando me miras, allá en el alma, calladamente, se asoma el sol... Mayo de 1925. Madrigal guadalupano Eras más blanca que la azucena, eras más clara que el claro sol; mas te quisiste volver morena, para robarte mi corazón. 12 de Diciembre de 1925.
  • 19. El poema de las rosas Me gustaban las rosas, Madre mía. Pero supe que un día, en la gloria del alba deslumbrante, tus manos luminosas –nido de mi esperanza y mis amores– tomaron un fragante puñado de esas flores milagrosas, llenas de transparencias y rubores; y, obedeciendo a todos tus anhelos, pintaron de una tilma en la aspereza, con todas las bellezas de los cielos, el cielo virginal de tu belleza... Y hoy las amo, Señora, con un amor que con tu amor se inflama. Y al mirar que el abril las desparrama con alarde gentil, y el huerto enflora, cuajándolo de estrellas, pienso en la dulce aurora en que cayeron de tus manos bellas. Y... sueño que en un día, —en el alba, radiosa cual ninguna— Tú me pondrás tus flores, una a una, dentro del alma mía... Y en esa tilma obscura, de tosquedades y miserias llena, las manos de tu amor y tu ternura pintarán tu magnífica hermosura, con milagro inmortal, Virgen Morena... Diciembre de 1924. DEL ALMA SACERDOTAL: Dos Hostias. En unas bodas de oro sacerdotales Como infinitas veces, alzáronse las manos consagradas; y en medio del incienso que subía de todas las plegarias, brilló sobre las frentes, brilló sobre las almas todo el mundo de luz y de blancuras que palpita en el sol de la Hostia Santa... Pero esta vez, como si fuera en sueños,
  • 20. me pareció que con la forma blanca, me pareció que con la forma pura otra cosa clarísima se alzaba, y un mundo de recuerdos descendía, y las manos temblaban, y otra vez —como en día ya distante— se arrodillaba, sollozando, el alma... Y yo vi las dos hostias: la que ahora al caer de la vida se levanta, y es oro de crepúsculos en la tarde serena y sosegada; y la otra inmortal, hostia divina de la primera Misa —ya lejana—, reír del corazón enamorado, porque el Primer Amor lo derramaba, y reír de la vida, bajo el rútilo sol de la alborada... Fue un instante inefable, de esos instantes que la vida embriagan. Sentí su poesía ¡y me puse a cantar, porque lloraba! * * * Hostia primera, de la Misa aquella que no habrá de volver... ¡y nunca pasa! deja que mire hacia tu sol naciente ¡y deja que te bese toda el alma...! Fue... bajo el cielo azul de las primeras inefables palabras; fue cuando el alma, en toda la frescura del amor virginal que la embalsama, rompe sus alabastros, y hacia arriba su perfume y sus músicas exhala; cuando todo despierta con impulso de alas, y pasa por la vida con todos sus tesoros, la mañana... Las dos manos ungidas se juntan sobre el pecho, que se abrasa. ―Introíbo ad altare... ¡Oh, Dueño mío, me acercaré a tu altar‖, pues Tú me llamas! Y subimos temblando, y con nosotros subió nuestra esperanza, y subieron, cantando, todos nuestros anhelos, hasta el ara. En ella, sobre el lino, que extendía su albura inmaculada, pusimos, reverentes, una hostia muy blanca.
  • 21. ¡Qué fiesta de blancuras! Sin embargo, era más blanca, entonces, nuestra alma, y era más blanco el rayo deslumbrante de la Luz increada, que, al dejar en el alma sus candores, iba, con sus candores, a besarla. Llegóse al cabo el turbador instante. Caímos sobre el ara con el alma en las manos y el corazón entero en la mirada; y todas las promesas que en lo interior hablaban pasaron por los labios, y cayeron sobre la hostia blanca. Luego... dijimos por la vez primera las divinas palabras... Rasgóse el fondo mismo de los cielos, y... ¡Dios bajó! ¡y... arrodillóse el alma...! Después, cuando elevaron nuestras manos la Hostia consagrada; y la vimos radiante, triunfadora, como un sol en la noche de las almas, la nuestra destiló toda su dicha, se acallaron las ansias, y todos los clamores impacientes que en nuestro ser vibraban se hicieron un silencio de ternuras; murieron las palabras: ¡sólo habló nuestra nada, sólo ella, con un canto dulcísimo de lágrimas...! Así fue aquella Misa: un rayo de la luz de la mañana; un mundo de promesas que la Hostia elevaba; otro mundo más grande de ternuras; frescura virginal de nuestra alma, y Dios, que con su gloria la cubría, y Dios, que con su beso la besaba... * * * Hoy he visto elevarse la Hostia de otra Misa, pura y santa: es aquella que, al cabo de los años, vuelve a ofrecer el alma, y que renueva el infinito encanto de la otra lejana; la que se alza en la tarde, y es, como ella, quietud, adoración y luz dorada. No es el botón rosado que en el día de mañana
  • 22. romperá sus mil vasos de perfumes, que ha de expandir el soplo de las auras; no es el brote rïente, cuyos frutos están en el verdor de la esperanza; es la rosa de sedas orientales —ánfora de fragancias—; es el fruto que cuelga entre las hojas su madurez magnífica y dorada. Otra vez sobre el pecho se juntan las dos manos veneradas, y de nuevo se escucha, como un eco de la estrofa lejana: ―Introíbo ad altare”.... Y una vida con todos sus tesoros, se adelanta. Porque esta vez la hostia no espera sobre el ara: la mies que el sembrador ha cultivado tiene espigas doradas; la viña del que ha sido fiel obrero tiene ya en su lagar jugo que embriaga. Y el alma deposita sus presentes, y su oblación es la oblación del alma. ¿Que hay miserias en ellos que el holocausto manchan? Sí, sí las hay... Pero a Jesús le place nacer sobre las pajas, para cubrirlas con su gloria inmensa, tocarlas con sus manos, e incendiarlas... Sí, sí las hay... Pero también hay sangre de martirios y lágrimas: y a las almas en Cruz, Cristo desciende... ¡y en las almas en Cruz, Cristo se enclava...! Se vuelven a decir con nuevo encanto las divinas palabras; tiemblan las manos otra vez, y tiemblan en el pecho las ansias, y... ¡baja el Dios excelso....! ¡y se arrodilla, sollozando, el alma...! Y porque hay más perdones, y se abren más los cielos, en la nada hay más hondos silencios, más ternuras, más éxtasis, más lágrimas... Hostia dulce, que subes de la tarde en la infinita calma; que eres madurez, y vida plena, y reír de opulentas otoñadas; que sobrevives a los sueños todos y a las promesas que, muriendo, engañan, ¡deja que desde lejos te salude toda mi juventud, enamorada...!
  • 23. * * * Claras hostias de amor, alfa y omega de la vida que pasa, que juntáis vuestra luz, en esta hora, en los fulgores de una sola llama: ¡vean siempre mis ojos vuestros soles! ¡alumbre siempre vuestra luz mi alma! Ilumina mi vida, Sol primero, que me miraste en la imperial mañana... Vuelve a regar de nuevo por mi senda tu sonrisa de abriles y alboradas; vuelve a quemar el haz de mis promesas, en divino holocausto, sobre el ara... Espérame en la tarde, Sol postrero, tibio Sol del final de la jornada; y sea en Ti mi vida, y sea en Ti mi alma un átomo de sombra que se pierda en la luz de tu roja llamarada... Diciembre de 1930. DE LA HONDURA INTERIOR Disonancia Corazón: ¿por qué rompiste la estrofa de tu silencio, donde en un tiempo cabía la plenitud de tu anhelo? ¡Quebraste todo el encanto de tu divino secreto! ¡Diste todos los perfumes de tu huerto...! Ya no tienes una nota para mecer tus ensueños, que no sepan otros labios, y, con ellos, el sendero... Y sufres la disonancia y el tormento de oír mutilar afuera la dulce estrofa de adentro. Derrochaste tu tesoro, pues dijiste tu secreto. ¡Y es más hondo tu vacío, y tu dolor, más intenso!
  • 24. Es un tormento callar, pero, al fin, dulce tormento. Corazón ¿por qué rompiste la estrofa de tu silencio...? Marzo de 1926. Fuentecilla No sé qué tengo desde hace poco; no sé qué llevo dentro del alma... Parece el canto de fuente clara, que se desliza de la montaña, regando copos de espumas blancas, y que, al arrullo de sus canciones enamoradas, de suavidades y de frescuras me inunda el alma. Vivía sólo con mi silencio, en lo más hondo de mi morada, como esperando no sé qué cosa, no sé qué cosa que no llegaba, cuando en la lumbre de una alborada, con dulces voces que se quebraban, brotó rïendo dentro del alma el cantarcillo que tiene arrullos de fuente clara. Pensé, al oírlo, que era la dicha que yo esperaba; dejé el silencio de mi morada; salí buscando la luz del alba, y, como en sueños, oí que el alma también reía, también cantaba.... Y desde entonces oigo allá adentro la fuentecilla divina y clara, cuyos rumores fingen a veces dulces palabras, blandas querellas, batir de alas,
  • 25. brisas que juegan entre las ramas. Y, sin embargo, yo sé que siento que algo me falta: llevo la misma sed en el alma, porque despiertas bullen mis ansias; no son mis sueños los que soñaba, ni se han secado todas mis lágrimas... No sé qué tengo desde hace poco; no sé qué llevo dentro del alma... Pero parece que algo me dice, con voz muy baja, que no es el canto que tiene arrullos de fuente clara, el de la dicha que yo soñaba, que no ha llegado, que tánto tarda... Julio de 1925. DEL ALMA RANCHERA L’amor del yuntero Jelipe quere muncho a Tomasilla, l‘hija del mayordomo de l‘hacienda. Dende una vez que, sin querer, la vido con los trapos de fiesta: las naguas de lujosa brillantina, el listón encarnao de las trenzas, el rebozo de puntas tornasoles y el collarcito de brillantes cuentas, creyó que contemplaba lo q‘en el campo el corazón li alegra: se afiguró el manchón de mirasoles que se pone, en agosto, en la ladera; las frutas chiquititas del madroño, rojas como las fresas, que las aves pellizcan en las ramas y que l'aigre menea; el chorrito de l'agua que brinca del repecho de la sierra, y que saca polvito cuando cai, y que relumbra cuando el sol le pega... ¡Vaya si staba linda la muchacha...!
  • 26. ¡No embalde era quen era...! Y Jelipe sintió que toda l'alma se l'iba detrás d‘ella... Y dende aquel momento nomás en ella piensa, cuando, al cantar los gallos en el palo, muncho antes que amanezca, él se alevanta a madrugar, cantando, los güeyes de l'hacienda; cuando, al rayo del sol, a medio día, echa surcos y surcos en la tierra; cuando güelve del campo, ya pardiando la tarde en l'arboleda, detrás de los ganaos, que alevantan espesa polvadera... ¡La quere el yunterillo! ¡Palabra que la quere dial deveras! Es ella como agüita de mayo pa sus penas; lucerito de l'alba que alumina su vida de tinieblas... * * * Pero ella... ¡no lo quere...! Al prencipio no creiba qu'el probe juera a star enamorao ¡y muncho menos d'ella! y ansí lo saludaba como a todos los piones de l'hacienda; pero ansina que vido que las cosas andaban por deveras, meramente por eso no le volvió la cara ni siquera Y cuando óiba cantar todas las noches, allá, dende la cerca, tamién ella cantaba, nomás pa qu'él oyera: "Yunterillo, tú stas equivocao...: no jallas ni el camino de tus eras. No vengas a trillar juntu a mi casa, que me hacis polvadera..." L'otra tarde volvía la muchacha por l'angosta vereda que cai del ojo de agua, culebriando, y gana pa l'hacienda. Llevaba, sobre l‘hombro, un cantarillo, chorriando di agua fresca. Atrás se bían quedao, No se sabe por qué, las compañeras. Allí le habló Jelipe. ¿Qué le dijo, con los ojos clavaos en la tierra,
  • 27. el gorro entre las manos, la cara colorada de vergüenza? ¿Y qué le respondió, qué le dijo ella, q‘el muchacho se jué sin decir nada, lo mesmo que si entonces encima d‘él, el cielo se cayera...? ¿Quén hizo aquel incuentro...? ¿Pa qué se aguardó ella...? Madrecita de Guadalupe, Madrecita güena: quítale al yunterillo ese cariño... ¡borra la veredita de la cuesta...! * * * La noche de aquel día Iba echando sus sombras dondequera. En el probe jacal del yunterillo preparaban la cena. –Usté, má, ¿nuá sabido que quero a la muchacha de l'hacienda? –preguntaba el ranchero a su má ña Teresa–. – ¡Cómo no lué saber! ¡Si todo el mundo lo sabe en la Calera! –Hoy tarde l'incontré por el camino, al bajar de la cuesta; y viendo que no tráiba compañía, ni s'incontraba naiden que nos viera, yo... pos... le dije, má, que la quería... y dispués... le pedí que me quisiera... ¡Pero ella no me tiene ni tantita voluntá, ni querencia...! –Hay qu‘esperar, Jelipe: que no es güeno el amor sin pacencia. –¡No, má! ¡Si no me quere! ¡Si me dijo... (¡yo eso nunca lo créiba...!) si viera que me dijo que quén mi afiguraba q'era ella! ¡y que yo qué valía pa q'ella me quisiera...! –Pos... tú tienes la culpa, hijo del alma: ¡pa qué la juites a querer a ella...! –Má: si semos lo mesmo: ¡tamién ella es ranchera...! –Sí, Jelipe, ranchera; pero alvierte q‘en toda la Calera naiden tiene el dinero q'ellos tienen: ¡si su pá ya es el dueño de l'hacienda! ¿No ves que y'ha mercao un apilo de tierras? Ya son suyos los planes, dende "el Mogote grande" hasta la presa,
  • 28. las dos tablas de arriba, toda la magueyera, y dicen que mercó ya la güeyada que bajó l'otro día de la sierra. Nosotros, Jelipillo, semos probes; tamos, como quen dice, en la miseria, pos apenas tenemos lo que tú te granjeas, este probe jacal, con el ecuaro, y algún tercio de leña, ¡y ésta porque en el monte hay muncha siempre, y porque Dios a náiden se la niega...! Ansina al yunterillo le dijo ña Teresa. Él se quedó agachao...; ella se puso a calentar las gordas de la cena. Tirao en un rincón, ullaba el perro; chisporrotiaba en el fogón la leña, y el viento de la noche parecía q‘iba llorando ajuera... * * * Dende entonces Jelipe ya nuá güelto a pararse en la cerca, donde l'iba a cantar a Tomasilla, l'hija del mayordomo de l'hacienda. ya no la mira nunca. Y hay quien diga q'él tamién la desprecia... Pero yo quise un día preguntale por ella. Y me dijo: "La quero como siempre... ¿No dicen que se borran las veredas, pero nunca se vido que de l'alma se borre la querencia...? Porque l‘amor del hombre, si es del güeno, sólo se dobla, pero no se quebra. Mas ella m'hizo menos, nomás por mi probeza, ¡y l'amor nuá de ser paque l'humillen! ¡ni puede ser a juerzas! Pero a naiden lo digas: estas cosas mejor que ni se sepan... ¿Qué no ves que los probes no podemos precurar ni siquera que nos queran ....? Noviembre de 1926. DEL DIOS PEQUEÑITO
  • 29. Sinfonía de Navidad Allá van los peregrinos, silenciosos y olvidados... De doquiera su pobreza dolorosa los rechaza: ¡se han cerrado los hogares y... también los corazones! ¡No hay posada! Son los santos Peregrinos: el obscuro carpintero, que "del Padre de los cielos es la sombra" sacrosanta; la Doncella más humilde de las hijas de Judea, más hermosa que la gloria de la luz en la alborada; y, en el seno de la Virgen, el Dios fuerte, cuyo nombre las estrellas han escrito con su lumbre soberana, porque Él fue quien en los cielos encendiólas, como antorchas, en la aurora de los mundos, con la luz de su palabra... Ya se llega de los tiempos a la cima luminosa: ¡no eran sueños las visiones de profetas y patriarcas! El Amor a quien cantaron en el arpa de los Salmos los anhelos impacientes de la edad de la esperanza; el Caudillo ―cuya gloria llenará toda la tierra‖ ya bajó de las alturas. ¡En Belén asoma el alba! Pero no: si es negra noche, y ha llegado la invernada. Hace frío en las campiñas: es el frío de los hielos; hace frío en las ciudades: es el frío de las almas. Y se cierran los hogares y también los corazones... ¡No hay posada! Pero ¿acaso en las mansiones opulentas de los grandes no hay un pobre rinconcillo que brindar a los que pasan? Es verdad: mas ¿quién no teme que la furia de los vientos lo flagele con sus rachas? En la Roma de los siglos, ancho mar a donde afluye la infinita muchedumbre de los pueblos y las razas, el Panteón abre sus puertas a los dioses extranjeros, que lo pueblan en un triunfo de coronas y de estatuas. ¡Para Ti, Rey de los reyes, Dios y Rey del universo, no hay posada...! Pero dime, pastorcillo, ¿quién se acerca a las majadas, que los vientos se adormecen, que la tierra se embalsama, que los aires han sonado con los besos de unas alas, que despiertan las ovejas y calladamente balan...? Son los santos Peregrinos, que caminan silenciosos... No encontraron con los hombres el abrigo que soñaran, y lo buscan en la inmensa soledad de la llanura, bajo el arco de diamantes de la noche constelada...
  • 30. Y cantaron los pastores con un canto que tenía de los lirios de los valles la balsámica fragancia: Dulce Niño: si te niegan un albergue los palacios, ¡ven! nosotros te daremos un rincón en la hondonada, donde tienen sus rediles las ovejas baladoras, y los pájaros sus nidos y los pobres sus cabañas; te daremos un albergue, si no lloras con el viento que se cuela entre las ramas. será pobre tu refugio; mas en él, Divino Niño, hallarás lo que Tú buscas: el albergue de las almas. * * * Hoy también, como en la noche más hermosa de los tiempos, Cristo llama a nuestras puertas, con dulcísima aldabada... No es el canto de la brisa, que modula entre las hojas; no es el roce de unas alas: es el dulce Peregrino, que ha llamado suavemente, con sus dedos invisibles, a la puerta de las almas. Allí está, como en la noche del Cantar de los Cantares, toda llena de relente la cabeza perfumada... Yo lo he visto muchas veces a las puertas de los grandes, donde tantas manos llaman... Pero cerca pasa el viento, como el soplo de la muerte: Se desnuda la arboleda, se estremece la morada. ¿Quién no teme los rigores implacables de los hielos, en la racha que desciende del pinar de la montaña? El cansado Peregrino seguirá llamando afuera... ¡No hay posada! Nadie quiere darle abrigo; nadie escucha su querella, que, dulcísima, reclama. ¡Cuántos hay que tienen miedo de la infamia de su manto de ludibrio, de los rojos cardenales de su carne flagelada; de su Cruz, que resplandece con las gotas de su sangre, del estigma vergonzoso de sus cinco rojas llagas...! Y Él se va calladamente... Yo lo he visto con tristeza recorrer el horizonte llameante de mi Patria, y perderse entre la sombra, suelta al viento de la noche la blancura vaporosa de su veste inmaculada... No, doliente Peregrino, ¡no te vayas, no te vayas! Ya mi Patria tiene abiertos los dos brazos al abrazo celestial de tu llegada, roto el mágico alabastro del amor y los perfumes, y la fe, viva y radiante, como el faro de sus playas. Todo en ella es holocausto, se levanta de los campos un incienso de plegarias, reza el viento en la cimera de los pinos de sus bosques
  • 31. y solloza con dulzura la canción de sus fontanas... Aun hay muchos que te buscan, que te esperan y te aman. Cerca de ellos siempre tienes el calor de sus ternuras y el calor de sus cabañas, porque saben que eres suyo; que no temes la pobreza, ni la furia de los vientos, que se cuela entre las ramas. Después, ven hasta el secreto rinconcillo de mi alma, Tú, que buscas la pobreza, pues naciste entre unas pajas. Yo también soy pastorcillo: los rumores del Bajío arrullaron mi cabaña. Será pobre tu morada: un pesebre más inmundo que el pesebre en que naciste, porque son más vergonzosas las miserias que lo manchan. Pero el sol de tu presencia besará todas las cosas con divina llamarada, y habrá luz: la de tus ojos, y cantares y sonrisas, y ternuras y fragancias. Y esa dulce Nochebuena soñaré con el encanto de que pagues en la gloria mi querer y mi posada, hospedándome en tus brazos para siempre, para siempre, cuando venga la inefable Nochebuena de las almas... Diciembre de 1926. Arrullos Así te quiero y te sueño: pobre, débil y pequeño, como yo, para verte sin temores y decirte mis dolores y mi amor. No mirando tu realeza, no temblará mi pobreza con su cruz. ¿Que estoy temblando de frío...? ¿Pues no estás así, Bien mío, también Tú? Y eso mismo me enternece, pues al verte me parece, Niño Dios, que, no obstante tu riqueza, es la misma la pobreza
  • 32. de los dos. Así te sueño y te quiero: que yo a tu gloria prefiero –¿lo creerás?– esa abyección que se queja, y que por mí nunca deja de llorar. Así te quiero y te sueño; me gustas así: pequeño, Niño Dios; pequeñito me enamoras, porque tiemblas, porque lloras como yo. Así... ¡qué dulce el cariño! ¡Quién fuera de veras niño como Tú: todo albura de paloma, todo música y aroma, todo luz! Quiero llegarme a tu lado, y vivir allí confiado, sin temor de pensar que me rechaces de esas pajas en que yaces por mi amor. Quiero ver en tus pupilas —apacibles y tranquilas, como Tú— que se enjoyen esos sueños que tengo en horas de ensueños y de luz... Quiero mirarme en tus ojos. Allí, sin dolor ni enojos, viviré; y allí, con voces süaves, aquello que Tú ya sabes te diré... Ese secreto escogido, que tiene el alma escondido para Ti; el ritornello dorado, que es tan dulce y regalado repetir... Después, si vivo escuchando el divino arrullo blando de tu voz, y siento el alma tocada de la inmensa llamarada
  • 33. de tu amor, ya sólo hallaré consuelo en avivar el anhelo de morir; en esperar ¡ay! la aurora mensajera de la hora de partir.... * * * En tanto, déjame el sueño de quererte así: pequeño, como yo. para verte sin temores y decirte mis dolores y mi amor... Abril de 1928. El último poema Voy a dejar la lira que me diste; mas temo darte su cantar postrero: en el arte —y lo mismo en el sendero— la postrera canción es siempre triste. Y ¿cómo enmudecer sin amargura? ¡Por igual en la gloria y en lo adverso ha reído en el alma de mi verso el radiante esplendor de tu Hermosura! Tú lo sabes, Señor: mi vida era, con mi canto y mis sueños, más sentida. Mas hoy dejo la lira. Estremecida, brota del alma la canción postrera. Hoy quiero tus secretas armonías: halle nueva belleza en el camino, y un nuevo resplandor —claro y divino— en el sol inmutable de mis días. Que sea mi callar ánfora plena de inmensidad, de amor, de adoraciones: si llenaste mi lira de canciones, ¡de adoraciones mi silencio llena! Dame tu dulce paz, en la escondida tristeza de mis íntimos pesares... Y mientras vuelvo a darte mis cantares ¡déjame hacer el verso de mi vida! 3 de diciembre de 1933.
  • 34. De Agua que corre, México, s. e., 1944 POR LA HONDURA “Seigneur, que votre créature est ouverte et qu’elle est profonde ! » Paul Claudel Hondura ¡Qué sentir este sentir! ¡Qué extraña profundidad que conozco y desconozco, por mi mal. Sima cerrada y abierta, tan distinta y tan igual; tiniebla donde me pierdo, luz donde no me he de hallar. ¿De qué me sirve esta hondura, si me ha de engañar? * * * Si me asomo hasta su borde, siempre llamándome está; si bajo, no llego nunca: que se ahonda más y más. Y no he de alejarme de ella: que conmigo siempre va, como algo mío, no mío, porque está en mí, sin estar. ¿Para qué quiero esta hondura, si no la puedo tocar? * * * Piedras que al fondo se fueron ¿llegaron al fondo ya? ¿y eso que oigo, en mis silencios, rodar, rodar y rodar...? Sólo una vez han caído, pero cien sonando van, con voces que son a veces un clamoreo de mar.
  • 35. ¡Que me quiten esta hondura, si no la habré de callar...! Agosto de 1936 Romance del agua clara Mi corazón era como la linfa clara de un río. Arenillas, hojas muertas, guijas, y a veces el brillo de alguna veta de oro, como un lucero caído... todo estaba en lo más hondo, y nada estaba escondido. Lo vieron todos los ojos, menos los míos. Vadearon, vadearon muchos romeros el río... Sólo vieron el tropiezo de las guijas, los altivos, y lo contaron al bosque, y al viento, y al infinito. Los pequeños se inclinaron, y, después de haber bebido, con un fulgor en el hueco de las manos, con un brillo en las pupilas, se fueron por el camino: ¡la cinta gris, donde todos nos olvidamos del río...! ¿Habré de sacar las guijas de mi cauce cantarino, o de esconder en la arena las vetas de oro encendido? ¡Le pediré a la neblina que empañe el cristal del río...! Octubre de 1937 El poema de mis “nadas” Si los dones son ley de la ternura ¡cómo no he de sentir las cobardías que me han dado esta inútil amargura de mis manos vacías!
  • 36. Tengo, a lo más, algunas pequeñeces: un quebrar, a las veces, palabras y albedrío. Pero no sé beber hasta las heces ni tu cáliz, ni el mío. ¿Pequeñeces o nadas? ¿Y es a ti a quien lo digo, Amigo, de las dádivas siempre desbordadas? ¡Nadas! Pero me cuestan de tal modo, que ¡aun siendo para ti! no van sin llanto. Nadas que cuestan tánto ¿no es porque son mi todo? Mira, pues, la pobreza de mi vida, bajo del impetuoso caudal de tu largueza, que ignora la medida de darse con medida. Y, sin embargo, en sueños, oigo sonar tus voces, y siento que me tiendes la mano traspasada. Si Tú eres quien me pides —y Tú bien me conoces— ¡es que quieres mis nadas, porque son de mi nada! Y entonces ¡oh, Dios mío!, tengo el sueño inefable de desbordar con ellas mi cáliz, hoy vacío, ¡y alzarlo hasta tu sed inagotable...! Abril de 1939 Sobre el agua ¿Y por qué has de escribir sobre las aguas, vientecillo, si en su inquietud eterna —movilidad de corazón vacío...— no se queda ni el trazo vigoroso que dejan con la quilla los navíos...? Así le dije al viento, y él me dijo: ―Tu incesante escribir sobre las almas ¿no es también sobre el agua, como el mío...? Julio de 1938 El odio Me atajó en el sendero, como lobo rabioso; clavó las dos saetas de sus ojos en mí; me envolvió con su aliento venenoso... ¡Momento doloroso,
  • 37. que nunca presentí! Porque antes, en mis múltiples rutas de peregrino, ni lo vieron mis ojos, ni supe nunca de él. ¡Fue siempre tan seguro y abierto mi camino! ¡Nadie rompió la espuma de mi vino con sus gotas de hiel! Mas ahora que llevo viva su mordedura, no lo habré de olvidar: es una ciega zarpa de locura; tal vez onda fugada de un cauce de ternura, que arrolla y despedaza, porque no puede amar. Mas, no obstante la recia sacudida, la sorda vibración, no me segó los haces de rosas de mi vida: que llevo, al mismo tiempo que la carne transida, intacto el corazón. Volveré a mis senderos. Ya rompe la mañana; vibra en todas las cosas un cantar. Siento el alma lozana. Y me invade —lo mismo que en la niñez lejana— la inefable dulzura de no saber odiar... Abril de 1937 Dar Todo yo me di cien veces; cien se me dieron a mí. Dádiva por dádiva; pero... yo perdí. ¿Perdiste de veras, o lo crees así? * * * Porque más te vale dar que recibir, dar sin recompensa: que dar no es pedir. El don verdadero se da sin sentir. * * * Fontana que siempre fluyes, y no pareces morir, más rica porque no sabes
  • 38. que no te sabes medir, ¡Qué gozo tu gozo de dar... porque sí! Das, y estás colmada. y eres siempre así: intacto y entero tu tesoro en ti. Porque más te vale dar que recibir. Octubre de 1942 POR EL TAJO INSONDABLE “Toute rose pour moi est peu au prix de son épine ! Peu de chose est pour moi l’amour où manque la souffrance divine! » Paul Claudel Dilema Era todo tu afán estar conmigo.. ¡y era la hora de volver al Padre! Era el dilema eterno: o partir... o quedarse... La tierra, con mi amor, te retenía; los cielos te invitaban a dejarme. Tirado por dos fuerzas encontradas ¡ibas a desgarrarte...! Pero el poder de Dios era en tus manos; en tu pecho, su incendio inacabable: dos cifras que te dieron la clave. Fundiste en uno solo tus portentos, y en una tus ternuras inmortales: hiciste un imposible de locura: ¡te fuiste... y te quedaste...! Jueves Santo de 1938 El vendaval de la pasión “Et c’est Vous que l’on appelait le fort et l’Inaccessible! Le Ciel et la Terre interdits considèrent cette débauche indicible, Ce scandale d’un Dieu ivre d’amour et blessé! “ Paul Claudel Hoy no tengo, Señor, otra locura que la de ser llevado del viento de huracanes
  • 39. de tu enorme amargura. ¡Ser hoja desprendida, que se abandone al vértigo de tu recia avenida! Hoy no tengo ni risas ni cantares: que no me sabe nada sino el sorbo salobre de tus aguas de mares. Llene tu hiel mi boca temblorosa, y en tus vórtices rueden estos pies, que no saben correr a tu tiniebla luminosa. * * * ¡Y —libre y prisionero— me pierda en Ti: que en Ti quiero perderme por encontrarme en Ti, Dolor Primero! Plenilunio de nimbos misteriosos. Una quietud de ensueños, y tres hombres dormidos a los altos luceros silenciosos. ¿Y este nevar de luna? ¿Y este sueño de estrellas? Señor: o Tú me engañas, o he perdido los ampos de tus huellas... Él nada dice; pero me acerca hasta su pecho. Y me sube a la frente la viva sacudida de un dolor desbordado, como huracán deshecho. ¡Getsemaní! La tempestad interna: el corazón de la Pasión de un día, ¡y la pasión del Corazón... eterna! ¡Y el alma, de rodillas! La gota que se tiene por onda de tu piélago ¡y ni siquiera sabe a tus orillas...! * * * Como inmensa oleada la iniquidad te azota con su furia y te cubre de espuma encenagada. ¿Que Tú eres ―el Dios fuerte‖? ¿Y esa angustia infinita y esa queja del alma, que ―está triste hasta la muerte‖...? ¡Ay! todos nos perdimos por infinitos modos: cada quien su sendero en la tiniebla... ¡pero Dios te ha cargado los crímenes de todos!
  • 40. Como en un sueño trágico, vez alzarse en la altura dos leños enlazados, y dos brazos abiertos y una selva de puños, crispados de locura. Y después, tramontando las edades, los pies que pisotean tu Corazón herido, duros a las divinas realidades. Avenida impetuosa, que te arroja en el polvo del Olivar, temblando de pavores, tu carne dolorosa. Cuando eras Tú, domabas el viento enfurecido. Pero te hiciste, como yo, pecado, y... ¡ya sabes caer, como vencido...! Afuera, el plenilunio de nimbos misteriosos, y una quietud de ensueños, y tres hombres dormidos a los altos luceros silenciosos... * * * De súbito, a lo lejos, se oyen sordos rumores, y la penumbra del jardín dardean sangrientos resplandores. ¡Es la traición! Ya suena su tenebroso beso sobre la nieve de tu faz serena. ¡No quiero ver su saña! ¡No quiero oír sus lobos aullando en la montaña! ¡No quiero ver sus fauces! ¡Van a sorberse toda la sangre de tus cauces! No quiero verte, entre sus zarpas, preso, mientras buscan los tuyos las sendas ignoradas del olivar espeso... * * * El impostor te acusa de imposturas; aquéllos que no rasgan, de contrición, su pecho, rasgan, al escucharte, sus ricas vestiduras. ¡Y en tus humillaciones pone también sus manos el amigo, con la injuria cobarde de sus tres negaciones! * * *
  • 41. El pueblo te condena, y absuelve al homicida: ¡la increíble ceguera de abrazarse a la muerte, por huir de la Vida! El supremo Cobarde flagela tu inocencia: ¡engaño de acallar un vocerío con una marejada en la conciencia! * * * ¿Vamos ahora por la selva obscura...? Llévame de la mano: que no sé de tus huellas ni sé de tu hermosura... ¿Quién me empuja en la sombra...? ¿Qué boca de blasfemias en la sombra te nombra? ¡Obscura selva de la celda obscura! Unos soldados ebrios, un puñado de varas y una racha de abismo y de pavura. Antro donde el infierno encerró sus tormentas, para que descargaran en Ti sus remolinos de befas y de afrentas: El golpe de la vara que en tus carnes estalla, con el choque sonoro con que baten las olas el cantil de la playa. El chasquido del látigo envolvente, que te deja en el cuerpo, con su rastro de anillos, su fina mordedura de serpiente. Y todo sin cesar, como si fuera granizada que rompe los rosales, chubasco que encharcó la sementera. El turbio salivazo que te estalla en la cara, y no sé si es blasfemia o latigazo. Y el hincarte las ciegas puntas de los espinos, que te rompen las fuentes de las venas y las fuentes calladas de tus ojos divinos... * * * Y ahí estás —―¡Ecce Homo!‖— befado y azotado. Pero la turba clama: ―¡Crucifícale...!‖ con estruendo de mar alborotado. *
  • 42. * * Allá vas, caminando por la doliente vía, donde cedes al peso de la cruz espantosa y al peso con que pesa toda mi cobardía. Donde hallas las miradas que fueron para Ti, cuando eras niño, serenidad de noches consteladas. Y hoy son como dulzura de aceite efuso y embriagante vino, pero también un soplo que enciende tu tortura. Y donde, en medio del insulto espeso, una mujer te cubre la cara con su toca ¡porque ya era dolor no darte un beso! ¡Beso valiente que yo quiero darte, divina Faz, que tienes mi sangre y mi saliva, para que ya no pueda negarme, ni negarte...! * * * Pisas, al fin, la cumbre iluminada, para tender los brazos sobre el duro madero, y rendir, con el cuerpo, la jornada. ¡Al cabo, en su aspereza, tienes, Señor, en donde reclinar tu cabeza! Mas la cruz se levanta y, en sus brazos triunfantes, alza, como un trofeo, tu cansancio infinito, que cuelga, suspendido, de las llagas sangrantes. Ruge, al verte, la loca muchedumbre. ¡No es más áspero el viento contra el recio ramaje del árbol de la cumbre! ¡Cómo tiras la savia por tus largas heridas! ¡Cómo tuerces las ramas, sedientas de rocío! ¡Cómo vuelan al viento tus hojas desprendidas! Arriba, el ancho cielo, que parece implacable, y un inmenso abandono y un sol inexorable. Abajo, el vocerío, los ojos inyectados, las bocas espumosas, los dientes apretados... ¡Y entre el cielo y la tierra, tu cuerpo estremecido, como un racimo espléndido, contra el lagar nudoso de la cruz, exprimido!
  • 43. * * * Suena un clamor. Los orbes se estremecen y los astros se manchan de sangre, y se obscurecen. Es la venganza enorme del abismo, que, cimbrando sus senos como en un cataclismo, deja la tierra hendida, como para que grite, por cien bocas abiertas, la muerte de la Vida... * * * El vendaval se ha ido... Ahora es una brisa cargada de perfumes de huerto florecido: La brisa de vergeles del eterno collado, del monte de la mirra, sobre el cual resplandece tu cuerpo traspasado. La brisa de tu sangre inmaculada, que, al correr, arrastrando los crímenes del mundo, en inmensa oleada, va cantando hacia el Padre la estrofa indefinible de la paz en la tierra y en los cielos, que desarma su cólera terrible, y lo inclina a la tierra, con las manos rendidas, para mirarte en éxtasis... ¡y mirarnos a todos, por tus anchas heridas...! Viernes Santo de 1938 y 1939. POR LA ORILLA DEL SENDERO “Caminante, son tus huellas el camino, y nada más; caminante, no hay camino, se hace camino al andar.” Antonio Machado Copla Bajo el cielo de mi tierra, una tarde del estío,
  • 44. oí una voz que cantaba por la orillita del río: ―A solas, y sin palabras, te he de decir lo que ansío, a solas, y sin palabras, por la orillita del río...‖ Cayó la tarde, vencida; quedó el sabinar sombrío. Se fue quebrando la copla por la orillita del río... Agosto de 1940 Charquita de la quebrada Charquita de la quebrada de la sierra: mira si nos parecemos, como dos almas gemelas. En el día, viento, polvo y hojas secas; y en las noches consteladas de silencio y belleza, vaso perdido en la sombra, que se ha llenado de estrellas... Octubre de 1934 Amar Un solo pensamiento y un recuerdo tenaz; dos olas que, con júbilo de espumas, en el mismo cantil sonando están; Una palabra llena, con anchura de mar, que se dice cien veces, y cien veces tiene frescor de novedad; Un girar de la vida en otra vida —alas que en torno de una llama están—, y un sentir, en el vértigo del giro, que se borra... o no existe lo demás; Un afán de partir la misma suerte —sorbo de hiel o suavidad de pan—, que nunca dice ¡basta! y se transforma en invasor anhelo de unidad; Un gozo desbordado, que parece que va a estallar,
  • 45. y que sabe más hondo sin palabras, y en soledad; Una viva y quemante clavadura, bajo la cual están boca sellada, y ojos extasiados, y manos extendidas para dar... * * * O yo no he de entender esta amalgama de sombra y claridad; este abrazo de júbilo y tormento, de duda y plenitud... o eso es amar... Octubre de 1939 La tarde de Emaús Iban, por el incendio de la tarde, camino de Emaús. Les pesaba en el alma todo el escándalo de la Cruz. Sentían infinita sed de callar. Pero su desencanto se iba haciendo palabras, por no volverse llanto. De pronto, un peregrino marcha con ellos por la senda. Pero ¿para qué sirve, en la angustia, compañía de extranjero? ¿Extranjero? ¿Y conoce su desilusión? ¿Y tiene, a flor del alma, la pregunta que sabe al corazón? Ya no van los discípulos hundida, sobre el pecho, la cabeza: la dulzura de aquel ―¿Por qué vais tristes?‖ le dio un vuelco divino a su tristeza. Ya vibra en sus palabras, al hablar del Ausente, su alegría: ―Un gran Profeta poderoso en obras...‖ ¿Sólo aquel extranjero no sabía? Mas ellos ―esperaban‖... Esperaban... ¡y él fue crucificado...! ¡Y estaban ya para caer tres días sobre la piedra enorme del sepulcro sellado!
  • 46. ¡Oh —les dijo el viajero— tardos para entender las Escrituras! ¿No debe ser el grano de trigo hecho pedazos, para que pueda alzarse, como hostia, a las alturas? Y abriendo a los Profetas, en las páginas de sangre, en que el abismo de la Pasión pintaron, fue escribiendo un solo Nombre allí donde los cielos lo callaron... Era el momento augusto en que en las cosas el sol, con flavos esplendores, arde, y se alargan las sombras con las lumbres de los últimos oros de la tarde... Sobre el largo camino y sobre el valle, la niebla que subía era como un incienso en la oración del día... Iban llegado a Emaús. Y el misterioso viandante hizo ademán de seguir por el camino adelante. ¡Qué dolor del final de la jornada que se anduvo en segura compañía! ¡Cómo brotó del alma el dulce ruego: ―Quédate con nosotros, porque se muere el día‖! Y entraron. Él, absorto en un sueño divino; ellos, como embriagados todavía por las hondas palabras del camino. Después, aquella cena... —―¡la cena que recrea y enamora!‖— en que la noche tuvo un resplandor de aurora: Aquel rostro encendido, aquellos ojos, fijos en los cielos, aquel partir del pan, como en un éxtasis, que, de pronto, rasgó todos los velos. ¡Era Jesús! Los discípulos vieron las lumbres de sus llagas bellas, y sintieron el alma constelada, lo mismo que un remanso que se inunda de estrellas... Y como el día, cuando estalla en voces, sus pechos estallaron de alegría, mientras, en lo más hondo, como una llama, el corazón ardía...
  • 47. Extranjero: En el sol de mi camino déjame oír tu voz —cielo y hondura—; dame a gustar del ágape de tu pan y tu vino, ¡quema todo mi ser en tu ternura...! Agosto de 1941 POR EL SURCO ―Como el olor de un campo cuajado de verdores, que bendijo el Señor‖. Génesis, XXVII, 27 Era muy linda la niña Era muy linda la niña que me robó l‘amor mío... Rancherita, pero bella, como la flor del crucillo; chiquita, pero preciosa, como estrellita en el río. Cuando cantaba, cantaban con ella los pajaritos; cuando andaba, se mecía como espiguita de trigo. Y era el color de su cara como el color encendido que tienen los mirasoles que nacen en los baldíos. ¡Por eso yo la quería como a naiden he querido! Mas ¿cómo jue que una vez dejé de verla, Dios mío...? Recuerdo que era una tarde... ¡Todo el rancho me lo dijo! ¡Ay, naiden me lo dijiera: yo me lo hubiera sabido: que ya no salió a la cerca, ni bajó por agua al río. Vino el dotor dende el pueblo. Yo jui a dejarlo al camino; y, aunque uno no entiende bien, comprendí lo que me dijo... Una vez salió Nuestro Amo de su casa. Los vecinos se juntaron por ajuera, poco a poco, entristecidos, quitándose los sombreros y hablándose muy quedito... Adentro, se oyó rezar, y dispués... ¡se oyeron gritos! ¡Sentí perder la cabeza...! ¡Me mataba aquel gentío...!
  • 48. ¡Y me salí, trompezando, pa llorar nomás conmigo...! Otro día, tempranito, salió para el camposanto, en una caja de pino, llenita de cinco-llagas y de lirios. Y dicen los que la vieron —¡que mucha gente la vido, pero yo no tuve juerzas ni valor, pa resistilo!— que ansina les parecía como que se bía dormido. Estaba el campo re chulo, cubridito de rocío: ¡que hasta las yerbas lloraban de ver que la bían perdido! Sólo a mí no me salía ni una lágrima, ni un grito. Llegamos. Todos prendieron unos cabos amarillos. Bajaron aquella caja; se oyó el golpe de los picos, y luego... ¡No, lo demás... yo no pudiera dicirlo...! Al volver, no sé ni cómo pude dar con el camino... ¡Ay, d‘entonces yo no vivo! Cien veces me jui del rancho, y las mesmas q‘he volvido; huyo su casa, y sin verla no jallo ningún alivio. Siento un peso aquí en el alma, como de plomo y de frío... Mirasol, que te has secao; estrellita, que te has ido, ¿por qué, si tú ya no vives, yo ni me muero ni vivo...? * * * Me lo contaba un ranchero, bajo del arco infinito, volviendo los dos del monte camino del caserío. En tanto, sobre las cosas la noche había descendido; perfumaban mirasoles en la paz los baldíos, y una estrellita temblaba,
  • 49. como lágrima, en el río... Agosto de 1935 POR EL CAUCE DE LAS TINIEBLAS “Entre tinieblas me ha hecho andar...” Lamentaciones, III. 2 Queja a mi madre Desde el día que te fuiste, se me quedó esta queja, encadenada, que hoy, rompiéndome los hierros, se me va de las entrañas con libertad de grito y libertad de lágrimas. Ni puedo detenerla, ni quiero que se vaya. ¡Tortura de un queja, cuando se tiene el alma demasiado llena para palabras...! * * * Yo tenía tus miradas: un azul de remanso de aguas claras. Para mí, cuando era niño, en ese azul Dios estaba, y estaban todas las cosas transformadas: alto vitral de un templo, donde reía el alba. Más tarde, cuando el vuelo de la angustia cruzó tus aguas claras, tú llevaste sus sombras en el alma; pero yo tuve siempre todo el azul de Dios en tu mirada. Mas hoy la rama negra de la muerte quebró tus aguas... * * * Yo tenía tus palabras: rocío para esta tierra que no se sacia.
  • 50. Rocío lento, de madrugada, que caía luminoso y empapaba; rocío como caricia de manos inmaculadas, sobre las flores rotas, sin lastimarlas... Mas ¿para qué vivo ahora, si no lo siento en el alma? ¿Para qué quiero esta tierra agrietada, y esta sed, y este silencio que me mata...? * Yo tenía un amparo: tus manos santas. Seguro estaba en ellas, más que las hojas en la rama, como la paloma de los Cantares en la grieta viva de la muralla. Y aunque, a veces, mis caminos de tus manos me arrancaran, las sentía en lo más hondo tirar de mí, como un áncora, tirar de todo mi ser hacia el azul abrigo de tu playa. Mas hoy ¿qué será del barco sin amarras? ¿de la paloma, en el vértigo de las rachas? ¿de la hoja desprendida, por los vientos aventada...? * Yo tenía una dádiva: la dádiva radiante del amor que no engaña. Amor, que, siendo silencio, era voz y plegaria; que enriqueció mi pobreza con su abundancia, y que dio, por mi sol y por mi júbilo, su tiniebla y sus lágrimas. ¡Divina y terrible tu dádiva,
  • 51. amor que no eres moneda falsa! Pero ahora voy solo por la senda cerrada. Entre tu ser y el mío, ni señal, ni palabra. Y las manos, abiertas y tendidas a la imposible dádiva... * * * Antes de que te fueras, el dolor te hincó sus garras. Y tú, que callaste siempre, te quejabas. Era tu queja como una llamada larga, como el gemido de una puerta que para siempre se cerrara... Era esta queja mía, que hoy me rompe los hierros y se me va del alma. Porque yo, que de ti no tengo nada, sólo tengo tu grito, clavado en las entrañas... 3 de enero de 1942 Lucha ¿Y de dónde esta lucha que no entiendo...? Tú me llamas amigo, yo, cobarde, te niego; Tú, constante, me esperas, y yo engaño tu anhelo; Vas siguiendo mis pasos, y yo cambio el sendero; Me llamas con tus silbos, y tus silbos desprecio. Si en las albas me miras, a todas estoy ciego; Si en la noche me buscas, en la noche me pierdo;