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Gran Torino
Para analizar el Gran Torino, la obra póstuma como actor de
Clint Eastwood (son sus palabras) hemos acudido a dos
buenos comentaristas de cine, Carlos Revirigo a Jusn
Orellana, cuyas críticas ofrecemos a continuación. Clint
Eastwood se lo merece y se lo merece igualmente el éxito de
taquilla que la película está teniendo en Estados Unidos y
en todo el mundo. Clint hace reflexionar a Amércia y sienta
en el banquillo a los innumerables prejuicios de aquella
sociedad y a la amoralidad rampante que se apoderado de las
nuevas generaciones. No se la pierdan.



Por Carlos Reviriego · El Cultural. El estreno de una
película de Clint Eastwood siempre es un acontecimiento
cinematográfico. Gran Torino es el título del filme que
llega hoy a las salas, pocas semanas después de El
intercambio. El cineasta regresa a la interpretación en un
papel que, según él, es su último trabajo como actor: el de
un veterano de guerra racista y chapado a la antigua cuyo
reverso conoceremos cuando entra en contacto con unos
vecinos de origen asiático. Para celebrar la llegada del
filme —que ha arrasado en la taquilla y la crítica de EEUU—
El Cultural ha enfrentado dos visiones que arrancan todos
los matices del prolífico genio estadounidense.

El pasaje final, que sella con las palabras “tengo luz”,
recogen una lúcida relectura del espacio moral del
justiciero en la sociedad civil, al tiempo que establece
una resonante metáfora de la colisión de la América de
Obama con el imaginario fílmico de Eastwood, quien no duda
en detonar su propia leyenda desde dentro

Hay algo en las grandes películas testamentarias que escapa
a los juicios cinematográficos. La corriente del filme
transborda el caudal fílmico y se convierte en una
expresión íntima y desnuda, atravesada por imágenes de
despedida que quedan impresionadas a fuego en la retina. No
olvidamos el último gesto fílmico de Antonioni, cruzando la
catedral de San Pietro en el limbo digital de Lo sguardo di
Michelangelo (2004); o el plano final de Robert Altman, un
ángel blanco de la muerte atravesando la cámara en El
último show (A Praire Home Companion, 2006); tampoco el
sereno recorrido de una casa habitada por ánimas en Los
muertos (The Dead, 1987), la última obra (maestra) de John
Huston. Son películas que atesoran el sueño de la lucidez
al final del camino. Hay algo arrolladoramente conmovedor
en su paz espiritual, en cómo sus autores sentían el final
y lo aceptaban. Las películas-testamento imponen la
sensación de que asistimos a un bello crepúsculo y nunca
queremos que termine. Eso sucede con Gran Torino.

Ya desde su primer western, Infierno de cobardes (High
Plains Drifter, 1976), muchas películas de Eastwood forman
un tipo especial de cine necrofílico, dominado por las
relaciones entre los muertos y los vivos. En Gran Torino,
estas tensiones son especialmente significativas. Clint
Eastwood lo ha dejado claro. El protagonista de Gran
Torino, un inolvidable carcamal llamado Walt Kowalski,
representa su última incorporación como actor y por tanto
su aparición final. Lo deja todavía más claro en la
película: se filma repetidamente como un fantasma surgiendo
de las tinieblas, y en último travelling su cuerpo descansa
en un ataúd. En los títulos de cierre, su voz quebrada
arrastra con aliento de ultratumba la afligida canción del
título que él mismo ha compuesto. En el caso de otro
cineasta, una película como Gran Torino —-con toda la
“incorrección” que corre por sus venas— no sería tan
significativa, pero tratándose de Eastwood, adquiere una
posición crucial en diversos frentes.

En su dimensión documental, es un conmovedor broche a una
carrera interpretativa labrada desde las barricadas del
anti-establishment; en el terreno histórico, es el destino
lógico de una cierta lectura del mito masculino en el
western y el triller de los últimos 40 años, al tiempo que
se ofrece como camino de redención y puesta al día de lo
que el Eastwood-personaje representa en el imaginario
político, social y cultural norteamericano. El viejo
Kowalski es el alma y la carne de Gran Torino. Es un viudo
que no soporta a su hijos y nietos, ex veterano de la
guerra de Corea y ex trabajador de la fábrica Ford, un
gruñón literal, un misántropo, un racista que vive en los
suburbios de Detroit en un vecindario con etnias y razas
diversas. Las tirantes relaciones con sus vecinos de la
etnia Hmong tomarán otra dirección cuando se enfrenta a un
grupo de street boys y se transforma en el héroe
justiciero, en el mentor de un joven asiático que será el
receptor de su legado. No deja de asombrar cómo a partir de
un guión del novel Nick Schenk, Eastwood construye un
personaje   que  es   suma   y  compendio   de  su   corpus
cinematográfico,   palimpsesto   gestual  de   una   manera
intransferible de “ser” y de “estar”. Parecían justificados
los rumores de que Eastwood preparaba el regreso de Harry
Callahan, pues hay mucho de Harry el Sucio en Kowalski,
pero también de Josey Wales (El fuera de la ley), de Red
Stovall (Honkytonk Man), de Tom Highway (El sargento de
hierro), de William Munny (Sin perdón), de Frankie Dunn
(Million Dollar Baby)… hasta el punto de que el viejo
Kowalski deja de ser un mero trasunto eastwoodiano para
mostrarse como resumen de su leyenda.

Si en la primera parte lleva los estereotipos de héroe
eastwoodiano a un extraño lugar entre la autoparodia y la
vindicación, en el tramo final bascula hacia la gravedad,
la culpa y la confesión. El pasaje final, que sella con las
palabras “tengo luz”, recogen una lúcida relectura del
espacio moral del justiciero en la sociedad civil, al
tiempo que establece una resonante metáfora de la colisión
de la América de Obama con el imaginario fílmico de
Eastwood, quien no duda en detonar su propia leyenda desde
dentro. Frente a la tragedia que ha provocado el código de
la vieja escuela, el mito toma conciencia de que el tiempo
ha pasado por encima de él. En el transparente movimiento
de regeneración ética de Gran Torino, donde la población
multirracial toma por completo el destino del relato,
resuena la metáfora de un país que se abre a una nueva y
reconfortante   era.  A   todo  crepúsculo   le  sigue   un
amanecer.El día que decide intervenir en una pelea entre
orientales que tiene lugar en su propio jardín marcará un
punto de inflexión en su vida que ya no tendrá vuelta
atrás.


Aprender de quienes crees que no puedes aprender nada

Por Juan Orellana · Libertad Digital. Con guión de Nick
Schenk, el último film del casi octogenario Clint Eastwood
nos cuenta la historia de Walt Kowalski, un veterano de la
guerra de Corea, que acaba de enviudar. Es un hombre
intratable, gruñón y amargado, que tiene una relación muy
tensa    con    sus   propios    hijos.    De    mentalidad
ultraconsevadora, está lleno de prejuicios hacia los
inmigrantes de otras razas y para más inri en el barrio
está rodeado de orientales que pertenecen a la etnia hmong,
del sudeste asiático.

Clint Eastwood se libera de sus propias ataduras que
durante años le tenían anclado a una cierta visión oscura
del hombre y de la vida

Clint Eastwood ha visto la luz. Después de visitar tantos
infiernos, Eastwood da el paso que no quiso dar en Million
Dollar Baby. El paso redentor de llevar a su personaje
hasta las últimas consecuencias de una conciencia íntegra.
Y   lo  hace   en   un  film   de   tono  ligero,   incluso
inhabitualmente humorístico, de sencilla producción y
planteamiento estético convencional. Ahí precisamente es
donde Clint Eastwood demuestra su grandeza: en la capacidad
de contar una gran historia de una forma sencilla y
desnuda. Incluso el personaje que él encarna es un héroe
vestido de antihéroe, que no da importancia a su propia
grandeza.

Gran Torino es en el fondo una historia de maduración
clásica, pero en un hombre de ochenta años. Una maduración
que consiste en abrir la mente y aprender de quien crees
que no puedes aprender nada. Como le espeta el personaje
del sacerdote católico: “Sabes mucho de la muerte, pero muy
poco de la vida”. Hay dos figuras clave en este
renacimiento de Kowalski, el citado sacerdote -el padre
Janovich-, y la joven Sue (la debutante actriz Ahney Her).
Los dos saben ver más allá de la opaca apariencia del
insoportable Kowalski, ambos ven su humanidad oculta y por
ello serán capaces de poner en marcha el nacimiento del
nuevo Kowalski, en la línea paulina de paso del hombre
viejo al hombre nuevo. Esta metáfora cristiana no está
traída por los pelos, ya que al final del film los
referentes iconográficos a Cristo son evidentes. El
catalizador de esta redención del personaje —redención
literal en la escena del confesionario— es el joven Thao,
“el Atontado” (interpretado por otro debutante, Bee Vang),
un chico que encarna la maduración del adolescente. Thao es
un acobardado chaval que es introducido por Kowalski a la
realidad de la vida: el trabajo, las relaciones afectivas,
la autoestima… y aprende de la vida y de la muerte lo que
su mentor sólo reconoce al final de su existencia.

Son ya muchos los críticos que ven en la propuesta
esperanzada y redonda del film un inconveniente o un
defecto, como si de esta forma Eastwood se alejase de la
seriedad perpleja de su cine anterior. Pero lo cierto es
que el cineasta se libera de sus propias ataduras que
durante años le tenían anclado a una cierta visión oscura
del hombre y de la vida. Gran Torino, además de la cuestión
antropológica descrita, supone una invitación a superar los
prejuicios   culturales   que   los   masivos   movimientos
migratorios están generando en todo Occidente.          Una
superación que, si es verdad lo que propone el film, sólo
es posible si se atiende a la común humanidad necesitada
que subsiste bajo cualquier tradición o capa cultural. En
fin, una oxigenante y muy estimable película.
¿Sería posible que el director que pasa por ser el Último
Gran Clásico del cine americano hubiera transigido con la
eterna requisitoria de la Warner para volver a encarnar,
una vez más, al justiciero Harry Callahan?

La respuesta es “El gran Torino”, una nueva, impresionante,
maravillosa y angustiosa obra maestra de Clint. Una de esas
películas que te encogen el alma, te dejan un nudo en la
garganta y te hacen salir del cine como en una nube,
impactado y roto, preguntándote cómo es posible que ese
octogenario cabrón haya sido capaz de hacerlo una vez más:
dejarte absolutamente devastado por dentro con una película
que le eleva un peldaño más en el altar de los grandes
maestros a los que adorar y rendir pleitesía, desde hoy
hasta el día del juicio final.

Y no. No es Harry Callahan el protagonista de la última
película de Eastwood. Pero como si lo fuera. Porque el
viejo, achacoso y malhumorado Walt Kowalski al que presta
sus facciones el inimitable Clint bebe de buena parte de
esos personajes a los que ha interpretado a lo largo de su
carrera, del inefable y cínico Harry al oscarizado y
violento William Munny, pasando por aquel ángel vengador
que fue “El jinete pálido” y, cómo no, por sus pistoleros
de gatillo rápido y asquerosos escupitajos de tabaco de
mascar.

De todos ellos hay en un Walt Kowalski que, desde el
principio de “El gran Torino”, se gana el favor de unos
espectadores que asisten, entre atónitos y divertidos, al
viejo más políticamente incorrecto que recordarse pueda.
Incorrecto e incómodo con sus egoístas hijos y nietos, con
su párroco y, sobre todo, con la familia de asiáticos que
vive en la casa de al lado.

Arisco, violento y racista, por azares del destino, Walt se
enfrentará   a  una   banda   de   matones,  ganándose   el
reconocimiento de la comunidad asiática que se ha ido
instalando en el barrio. Y, poco a poco, Kowalski se irá
involucrando más y más en la vida cotidiana de unos vecinos
a los que empieza a conocer y, por tanto, a respetar. Y, de
inmediato, a querer más que a sus propios hijos.

Hasta llegar al final.

Lo siento, pero no puedo reprimir las ganas de escribir
sobre ese final.

Así que, querido lector, deja de leer desde ya si no
quieres que te reviente uno de los finales más prodigiosos
de la historia del cine.

¿Vale?

¿Está claro? Voy a reventar el final de la peli en los
siguientes párrafos así que, si sigues leyendo, será bajo
tu responsabilidad.

Un final apoteósico, ya lo hemos dicho. Todos esperábamos,
por supuesto, una tormenta de sangre y fuego, made in
Eastwood, que acabara con los macarras que habían pegado y
violado a su joven y encantadora vecina.

Pero no.
En uno de los finales mejor ideados de la historia del
cine, jugando con toda la iconografía anterior que el
actor/director lleva colgada a sus espaldas, lo que hace
Clint es fumarse un cigarrillo y convertirse en mártir,
dejándose asesinar por los malos, para que estos sean
detenido y encarcelados, única forma de interrumpir una
espiral de violencia que a nada bueno podía terminar de
conducir.

Si la idea hubiera sido de cualquier otro director, la
habríamos alabado, por supuesto. Pero viniendo de Eastwood,
se convierte en el mejor testamento cinematográfico que
cualquier director ha filmado en vida.

Una inmolación, un suicidio ritual, un ajuste de cuentas
con todo un pasado cinematográfico que se convierte en un
momento mágico, de una intensidad tan brutal que te hace
dar gracias al cielo por haber sido testigo privilegiado de
un hito cinematográfico imborrable y memorable por siempre
jamás.

Lo mejor: lo dicho en el último párrafo y la secuencia de
la doble confesión de Clint, con el cura, primero; y con su
discípulo, el AtonTao, después.

Lo peor: además del doblaje de los chavales asiáticos,
infecto; la noticia de que, posiblemente, nunca volvamos a
ver a Clint frente a una cámara. Aunque eso es,
precisamente, lo que le da todo el sentido a esta
maravillosa y memorable “El gran Torino”.

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  • 1. Gran Torino Para analizar el Gran Torino, la obra póstuma como actor de Clint Eastwood (son sus palabras) hemos acudido a dos buenos comentaristas de cine, Carlos Revirigo a Jusn Orellana, cuyas críticas ofrecemos a continuación. Clint Eastwood se lo merece y se lo merece igualmente el éxito de taquilla que la película está teniendo en Estados Unidos y en todo el mundo. Clint hace reflexionar a Amércia y sienta en el banquillo a los innumerables prejuicios de aquella sociedad y a la amoralidad rampante que se apoderado de las nuevas generaciones. No se la pierdan. Por Carlos Reviriego · El Cultural. El estreno de una película de Clint Eastwood siempre es un acontecimiento cinematográfico. Gran Torino es el título del filme que llega hoy a las salas, pocas semanas después de El intercambio. El cineasta regresa a la interpretación en un papel que, según él, es su último trabajo como actor: el de un veterano de guerra racista y chapado a la antigua cuyo reverso conoceremos cuando entra en contacto con unos vecinos de origen asiático. Para celebrar la llegada del filme —que ha arrasado en la taquilla y la crítica de EEUU— El Cultural ha enfrentado dos visiones que arrancan todos los matices del prolífico genio estadounidense. El pasaje final, que sella con las palabras “tengo luz”, recogen una lúcida relectura del espacio moral del justiciero en la sociedad civil, al tiempo que establece una resonante metáfora de la colisión de la América de Obama con el imaginario fílmico de Eastwood, quien no duda en detonar su propia leyenda desde dentro Hay algo en las grandes películas testamentarias que escapa a los juicios cinematográficos. La corriente del filme transborda el caudal fílmico y se convierte en una expresión íntima y desnuda, atravesada por imágenes de despedida que quedan impresionadas a fuego en la retina. No olvidamos el último gesto fílmico de Antonioni, cruzando la catedral de San Pietro en el limbo digital de Lo sguardo di Michelangelo (2004); o el plano final de Robert Altman, un ángel blanco de la muerte atravesando la cámara en El último show (A Praire Home Companion, 2006); tampoco el sereno recorrido de una casa habitada por ánimas en Los muertos (The Dead, 1987), la última obra (maestra) de John Huston. Son películas que atesoran el sueño de la lucidez al final del camino. Hay algo arrolladoramente conmovedor en su paz espiritual, en cómo sus autores sentían el final y lo aceptaban. Las películas-testamento imponen la
  • 2. sensación de que asistimos a un bello crepúsculo y nunca queremos que termine. Eso sucede con Gran Torino. Ya desde su primer western, Infierno de cobardes (High Plains Drifter, 1976), muchas películas de Eastwood forman un tipo especial de cine necrofílico, dominado por las relaciones entre los muertos y los vivos. En Gran Torino, estas tensiones son especialmente significativas. Clint Eastwood lo ha dejado claro. El protagonista de Gran Torino, un inolvidable carcamal llamado Walt Kowalski, representa su última incorporación como actor y por tanto su aparición final. Lo deja todavía más claro en la película: se filma repetidamente como un fantasma surgiendo de las tinieblas, y en último travelling su cuerpo descansa en un ataúd. En los títulos de cierre, su voz quebrada arrastra con aliento de ultratumba la afligida canción del título que él mismo ha compuesto. En el caso de otro cineasta, una película como Gran Torino —-con toda la “incorrección” que corre por sus venas— no sería tan significativa, pero tratándose de Eastwood, adquiere una posición crucial en diversos frentes. En su dimensión documental, es un conmovedor broche a una carrera interpretativa labrada desde las barricadas del anti-establishment; en el terreno histórico, es el destino lógico de una cierta lectura del mito masculino en el western y el triller de los últimos 40 años, al tiempo que se ofrece como camino de redención y puesta al día de lo que el Eastwood-personaje representa en el imaginario político, social y cultural norteamericano. El viejo Kowalski es el alma y la carne de Gran Torino. Es un viudo que no soporta a su hijos y nietos, ex veterano de la guerra de Corea y ex trabajador de la fábrica Ford, un gruñón literal, un misántropo, un racista que vive en los suburbios de Detroit en un vecindario con etnias y razas diversas. Las tirantes relaciones con sus vecinos de la etnia Hmong tomarán otra dirección cuando se enfrenta a un grupo de street boys y se transforma en el héroe justiciero, en el mentor de un joven asiático que será el receptor de su legado. No deja de asombrar cómo a partir de un guión del novel Nick Schenk, Eastwood construye un personaje que es suma y compendio de su corpus cinematográfico, palimpsesto gestual de una manera intransferible de “ser” y de “estar”. Parecían justificados los rumores de que Eastwood preparaba el regreso de Harry Callahan, pues hay mucho de Harry el Sucio en Kowalski, pero también de Josey Wales (El fuera de la ley), de Red Stovall (Honkytonk Man), de Tom Highway (El sargento de hierro), de William Munny (Sin perdón), de Frankie Dunn (Million Dollar Baby)… hasta el punto de que el viejo
  • 3. Kowalski deja de ser un mero trasunto eastwoodiano para mostrarse como resumen de su leyenda. Si en la primera parte lleva los estereotipos de héroe eastwoodiano a un extraño lugar entre la autoparodia y la vindicación, en el tramo final bascula hacia la gravedad, la culpa y la confesión. El pasaje final, que sella con las palabras “tengo luz”, recogen una lúcida relectura del espacio moral del justiciero en la sociedad civil, al tiempo que establece una resonante metáfora de la colisión de la América de Obama con el imaginario fílmico de Eastwood, quien no duda en detonar su propia leyenda desde dentro. Frente a la tragedia que ha provocado el código de la vieja escuela, el mito toma conciencia de que el tiempo ha pasado por encima de él. En el transparente movimiento de regeneración ética de Gran Torino, donde la población multirracial toma por completo el destino del relato, resuena la metáfora de un país que se abre a una nueva y reconfortante era. A todo crepúsculo le sigue un amanecer.El día que decide intervenir en una pelea entre orientales que tiene lugar en su propio jardín marcará un punto de inflexión en su vida que ya no tendrá vuelta atrás. Aprender de quienes crees que no puedes aprender nada Por Juan Orellana · Libertad Digital. Con guión de Nick Schenk, el último film del casi octogenario Clint Eastwood nos cuenta la historia de Walt Kowalski, un veterano de la guerra de Corea, que acaba de enviudar. Es un hombre intratable, gruñón y amargado, que tiene una relación muy tensa con sus propios hijos. De mentalidad ultraconsevadora, está lleno de prejuicios hacia los inmigrantes de otras razas y para más inri en el barrio está rodeado de orientales que pertenecen a la etnia hmong, del sudeste asiático. Clint Eastwood se libera de sus propias ataduras que durante años le tenían anclado a una cierta visión oscura del hombre y de la vida Clint Eastwood ha visto la luz. Después de visitar tantos infiernos, Eastwood da el paso que no quiso dar en Million Dollar Baby. El paso redentor de llevar a su personaje hasta las últimas consecuencias de una conciencia íntegra. Y lo hace en un film de tono ligero, incluso inhabitualmente humorístico, de sencilla producción y planteamiento estético convencional. Ahí precisamente es donde Clint Eastwood demuestra su grandeza: en la capacidad de contar una gran historia de una forma sencilla y
  • 4. desnuda. Incluso el personaje que él encarna es un héroe vestido de antihéroe, que no da importancia a su propia grandeza. Gran Torino es en el fondo una historia de maduración clásica, pero en un hombre de ochenta años. Una maduración que consiste en abrir la mente y aprender de quien crees que no puedes aprender nada. Como le espeta el personaje del sacerdote católico: “Sabes mucho de la muerte, pero muy poco de la vida”. Hay dos figuras clave en este renacimiento de Kowalski, el citado sacerdote -el padre Janovich-, y la joven Sue (la debutante actriz Ahney Her). Los dos saben ver más allá de la opaca apariencia del insoportable Kowalski, ambos ven su humanidad oculta y por ello serán capaces de poner en marcha el nacimiento del nuevo Kowalski, en la línea paulina de paso del hombre viejo al hombre nuevo. Esta metáfora cristiana no está traída por los pelos, ya que al final del film los referentes iconográficos a Cristo son evidentes. El catalizador de esta redención del personaje —redención literal en la escena del confesionario— es el joven Thao, “el Atontado” (interpretado por otro debutante, Bee Vang), un chico que encarna la maduración del adolescente. Thao es un acobardado chaval que es introducido por Kowalski a la realidad de la vida: el trabajo, las relaciones afectivas, la autoestima… y aprende de la vida y de la muerte lo que su mentor sólo reconoce al final de su existencia. Son ya muchos los críticos que ven en la propuesta esperanzada y redonda del film un inconveniente o un defecto, como si de esta forma Eastwood se alejase de la seriedad perpleja de su cine anterior. Pero lo cierto es que el cineasta se libera de sus propias ataduras que durante años le tenían anclado a una cierta visión oscura del hombre y de la vida. Gran Torino, además de la cuestión antropológica descrita, supone una invitación a superar los prejuicios culturales que los masivos movimientos migratorios están generando en todo Occidente. Una superación que, si es verdad lo que propone el film, sólo es posible si se atiende a la común humanidad necesitada que subsiste bajo cualquier tradición o capa cultural. En fin, una oxigenante y muy estimable película.
  • 5. ¿Sería posible que el director que pasa por ser el Último Gran Clásico del cine americano hubiera transigido con la eterna requisitoria de la Warner para volver a encarnar, una vez más, al justiciero Harry Callahan? La respuesta es “El gran Torino”, una nueva, impresionante, maravillosa y angustiosa obra maestra de Clint. Una de esas películas que te encogen el alma, te dejan un nudo en la garganta y te hacen salir del cine como en una nube, impactado y roto, preguntándote cómo es posible que ese octogenario cabrón haya sido capaz de hacerlo una vez más: dejarte absolutamente devastado por dentro con una película que le eleva un peldaño más en el altar de los grandes
  • 6. maestros a los que adorar y rendir pleitesía, desde hoy hasta el día del juicio final. Y no. No es Harry Callahan el protagonista de la última película de Eastwood. Pero como si lo fuera. Porque el viejo, achacoso y malhumorado Walt Kowalski al que presta sus facciones el inimitable Clint bebe de buena parte de esos personajes a los que ha interpretado a lo largo de su carrera, del inefable y cínico Harry al oscarizado y violento William Munny, pasando por aquel ángel vengador que fue “El jinete pálido” y, cómo no, por sus pistoleros de gatillo rápido y asquerosos escupitajos de tabaco de mascar. De todos ellos hay en un Walt Kowalski que, desde el principio de “El gran Torino”, se gana el favor de unos espectadores que asisten, entre atónitos y divertidos, al viejo más políticamente incorrecto que recordarse pueda. Incorrecto e incómodo con sus egoístas hijos y nietos, con su párroco y, sobre todo, con la familia de asiáticos que vive en la casa de al lado. Arisco, violento y racista, por azares del destino, Walt se enfrentará a una banda de matones, ganándose el reconocimiento de la comunidad asiática que se ha ido instalando en el barrio. Y, poco a poco, Kowalski se irá involucrando más y más en la vida cotidiana de unos vecinos a los que empieza a conocer y, por tanto, a respetar. Y, de inmediato, a querer más que a sus propios hijos. Hasta llegar al final. Lo siento, pero no puedo reprimir las ganas de escribir sobre ese final. Así que, querido lector, deja de leer desde ya si no quieres que te reviente uno de los finales más prodigiosos de la historia del cine. ¿Vale? ¿Está claro? Voy a reventar el final de la peli en los siguientes párrafos así que, si sigues leyendo, será bajo tu responsabilidad. Un final apoteósico, ya lo hemos dicho. Todos esperábamos, por supuesto, una tormenta de sangre y fuego, made in Eastwood, que acabara con los macarras que habían pegado y violado a su joven y encantadora vecina. Pero no.
  • 7. En uno de los finales mejor ideados de la historia del cine, jugando con toda la iconografía anterior que el actor/director lleva colgada a sus espaldas, lo que hace Clint es fumarse un cigarrillo y convertirse en mártir, dejándose asesinar por los malos, para que estos sean detenido y encarcelados, única forma de interrumpir una espiral de violencia que a nada bueno podía terminar de conducir. Si la idea hubiera sido de cualquier otro director, la habríamos alabado, por supuesto. Pero viniendo de Eastwood, se convierte en el mejor testamento cinematográfico que cualquier director ha filmado en vida. Una inmolación, un suicidio ritual, un ajuste de cuentas con todo un pasado cinematográfico que se convierte en un momento mágico, de una intensidad tan brutal que te hace dar gracias al cielo por haber sido testigo privilegiado de un hito cinematográfico imborrable y memorable por siempre jamás. Lo mejor: lo dicho en el último párrafo y la secuencia de la doble confesión de Clint, con el cura, primero; y con su discípulo, el AtonTao, después. Lo peor: además del doblaje de los chavales asiáticos, infecto; la noticia de que, posiblemente, nunca volvamos a ver a Clint frente a una cámara. Aunque eso es, precisamente, lo que le da todo el sentido a esta maravillosa y memorable “El gran Torino”.